El viento había cesado al tiempo que la lluvia amainaba, pero las nubes grises todavía ocultaban el sol. La llovizna, sin embargo, bastaba para mojarle el pelo a Rand y empezar a empaparle la chaqueta negra con bordados rojos mientras caminaba entre los trollocs muertos. Logain había hilado un escudo de Aire de forma que las gotas de lluvia rebotaban en él o aparentemente se deslizaban para caer en forma de cascada a su alrededor, pero Rand no quería correr el riesgo de que Lews Therin asiera de nuevo el saidin. El hombre había dicho que podía esperar hasta la Última Batalla para morir, pero ¿hasta dónde podía fiarse uno de lo que dijera un loco?
«¿Loco? —susurró Lews Therin—. ¿Acaso estoy más loco que tú?» Soltó una risita cascada y demente.
De vez en cuando Nandera volvía la cabeza para mirarlo. Alta y nervuda, con el cabello canoso oculto bajo el shoufa marrón, comandaba a las Doncellas, al menos a las que se encontraban a este lado de la Pared del Dragón, pero había elegido dirigir personalmente su guardia personal. Los verdes ojos, que era cuanto se veía de su rostro tostado por encima del velo negro, no dejaban entrever nada, pero Rand tenía la completa seguridad de que estaba preocupada por él porque no se protegía de la lluvia. Las Doncellas reparaban en aquello que era fuera de lo normal. Esperaba que la mujer guardara silencio.
«Tienes que confiar en mí —dijo Lews Therin—. Confía en mí. ¡Oh, Luz, le estoy suplicando a una voz que oigo dentro de mi cabeza! Tengo que estar loco, sí».
Nandera y el resto de las cincuenta Doncellas veladas formaban un amplio cerco en torno a Rand, casi hombro con hombro; pinchaban con las lanzas a todos los trollocs y Myrddraal junto a los que pasaban, pisaban despreocupadamente sobre colosales brazos y piernas seccionados, cabezas cercenadas con cuernos o colmillos o dientes afilados. De tanto en tanto, un trolloc gemía o trataba débilmente de arrastrarse para escabullirse —o abalanzarse sobre ellos mientras gruñía— aunque no por mucho tiempo. Luchar contra trollocs era igual que luchar contra perros rabiosos. O los matabas o ellos te mataban a ti. No había negociación ni rendición ni término medio.
La llovizna había mantenido alejados a los buitres hasta el momento, pero cuervos y cornejas aleteaban por doquier, las negras plumas brillantes por la humedad, y si entre ellos había espías del Oscuro eso no les impedía posarse para sacar los ojos a los trollocs o ver si podían arrancar algún otro trocito de carne. Había trollocs despedazados más que suficientes para que los carroñeros disfrutaran de un gran festín. Sin embargo, ninguno se acercaba a un Myrddraal muerto, y evitaban a los trollocs que se hallaban cerca de Myrddraal. Eso no indicaba nada más que precaución. Seguramente les olían mal a las aves. La sangre de un Fado corroía el acero si estaba en contacto con él el tiempo suficiente. Para cuervos y cornejas debía de oler como veneno.
Los saldaeninos que habían sobrevivido disparaban flechas a las aves o las ensartaban con las espadas de hoja curva o simplemente las aporreaban con palas, azadones o rastrillos, cualquier cosa que hubiera a mano que sirviera de garrote —en las Tierras Fronterizas, dejar vivo a un cuervo o a una corneja era impensable; allí eran los ojos del Oscuro con demasiada frecuencia— pero había demasiados. Centenares de bultos con plumas negras yacían desplomados entre los trollocs, pero por cada cadáver parecía haber cientos más graznando y peleando por los bocados más tiernos, incluidos trozos de sus compañeros muertos. Los Asha’man y las Aes Sedai hacía mucho rato que habían renunciado a intentar acabar con todos.
—No me gusta que mis hombres se cansen de esta forma —dijo Logain. «Sus» hombres—. Ni las hermanas, dicho sea de paso. Gabrelle y Toveine estarán al borde del agotamiento al caer la noche. —Había vinculado a las dos, de modo que debía de saberlo—. ¿Y si se produce otro ataque?
Todo alrededor de la casa solariega y de las dependencias ardían fuegos fugaces, tan candentes que la gente se resguardaba los ojos cuando Aes Sedai y Asha’man incineraban trollocs y Myrddraal allí donde yacían muertos. Había demasiados para tomarse el trabajo de hacinarlos en montones. Con menos de veinte Aes Sedai y una docena de Asha’man iba a ser un trabajo largo, habiendo como había unos cien mil trollocs; probablemente, antes de haber acabado, el hedor a putrefacción se sumaría a los fétidos olores que flotaban ya en el aire, como el nauseabundo olor a cobre de la sangre de los Engendros de la Sombra o la peste de lo que quiera que hubieran contenido los intestinos de los trollocs cuando se habían desgarrado. Mejor no pensar mucho en eso. Puede que no quedara un solo granjero o aldeano vivo desde la casa solariega hasta la Columna Vertebral del Mundo. De allí debía de ser de donde habían salido los trollocs, de la puerta a los Atajos que había fuera del stedding Shangtai. Al menos el hogar de Loial estaba a salvo. Ni trollocs ni Myrddraal entrarían en un stedding a no ser que los azuzaran, y para conseguirlo había que azuzarlos bastante.
—¿Preferirías dejarlos pudrirse donde están? —inquirió Cadsuane, que hablaba como si ella no tuviera opinión en el asunto.
Aunque se recogía los vuelos de la falda verde para que la seda no arrastrara por el barro empapado de sangre o por los despojos que cubrían el suelo, iba pisando patas o cabezas con tanta despreocupación como las Doncellas. También ella había tejido una sombrilla para protegerse de la lluvia, al igual que Alivia, aunque ésta no lo hizo hasta haber visto el tejido de la Verde. Rand había intentado que las hermanas que le habían jurado lealtad enseñaran a la seanchan más cosas del Poder; pero, según el punto de vista de las Aes Sedai, eso no tenía nada que ver con su juramento de lealtad. La seanchan no representaba un peligro para sí misma y tampoco, aparentemente, para los demás, de modo que se daban por satisfechas dejando las cosas tal como estaban. Nynaeve también se había negado debido a la visión de Min. Cadsuane le había informado fríamente que no estaba dedicada a la enseñanza de espontáneas.
—Entonces sí que esto sería un depósito de cadáveres —dijo Min, que caminaba como si pisara huevos, y saltaba a la vista que procuraba no pensar en lo que tenía a los pies mientras trataba de no plantar las botas azules de tacón en ningún cuerpo ni despojo, lo que hacía que diera un traspié de vez en cuando. También se estaba mojando y los rizos empezaban a pegársele en la cabeza, si bien el vínculo no transmitía exasperación; sólo rabia, y parecía dirigida a Logain a juzgar por la penetrante mirada que le asestaba—. ¿Adónde irían los criados y la gente que trabaja en los campos, los graneros y los establos? ¿Cómo vivirían?
—No habrá otro ataque —respondió Rand—. Al menos no lo habrá hasta que quienesquiera que ordenaran éste se enteren de que ha fracasado, y puede que ni siquiera entonces. Esto es todo lo que lanzaron. Los Myrddraal no habrían atacado de manera tan poco sistemática.
Logain gruñó, pero no tenía argumentos en contra. Rand miró hacia atrás, a la casona. En algunos sitios los trollocs muertos yacían justo al pie de los muros. Ninguno había logrado entrar, pero…
«Logain tenía razón», pensó mientras recorría con la mirada la matanza. Había faltado muy poco. Sin los Asha’man y las Aes Sedai que Logain había llevado, seguramente el final habría sido muy distinto. Le había andado muy cerca. ¿Y si había otro ataque, después…? Era obvio que alguien conocía el truco de Ishamael. O ese hombre de ojos azules que veía en su mente podía localizarlo realmente. El siguiente ataque sería a mayor escala. O eso, o llegaría de una dirección inesperada. Tal vez debería permitir que Logain llamara a unos cuantos Asha’man más.
«Debiste matarlos —sollozó Lews Therin—. Ahora es demasiado tarde. Demasiado tarde».
«La Fuente está limpia ahora, necio», pensó Rand.
«Sí —contestó Lews Therin—. Pero ¿lo están ellos? ¿Lo estoy yo?»
Rand se había hecho esa pregunta sobre sí mismo. La mitad de la doble herida del costado era obra de Ishamael, y la otra mitad se la había infligido la daga de Padan Fain, portadora de la tara de Shadar Logoth. A menudo palpitaban y, cuando lo hacían, parecía que estaban vivas.
El círculo de Doncellas se abrió ligeramente para dejar pasar a un criado de cabello blanco y nariz larga y afilada que daba la impresión de ser más endeble incluso que Ethin. Trataba de refugiarse bajo un parasol doble de los Marinos al que le faltaba la mitad de los flecos, pero la vieja seda azul tenía unos cuantos agujeros, de manera que varios hilillos de agua goteaban sobre la chaqueta amarilla del anciano, y uno le caía en la cabeza. Tenía el ralo cabello pegado al cráneo y goteaba. Quizá no habría estado tan empapado de no llevar el parasol. Sin duda uno de los antepasados de Algarin lo había conseguido de algún modo y lo había guardado de recuerdo, pero cómo había llegado a su poder sin duda sería toda una historia. Rand dudaba que los Marinos hubieran renunciado así como así al parasol de una Señora de las Olas de un clan.
—Milord Dragón —dijo el anciano con una reverencia, lo que hizo que le chorreara más agua por la espalda—. Verin Sedai me ordenó que os entregara esto de inmediato. —Del interior de la chaqueta sacó un papel doblado y sellado.
Rand se lo guardó rápidamente en un bolsillo de su chaqueta para que no se mojara. La tinta se corría fácilmente.
—Gracias, pero debería haber esperado hasta que hubiera vuelto a la casa. Será mejor que regreses allí antes de que te empapes completamente.
—Dijo que de inmediato, milord Dragón. —El hombre parecía ofendido—. Es una Aes Sedai.
Tras un asentimiento de Rand, hizo otra reverencia y regresó lentamente hacia la casa solariega, la espalda recta, con orgullo, mientras el parasol le vertía chorrillos de agua encima. Era una Aes Sedai. Todo el mundo obedecía sin rechistar a las Aes Sedai, incluso en Tear, donde no se las apreciaba. ¿Qué tendría que decirle Verin que hiciera falta ponerlo por escrito? Toqueteando el sello con el pulgar, Rand siguió caminando.
Se dirigía a uno de los graneros que tenía el techo de bálago ennegrecido. Era en el que los trollocs habían conseguido entrar. Un tipo fornido, con una tosca chaqueta marrón y botas embarradas, recostado contra uno de los batientes de las puertas abiertas, se puso derecho y por alguna razón miró rápidamente hacia atrás, al interior del granero, mientras Rand se aproximaba y las Doncellas abrían el círculo para rodear el edificio.
Se paró en seco al llegar a la puerta; Min y los demás se detuvieron junto a él. Logain masculló un juramento. Un par de faroles colgados de los montantes que servían de soporte al altillo irradiaban una luz mortecina, pero suficiente para ver que todas las superficies estaban cubiertas de una gruesa capa de moscas, incluso el suelo de tierra tapado con paja. Y, al parecer, otras tantas revoloteaban en el aire.
—¿De dónde han salido? —preguntó Rand.
Algarin no sería rico, pero sus graneros y establos se mantenían tan limpios como podía esperarse en estos edificios. El hombre fornido dio un respingo con aire de culpabilidad. Era más joven que la mayoría de los criados de la casa, pero la mitad de la cabeza ya la tenía calva, la boca quedaba enmarcada entre paréntesis de arrugas y más arrugas se abrían en abanico en el rabillo de los ojos.
—No lo sé, milord —masculló mientras se llevaba los nudillos mugrientos a la frente. Enfocaba la vista en Rand con tanta intensidad que era obvio que no quería mirar el interior del granero—. Salí a la puerta para respirar un poco de aire fresco y cuando me volví estaban por todas partes. Pensé que… Pensé que a lo mejor eran moscas muertas.
Rand sacudió la cabeza con desagrado. Esas moscas estaban vivas y bien vivas. No habían muerto todos los saldaeninos que defendían ese granero, pero sí se había llevado allí a todos los saldaeninos que habían muerto. A los saldaeninos no les gustaban los entierros bajo la lluvia. Ninguno sabría decir el porqué, pero no se enterraba a la gente mientras estuviera lloviendo. Diecinueve hombres yacían en una ordenada hilera sobre el suelo, o al menos era tan ordenada como podía estarlo cuando había cabezas partidas y faltaban miembros, pero sus amigos y compañeros los habían tendido cuidadosamente, con la cara limpia y los ojos cerrados. Ésa era la razón de que hubieran ido allí. No para una despedida ni nada sentimental; no había conocido a ninguno de esos hombres más allá de reconocer un rostro aquí y allí. Había ido para recordarse que hasta lo que parecía una victoria absoluta se cobraba su precio en sangre. Aun así, no se merecían que montones de moscas se les pasearan por encima.
«Yo no necesito que nada me lo recuerde», gruñó Lews Therin.
«Pero yo no soy tú —pensó Rand—. Tengo que endurecerme».
—¡Logain, deshazte de esos jodidos bichos! —dijo en voz alta.
«Eres más duro de lo que yo llegué a serlo —repuso Lews Therin. De repente soltó una risita divertida—. Y, si tú no eres yo, entonces ¿quién eres?»
—Ahora resulta que también voy a servir de maldito matamoscas —rezongó el otro hombre.
Rand se volvió bruscamente hacia él, iracundo, pero Alivia se apresuró a intervenir con su peculiar forma de hablar arrastrando las palabras antes de que él tuviera tiempo de decir nada.
—Dejadme intentarlo, milord —pidió, por así decirlo, aunque como cualquier Aes Sedai no esperó a recibir permiso. La piel se le puso de gallina a Rand cuando la mujer abrazó el saidar y encauzó.
Las moscas siempre se resguardaban hasta de la lluvia más ligera porque una gota bastaba para echar a una mosca al suelo, donde era una presa fácil hasta que se le secaban las alas, pero de repente una nube de insectos zumbadores pasó por la puerta como si fuera mucho mejor salir a la lluvia que quedarse en el granero. Dio la impresión de que el aire se había cuajado de moscas. Rand se las quitó a manotazos de la cara mientras Min se la tapaba con las manos y el vínculo rebosaba asco, pero los insectos sólo buscaban volar. Al cabo de unos instantes todos habían desaparecido. El hombre calvo, que miraba a Alivia boquiabierto, de repente empezó a toser y escupió dos moscas sobre la mano. Cadsuane le lanzó una mirada que le hizo cerrar la boca de golpe y llevarse rápidamente el áspero puño a la frente. Sólo una mirada, pero la mujer era lo que era.
—Así que observas —le dijo Cadsuane a Alivia, con los oscuros ojos clavados en la seanchan, pero ésta ni se encogió. No se dejaba impresionar por una Aes Sedai tanto como la mayoría de la gente.
—Recuerdo lo que veo. De alguna forma tendré que aprender si he de serle de ayuda al lord Dragón. He aprendido más de lo que pensáis.
Min hizo un sonido gutural, casi un gruñido, y el vínculo rebosó cólera, pero la mujer de cabello rubio hizo caso omiso.
—¿No estáis enfadado conmigo? —le preguntó a Rand en tono de ansiedad.
—No estoy enfadado. Aprende todo lo que puedas. Lo estás haciendo muy bien.
La seanchan se ruborizó y bajó los ojos como una muchachita sorprendida por un inesperado cumplido. Unas finas arrugas le partían del rabillo de los ojos, pero a veces costaba trabajo acordarse de que tenía cien años más que cualquier Aes Sedai viva. Tenía que encontrar a alguien que le enseñara más.
—Rand al’Thor —dijo, enfadada, Min mientras se cruzaba de brazos—, no vas a dejar que esa mujer…
—Tus visiones nunca se equivocan —la interrumpió—. Lo que ves ocurre siempre. Has intentado cambiar las cosas y nunca ha funcionado. Eso me lo dijiste tú misma, Min. ¿Qué te hace pensar que esta vez va a ser diferente?
—Porque tiene que ser diferente —replicó ella con ferocidad. Se inclinó hacia Rand como si realmente pensara lanzarse contra él—. Porque yo quiero que sea diferente. Porque será diferente. De todos modos tampoco sé qué ha pasado con todo lo que he visto. La gente se traslada. Y con Moraine me equivoqué. Vi un montón de cosas en su futuro, y ha muerto. Quizás algunas de las otras cosas que he visto tampoco se hicieron realidad.
«No tiene que ser diferente esta vez —jadeó Lews Therin—. ¡Lo prometiste!»
Un leve ceño apareció en el gesto de Logain, que sacudió ligeramente la cabeza. Lógicamente no le hacía gracia oír a Min dudar de su habilidad. Rand casi lamentaba haberle contado la visión que había tenido sobre él, aunque en aquel momento había parecido un aliciente inocuo. De hecho, Logain les había pedido a las Aes Sedai que confirmaran la habilidad de Min, bien que había tenido el sentido común de callar que dudaba de lo que le había contado.
—No entiendo qué hace que esta joven sea tan vehemente por ti, chico —caviló Cadsuane, fruncidos los labios en un gesto pensativo, y luego sacudió la cabeza de manera que los adornos de oro se mecieron—. Oh, eres bastante guapo, supongo, pero sigo sin entenderlo.
Para evitar otra discusión con Min —ella no lo llamaba así, sino «hablar», pero él sabía ver la diferencia— Rand sacó la carta de Verin y rompió el pegote de cera amarilla con la marca de un sello de la Gran Serpiente. La caligrafía menuda y prieta de la hermana Verde llenaba casi toda la página, y algunas letras se habían emborronado con las gotas que mojaban el papel. Se aproximó más al farol que había más cerca; soltaba un débil olor a aceite pasado.
«Como dije, aquí he hecho lo que estaba a mi alcance hacer. Creo que puedo cumplir mejor el juramento que te presté en otra parte, así que me pongo en marcha con Tomás. Después de todo, hay muchas formas de servirte, y muchas necesidades. Estoy convencida de que puedes confiar en Cadsuane, y deberías hacer caso de sus consejos, pero sé cauto con otras hermanas, incluidas las que te han jurado lealtad. Un juramento así no significa nada para una hermana Negra, y hasta las que caminan bajo la Luz pueden darle interpretaciones que desaprobarías. Ya sabes que son pocas las que consideran ese juramento como invocador de una obediencia absoluta en todo. Algunas podrían encontrar otros agujeros. Así pues, tanto si sigues los consejos de Cadsuane como si no, y repito que deberías hacerlo, sigue el mío. Sé muy cauto».
Iba firmada simplemente «Verin». Gruñó amargamente. ¿Que eran pocas las que pensaban que el juramento significaba obediencia absoluta? Sería más acertado decir que ninguna. Por lo general obedecían, aunque no siempre el fondo y la forma eran lo mismo. La propia Verin, por ejemplo. Le advertía que otras hacían cosas que podría desaprobar, pero ella no había dicho dónde iba o lo que se proponía hacer allí. ¿Temía que él no lo aprobara? Tal vez sólo era el secretismo propio de las Aes Sedai. Para las hermanas, guardar cosas en secreto era algo tan natural como respirar.
Cuando le tendió la carta a Cadsuane, una ceja de la mujer sufrió un leve tic. En verdad debía de haberla sorprendido ser transparente hasta ese punto, pero tomó la hoja y la sostuvo de forma que la luz del farol la iluminó.
—Una mujer de muchas caras —dijo finalmente mientras le devolvía la nota—. Pero te da un buen consejo.
¿A qué se refería con lo de las caras? Iba a preguntarle, cuando Loial y el Mayor Haman aparecieron de repente en el umbral, los dos con una hacha de mango largo y con la hoja profusamente decorada apoyada en el hombro. Las copetudas orejas del Ogier de pelo blanco estaban inclinadas hacia atrás y tenía el gesto severo, en tanto que las orejas de Loial se agitaban. Rand supuso que por la excitación, aunque no era fácil discernirlo.
—Confío en no estar interrumpiendo nada —dijo el Mayor Haman, que levantó las orejas al mirar tristemente la hilera de cadáveres.
—En absoluto —contestó Rand al tiempo que se guardaba la carta en un bolsillo—. Ojalá pudiera asistir a tu boda, Loial, pero…
—Oh, ya me he casado, Rand —dijo su amigo. Tenía que estar muy agitado, porque no era propio de él interrumpir a nadie—. Mi madre insistió. Ni siquiera habrá tiempo para un buen banquete nupcial, puede que para ninguna clase de celebración, con lo del Tocón y que yo tenga que… —El Ogier mayor le puso la mano en el brazo—. ¿Qué? —preguntó Loial, que lo miró extrañado—. Oh. Sí. Por supuesto. Bien. —Se frotó la parte inferior de la ancha nariz con un dedo del tamaño de una salchicha gruesa.
¿Era por alguna cosa que no tenía que decir? Hasta los Ogier tenían secretos, al parecer. Rand toqueteó la carta guardada en el bolsillo. Claro que todo el mundo los tenía.
—Te prometo una cosa, Rand —continuó Loial—. Ocurra lo que ocurra, estaré contigo en el Tarmon Gai’don. Ocurra lo que ocurra.
—Muchacho —murmuró el Mayor Haman—, no creo que debas… —No concluyó la frase, y sacudió la cabeza mientras mascullaba entre dientes, un murmullo que más parecía un terremoto.
Rand cruzó de tres zancadas el espacio que lo separaba de su amigo y le tendió la mano. Con una ancha sonrisa —y decir eso de un Ogier significaba muy, muy ancha— Loial la tomó entre la suya de forma que la cubrió por completo. Así, tan de cerca, Rand se veía obligado a doblar el cuello hacia atrás para mirar a su amigo a la cara.
—Gracias, Loial. No tengo palabras para expresar cuánto significa para mí oír eso. Pero te necesitaré antes de ese momento.
—¿Que me… necesitarás?
—Loial, he sellado las puertas a los Atajos que conozco, la de Caemlyn, la de Cairhien, la de Illian y la de Tear, y he colocado una trampa muy desagradable en la que se destruyó cerca de Fal Dara, pero no conseguí dar con la que hay cerca de Far Madding. Incluso cuando sepa si de hecho hay una en la propia ciudad no podré encontrarla por mí mismo, y además están las de todas esas ciudades que ya no existen. Necesito que encuentres las demás, Loial, o los trollocs podrán entrar en avalancha en todos los países a la vez y nadie sabrá que llegan hasta que se encuentren en el centro de Andor o de Cairhien.
La sonrisa de Loial se borró; las orejas le temblaron y las cejas le colgaron hasta que las puntas le tocaron las mejillas.
—No puedo, Rand —dijo tristemente—. Tengo que partir a primera hora mañana y no sé cuándo podré volver de nuevo al Exterior.
—Sé que has estado fuera del stedding mucho tiempo, Loial. —Rand trató de hablar en un tono suave, pero le salió un timbre duro. La delicadeza parecía algo que se le iba borrando en la memoria—. Hablaré con tu madre. La convenceré de que te deje partir después de que hayas tomado un corto descanso.
—Necesita más que un corto descanso —intervino el Mayor Haman, que plantó el extremo del mango del hacha en el suelo y lo asió con ambas manos a la par que dirigía una mirada severa a Rand. Los Ogier eran pacíficos, pero él parecía cualquier cosa menos eso—. Ha estado en el Exterior más de cinco años, demasiado tiempo. Como poco, necesita semanas de descanso en un stedding. Y sería mejor meses.
—Mi madre no toma esas decisiones ya, Rand. Aunque, a decir verdad, creo que todavía está sorprendida al constatarlo. Quien las toma ahora es Erith. Mi esposa. —La retumbante voz pronunció esa palabra con tanto orgullo que pareció henchirlo hasta casi hacerlo estallar. De hecho el pecho se le hinchó y la sonrisa le dividió en dos la cara.
—Ni siquiera te he felicitado —dijo Rand, que le palmeó el hombro. Su intento de dar un tono afectuoso a la voz le sonó falso a él mismo, pero era incapaz de hacerlo mejor—. Si necesitas meses, entonces los tendrás. Pero sigo necesitando un Ogier que encuentre esas puertas a los Atajos. Por la mañana yo mismo os conduciré a todos hasta el stedding Shangtai. Tal vez pueda convencer a alguien para que haga el trabajo.
El Mayor Haman bajó la mirada ceñuda a las manos que sostenían el hacha y empezó a mascullar otra vez, demasiado suave para que se pudieran distinguir las palabras, como el zumbido de una abeja del tamaño de un gran mastín que zumbara dentro de una jarra inmensa en el cuarto contiguo. Parecía estar discutiendo consigo mismo.
—Eso podría llevar tiempo —contestó, dubitativo, Loial—. Sabes que no nos gusta tomar decisiones precipitadas. Ni siquiera estoy seguro de que permitan a un humano entrar en el stedding debido al Tocón. Rand, si no puedo regresar antes de la Última Batalla, responderás a mis preguntas sobre lo ocurrido mientras me encuentro en el stedding, ¿verdad? Quiero decir sin tener que sacártelo todo a la fuerza.
—Si puedo, lo haré —contestó Rand.
«Si puedes —gruñó Lews Therin—. Accediste a que por fin moriríamos en el Tarmon Gai’don. ¡Accediste, loco!»
—Responderá a esas preguntas a tu plena satisfacción, Loial, aunque tenga que plantarme sobre él todo el tiempo —dijo firmemente Min. La rabia desbordaba el vínculo. Realmente parecía saber lo que pensaba.
El Mayor Haman se aclaró la garganta.
—Creo que yo estoy más acostumbrado al Exterior que casi cualquiera a excepción de los alarifes. Hummm… Sí. De hecho, creo que sería el mejor candidato para realizar esa tarea.
—¡Vaya! —soltó Cadsuane—. Parece que contagias incluso a los Ogier, chico. —El tono era severo, pero el rostro era la viva imagen de la compostura Aes Sedai, indescifrable, ocultando lo que quiera que pasara tras aquellos ojos oscuros.
Loial se quedó rígido por la impresión y faltó poco para que dejara caer el hacha, cosa que evitó manoteando torpemente.
—¿Vos? Pero ¿y el Tocón, Mayor Haman? ¡El Gran Tocón!
—Creo que puedo dejar eso en tus manos tranquilamente, muchacho. Tus palabras fueron sencillas pero elocuentes. Hummm… Hummm… Mi consejo es que no intentes hacerlo con belleza. Sigue con la simple elocuencia y puede que sorprendas a unos cuantos. Incluida tu madre.
Parecía imposible que las orejas de Loial pudieran estirarse más y ponerse más rígidas, pero lo hicieron. Movió la boca, pero no le salió una sola palabra. De modo que iba a hablar ante el Tocón. ¿Qué había de secreto en eso?
—Milord Dragón, lord Davram ha regresado. —Era Elza Penfell, que escoltó a Bashere al interior del granero. Era una mujer guapa, vestida con un traje de montar verde; los ojos marrones parecieron adquirir un aire febril al encontrar a Rand. Al menos ella era una de las pocas por las que Rand no tenía que preocuparse. Elza era fanática en su devoción por él.
—Gracias, Elza —contestó—. Mejor será que regreses para ayudar en la limpieza. Todavía queda mucho que hacer.
La boca de la mujer se tensó levemente y, con cierto aire de celos, la mirada asimiló en un instante a quienes estaban en el granero, desde Cadsuane a los Ogier, antes de hacer una reverencia y marcharse. Sí, la palabra era «fanática».
Bashere, un hombre bajo y esbelto, vestía chaqueta gris con bordados dorados y llevaba el bastón de marfil rematado con una cabeza de lobo dorada —distintivo de su cargo de mariscal de Saldaea— metido en el cinturón, al lado opuesto de la espada. Los pantalones holgados iban embutidos en las botas de vueltas que se habían frotado hasta sacarles brillo, aunque tenían algunos salpicones de barro. Su reciente tarea había requerido toda la dignidad y etiqueta posibles y él estaba capacitado para ofrecer ambas a manos llenas. Hasta los seanchan debían de conocer su reputación a estas alturas. Las hebras grises salpicaban tanto el cabello negro como el espeso bigote que se curvaba en torno a la boca como unos cuernos caídos. Los oscuros y rasgados ojos denotaban tristeza cuando pasó ante Rand con ese paso peculiar de quien está más acostumbrado a cabalgar que a caminar y recorrió lentamente la hilera de muertos mientras contemplaba intensamente cada rostro. Por impaciente que estuviera Rand, le dio tiempo para lamentar sus bajas.
—Jamás había visto nada igual como lo de ahí fuera —dijo sosegadamente mientras caminaba—. Una gran incursión de La Llaga significa un millar de trollocs. La mayoría sólo asciende a unos pocos centenares. Ah, Kirkun, nunca protegiste tu flanco izquierdo como es debido. Incluso en esos casos, hacía falta superarlos en tres o cuatro por cada uno de ellos para estar seguro de no acabar en sus marmitas. Ahí fuera… Me parece que he contemplado una vislumbre del Tarmon Gai’don. Una pequeña muestra del Tarmon Gai’don. Esperemos que sea realmente la Última Batalla. Si sobrevivimos a eso, dudo que queramos volver a ver otra. Pero la veremos, sin embargo. Siempre hay otra batalla. Supongo que siempre será así hasta que todo el mundo se convierta en Tuatha’an. —Al final de la hilera se paró frente a un hombre que tenía la cara hendida hasta casi la frondosa barba negra—. Aquí donde lo veis, a Ahzkan lo aguardaba un brillante futuro. Claro que lo mismo podría decirse de un montón de hombres muertos. —Suspiró profundamente y se volvió a mirar a Rand.
»La Hija de las Nueve Lunas se reunirá con vos dentro de tres días en una casa solariega que hay al norte de Altara, cerca de la frontera con Andor. —Se tocó la pechera de la chaqueta—. Tengo un mapa. Ella ya se encuentra en algún punto cerca del lugar, pero dicen que no es en un territorio que esté bajo su control. Cuando se trata de secretismos, esos seanchan hacen que las Aes Sedai parezcan tan espontáneas como muchachitas de aldea.
Cadsuane soltó un resoplido desdeñoso.
—¿Sospecháis que es una trampa? —Logain aflojó la trabilla de la vaina que sujetaba la espada, tal vez de forma inconsciente.
Bashere hizo un ademán displicente, pero también aflojó la espada en la vaina.
—Siempre sospecho que la hay. No es eso. La Augusta Señora Suroth seguía empeñada en que Manfor y yo no habláramos con nadie más. Con nadie. Los criados que nos proporcionó eran mudos, igual que cuando fuimos a Ebou Dar con Loial.
—A la que me atendía a mí le habían cortado la lengua —comentó Loial con desagrado mientras echaba las orejas hacia atrás. Los nudillos le palidecieron sobre el mango del hacha. Haman soltó una exclamación conturbada y puso las orejas tiesas como postes de una cerca.
—Altara acaba de coronar a un nuevo rey —prosiguió Bashere—, pero todo el mundo en el palacio de Tarasin parecía caminar sobre cáscaras de huevo sin dejar de mirar hacia atrás, seanchan y altaraneses por igual. Incluso Suroth parecía que sintiera el filo de una espada pendiendo sobre el cuello.
—A lo mejor tienen miedo del Tarmon Gai’don —dijo Rand—. O del Dragón Renacido. Habré de tener cuidado. La gente asustada hace cosas absurdas. ¿Cuáles son los acuerdos, Bashere?
El saldaenino sacó un mapa de dentro de la chaqueta y regresó junto a Rand mientras lo desdoblaba.
—Son muy precisos. Ella llevará seis sul’dam y damane, pero no otros acompañantes. —Alivia emitió un sonido como el de un gato furioso, y el mariscal parpadeó antes de continuar, sin duda receloso por tener cerca a una damane liberada; eso como mínimo—. Vos podéis llevar cinco personas encauzadoras. Da por sentado que cualquier hombre que está con vos puede, pero podéis llevar una mujer que no pueda para igualar los séquitos.
Min se plantó de repente al lado de Rand y le asió el brazo.
—No —dijo él firmemente. No pensaba llevarla hacia una posible trampa.
—Hablaremos de ello —murmuró la joven; el vínculo rebosaba una obstinada decisión.
«Las palabras más peligrosas que cualquier mujer puede pronunciar, aparte de: voy a matarte», pensó Rand. Sintió un escalofrío. ¿Había sido él o Lews Therin? Oyó la queda risita del demente en un rincón de su cabeza. Daba igual. Dentro de tres días se habría resuelto una dificultad. De una forma u otra.
—¿Qué más, Bashere?
Alzando el paño húmedo que le tapaba los ojos, con cuidado de no engancharse en el cabello el angreal de brazalete y anillos —ahora llevaba puestos ése y el ter’angreal joya desde que se despertaba—, Nynaeve se incorporó y se sentó en el borde de la cama. Habiendo hombres con terribles heridas que necesitaban de la Curación, algunos con una mano o un brazo cercenado, parecía mezquino pedir la Curación por un dolor de cabeza, pero la corteza de sauce había funcionado también. Sólo que más despacio. Uno de los anillos, con una piedra verde claro incrustada que ahora daba la impresión de brillar con una tenue luz interior, parecía vibrar constantemente en el dedo a pesar de que realmente no se movía. La pauta de la vibración estaba mezclada, una reacción para el saidar y para el saidin que se encauzaba en el exterior. A decir verdad, alguien podría estar encauzando dentro. Cadsuane se sabía capaz de indicar en qué dirección, pero ella ignoraba cómo. ¡Ja, para Cadsuane y su supuesto conocimiento superior! Ojalá pudiera decírselo a la cara. No es que Cadsuane la intimidara —por supuesto que no; estaba por encima de eso—, sólo que quería mantener cierto grado de buenas relaciones. Ésa era la razón de que tuviera cuidado con lo que decía cuando se encontraba esa mujer cerca.
Los aposentos que compartía con Lan eran espaciosos, pero también había corrientes ya que ninguna ventana de bisagras encajaba como era debido, y con el paso de las generaciones la casa se había ido asentando hasta el punto de que había sido preciso rebajar las puertas para que pudieran cerrar bien, de forma que quedaban más rendijas para que hasta el más leve soplo de aire se colara por ellas. El fuego en el hogar de piedra se sacudía como si ardiera en el exterior, chisporroteaba y lanzaba chispas y pavesas al aire. La alfombra, tan desvaídos los colores que no se distinguía el dibujo, tenía más agujeros de los que se podían contar. El lecho, con los pesados pilares y el desgastado dosel, era grande y macizo, pero el colchón estaba lleno de bultos, las almohadas tenían más plumas que se salían que las que había dentro y en las mantas parecía haber más remiendos que tejido original. Pero Lan compartía los aposentos y eso lo cambiaba todo. Los convertía en un palacio.
Él se encontraba de pie ante una ventana, donde llevaba desde que había acabado el ataque, y desde donde ahora contemplaba el trabajo que se estaba llevando a cabo fuera. O tal vez estudiando el matadero en el que se habían convertido los terrenos colindantes con la casa solariega. Permanecía tan inmóvil que podría haber pasado por una estatua; alto, con una chaqueta verde oscuro bien ajustada, de hombros tan anchos que en comparación la cintura parecía esbelta, y el cordón de cuero de su hadori sujetando hacia atrás el cabello, largo hasta los hombros y de color negro, con pinceladas blancas en las sienes. Un hombre de rostro duro, pero atractivo. Lo era a sus ojos, y que los demás dijeran lo que quisieran. Aunque más les valía no decirlo delante de ella. Ni siquiera Cadsuane. En la mano derecha Nynaeve sentía el tacto frío de un anillo con un zafiro sin tacha. Era más probable que lo que Lan estuviera experimentando fuera rabia, y no hostilidad. Ese anillo sí tenía un fallo, a su entender. Estaba muy bien saber si alguien que estuviera cerca se sentía furioso u hostil, pero no significaba que ese sentimiento estuviera dirigido a uno mismo.
—Es hora de que vuelva afuera y eche una mano —dijo mientras se ponía de pie.
—Aún no —le dijo él sin volverse de la ventana. Captara lo que captara el anillo, su profunda voz sonaba sosegada. Y muy firme—. Moraine decía que el dolor de cabeza era señal de que había encauzado demasiado. Eso es peligroso.
La mano de Nynaeve se desvió hacia la trenza antes de que pudiera contener el gesto y la bajara. ¡Como si él supiera sobre encauzar más que ella! Bueno, en ciertos aspectos sí. Veinte años como Guardián de Moraine le habían enseñado todo lo que un hombre podía saber sobre el saidar.
—El dolor de cabeza se me ha pasado por completo. Ahora estoy perfectamente bien.
—No seas quisquillosa, amor mío. Sólo quedan unas pocas horas para el crepúsculo. Mañana habrá todavía trabajo de sobra. —La mano izquierda se apretaba sobre la empuñadura de la espada y se aflojaba, se apretaba y se aflojaba. Era lo único que se movía en él.
Nynaeve apretó los labios. ¿Quisquillosa? Se alisó la falda encolerizada. ¡No era quisquillosa! Lan rara vez apelaba a su derecho a mandar en privado —¡malditos Marinos por pensar en semejante cosa!—; pero, cuando lo hacía, era inflexible. Claro que de todos modos ella podía irse. No intentaría detenerla físicamente. De eso estaba segura. Bueno, bastante segura. Sólo que no tenía intención de violar los votos de su matrimonio en lo más mínimo. Aunque tuviera ganas de soltarle una patada en la espinilla a su amado esposo.
Pateando la falda en cambio, se acercó para situarse a su lado delante de la ventana y enlazó el brazo en el de él. Estaba duro como la piedra. Tenía los músculos duros, y era maravilloso, pero aquella dureza se debía a la tensión. ¡Cuando le pusiera las manos encima a Myrelle…! ¡No, mejor no pensar en esa fresca! ¡Verdes! ¡No se podía confiar en ellas en cuanto a los hombres!
Fuera, a poca distancia de la casa, vio a un par de esos Asha’man de chaqueta negra y a las hermanas vinculadas a ellos. Los había evitado a todos ellos en lo posible —a los Asha’man por razones obvias, y a las hermanas porque apoyaban a Elaida— pero aun así era imposible convivir con alguien en la misma casa, aunque fuera tan grande y tan laberíntica como la de Algarin, y no llegar a conocerlos. Eran Arel Malevin, un cairhienino que parecía más ancho de lo que era realmente debido a la baja estatura —a Lan le llegaba al pecho—, y Donalo Sandomere, un teariano con un granate en la oreja izquierda y la barba con mechones grises recortada en punta y untada, aunque Nynaeve dudaba mucho de que el rostro arrugado y curtido perteneciera a un noble. Malevin había vinculado a Aisling Mediodía, una Verde de mirada fiera que salpicaba sus alocuciones con juramentos fronterizos que a veces hacían que Lan se sobresaltara. A Nynaeve le habría gustado entenderlos, pero Lan se había negado a explicarlo. La cautiva de Sandomere era Ayako Norsoni, una Blanca diminuta con el cabello negro y ondulado, largo hasta la cintura, y con la tez casi tan tostada como una domani. Parecía tímida, una rareza entre las Aes Sedai. Las dos mujeres llevaban el chal de flecos puesto. Las cautivas los llevaban casi siempre, quizá como un gesto de desafío. Claro que, por raro que pudiera parecer, daba la impresión de que se llevaban bien con los hombres. A menudo Nynaeve los había visto charlando amistosamente, lo que no encajaba con el comportamiento de prisioneras desafiantes. Y sospechaba que Logain y Gabrelle no eran la única pareja que compartía la cama sin estar casados. ¡Era vergonzoso!
De repente se prendieron fuegos en el exterior, seis que envolvieron trollocs muertos delante de Malevin y Aisling, y siete delante de Sandomere y Ayako, y Nynaeve entrecerró los ojos para protegerlos del cegador resplandor. Era como intentar mirar trece soles de mediodía resplandeciendo en un cielo despejado. Estaban vinculados. Lo sabía por la forma en que se movían los flujos del saidar, con rigidez, como si se los dirigiera forzados en lugar de guiarlos. O, más bien, como si los hombres intentaran forzarlos. Eso no funcionaba nunca con la mitad femenina del Poder. Era puro Fuego y las llamas ardían ferozmente, más de lo que habría cabido esperar de Fuego solo. Claro que estarían usando también saidin y ¿quién sabía qué añadían de ese caos matador? Lo poco que recordaba de estar vinculada a Rand la había dejado sin deseo alguno de volver a estar cerca de eso jamás. En cuestión de minutos los fuegos se extinguieron y sólo dejaron montones bajos de ceniza gris tirada sobre la tierra abrasada, que se notaba endurecida y agrietada. Eso no podía hacer mucho bien al suelo.
—No es posible que te resulte muy entretenido eso, Lan. ¿En qué piensas?
—En cosas insustanciales —contestó, el brazo duro como piedra bajo la mano de ella. Fuera se encendieron otros fuegos.
—Compártelas conmigo. —Se las arregló para darle un timbre interrogante a su petición. A él parecía divertirle la naturaleza de sus votos, pero sin embargo se negaba en redondo a seguir hasta la más mínima instrucción cuando estaban solos. Las peticiones las concedía al instante; bueno, casi siempre. No obstante, era muy capaz de dejarse puestas las botas embarradas hasta que los pegotes se desprendieran por sí solos si ella le decía que no dejara huellas de barro.
—Son pensamientos desagradables, pero si quieres… Los Myrddraal y los trollocs me hacen pensar en el Tarmon Gai’don.
—Sí que son desagradables.
Sin dejar de mirar por la ventana, él asintió. Tenía el rostro inexpresivo —¡Lan podría enseñar a las Aes Sedai a ocultar emociones!— si bien hubo un dejo de arrebato en su voz cuando habló.
—Está próximo, Nynaeve, pero sin embargo al’Thor parece pensar que dispone de todo el tiempo del mundo para perderlo con los seanchan. Los Engendros de la Sombra podrían estar saliendo de La Llaga mientras nos quedamos aquí, pasando a través de… —Cerró la boca con un chasquido. A través de Malkier, había estado a punto de decir, la desaparecida Malkier, la tierra inmolada de su origen. A Nynaeve no le cabía la menor duda. Él continuó como si no hubiera hecho pausa alguna—. Podrían caer sobre Shienar, sobre todas las Tierras Fronterizas, la semana próxima o mañana. Y al’Thor se sienta a tejer sus argucias con los seanchan. Debería mandar a alguien para que convenciera al rey Easar y a los otros de que volvieran a su deber a lo largo de La Llaga. Debería estar organizando a todas las fuerzas que pudiera reunir y conducirlas a La Llaga. La Última Batalla será allí, y en Shayol Ghul. La guerra está allí.
La tristeza embargó a Nynaeve, pero se las arregló para que no se notara en su voz.
—Tienes que volver —dijo en tono quedo.
Por fin él giró la cabeza y la miró con el entrecejo fruncido. Los ojos azul claro mostraban frialdad. No albergaban tanta muerte como anteriormente, de eso estaba segura, pero todavía eran muy fríos.
—Mi sitio está contigo, corazón de mi corazón. Por siempre y para siempre.
Ella hizo acopio de valor y se aferró a él con todas sus fuerzas, hasta el punto de dolerle. Quería hablar deprisa, pronunciar las palabras antes de perder el coraje, pero se obligó a hacerlo con tono firme y a un ritmo regular.
—Hay un dicho fronterizo que te oí en cierta ocasión: «La muerte es más liviana que una pluma; el deber, más pesado que una montaña». Mi deber está aquí, asegurándome de que Alivia no mata a Rand. Pero te llevaré a las Tierras Fronterizas. Tu deber está allí. ¿Quieres ir a Shienar? Has mencionado al rey Easar y Shienar. Y está cerca de Malkier.
Él la contempló largamente, pero por fin soltó el aire despacio y la tensión desapareció de su brazo.
—¿Estás segura, Nynaeve? Si lo estás, entonces, sí, Shienar. En la Guerra de los Trollocs la Sombra utilizó el desfiladero de Tarwin para desplazar un número ingente de trollocs, igual que hizo hace unos cuantos años, cuando buscábamos el Ojo del Mundo. Pero sólo si estás completamente segura.
No, pues claro que no lo estaba. Quería chillar, gritarle que era un necio, que su sitio se encontraba a su lado, no muriendo solo en una fútil guerra privada contra la Sombra. Pero no podía decir nada de eso. Con vínculo o sin él, sabía que él se sentía dividido por dentro, dividido entre su amor por ella y su deber, dividido y sangrando con tanta seguridad como si le hubieran clavado una espada. Ella no podía agrandar las heridas. Sin embargo, sí podía asegurarse de que sobreviviera.
—¿Acaso te lo habría ofrecido si no estuviera segura? —repuso con sequedad, sorprendida de lo tranquila que parecía—. No me gusta tener que mandarte lejos, pero tú tienes tus obligaciones y yo tengo las mías.
Rodeándola con los brazos, la estrechó contra el pecho, suavemente al principio y después con más fuerza, hasta que ella creyó que la iba a dejar sin aire en los pulmones. No le importaba. Lo abrazó con idéntica fiereza, y tuvo que separar a la fuerza las manos de su espalda cuando hubo acabado. Luz, cómo deseaba llorar. Y sabía que no podía.
Mientras él preparaba las alforjas, Nynaeve se cambió rápidamente y se puso un traje de montar de seda verde con cuchilladas amarillas, así como unos zapatos de cuero resistentes, y salió del cuarto antes de que Lan hubiera acabado. La biblioteca de Algarin era grande, una estancia cuadrada, de techo alto, con las paredes revestidas de estanterías. Media docena de sillones mullidos repartidos aquí y allí, una mesa alargada y un mueble alto para guardar mapas completaban el mobiliario. La chimenea de piedra estaba apagada, así como las lámparas de pie, pero encauzó un instante para encender tres. Una rápida búsqueda la llevó a dar con los mapas que necesitaba en los compartimentos en forma de rombo del mueble. Eran tan antiguos como la mayoría de los libros, pero la tierra no cambiaba mucho en doscientos o trescientos años.
Cuando regresó a sus aposentos, Lan estaba en la sala de estar, con las alforjas echadas al hombro, la capa de colores cambiantes de Guardián colgada a la espalda. Su semblante era una máscara impasible, pétrea. Nynaeve sólo tardó lo imprescindible para recoger su capa, de seda azul y forrada con terciopelo, y salieron en silencio, ella con la mano derecha posada sobre la muñeca izquierda de él, hasta el establo apenas iluminado donde guardaban los caballos. El aire olía a heno, a caballos y a estiércol, como ocurría siempre en un establo.
Un mozo delgado y calvo, con una nariz que se había roto más de una vez, suspiró cuando Lan le dijo que querían ensillados a Mandarb y a Lazo de amantes. Una mujer de cabello canoso empezó a ensillar la corpulenta yegua marrón de Nynaeve, en tanto que tres hombres mayores se esforzaban por sacar de la cuadra al negro semental embridado de Lan.
—Quiero que me prometas algo —dijo Nynaeve en voz queda mientras esperaban. Mandarb danzaba en círculos de forma que el tipo regordete que intentaba echar la silla sobre el lomo del semental tuvo que correr para alcanzarlo—. Que hagas un juramento. Hablo en serio, Lan Mandragoran. Ahora ya no estamos solos.
—¿Qué quieres que te jure? —preguntó él, cauteloso. El mozo calvo llamó a dos hombres más para que ayudaran.
—Que cabalgarás hasta Fal Moran antes de entrar en La Llaga, y que si alguien quiere acompañarte, se lo permitirás.
La sonrisa de él fue apenas un atisbo, además de triste.
—Siempre me he negado a conducir hombres al interior de La Llaga, Nynaeve. Hubo un tiempo en que cabalgaban conmigo hombres, pero no…
—Si ya han cabalgado hombres contigo antes —lo interrumpió—, pueden volver a cabalgar contigo otra vez. Quiero tu juramento o juro que dejaré que cabalgues todo el trecho hasta Shienar. —La mujer ceñía las cinchas de la silla de Lazo de amantes, pero los tres hombres seguían debatiéndose para poner a Mandarb la silla sobre el lomo, para impedir que se sacudiera de encima la manta.
—¿A qué distancia al sur de Shienar te propones dejarme? —preguntó Lan y, al no obtener respuesta de ella, asintió—. De acuerdo, Nynaeve. Si es eso lo que quieres, lo juro por la Luz y por mi esperanza de salvación y renacimiento.
Le costó mucho trabajo no soltar un suspiro de alivio. Lo había conseguido, y sin tener que mentir. Trataba de actuar como Egwene quería y comportarse como si ya hubiera prestado los Tres Juramentos ante la Vara Juratoria, pero era muy difícil tratar con un marido si una no podía mentir ni siquiera cuando era absolutamente necesario.
—Bésame —le dijo, y se apresuró a añadir—: No era una orden. Sólo quiero besar a mi esposo. —Un beso de despedida. Después no habría tiempo para eso.
—¿Delante de todo el mundo? —inquirió él entre risas—. Siempre te has mostrado muy tímida respecto a eso.
La mujer casi había acabado con Lazo de amantes, y uno de los mozos sujetaba a Mandarb todo lo inmóvil que podía mientras los otros dos se apresuraban a abrochar las cinchas.
—Están demasiado ocupados para fijarse. Bésame, o pensaré que es a ti al que le da… —Los labios de Lan sobre los suyos la acallaron. Y a ella se le encogieron hasta los dedos de los pies.
Al cabo de un tiempo, se apoyaba en el ancho pecho de su marido para recobrar el aliento en tanto que él le acariciaba el cabello.
—Quizá podríamos pasar una última noche juntos en Shienar —musitó quedamente Lan—. Es posible que pase un tiempo antes de que volvamos a estar juntos, y voy a echar de menos que me arañen la espalda.
Nynaeve se puso colorada y se apartó de él, tambaleante. Los mozos habían acabado y tenían la mirada clavada de manera llamativa en la paja del suelo, ¡pero estaban lo bastante cerca para haberlo oído!
—Creo que no. —Se enorgulleció de que la voz no le sonara entrecortada—. No quiero dejar solo a Rand con Alivia tanto tiempo.
—Rand confía en ella, Nynaeve. No lo entiendo, pero es así, y eso es lo único que importa.
Nynaeve resopló por la nariz. Como si algún hombre supiera lo que le convenía.
La corpulenta yegua relinchó intranquila mientras cabalgaban entre los trollocs muertos hacia un trozo de terreno próximo al establo que Nynaeve conocía bien para tejer un acceso. Mandarb, un caballo de guerra entrenado, no reaccionó con la sangre y el hedor de los enormes cadáveres. El semental negro parecía tan tranquilo como su jinete, ahora que Lan lo montaba. Nynaeve lo entendía bien. Lan también ejercía un efecto tranquilizador en ella. Normalmente. A veces tenía justo el efecto opuesto. Ojalá pudieran disponer de una noche más juntos. El rostro volvió a encendérsele.
Desmontando, absorbió saidar sin usar el angreal y tejió un acceso justo lo bastante alto para poder pasar llevando a Lazo de amantes por las riendas a una pradera salpicada de hayas y otros árboles que no conocía. El sol era una bola dorada que sobrepasaba ligeramente el cenit, pero desde luego el aire era claramente más frío que en Tear. Tanto que tuvo que arrebujarse en la capa, de hecho. Las cumbres de las montañas estaban cubiertas de nieve y al este, al norte y al sur había cúmulos de nubes. Tan pronto como Lan cruzó, soltó el tejido y de inmediato tejió otro acceso, éste mayor, al tiempo que se montaba en la yegua y volvía a ceñirse la capa.
Lan condujo a Mandarb unos cuantos pasos hacia el oeste, observando con intensidad. La tierra acababa de golpe en lo que obviamente era un acantilado a poco más de veinte pasos, y a partir de allí el océano se extendía hasta el horizonte.
—¿Qué significa esto? —demandó a la par que se volvía—. Esto no es Shienar. Es Fin del Mundo, en Saldaea, el punto más alejado posible de Shienar aun estando en la Tierras Fronterizas.
—Te dije que te llevaría a las Tierras Fronterizas, Lan, y lo he hecho. Recuerda tu juramento, corazón mío, pues ten por seguro que yo lo recordaré. —Y, sin añadir más, taconeó los flancos de la yegua, que cruzó disparada el acceso abierto. Lo oyó llamarla, pero dejó que el acceso se cerrara tras ella. Le daría una posibilidad de sobrevivir.
Pasaban sólo unas pocas horas del mediodía, y en la sala común de La Lanza de la Reina había menos de media docena de mesas ocupadas. La mayor parte de los hombres y las mujeres bien vestidos, con escribientes y guardias personales de pie y atentos detrás ellos, se encontraban allí para comprar o vender cerecillas, que se cultivaban bien en las estribaciones orientadas a tierra de las montañas de Banikhan, conocidas como Muralla del Mar por muchos saldaeninos. A Weilin Aldragoran no le interesaban las cerecillas. La Muralla del Mar era feraz en otros géneros, y más valiosos.
—Mi precio final —dijo a la par que agitaba una mano sobre la mesa. En cada dedo llevaba un anillo enjoyado. Ninguna de las piedras era grande, pero sí finas todas ellas. Un hombre dedicado a vender gemas debía hacerles propaganda. También comerciaba con otros productos, como pieles, maderas nobles para ebanistas, espadas y armaduras de excelente manufactura, y de vez en cuando otras cosas que ofrecían buen rendimiento, pero las gemas aportaban la mayor parte de sus beneficios anuales—. No rebajaré más. —La mesa estaba cubierta con una pieza de terciopelo negro, el mejor fondo para exhibir una gran parte de su mercancía: esmeraldas, gotas de fuego, zafiros y, lo mejor de todo, diamantes. Algunos de estos últimos tenían un tamaño lo bastante grande para interesar a un dirigente, y ninguno era pequeño. Tampoco ninguno tenía una sola imperfección. Era conocido en todas las Tierras Fronterizas por sus gemas sin tacha—. Aceptadlo u otros lo harán.
El más joven de los dos illianos de ojos oscuros sentados enfrente de él, un tipo rasurado que se llamaba Pavil Geraneos, abrió la boca con gesto iracundo, pero el de más edad, Jeorg Damentanis, con la barba canosa temblándole prácticamente, posó la gruesa mano en el brazo de Geraneos y le dirigió una mirada horrorizada. Aldragoran no se esforzó en disimular una sonrisa con la que enseñó un poco los dientes.
No era más que un niñito que empezaba a andar cuando los trollocs habían entrado en Malkier arrasando cuanto encontraban a su paso, y no guardaba recuerdos de aquella nación —rara vez pensaba en Malkier; el país había desaparecido, no existía—; sin embargo, se alegraba de haber permitido que sus tíos le entregaran el hadori. En otra mesa, Managan sostenía una discusión a voces con una atezada teariana que llevaba gola de encaje y unos granates de poca calidad en las orejas, y entre los dos casi ahogaban la música que una joven interpretaba con el salterio en el bajo tablado que había junto a uno de los altos hogares de piedra. Ese delgado joven había rechazado el hadori, al igual que Gorenellin, que era casi de la edad de Aldragoran. Gorenellin negociaba duramente con un par de altaraneses de tez olivácea, uno de los cuales lucía un bonito rubí en la oreja izquierda; en la frente de Gorenellin había gotas de sudor. Nadie le gritaba a un hombre que llevara el hadori y una espada, como le pasaba a Aldragoran, e intentaban no hacerlo sudar. Ese tipo de hombres tenía fama de tener estallidos repentinos e imprevisibles de violencia. En las contadas ocasiones en que se había visto obligado a hacer uso de la espada colgada a la cadera, era de sobra conocido que sabía cómo hacerlo y que lo hacía si era preciso.
—Acepto, maese Aldragoran —dijo Damentanis mientras dirigía una mirada enfadada a su compañero. Sin reparar en ello, Geraneos enseñó los dientes en lo que probablemente esperaba que Aldragoran tomara por una sonrisa. Aldragoran lo dejó pasar. Al fin y al cabo, era un mercader. Tener cierta reputación estaba bien si contribuía a incrementar la habilidad negociadora, pero sólo un necio iba buscando pelea.
El escribiente de los illianos, un tipo debilucho y canoso, también illiano, abrió con llave la caja de dinero reforzada con tiras de hierro, bajo la vigilante mirada de los dos guardaespaldas, unos hombres corpulentos con ese tipo de barba rara que dejaba el labio superior al descubierto; llevaban coselete de cuero con láminas de acero cosidas y ambos iban armados con espada y un recio garrote al cinturón. Aldragoran también tenía un escribiente detrás de él, un saldaenino de mirada dura que no sabría distinguir un extremo de la espada del otro, pero nunca utilizaba guardaespaldas. Guardias en su establecimiento, sí, por supuesto, pero guardaespaldas, nunca. Eso contribuía a reforzar su reputación. Y, desde luego, no los necesitaba.
Una vez que Damentanis hubo endosado dos cartas de valores y le pasó tres bolsas de cuero llenas de oro —Aldragoran contó las monedas, pero no se molestó en sopesarlas; algunas de esas gruesas coronas de diez países diferentes serían más ligeras que otras, pero aceptaba de buen grado la inevitable pérdida—, los illianos recogieron cuidadosamente las piedras preciosas y las clasificaron en bolsitas de gamuza que fueron a parar dentro de la caja del dinero. Les ofreció más vino, pero el hombre corpulento lo rechazó cortésmente, tras lo cual se marcharon seguidos por los guardaespaldas, que llevaban la caja reforzada con hierro entre los dos, sosteniéndola cada uno de un lado. Cómo serían capaces de defender algo cargados así escapaba a la comprensión de Aldragoran. Kayacun distaba mucho de ser una ciudad sin ley, pero últimamente había más salteadores de lo habitual; más salteadores, más asesinos, más incendiarios, más de cualquier clase de delincuencia, y no digamos ya la clase de locura en la que uno prefería no pensar. Aun así, las gemas eran incumbencia de los illianos ahora.
Ruthan tenía abierta la caja del dinero de Aldragoran —un par de porteadores esperaba fuera para llevarla— pero éste permaneció sentado, fija la mirada en las cartas de valores y en las bolsas. Un cincuenta por ciento más de lo que había esperado obtener. Tanto si había monedas de menos peso de Altara y Murandy como si no, como poco era el cincuenta por ciento más. El presente año iba a ser el más productivo que recordaba. Y todo gracias a que Geraneos había puesto de manifiesto su cólera. Damentanis había tenido miedo de seguir negociando después de eso. Lo de la reputación era algo maravilloso.
—¿Maese Aldragoran? —dijo una mujer que se apoyó en la mesa—. Me hablaron de vos como un mercader que sostiene una amplia correspondencia con palomas.
Se fijó primero en sus joyas, naturalmente, por la fuerza de la costumbre. El fino cinturón de oro y el largo collar tenían incrustados rubíes de muy buena calidad, al igual que uno de los brazaletes, junto con algunas piedras azules y verde pálido que no reconoció y, por ende, desestimó como carentes de valor. El brazalete de oro que le adornaba la muñeca izquierda, una joya rara unida a cuatro anillos por cadenillas planas y con un intrincado cincelado, aunque no llevaba gemas; sin embargo, los otros dos brazaletes tenían engastados buenos zafiros así como varias más de esas piedras verdes. Dos de los anillos de la mano derecha lucían también aquellas piedras verdes, pero en los otros dos brillaban zafiros singularmente finos. Singularmente finos. Entonces cayó en la cuenta de que la mujer llevaba un quinto anillo en esa mano, junto a uno de los anillos con la piedra sin valor. Una serpiente dorada mordiéndose la cola.
Alzó la vista bruscamente hacia la cara de la mujer y sufrió un segundo sobresalto. El semblante, enmarcado por la capucha de la capa, era muy joven, pero llevaba el anillo y había pocas mujeres tan necias de llevarlo si no tenían derecho. Había visto Aes Sedai jóvenes con anterioridad, en dos o tres ocasiones. No, no era la edad lo que lo había impresionado. Pero en el frente lucía el ki’sain, el punto rojo de una mujer casada. No parecía malkieri. No hablaba con acento malkieri. Mucha gente joven tenía el deje de Saldaea o de Kandor, de Arafel o de Shienar —él mismo tenía el de Saldaea— pero esa mujer no hablaba en absoluto como alguien de las Tierras Fronterizas. Además, no se acordaba de la última vez que había oído hablar de una joven malkieri que hubiera ido a la Torre Blanca. La Torre le había fallado a Malkier cuando más la necesitaba y los malkieri le habían dado la espalda a la Torre. Aun así, se puso de pie con premura. Con las Aes Sedai, era aconsejable mostrarse siempre cortés. En los oscuros ojos de la mujer había fuego. Sí, la cortesía era juiciosa.
—¿En qué puedo ayudaros, Aes Sedai? ¿Deseáis enviar un mensaje a través de mis palomas? Para mí será un placer. —También era juicioso conceder cualquier favor que pidiera una Aes Sedai, y lo de las palomas era un favor pequeño.
—Un mensaje a todos los mercaderes con quienes mantengáis contacto. El Tarmon Gai’don está muy cerca ya.
—Eso no tiene nada que ver conmigo, Aes Sedai. —Se encogió de hombros con incomodidad—. Soy un mercader. —Le pedía muchas palomas. Mantenía correspondencia con mercaderes incluso de lugares tan alejados como Shienar—. Pero enviaré vuestro mensaje. —Lo haría, por muchas aves que hicieran falta. Sólo los tontos de remate dejaban de cumplir una promesa hecha a una Aes Sedai. Además, quería librarse de ella y de sus alusiones a la Última Batalla.
—¿Reconocéis esto? —dijo ella mientras tiraba de un cordón de cuero que llevaba colgado al cuello debajo del vestido.
Aldragoran se quedó sin aliento y alargó la mano para rozar con el dedo el pesado sello de oro que pendía del cordón. Grabada en el sello se veía la grulla en vuelo. ¿Cómo se había hecho con eso? ¿Cómo, en nombre de la Luz?
—Lo reconozco —contestó, la voz enronquecida de repente.
—Me llamo Nynaeve ti al’Meara Mandragoran. El mensaje que deseo enviar es éste: Mi esposo cabalga desde el Fin del Mundo hacia el desfiladero de Tarwin, hacia el Tarmon Gai’don. ¿Cabalgará él solo?
Aldragoran tembló. No sabía si reía o si lloraba. A lo mejor las dos cosas. ¿Que era su esposa?
—Enviaré vuestro mensaje, milady, pero no tiene nada que ver conmigo. Soy un mercader. Malkier está muerta. Muerta, os digo.
El fuego de los oscuros ojos se intensificó y la mujer asió prietamente la larga trenza con una mano.
—Lan me dijo una vez que Malkier seguiría viva mientras un hombre llevara el hadori en señal de que luchará contra la Sombra, mientras una mujer llevara el ki’sain en señal de que enviará a sus hijos a luchar contra la Sombra. Llevo el ki’sain, maese Aldragoran. Mi esposo lleva el hadori. Vos también. ¿Cabalgará Lan Mandragoran solo hacia la Última Batalla?
Reía, y la risa lo sacudía. Y, sin embargo, sentía correrle las lágrimas por las mejillas. ¡Era una locura! ¡Una completa locura! Pero no pudo remediarlo.
—No irá solo, milady. No puedo hablar en nombre de otros, pero os juro por la Luz y por mi esperanza de salvación y renacimiento que no cabalgará solo. —Por un instante ella le estudió el semblante y después asintió firmemente una vez antes de darse media vuelta. Alargó la mano hacia ella—. ¿Puedo ofreceros vino, milady? Mi esposa querrá conoceros. —Alida era saldaenina, pero indudablemente querría conocer a la esposa del Rey no Coronado.
—Gracias, maese Aldragoran, pero todavía tengo que visitar otras ciudades hoy y he de estar de vuelta en Tear esta noche.
Él parpadeó y la siguió con la mirada mientras se deslizaba hacia la puerta, recogiéndose la capa. ¿Tenía que visitar más ciudades en ese día y debía estar de vuelta en Tear esa noche? ¡Realmente las Aes Sedai obraban maravillas!
El silencio se había apoderado de la sala común. No habían hablado en voz baja, e incluso la chica del salterio había dejado de tocar. Todos lo miraban de hito en hito. Los forasteros, en su mayoría, se habían quedado boquiabiertos.
—Bien, Managan, Gorenellin —demandó—, ¿todavía recordáis quiénes sois? ¿Recordáis a vuestros antepasados? ¿Quién cabalgará conmigo hacia el desfiladero de Tarwin?
Por un momento creyó que ninguno de los dos hombres iba a hablar, pero entonces Gorenellin se puso de pie, brillantes los ojos de lágrimas.
—La Grulla Dorada vuela hacia el Tarmon Gai’don —musitó.
—¡La Grulla Dorada vuela hacia el Tarmon Gai’don! —gritó Managan, que se incorporó con tanta precipitación que derribó la silla.
Riendo, Aldragoran se unió a ellos y los tres gritaron a pleno pulmón:
—¡La Grulla Dorada vuela hacia el Tarmon Gai’don!