37 Príncipe de los cuervos

Apoyado en la alta perilla de la silla de montar, con la ashandarei inclinada sobre el cuello de Puntos, Mat miró al cielo con el entrecejo fruncido. Si Vanin y esos Guardias de la Muerte no volvían pronto, podría encontrarse librando una batalla con el sol de cara a los ballesteros o, peor aún, al crepúsculo. Lo peor de todo era que al este, por encima de las montañas, surgían amenazadoramente unos negros nubarrones. El viento racheado soplaba del norte. No sería de ayuda. La lluvia pondría a la comadreja en el gallinero. Las cuerdas de los arcos salían malparadas con la lluvia. Bueno, si por fin llovía todavía faltaban unas horas para eso, con suerte, pero no recordaba que su buena suerte le hubiera evitado nunca acabar empapado por un aguacero. No se había atrevido a esperar hasta el día siguiente. A esos tipos que iban a la caza de Tuon podría llegarles otro husmeo del rastro de Karede y sus hombres, y entonces tendría que tender una emboscada o intentar un ataque y llevarlo a cabo antes de que alcanzaran a Karede. Era mejor atraerlos hacia su posición, a un lugar elegido por él. Encontrar el sitio adecuado no había sido difícil, entre la colección de mapas de maese Roidelle por un lado y Vanin y los otros exploradores por el otro.

Aludra se movía atareada alrededor de uno de sus altos tubos lanzadores forrados de metal; las trencillas rematadas en cuentas le tapaban la cara mientras examinaba algo en la ancha base de madera. Ojalá hubiera accedido a quedarse con las bestias de carga, como Thom y la señora Anan. Hasta Noal se había quedado de buen grado, aunque sólo fuera para ayudar a Juilin y Amathera a que Olver no les diera esquinazo para ir a presenciar la batalla. El muchacho se moría de ganas por verlo, lo que podía conducir a que acabara realmente muerto. Las cosas ya iban suficientemente mal cuando sólo Harnan y los otros tres habían malcriado a Olver, pero ahora tenía a la mitad de los hombres enseñándole a manejar una espada o una daga o a combatir con las manos y los pies, y, al parecer, llenándole la cabeza con historias de héroes a juzgar por la forma en la que se había estado comportando, suplicando que lo dejara ir con él en los ataques y acciones por el estilo. Aludra era casi igual de problemática. Cualquiera podría haber usado uno de esos mixtos para encender la mecha una vez que ella hubiera cargado el tubo, pero había insistido en hacerlo personalmente. Y Aludra era una mujer con un genio endemoniado, vaya que sí, y no le hacía pizca de gracia estar en el mismo bando que los seanchan, por transitorio que fuese el pacto. Le parecía mal que vieran parte de sus creaciones sin encontrarse en la parte que recibía. Leilwin y Domon estaban en sus caballos sin quitarle ojo a la mujer, tanto para asegurarse de que no hiciera una tontería como para protegerla. Mat esperaba que la tontería no la hiciera Leilwin. Ya que, por lo visto, sólo había un seanchan con la gente contra la que iban a luchar ese día, había decidido que no había nada malo en que estuviera allí, y por las miradas feroces que dirigía a Musenge y a los otros Guardias de la Muerte, daba la impresión de que creía que tenía algo que demostrarles.

Las tres Aes Sedai, de pie y con las riendas en la mano, también dirigían miradas sombrías a los seanchan, al igual que Blaeric y Fen, que acariciaban las empuñaduras de las armas tal vez de forma inconsciente. Joline y sus dos Guardianes habían sido los únicos que se habían horrorizado porque Sheraine se había marchado voluntariamente con Tuon —lo que pensaba una Aes Sedai sobre cualquier asunto solía ser lo que pensaban también sus Guardianes—, pero el recuerdo de estar atadas a la correa debía de estar muy reciente aún para que Edesina o Teslyn se sintiesen cómodas habiendo soldados seanchan cerca. Bethamin y Seta aguardaban de pie, en actitud respetuosa, con las manos enlazadas sobre la cintura, un poco separadas de las hermanas. El albazano de Bethamin le dio con el hocico en el hombro y la mujer alta, de piel atezada, empezó a alzar la mano para acariciar al animal, aunque la bajó bruscamente y adoptó de nuevo la postura respetuosa de antes. Ellas no tomarían parte en la lucha. Eso lo habían dejado muy claro Joline y Edesina, pero a pesar de todo parecían querer tener a las dos mujeres a la vista para asegurarse de que fuera así. Era obvio que las seanchan miraban a cualquier sitio excepto a los soldados seanchan. A decir verdad, Bethamin, Seta y Leilwin era como si no existieran en lo que atañía a Musenge y esa pandilla. Maldición, había tanta tensión en el aire que casi podía sentir de nuevo aquel nudo corredizo en el cuello.

Puntos pateó el suelo con una de las manos, impaciente por estar tanto tiempo plantado en el mismo sitio, y Mat le palmeó el cuello y después se rascó la cicatriz que se le estaba haciendo en la mandíbula. Los ungüentos de Tuon le habían escocido tanto como ella le advirtió que ocurriría, pero funcionaban. No obstante, su nueva colección de cicatrices le picaba todavía. Tuon. Su esposa. ¡Estaba casado! Sabía que iba a ocurrir, lo había sabido desde hacía mucho tiempo, pero daba igual… Casado. Tendría que haberse sentido… distinto, de algún modo, pero seguía sintiéndose como siempre. ¡Y su intención era seguir así, así se abrasara si no lo hacía! Si Tuon esperaba que Mat Cauthon sentara la cabeza, que renunciara a jugar y cosas por el estilo, que fuera cambiando de idea. Suponía que tendría que dejar de ir detrás de mujeres, y sobre todo de tener algo con ellas, pero le seguía gustando bailar con ellas. Y mirarlas. Sólo que no lo haría cuando estuviera con ella. Así se abrasara si sabía cuándo sería eso. No estaba dispuesto a ir a ningún sitio donde ella estuviera en ventaja y tuviera las de ganar; ella y sus comentarios sobre coperos y mozos de a pie y casarse por el imperio. ¿Y de qué modo se suponía que servía al jodido imperio casándose con él?

Musenge se apartó de los otros diez hombres y cinco Ogier con armadura roja y negra y condujo al trote a su castrado negro hacia Mat. El animal tenía una bonita línea, adecuada tanto para velocidad como para resistencia hasta donde Mat podía apreciar sin hacer un examen más a fondo. Musenge también parecía hecho para resistir; era un hombre bajo y fornido, impasible, el rostro ajado pero de rasgos duros, los ojos cual piedras pulidas.

—Disculpad, alteza —empezó, arrastrando las palabras, al tiempo que golpeaba el puño contra el peto—, pero ¿no deberían los hombres volver al trabajo? —Hablaba aún más despacio que Selucia, hasta el punto de ser casi ininteligible—. El alto que hicieron para descansar se ha alargado demasiado. Tal como está, dudo que puedan acabar el muro antes de que el traidor llegue.

Mat se había preguntado cuánto tardaría en mencionar eso. Había esperado que lo hiciera antes.

Despojados del yelmo pero con el peto puesto, los ballesteros estaban sentados en el suelo detrás de un muro largo y curvado, más o menos un tercio de un círculo hecho de tierra sacada de la trinchera de cuatro pies de profundidad abierta delante, así como una maraña de estacas afiladas clavadas en el suelo delante de la trinchera y que se extendía más allá de los extremos de ésta. Eso lo habían terminado enseguida. La infantería tenía que ser tan hábil con la pala, el zapapico y el hacha como lo era con las armas. Hasta la caballería lo hacía, pero costaba más trabajo que los jinetes lo entendieran. Los soldados de a pie sabían que, mientras se pudiera, era mejor tener algo entre el enemigo y ellos. Ahora las herramientas se encontraban esparcidas a lo largo de la trinchera. Algunos hombres jugaban a los dados, otros simplemente descansaban e incluso había quienes echaban un sueño. Los soldados dormían siempre que se les presentaba la oportunidad de hacerlo. Unos pocos leían libros. ¡Qué ocurrencia, leer! Mandevwin se desplazaba a lo largo de los hombres que descansaban; se toqueteaba el parche del ojo y, de vez en cuando, se agachaba para dirigir unas palabras a un portaestandarte. El único lancero presente, de pie junto a su caballo y proclamando con su actitud que no tenía nada que ver con los ballesteros, no portaba lanza, sino un astil de bandera envuelto hasta la mitad de su longitud en una funda de cuero.

Era el terreno perfecto para lo que Mat tenía en mente. Desde el muro hasta los altos árboles del extremo occidental se extendían casi dos millas de herbosa pradera salpicada de flores silvestres y unos cuantos arbustos bajos. Al norte había una ciénaga de agua negra, repleta de robles y extraños árboles de florescencias blancas y que parecían ser gruesas raíces hasta la mitad, con un lago pegado al borde occidental y un bosque debajo del lago. Un río pequeño fluía hacia el sur desde la ciénaga, media milla detrás de Mat, antes de trazar una curva hacia el oeste, a su izquierda. Pequeño, pero lo bastante ancho y profundo para que los caballos tuvieran que cruzarlo a nado. La orilla opuesta quedaba fuera del radio de alcance de los arcos. Sólo había un camino por el que cualquier atacante podría llegar al muro: dirigirse hacia él en línea recta.

—Cuando lleguen no quiero que se paren a contar cuántos hombres de armadura roja y negra hay aquí —repuso. Musenge dio un ligero respingo por algún motivo—. Quiero que vean un muro sin acabar y herramientas tiradas porque los que lo hacían han oído que se acercan. La promesa de cien mil coronas de oro debe de haberles encendido la sangre, pero quiero que estén tan exaltados que no piensen con claridad. Nos verán vulnerables, con las defensas sin terminar y, con suerte, arremeterán directa y atropelladamente contra nosotros. Supondrán que mataremos casi a la mitad al disparar, pero eso sólo incrementará las posibilidades de que uno de los que queden consiga el oro. Creerán que sólo tendremos tiempo para lanzar una andanada. —Dio una palmada y Puntos se movió—. Entonces la trampa se cerrará.

—Aun así, alteza, querría que tuviéramos más ballesteros. Tengo entendido que debéis de contar al menos con treinta mil. —Musenge le había oído decirle a Tuon que también combatiría a los seanchan, así que estaba tanteando para sacar información.

—Tengo menos de los que tenía —repuso Mat con una mueca dolida. Sus victorias no habían sido incruentas; lo que pasaba es que habían tenido pocas bajas, considerando las circunstancias. Casi cuatrocientos ballesteros descansaban en tumbas abiertas en suelo altaranés, y cerca de quinientos soldados de caballería. Un precio en muertes bastante bajo, pero le gustaba más cuando no se pagaba ninguno—. Aunque los que tengo ahora bastan para lo de hoy.

—Como digáis, alteza. —El timbre de voz de Musenge sonaba tan indiferente como si estuviesen charlando del precio de las habichuelas. Qué extraño. No parecía un hombre retraído—. Siempre he estado dispuesto a morir por ella. —No hacía falta que explicara a quién se refería.

—Supongo que yo también, Musenge. —¡Luz, si parecía decirlo en serio! Lo decía en serio, sí. ¿Significaba eso que estaba enamorado?—. Más vale que vivamos por ella, ¿no te parece?

—¿No vais a poneros vuestra armadura, alteza?

—No tengo planeado acercarme tanto a la lucha como para necesitar armadura. Un general que desenvaina la espada, deja a un lado su bastón de mando y pasa a ser un simple soldado.

Sólo citaba de nuevo a Comadrin —parecía que lo hacía mucho cuando hablaba de asuntos militares; aunque, claro está, ese hombre había sabido casi todo lo que había que saber sobre el arte de la guerra—, citarlo simplemente, pero pareció impresionar al baqueteado soldado, que volvió a saludarlo y le pidió permiso antes de regresar con sus hombres. Mat estuvo tentado de preguntarle a qué venía esa tontería de «alteza». Seguramente era una forma seanchan de darle el tratamiento de «lord», pero en Ebou Dar no había oído nada parecido y allí había estado rodeado de seanchan.

Del bosque que había al borde de la pradera salieron cinco figuras, y Mat no necesitó el visor de lentes para identificarlas. Los dos Ogier con armadura de intensas rayas rojas y negras se lo habrían revelado aun cuando no lo hubiese hecho la corpulencia de Vanin. Los hombres a caballo iban a galope tendido, pero los Ogier les seguían el paso, balanceando los largos brazos y las hachas como el árbol de transmisión de un aserradero.

—¡Honderos, preparaos! —gritó Mat—. ¡El resto, coged una pala! —La apariencia tenía que ser la adecuada.

Mientras que la mayoría de los ballesteros se dispersaban para recoger las herramientas y fingir que trabajaban en la trinchera y el muro, otros cincuenta se abrocharon los yelmos y se alinearon junto a Aludra. Eran hombres altos y seguían llevando las espadas cortas, pero en lugar de ballestas iban armados con hondas montadas en una vara de cuatro pies de largo, arma que se conocía como bastón honda. Mat habría querido que fueran más de cincuenta, pero era todo lo que Aludra tenía preparado de sus pólvoras. Cada uno de los hombres llevaba un cinturón de tela cosido con bolsillos y colgado en bandolera sobre el peto; cada bolsillo contenía un cilindro de cuero, corto y grueso como el puño de un hombre, con una corta y oscura mecha asomando por un extremo. A Aludra todavía no se le había ocurrido un nombre extravagante, pero lo haría. Era de las que apreciaban los nombres raros. Dragones y huevos de dragón.

Uno tras otro, los hombres fueron alzando una larga mecha lenta para que ella la prendiera con un mixto. Aludra lo hacía deprisa y utilizaba cada mixto hasta que el largo palillo de madera se consumía hasta casi donde lo sujetaba con las puntas de los dedos, pero en ningún momento torció el gesto, y se limitaba a tirarlo y a encender otro a la par que apremiaba a los honderos a que se dieran prisa, que se estaba quedando sin mixtos. Luz, pero qué tacaña era con las cosas. Tenía otras cinco cajas más, que Mat supiera. Cuando cada uno de los hombres se apartaba de ella, se colocaba la humeante mecha lenta entre los dientes y acomodaba uno de los cilindros en la honda del bastón mientras se dirigía al muro. Había amplios intervalos entre los honderos. Tenían que cubrir toda la extensión del muro.

—Es hora de que pongas a tu gente en su puesto, Musenge —gritó Mat.

Los Guardias de la Muerte formaron una única línea a lo ancho, con los Jardineros en los extremos. Cualquiera que mirara por un visor de lentes sabría qué eran. Luz, sólo hacía falta ver Ogier con armadura y el sol destellando sobre todo aquel rojo y negro. Y si se paraban a pensar los pocos Guardias que había, seguirían viendo que superaban en número a Mat y que sólo había una forma de comprobar si Tuon se encontraba con él.

Vanin entró a galope detrás del muro, se bajó de un salto de la silla y se puso a pasear al pardo, que estaba sudoroso, para que se refrescara. Tan pronto como pasó el muro, los ballesteros empezaron a tirar las herramientas y corrieron para ponerse yelmos y tomar las ballestas. Éstas se habían colocado de manera que los hombres formaban tres líneas separadas, con brechas allí donde se encontraban los honderos. Ya daba igual si alguien observaba desde el bosque. Lo que viera, parecería natural.

Mat condujo a Puntos al trote hasta Vanin y desmontó. Los dos Guardias de la Muerte humanos y los dos Ogier fueron a reunirse con los demás. Los ollares de los animales aleteaban por la agitada respiración, pero los Ogier no resollaban más que ellos. Uno era Hartha, un tipo con mirada pétrea que al parecer tenía un rango muy similar a Musenge.

Vanin dirigió una mirada ceñuda a los hombres que no se habían desmontado para hacer caminar a sus caballos. Sería cuatrero, reformado o no, pero no le gustaba que se tratara mal a los equinos.

—Cuando nos vieron, se levantaron de golpe como una flor nocturna en el cielo —dijo mientras señalaba con la cabeza hacia Aludra—. Nos aseguramos de que echaran un buen vistazo a esa armadura chillona y luego dimos la espantada en cuanto empezaron a montar en los caballos. Vienen lanzados detrás de nosotros. Más deprisa de lo que deberían. —Escupió en el suelo—. No vi bien a sus animales, pero dudo que todos sean buenos para esa galopada. Algunos se derrumbarán antes de llegar aquí.

—Cuantos más caigan, mejor —dijo Mat—. Cuantos menos lleguen es mejor, en mi opinión. —Sólo necesitaba dar un día o dos de ventaja a Tuon, y si ello se debía a que reventaban los caballos, si salían de los árboles y decidían que tenía demasiados hombres para enfrentarse a ellos, prefería eso a una batalla en cualquier momento. Después de esta galopada de seis millas tendrían que dar descanso a los caballos unos pocos días para que estuvieran preparados para viajar cualquier distancia. Vanin desvió la mirada ceñuda hacia él. Puede que otros fueran por ahí llamándolo milord y alteza, pero Chel Vanin no.

Mat se echó a reír y le dio unas palmadas en el hombro antes de volver a montar en Puntos. Era estupendo que hubiese alguien que no pensara que era un estúpido noble o, al menos, a quien no le importara si lo era o no. Cabalgó para acercarse a las Aes Sedai, que ahora ya estaban montadas.

Blaeric y Fen —el primero montaba un castrado zaino y el segundo uno negro— le asestaron miradas casi tan sombrías como las que habían dirigido a Musenge. Aún sospechaban que había tenido algo que ver con lo que le había pasado a Joline en el carromato de Tuon. Se le pasó por la cabeza decirle a Fen que el asomo de crecimiento de lo que sería el copete en la coronilla le hacía tener un aspecto ridículo. Fen rebulló en la silla de montar y acarició la empuñadura de la espada. Bueno, quizá sería mejor no comentarle nada.

—… lo que os he dicho —reprendía Joline a Bethamin y a Seta a la par que sacudía el índice con gesto admonitorio. Su castrado zaino parecía un caballo de batalla, pero no lo era. El animal tenía una buena velocidad, pero era tan apacible de carácter como agua lechosa—. Si se os ocurre alguna vez abrazar el saidar lo lamentaréis.

Teslyn gruñó con acritud. Palmeó a su yegua careta, un animal mucho más enérgico que la montura de Joline.

—Instruye espontáneas y espera que se comporten cuando no las tiene a la vista —le dijo al aire—. O quizá cree que la Torre aceptará novicias mucho mayores de la edad permitida.

En las mejillas de Joline aparecieron chapetas, pero la mujer se puso erguida en la silla sin decir nada. Como solía ocurrir siempre que esas dos entraban en conflicto, Edesina se centró en otra cosa distinta, esta vez en quitar unas imaginarias motas de polvo de la falda pantalón. Sí, había suficiente tensión para asfixiarse.

De repente unos jinetes aparecieron entre los árboles al otro extremo del prado en un torrente que creó una extensión creciente de lanzas con moharras de acero; frenaron los caballos, sin duda sorprendidos por lo que tenían delante. Al parecer no se habían desplomado tantos caballos como Mat había esperado que lo hicieran. Sacó el visor de lentes del estuche que llevaba atado a la perilla de la silla y escudriñó con él. Era fácil distinguir a los taraboneses por los velos de malla con los que tapaban la cara hasta los ojos, pero los demás llevaban todo tipo de cascos, redondos o cónicos, con visera de barras o sin ella. Mat vio incluso unos pocos yelmos tearianos con cresta, si bien eso no significaba que hubiese tearianos entre los jinetes. La mayoría de los hombres utilizaban cualquier pieza de armadura que tuvieran a su alcance. «No penséis —dijo para sus adentros—. La mujer está aquí. Esas cien mil coronas de oro os esperan. No fastidiéis la…»

Sonó el toque agudo de una corneta seanchan, débil en la distancia, y los jinetes empezaron a avanzar al paso al tiempo que se extendían para superar los extremos del muro.

—Despliega el estandarte, Macoll —ordenó Mat. Así que esos malnacidos hijos de cabra venían a matar a Tuon, ¿eh?—. Esta vez dejaremos que vean quién los mata. Mandevwin, tienes el mando.

Macoll tiró de la funda de cuero, que ató a la silla, y el estandarte ondeó al viento, un cuadrado blanco bordeado en rojo y con una mano grande y roja en el centro; debajo de ella, bordadas en rojo, se leían las palabras Dovie’andi se tovya sagain. «Es hora de lanzar los dados», tradujo para sus adentros Mat. Y así era, en efecto. Vio que Musenge la miraba. Parecía muy tranquilo para tener a diez mil lanzas yendo hacia él.

—¿Estás preparada, Aludra? —preguntó Mat.

—Pues claro que lo estoy —repuso la otrora Iluminadora—. ¡Ojalá tuviera mis dragones!

Musenge desvió la atención hacia ella. ¡Condenada mujer, a ver si tenía más cuidado con lo que decía! Mat quería que esos dragones resultaran un impacto cuando los seanchan se enfrentaran a ellos por primera vez.

Más o menos a mil doscientos pasos del muro, las líneas de lanceros se pusieron al trote, y a los seiscientos empezaron a galopar, pero no tan deprisa como habrían debido hacerlo. Aquellos caballos ya estaban cansados tras la larga cabalgada. Avanzaban pesadamente. Ninguno de los lanceros se había ido al suelo, todavía. No lo harían hasta los últimos cien pasos. Algunos llevaban pendones que flameaban al viento tras ellos, un agolpamiento de rojos allí, una aglomeración de verdes o azules allá. Podría tratarse de los colores de casas o tal vez indicaban compañías de mercenarios. La trápala de tantos cascos sonaba como el retumbo de un trueno lejano.

—¡Aludra! —gritó Mat sin mirar atrás. Un seco estampido y un acre olor a azufre anunciaron que el tubo lanzador había proyectado a lo alto la flor nocturna, y un fuerte estampido anunció el florecimiento de una bola de trazos rojos allá arriba. Algunos de los jinetes a galope señalaron como sorprendidos. Ninguno miró atrás y no vio a Talmanes a la cabeza de tres estandartes de caballería que salían de los árboles, más abajo del lago. Habían dejado las lanzas con los animales de carga, pero todos llevaban el arco corto en la mano. Desplegándose en una única línea, empezaron a seguir a los jinetes y fueron ganando velocidad a medida que avanzaban. Sus caballos habían cabalgado muy lejos la noche anterior, pero sin que los forzaran demasiado, y llevaban descansando toda la mañana. La distancia entre los dos grupos de jinetes comenzó a reducirse.

—¡Primera línea! —gritó Mandevwin cuando los jinetes se encontraban a cuatrocientos pasos de distancia—. ¡Disparad! —Más de mil virotes volaron como trazos oscuros en el aire. De inmediato, la primera línea se agachó para girar el torno de las ballestas en tanto que la segunda línea apuntaba con sus armas—. ¡Segunda línea, disparad! —gritó Mandevwin, y otro millar de virotes surcó velozmente el aire en dirección a los jinetes que se acercaban.

A esa distancia, no podían atravesar un peto a despecho de las cabezas diseñadas justo para hacer eso, pero hombres con piernas rotas cayeron de la silla y hombres con brazos destrozados frenaron en un intento desesperado de cortar la hemorragia. Y los caballos… Oh, Luz, los pobres caballos. Los animales caían a centenares, algunos pateaban, relinchaban, se debatían para ponerse de pie, otros no se movían en absoluto; muchos hicieron tropezar a otros animales que venían detrás. Los jinetes salían catapultados y rodaban por el herboso suelo hasta que los pisoteaban los jinetes que les iban a la zaga.

—¡Tercera línea, disparad! —gritó Mandevwin, y tan pronto como los virotes salieron por el aire los hombres de la primera línea se pusieron de pie—. ¡Línea del frente, disparad! —ordenó Mandevwin, y otra andanada de virotes se sumó a la matanza—. ¡Segunda línea, disparad!

No fue tan desigual como una emboscada, claro está. Algunos de los jinetes habían tirado las lanzas y enarbolaban el arco. Las flechas empezaron a caer entre los ballesteros. Disparar con puntería desde un caballo a galope no era tarea fácil, además de que, al principio, la distancia era excesiva para que las flechas mataran, pero más de un hombre se esforzaba para hacer funcionar la ballesta con un brazo atravesado por una flecha. También el muro les protegía las piernas. Demasiada distancia para matar a un blanco a no ser que la suerte le hubiera dado la espalda. Mat vio desplomarse a un hombre con una flecha clavada en el ojo, y a otro con el astil de una saeta hundido en el cuello. Se habían abierto brechas en las líneas. Los hombres se adelantaron presurosos para cubrirlas.

—Puedes unirte cuando quieras, Joline —dijo Mat.

—¡Tercera línea, disparad!

La Aes Sedai sacudió la cabeza con irritación.

—He de estar en peligro, y todavía no me siento en peligro. —Teslyn asintió con un cabeceo. Contemplaba la carga como si fuera un desfile, y uno poco interesante, dicho fuera de paso.

—Si nos permitís que Seta y yo… —empezó Bethamin, pero Joline la miró por encima del hombro fríamente y la seanchan se calló y bajó la vista a las manos que sostenían las riendas. Seta sonrió con nerviosismo, pero el gesto se borró de su semblante ante la mirada intensa de Joline.

—¡Primera línea, disparad!

Mat alzó los ojos al cielo y musitó una plegaria que tenía mucho de imprecación. ¡La puñetera mujer no se sentía en peligro! ¡Él se sentía como si tuviera la cabeza en el tajo del verdugo!

—¡Segunda línea, disparad!

Talmanes había llegado a una distancia que tenía a tiro al enemigo y se anunció con una andanada de cuatrocientos arcos a trescientos pasos que vació muchas sillas. Acortando distancias, volvieron a disparar. Y otra vez. Las líneas enemigas parecían ondular con una sacudida. Algunos hombres volvieron grupas y cargaron contra la línea de Talmanes, lanzas en ristre. Otros empezaron a responder a las flechas con los disparos de sus arcos. Pero la mayoría continuó adelante.

—¡Formación en cuadrado! —gritó Mandevwin un instante antes de que Mat lo hiciera. Confiaba en que el hombre no lo hubiera dejado para demasiado tarde.

Sin embargo, la Compañía estaba bien entrenada. Los hombres de los flancos se replegaron a la carrera aunque tan tranquilos como si las flechas no los estuvieran acribillando y repicando al chocar con yelmos y petos. Y a veces no. Había hombres que caían. Con todo, las tres líneas no perdieron cohesión en ningún momento mientras formaban un cubo, con Mat en el centro. Musenge y los otros Guardias de la Muerte humanos empuñaban la espada en tanto que los Ogier sostenían las largas hachas.

—¡Honderos! —gritó Mandevwin—. ¡Lanzad a discreción! ¡Primera línea occidental, disparad!

Los honderos que se encontraban en esa línea movieron el bastón honda de forma que podían tocar las mechas que salían de los cilindros cortos y anchos con la mecha lenta que sostenían entre los dientes y, a la par que la andanada de virotes salía disparada de las ballestas, echaron el bastón honda hacia atrás y luego hacia adelante como dando un latigazo. Los oscuros cilindros surcaron más de cien pasos por el aire y fueron a caer entre los jinetes lanzados a la carga. Los honderos se pusieron a encajar otro cilindro en la honda del bastón antes de que el primero hubiese caído. Aludra había marcado cada mecha con trozos de hilo para indicar los diferentes tiempos de arder, y cada cilindro explotaba en una llamarada con gran estruendo, algunos en el suelo, otros a la altura de la cabeza de un hombre montado. La explosión no era la verdadera arma, si bien un hombre al que le estallara en la cara se encontraba descabezado de repente y se mantenía erguido en la silla tres zancadas más de su montura antes de irse al suelo. Aludra había envuelto una capa de duros guijarros alrededor de la pólvora dentro de cada cilindro, y esos chinarros eran los que perforaban la carne cuando golpeaban. Los caballos se desplomaban entre relinchos y pateaban en el suelo. Los jinetes caían y yacían inmóviles.

Una flecha rozó a Mat en la manga izquierda de la chaqueta y otra se le clavó en la derecha, y si no la traspasó limpiamente fue por el penacho de plumas; una tercera le desgarró la hombrera derecha. Se metió el dedo por el pañuelo negro del cuello y tiró para ahuecarlo. De repente el puñetero pañuelo parecía apretarle demasiado el cuello. Quizá debería plantearse utilizar armadura en situaciones como la presente. Los flancos de las líneas enemigas empezaban a virar hacia adentro por los extremos del muro con el propósito de rodear a los ballesteros que estaban detrás. Los hombres de Talmanes seguían acribillando su retaguardia con flechas, pero varios cientos de hombres se habían visto obligados a tirar el arco para defenderse con la espada, y no parecía probable que todos los caballos sin jinete que había ahí fuera hubieran pertenecido a taraboneses o amadicienses. Habían dejado una brecha en el centro de su línea, un paso para cualquier que decidiera huir, pero nadie había aprovechado esa salida. Podían oler las cien mil coronas de oro.

—Creo —empezó Joline, despacio—. Sí, ahora me siento en peligro.

Teslyn se limitó a echar la mano hacia atrás y lanzó una esfera de fuego mayor que la cabeza de un caballo. La explosión hizo saltar tierra y fragmentos de hombres y caballos por el aire. ¡Ya iba siendo hora, mierda!

Encaradas a tres direcciones, las Aes Sedai empezaron a arrojar bolas de fuego tan deprisa como podían mover los brazos, pero la devastación que provocaron no sirvió para contener el ataque. Para entonces, esos hombres tendrían que haber visto que dentro de la formación cuadrada no había una mujer que encajara en la descripción de Tuon, pero sin duda tenían la sangre encendida y el aroma de la riqueza en las fosas nasales. Un hombre viviría el resto de su vida como un noble con cien mil coronas de oro. El cuadrado quedó rodeado y lucharon para acercarse a él, lucharon y murieron conforme las andanadas de las ballestas los golpeaban y los honderos los despedazaban. Comenzó a alzarse otro muro formado por cadáveres y moribundos, hombres y animales, un muro que algunos trataban de saltar a caballo y lo engrosaban en el intento. Otros desmontaban e intentaban trepar por él, pero los virotes los lanzaban hacia atrás. A tan corta distancia, los virotes atravesaban petos como un cuchillo caliente traspasaría la mantequilla. Siguieron llegando y muriendo.

El silencio pareció hacerse de repente. No un silencio total. En el aire se escuchaban los jadeos de los hombres que habían hecho funcionar esos tornos lo más deprisa posible. Y los gemidos de los heridos. En alguna parte, un caballo todavía relinchaba. Pero Mat no veía a nadie de pie entre el muro de muertos y Talmanes, nadie montado excepto los hombres de yelmos y petos verdes. Hombres que habían bajado arcos y espadas. Las Aes Sedai enlazaron las manos sobre la alta perilla de las sillas. También ellas jadeaban.

—¡Ha terminado, Mat! —llegó el grito de Talmanes—. Los que no están muertos están moribundos. Ninguno de esos necios intentó escapar.

Mat sacudió la cabeza. Había esperado que el ansia del oro los tuviera medio locos. Los había tenido completamente locos.

Haría falta retirar hombres y caballos muertos para que Mat y los suyos salieran, y Talmanes puso a trabajar a los hombres. Se ataron cuerdas a los caballos para arrastrarlos y quitarlos de en medio. Nadie quería pasar por encima de aquello. Nadie excepto los Ogier.

—Quiero ver si consigo encontrar al traidor —anunció Hartha, y él y los otros seis Jardineros se echaron el hacha al hombro y treparon sobre los cadáveres amontonados como si fuera un repecho de tierra.

—Bien, al menos hemos resuelto esto —dijo Joline mientras se daba golpecitos en la cara con el pañuelo orlado con puntilla. El sudor le perlaba la frente—. Estáis en deuda, Mat. Las Aes Sedai no nos involucramos en batallas personales como norma. Tendré que pensar cómo podéis saldarla.

Mat tenía una idea bastante clara de lo que propondría. Estaba loca si creía que iba a acceder.

—Las ballestas fueron las que resolvieron esto, marath’damane —dijo Musenge. Se había quitado el yelmo, el peto y la chaqueta, y se había arrancado la manga izquierda de la camisa para que uno de los otros guardias le hiciera un vendaje alrededor de la herida producida por una flecha. La manga se había desprendido con bastante facilidad, como si el hilo del pespunte fuera endeble. Tenía un cuervo tatuado en el hombro—. Las ballestas y los hombres con corazón. Nunca tuvisteis más que estos, ¿verdad, alteza? —No era realmente una pregunta—. Éstos y las bajas que sufristeis.

—Te lo dije —contestó Mat—. Tenía suficientes. —No pensaba revelar al hombre más de lo estrictamente necesario, pero Musenge asintió con la cabeza como si con eso lo hubiese confirmado todo.

Para cuando quedó abierta una brecha a fin de que Mat y los demás pudieran pasar a caballo por ella, Hartha y los Jardineros habían regresado.

—He encontrado al traidor —informó Hartha al tiempo que alzaba una cabeza asida por el cabello.

Musenge enarcó las cejas al ver el semblante oscuro, de nariz ganchuda.

—A ella le va a interesar mucho ver esto —susurró suavemente. Con la suavidad de un acero al desenvainarlo—. Debemos llevársela.

—¿Lo conocéis? —se interesó Mat.

—Lo conocemos, alteza. —El rostro de Musenge, que de repente parecía tallado en piedra, apuntó que no iba a decir nada más al respecto.

—Mira, ¿por qué no dejas de llamarme así? Mi nombre es Mat. Después de lo ocurrido hoy diría que tienes derecho a usarlo. —Mat se sorprendió a sí mismo cuando le tendió la mano al otro hombre.

Aquella máscara pétrea se deshizo para dar paso a la estupefacción.

—No podría hacerlo, alteza —repuso en un tono escandalizado—. Cuando ella se casó con vos os convertisteis en el Príncipe de los Cuervos. Pronunciar vuestro nombre me haría bajar la vista y perder el prestigio para siempre.

Mat se quitó el sombrero y se pasó los dedos por el cabello. Le había dicho a todo el que había querido escucharle que no le gustaban los nobles, que no quería ser uno de ellos, y lo había dicho en serio. Y todavía pensaba lo mismo. ¡Y ahora resultaba que era un jodido noble! Hizo lo único que podía hacer. Se echó a reír y no paró hasta que los costados le dolieron.

Загрузка...