VIII

—¿Qué creen ustedes que significa esto? —preguntó Stone sintiéndose incómodo. Hacía ya media hora que los norglans habían abandonado la tienda. Unos cuantos curiosos de piel verde habían pasado de tanto en tanto, lanzando rápidas miradas a los hombres de la Tierra; pero sus capataces de piel azul les habían gritado enérgicamente para que volvieran al trabajo y desde entonces, ya no habían vuelto a molestar más a los terrestres.

—Es evidente que Zagidh y sus amigos se han dado cuenta de que se las tienen que ver con algo demasiado grande para solucionarlo por sus propios medios —opinó Bernard—. Supongamos que ustedes fuesen unos administradores coloniales, ocupados en construir edificios y en hacer prospecciones de agua y que de pronto, se dejan caer del cielo unos seres extraños que les proponen una discusión para repartirse el Universo. ¿Se sentarían ustedes a redactar un tratado, por su sola cuenta… o darían cuenta al Arconato con la mayor rapidez que les fuese posible?

—Sí… sí, por supuesto —dijo Stone—. Han tenido que acudir a sus altas autoridades, quienes sean. Pero… ¿cuánto tiempo se llevará el asunto?

—Si dispusieran de algo parecido a la transmateria, no les llevaría apenas nada —dijo Dominici—. Si no…

—Si no —intervino Bernard—, la cosa va para largo, me temo.

Todos quedaron en silencio. Bernard salió de la tienda y echó un vistazo por los alrededores. El trabajo continuaba como siempre, sin descanso. Aparentemente, los norglans no eran gente dispuesta en ningún caso a perder el tiempo.

No quedaba nada que hacer, sino esperar. Bernard se sintió irritado interiormente. Aquella misión era una lección de primera clase en cuestión de educar la paciencia. Laurance y sus hombres continuaban sentados calmosamente en un rincón, sin participar para nada en las deliberaciones, sino sencillamente cumpliendo con su misión de ver transcurrir los minutos y el tiempo, con el temple propio de los astronautas. Havig, con su autodominio neopuritano, no mostraba la menor apariencia externa de inquietud ni de impaciencia.

—¿Se ha traído alguien un juego de hacer pirámides con dados? —preguntó Dominici—. Podríamos entretenernos mientras…

—Ofenderíamos a Havig —opinó Stone—. A ellos no les gustan los juegos.

—Esas artificiosas alusiones me cansan —repuso Havig sonriendo ligeramente—. ¿Acaso me interfiero yo en sus actividades? Yo vivo por las normas de mi propia conducta…, pero no creo haber mantenido nunca que sigan ustedes el mismo ejemplo.

Bernard se mordió los labios. Se halló a sí mismo envidiando el poderoso autodominio que poseía Havig. Al menos, el lingüístico, sabía quedarse sentado sin moverse, inmóvil, tan inmóvil y con la misma calma que los astronautas, esperando que transcurrieran aquellas horas de incertidumbre.

Ya habían transcurrido tres horas desde que los norglans se habían marchado tan abruptamente. Estaba ya mediada la tarde, un calor terrible caía sobre la zona de trabajo de los pieles verdes; pero a éstos no parecía importarles gran cosa. Dentro de la tienda, el aire estaba insoportable, tórrido y casi irrespirable y por dos veces Bernard luchó desesperadamente con la tentación de vaciar de un trago el contenido de su cantimplora. Pero se la fue racionando, un trago ahora, otro después y así de un cuarto de hora de vez en vez. Sólo para mantener al menos la garganta sin resecarse como la estopa.

—Esperaremos hasta la puesta del sol —advirtió el Comandante—. Si no vuelven para entonces, nos volvemos a la nave y lo intentaremos mañana de nuevo temprano. ¿Qué le parece, Dr. Bernard?

—Una sugerencia tan buena como otra cualquiera —convino el sociólogo—. La puesta del sol es una hora normal para interrumpir cualquier reunión. No creo que encuentren razón alguna para sentirse ofendidos si nos marchamos.

—Pero…, ¿y lo que se nos ofende a nosotros? —dijo Dominici un tanto exaltado—. Esos condenados pieles azules se limitan a marcharse sin decir una palabra y a dejarnos aquí horas y horas. ¿Por qué diablos tenemos que preocuparnos de sus formas de sentir o pensar, cuando nos dejan así?

—Porque nosotros somos hombres de la Tierra —dijo Bernard—. Tal vez ellos no tengan los mismos conceptos en relación con la cortesía. Quizás hayan actuado de la forma más natural para su especie al abandonarnos en esa forma. No podemos juzgarlos a ellos por nuestras propias normas de conducta.

—Ustedes, los sociólogos, parecen creer que nadie puede ser juzgado por cualquier tipo de conducta —insistió Dominici—. Todas las cosas son relativas, ¿no es cierto? Según eso, no debe haber ninguna conducta determinada. Simplemente, pautas individuales de comportarse. Bien, yo digo…

—Calma amigo —ordenó Laurance serenamente—. j Alguien viene!

La falda de entrada a la tienda se abrió y entraron tres extraterrestres. El primero era Zagidh. Tras él, llegaron dos norglans de enorme estatura, con su pigmentación dérmica de un rico azul púrpura. Venían vestidos con unos ropajes extraños y altamente elaborados y su compostura tenía el aspecto de la realeza. Zagidh adoptó pronto su clásica postura de cuclillas en tan extraña forma como solía hacerlo. Los otros dos permanecieron de pie.

Haciendo unas muecas forzadas terriblemente, Zagidh dijo:

—Dos… kharvish haber venido desde Norgla. Hablar. Con tiempo… aprender lengua Tierra. Ellos-nosotros hablar a ustedes.

Zagidh se salió fuera de la tienda. Los dos norglans gigantescos adoptaron al unísono la misma forma de sentarse en cuclillas que solía hacer Zagidh.

Los terrestres se miraron con cierta inquietud. Bernard se mordió inquieto también el labio inferior. Aquellos dos tipos eran sin duda unos norglans Muy Importantes, sin duda alguna.

Con aire majestuoso, en una voz que sonaba en cierta forma melodiosa como la de un violoncelo, uno de aquellos dos enormes norglans dijo:

—Yo soy nombrado Skrinri. Este ser nombrado Vortakel. Él-yo nosotros dos ser kharvish. ¿Cómo decir ustedes? Uno-que-va-hablar-otros-de igual categoría.

—Embajador —sugirió Havig.

—Emba…jador. Sí, embajador. Yo ser nombrado Skrinri, este Vortakel, él-yo nombrados embajadores. De Norgla. Del planeta patrio.

—Habla usted la lengua terrestre muy bien —dijo Stone pronunciando las sílabas con lentitud y claridad—. ¿Han sido ustedes enseñados por Zagidh?

—No… significar…

—El participio pasado —observó Havig—. No lo conocen. Intente decirles: ¿Enseñar Zadigh a ustedes?

—El enseñar yo-nosotros— afirmó Skrinri—. Nosotros estar aquí desde el sol alto en cielo.

—Desde mediodía —tradujo Havig.

—¿Han venido a hablar con nosotros? —preguntó Stone.

—Sí. Ustedes venir de Tierra. ¿Dónde está Tierra?

—Muy lejos —dijo Stone—. ¿Cómo podría explicárselo, Havig? ¿Sabrían lo que significa un año-luz de distancia?

—No, a menos que él sepa primero lo que significa un año —repuso Havig—. Es mejor dejarlos que se expresen como puedan.

—De acuerdo —convino Stone—. ¿Su mundo está cerca?

—Todos mundos estar cerca. No tomar tiempo viajar de allí a aquí.

—¡Entonces es que también disponen de la transmateria! —exclamó Stone perplejo.

—O algo que produzca el mismo efecto —opinó Laurance.

Observando atentamente desde su rincón de la tienda, Bernard siguió la cadena de razonamiento. Una cosa era cierta: aquellos dos norglans eran bastante especiales, tal vez muy superiores a Zagidh y a los otros pieles azules que se hallaban en escala superior a su vez sobre los trabajadores. Skrinri y Vortakel aprendían el lenguaje terrestre a increíble velocidad, captándolo con frases enteras e incluso con las mismas inflexiones de voz, según Stone iba hablando y explicando sus declaraciones.

Gradualmente, las similaridades de los dos Imperios comenzaron a quedar al descubierto.

Los norglans poseían la transmateria, según parecía; Skrinri y Vortakel habían llegado desde el planeta patrio sólo hacía horas, vía un sistema de transporte instantáneo. La enorme astronave que surgía poderosa por encima del establecimiento colonial era el testimonio más seguro de que también los norglans utilizaban algún sistema convencional de viajes espaciales, probablemente a velocidades aproximadas, aunque no superiores a las de la luz.

Resultó muy difícil aclarar la información concerniente a las distancias en el espacio. Pero resultaba razonable suponer que el planeta patrio de los norglans debería hallarse más o menos en un punto de a trescientos o cuatrocientos años luz del planeta en que todos se encontraban en aquel momento; quizás menos, y muy probablemente no a mayor distancia. Lo que significaba, que los norglans y la esfera de colonización de los norglans era aproximadamente del mismo orden de la magnitud que poseía la Tierra.

Entendido aquello, al fin, la cosa apareció mucho más clara. Pero todavía no se había planteado el problema verdadero de la misión. Stone estaba calculándolo de la mejor forma, reuniendo una serie de ideas apropiadas para su misión diplomática, que debería exponer llegado el momento preciso.

Conforme iban hablando, Bernard que seguía cada palabra, intentó reconstruir una imagen de los norglans como personas con quienes tratar adecuadamente, de acuerdo con la ciencia sociológica, en las futuras negociaciones. Se trataba de una raza estratificada, aquello era algo por descontado; la variación de color de la piel no era una simple diferencia de pigmentación, sino toda una fundamental categoría genética. Los pieles verdes eran más cortos de talla, más fuertes y macizos y evidentemente poco dotados intelectualmente; constituían la clase ideal de trabajadores para aquella clase de labor. Los pieles azules, eran más agudos de inteligencia, buenos organizadores, de rápida percepción de pensamientos, aunque se les notaba la falta de una cualidad interna de autoridad, la decisiva huella de auténtica personalidad que distinguía al jefe nato. Aquellos pieles azules púrpura poseían la fuerza necesaria.

¿Serían los individuos situados en la cima de la pirámide social de su constitución evolutiva? O, ¿más bien serían, por turno, los que dependiesen de alguna especie aún más capacitada de la especie de los norglans? ¿Hasta dónde podría estar extendida aquella estratificación social?

No había forma de decirlo; pero parecía lo más verosímil que Skrinri y Vortakel representaban muy de cerca el pináculo de la evolución norglan. De existir todavía otros individuos mucho mejores, entonces los norglans deberían poseer un grado evolutivo mucho mayor que los terrestres.

Al exterior de la tienda, se extendían ya las sombras de la noche. El gradiente de temperatura caía rápidamente. Un viento frío barría la planicie, sacudiendo con cierta violencia las lonas de la tienda. Los primeros síntomas de un gran apetito comenzaron a sentirse en el estómago de Bernard. Pero los norglans no parecían indicar en absoluto que fuesen a suspender las negociaciones por el hecho de que llegase la noche.

Stone se encontraba enfrascado en su elemento, avanzando sin descanso y sin fatiga en la cadena de razonamientos y medios de intercomunicación, hasta que creyese llegado el momento de enfrentarse con el punto crucial de la misión.

Aquel momento estaba ya aproximándose. Stone estaba dibujando unos diagramas en el suelo de la tienda de conferencias. Dibujó un punto con un círculo a su alrededor; era la esfera de colonización de la Tierra. A una distancia de varias yardas, otro punto con otra esfera; la de los norglans.

Más allá de aquellas esferas de acción, otros puntos sin círculos. Aquéllas eran las estrellas sin colonizar, la tierra incógnita de la galaxia que ni los terestres ni los norglans habían alcanzado todavía en sus respectivas expansiones.

—El pueblo de la Tierra se expande hacia el exterior. Nos establecemos en otros mundos —anunció gravemente Stone.

Y dibujó una serie de radios proyectados fuera del círculo que era la esfera de dominación de la Tierra. Aquellos trazos llegaban hasta la zona neutral.

—El pueblo norglan se extiende también hacia el exterior. Ustedes construyen sus colonias, nosotros construimos las nuestras.

Y, de igual forma, una serie de trazos partieron de la esfera norglan, al igual que lo había hecho Stone.

El diplomático terrestre, marcando ostensiblemente los trazos con el palito que dibujaba en el suelo, extendió los radios de la esfera norglan hasta llegar a tocarse en determinada zona con los de la Tierra.

—Ustedes construyen aquí —dijo Stone—. Nosotros allí. Nosotros continuamos estableciendo nuevos mundos. Pronto esto va a ocurrir…

Stone lo bosquejó gráficamente. Dos de aquellos trazos se encontraron, cruzándose. Otros se entrecruzaron igualmente.

—Nosotros llegamos y alcanzamos el mismo territorio. Nosotros luchamos sobre este mundo o sobre aquél. Entonces habrá guerra entre terrestres y norglans. Y allá habrá muerte. Destrucción.

Skrinri y Vortakel miraron fijamente al diagrama dibujado sobre el suelo como si fuese la simbología de algún complicado rito. Sus rostros sin carne, no dejaban traslucir ninguno de los pensamientos que bullían en sus mentes. Los terrestres esperaron, silenciosamente, sin atreverse apenas a respirar.

Fue Vortakel quien dijo lentamente:

—Esto no debe suceder. No tiene que haber guerra entre los hombres de la Tierra y los norglans.

—No tiene que haber guerra —repitió Stone.

Bernard se inclinó un poco hacia adelante, abandonando un poco su papel de espectador; pero tan tenso como si estuviera llevando a cabo las negociaciones y no Stone. A despecho del frío y el hambre, sintió en su pecho el resurgir de un sentimiento de triunfo. Los extraterrestres habían comprendido; había existido una comunicación en ambos sentidos; los embajadores norglans se daban cuenta exacta de los graves peligros de la guerra. El conflicto tenía que ser evitado. Los senderos de la expansión del Imperio deberían ser desviados de una posible colisión entre mundos distintos.

—Necesitamos elegir el camino de la paz —dijo Stone—. Los jefes norglans y terrestres se encontrarán. Dividiremos las estrellas entre nosotros. —E hizo una pausa para que los embajadores norglans comprendiesen bien lo que significaba dividir—. Trazaremos una línea— continuó Stone, recargando el énfasis de sus palabras al dibujar una frontera entre las dos esferas de la dominación universal, y borrando las líneas norglans que se entrecruzaban con las terrestres y éstas con respecto a las de los norglans. Stone sonrió:

—Todos estos mundos —dijo, haciendo un amplio gesto hacia la parte izquierda del dibujo—, serán norglans. Ningún establecimiento terrestre se construirá allí. Y a este lado —e indicó el dominio de la Tierra—, ningún norglan vendrá. Estos mundos serán para la Tierra.

Y esperó alguna respuesta de los norglans.

Los extraños permanecieron en silencio, mirando con ojos inteligentes al dibujo trazado sobre el polvo del suelo. Tomando su silencio por falta de entendimiento, Stone repitió la misma sugerencia.

—Sobre este lado, todos los mundos serán de la Tierra. Sobre este otro, todos de los norglans. ¿Comprenden ustedes?

—Nosotros comprender bien —repuso Skrinri lenta y pesadamente.

El viento sopló con furia sobre la tienda, batiendo con fuerza el trozo de lona de la entrada de un lado a otro. Abandonando la posición que hasta entonces había mantenido con tan poco esfuerzo, Skrinri se dirigió, en pie, hacia el diagrama de Stone.

Plantando cuidadosamente un pie desnudo sobre las líneas trazadas, el norglan borró la frontera que Stone había trazado como delimitación de los sectores norglan y terrestre. Después, arrodillándose, Skrinri fue haciendo desaparecer con los dedos cada uno de los trazos dibujados por Stone como expansión propia de la Tierra a partir de la esfera de dominio supuesta.

Momentos antes de hablar Skrinri, Martin Bernard adivinó en el acto lo que el norglan iba a decir. Una mano fría pareció apretar la garganta del sociólogo. El triunfo sentido hacía un instante, se desvaneció como una débil llamita. La voz de Skrinri era concisa, grave y sin el menor matiz de malicia. Hizo un amplio gesto con ambas manos como si con ellas quisiera abarcar la totalidad del Universo.

—Norglans construir colonias. Nosotros expandir. Ustedes… hombres de la Tierra han ocupado ciertos mundos. Pueden guardar esos mundos. No los tomaremos. Otros mundos pertenecerán a los norglans. No tenemos nada más que hablar.

Con una dignidad silenciosa, los dos norglans salieron de la tienda. En el silencio que siguió, producto de un verdadero golpe de sorpresa, el viento parecía silbar con un gesto de burla.

Otros mundos pertenecerán a Norgla. Perplejos, los nueve hombres de la Tierra, se miraron pálidos, unos a otros; ninguno había esperado aquello.

—¡Eso es una fanfarronada!—exclamó finalmente Dominici—. ¿Querer limitar nuestros propósitos presentes? ¡Eso no puede ser!

—Tal vez puedan hacerlo —opinó Havig, con calma—. Quizás esto sea el final del sueño de nuestra colonización galáctica. Y es posible que sea una bendición de Dios revelada bajo ese disfraz. Vamos, ya no tenemos nada más que hacer por hoy.

Los hombres de la Tierra fueron saliendo de la tienda uno tras otro, a la oscuridad de aquel planeta extraño, y azotados por la hostilidad de aquel viento frío y despiadado.

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