XIII

El planeta de los Rosgolianos, no era precisamente todo lo que Bernard habría esperado que fuese. Su idea de lo que sería el hogar de una super-raza, era de la clase de una super-Tierra, con impresionantes ciudades embovedadas con campos de energía, con fabulosos edificios que llegasen hasta el firmamento y con construcciones, parques y vías de comunicación meticulosamente planeados y la apariencia por alguna parte de lo que normalmente debería ser una tecnología increíblemente avanzada.

Pero estaba totalmente equivocado.

Tal vez los rosgolianos tuvieron tales cosas alguna vez en el pasado; pero de cualquier forma, habían descartado con toda evidencia las grandes ciudades, con la vacía majestad de las megalópolis. La escena que aparecía ante los ojos de los terrestres al abandonar la astronave, que había llegado flotando suavemente hasta tocar el suelo, desafiando todas las leyes de la inercia y de la masa, era de una serenidad pastoral.

Unas suaves colinas ondulaban hasta perderse en el horizonte. Poniendo unas pinceladas de color aquí y allá, en el verdor de su naturaleza, y en tonos pastel, aparecían unas pequeñas casas, que parecían surgir de la tierra como objetos orgánicos, como árboles de un raro capricho. No se apreciaba la existencia ni el menor signo de industria, ni de transporte.

—Esto es un país de hadas —murmuró Dominici asombrado.

—O tal vez el paraíso —dijo Havig.

—Esto es la fase post-tecnológica de la civilización, estoy seguro —argumentó Bernard—. ¿Recuerdan ustedes la versión que los antiguos marxistas lanzaban a los cuatro vientos con machacona insistencia sobre el Estado? Pues bien, esto es, estoy seguro. —Y se dio cuenta de que hablaba en un murmullo, como si se hallase en un museo o en un lugar de adoración.

Los nueve componentes del grupo, permanecieron en pie cerca de la astronave, esperando que los rosgolianos apareciesen por alguna parte y de alguna forma. El aire resultaba extraño y con un cierto matiz de algo extraterrestre en él, pero bueno de respirar para los pulmones de los nombres de la Tierra. Una fresca brisa soplaba, procedente de las colinas. El sol, estaba alto en el cielo y parecía más rojo y algo más frío que el de la Tierra.

Precisamente cuando comenzaban a sentirse impacientes, apareció un rosgoliano, surgiendo de la nada y apareciendo ante su vista entre el lapso de un instante al siguiente.

—Teleportación —murmuró Bernard—. Algo incluso mejor que la transmateria, no es preciso de ninguna instalación mecánica.

Era imposible decir si el rosgoliano era el mismo que se había presentado a bordo de la astronave en el espacio. Aquél era aproximadamente del mismo tamaño que el otro y sus facciones y parte del cuerpo aparecían borrosas por el resplandor de luz que seguía a aquellas criaturas a donde quiera que fuesen.

—Hemos de ir hacia los otros —dijo el rosgoliano con aquella voz suave y musical, como no hablada.

El resplandor dorado les envolvió repentinamente a todos, Bernard sintió por unos instantes como el cálido refugio del vientre materno, y después la luz desapareció y la astronave también.

Se hallaban en el interior de una de aquellas extrañas casas.

—Pónganse cómodos —dijo el rosgoliano—. El interrogatorio comenzará pronto.

—¿Interrogatorio? —preguntó Laurance—. ¿Qué clase de interrogatorio? ¿Qué es lo que está planeando hacer con nosotros, sea lo que sea?

—No les sobrevendrá ningún daño —fue la suave y cortés réplica del rosgoliano.

Bernard tocó a Laurance en el brazo.

—Creo que es mejor que se tranquilice y tome las cosas como vengan. Discutir con estas gentes no creo que nos proporcione ningún bien.

Se sonrió, a despecho de sí mismo. El levantarse desafiante para decirle algo a los rosgolianos, era algo parecido al antiguo romano que se pusiera a desafiar una bomba de hidrógeno, gritándole: Civis romanus sum![18]. La bomba le prestaría muy poca atención, como tampoco se la prestaría de la misma forma, el rosgoliano. Pero sintió, no obstante, una interna y fundamental seguridad de que aquellos seres de luz eran incapaces de hacer a nadie el menor daño.

Los hombres de la Tierra se pusieron lo más cómodamente posible. No había muebles ni adornos apreciables en la habitación, sólo unos suaves cojines rojos en los que tomaron asiento. Aunque aquellos cojines resultaban maravillosamente cómodos, e invitaban a reclinarse en ellos, tanto Bernard como los demás, permanecieron en una posición de sentados como si lo hicieran en rígidos sillones.

En un instante determinado y como en un abrir y cerrar de ojos, aparecieron muchos rosgolianos en la estancia. Mirando de uno al otro, Bernard no pudo apreciar ninguna discernible diferencia, eran tan idénticos como si todos hubieran salido del mismo molde.

—El interrogatorio comenzará ahora —dijo la suave voz de otro (¿o sería de todos?) de los rosgolianos.

—¡No responderemos nada! —restalló Laurance repentinamente—. No les daremos ni una pizca de vital información. Recuerden, somos aquí prisioneros, sin importar lo bien que puedan tratarnos.

A despecho de la abrupta salida de tono del Comandante, comenzó el interrogatorio. No había nada que Laurance pudiese evitar. No se oía una palabra, ni incluso en su peculiar voz mental, pero, sin la menor duda, se produjo un verdadero flujo de información de todo tipo. Los rosgolianos estaban obteniendo sin el menor esfuerzo lo que deseaban saber, sin molestarse en hacer preguntas.

El interrogatorio pareció haber durado sólo un instante; aunque Bernard no pudo estar seguro, tal vez habría durado horas, pero tales horas se hallaban reducidas y encogidas a un punto en el tiempo. Le fue imposible decirlo. Pero sintió que le extraían del cerebro toda la información posible.

Los cuatro rosgolianos, extrajeron de sus mentes, a juzgar por lo que hicieron con Bernard, todo: su infancia, su desastroso primer matrimonio, su carrera académica, sus intereses y aficiones, su segundo matrimonio, y su divorcio que no había lamentado nunca. Todo le fue sacado en un instante, examinado, descartado como cuestión personal lo que no tuviera interés y barajado por aquellos seres de luz.

En una segunda fase, se enteraron del requerimiento que le había hecho el Tecnarca, el viaje hasta la colonia de los norglans y de la reunión tan insatisfactoria con ellos y el derrotado viaje de vuelta a la Tierra.

Después, todo terminó. Los tentáculos del pensamiento que los rosgolianos habían insertado en los cerebros de los terrestres, se retiraron tan sutil y misteriosamente como se hubieron introducido. Bernard parpadeó unos instantes, ligeramente conmocionado por los contactos. Le pareció sentirse vaciado por dentro, hueco, agotado. Creyó que su cerebro había sido estrujado, examinado cuidadosamente y vuelto a poner en su sitio exactamente como antes de comenzar la operación.

Y los rosgolianos estaban riendo.

No había ruidos en la habitación, y como siempre, los rostros de los extraños seres estaban velados por una luz impenetrable. Pero la impresión de la risa se cernía en el aire. Bernard se sintió enrojecer, sin saber exactamente por qué tenía que sentir vergüenza. No tenía nada en su mente de lo que tuviera que sentirse avergonzado. Había vivido su vida, buscando los fines que había considerado deseables, no había engañado a nadie ni burlado o hecho daño a ninguna persona intencionadamente. Pero los rosgolianos estaban riéndose.

¿Se estarán riendo de mí? —pensó—. ¿O será de alguien de los que están aquí? ¿O de todos nosotros, de la raza humana?

Aquella risa sin sonido, cesó. Los rosgolianos se aproximaron unos a otros, hasta el extremo de que sus campos de luminosidad parecían estar en contacto entre sí.

—¡Se están riendo de nosotros! —exclamó Laurance en son de guerra—. ¡Riéndose, ustedes, malditos seres superiores!

Bernard volvió a tocarle en el brazo. —Laurance…

La respuesta de los seres luminosos les llegó gentil y tal vez ligeramente tocada de un matiz de reproche.

—Sí, estamos divertidos. Les rogamos nos perdonen, hombres de la Tierra; pero nos sentimos divertidos.

De nuevo, la risa comenzó a percibirse, aunque más silenciosamente. Bernard creyó comprobar que aquellos rosgolianos no eran tan completamente nobles y superiores como los había estado considerando hasta entonces. Se reían frente a las luchas y problemas de una joven raza. Era una risa protectora. Bernard frunció el ceño indeciso, tratando de encajar la risa en el patrón de la cultura que estaba construyendo mentalmente respecto de los rosgolianos. Los ángeles no se sienten protectores en semejante medida. Y hasta aquel momento, les había considerado casi como criaturas angélicas, con sus auras de luz y su serenidad de movimientos y sus recursos al parecer infinitos de poder mental. Pero los ángeles no deberían reírse de los mortales en aquella forma.

—Les vamos a dejar solos por un rato —dijeron los rosgolianos.

La luz se desvaneció. Los terrestres volvieron a mirarse los unos a los otros, desconcertados, sin saber qué decir.

—Así es como teníamos que ser interrogados —dijo Dominici—. He sentido perfectamente algo patrullando por mi cabeza… sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Imagínense… ¡unos dedos que recorren el cerebro al descubierto! —Y se estremeció de pánico ante el recuerdo de lo sucedido.

—Bien, así resulta que somos unos animalitos domésticos —dijo Laurance amargamente—. Supongo que los rosgolianos vendrán desde todo el Universo para jugar con nosotros.

—¿Por qué están haciendo todo esto? —preguntó Hernández—. ¿Por qué han tenido que arrastrarnos hasta aquí para convertirnos en juguetes?

—Y lo que es más importante —intervino entonces Dominici—. ¿Cómo vamos a hacer para salir de aquí?

—No lo haremos —dijo Bernard categóricamente—. No, a menos que los rosgolianos decidan que podamos irnos. No somos exactamente dueños de nuestro propio destino.

—Se está volviendo usted un derrotista, Bernard —dijo Dominici en tono de advertencia—. Desde el primer momento en que esos seres nos aprisionaron, ha estado usted considerando todas las cosas por el lado más negro posible.

—No hago más que considerarlas de forma realista. No creo que salgamos ganando nada con engañarnos a nosotros mismos. Estamos metidos en un buen apuro. ¿Cómo cree que vamos a escapar, Dominici? Vamos, responda. ¿Dónde está la astronave?

—Vaya… uh…

Dominici se calló, sin saber qué seguir hablando. Con un frío fruncimiento de sus facciones, salió hasta la puerta de la casa. La puerta se retiró obedientemente ante su aproximación y salió al aire libre de la calle. Los otros le siguieron a través de la obligada abertura que daba al exterior.

Unas verdes colinas parecían rodar suavemente, ondulando hasta el horizonte lejano.

Unas pequeñas y flecosas nubes rompían el azul metálico del cielo.

No había el menor signo de la astronave.

En absoluto.

Bernard se encogió de hombros, como desamparado.

—Ya lo ven ustedes, podemos estar en cualquier parte de este planeta. En cualquier punto, sin tener la menor idea de dónde ni en qué lugar. A cinco, diez o a mil quinientas millas de la astronave. ¿Y dicen ustedes que soy un derrotista? ¿De qué forma vamos a volver? ¿Por la transmateria? ¿Por teleportación? ¿O a pie? ¿Qué dirección debemos seguir? No estoy tratando de ser pesimista. Es sencillamente que no veo la forma de que nos consideremos libres para hacer absolutamente nada por nuestra cuenta.

—Entonces, somos prisioneros —dijo Dominici con amargura en la voz—. ¡Prisioneros de esos… esos super-seres!

—Incluso aunque pudiésemos llegar hasta la astronave —dijo entonces Havig—, ellos podrían hacernos volver a su gusto, en la misma forma que lo hicieron originalmente. Bemard tiene razón. Estamos totalmente a su merced. Es una situación que no podemos alterar.

—¿Por qué no reza usted? —dijo Stone.

Havig se limitó a encogerse de hombros.

—Nunca he dejado de hacer mis oraciones. Pero me temo que hemos caído en una situación que Dios ha determinado para nosotros, y de la cual Él no nos sacará hasta que se haya cumplido su propósito.

Bernard se arrodilló en la pradera al exterior del edificio. Arrancó un puñado de hierba, dentada en el filo de sus hojas como si fuesen pequeñas sierras, experimentando el salvaje placer perverso además de cortarse la piel con ellas.

Había sido una dolorosa experiencia para un ser inteligente, el haber sido arrastrado tan suavemente hasta aquel planeta paradisíaco, contra su voluntad y de una forma tan sutil y terrible al mismo tiempo. Aquello golpeaba directamente en el alma de un hombre, anulándolo, hasta convertirlo en algo desamparado, dejándolo en tal suerte de sonriente cárcel. Bernard apretaba los puños y los extendía casi con furia. Sus recuerdos volaron hacia tan poco tiempo atrás, en el momento en que el Tecnarca le había sacado de su vida cómoda y agradable. Entonces, me sentaba en mi vibro-sillón y vivía mi vida tranquila y confortable. Ahora soy un representante de la Tierra, en quién sabe qué macrocósmico juicio.

—¡Eh! —exclamó Dominici— ¡Comida!

Bernard se volvió. Captó de un vistazo una luz que se desvanecía y, extendido sobre la hierba, frente a la casa, vio unas bandejas de alimento variado. El hambre ya le estaba asaltando el estómago y se dio cuenta de que estaban todos muy lejos de la astronave, lejos de los alimentos de la Tierra, y sin la menor idea de cómo volver.

—Creo que deberíamos tomar esos alimentos —dijo—. Lo peor que podría suceder es que nos mataran.

Tomó un pequeño pastel dorado y lo probó experimentalmente con sumo cuidado. Se le disolvió literalmente en la boca, fluyéndole garganta abajo, como si fuese miel. Se comió otro y después volvió la atención hacia unas verduras y productos vegetales en forma de trozos de calabaza azulada y a una jarra cristalina de un vino claro de color amarillo. Había también unos frutos blancos y traslúcidos del tamaño de las cerezas. Todo estaba realmente delicioso, y resultaba francamente imposible sugerir que tan delicados alimentos pudiesen ser venenosos para los terrestres y su metabolismo. Comió hasta hartarse y comenzó después a vagabundear por la hierba, sin dirección fija.

El sol estaba cayendo ya hacia el horizonte occidental en aquel momento. Próximo al horizonte, se podía ver una pequeña luna, baja aún en aquel cielo de la tarde ya bien entrada, visible como una pequeña perla contra el azul más oscuro del cielo. Era una escena de simple belleza, al igual que la comida lo había sido, y como los pequeños edificios de los rosgolianos habían sido sencillos. Aquella simplicidad sola, argumentaba en favor de la enorme antigüedad de aquellas gentes. Habían sobrepasado el estadio cultural de encontrar la virtud en el tamaño y en la complejidad de las cosas, para vivir en la Era serena de la sencillez y de los horizontes limpios y despejados. Si vivían tan esparcidos como la vista de aquel panorama parecía indicar, no existirían muchos rosgolianos en aquel mundo; pero tal vez existiesen miles de otros mundos rosgolianos colgados como puntos en el espacio, cada uno con unos pocos miles de habitantes solamente.

Creyó encontrar placer en tal vida, él que había gozado siempre de la soledad y la quietud, de la paz y el aislamiento de su propia vida privada, de su propio piso de Londres y del silencio de su retiro de estudio en la Sirte Mayor[19].

—¿Qué es lo que quieren de nosotros? —preguntaba Hernández en aquel momento.

—Les divertimos —repuso Laurance—. Tal vez se cansen de nosotros más pronto o más tarde y nos dejen ir.

—¿Dejarnos ir, dónde? —preguntó Nakamura especulativamente—. Estamos a más de cien mil años luz de la Tierra. ¿O será que los rosgolianos nos ayuden a volver y encontrar nuestro camino cuando se decidan a dejarnos ir de aquí?

—Si es que nos dejan —corrigió Dominici.

—No creo que nos guarden aquí por mucho tiempo —sugirió Bernard, rompiendo su largo silencio.

—¿Eh? ¿Y cómo lo sabe usted?

—Porque no encajamos en absoluto en la disposición general de las cosas de este planeta —replicó el sociólogo—. Somos como unos espantapájaros en este panorama. Los rosgolianos, tienen su propia vida tranquila y serena que vivir. ¿Por qué tendrían que instalar a un puñado de bárbaros sobre su tranquilo mundo, para alterarlo y estropearlo todo? No, nos dejarán ir cuando hayan llevado a cabo algún propósito definido, que por ahora, sólo ellos conocen. Me resulta muy difícil considerar a estas criaturas como una especie de guardianes de un Zoológico.

La noche se aproximaba rápidamente. Era un mundo antiguo, pensó Bernard, una raza antigua, un sol viejo, con días cortos y noches prolongadas.

Unas estrellas totalmente desconocidas y no familiares, comenzaron a asomarse por la gris luminosidad del crepúsculo. Más tarde, cuando la oscuridad había reemplazado al vago crepúsculo, sería posible ver el Universo Isla en el cual el Sol de la Tierra era meramente un indistinguible punto de luz[20].

La oscuridad completa se vino encima a toda prisa. Los terrestres entraron una vez más en el pequeño edificio que se les había destinado, donde un cálido resplandor luminoso lo hacía más agradable que el aire frío del exterior de la pradera.

—Bien, ¿qué hacemos? —preguntó Dominici, y como a nadie en particular—. Nos dispondremos a dormir y esperar que llegue la mañana…

—¿Hay acaso algo que podamos hacer más? —dijo Havig—. No tenemos mucho que elegir en cuanto a diversiones. Podemos dormir, pensar y rezar.

—Ruegue por nosotros, Havig —dijo Laurance con voz calmosa—. Hable con ese Dios suyo, y pídale que arregle las cosas para que podamos volver a casa.

—No creo que pueda hacerlo, Comandante. ¿No creen los neopuritanos que es algo irreverente pedir favores especiales?

Havig mostró una de sus raras sonrisas.

—Los dos tienen razón y a la vez están equivocados, amigo Bernard. Sentimos como una impertinencia hacia Dios el solicitarle bienes de este mundo, lujos o poder. Esto no sería una oración: la oración es una plena comunicación, la comunicación, el amor. No mendigar nada. Pero, por otra parte, el pedir por nuestra salvación o nuestro bienestar… difícilmente puede considerarse como irreverente. Dios quiere de nosotros que le pidamos las cosas que nos sean necesarias, pero creyendo siempre que su Voluntad sea buena y que Su decisión es siempre para lo que mejor nos conviene.

—Pero eso es pedir, suplicar, ¿no es así? —objetó Bernard.

Havig se encogió levemente de hombros.

—A sus ojos, todos somos suplicantes en gran necesidad. Yo pediré gustosamente por todos nosotros, como lo he estado haciendo desde el principio.

—Está bien, rece y pida por nosotros —dijo Laurance de mal humor—. Lo cierto es que necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir.

Algunos de los componentes del grupo se tumbaron en los cojines, disponiéndose a pasar la noche lo mejor posible. Bernard se aproximó a una de las paredes, se apoyó contra el muro y la observó tornarse transparente en tres pies a cada lado de su cuerpo, disponiendo así de una especie de ventana al exterior.

Oteó incansablemente hacia afuera y hacia arriba. Aquellas extrañas estrellas, brillaban en todo su fulgor. Buscó la Galaxia de la Tierra; pero no parecía ser visible desde aquella parte del planeta. Sintiéndose súbitamente aplastado por la inmensidad de la distancia que le separaba del hogar patrio, Bernard se apartó de su observatorio y se dejó caer sobre el cojín más próximo. Apretó los ojos cuanto pudo. Sus labios se movían sin que pudiera al principio darse cuenta de lo que estaba haciendo.

Recobró su autodominio a los pocos instantes y se preguntó maravillado: ¡He rezado! ¡Por el Espacio, he estado rezando para volver a la Tierra!

Aquella plegaria había sido como una válvula de escape. El nudo de la tensión que había ido formándose durante horas en su mente se soltó. Acurrucó la cabeza entre sus brazos y se quedó dormido en cuestión de segundos.

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