IV

En los años de pacífica expansión del Arconato, había una cosa que el género humano se había olvidado de hacer: cómo esperar. La transmateria proveía la comunicación y el transporte instantáneos, desde cualquier punto dentro de un radio de 400 años luz de distancia de la esfera de la Tierra, que constituía su dominio, cualquier otro punto podía ser alcanzado instantáneamente. Semejante medio conveniente no había engendrado precisamente generaciones de hombres pacientes. De todos los hijos de la Tierra, sólo unos pocos, muy pocos, habían aprendido a esperar.

Y eran los espaciopilotos, los astronautas, que tripulaban las solitarias astronaves propulsadas por el plasma en las lejanías del espacio y la noche cósmica, llevando con ellos los generadores de la transmateria para hacer de sus destinos algo instantáneamente accesible a los hombres que después les siguieran.

Pero alguien tenía primeramente que hacer el primer viaje en solitario y con lentitud. Los hombres del espacio sabían cómo aguardar el paso de las horas vacías y los turnos cíclicos sin fin de guardias y relevos. A diferencia de los demás, las horas pasaban para ellos llenas de algo práctico que realizar.

El XV-ftl había dejado la Tierra a una aceleración de 3 G, dejando tras de sí un espectacular chorro de fuego estriado hasta alcanzar una velocidad de tres cuarto de la de la luz. La propulsión de plasma se cortaba entonces y la astronave se hundía en el espacio a un régimen de velocidad capaz de darle cinco veces la vuelta a la Tierra en un abrir y cerrar de ojos. Y sus cuatro pasajeros comenzaron a sufrir toda una agonía de impaciencia.

Bernard miraba sin comprender nada las páginas de su libro. Havig paseaba de un lado a otro. Dominici chirriaba los dientes y fruncía las arrugas de la frente hasta hacer que se juntasen sus cejas. Stone miraba hechizado por una de las claraboyas de la astronave, oteando el brillo helado de las estrellas como si quisiera hallar en ellas las respuestas de muchas preguntas sin palabras.

Los cuatro hombres habían sido alojados juntos en el compartimiento posterior de la esbelta nave. El Comandante Laurance y sus hombres estaban alojados en la parte delantera. Cuando hubo terminado el período de aceleración, Bernard subió hacia arriba para observar su trabajo. Era algo así como observar a ciertos sacerdotes de algún arcano rito. Laurance permanecía en el centro del panel de control como un árbol erguido en una tormenta, mientras que los demás, a su alrededor, llevaban adelante sus trabajos con la furia de una rabiosa energía. Nakamura, con los ojos recubiertos por el ocular de un dispositivo de astronavegación, recitaba cifras a Clive; Clive los integraba pasándolos a Hernández, quien a su vez los alimentaba dentro de una computadora. Peterszoon los correlacionaba; y Laurance finalmente, coordinaba. Cada hombre tenía su trabajo específico y todos lo ejecutaban igualmente bien. Bernard se alejó, impresionado por su aguda eficiencia y como sintiendo el temor de un laico frente a algo sagrado.

«No hay duda que piensan que todo eso es tan misterioso como escribir un soneto o formular un teorema de sociometría», pensó. La complejidad es todo una cuestión de punto de vista. Una situación especial de la filosofía relativística.

Las horas fueron pasando sin piedad. En algún momento más tarde de aquel «día» en el espacio, cuando los cuatro pasajeros se hallaban ya a punto de perder sus nervios, se abrió la puerta de su compartimiento y el miembro de la tripulación llamado Clive, entró.

Era un hombre de no gran talla, como si estuviera construido a escala reducida, con un rostro juvenil y burlón y unos cabellos extrañamente grises. Sonrió y dijo:

—Estamos pasando por la órbita de Plutón. El Comandante Laurance me encarga que les diga que a partir de ahora y en cualquier momento se hará la conversión del tiempo-masa.

—¿Habrá alguna advertencia… o sencillamente ocurrirá? —preguntó Dominici.

—Lo sabrán ustedes. Sonará un gong. No deben perder esa señal.

—Gracias a Dios que salimos del sistema solar —exclamó Bernard fervientemente—. Creo que la primera singladura del viaje iba a durar para siempre…

Clive emitió una risita entre dientes.

—¿Se ha dado usted cuenta de que ha cubierto seis mil millones de kilómetros en menos de un día?

—Aún así me parece demasiado tiempo.

—Pues los hombres del espacio medievales hubieran estado encantados de haber llegado a Marte en un año —dijo Clive—. ¿Le parece poco? Debería meditar un poco lo que significa la propulsión plasmática en un salto entre las estrellas. Como cinco años en una pequeña astronave, hasta poder plantar un dispositivo de transmateria por ejemplo en Betelgeuze XXIX. Entonces aprendería usted a tener paciencia.

—¿Cuánto tiempo permaneceremos en el hiper-espacio? —preguntó Stone.

—Diez y siete horas. Después se llevará algunas pocas horas en decelerar. Puede considerar un día completo entre este momento y el del aterrizaje de nuestro objetivo. —El hombrecito mostró sus dientes amarillos—. ¡Trate de imaginarlo! ¡Un día y medio en cubrir diez mil años luz y aún se quejan!

Soltó una carcajada de resignación, se golpeó el muslo con la palma de la mano y se dispuso a marcharse. Bernard y los otros observaron al tripulante sin comentario alguno. Clive volvió a ponerse serio.

—Recuerden: cuando oigan el gong, estaremos haciendo la conversión.

—¿Deberemos sujetarnos con los cinturones de seguridad?

Clive denegó con un gesto.

—No hay cambio en la velocidad; no sentirán ustedes ningún tirón. —Entonces hizo un guiño—. Tal vez no sientan nada en absoluto. Ya saben que esto es algo nuevo, en volar a mayores velocidades que las de la luz.

Nadie replicó. Clive se encogió de hombros y salió, cerrando el mamparo de la cabina tras él. Bernard rió:

—Tiene razón, desde luego. Somos unos perfectos idiotas siendo impacientes. Es sólo la costumbre de ir a cualquier parte al instante lo que nos hace sentirnos así. Para ellos, este viaje debe parecer ridículamente rápido.

—A mí no me importa nada lo que les parezca a ellos —opinó Dominici—. El estar sentado en una cabina reducida como ésta durante horas y horas, es como un infierno para mí. Y creo que para el resto de nosotros.

—Quizás ahora pueda usted aprender a saber por sí mismo lo que es la existencia de la falta de comodidad —intervino Havig solemne—. La impaciencia es imprudente. Conduce a la irritación, la irritación a la rudeza y la rudeza al pecado. Pero…

Dominici se volvió como impelido como un resorte para encararse con el neopuritano, con todos los músculos tensos. El biofísico restalló irritado:

—¡No vaya a largarme ahora alguno de sus piadosos sermones, Havig! Me encuentro tenso y nervioso y maldito si me gusta que me lo recuerden. Las palabras no van a cambiar las cosas. Y además…

—No, las palabras, no —repuso Havig con ecuanimidad—. Pero las verdades que yacen tras las palabras sí que son importantes. La verdad de verse a usted mismo en relación con la Eternidad…, el saber que cualquier demora momentánea no tiene ninguna importancia…, el ver el lugar que ocupa en el vasto mecanismo del universo…, eso sí que puede ayudar a cualquiera a superar la irritación de la impaciencia.

—¿Quiere guardarse sus ideas para sí mismo? —gritó Dominici literalmente.

—Vamos, vamos, ustedes dos… —interrumpió Stone. El diplomático parecía sentirse en su papel de mantenedor de la paz en la expedición—. Cálmese, Dominici. La cosa no es para tanto. No va usted a hacer las cosas más fáciles para nadie poniéndose así. Por favor, tenga un poco de calma.

—Ha sido provocado —opinó Bernard, mirando irritado a Havig—. Mr. Sombrío está en el rincón para darnos conferencias. Eso es ya suficiente para sacar de quicio a cualquiera. Me sorprende que no haya usted traído un brazado de panfletos de propaganda para repartirlos, Havig.

Una sombra de diversión pareció brillar en los ojos del neopuritano.

—Les presento mis excusas, señores. Sólo trataba de aliviar la tensión que están sufriendo y no incrementarla. Tal vez he cometido un error al hablar. Me pareció que ése era mi deber, eso es todo.

—No somos material convertible —protestó Bernard desafiante.

—Nosotros enseñamos; pero no intentamos hacer prosélitos —repuso Havig sin perder la calma—. Sólo intentaba ser de alguna utilidad.

—No hacía ninguna falta.

Pero… ¿dentro de dónde?

¿En qué clase de universo?

La mente de Bernard no pudo formarse la menor imagen comprensible de la realidad. Todo lo que sabía era que entrarían todos ellos en una especie de universo próximo; pero distinto, donde las distancias dejan de tener significado en cifras y donde los objetos podrían ocupar simultáneamente el mismo espacio. Un universo que había sido calculado y precisado ¿hasta qué límite de precisión? —se preguntó—, en cinco años de trabajos experimentales y ahora estaba siendo navegado por unos hombres que irrumpían hacia su interior; pero con el más nebuloso de los conceptos de dónde se hallaban o a dónde podrían ser conducidos.

El tremendo zumbido aumentó de potencia.

—¿Cuándo va a ocurrir? —preguntó Stone.

Bernard se encogió de hombros. En el silencio reinante, se escuchó a sí mismo decir:

—Supongo que se llevará a los generadores un par de minutos en conseguir la carga precisa. Después, saldremos disparados a su través…

Y llegó el cambio.

La primera sensación fue el parpadear de las luces, sólo momentáneamente, como si la inmensa carga de energía hubiese debilitado las dinamos de la astronave. El efecto inmediato, fue físico. Bernard se sintió aislado, cortado del resto del mundo, apartado de todo lo que sabía y confiaba, como esparcido en la oscuridad de una forma tan poderosa algo más allá de toda comprensión para un hombre mortal.

La sensación pasó pronto. Bernard respiró pro-tiéndose un tanto desamparado. Havig movía silenciosamente los labios como rezando una plegaria, los ojos abiertos aunque perdidos en la contemplación de la Eternidad, entonces tan próxima. De la garganta de Dominica, surgían murmullos enronquecidos que eran perceptibles en toda la cabina, recitando una letanía de palabras en latín, lengua antiquísima que Bernard conocía por sus estudios. Stone, evidentemente como Bernard, un hombre sin filiación religiosa, había perdido algo de los rosados colores de sus mejillas, y permanecía echado sobre la pared opuesta, intentando dar la sensación de que nada le importaba. Y todos esperaron.

Si las horas transcurridas desde el despegue de la Tierra les habían parecido largas, los minutos que siguieron entonces parecieron eternidades. Nadie habló una palabra. Bernard estaba sentado en su litera, preguntándose si era el miedo lo que había dejado tan seca su lengua.

No tenía ninguna clara idea de qué efecto podría producirse anticipadamente al hacer la conversión translumínica. Los momentos fueron pasando, y después sintió una extraña vibración y un sonido potente aunque a baja escala auditiva. Seguramente debería tratarse de los generadores de alto potencial Daviot-Leeson. Bernard conocía de la teoría, lo que cualquier otro hombre inteligente, aunque profano en la especialidad. En unos momentos, un incalculable impacto de energía incidiría con violencia cósmica, desgarraría el continuo espacio-tiempo y crearía un acceso a través del cual el XV-ftl pudiera deslizarse en el hiperespacio.

Stone suspiró.

—¡Valiente puñado de embajadores somos, como para llevar a cabo un acuerdo a escala cósmica! Dentro de nada se estarán tirando unos a otros a la garganta, si esto sigue así…

El gong sonó repentinamente, resonando a través de la cabina con un impacto que todos oyeron perfectamente. Era una vibración profunda, repetida tres veces y que se fue desvaneciendo lentamente hasta perderse en la última escala armónica de los sonidos perceptibles.

La disputa cesó como por encanto, como si una cortina hubiese caído entre los elementos que la llevaban a cabo.

—Estamos haciendo la conversión —murmuró Dominici.

Y se volvió de cara a la pared. Bernard comprobó con la mayor sorpresa, al observar el movimiento del codo de Dominici, que la mano correspondiente del que parecía un biofísico escéptico estaba trazando la señal de la Cruz. Bernard se sintió a disgusto. Aunque no era en sí hombre religioso, deseó íntimamente, en cierta forma, el haberse podido encomendar a alguna deidad providente que le hubiese proporcionado algún consuelo a su espíritu. Tal y como era, sólo podía esperar en la buena suerte. Se sintió momentáneamente solo, con la infinita oscuridad de la noche del Universo a escasas pulgadas de distancia, del otro lado del casco de la astronave. Y muy pronto, ni siquiera el universo estaría tampoco allí al penetrar en la distorsión del hiperespacio.

Miró a sus otros compañeros de expedición, sin-fundamente aliviado. Después de todo nada resultaba diferente. La sensación de soledad y de aislamiento, de separación, todo había sido seguramente un efecto imprevisto de su exaltada imaginación.

—Mire por la escotilla —dijo Stone cpn una voz apenas audible—. Las estrellas… ¡no están en ninguna parte!

Bernard giró rápidamente su cuerpo. Era cierto. Un momento antes, la claraboya, en forma de pantalla de televisión que estaba inserta en la misma estructura metálica del casco de la astronave, había brillado con la gloria radiante de las estrellas. Cataratas sin fin de fúlgidos resplandores habían salpicado el cielo de la Vía Láctea, notándose la presencia inmediata de los planetas, tales como el rojizo Marte y Venus, como una joya tallada.

Ahora, todo había desaparecido. Estrellas, planetas, cascadas de resplandeciente gloria luminosa. La pantalla mostraba sólo un color gris indefinible y sin la menor característica especial. Era como si todo el universo se hubiese borrado al exterior de la astronave.

De nuevo, las luces brillaron normalmente. Stone pulsó el botón del intercomunicador y esta vez fue la voz del Comandante la que resonó segura y alegre:

—Hemos realizado la conversión con todo éxito, señores. Lo que ven ustedes en la claraboya es un universo completamente vacío en donde nosotros sólo somos una pizca de materia.

—En tal caso —dijo Stone—, ¿para qué gobierna usted la astronave?

—Es una regla de principio. Las naves no tripuladas se enviaron al no-espacio; viajaron a lo largo de ciertos vectores que habíamos determinado en el mapa celestial, y emergieron en cualquier punto del universo. A falta de señales y puntos de referencia, continuamos al frente del gobierno de la astronave como si fuese un viaje normal.

—No parece que sea eso una forma eficaz de llegar a cualquier parte deseada —dijo Dominici.

—Y no lo es —admitió Laurance—. Pero da la casualidad de que no tenemos otra alternativa.

Bernard estudió, aproximándose, más de cerca al hombre del espacio. La fatiga era más que evidente en el rostro ojeroso y ajado de Laurance. Los ojos del Comandante, usualmente suaves y singularmente serenos de aspecto, aparecían enrojecidos con diminutos capilares sanguíneos al descubierto. Se decía, que Laurance tenía suficiente con tres horas de sueño por cada veinticuatro; pero estaba claro que ni siquiera había obtenido ese mínimo tiempo de reposo.

—Parece usted cansado, Comandante —dijo el sociólogo.

De nuevo se encogió de hombros el Comandante.

—Y lo estoy, Dr. Bernard. Todos mis hombres están igualmente fatigados. Pero de nuevo también… no tenemos otra elección ni otra alternativa.

—¿Y es seguro el operar en una astronave tan complicada como ésta, hallándose ustedes sobrecargados de fatiga?

—El Tecnarca parece creerlo así —replicó Laurance, con un leve tono de amargura en la voz—. El Tecnarca tenía una prisa desatinada, al parecer, porque esta astronave volviera a salir al espacio.

—Tenemos fe en el Tecnarca —opinó entonces Dominici—. McKenzie tiene una buena cabeza sobre los hombros y como nunca la tuvo el viejo Bengstrom. Ha tenido necesidad absoluta por alguna razón para darnos a todos semejante prisa.

—El Tecnarca McKenzie no es más que un simple mortal —remarcó Havig—. También está sujeto a error.

Dominici enarcó una ceja.

—Hay gentes que sufrirían un ataque si tales palabras cayeran al alcance de sus oídos, dichas respecto de un Arconte, Havig.

—Yo no he exagerado el temor por esos hombres. Fueron elegidos entre el género humano —continuó el neopuritano.

—Sí —repuso Bernard—. Escogidos en los primeros años de sus vidas y entrenadas durante décadas en el arte de gobernar, antes de que eventualmente lleguen al Arconato. Es obviamente un buen sistema, en realidad, el primer sistema realmente eficaz que jamás haya tenido la Tierra. Pero el Comandante Laurance, aquí presente, me imagino que no ha venido para discutir sobre las aptitudes del Tecnarca.

—No, claro que no —repuso Laurance con una grave sonrisa—. Todo lo que he querido decirles, es que la astronave marcha perfectamente, que comeremos dentro de media hora y que esperamos estar en las proximidades de la estrella NGCR 185.143 en… bueno, en diecisiete horas, más o menos algunos segundos. —Laurance hizo una pausa para consolidar y dejar sentir su dominio sobre el grupo. Después añadió—: Ah. Mr. Clive me ha informado de que ha presenciado alguna disputa entre ustedes.

Bernard enrojeció. Estaba comenzando a leer un principio de desdén en los ojos del Comandante, producido por la disputa académica surgida en la cabina.

Como anteriormente, el diplomático Stone, surgió en el momento preciso para suavizar la incipiente tirantez producida.

—Bueno… hemos tenido algunos desacuerdos de poca importancia, Comandante. Sólo han sido pequeñas diferencias de opinión.

—Lo comprendo, caballeros —repuso Laurance en tono cortés; aunque tras la suavidad de aquella cortesía, se palpaba la dureza del acero—. Debo recordarles que se les ha confiado una gran responsabilidad. Espero que arreglen ustedes esas… «pequeñas diferencias» antes de que lleguemos a nuestro destino.

—De hecho, ya han terminado —dijo Stone.

—Me parece muy bien. —Y Laurance se dirigió hacia la puerta—. Encontrarán ustedes un paquete de comprimidos ansiolíticos en el botiquín médico ahí a la izquierda, en caso de que sus «diferencias» continúen y lleguen a constituir un serio problema. Les espero en la cocina de proa dentro de media hora.

Se produjo un silencio expectante, una vez se hubo marchado Laurance. Dominici dijo entonces:

—Este tipo habla con el mismo tono de realeza que el Tecnarca, ¿no les parece? Debo recordarles que se les ha confiado una gran responsabilidad —dijo remedando a Laurance—. El Comandante tiene la misma forma señorial de decirle a uno lo que desea y hacer que parezca tres pies más alto, al igual que el Tecnarca McKenzie.

—Tal vez Laurance ha sido un discípulo entrenado que no llegó a obtener el grado de Arconte —sugirió Stone. Como le sucedía a él mismo, entrenado igualmente para un alto cargo, el Arconato de los Asuntos Coloniales, Stone podría haber esperado saber algo de la íntima historia de la forma de maniobrar en tal alto oficio.

Pero Bernard, dijo:

—Realmente no lo creo así. McKenzie no confiaría algo de semejante importancia a otra persona, con la menor sospecha de que pudiese existir alguna rivalidad. Por cuanto sé, creo estar seguro de que Laurance es uno de los hombres de la próxima generación que algún día sucederá a McKenzie.

—¿Y cree usted que McKenzie arriesgaría a este posible sucesor en un vuelo tan peligroso como éste? —preguntó Dominici profundamente interesado.

—Un Tecnarca tiene que estar forjado en el crisol del peligro —observó Havig—. Si Laurance no pudiera sobrevivir a un viaje en el espacio, ¿cómo lo haría bajo las tensiones de tan alto cargo? Éste puede ser muy bien un viaje de prueba.

—Sí, creo que eso es perfectamente posible —admitió Stone reflexivamente.

No se produjeron más especulaciones al respecto. La tensión y la incertidumbre de la tarea que tenían ante ellos, oscureció la conversación, haciéndoles a todos más tensos y responsables.

Transcurrida media hora, los cuatro subieron a la cocina a tomar un poco de comida. El menú estaba compuesto de alimentos sintéticos, por supuesto; pero preparados amorosamente por Nakamura y Hernández, que dedicaban al arte culinario la misma atención y el cariño que otros hombres ponían en escribir versos. Tras la comida, los cuatro pasajeros volvieron a su cabina. Quedaban por delante más de dieciséis horas en aquel fabuloso salto en el hiperespacio, para llegar a su punto de destino. El tiempo parecía arrastrarse como un gusano en su tremenda lentitud, más bien les parecía que tenían ante sí dieciséis años para cumplir el objetivo de tan largo viaje por el universo.

Bernard tomó asiento en su cojín especial de aceleración e intentó leer; pero le resultó inútil. Una serie de absurdos pensamientos de inminente peligro se interponían entre su mente y el libro. Las palabras danzaban sobre las páginas y las delicadas imágenes poéticas de Suyamo, en sus clásicos versos, se entremezclaban en una borrosa confusión. Con súbito disgusto, Bernard cerró el libro de golpe.

Cerró los ojos. Tras un rato, y poco a poco, fue cayendo en un sueño difícil e intranquilo, que acabó prolongándose. Algún tiempo después, se despertó lentamente. Un vistazo al reloj de la cabina, le mostró que sólo quedaban cuatro horas para la transición al espacio normal; lo que le demostró que había dormido casi doce horas de un tirón. Aquello le sorprendió. No había imaginado el haberse hallado tan fatigado, como para haber permanecido dormido tanto tiempo.

Miró alrededor de la cabina. Dominici seguía dormido con los ojos cerrados y los labios contorsionados en una mueca singular. Se retorcía intranquilo y cambiaba de posición mientras dormía; no cabía duda que tenía un mal sueño. Bernard se preguntó si a él le habría ocurrido cosa parecida.

Cerca de donde se encontraba, Stone permanecía mirando por la claraboya a aquella nada del exterior. Comprobando que Bernard estaba despierto, Stone se volvió y le dirigió un guiño amistoso, volviéndose de nuevo a su contemplación absurda de la nada existente en el no-espacio.

Solamente Havig daba la impresión de hallarse en completa paz consigo mismo y con el misterioso entorno del exterior de la astronave. El hombretón estaba apoyado contra la pared metálica de la cabina y sus largas piernas relajadas en un raro gesto de reposo. Sobre sus piernas yacía un libro. Un libro de oraciones, pensó Bernard, probablemente. El neopuritano volvía una página tras otra parsimoniosamente, haciendo gestos de aprobación y sonriendo ocasionalmente. Parecía no darse cuenta de quienes le rodeaban, ni prestar atención alguna a nadie. Aquella profunda tranquilidad de Havig, tuvo la virtud de irritar a Bernard de una forma inconsciente.

Bernard forzó su mente a detenerse a pensar respecto a las fricciones que se habían producido en aquella cabina y ponderar la enigmática naturaleza de los seres extraños que le esperaban en las lejanías del espacio.

Había visto sus fotografías, en color y tridimensionales, y de tal forma, tenía cuando menos una idea aproximada de cómo apreciarlos físicamente. Pero con todo, quiso anticipar de algún modo cómo se produciría el encuentro que yacía dentro de la más completa incertidumbre. ¿Sería posible un contacto aunque fuese de la más simple forma? Y si aquellas criaturas pudiesen hablar y expresarse en sonidos y eventualmente llegarse a comprender mutuamente, ¿sería posible llegar a cualquier tipo de arreglo? ¿O estaría la civilización del Hombre condenada a ser arrasada por una guerra interestelar que enterrase en el polvo y el olvido los siglos de paz impuestos por la sabiduría del Arconato?

El resurgimiento de la oligarquía, pensó Bernard, había acabado con la confusión y la duda de los Años de la Pesadilla. Pero… ¿qué ocurriría si aquellos extraños seres de otro planeta rehusaban acceder y suscribir a un tratado de paz? ¿De qué serviría entonces la inmensa fuerza del Arconato?

No obtuvo respuestas para ninguna de aquellas preguntas. Se forzó nuevamente a concentrarse en la lectura. Las horas seguían pasando, hasta que el gong volvió a sonar, como anunciando el Apocalipsis.

El sonido vibrante del gong se desvaneció. La transición se había llevado a cabo.

La pantalla visora de la cabina, volvió a resurgir en una vida esplendorosa de luz. Nuevas constelaciones, nuevos enjambres estelares, totalmente desconocidos desde la Tierra, tal vez existiendo entre ellos un diminuto puntito de luz que fuese el Sol de la patria lejana.

Y suspendida en el vacío ante ellos, como un globo resplandeciente, apareció un sol dorado-amarillo oscurecido por las sombras de los planetas que cruzaban en tránsito su disco de fuego y de luz.

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