VI

La marcha llegó a hacerse algo puramente mecánico tras algún tiempo, y Bernard dejó de preocuparse y de tenerse lástima a sí mismo, concentrándose únicamente en reunir todas sus energías físicas y mentales en ir echando una pierna tras otra, una y otra vez. Las yardas se alargaron en millas y la distancia entre la astronave y el campamento de los extraterrestres fue encogiéndose y reduciéndose a menos. Nada como una caminata de diez millas a 70° u 80° de calor para enseñar a una «persona de la transmateria» qué es lo que significa de verdad, él concepto del tiempo, pensó Bernard. Lo estaba descubriendo entonces en su verdadera dimensión. La distancia significaba ir chorreando de sudor, sudor que caía por la cara, cegando los ojos; la distancia era el rozar cruel de las botas en los talones, el dolor de las articulaciones, de los huesos de los pies, las agujetas en los músculos. Y sólo era un trayecto de diez millas…

—Me gustaría saber qué tal es el Tecnarca como caminante —dijo Dominici irreverentemente.

—Tiene que serlo condenadamente bueno, más bien que lo contrario —murmuró Bernard—. Por eso es un Tecnarca. Tiene que ser capaz de sobrepasar a cualquiera en todas las cosas, tanto si es para caminar como tratar de la mecánica de los quanta[12].

—A pesar de eso, me gustaría verle por aquí sudando bajo este sol condenado, con… —Y el biofísico se detuvo—. Por allá se están deteniendo a la cabeza. Tal vez hayamos llegado ya.

—Espero que sea así. Hemos estado andando casi tres horas.

A la cabeza del grupo de marcha, la procesión se había detenido. Laurance y sus hombres, se habían parado en la cúspide de una colina suavemente escarpada. Peterszoon apuntaba con la mano a algún sitio y el Comandante hacía gestos aprobatorios con la cabeza.

Al fijarse en ellos, Bernard comprobó que estaban haciendo indicaciones de apuntar hacia el valle. Era el establecimiento extraterrestre.

La colonia estaba siendo construida sobre la ribera oeste de un río de rápida corriente de unas cien yardas de anchura. Estaba abrigado en aquel ancho y verde valle, que aparecía bordeado de un lado por el grupo de colinas sobre las que se hallaban los hombres de la Tierra y del otro, por una planicie extensa que se levantaba, poco a poco, en una ladera de poca pendiente hasta alcanzar una serie de redondeces que formaban al fin una cadena montañosa a varias millas de distancia.

En aquella colonia, una furiosa actividad parecía ser la nota dominante. Los seres extraterrestres se movían como insectos provistos de una fabulosa energía.

Ya habían construido seis hileras de edificios rematados por una cúpula, en forma radial y a partir de un edificio mucho mayor, como centro. El trabajo continuaba, más bien seguía como una olla a presión, sobre otras construcciones que extendían más los radios trazados. En la distancia, pequeñas nubes de polvo surgían al aire de tanto en tanto, según que aquellas criaturas procedentes de otro mundo, utilizaban lo que parecía ser un cierto dispositivo excavador de gran potencia y de desconocida fuente de energía, cavando en el terreno los cimientos para otros grupos de edificios en serie. A otros se les veía trabajando en un pozo en una zona de terreno más al interior de la ribera del río y hacia un lado de la colonia, mientras que otros grupos se arracimaban alrededor de una curiosa y extraña maquinaria —¿generadores? ¿Dínamos?— que en abultadas formaciones existían a lo ancho de la planicie.

A algunos miles de yardas hacia el norte de la principal escena de actividad se erigía imponente una nave del espacio, maciza y azulada, adoptando más bien la forma cilíndrica, pero extrañamente estriada y festoneada en su diseño superficial, proporcionando una inequívoca sensación de ser totalmente extraterrestre. La nave del espacio aparecía con sus escotillas abiertas de par en par, y los seres extraños que por allí pululaban entraban y salían sin cesar, extrayendo materiales sin duda almacenados en el interior.

Una vez pasado el primer efecto de sorpresa a la vista de la furiosa actividad energética de aquellas extrañas criaturas, Bernard concentró su atención en los propios seres extraterrestres, no sin un escalofrío. A aquella distancia, de algo más de quinientas yardas, resultaba difícil apreciarlos en detalle. Pero se apreciaba perfectamente que se mantenían erectos en dos piernas, como los seres humanos, y sólo la coloración de su piel y la singular libertad de movimientos de su doble codo en los brazos atestiguaba sin lugar a dudas su calidad de criaturas extraterrestres.

Comprobó también, poco a poco, que los había de dos clases: los verdes, que constituían la gran mayoría de la población. Éstos tenían el aspecto de ser una especie de capataces o vigilantes. ¿Una supremacía especial por el color de la piel tal vez? Tenía que ser interesante sociológicamente conocer aquellas especies que todavía practicaban el predominio del color de la piel. Quizás aquellos seres extraños se sentían sorprendidos al darse cuenta de la presencia de dos hombres negros y uno de raza amarilla en el Arconato que gobernaba la Tierra. Pero, fuese lo que fuese, lo evidente era que los azules parecían ser dueños de la situación, gritando órdenes a diestro y siniestro, y que apenas si podían ser oídas desde la cima de la colina en que ellos se hallaban. Y los verdes obedecían. La colonia parecía crecer a ojos vistas y estar siendo construida a una prisa casi irritante.

—Vamos a bajar por la colina y dirigirnos en línea recta hacia la colonia —dijo Laurance con calma y dominio de sí mismo—. Doctor Bernard, usted es el jefe nominal de las negociaciones, y es algo que no quiero discutir…, pero recuerde que yo soy el responsable de la seguridad de todos y mis instrucciones tienen que ser obedecidas finalmente sin hacer preguntas.

Le pareció a Bernard que Laurance se estaba arrogando demasiada responsabilidad para sí mismo en la expedición. El Tecnarca no había expresado abiertamente que Laurance fuese el jefe absoluto. Pero el sociólogo no estaba inclinado a disputar sobre el punto de la jefatura en aquella situación. Laurance parecía conocer lo que era mejor y Bernard creyó sentirse contento frente a tal perspectiva. Se humedeció los labios y miró hacia el valle. El Comandante continuó:

—La cosa más importante es recordar que bajo ningún aspecto hay que demostrar el menor signo de miedo. Doctor Bernard, vaya usted al frente conmigo. Dominici, Nakamura, Peterszoon, sígannos inmediatamente detrás. Después, Stone, Havig, Clive y Hernández. Así formaremos una especie de triángulo. Mantengamos esa formación, caminemos lentamente y con calma y, ocurra lo que ocurra, que nadie deje traslucir el menor signo de temor o tensión. —Laurance recorrió rápidamente el grupo de un vistazo, como si quisiera comprobar .el estado de valor del grupo.—. Si tienen un aspecto amenazador, sonrían ustedes. No descompongan su aspecto ni corran, a menos que nos ataquen abiertamente. Permanezcan en calma y recuerden que somos hombres de la Tierra, los primeros hombres que jamás hayan llegado a otro mundo y digan «¡Hola!». Bien, vamos; doctor Bernard, por favor, junto a mí. Adelante.

Bernard se unió a Laurance y comenzaron a descender por la colina con los demás siguiéndoles en el orden asignado por el Comandante. Mientras caminaba, Bernard intentó relajarse. Los hombros atrás, las piernas sueltas. ¡Quítate esa tirantez del cuello, Bernard! ¡La tensión interna se refleja al exterior! ¡Ten la apariencia de un hombre sereno!

Pero resultaba más fácil decirlo que hacerlo. De por sí ya tenía los huesos molidos por la larga caminata y la tableta de cloruro de sodio que había tomado no hacía mucho se lleva su tiempo para reponer la pérdida de sal que había excretado por el sudor durante la mañana. Sufría además de la tensión física propia de la fatiga y también la tensión mental, mucho mayor aún de tener conciencia de que se hallaba bajando por una colina, en un mundo extraño y en dirección a una colonia erigida por seres de otro mundo, inteligentes y que no tenían ni la más leve traza de ser «humanos».

Durante unos momentos pareció que aquellos seres extraños no repararan en absoluto en los cinco hombres de la Tierra que se dirigían hacia ellos. Estaban tan ocupados con sus construcciones, que ni siquiera levantaron los ojos de sus respectivas ocupaciones. Laurance y Bernard continuaron avanzando a paso firme sin decir nada, y ya habían cubierto quizás un centenar de pasos antes de que alguno de los extraterrestres reaccionase frente a su llegada.

La primera reacción se produjo cuando un trabajador, que desataba un haz de troncos, miró casualmente hacia los terrestres.

Aquel ser extraño pareció quedarse helado, mirando sin comprender hacia el grupo que avanzaba.

Después hizo un gesto, totalmente fuera de lo humano, a un compañero que se hallaba próximo.

—Acaban de vernos —murmuró Bernard.

—Ya lo sé —repuso Laurance—. Sigamos hacia ellos.

La consternación más profunda pareció extenderse entre aquellos trabajadores de piel verde. Virtualmente habían detenido el trabajo para mirar fijamente, inmóviles, a los recién llegados. Ya más cerca, Bernard pudo apreciar sus facciones y características; los ojos eran unas cosas inmensamente saltonas que les proporcionaban el aspecto del más increíble asombro, que tal vez no sintieran en su interior.

Pronto la atención recayó sobre uno de los de piel azul. Se aproximó para ver qué era lo que había detenido el trabajo de forma tan inusitada, y después, fijándose en los terrestres, hizo un gesto de ponerse a ambos lados del cuerpo sus brazos de doble codo, lo que probablemente podía significar un genuino signo de sorpresa.

Gritó algo incomprensible a otro de piel azul para que se aproximase a la zona de los trabajos, el cual se acercó al trote tras haber oído aquel rudo grito destemplado y gutural. Con evidente precaución, los dos extraños se dirigieron hacia los terrestres, dando cada paso con exquisito cuidado y obviamente alertas ante el peligro que aquella fantástica visita podía suponer, disponiéndose a una rápida retirada.

—Están asustados de nosotros, como nosotros lo estamos de ellos —oyó Bernard que decía Dominici tras él—. Tenemos seguramente que parecerles un horror de pesadilla que desciende de la colina.

Sólo un centenar de pies separaba ya a los dos grupos. Los demás extraterrestres habían cesado de trabajar en su totalidad, dejando caer sus herramientas; se arracimaron tras los dos individuos de piel azul, mirando fijamente con lo que parecía ser evidentemente aprensión frente a los hombres de la Tierra.

El sol caía inmisericorde; la camisa de Bernard era sólo un mojado emplasto contra su piel. Se dirigió a Laurence con un murmullo:

—Deberíamos hacerles algún gesto de amistad. En caso contrario, pueden volverse demasiado asustados y dispararnos de algún modo antes de que nos hallemos del lado seguro.

—Sí, de acuerdo —repuso el Comandante. Y en voz fuerte, sin volver la cabeza, gritó al grupo—: ¡Atención todos! Levanten las manos con las palmas hacia fuera. ¡Con calma! Eso podría convencerles de que venimos con intenciones pacíficas.

Con el corazón latiéndole alocadamente dentro del pecho, Bernard levantó los brazos en la forma indicada por Laurance. Ya sólo estaban a cincuenta pies de los extraños. Los extraterrestres ya se habían detenido. Bernard y Laurance aún continuaron avanzando deliberadamente, aunque con lentitud, bajo aquel sol ardiente.

Bernard estudió de cerca a los seres de piel azul. Daban la impresión de tener una talla parecida a los seres humanos, tal vez algo mayor, sobre seis pies y dos o tres pulgadas. Sólo vestían una especie de túnica de punto, de color amarillo, como si fuese su único ornamento alrededor de la cintura. Su piel azul brillaba con el sudor, lo que argumentaba en favor de que aquellos seres de otro mundo eran metabólicamente bastante parecidos a los terrestres. Sus ojos enormes se movían fácilmente mirando a uno y otro de los componentes del grupo terrestre y en todos sentidos demostrando no sólo la curiosidad, sino una «posible disposición de visión estereoscópica.

Por lo demás, parecían no tener nariz, como tal, sino unas aberturas estrechas en el lugar de tal apéndice facial recubiertas con unas aletas móviles. La boca aparecía desprovista de labios, y el rostro en general tenía una disposición aplastada, plana, dando la sensación de que la piel la tenían estirada sobre los huesos como la de un tambor.

Cuando hablaban uno al otro, Bernard captó la rápida visión de tener unos dientes rojos y una lengua tan azul, que prácticamente parecía negra. Por tanto, diferían de los hombres de la Tierra en la pigmentación de la piel y en otros detalles más bien menores; pero su diseño físico era a bulto el mismo, como si para la vida inteligente existiese una pauta general en el Universo, aunque matizada por otros factores. De nuevo una falta de elección, pensó Bernard con un despego filosófico que incluso le sorprendió, mientras que sus piernas temblorosas continuaban avanzando. El Universo da la impresión de una libre voluntad, pero en la realidad las grandes cosas sólo tienen una sola forma de ser.

Los brazos de aquellos seres extraños le fascinaron. El doble codo parecía un dispositivo mecánico de junta universal, capaz de poder girar en cualquier dirección imaginable, haciendo de aquellas criaturas seres capaces de hacer cosas fantásticas e improbables con semejantes brazos. Una perfecta obra de ingeniería fisiológica —siguió pensando Bernard—. Ese brazo combina todas las ventajas de un tentáculo sin huesos con las de un miembro rígido. Los de piel verde se parecían mucho a los azules, sus inspectores o capataces, excepto que eran sensiblemente más cortos de talla y su cuerpo era mucho más recio y potente. La impresión de que los verdes estaban concebidos para el trabajo y los azules para dirigirles era obvia.

Apareció un tercer tipo azul, cruzando diagonalmente desde la parte del establecimiento en construcción a reunirse con sus dos colegas. Los tres extraterrestres aguardaron inmóviles como estatuas de piedra, registrando en sus extraños rostros la impresión de una invasión imprevista. Cuando estuvieron ya a sólo diez pies de los extraños, Laurance se detuvo.

—Adelante —murmuró a Bernard—. Comuniqúese con ellos. Dígales que queremos ser amigos.

El sociólogo respiró profundamente con un hondo suspiro. Se hallaba irónicamente consciente de que habían llegado hasta allí, en aquel momento, mil años de estudios profundos del folklore para acercarse a un nivel de realidad y que aquél era el momento, el primero en todos los registros de la Historia, en que un hombre de la Tierra iba a ofrecer un saludo a un ser no humano.

Se sintió un poco atacado de vértigo. Su mente comenzó a girar. ¿Qué decir? Somos amigos. Llevadnos a vuestro Jefe. ¡Saludos, hombres de otro mundo!

Aquello era difícil, no tenía precedentes, pensó. Los viejos clichés se habían hecho tal precisamente porque eran tan condenadamente válidos. ¿Qué otra cosa se supone que puede decirse cuando se hace el primer contacto con una criatura no terrestre? Así y todo, Bernard se sintió consciente de su deber, y la frase y el gesto estereotipado, como más útil, se convirtió en historia.

Se tocó el pecho y apuntó hacia el cielo.

—Somos hombres de la Tierra —dijo, enunciando cada sílaba de sus palabras con una dolorosa crispación—. Venimos del cielo. Queremos ser sus amigos.

Tales palabras, por supuesto, no significarían absolutamente nada para aquellas criaturas no terrestres y sólo unos sonidos absurdos. Pero no había excusa para dejar de decir las palabras justas a pesar de todo…

Se apuntó hacia sí mismo una vez más y después hacia el cielo. Luego, dándose golpes en el pecho, dijo:

—Yo. —Y apuntando hacia los no terrestres, teniendo cuidado de no alarmarles, dijo—: Ustedes. Yo-ustedes. Yo-ustedes amigos.

Bernard sonrió, queriendo saber para sus adentros si tal vez el mostrar los dientes podría significar un símbolo de fiero desafío para los extraños. Aquello era mucho más difícil y delicado que el encuentro de dos separadas culturas de la vieja Tierra. Al menos la misma sangre corría por las venas de un antiguo capitán inglés que por las de un pirata polinesio o un jefe de tribu africana; existía el mismo fondo de común biología y remoto origen. Pero allí no. Ningún valor aceptado previamente tenía en tales instantes la menor aplicación.

Bernard esperó y, tras él, los otros ocho hombres de la Tierra compartiendo su tensión nerviosa. Miró fijamente a los abultados ojos del azul que tenía más cercano. Aquellos seres exhalaban un olor particular, no desagradable por cierto, aunque intenso. Bernard se preguntó cómo olerían ellos respecto a los no terrestres.

Con precaución extendió la mano.

—Amigo —dijo.

Se produjo un largo silencio. Después, vacilantemente, el de la piel azul levantó la mano, dirigiéndola hacia arriba con un movimiento fácil y sorprendente. El extraño miraba fijamente a su mano como si no formara parte de su cuerpo. Bernard la miró también rápidamente: tenía siete u ocho dedos con un pulgar pronunciadamente curvado. Cada dedo mostraba una uña azul de una pulgada de largura.

El extraterrestre se aproximó y, por un instante, la dura piel de su mano tocó la de Bernard. Después la dejó caer rápidamente.

Aquel ser produjo un extraño sonido. Podría muy bien haber sido un gruñido gutural de desafío, pero a Bernard le pareció que sonaba a algo así como «ahhhmiiiggok», y así lo consideró.

Sonriendo, hizo un gesto de aprobación con la cabeza y repitió:

—Amigo. Yo-usted. Usted-yo. Amigo.

A sus oídos llegó la repetición, y esta vez era inequívoca.

—/Ahhhmiiiggok!

El extraterrestre empuñó la extendida mano de Bernard y la estrechó con fuerza. Bernard hizo una mueca de triunfo y satisfacción.

Para bien o para mal, se había realizado el primer contacto.

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