III

El Dr. Martin Bernard se encontraba a su gusto aquella tarde en su piso de South Kensington, próximo a Cromwell Road. Al exterior de las ventanas aparecía, como siempre, la niebla eterna y característica del viejo Londres, la niebla que dura seis meses en la gran metrópoli; pero la niebla no parecía afectar para nada al Dr. Bernard. Las ventanas de su piso eran opacas; dentro del piso todo era cómodo, cálido y confortable, como a él le gustaba. Inmortales composiciones de música clásica desgranaban sus maravillosas y antiguas armonías procedentes de su instalación de estéreo alta fidelidad. Por lo general, prefería la música solemne de Bach. La tenía controlada al límite de la mínima audición, casi exactamente a nivel del umbral perceptible del oído. De aquella forma, Bach no exigía demasiado su atención, pero sentía su presencia armoniosa y exquisita.

Bernard permanecía tumbado en una vibro-butaca, hojeando un volumen de Yeats, mientras que con una lámpara de codo iluminaba la página que estaba leyendo, no importando cuál fuese la postura que adoptase en aquel mueble funcional del siglo xxviii. Cerca y a la mano, una botella de buen brandy, de veinte años de vejez, importado de uno de los mundos de la estrella Proción. Y así, Bernard gozaba de su bebida preferida, su música, su poesía y su confort. ¿Qué mejor podía hacer que relajarse así tras haber pasado dos horas intentando meter en la cabeza una serie de puntos esenciales de la moderna sociología a un puñado de obtusos estudiantes de segundo año?

A pesar del placer de su comodidad, Bernard sentía un leve resquemor de conciencia, como sintiéndose culpable por aquella forma de vivir. Los académicos como él no eran considerados como sibaritas, pero él repetía constantemente que creía merecérselo. Era el mejor hombre en su campo de investigación. Había escrito además un libro que había tenido un enorme éxito. Sus poemas eran altamente estimados y publicados profusamente en antologías. Había luchado mucho y duro por llegar a su posición actual como sabio e intelectual, y ahora, a los cuarenta y tres años, con el problema del dinero resuelto y el de su segundo matrimonio igualmente liquidado, no había razón alguna para que no pudiera pasar sus tardes en una lujosa soledad, rodeado de todo el confort posible.

Se sonrió. Katha se había divorciado de él, acusándole de crueldad mental, aunque Bernard pensaba de sí mismo que era el hombre menos cruel que jamás hubiera podido existir. Todo había consistido sencillamente en que sus trabajos, su cátedra y sus escritos no le habían dejado un minuto libre para dedicárselo a su esposa. Y ella había pedido el divorcio. Bien, la cosa tenía poca importancia. Ahora comprobaba, con un desapasionado análisis de sus dos matrimonios, que ninguno de ellos había sido en realidad matrimonio de ningún género. En realidad no había nacido para casado.

Se volvió hacia el libro de Yeats. «Un maravilloso poeta, pensó Bernard, tal vez el mejor de la Ultima Edad Media[8]».

No hay país para viejos. El joven

está en los brazos de su pareja, los pájaros en los árboles

—esas generaciones moribundas— en su canto,

los salmones que saltan las cascadas,

los mares poblados de caballas.

Pez, carne, pájaros,

gozan de su verano largo y cálido

y engendren lo que engendren, nacen y mueren…

atrapados por él hado…

En aquel momento zumbó suavemente el teléfono. Bernard no pudo evitar una sorda exclamación de disgusto, y apoyándose en el codo y dejando a un lado el libro de poesías de Yeats, cruzó la estancia y se colocó frente al aparato audio-televisivo, pulsando el botón de recepción. Nunca había dispuesto que se hubiera hecho una extensión del dispositivo hasta su vibro-sillón. No era tan sibarita como para hablar por teléfono mientras continuaba acostado.

Se iluminó la pantalla, pero en lugar de una cara comente apareció la de uno de los ayudantes próximos del Tecnarca con su ropaje oscuro y su distintivo especial. Bernard miró fijamente aquella insignia amarillo y azul que ostentaba en el hombro.

Una voz impersonal sonó en el altavoz.

—¿El doctor Martin Bernard?

—Así es, señor mío.

—El Tecnarca McKenzie desea hablarle. ¿Se encuentra solo?

—Sí, estoy completamente solo en mi apartamento.

—Por favor, no se retire.

Desapareció aquella imagen de la pantalla y un momento después dio paso a la cabeza y los hombros del Tecnarca en persona. Bernard miró fijamente a aquel rostro vigoroso y fuerte de McKenzie. Él y el Tecnarca se habían hablado unas cuantas veces, aunque en contadas ocasiones. McKenzie le había condecorado con la Orden del Mérito siete años atrás y desde entonces se habían saludado en determinadas reuniones a alto nivel de carácter científico. Pero la voz tonante del Tecnarca la había escuchado muchas veces en cientos de ocasiones de tipo político a través de la televisión mundial en 3D.

Bernard inclinó ligeramente la cabeza en señal de respeto.

—Mi obediencia, Tecnarca.

—Buenas tardes, doctor Bernard. Se ha presentado algo fuera de lo usual. Creo que puede usted ayudarme…, ayudarnos a todos…

—Si hay algo en que pueda servirle, Excelencia…

—Sí, lo hay. Vamos a enviar una astronave al espacio a velocidades superlumínicas, Dr. Bernard.

Llegará hasta un sistema solar que se encuentra a diez mil años luz de distancia. Se ha descubierto una raza de criaturas extraterrestres que están construyendo colonias. Hemos de negociar un tratado con ellos. Deseo que sea usted el jefe del equipo de negociadores.

La serie de cortas y directas frases dejó a Bernard perplejo y atónito. Fue siguiendo al Tecnarca de una en otra, pero el párrafo final le sorprendió casi con la violencia física de un mazazo.

—¿Quiere… que yo… encabece el equipo negociador? —repitió Bernard balbuceante.

—Irá usted acompañado por otros tres negociadores y por una tripulación de cinco únicos hombres. La tripulación está a punto y dispuesta; aún espero la aceptación de alguno de los demás. La partida será inmediata. El tiempo de tránsito será prácticamente despreciable. El período de negociación puede ser tan breve como usted sea capaz de llevarlo a cabo. Podría usted muy bien estar de vuelta en la Tierra en menos de un mes.

Bernard se sintió presa del vértigo. Todo parecía que se lo había tragado aquella llamada transatlántica: el libro de poesías, el brandy, su cálido confort y la música; de repente y con la velocidad de un rayo.

Bernard respondió un tanto vacilante:

—¿Por qué…? ¿Por qué he sido elegido yo para esta misión?

— Porque usted es el mejor de su profesión —replicó sencillamente el Tecnarca—. ¿Puede desembarazarse de todo compromiso para las próximas semanas?

—Yo… Bueno, supongo que sí.

—¿Puedo contar con su conformidad, doctor Bernard?

—Yo… sí, Excelencia. Acepto.

—Sus servicios no quedarán sin recompensa. Preséntese en el Centro del Arconato tan pronto como le sea posible, doctor; pero no más tarde de mañana por la tarde, hora de New York. Cuenta usted con mi más profunda gratitud, Dr. Bernard.

La pantalla quedó en blanco.

Bernard tragó saliva frente a la rayita de luz, que fue contrayéndose hasta desaparecer del receptor y que un momento antes había sido la fiel imagen del rostro del Tecnarca. Se quedó mirando al suelo fijamente, aturdido. ¡Dios mío! —pensó—. ¡A qué me he comprometido! ¡A una expedición interestelar!

Después sonrió irónicamente. El Tecnarca le había ofrecido la oportunidad para ser uno de los primeros seres humanos que tuvieran que entrevistarse cara a cara con un ser inteligente no terrestre. Y allí se encontraba, preocupándose por una temporal separación de aquella pequeña serie de comodidades personales. Debería estar dando saltos de alegría —pensó— y no preocupándome. El brandy y el vibro-sillón pueden esperar. ¡Esta es la cosa más importante que haya hecho en mi vida!

Desconectó la pantalla cónica, la música de Bach se desvaneció entre una armoniosa cadencia, Yeats volvió a la librería y por fin se tomó el último sorbo de brandy, cuya botella volvió a colocar en una alacena.

En la media hora siguiente tenía que hacer un resumen con la correspondiente lista de las personas a quienes debería comunicar su partida, y programó los datos en una secretaria-robot para que hiciese tales notificaciones… después de haberse marchado. No había que pensar en enfrascarse en largos debates con las personas a quienes tendría que dar clase o las de su nuevo libro. Lo mejor era encararlas con el hecho consumado de su partida del Gran Londres y dejar que tomasen sus decisiones sin él.

El equipaje se le presentó como un problema; anduvo entresacando algunos gruesos libros, acabando por tomar dos más pequeños, alguna ropa y unos mnemodiscos. A la hora de dormir se encontró incapaz de conciliar el sueño, incluso habiendo tomado un comprimido para relajarse, levantándose casi antes de la aurora para ir a pasear el piso de un lado a otro, en una tensa anticipación de la gran aventura que tan súbitamente había llegado a alterar su vida pacífica y comodona. A las once decidió utilizar la transmateria para New York, pero su guía le indicó que sería todavía muy temprano al otro lado del Atlántico. Esperó una hora, llamó por cortesía solicitando la autorización de cruzar y dispuso su instantánea transferencia al Arconato.

Se introdujo en la maravillosa máquina de la transmateria, preguntándose anteriormente la forma en que aquello se llevaba a cabo. Su propio pensamiento quedó cortado en dos al apoderarse el campo energético del dispositivo, ya que al emerger del otro lado estaba en su mente el mismo pensamiento.

Con sus caras de piedra, los hombres del Arconato le estaban esperando.

—Por aquí, doctor Bernard, tenga la bondad.

Les siguió, sintiéndose extrañamente en forma parecida a una víctima propiciatoria que está siendo conducida al altar. Le condujeron a un salón adjunto cuya monumentalidad indicaba claramente que era la cámara privada del Tecnarca McKenzie, la personificación de la fuerza y la ambición humanas.

No estaba presente el propio Tecnarca en aquel momento en la cámara. Pero sí lo estaban otros tres hombres, quienes dirigieron su atención hacia Bernard en cuanto entró en ella, mirándole con la tensa anticipación propia de los hombres que aún no están ciertos de sus propias posiciones.

Bernard, a su vez, les estudió con detalle.

A su izquierda, en el rincón más lejano, permanecía de pie un hombre alto y de rostro de piel oscura, cuyos labios permanecían cerrados en una delgada línea austera, casi como expresando un cariz sombrío. Su cuerpo resultaba largo y anguloso, como si estuviera montado en unos bastones y trozos de tubería. Se vestía con las ropas oscuras que indicaban a las claras su afiliación al movimiento Neo-puritano. Bernard sintió un instintivo gesto de aversión; toda su vida había crecido considerando a los Neopuritanos con un abierto desagrado, como hombres cuyos valores se hallaban muy lejos de los suyos y cuya conciliación le resultaba imposible.

Cerca de Bernard permanecía en pie un segundo hombre de talla más corta, pero así y todo de algo más de seis pies. Daba la impresión de un individuo simpático, de agradable aspecto, de una edad próxima a los cincuenta años y con un rostro sano y pulcramente afeitado que irradiaba salud y un cierto sentido de gozar de la vida. El tercer hombre de la habitación era pequeño de talla y fuerte de constitución, con unos ojos negros vivaces e inteligentes y una serie de arrugas en la frente. Daba la impresión de ser un enorme condensador de energía, dispuesto a emprender cualquier acción en el momento más imprevisto.

Finalmente, Bernard miró a todo su alrededor con un cierto aire de hallarse incómodo.

—Hola —dijo antes de que ninguno de los otros hablase—. Mi nombre es Martin Bernard, soy sociólogo y uno de los que supongo será compañero de ustedes en este asunto. ¿Son ustedes también, los tres, miembros del mismo equipo o se hallan aquí simplemente para conferenciar?

El hombre de piel rosada y de afable aspecto le sonrió cálidamente y le ofreció su mano en el acto, que Bernard estrechó. Era una mano suave, pero enérgica a pesar de todo.

—Soy Roy Stone —declaró—. Soy básicamente un político, supongo. Oficialmente soy el sobresaliente para ocupar el cargo de Arconte de Asuntos Coloniales.

—Encantado —repuso Bernard ritualmente.

—Y yo soy Norman Dominici —se presentó entonces el de más corta talla, pero enérgico y fuerte como una pantera, cruzando la sala a grandes pasos, dando la impresión de una poderosa energía nerviosa—. Soy un biofísico… cuando no me encuentro metido en un lío como éste, en que se supone que vamos a ver tipos con caras verdes. Bienvenido a nuestro pequeño grupo, Bernard.

Sólo el Neopuritano no se ofreció a presentarse como habían hecho los demás. Permaneció donde estaba, junto a la pared pero sin apoyarse en ella. Bernard se sintió irritado ante la falta de cortesía de aquel hombre; pero su innato deseo de amistad, surgió de su interior captando lo mejor de su persona y se volvió algo incierto hacia el neopuritano, decidido a ser él quien diese el primer paso.

—Hola —saludó algo vacilante.

—Cuidado —le dijo Dominici en voz baja—. No es la clase de tipo amistoso que puede esperarse.

Aquel tipo imponente, se volvió hacia Bernard con lentitud. Era un verdadero gigante, debía tener como seis pies y ocho pulgadas de estatura[9] por lo menos. El neopuritano llevaba consigo el aire solitario y tímido y la mirada retraída con que ciertos muchachos crecen a enormes alturas de talla en edad precoz. Un muchacho de diez años que tiene seis pies de estatura, nunca suele reunirse con los chicos de su edad a quienes sobresale tan ostensiblemente y ese aislamiento por lo general, suele acompañarles en los años de su juventud y madurez.

—Me llamo Thomas Havig —dijo por fin el neo-puritano con una voz de tenor lírico, realmente sorprendente para su enorme estatura—. No creo que nos hayamos saludado antes, Dr. Bernard… si bien ambos hemos compartido las páginas de algunos periódicos y revistas especializados en un pasado reciente.

Los ojos de Bernard se dilataron llenos de sorpresa y perplejidad. ¿Sería posible…?

—¿Usted es, pues, Thomas Havig, de Columbia? —preguntó.

—Thomas Havig de Columbia, sí —repuso el hombretón—. El Thomas Havig que escribió Conjeturas sobre los morfemas etruscos Dr. Bernard. —Y la sombra de una sonrisa apareció por fin en los delgados labios de Havig—. Fue un artículo que pareció no apreciar usted mucho, según me temo.

Bernard miró a los otros dos hombres y finalmente volvió a encararse con Havig.

—Vaya… pues, sencillamente es que me encontré situado en una postura en que me resultaba absolutamente imposible aceptar sus premisas, Havig. Comenzando desde sus primeras exposiciones sobre la materia y llegando al final de su exposición lingüística. Desde mi punto de vista, usted contradecía de plano todo cuanto sabemos respecto a la cultura y a la personalidad etrusca. Para mí, usted sólo buscó el distorsionar el conocido cuerpo del conocimiento de la famosa y vieja cultura prerromana para encajarlo en su propia y personal filosofía preconcebida. Usted… usted simplemente manejó esos argumentos en una forma en que yo no los creí apropiados.

—Y en consecuencia —repuso Havig con calma— se tomó usted la molestia y la tarea de intentar destruir mi reputación y postura en la comunidad académica.

—Pues no señor, no debe creerlo así. Yo me limité a escribir una opinión contradictoria —repuso algo acaloradamente Bernard—. No podía leer sus declaraciones y dejarlas sin respuesta. Y el Journal vio con agrado su impresión. Por ello…

—Fue un artículo malicioso y difamante —repuso Havig sin levantar su voz al tono de Bernard—. Bajo el aspecto de un estilo erudito, usted me cubrió de un tremendo ridículo y propagó a los cuatro vientos mis creencias privadas…

—iQue eran de la mayor importancia para el argumento que presentó usted!

—De todas formas que se considere, Dr. Bernard, la suya fue una actitud muy poco académica. Su ataque contra mí de tipo emocional, nubló el aspecto de la publicación e hizo imposible ver a los lectores desinteresados qué punto de disensión existía realmente entre nosotros. Su artículo fue un despliegue de agudeza, pero difícilmente una refutación escolástica.

Stone y Dominici habían estado asistiendo hasta aquel momento, un tanto perplejos y confusos, a aquel fuego cruzado en forma de rápido intercambio de acusaciones. Entonces, decidió Stone que la cuestión había llegado ya demasiado lejos. Sonrió entre dientes, con la risa propia de un diplomático y dijo interviniendo.

—Caballeros, evidentemente son ustedes viejos amigos, aunque al parecer no se hayan saludado antes. ¿O podría decir, más exactamente, que son viejos enemigos?

Bernard miró irritadamente al neopuritano. Valiente fraude piadoso, pensó.

—Hemos tenido nuestros desacuerdos académicos —admitió Bernard.

—Bien, no irán ustedes a seguir llevando tales desacuerdos a lo largo de diez mil años luz de distancia, ¿verdad? —intervino entonces Dominici—. Eso haría las cosas condenadamente incómodas en esa astronave, si ustedes resuelven continuar batallando sobre esos morfemas etruscos durante todo el viaje, ¿no les parece?

Bernard sonrió abiertamente. No se hallaba particularmente dispuesto a ser amistoso hacia Havig; pero no se ganaba nada continuando semejante disputa. Las causas yacían más profundamente, como para ser resueltas fácilmente. Estaba convencido de que Havig le odiaba amargamente y que no haría nada para suavizar la cuestión; sin embargo, la armonía de la expedición era mucho más importante.

—Supongo que podremos olvidar a los etruscos en este viaje, ¿eh, Havig? Después de todo, nuestra disputa no ha sido más que una lluvia de verano.

Y extendió la mano. Tras un momento, la del neopuritano la tomó. El apretón fue breve y ambas manos cayeron pronto a los costados de sus respectivos dueños. Bernard se humedeció los labios. Tanto él como Havig habían batallado sobre lo que era, en definitiva, una cuestión de relativa poca importancia. Era una de esas disputas en las que se enzarzan los especialistas y en las que desde especialidades distintas, hallan un punto común de fricción. Pero constituía un mal augurio el que él y Havig formasen parte de la misma expedición; lo que les separaba fundamentalmente en sus creencias, llegaría a ser demasiado grande para permitir una real y verdadera cooperación.

—Bien —dijo Stone nerviosamente—, tendremos que salir dentro de pocos minutos.

—El Tecnarca dijo que lo haríamos a la noche —repuso Bernard.

—Sí. Pero ya estamos todos reunidos. Y la astronave y la tripulación están dispuestas. Por tanto, no hay caso en demorar la partida.

—El Tecnarca no malgasta el tiempo —murmuró Havig sombríamente.

—No hay en realidad mucho tiempo que perder —replicó Stone—. Cuanto más pronto salgamos y lleguemos a un acuerdo con esos seres extraños, más pronto tendremos la certeza de prevenir una guerra entre dos culturas.

—La guerra es inevitable, Stone —dijo Dominici convencido—. No hay que ser sociólogo para verlo. Dos culturas están en colisión. Creo que perdemos el tiempo con ir al espacio para evitar lo inevitable.

—Si es así como piensa —dijo Bernard—, ¿por qué viene usted con nosotros, Dominici?

—Porque el Tecnarca me lo ha pedido —repuso lisa y llanamente el interpelado—. No era precisa mejor razón. Pero no tengo la menor confianza en el éxito.

Una puerta iridiscente se abrió de par en par. El Tecnarca McKenzie entró con su robusta e impresionante persona vestida en sus ropas formales. Los Tecnarcas eran elegidos, tanto por su figura corporal como por otras muchas cualidades mentales.

—Caballeros, ¿se han presentado ustedes mismos ya?

—Sí, Excelencia —repuso Stone.

McKenzie dirigió a todos una sonrisa breve.

—Saldrán ustedes dentro de cuatro horas desde Australia Central. Utilizaremos el transmisor de materia de la habitación contigua. El Comandante Laurance y su tripulación están dispuestos y haciendo las comprobaciones finales para el viaje espacial. —Los ojos del Tecnarca fueron un instante desde Bernard a Havig y en sentido contrario—. Les he elegido a ustedes por sus especiales capacidades para esta gran empresa. Sé que algunos de ustedes han tenido algunas diferencias profesionales. Olvídenlas. ¿Queda esto bien comprendido?

Bernard hizo un gesto de asentimiento. Havig, a su vez, se comportó en igual forma.

—Bueno —dijo rápidamente el Tecnarca—. He designado al doctor Bernard como jefe nominal de la expedición. Todo lo que esto significa es que las decisiones finales tiene que tomarlas él, en caso de abocarse a un callejón sin salida. Si alguno de ustedes tiene algo que objetar que tenga la bondad de hacerlo ahora.

El Tecnarca miró a Havig. Pero nadie objetó nada. McKenzie continuó:

—No es preciso que les diga que tienen que cooperar con el Comandante Laurance y su tripulación, de todas las formas posibles. Son hombres magníficos; pero acaban de retornar de un viaje terrible por el espacio y casi sin respiro tienen que volverlo a hacer de nuevo. No toquen sus nervios por ningún concepto. Podría costarles a todos la vida si uno aprieta el botón equivocado.

El Tecnarca hizo una pausa como si esperase una pregunta final. Pero ninguno la hizo. Volviéndose, les condujo hacia el dispositivo de la transmateria próximo a la gran sala en que se hallaban, con él al frente. Le siguieron Stone, Havig y Dominici con Bernard finalmente.

Formamos un grupo singular para salir hacia las estrellas, —pensó Bernard—. Pero el Tecnarca tiene que saber qué es lo que está haciendo. Al menos, así lo espero…

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