IX

La mañana llegó con lentitud. La pequeña luna rojiza pasó con prisa a través del cielo nocturno del planeta; las constelaciones desconocidas fueron borrando su configuración celestial desvaneciéndose con la proximidad de las primeras luces del nuevo día. La oscuridad fue cediendo paso a los tintes grises del alba y el frío de la madrugada a la tibia temperatura del amanecer. Los hombres del XV-ftl, comenzaron sus trabajos de rutina. Nadie había dormido aquella noche a bordo de la astronave. Las luces habían permanecido encendidas hasta el amanecer, mientras que los hombres de la Tierra, demasiado afectados por la situación como para haber dormido, habían argumentado sin descanso los diversos aspectos de la situación.

—No deberíamos haberles permitido que se fueran de esa forma —dijo Stone hondamente preocupado, con las manos cubriéndose las mejillas—. Se marcharon como dos príncipes que nada tienen que decir a un puñado de plebeyos: deberíamos haberles obligado a quedarse con nosotros, y hacerles saber claramente que la Tierra no iba a escuchar semejantes absurdos.

Pueden ustedes conservar esos mundos —repitió Dominici, remedando a los norglans con tono sardónico—. Todos los otros mundos pertenecen a Norgla. ¡Como si fuéramos unos gusanos!

—Quizás sea la voluntad de Dios que la expansión del hombre por los cielos llegue a detenerse —sugirió Havig—. Los norglans pueden haber sido enviados como recordatorio de que el orgullo está lleno de pecado y que existen límites, más allá de los cuales, no debemos continuar.

—Está usted asumiendo que los norglans constituyen por sí mismos un genuino límite —dijo Bernard—. Yo no creo que lo son. No creo tampoco que su tecnología sea capaz de evitar que quedemos reducidos a nuestra presente esfera de influencia. A mí me han parecido unos fanfarrones.

—Yo también lo creo igual —opinó Dominici—. Lo que he visto de su ciencia, no me ha impresionado en absoluto. Tienen astronaves y alguna forma de transmateria; pero nada que sea cualitativamente avanzado sobre lo que nosotros ya poseemos. En una guerra, podríamos muy bien hacerles frente y derrotarles. Estoy seguro.

—Pero… ¿por qué una guerra? —intervino Havig—. ¿Por qué no aceptar lo convenido y mantenernos dentro de nuestros propios límites? —Y contestó inmediatamente a sus propias preguntas interrumpiendo la salida de tono que Dominici estaba a punto de producir—: Ya sé. No aceptamos límites, porque somos hombres de la Tierra y en cierta forma misteriosa, los hombres recibieron un mandato divino de expandirse a través de todo el Universo. Ninguno de ustedes presta atención a lo que estoy diciendo, por supuesto —continuó con una triste sonrisa—. Piensan que soy un religioso maniático, y a sus ojos, supongo que debo parecerlo. Pero, ¿es que resulta tan extraño el ser un poco humildes, caballeros? El retirarse y quedarse en nuestras fronteras y decir: «hasta aquí debemos llegar». Cuando la alternativa es una guerra sangrienta y destructora, ¿es acaso una cobardía el elegir la vía de la paz?

Bernard le miró con atención.

—Comprendo toda la fuerza que hay en sus manifestaciones, Havig. Ninguno de nosotros quiere una guerra con esta gente, y tal vez no sea el destino del hombre el colonizar la totalidad del Universo. No puedo dar una respuesta de lo que es o no es nuestro destino. Pero sí sé lo bastante de la psicología como para conocer a esas gentes, por extrañas que nos parezcan y que realmente son respecto a nosotros. Por ahora, son tolerantes, en una especie de forma señorial, dejándonos que mantengamos nuestro pequeño imperio, supuesto que les dejemos todo el resto para ellos. Pero esa tolerancia no continuará por siempre. Si todo el resto del Universo se pasa a manos de los norglans, cualquier día volverán sus ojos codiciosos hacia nosotros y decidirán barrernos de la Historia. Si ahora les dejamos el camino expedito, no hacemos más que invitarles a que nos exterminen más tarde. Havig, maldita sea, hombre, ¡hay mucha diferencia entre ser humildes y convertirse en unos borregos suicidas!

—Así, ¿cree usted que deberíamos declarar la guerra a los norglans? —preguntó el lingüista.

—Creo que deberemos volver hoy con ellos y hacerles saber que no estamos dispuestos a que nos traten a su capricho. Rechazar ese ultimátum. Es muy posible que ésa sea la forma más simple de su extraña forma de negociar: comenzar con una absurda petición y ceder después hasta llegar a un compromiso.

—No —dijo entonces Dominici—. Quieren la guerra. Se ve que la están deseando. Bien, ¡se la daremos! Digámosle a Laurance que nos marchamos de aquí de vuelta a casa. Pondremos toda la cuestión en manos del Arconato y esperemos que suene el primer disparo.

Stone sacudió lentamente la cabeza. —Bernard tiene razón, Dominici. Debemos volver e intentarlo de nuevo. No podemos volver a casa con los pies fríos y la cabeza caliente, o presentarnos como perros con el rabo entre las piernas, como le gustaría a Havig. Lo intentaremos de nuevo hoy.

Se abrió la puerta de la cabina y entró el Comandante. Le seguían Clive y Hernández. Ellos también habían pasado la noche en vela, a juzgar por la palidez de su semblante y las ojeras que mostraban todos. Laurance hizo un esfuerzo para sonreír.

—Es casi ya amanecido. Veo que no han dormido ustedes mucho.

—Hemos estado discutiendo de si ir o no, e intentar una nueva conferencia con los norglans —repuso Bernard.

—¿Y bien? ¿Cuál es la decisión? —No estamos seguros. En realidad, nos hallamos divididos a tal respecto.

—¿Cuál es el punto de desacuerdo? —preguntó Laurance.

—Creo que es llegada la hora de que la humanidad reflexione —dijo Havig con una sonrisa en son de excusa—. Nuesto amigo Dominici quiere volver a la Tierra; pero por razones contrarias. No piensa que valga la pena volver a conferenciar con los norglans.

—¡No entiende lo que digo! —restalló Dominici—. Han mostrado bien a las claras que temen a la guerra. Nosotros debemos mostrarles que…

—Me gustaría guardarme mis objeciones para otra sesión —repuso Havig con su temple acostumbrado—. Hay algo en mi interior que me sugiere que ir a la Tierra ahora, nos llevaría a una guerra. Yo estoy del lado del Dr. Bernard y del Sr. Stone. Hablemos de nuevo con los norglans.

Como si buscara un aliado, Dominici miró fijamente a todos con incertidumbre. Todos los ojos estaban posados en él en aquel momento. Tras un momento, frunció el entrecejo y dijo de mala gana: —Está bien, supongo que todos ustedes están de acuerdo. Pero no va a llevarnos a ninguna parte el hablar con ellos otra vez.

—¿Está decidido, pues? —preguntó el Comandante—. ¿Nos quedaremos otro día?

—Sí —dijo Bernard—. Al menos, otro día. El desayuno fue una comida incómoda; tras toda una larga noche de discusiones y debates, nadie, prácticamente, tenía apetito. Bernard se fue tragando los alimentos preparados por Nakamura, más por obligación de alimentarse que por sentir apetito. Tenía el rostro macilento y ojeroso. Después se miró al espejo y se sorprendió de verse allí reflejado. Su cara había perdido toda su animada expresión. Mal afeitado, macilento y con los ojos hundidos, resultaba una visión poco agradable. Tal vez, su falta de energías y su aplomamiento, se pudiera deber a la gravitación en aquel planeta, que era una fracción mayor que la de la Tierra. Pero las causas principales, se debían, a la fatiga y a la desilusión.

Se encaminaron una hora después de salir el sol, hacia el establecimiento colonial de los norglans. El calor comenzó muy pronto a dejarse sentir. Las plantas que habían recogido sus hojas durante la noche, ya las desplegaban a la caricia del sol del nuevo día. Por todas partes, en aquel mundo virginal, la vida parecía florecer en todos sus aspectos como en una eterna primavera. Sólo en el valle en que los norglans acampaban, la belleza natural de aquel mundo encantador se veía afeada por la actividad de la civilización.

Y aquella colonia norglan, pensó Bernard, era el centro de una plaga desde el cual podría extenderse en todas direcciones la corrupción de la civilización, hasta que cualquier día, cada pulgada de aquella tierra virgen, tuviera que servir a los propósitos de sus colonizadores. Algún día, aquel mundo fresco y lujuriante en su prístina belleza natural, sería como la Tierra, civilizada hasta la última micropulgada de terreno. Bernard sacudió lentamente la cabeza en sus íntimas reflexiones. Havig estaba equivocado; era insoportable pensar en retirar los límites fronterizos de la esfera de dominio de la Tierra y abandonar un Universo completo e inmenso de mundos vírgenes a los norglans. Ya que llegaría el momento en que los nuevos mundos del sistema terrestre se convertirían en viejos y gastados, habría rascacielos en Betelgeuze XXIII y el sistema terrestre herviría de vida, sin lugar a donde ir, ya que todo sería del dominio de los norglans.

¡No!, pensó Bernard. Mejor condenar a ambos imperios a reducirse a cenizas, que entregar a los futuros descendientes del Hombre, en su derecho a nacer, en manos de los norglans.

El día era caluroso para cuando los vehículos terrestres llegaron a los arrabales del establecimiento norglan.

Los pieles verdes continuaban trabajando sin la menor señal de fatiga. Toda una enorme hilera de viviendas estaba siendo comenzada. Los norglans construían como si la velocidad con que erigían su colonia fuese una cuestión vital.

Los hombres de la Tierra irrumpieron juntos en el centro de la colonia, con Bernard, Laurance y Stone a la cabeza del grupo. Los pieles verdes habían perdido todo interés en su presencia, y seguían trabajando continuamente sin mostrar la menor señal de curiosidad. Pero un piel azul, a quien Bernard reconoció como a Zagidh, les salió al encuentro.

—Han vuelto ustedes —les dijo de plano.

—Sí. Queremos hablar con Skrinri y Vortakel de nuevo —dijo Stone—. Dígales que estamos aquí.

Zagidh hizo un extraño gesto con sus brazos de doble codo.

Los kharvish se han ido.

—¿Ido? '

—Nosotros-ellos dijimos nosotros-yo no hablar ustedes-ellos de nuevo.

Stone frunció el ceño, embarullado por la complejidad de la versión del piel azul en su lenguaje terrestre.

—No hemos terminado de hablar con los kharvish. Tráigalos como hizo usted ayer.

Los brazos de Zagidh repitieron sus extraños movimientos.

—Yo puedo no hacer eso. Ellos no querer hablar a ustedes-ellos otra vez.

Desde la retaguardia del grupo, llegó la amarga voz de Dominici.

—Entregaron su ultimátum y se han marchado. Creo que estamos perdiendo el tiempo parloteando con ese cara azul. ¿Es que no está la cosa bastante clara?

—Calma —le advirtió Bernard—. No nos rindamos tan pronto.

Pacientemente, Stone intentó varias formas de aproximación. Pero el resultado fue siempre el mismo. Skrinri y Vortakel se habían marchado de vuelta al planeta patrio, ya nada tenían que hablar ni decir a los hombres de la Tierra. Y no, Zagidh no volvería a llamarlos por segunda vez. ¿Por qué tendría que hacerlo? La postura estaba clara como la luz del día. Skrinri había ordenado a los hombres de la Tierra no colonizar más nuevos mundos. ¿Acaso es que semejante declaración requería más explicaciones? —preguntó Zagidh.

—¿No ve usted que esto puede significar la guerra entre Norgla y la Tierra? —exclamó Stone exasperado—. Criaturas inocentes van a morir por causa de su testarudez. Tenemos que hablar de nuevo con los kharvish.

Zagidh hizo uno de sus inverosímiles gestos con los brazos pero esta vez con más rapidez, denotando una evidente irritación.

—Yo decir palabras que me han dicho. Ahora necesitar construir. Ustedes marchar. Los kharvish no volver.

Y con un gesto final de los brazos de doble codo, Zagidh dio media vuelta e instantáneamente comenzó a dar instrucciones a grito pelado a un grupo de pieles verdes que marchaban próximos, cargados con unas pesadas cajas de equipo o herramientas. Los hombres de la Tierra, ignorados, se quedaron sin saber qué partido tomar a pleno sol, mientras que aquel incesante trabajo de colmena continuaba a su alrededor.

—Creo que la cosa va en serio —dijo Bernard—. No parece que esto tenga remedio. Es posible que estén fanfarroneando; pero lo hacen de firme.

—¡Puff! ¡Los grandes señores no se quieren molestar en hablarnos! —gruñó Dominici—. ¡Marchaos, hombrecitos de la Tierra! ¡No nos molesten! ¡Están provocando la guerra!

—Tal vez sea eso lo que quieren —repuso Bernard—. O quizás se imaginen que somos unas obedientes criaturas insignificantes que nos volvamos a casa para quedarnos dentro de las fronteras que ellos nos permiten tener…

—Esto nos viene como un castigo por nuestro orgullo —dijo Havig—. Estuvimos en el Universo solos por demasiado tiempo. En la soledad, un hombre desarrolla una extraña fantasía hacia el poder… fantasías que se caen por su base cuando sabe que ya no está solo.

—Bien, caballeros, supongo que debemos volver a la Tierra —dijo con calma el Comandante—. ¿O quieren todavía decir algo a Zagidh antes de que nos vayamos?

Bernard sacudió la cabeza negativamente.

—No hay nada que podamos decirle más.

—Sí, creo que debemos marcharnos. Hemos llegado a un callejón sin salida. El Arconato tendrá que decidir qué va a suceder… y no nosotros —opinó tristemente Stone.

El grupo se volvió hacia los vehículos y comenzó a alejarse de la colonia norglan. Volviendo la cabeza hacia atrás, Bernard comprobó que nadie se preocupaba de observar su partida. Aquello le tenía totalmente sin cuidado a todos los norglans.

Viajaron de vuelta a la astronave a través de las onduladas colinas y las praderas, por el sendero ya casi bien formado y en silencio. Bernard sentía que su corazón era un pedazo de frío plomo contra sus costillas. Se estremeció pensando en lo que tendría que decirle al Tecnarca a pocos días fecha. McKenzie se pondría furioso; quizá la galaxia ardería en una guerra espantosa tan pronto como las naves del modelo superlumínico estuviesen dispuestas en suficiente número.

—Así… creo que iremos a la guerra —dijo Stone, al fin—. Y ni siquiera sabemos realmente, contra quién tendremos que luchar.

—Ni ellos saben tampoco quiénes somos nosotros —hizo resaltar Laurance—. Seremos como unos ciegos que luchan en la oscuridad. Nuestro principal objetivo será el hallar Norgla y el suyo localizar la Tierra.

—¿Y si no disponen de naves superlumínicas? —apuntó Bernard. No estarían en condiciones de llegar a la Tierra; pero nosotros sí que podríamos atacarles de firme.

—Hasta la primera ocasión en que capturen una de nuestras astronaves —comentó Laurance—. Tienen que disponer de la propulsión superlumínica. De otra forma, no creo qué se arriesgasen a una guerra tan a la ligera.

Desde la parte delantera del vehículo, Clive soltó una risita burlona.

—Es curioso… —dijo—. Hemos podido seguir como estábamos durante miles de años sin haber caído jamás cerca de esos norglans. Si no hubiésemos construido el XV-ftl, y si no hubiese dado la casualidad de haber tomado contacto con un planeta colonizado por ellos, y si el Tecnarca no hubiese decidida negociar por adelantado el conflicto…

—Esos son muchos síes —comentó Bernard.

—Pero son todos válidos —protestó Clive—. Si nos hubiéramos ocupado de nuestros propios asuntos y expandido a un ritmo normal, nada de todo esto hubiera ocurrido.

—Lo que dice su subordinado está muy cerca de la traición —dijo Stone al Comandante.

—Déjele que hable —repuso el astronauta con un encogimiento de hombros—. Ya hemos encuchado a los Arcontes y ¿a dónde nos están llevando? Precisamente al mismo problema de la guerra que el Arconato se propuso abolir al establecerse, por tanto…

¡Laurance! —restalló Bernard. El Comandante sonrió con calma.

—¿Cree también que estoy hablando como un traidor? Muy bien, cuélguenme en el árbol más cercano al de Clive. Pero ésta será la guerra que tendrá que afrontar McKenzie ¡por el Espacio! Y se gane o se pierda, lo más seguro es que el Arconato se vaya al cuerno.

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