XV

Así quedó hecho. Y, aunque el Arconato no supiera nada del tratado, cada uno de los nueve hombres de la Tierra comprobó y estuvo seguro de que lo que habían hecho era algo irrevocable.

Sirviéndose de algo mágico de sus ilimitados poderes, los rosgolianos habían realizado una especie de conjuro y allí, sobre la pradera, apareció a escala un modelo de la galaxia que contenía a la Tierra y a Norgla. Quedó suspendida en pleno aire de la mañana, con su forma exacta de espiral con dos brazos curvados y serpenteantes, compuestos con millones y millones de refulgentes puntos de luz. El modelo, que quitaba la respiración en su maravillosa blancura, era auténtico y real, suspendido en el aire como una lente aplanada de unos diez pies de largo, brillando con un frío resplandor.

Repentinamente, surgiendo entre el modelo galáctico, una línea de luz verde atravesó la esfera a unos cuatro pies de diámetro, produciendo una vacuola resplandeciente dentro de la forma microscópica, que era en realidad el modelo galáctico reproducido.

—Ésa es la esfera de dominio de la Tierra —informó una silenciosa voz rosgoliana.

Un instante más tarde, otra esfera surgió a la luz, resplandeciente asimismo; pero esta segunda en rojo, de un tamaño virtualmente el mismo que la asignada a la Tierra y localizada a medio camino, en otra parte igual del modelo.

—Ésta será la esfera de dominio de Norgla —repitió la misma voz rosgoliana a guisa de advertencia formal.

Los hombres y los norglans se quedaron extáticos mirando el modelo y los dos imperios estelares trazados en su interior. Ambos esperaron, aguardando lo que llegaría después.

Una luz violeta, zigzagueando como un rayo, se introdujo en el modelo, dividiéndolo de un lado a otro, haciendo prácticamente dos trozos como partes iguales. El modelo parecía entonces como un microorganismo en su primer estado de fisión; aquel violento rayo violeta deslumbró a los espectadores hasta hacerles daño en los ojos. Bernard los apartó a un lado y vio que los demás habían hecho lo mismo.

Una serie de colores comenzó a extenderse a través del modelo, con la luz verde rellenando la mitad correspondiente a la Tierra y la roja bañando la de los norglans.

—Ésos serán para siempre los límites y las fronteras de sus dominios —continuó la impasible voz rosgoliana—. Quien los cruce por cualquier razón, sea la que sea, recibirá la adecuada réplica desde más allá de su propia galaxia. Ustedes son dueños absolutos de sus propios sectores, pero no pueden atravesarlos.

—Nosotros… nosotros no tenemos derecho a entrar en un acuerdo a ciegas sin haber informado a nuestro Gobierno del curso de nuestras acciones —protestó Stone con firmeza—. Estamos francamente carentes del poder de…

—Los arreglos concluidos en este momento y aquí serán respetados —replicó la voz rosgoliana—. No dejemos oscurecer los hechos. Un consentimiento formal de altas autoridades no es necesario en este asunto. Esto no es un tratado que se lleve a cabo por una mutua negociación; es una imposición hecha sin ella. La situación está clara. Obedecerán ustedes la línea establecida como frontera. No les queda otra alternativa.

En efecto, la cosa no parecía admitir dudas, pensó Bernard. Los tratados se hacen entre poderes de igual soberanía. Aquello era algo diferente, era una orden tajante.

Los norglans, al parecer no demasiado sorprendidos entonces, parecían agitados por la clara intención de la orden recibida. Skrinri declaró:

—Ustedes… ordenar a nosotros, obedecer su decisión…

—Sí. Lo ordenamos definitivamente. Ésas son las fronteras. Se mantendrán ustedes dentro de ellas y además dejarán de amenazarse los unos a los otros con ninguna guerra. Lo ordenamos en nombre de la armonía galáctica, y no toleraremos la menor desviación ni desobediencia. ¿Está comprendido?

Once figuras permanecían de pie, asustadas y perplejas ante el modelo que aquellas fantásticas criaturas habían creado. Nadie habló una palabra, ni los terrestres ni los norglans. Pasaron varios segundos sin que se oyese una palabra.

¿Está comprendido? —exigió la voz rosgoliana con una cierta acritud.

Alguien tenía que hablar para admitir que todos habían ya aceptado privadamente los dictados de la necesidad. Martin Bernard se encogió de hombros y dijo con calma:

—Sí. Comprendemos la situación.

—¿Y los hombres de Norgla?

—Nosotros comprendemos —dijo Skrinri como un eco no sólo de las palabras de Bernard, sino de su misma resignación.

—Así queda hecho, pues.

Aquel modelo dividido desapareció del espacio.

—Serán ustedes devueltos a su planeta patrio. Allí informarán ustedes a los jefes de sus gobiernos de la existencia de las líneas fronterizas que acabamos de establecer. Y tendrán que advertir a sus gobiernos también de que cualquier transgresión de tales fronteras les llevará a un castigo inmediato.

Estaba concluido el asunto.

¿Irrevocablemente ?

¿Sin posible disputa?

Una luz cegadora se arremolinó alrededor de las macizas figuras de los negociadores norglans e inmediatamente, tras haber brillado por un instante, desaparecieron como por encanto. Un instante más tarde, la mayor parte de los rosgolianos había sido trasladada a otra parte en la misma forma.

Y una fracción de segundo después los hombres de la Tierra sintieron que una oleada cálida y luminosa les envolvía…, y sin ninguna sensación de transición se encontraron de nuevo junto a su astronave, la XV-ftl.

De entre el silencio les llegó una voz rosgoliana con una orden pronunciada en tono cortés.

—Entren en su astronave. Les devolveremos a la galaxia a que pertenecen.

Bernard levantó los ojos momentáneamente y se encontró con los de Laurance. El Comandante aparecía confuso, chasqueado, bloqueado, profundamente humillado. Laurance apartó la vista a otro lado. Los nueve hombres del grupo terrestre, silenciosos y con la vergüenza en el rostro, fueron entrando uno tras otro al interior del navio interestelar.

Peterszoon, el último hombre en subir a bordo, activó los controles de la escotilla principal de acceso, que quedó herméticamente cerrada. Se oyó el débil silbar de los igualadores de presión. Laurance y su tripulación desfilaron por la astronave en dirección a sus lugares habituales, situados en el morro de la XV-ftl. Havig, Bernard, Stone y Dominici se quedaron en la cabina de pasajeros, a popa.

Nadie pronunció una palabra.

Los cuatro pasajeros tomaron su asiento de despegue en la actitud debida y esperaron inciertamente, sin que ninguno quisiera encontrarse con la mirada del que tenía enfrente. Sus espíritus estaban totalmente abatidos por el mismo y común sentido de depresión y suprema humillación.

La nave despegó rápidamente, sin la menor sensación de haber despegado por sus propios medios. La nave había abandonado la bella pradera rosgoliana sencillamente y flotaba hacia el espacio, como si la velocidad de escape de Rosgola fuese cero y la masa y la inercia fuesen conceptos sin ninguna significación particular.

Fue Stone, finalmente, quien rompió el denso silencio que les envolvía, mientras la astronave subía y subía alejándose en el espacio.

—Bien, así es todo —murmuró con amargura, mirando fijamente a la pared metálica—. ¡Tenemos una bonita y completa historia que contar cuando lleguemos a casa! La cosa tiene mérito, amigos… ¡Los importantes hombres de la Tierra no se han encontrado una raza extraterrestre, sino dos! Y la segunda nos ha apaleado con más fuerza que la primera. Pero seguro que nosotros hemos jugado el papel más importante en esta pequeña conferencia…

Dominici sacudió la cabeza en franca desavenencia con el diplomático.

—Yo no expresaría eso así.

—¿No? —repuso Stone desafiante.

—En absoluto —mantuvo Dominici—. Yo diría que los norglans se han marchado bastante más miserablemente que lo hicimos nosotros, tras que todo fue dicho y hecho. No olvide que originalmente los norglans reclamaban para sí la totalidad del universo, excepto lo correspondiente a nuestra pequeña esfera de dominio, antes de que los rosgolianos tomaran cartas en el asunto. Y ahora los pieles azules han quedado reducidos a un cincuenta por ciento de una galaxia y nada más.

—Supongo que a eso le llamará usted una victoria para nosotros —arguyó Stone—. Pero esa clase de razonamiento puede racionalizar cualquier cosa, de todas formas.

—Y es de presumir que los norglans habitarán en la línea divisoria —remarcó Havig.

—Creo que lo harán —dijo Bernard—. No meparece que tengan otra alternativa. Tendrán que aguantarse con el convenio, tanto si les gusta como si no. Esos rosgolianos parecen disponer de poderes ilimitados extrasíquicos. Probablemente no dejarán ni por un momento de tener un ojo avizor sobre nuestra galaxia, haciendo una constante labor de policía y dispuestos a cortar cualquier dificultad que pudiera surgir concebiblemente respecto a la división fronteriza y a su violación.

—Haciendo de policías en nuestra galaxia —dijo Stone sombríamente—. Es algo encantador, ¿verdad? Salimos de la Tierra con un heráldico tocar de trompetas como representantes de la raza dominante del universo, y volvemos a ella sabiendo que estamos vigilados policialmente hasta en el más pequeño rincón de nuestra propia galaxia. No será cosa fácil de digerir para el Arconato.

—No es fácil digerirlo para nadie en particular tampoco —dijo Bernard—. La verdad no lo es nunca. Y creo que es sólo una pizca de verdad lo que aún tiene en el buche cada hombre de la Tierra. Lo que hemos hallado en nuestro viaje por las estrellas y que no sabíamos antes es que no somos la raza dominante del universo; al menos todavía no, de todos modos. Los rosgolianos y tal vez algunas otras en las lejanas galaxias tienen un lugar de comienzo evolutivo de quizá quinientos o seiscientos mil años sobre nosotros. Por tanto, nos han devuelto al punto que debemos ocupar… por un tiempo tan grande como se quiera. Éramos como un puñado de niños imaginando que el universo estaba al alcance de nuestras manos. Bien, no lo es, eso es todo. Y el Arconato y todo el resto de las gentes de la Tierra tendrán que hacerse a esa idea, quieran o no.

—Ésta es la derrota más grande que la Tierra ha sufrido en toda su larga historia —persistió Stone.

—¿Derrota? —replicó Bernard—. Escuche, Stone, ¿llamaría usted una derrota a poner sus dedos sobre una plancha al rojo vivo y quemarse la piel? Seguro, la plancha ha derrotado a su mano. Y lo hará cada vez que lo intente. Está en la naturaleza fundamental del metal de las planchas el ser más fuerte que los dedos y sus delicados tejidos sensibles al fuego, y me parece una cosa ridícula argüir respecto a los aspectos filosóficos de la situación.

—Si tuviese que derrotar a una plancha metálica al rojo, no utilizaría mis manos al desnudo, desprotegidas. Utilizaría un soplete. Y vencería diez veces de cada diez.

—Pero da la casualidad de que no disponemos de ese soplete contra los rosgolianos —dijo Bernard—. Es sencillamente que no estamos a su altura y cualquier comparación es infantil. Está, por esa razón anterior, en la naturaleza de las razas avanzadas medio millón de años respecto de la nuestra, que sean infinitamente más fuertes que nosotros. ¿Por qué sentirse tan trastornado al respecto?

—Bernard tiene razón —intervino Havig con voz calmosa—. La gran rueda de la Vida sigue su giro. Algún día, los rosgolianos desaparecerán del universo y nosotros, en el crepúsculo de nuestros días, vigilaremos a otras razas jóvenes y fuertes que comiencen a patrullar por los cielos. ¿Y qué tendremos que hacer con ellas? Exactamente lo que los rosgolianos han hecho con nosotros, en bien de nuestra propia paz. Pero, quizás, para entonces, nosotros sepamos Quién nos ha creado y no actuaremos por nuestra propia voluntad ni en gracia a nuestro capricho.

Hundiéndose la cabeza entre las manos, Stone murmuró:

—Lo que está diciendo Bernard, tiene un perfecto sentido a un nivel de buen sentido, abstractamente y en forma intelectual. No estoy tratando de negarlo. Pero descienda ahora y póngase frente a las realidades de la situación. ¿Cómo va usted a decirle a un planeta que cree que es el pináculo de la creación que es sólo una insignificante patata perdida en un campo de cultivo?

—Ése será el problema del Arconato, no el nuestro —dijo Dominici.

—¿Qué importa de quién será el problema? Esto va a colocar a la Tierra en una espantosa conmoción. Es toda una humillación a escala planetaria.

—Es el abrir los ojos a escala planetaria, Stone —restalló Bernard con firmeza—. Yo destruiré cualquier brote de complacencia. Por primera vez, tenemos ante nosotros otras razas inteligentes con quien habérnoslas cara a cara. Sabemos que los norglans son tan buenos como nosotros y que los rosgolianos son muchísimo mejor. Ahora sabemos, cuando menos, que tenemos que progresar, mantenernos, sobrepasar a los norglans y dirigirnos hacia la altura de los rosgolianos. Y alguna vez se llegará a ese objetivo, por lejano que nos parezca.

Hernández entró en la cabina y se detuvo, mirando con incertidumbre a los presentes.

—¿Estoy interrumpiendo algo importante, señores?

—¿Qué podría ser importante ahora de todos modos? —repuso Stone con voz desfallecida.

—Sólo estábamos discutiendo las implicaciones de nuestra nueva situación —explicó Bernard—. ¿Hay, por azar, alguna complicación por allá arriba, Hernández?

El tripulante sacudió la cabeza.

—No, no hay dificultades Dr. Bernard. El Comandante Laurance me envía para decirles, que al parecer, los rosgolianos nos han vuelto a colocar en el lugar en que nos creíamos perdidos y que ahora estamos a punto de hacer la conversión al hiperespacio y dirigirnos a casa.

—Pera… eso no puede ser —comentó Stone, perplejo.

Simultáneamente, Dominio, tragó saliva con un gran esfuerzo.

—¿Qué? Quiere usted decir… que estamos en nuestra propia galaxia… ¿tan pronto?

—Sí señor, así es —repuso Hernández con calma—. Hace sólo media hora que abandonamos Rosgola, tiempo de la astronave. Pero estamos de vuelta a casa.

—¿Está usted cierto de lo que dice?

—El Comandante lo está positivamente.

Así pues, la astronave había cruzado el abismo intergaláctico en una simple cuestión de veinte o treinta minutos, gracias a los rosgolianos. Era algo que sobrepasaba la imaginación humana en toda su capacidad de concepción.

Más allá de la capacidad de la mente humana. Pero, según comprobó Bernard con su universal tolerancia y capacidad de ideas aquello podía ser sólo una cosa sencilla en un mundo donde existía una raza tan increíblemente avanzada como la de los rosgolianos. Y se sintió profundamente turbado.

Con todo, aún así, aquello causaba un cierto placer y una gran esperanza. Los rosgolianos se hallaban a medio millón de años por delante del hombre en su proceso evolutivo. Y podían realizar verdaderos milagros. Pero, ¿cuántos logros del hombre no hubieran parecido milagros también a otros hombres de la Tierra, que sólo vivieron unos pocos cientos de años antes? Y eso, para no mencionar al hombre de medio millón de años en el pasado…

¿Dónde estábamos hace medio millón de años? —se preguntó Bernard—. Dándonos golpes en un pecho peludo, saltando por los árboles, cociendo a nuestros propios parientes para comer, incluso comiéndolos crudos, pero así y todo hemos recorrido todo el tiempo que va desde el Pitecantropus erectus a la era de la transmateria en medio millón de años… a la velocidad incrementada que el hombre ha podido… El que sea una jornada terrible, no significa que el tiempo haya sido enorme… Por tanto, ¿quién es capaz de predecir lo que seremos a medio millón de años en el futuro? ¿Quién puede predecir dónde estaremos cuando seamos tan antiguos como lo son ahora los rosgolianos?

Aquella era una idea agradable de imaginar. Por primera vez desde que comenzó aquel largo viaje por el espacio, desde el desierto de Australia Central, Bernard sintió un momento de certidumbre, de comprensión respecto a la relación del hombre con el Universo.

Como una cálida oleada de seguridad, se sintió más seguro de sí mismo y creyó hallarse más confortado íntimamente.

—Eh, Bernard, Bernard… ¿Es que va usted a pasarse toda la noche pensando? —le preguntó Dominici.

—Uhh…, sí, claro. ¿Por qué lo pregunta?

—Da usted una impresión tan distinta y tan repentina… Tiene una especie de sonrisa en la cara que no la había visto nunca antes.

—Estaba… pensando en algo especial —dijo Bernard con calma—. Es como si fuese colocando en su sitio algunas piezas de un rompecabezas. Me he sentido bien por unos instantes. Y todavía lo estoy—. Entonces se inclinó hacia Dominici—. Dom, dígame algo respecto a los norglans, biológicamente hablando. Tanto como haya podido usted descubrir en ellos. Dominici frunció el ceño.

—Bien…, en un aspecto son obviamente mamíferos.

—Por supuesto. ¿Y qué hay respecto a su estadio evolutivo?

—Proceden de alguna criatura del género de los primates, de eso estoy bien seguro. Desde luego, existen grandes diferencias, pero eso es lo menos que debe esperarse en un abismo de separación de doce o quince mil años luz de distancia. Los ojos, los codos dobles en los brazos… son cosas de las que nosotros carecemos. Pero aparte de eso, al menos basándose en la evidencia externa, yo diría que son bastante iguales a nosotros.

—¿Una raza más joven que la nuestra, diría usted?

La incertidumbre apareció en los ojos de Dominici.

—¿Más joven? No, yo no diría eso. Me inclinaría a decir que por el contrario, es mucho más antigua.

—¿Por qué dice eso?

Dominici se encogió ligeramente de hombros.

—Llámelo una presunción, un barrunto. Ellos dan la impresión de estar firmemente asentados en sus aspectos vitales, de una forma casi estratificada. La diferencia no podría ser mucha, tal vez dos o tres mil años, pero tengo la definida sensación de que fueron civilizados bastante tiempo antes de que lo fuéramos nosotros.

—Y yo me inclino a estar de acuerdo —intervino Havig desde el rincón en que se hallaba—. De lo que he podido captar de su complicado lenguaje, diría que es un idioma altamente evolucionado, es decir, la clase de lenguaje que toda una raza ha debido estar hablando durante unos dos mil años. Pero, ¿qué tiene en la mente, Bernard? ¿Por qué estas súbitas preguntas?

Bernard se encogió de hombros.

—Estoy reuniendo datos y poniendo las cosas en su lugar, para tener algo que decirle al Tecnarca cuando volvamos —dijo de forma que no admitiesen sus palabras ninguna otra explicación.

Sonó el gong, señalando la conversión al hiperespacio. Poco después, llegó la conversión y Nakamura llegó hasta la cabina de los pasajeros para anunciar que la astronave seguía su ruta normal y que iba a servirse la comida.

Todos comieron tranquilamente. No había razón alguna para hallarse eufóricos tras semejante misión en las estrellas. Todos se hallaban conscientes de que estaban de vuelta a la Tierra, tras una misión que había terminado con una inesperada disminución del lugar que el hombre ocupaba en el Universo. Las noticias de que eran portadores, serían difícilmente bienvenidas para las gentes de la Tierra, y mucho menos para aquel hombre duro e inflexible, orgulloso y tremendo que les había impelido a realizar tal viaje. Las verdades al desnudo, son raramente bien acogidas.

Havig se quedó en el pasadizo echándole una mano a Nakamura para quitar el servicio de la comida. Bernard volvió a la cabina con Stone y Dominici. Una especie de sombra gris había caído nuevamente sobre ellos. A cada minuto que pasaba entonces, se hallaban más y más cerca de la Tierra y de su informe frente al Tecnarca.

Stone se sentó en silencio en su litera, con la cara entre las manos. Bernard le miró y comprobó que el regordete diplomático estaba llorando. Se inclinó sobre él.

Stone. ¡Vamos, hombre, deje de comportarse así!

—¡Déjeme solo! —fue la respuesta de Stone. —Vamos, eche de lado cualquier preocupación.

—¡Vayase!

—¡Maldita sea! —exclamó Bernard irritado—, ¿por qué está usted llorando, en cualquier caso? ¿Es el hecho de que los hombres tengamos unas grandes bolas de queso para pensar lo que le trastorna hasta ese extremo? ¿O es probablemente el hecho de que se quede usted fuera de su empleo en el Arconato, lo que le hace mella?

Stone le miró, pálido y con los ojos enrojecidos y el asombro reflejado en la mirada del hombre cuyo secreto más bien guardado ha sido puesto al descubierto.

—¿Cómo se atreve a decir eso?

—¿Es la verdad, no es cierto?

—Qué está tratando de decir…

—Admítalo —insistió Bernard con un tono duro y deliberado—. Encárese con la verdad. Es un hábito que todos podemos comenzar a cultivar aquí ahora.

El diplomático le miró como si le hubieran dado una serie de latigazos. Pareció hundirse en sí mismo y tras unos momentos de silencio, dijo en una voz callada y distante:

—De acuerdo, está bien. Ésa es la verdad. No voy a intentar ocultarlo más. Durante veinticinco años he estado siendo entrenado para el Arconato y ahora todo se ha ido al infierno de un manotazo. No me queda ninguna carrera que hacer. Ya no soy nada más que una cáscara vacía de contenido. ¿Se supone que voy a sentirme feliz en la forma en que se han presentado las cosas? ¿Cree usted que jamás eligirían como Arconte al mismo hombre que trajo las aplastantes noticias que nosotros… que nosotros llevamos a…?

Stone no pudo continuar.

Comenzó a sollozar desconsoladamente, extraviado, como un hombre que no tiene donde asirse, a pesar de los esfuerzos que debería hacer para ocultarlo. Bernard se sintió incómodo y sin poder ayudarle, mientras que observaba cómo le temblaban los hombros en una forma incontrolada. Bernard pensó que sería mejor que se desahogara. Su carrera diplomática podría estar acabada o no; pero aquel alivio de su sobrecarga emocional, le resultaba beneficioso y necesario. A todos podría resultarle igualmente beneficioso, llegado el momento.

Bernard se volvió a la litera. Tras un rato, vio cómo Stone se levantaba, se lavaba el rostro, se secaba los ojos y se inyectó en el brazo con un sedante. El diplomático se tumbó en la litera y a poco estuvo profundamente dormido. Bernard permaneció despierto, observando el gris extraño de la pantalla visora, propio del paso en el no-espacio y contando los segundos que pasaban lentos con las manecillas del reloj. Su estado de ánimo también era de depresión; pero con todo, no tan débil como tendría que haberlo sido, dadas las circunstancias. Había sido una jornada valiosa, al menos para él y por extensión para todos los habitantes de la Tierra. La Tierra agradecería así algunas cosas respecto a sí misma, que necesitaba conocer desesperadamente y descubrir, como lo habían sido para Martin Bernard. Algunas de sus acciones le sorprendieron, al volver la memoria atrás. Por ejemplo, su sincera explosión de comprensión y simpatía por Havig. El viaje a las estrellas había ensanchado el conocimiento de sí mismo y el de los otros. Podía mirar al pasado entonces y ver el Martin Bernard de muy reciente fecha, con una fría y clara perspectiva.

Lo que vio de sí mismo en tales circunstancias, no era muy agradable. Vio a un hombre egoísta, irritantemente concentrado en sí mismo, incluso con un trazo de crueldad muy bien camuflado bajo su aspecto exterior amistoso y cordial. La faena que le gastó a Havig en su artículo, por ejemplo, no había sido en realidad una expresión de erudita disensión de puntos de vista, sino más bien el ataque a una filosofía de la vida, surgido de su concepto hedonista propio sobre el vivir, tan en contraposición con la honradez y la sólida fe de hombre religioso del neopuritano. Su relación con su esposa, también, la vio con una claridad desconcertante; no es que hubiera «nacido» para no ser un buen marido, sino simplemente que no había hecho nada para intentarlo ser. Ella no era aguda ni inteligente, una sencilla mujer que deseaba compartir la vida interior de su marido y que había sido completamente descartada en su propósito femenino.

Bernard miró fijamente y con firmeza hacia delante. Aquel cerrado confinamiento, tan lejos de las arrulladoras influencias de su fácil vida en el hogar, le había forzado a buscarse a sí mismo y obligado a comprenderse en su yo real, encerrado en una máscara cerrada de complacencia.

También la propia Tierra tendría que realizar una búsqueda de sí misma. Se preguntó si las gentes que habitaban el planeta patrio, en general, se aprovecharían de la verdad de lo sucedido, como debería ser, o si reaccionaba falsamente poniendo en marcha todos sus mecanismos para ahogarla. Ante aquella idea, frunció el ceño. Tenía muchas dudas sobre el particular.

El tiempo corría y corría. Sólo quedaban doce horas hasta el momento de la nueva conversión al espacio normal. Las manecillas del reloj se movían lenta e inexorablemente.

Diez horas, ocho, seis, cuatro, veinte minutos.

Los últimos minutos parecieron mucho más largos. El rostro de Bernard se cubrió con una rígida máscara, con los ojos muy abiertos sin dejar de consultar el reloj. Nadie había hablado durante horas enteras.

Finalmente, sonó el gong, cuyo eco en su resonancia por toda la astronave vibró como el anuncio del Juicio Final. Llegó el momento de la conversión. La pantalla visora se iluminó instantáneamente al salir la astronave de las velocidades superlumínicas fuera del ignoto vacío, y discurrir por el universo conocido.

El mensaje llegó a popa procedente del Comandante en lentos y mesurados tonos de voz:

—Estamos cruzando la órbita de Neptuno en este momento y nos dirigimos hacia el centro del sistema solar. Ya he radiado nuestra posición y la Tierra me ha respondido. Ya saben que volvemos a casa.

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