XIV

La mañana llegó rápidamente. Bernard se sintió entumecido y sudoroso de haber dormido completamente vestido, y se incorporó a una posición de sentado. Los demás aparecían extendidos por el suelo, todavía dormidos, y en la estancia aún quedaban sombras de la noche. Pero él se sintió completamente despierto. Se aproximó de puntillas a la pared, ésta se hizo transparente y vio que el sol había salido. Miró a su reloj. Eran poco más de nueve horas las transcurridas desde la puesta del sol y el mismo ya estaba de nuevo en el horizonte oriental. Aquello significaba que el día, en aquel mundo de los rosgolianos, era sólo aproximadamente de dieciocho o diecinueve horas.

Saliendo sin hacer ruido por la puerta, Bernard se asomó al exterior, aspirando con delicia la fragancia de aquel aire puro y vigorizante. El aire estaba maravillosamente fresco y dulce como un vino joven y delicioso. Las colinas distantes, suaves y agrupadas en redondos macizos, brillaban encantadoramente en la transparencia del sol de la mañana. Una plateada capa de diminuto rocío brillaba sobre la pradera.

Por un instante, Bernard casi se olvidó dónde estaba y de qué forma había ido a parar allí.

Había soñado con Katha. Entonces, despierto de sus sueños, la viveza de los recuerdos oníricos le sorprendieron, haciéndole sentir la tristeza de la nostalgia y cambiar su estado de ánimo en una forma introspectiva. Bernard raramente soñaba, ni pensaba en la esbelta mujer de ojos brillantes y cabello rojizo que había en su segunda esposa. Pero aquella noche había soñado con Katha.

Creyó entender también la razón del porqué. El interrogatorio mental a que le habían sometido los rosgolianos, habían removido en su cerebro viejos recuerdos y las ideas apartadas del uso corriente, apareciéndosele de nuevo al haber sido removidos tan profundamente, al igual que unas partículas suspendidas en el agua, al removerla en su estado estático. Y aquello le hizo sufrir. Se había hecho a la idea, tiempo atrás, de que se había acomodado al olvido de Katha; pero el sueño le había turbado en una forma como nunca le había sucedido.

—Buenos días —dijo una voz tras él, sacándole fuera de su ensoñación.

Bernard se volvió.

—Ah… hola, buenos días —dijo a Dominici—. Me había sorprendido.

—¿Hace mucho que está aquí?

—No, hace un rato, Dom. Tal vez diez minutos. Había salido a pasearme y a echar un vistazo por todo esto. —Bernard frunció el ceño, aunque las palabras de Dominici habían disipado su fantasía, lo que en el fondo le causó un bien.

—¿Ha dormido bien? —quiso saber Dominici.

—Regular nada más. He estado toda la noche turbado por los sueños —repuso Bernard, arrodillándose y pasando la mano por la hierba.

—¿Sueños? Vaya, es divertido… Y yo también. —Y el biofísico rió brevemente—. He soñado que estaba nuevamente en mi luna de miel. Me ha llevado a dieciocho años atrás. Íbamos los dos en una lancha motora, deslizándonos sobre las olas del mar. Yo apretaba a mi mujer con el brazo alrededor de su cintura y sus cabellos me acariciaban el rostro. Y echando una larga cuerda con un anzuelo, con la que extraje un enorme pez que estuvo a punto de hacernos zozobrar… —Dominici se detuvo—. Cuando soñaba antes algo así, solía despertarme bañado en sudor. Creo que ahora no ha sido así. Pobre Jan… Creo que ya había comenzado a olvidarla. Murió en una discontinuidad de la transmateria —añadió tras una breve pausa.

—Ah… lo siento, Dom.

Bernard trató de imaginarse lo que sería haberse quedado con la imagen de la mujer amada, sonriéndole y diciéndole adiós, entrando en el radiante campo de energía de la transmateria y después desvanecerse para siempre en el vacío en un accidente sólo posible en probabilidades de uno a un trillón. La transmateria no era absolutamente perfecta, así y todo era la primera vez que Bernard había hablado a alguien directamente implicado en cualquier clase de accidente de la transmateria.

—Si uno tiene que morir —dijo Dominici—, supongo que ésa debe ser la mejor forma de todas. Creo que no debe sentirse absolutamente nada, ni por una fracción de segundo. En un instante determinado se está vivo, y al siguiente ha dejado de existir. No le hice ningún funeral. Seguí esperando que volviera de algún modo, ¿sabe? Siempre existía algún elemento de duda y con ella, de esperanza. Pero la gente de la transmateria me dijeron que no, definitivamente había sido una desgraciada distorsión de las coordenadas y se había convertido en átomos para siempre. Me dieron doscientos mil créditos por daños y perjuicios. ¿Y quiere que le diga algo? Cuando tuve aquel cheque en mis manos, lo hice pedazos y lloré por primera vez desde que había ocurrido su muerte. Porque entonces tuve la certeza de que había muerto.

—Debió ser algo espantoso… —murmuró Bernard.

—Nos íbamos de vacaciones —continuó Dominici tranquilamente, aunque con cierto tinte de emoción en la voz—. Todo estaba empaquetado y dispuesto, y yo estaba tras ella con las maletas en la mano. Ella me besó, dio unos pasos hacia el aparato…

—No continúe, por favor. Se está hiriendo a sí mismo.

—No me importa. Ya se fue una gran parte de aquel dolor. Han pasado diez años… Vea, no estoy temblando. Estoy hablando de ella, sin temblar. Eso ya es un paso. Creo que poco a poco conseguiré rehacerme del todo, eso es todo.

Siguieron charlando durante un rato, mientras que los demás iban despertándose poco a poco en el interior de la casa. A Bernard le pareció que sentía más afecto hacia Dominici que por los demás compañeros de viaje; Havig, aunque no fuese el estereotipado tipo de fanático que originalmente había pensado que era, era demasiado austero y difícil para adquirirlo con una cordial amistad, mientras que Stone, en razón de toda su pose diplomática y sus especiales prejuicios al respecto, se apartaba de ser con mucho una persona sencilla y tratable. Pero Dominici tenía en su carácter una agradable complejidad, y aquel hombre, que a veces blasfemaba irreverentemente frente a Havig, en ocasiones de genuinos motivos de demostrarlo, se inclinaba humildemente, rezaba una plegaria en latín y se hacía el signo de la Cruz.

Uno tras otro fueron saliendo al exterior, estirando las piernas tras de aquella corta noche. Stone se les unió el primero, después Nakamura con su simpática presencia y después Havig, con sus gestos bruscos de saludo en aquella forma tan peculiar suya de no aparecer ni amigo ni enemigo. Por último apareció Laurance, perdido en sus privados sentimientos de amargura y decepción. Tras él llegaron Clive y Hernández, con el siempre taciturno Peterszoon.

—¿Y qué se supone que vamos a hacer, eh? —preguntó Clive—. Sentarnos aquí y esperar, por lo visto.

—Quizás nos envíen alimentos —dijo Stone—. Estoy muerto de hambre. ¿Hay algún signo de que tengamos algo para desayunar?

—Todavía no —repuso Bernard—. Tal vez esperen a que todos estemos despiertos.

—O puede que ni siquiera se ocupen de alimentarnos en absoluto —sugirió Dominici—. No somos más que un puñado de seres piojosos, inferiores, después de todo. Y si deciden…

—¡Mire allí! —gritó Hernández de repente—. ¡Que me aspen! ¡Miren!

Todos volvieron la cabeza al lugar que indicaba Hernández.

—No —dijo Bernard tragando saliva en una completa incredulidad—. No puede ser eso. Es un hechizo… una ilusión…

Por un instante, un nimbo de resplandor se había depositado ligeramente en la pradera a cosa de cincuenta yardas del grupo de los terrestres, habiendo descendido desde la altura hasta el suelo. La luz había parpadeado brevemente y después se desvaneció. Y en la fosforescente imagen subsiguiente a la ausencia del vivido resplandor de luz que les había envuelto, dos figuras aparecieron claramente discernibles; dos macizas figuras de piel oscura, no precisamente humanas, que se balanceaban inciertas sobre la hierba húmeda, mirándoles con el mayor asombro y tal vez presas del temor.

Eran Skrinri y Vortakel.

Los kharvish.

Los orgullosos diplomáticos norglans.

—Hemos traído a sus compañeros —dijo una voz rosgoliana procedente de un lugar indeterminado—. Las negociaciones pueden continuar ahora de nuevo.

Los grandes norglans tenían el aspecto de estar borrachos o bajo los efectos de una completa falta de orientación. Tras una serie de titubeos, llegaron a detenerse, dando la sensación de reunir arrestos y como recuperándose de aquel ciego ataque que les había llevado hasta allí indefensos e impotentes de evitarlo. Entonces todo el valor que parecían haber recuperado quedó de nuevo desvanecido al darse cuenta de la presencia de los hombres de la Tierra.

—¿Son ésos los mismos con los que hablamos… antes? —preguntó Dominici.

—Creo estar seguro de que sí —repuso Bernard—. Mírelo bien: el más grande es Skrinri, y el otro de la cicatriz en el hombro es Vortakel.

Resultaba muy difícil para Bernard considerarlos entonces como extraños, ya que ellos se encontraban en idénticas circunstancias. Sobre aquel planeta Rosgola todos parecían, salvo menores diferencias, prácticamente iguales en su carácter de seres extraños, hasta el extremo de que para los rosgolianos deberían aparecer casi iguales. Pero sin lugar a dudas aquéllos eran los dos norglans que habían llegado como kharvish hasta los hombres de la Tierra.

Los norglans se fueron aproximando, pareciendo intentar el dominio de su compostura dentro de su total perplejidad y asombro sin límites. En un tono gutural, raspeante y completamente distinto del suave que solía emplear Skrinri, dijo:

—Vosotros…, ¿hombres de la Tierra? ¿Los mismos hombres de la Tierra?

Stone se suponía el portavoz del grupo terrestre. Pero Stone estaba tan confuso que no acertaba a salir de su tremenda perplejidad. Tras un instante de frío silencio, Bernard respondió:

—Sí. Nosotros ya nos encontramos y nos reunimos antes con ustedes. Usted es Skrinri…, y usted Vortakel.

—Lo somos. —Fue Skrinri el que habló—. Pero… ¿por qué ustedes venir aquí?

—Nos trajeron, no fue cuestión de propia voluntad —explicó Bernard ilustrando el proceso de las ideas con gráficos hechos con un tallo de hierba—. Nuestra astronave fue capturada y traída hasta aquí. ¿Y ustedes?

Skrinri, aparentemente todavía bajo los efectos de la enormidad de lo que se había hecho con él, no replicó. Fue entonces Vortakel quien lo hizo con una voz poco firme.

—Hubo… haber mucha luz alrededor. Una voz decir: Venir, y el mundo no estar ya más. Y… ahora estar nosotros aquí. —Y se detuvo como aplastado al admitir el hecho de que les habían traído contra su gusto también a través de medio Universo.

Resultaba molesto y, con todo, en cierta forma extrañamente satisfactorio y agradable, ver cómo se hallaban completamente trastornados los dos emisarios norglans. No era tampoco sorprendente que Skrinri y Vortakel pareciesen completamente demolidos en su convicción íntima ante la repentina revelación y descubrimiento de que ellos tampoco representaban el pináculo de la evolución, después de todo.

—¿Dónde estamos? —preguntó Skrinri.

—Muy lejos de la patria —dijo Bernard. Luchó por encontrar las palabras que necesitaba y de qué forma era posible explicar en términos comunicables los conceptos de «galaxia», «parsec» y «universo». Tuvo que abandonar el esfuerzo—. Nosotros estamos… muy lejos de la casa, tanto que no es posible ni ver su sol o el nuestro en el cielo.

Los norglans se miraron el uno al otro, en una forma que denotaba a las claras una mezcla de sospecha y desamparo. Los dos extraterrestres se hablaron rápidamente durante un buen rato en su imposible lenguaje lleno de consonantes y extraordinariamente evolucionado. Los hombres de la Tierra siguieron en pie, escuchándoles sin comprender una sola palabra, mientras Skrinri y Vortakel, evidentemente, discutían la situación presente.

Bernard comenzó a sentir lástima por ellos. Los norglans tenían una alta opinión de ellos mismos y de su relación con el universo tan importante como la que tenían los hombres de la Tierra, y había sido preciso la presencia de los rosgolianos para que tales conceptos quedasen aplastados de un solo golpe. Debería ser increíblemente doloroso para los norglans descubrir que podían ser sacados de sus planetas o desviados en sus rutas por el espacio y llevados a incalculables distancias a través de los cielos por unos extraños seres resplandecientes a otra galaxia…

Se dio cuenta de que los rosgolianos estaban de vuelta. Como luciérnagas parpadearon en el horizonte y en destellos sucesivos fueron rápidamente cobrando vida ante ellos. Dos, tres, cincuenta, un centenar; muy pronto la inmensa pradera se convirtió en un inmenso círculo de aquellas criaturas radiantes, como fuegos fatuos suspendidos sobre el suelo verdeante y mojado aún por el rocío de a madrugada.

Una voz silenciosa rosgoliana tomó la palabra.

—Hemos interrogado a los norglans mientras les hemos traído hasta Rosgola. Hemos sabido por ellos que mantienen la idea de que su destino es la completa conquista del Universo, al igual que ustedes, hombres de la Tierra. Con toda evidencia, una u otra parte tiene que ceder o no habrá paz posible entre ustedes, y la guerra arrasará vuestros planetas.

Skrinri rebufó. Evidentemente, las palabras de los rosgolianos tenían que haber sido tan perfectamente inteligibles para unos como para otros.

—Hemos jugado limpio con los terrestres. Les permitimos que conservaran sus planetas propios. Pero los otros planetas… tienen que ser nuestros.

—¿Y en nombre de qué piensan hacerlo? —preguntó una voz rosgoliana con una traza de burla en la voz—. ¿Bajo qué autoridad van ustedes a tomar posesión de todos los mundos que existan?

—¡Por la nuestra! —repuso orgullosamente el norglan, aunque perdiendo ya algo de su propia autosuficiencia—. Los mundos están en el espacio; nosotros llegar hasta ellos, nosotros tomarlos. ¿Qué mayor autoridad necesitamos que nuestra propia fuerza?

—Ninguna —replicó la voz rosgoliana—. Pero su propia fuerza es insuficiente. Débiles, arrogantes, fanfarronas criaturas… Eso es lo que son ustedes y nada más. Ahora estoy hablando para ambos participantes en esta disputa.

Skrinri y Vortakel parecieron estallar de rabia.

—¡Nosotros no hablar más! ¡Volvemos a nuestro planeta o nos tomaremos la justicia debida! La Imperial Norgla no tolerar esta forma de abuso. Nosotros…

La voz de Vortakel se desvaneció en una súbita confusión. Tanto él como Skrinri habían sido levantados del suelo durante su explosión de coraje y entonces aparecían suspendidos, en el aire a más de una yarda del suelo, pateando inútilmente con furia y frustración. Involuntariamente, varios de los hombres de la Tierra soltaron la carcajada…, pero la risa se desvaneció pronto, rápidamente, como sintiendo su propia culpabilidad. Bernard sintió vergüenza de su risa. Dos criaturas inteligentes estaban siendo humilladas ante sus ojos, y su orgulloso espíritu destrozado y deshecho. Por ridícula que la escena pudiera ser, ningún hombre tenía derecho a reírse. A nosotros puede tocarnos a renglón seguido, pensó Bernard con profunda lógica.

—¡Pónganos abajo! —gritaba Skrinri furioso.

—Vamos, demuéstrennos ahora su fuerza, hombres de la Imperial Norgla —dijo la voz seca y burlona del portavoz de los rosgolianos. Y con calma puso una nota de desafío en sus palabras—. ¿Es que no toleran ustedes la levitación, norglans? Muy bien, pues. A ver si nos fuerzan a detenernos.

Los brazos de doble codo se movían enloquecidos en todas las direcciones posibles suspendidos en el aire como ridículos espantapájaros. Los norglans iban siendo levantados, pulgada a pulgada, a una altura cada vez mayor, mientras que los terrestres guardaron un silencio de piedra. Por entonces, tanto Skrinri como Vortakel ya estaban del suelo a una altura mayor que la de sus propios cuerpos, mirando hacia abajo, asustados y temiendo un peligro que no sabían cómo podría llegarles ni de dónde.

—¡Pónganos… nosotros… abajo! —volvió a gritar Skrinri.

—Muy bien.

—Vamos a ver… ¡Pummmmmff!

Los norglans cayeron de repente y ante su más completa sorpresa. Aterrizaron hechos un lío de la forma más poco digna imaginable y permanecieron en el suelo un momento, como si quisieran convencerse de que no estaban bajo el control de los secretos poderes de los rosgolianos. Cuando se levantaron lo hicieron con lentitud, con la cabeza inclinada, sin mirar siquiera a los terrestres.

Se produjo un instante de denso silencio. Entonces la voz rosgoliana añadió: —Les hemos traído desde su propio mundo y les hemos demostrado hasta dónde llega en realidad el alcance de su fuerza, de la que tanto blasonan. Respóndanos ahora, hombres de la Imperial Norgla. ¿Siguen ustedes reclamando todavía que el Universo es suyo?

Los norglans no replicaron. La voz rosgoliana continuó con calma, pero dejándose oír con monumental majestad:

—Y ahí están de pie los terrestres, criaturas menos seguras de sí mismas que esos norglans, pero igualmente orgullosas, igualmente llenas de codicia. Ustedes, hombres de la Tierra: hemos sabido que querían dividirse el universo con los hombres de Norgla. Pero ¿está en sus manos el poder llevarlo a cabo a la medida de su gusto?

Durante unos momentos ninguno de los miembros del grupo terrestre contestó una palabra. Resultaba inútil vociferar slogans de fuerza frente a unos seres dueños de unos poderes más allá de toda comprensión. Amenazar con un puño haciendo gestos frenéticos es más bien una demostración de debilidad que de fuerza.

Pero había que decir algo.

Era precisa alguna justificación.

Yo no soy el portavoz —pensó Martin Bernard—. No tengo necesidad de hablar. ¿Por qué no debería guardar silencio?

Pero se dio cuenta de que el silencio se hacía intolerable. Y si nadie hablaba, tendría que hacerlo. Alguien tendría que decir algo en defensa de la Tierra y de sus pretensiones, a lo que iba transformándose en muchos aspectos en un juicio de un tribunal y un jurado.

Bernard se adelantó consciente de lo que hacía, quedándose en pie entre su grupo y el de los norglans y mirando adonde pensó que se hallaba el portavoz de los rosgolianos.

—No hemos actuado con sentido del orgullo —dijo Bernard con calma—. Nuestras acciones se derivan de motivaciones que no necesitan pedir excusas. Somos una raza creciente y en constante expansión, y buscamos espacio para subsistir. Los norglans, como nosotros, tienen que disponer asimismo de espacio vital. Nuestra esperanza era llegar a un acuerdo que pudiese evitar un conflicto de intereses y de esta forma una guerra destructora.

—Y así reclaman la mitad del universo —repuso acusadoramente la voz rosgoliana—. ¿Dónde está la humildad en todo esto? ¿Y dónde la autolimitación, el freno?

Bernard sostuvo su punto de vista, sintiendo el aliento silencioso de sus compañeros de la Tierra.

—Sí, es cierto que hemos reclamado el derecho a extendernos por la mitad del Universo —continuó—. Lo hicimos así pensando que no habría otras criaturas inteligentes, fuera de nosotros y de los norglans. Ahí yace nuestro orgullo, en tan ciega presunción. Estuvimos equivocados, trágicamente equivocados. Hay otras razas en el Universo, ahora lo sabemos, y de todas las razas nosotros somos la más joven y en consecuencia la más alocada e irresponsable tal vez, y por este impulso juvenil y natural, dadas las circunstancias, rogamos indulgencia. Pero, sin embargo, deseamos tener el derecho de expandirnos. Seguimos insistiendo en el derecho de colonizar otros mundos que ahora están totalmente vacíos.

Bernard pensó que había dado en la diana, en el mismo corazón del problema, Pero sintió como unas oleadas de risas irónicas del jurado, formado como un círculo, por los rosgolianos. Sintió que se le enrojecían las mejillas y se dio cuenta de que lo que había esperado fuese una formal declaración de derecho se había convertido en un argumento de excusa y descargo.

—Vaya, los hombres de la Tierra reducen sus pretensiones —comentó la voz rosgoliana sardónicamente—. En lugar de la mitad del universo, ahora solicitan simplemente la mitad de los mundos inhabitados. Debemos suponer que, en efecto, parece ser una gran concesión. Ello demuestra una estimable disposición a ser flexibles. ¿Y qué hay de ustedes, orgullosos hombres de la Imperial Norgla? Hablen en nombre de su pueblo, dennos una respuesta: ¿Ustedes también quieren reducir su reclamación y sus pretensiones?

Los norglans no se dieron prisa en responder. Se habían ajustado a lo extraño de su situación y conferenciaron entre ellos bastante tiempo antes de que Vortakel respondiera lentamente:

—Ustedes demostrarnos — tal vez — nosotros no ser — todavía no — el pueblo más fuerte del universo. No podemos luchar con ustedes. Por tanto, cedemos.

Muy bien —pensó Bernard—. Yo diría que ha sido bastante noble de tu parte, viejo amigo. Quieres hacer creer que admites tu derrota. ¡Apostaría algo a que te sientes herido!

Durante un buen rato, tras la declaración hecha por el norglan, nadie se movió ni reaccionó visiblemente. Los norglans, con los hombros caídos, permanecieron de pie, uno junto a otro, como un par de vikingos sitiados en un combate, resistiéndose hasta el último momento, mientras que los terrestres, arracimados en su grupo a veinte pies de distancia, lo estaban igualmente con el círculo de rosgolianos a su alrededor, más sentidos que vistos. Finalmente, aquella inmovilidad se quebró. —¡Sólo un momento! —exclamó Laurance. —¿Sí? ¿Alguna advertencia? —Pueden ustedes llamarlo así —repuso el astronauta con firmeza, saliendo al lugar que antes había ocupado Bernard. Mirando con desafío, Laurance continuó—: Nos trajeron a este lugar a todos, de alguna forma, a esos norglans y a nosotros. Se ve que no les costó mucho esfuerzo apoderarse de nosotros y obligarnos a estar aquí ahora. Y, además, nos forman esta especie de tribunal. Muy bien, pues. Ustedes disponen de algunos fantásticos poderes que no pretendemos poseer y ya nos los han demostrado a su gusto. Ustedes pueden sacar a una astronave de su curso en el espacio, atravesar los muros y apoderarse de lo que deseen en un relámpago. Pero ahora díganme: ¿qué derecho tienen ustedes a mezclarse en todos los asuntos de nuestra galaxia? ¿Quién les ha dado el derecho de convertirse en nuestros jueces, en primer lugar? ¡Respóndanme a esto! ¿Es tal vez el derecho del más fuerte?

—No estamos juzgándoles aquí —replicó con naturalidad la voz rosgoliana—. Estamos actuando meramente como simples mediadores en una disputa entre dos razas. Dos razas jóvenes, que quede esto bien comprendido. Con objeto de que nuestra mediación pudiera hacerse con éxito hemos necesitado emplear nuestra fuerza y restablecer así nuestra autoridad. Es la única forma de tratar con chiquillos.

—¿Con…?

Chiquillos, sí. La vida llegó tarde a su galaxia, amigos. Hasta ahora sólo dos razas inteligentes han evolucionado allá, razas enérgicas, llenas de vida y vigorosas. Por primera vez los senderos de esas dos razas se han entrecruzado. Sus famosos imperios pronto estarán al borde de una guerra destructora sin nuestra mediación. Tomamos como responsabilidad propia, por tanto, esta acción que hemos llevado a cabo, actuando así en interés de las razas del universo, del cual nosotros no somos ni la más antigua ni la más fuerte… evitando la guerra.

»Por tanta, se dibujarán límites para el imperio de la Tierra y límites para el de Norgla. Ninguno de ustedes se excederá de esos límites en su búsqueda de colonias y más colonias. De esa forma su galaxia podrá vivir en paz, para siempre y por la eternidad, en un universo que no tiene fin.

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