XI

—¿Quiere usted decir que estamos perdidos? —preguntó Dominici como si la voz se negara a salir de su garganta.

—Eso es exactamente lo que he querido decir.

—¿Y por qué no lo dijo antes? —demandó Bernard ansioso—. ¿Cómo es que nos ha dejado permanecer en tal incertidumbre hasta ahora?

Laurance se encogió de hombros.

—Estuvimos haciendo compensaciones de la más diversa índole intentando volver sobre la trayectoria justa; pero ha resultado algo imposible. No hemos hallado ni una sola de las referencias calculadas en nuestro viaje. Y parece que cuanto hicimos han empeorado el estado de las cosas. Como análisis final, no sabemos realmente ni una pizca de la navegación ultralumínica. —Los hombros de Laurance parecieron caer en un gesto de desamparo—. Decidimos rendirnos hace ya bastante rato y hacer la conversión al universo normal. Pero no hallamos ahora ni la más leve señal que nos resulte familiar en este cielo. Estamos absolutamente extraviados en el espacio.

—¿Y cómo ha podido suceder tal cosa? —quiso saber Stone—. Yo creí que nuestra ruta estaba predeterminada… y todo calculado automáticamente por anticipado…

—Hasta una cierta medida, sí —convino Laurance—. Pero existen otros ajustes delicados y muy precisos y un margen de falta de control posible. Puede que sea un fallo mecánico, o tal vez un error humano. No lo sabemos.

—¿Importa eso ahora? —dijo Bernard.

—Poco, en realidad. Una millonésima de segundo en un error de paralaje… que se convierte en una distancia fabulosa de la ruta prevista casi instantáneamente. Y de esa forma… es como nos encontramos aquí.

—¿Y dónde? —preguntó Stone.

—Lo mejor que puedo ofrecerles, es una suposición aproximada. Creemos que hemos surgido del no-espacio en alguna parte de la Gran Nube de Magallanes[14]. Hernández está ahora efectuando algunas observaciones pertinentes. Hemos localizado una estrella de la que estamos bastante seguros que se trata de la S de la constelación del Dorado, lo que aclararía mejor las cosas.

—Vaya, así no estamos tan lejos de casa —dijo Dominici con una risita burlona—. Sólo en la galaxia más próxima, eso es todo. ¿Qué es, una bagatela de 50.000 parsecs?[15].

—Si sabemos, al menos, dónde estamos —dijo Stone—, ¿no podríamos estar en condiciones de hallar la vuelta a la Tierra?

—No necesariamente —replicó Laurance—. El viaje por el hiperespacio, no sigue ninguna pauta lógica. No existe correlación entre el tiempo y la distancia y no hay forma de determinar la dirección. Estamos viajando a ciegas; lo mejor que podemos hacer es enviar al exterior una nave experimental no tripulada, seguir su rastro, hallar a dónde va y después duplicar su ruta. Sólo que no disponemos de naves auxiliares no tripuladas. Nuestra sola oportunidad de llegar a casa es la computación de ensayar y equivocarse, lo que es tan razonable el asumir que en nuestro próximo salto nos hallemos cerca de Andrómeda[16] como de vuelta a nuestra propia galaxia.

—Al menos, creo que debería intentarse —opinó Bernard.

—No estoy muy seguro que debamos hacerlo. En este momento, estamos en una galaxia bastante parecida a la nuestra. Podría ser mucho más prudente elegir y dirigirnos a un planeta del tipo terrestre y establecernos allí más bien que vagar a ciegas por el hiperespacio, para ir a embarrancar a algún punto del infinito, entre galaxias, donde nos espera inexorablemente la muerte por inanición.

—Es mejor morirse de hambre en el intento de volver al hogar —dijo entonces Havig rompiendo su silencio—, que perdernos en un mundo extraño.

—Probablemente tenga usted razón —dijo Laurance—. Pero hemos de pensar las cosas muy cuidadosamente antes de precipitar los acontecimientos y tomar una determinación. Tenemos alimentos en la nave para tres meses. Así, tenemos tiempo por delante para buscar la mejor solución antes de que tengamos que buscar un planeta habitable. Yo…

Nakamura entró repentinamente en la cabina. En voz baja, dijo al Comandante:

—Comandante, ¿podría venir usted allá arriba un momento? Hay algo que nos gustaría que viese usted.

—Claro que sí. Excúsenme, caballeros.

El astronauta salió de la cabina. Por bastante tiempo, se hizo un denso silencio entre los que allí quedaban, después de haber marchado el Comandante. Bernard miraba fijamente a la pantalla visora. Era una visión que cortaba la respiración: un fabuloso campo de estrellas, una Vía Láctea que ningún ser humano había contemplado antes jamás. Unas estrellas radiantes gigantes, blancoazuladas, alternando con otras de un rojo pálido ocupaban toda la zona de visión. Y en la parte baja de la pantalla, una nebulosa en espiral, con un brazo que surgía a cada extremo. Con una sorpresa que le golpeó casi físicamente, Bernard se dio cuenta de que estaba mirando a su propia galaxia. En alguna parte dentro de aquellos cien mil millones de estrellas lejanas, estaría la masa del Sol y los millares de mundos que pertenecían a la esfera de dominio de la Tierra; allí también, estaban los mundos de los norglans, aparte de muchos otros millones de mundos inhabitados e inexplorados. Y todo estaba allí, ambos imperios rivales y tal vez toda la vida inteligente del Universo, pareciendo en la distancia como un parche brillante de no mayor tamaño que una mano.

Bernard sintió que se le cortaba la respiración. Era algo inimaginable la vista de la galaxia desde una distancia de 50.000 parsecs. Aquello le mostraba claramente una diferente perspectiva de las cosas, y le demostraba visiblemente, qué pequeño era el hombre en sus locas ambiciones de poder y de gloria, en comparación con la incomprensible grandeza del Universo. A semejante distancia, era imposible distinguir ninguna estrella conocida de la Galaxia patria, a simple vista. Pero con todo, en aquel enjambre arracimado de estrellas que brillaba en un rincón de la pantalla, ¿cuántos grandiosos planes de conquista universal nacían antes de cada amanecer?

Stone se puso a reír amargamente y desamparado.

—¿Qué cosa es peor, de todas formas? ¿El hallarse perdido aquí a 50.000 parsecs del hogar… o volver a la Tierra con el ultimátum de los norglans? Por lo que a mí respecta, creo que más bien quedaría perdido para siempre en el Cosmos, que volver a la Tierra llevando tal clase de noticias.

—Pues yo no —dijo Dominici sin vacilar—. No estoy en su misma situación. Si volvemos a la Tierra, sobreviviré a la rabia del Tecnarca y a su ira y tal vez incluso tenga la suerte de sobrevivir también a la guerra con los norglans. Al menos, si tuviera que morir, no sería una muerte tan solitaria y espantosa. No puedo compartir con usted su preferencia de quedarse perdido en el espacio. No sería la cosa tan mala con un par de mujeres a bordo, quizás; pero de ningún modo perdido y embarrancado sin ninguna esperanza en esta forma, en el borde de la nada. ¿Nueve Adanes sin ninguna Eva? Eso no es para mí, amigos.

Ignorando la discusión, Bernard continuó mirando fijamente aquel cielo extraño por la pantalla de la escotilla.

Una vez, pareció que diez mil años luz de distancia de la Tierra era una inconcebible separación, por lo vasta e incalculable. Pero no lo era, realmente, cuando se la situaba en su apropiada perspectiva. La Tierra y Norgla estaban virtualmente a cuatro pasos de la misma vecindad, cuando se consideraba la cuestión desde el lugar en que Bernard observaba el Cosmos. Bernard no pudo por menos que sonreír irónicamente. ¡Y pensar que los norglans y nosotros estábamos dispuestos a dividirnos el Universo en partes iguales! ¡Qué cósmica arrogancia, qué fantástico disparate! ¿Qué derecho tenemos ninguno de nosotros, encerrados en los límites de nuestra pequeña Galaxia, a reclamar todavía algo más allá de sus límites?

—¿Qué le parece, Bernard? —preguntó Dominici—. No ha dicho usted esta boca es mía… ¿Qué piensa de la idea de Stone? ¿Prefiere usted quedarse perdido en el espacio o volver siendo el portador de las malas noticias?

—Oh, yo prefiero volver a casa —dijo Bernard casi ausente—. Sí, no tengo dudas al respecto. Echo mucho de menos mis libros, mi música e incluso mis discípulos.

—¿No tiene familia?

—En realidad, no —repuso Bernard—. Estuve dos veces casado, y me divorcié en ambos casos. Tengo un hijo en alguna parte, de mi primera esposa. Se llama David Martin Bernard. No le he visto desde hace quince años. Creo que no utiliza mi apellido. Ha crecido pensando que alguien distinto ha sido su padre. Creo que si le encontrase en la calle, ni siquiera me reconocería por el nombre.

—Oh… —repuso-el biofísíco confuso—. Lamento haberle recordado todo eso…

Bernard se encogió de hombros.

—No tiene que excusarse. No es nada que pueda herirme, nada de eso. Es sencillamente que yo no tengo madera de padre de familia. No soy capaz de sentirme suficientemente ligado a otra gente, excepto en cuestiones de amistad, de estudios o relaciones sociales, fuera del hogar. La lástima es que no me hubiera dado cuenta de todo ello, antes de mi primer matrimonio, esto es todo. —Bernard mientras hablaba, se estaba preguntando interiormente por qué tendría que explicar todo aquello—. No fue sino hasta que se rompió el segundo matrimonio —continuó—, cuando comprobé que temperamentalmente yo había nacido para soltero definitivamente. Por tanto, no me liga nadie en cuestión familiar, a la Tierra. Pero, sin embargo, me gustaría volver allá, así y todo.

—Creo que todos lo deseamos —dijo Stone—. Lo que dije hace pocos minutos antes, no fue realmente sentido. Creo que ha sido una opinión producto de esta extraña situación…

—Yo también estuve casado una vez —dijo entonces Dominici, a nadie en particular—. Ella era un técnico de laboratorio con unos cabellos dorados preciosos y nos fuimos de luna de miel a Farraville, en Arturo. X. Murió hace diez años.

Y seguramente aún no te has repuesto de la tragedia, pensó Bernard, comprobando el gesto de angustia en las facciones de Dominici.

El sociólogo se sintió a disgusto. Hasta aquel momento, había existido una especie de comprensión y entendimiento entre los cuatro, si bien para nada se había tocado la vida privada del grupo ni de ninguno de sus componentes. Pero ahora todo parecía salir a relucir, seguramente como un alivio de la tensión sufrida, dadas las circunstancias, con sus tristes biografías, el relato de sus amores perdidos, sus frustraciones y los pequeños e íntimos problemas personales. La situación en la cabina se le hacía así intolerable. Cada uno parecía estar deseando explicar su autobiografía, mientras que los demás escuchaban. Bernard pensó que en el fondo, la culpa era suya, por haber tocado al resorte de las revelaciones.

Stone habló a su vez.

—No estuve nunca casado, por lo que en ese particular, no tengo nada que me ate a la Tierra. No es que nunca hubiese alguna mujer en mi vida; pero la cosa no marchó bien, pero eso no importa. No quiero echar raíces por el resto de mi vida en un planeta extraño a mitad del Universo de distancia de la Tierra. Morir solitario, desconocido, olvidado…

—¿Sería así la voluntad de Dios, no es cierto? —intervino Dominici—. Todas las cosas son la voluntad de Dios. Todo lo que hay que hacer es esperar a que Dios derrame sobre uno todas las dificultades y entonces, encogerse de hombros estoicamente porque esa es Su voluntad, y por tanto, es inútil quejarse. —La voz de Dominici se iba exaltando en un tono nervioso y penetrante—. ¿No es así, Havig? Usted es un experto en las cosas de Dios. ¿Cómo es que no nos ha dedicado usted sus especiales sermones para consolarnos? Nosotros… ¡Havig!

Bernard se volvió rápidamente.

Le resultó algo sorprendente lo que vio. Sentado en su litera y aislado de los demás, según era en él cosa usual, sin tomar parte en la conversación, el neopuritano estaba sufriendo en silencio lo que sin duda alguna era un ataque de histerismo.

Como otro cualquiera de los extraños aspectos de su personalidad incluso aquella histeria, era algo reprimido, introvertido.

Su cuerpo estaba siendo sacudido por una serie de sollozos, y Bernard pudo comprobar que la tremenda resistencia que Havig oponía a su expansión le estaba atacando con una demoníaca intensidad. Tenía los ojos húmedos por las lágrimas, las mandíbulas terriblemente apretadas y los nudillos de las manos, blancos de la tremenda fuerza que ejercía contra los bordes de la litera. Aquellos sollozos le hacían temblar de pies a cabeza, sin dejar escapar de su boca ni el menor sonido. El conflicto entre la disciplina y el colapso era evidente. El efecto, era totalmente asombroso.

Los otros tres parecieron helados por la sorpresa, durante unos instantes. Después, fue Dominici quien le gritó:

—¡Havig! ¡Havig! ¿Qué le ocurre? ¿Está usted enfermo?

—No… no estoy enfermo, —repuso en una voz hueca y profunda.

—¿Qué le sucede, hombre? ¿Hay algo que podemos hacer por usted?

—Que me dejen solo —murmuró el neopuritano.

Bernard se quedó mirando fijamente al neopuritano, consternado. Por primera vez, el sociólogo sintió que había penetrado a través de la máscara con que se recubría Havig y comprender lo que le ocurría.

—¿No pueden ustedes ver lo que está pensando? —dijo a Stone y Dominici—. Está pensando que toda su vida ha sido un buen hombre, observando los caminos de Dios como él los ve, trabajando de duro y rezando. Le ha adorado como supone que Él debe ser adorado. Y ahora… esto. Perdido aquí, a miles y miles de millones de millas de su hogar, de su iglesia, de su familia. De su esposa, de sus hijos. Perdido. ¿Por qué? Se siente aplastado por la realidad de esta situación. Y no sabe por qué.

El hombretón se puso en pie y echó dos pasos hacia adelante con los ojos fijos y las mandíbulas apretadas como un epiléptico.

—¡Cójanlo! —gritó Dominici presa del pánico—. ¡Se está volviendo loco! ¡Echémosle una mano o perderá el juicio!

Sin perder un segundo, los tres hombres se lanzaron sobre él. Bernard y Stone le cogieron por uno de sus largos y enormes brazos, mientras que Dominici se lanzó hacia adelante sujetándole por los hombros. Juntos, a la pura fuerza, le obligaron a tumbarse en la litera y a que permaneciera en aquella posición.

Los ojos de Havig brillaban como los de un loco con una furia incontenible.

—¡Quiten sus manos de mí! ¡Vayanse! ¡Les prohíbo que me toquen! ¿Me han oído?

—Bueno, bueno, quédese ahí y cálmese —le dijo Bernard—. Relájese, Havig. Quédese quieto, por favor; eso le hará bien.

—Cuidado con él —murmuró Dominici.

Pero Havig no ofrecía ya resistencia. Miró hacia el suelo y murmuró con una voz introspectiva:

—He debido cometer algún pecado…, tengo que haberlo hecho…; si no, ¿por qué tendría que haber ocurrido esto? ¿Por qué Él me ha desamparado a mí…, a todos nosotros?

—No es usted el primero que se hace esa misma pregunta —dijo Dominici—. Al menos se halla usted en buena compañía.

Aquella especie de opinión blasfema tuvo la virtud de sacar a Bernard de sus casillas y se encolerizó por alguna extraña razón que ni él mismo comprendió:

—¡Cállese, idiota! —restalló indignado—. ¿Es que quiere volverle loco? Denme mejor un sedante.

—De alguna forma he tenido que ofenderle sin darme cuenta —continuó Havig—. Y Él ha apartado su luz de mí. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué nos has desamparado?

Bernard sintió cordialmente una oleada de piedad y compasión tan intensa que le sorprendió interiormente. Aquél era un individuo a quien una vez había despreciado por místico y fanático, un hombre a quien había atacado en letras de molde en términos que ahora comprendía que habían sido extremados. Pero ahora la corteza de fe que recubría a Havig parecía saltar hecha añicos, y Bernard no pudo por menos que sentirse apiadado intensamente con la situación del neopuritano.

Inclinándose sobre él, le dijo con fuerza en sus palabras:

—Está usted equivocado, Havig. Usted no ha sido desamparado. Esto es una prueba…, una prueba para su fe. Dios está enviándole tribulaciones. Recuerde a Job, Havig. Job nunca perdió su fe.

Los ojos de Havig brillaron y una débil sonrisa abrió brecha en su desesperación.

—Sí, tal vez sea así. Una prueba para mi fe…, de mi fe y de la de ustedes también. Como Job, es cierto. Pero ¿cómo podemos soportarla? Perdidos aquí en el infinito…, tal vez Dios haya vuelto su rostro de nosotros, quizás… —Y cayó en un profundo silencio, mientras que las lágrimas le rodaban por las mejillas. Havig miraba implorante a Bernard, con toda su fuerza anterior perdida, mientras comenzaba a temblar como una hoja en el árbol.

Acercándose a él, Bernard utilizó diestramente el inyector sónico, presionándolo sobre una de las venas de Havig. El líquido sedante quedó instantáneamente inyectado en el torrente circulatorio del hombretón. Havig murmuró alguna cosa ininteligible, sacudió la cabeza varias veces, cerró los ojos, ya relajado, y pronto dio la impresión de hallarse dormido.

Levantándose, Bernard se limpió el sudor que le perlaba la frente.

—¡Uff! No podía esperar que sucediera esto. Y se ha presentado tan repentinamente…

—Está loco. Absolutamente loco —dijo Stone—. ¿Cómo ha podido alguien tan inestable ser enviado a bordo de esta astronave para esta misión?

Bernard sacudió la cabeza.

—Havig no es un tipo inestable, a despecho de la escena que acabamos de presenciar.

—¿Qué es, pues, de no ser un individuo inestable?

—Creo que todo esto es perfectamente comprensible. Havig es un hombre que ha construido y llevado toda su vida alrededor de una serie de sólidas creencias. Y ha vivido esas creencias no limitándose a hablar de ellas. Pueden llamarle un fanático si lo desean; yo mismo, ciertamente, podría aplicarle otra serie de nombres, y de hecho ya lo hice alguna vez. Bien, ha llegado el momento en que todo ha parecido desequilibrado para su mente y se ha sentido hundido moralmente. Seguramente ha sido algo que no ha podido resistir al creer que Dios le envía todas estas tribulaciones, sin hallarse con fuerzas para resistirlo estoicamente. No ha encontrado ninguna explicación. Y su mente se ha desbocado.

—¿Y estará bien cuando despierte? —preguntó Dominici—. ¿O volverá otra vez por las andadas?

—Creo que estará bien. Lo espero, al menos. Le he suministrado un buen sedante para que descanse profundamente, cuando menos por cuatro horas. Quizá se haya calmado mucho más cuando la droga haya hecho su efecto.

—Si va a repetir la escena —dijo Stone— tendremos que amarrarle. O mantenerle drogado, para su bien y el nuestro. Si no, va a volvernos locos a todos.

—Creo que recobrará su equilibrio —opinó Bernard—. Es un individuo fundamentalmente sólido mentalmente, a pesar de lo ocurrido.

—Creí que le había usted llamado un chiflado —objetó Dominici.

—Quizá comprenda a Havig y a sus creencias un poco mejor ahora —repuso Bernard calmosamente—. Bien, creo que deberemos volver al tema de Job cuando despierte. Si conseguimos que esa idea quede fija en su mente, será de nuevo como una torre de fuerza de ahora en adelante, y no se producirán más crisis como ésta.

—¿Job? ¿Qué es eso? —preguntó Stone. —Es un personaje de los libros de la religión judeo-cristiana —explicó Bernard—. En realidad es un gran poema. Refiere cómo el Diablo hizo una apuesta con Dios de que aquel hombre, Job, perdería su fe bajo la presión de adversas circunstancias, y así se permitió al Diablo que volcase sobre Job toda suerte de calamidades. Esto que ahora nos ocurre son pequeñas cosas en comparación. Pero Job supo mantenerse fiel, sin perder su fe en Dios, a pesar de haber perdido sus riquezas, su familia, sus amigos y verse arrojado a un muladar recubierto de llagas y ser convertido en una piltrafa humana. Nunca, ni en los momentos más increíblemente negros y desesperados, quebró su profunda fe. Y eventualmente…

Se abrió la cabina en aquel momento y entró el Comandante, seguido por Clive y Nakamura.

—¿Qué es lo que ha ocurrido aquí? He oído algunos gritos destemplados y…

—Havig ha perdido los estribos —repuso Dominici.

—¿Qué?

—La cosa no es tan desesperada —explicó Bernard—. Ha sufrido un desaliento, una especie de desesperación pasajera. De repente el Universo se ha hecho demasiado grande y pesado para él, y de alguna forma ha perdido el control de sus nervios.

—¿Ha producido algún daño?

—No —dijo Bernard—. Le metimos en su litera inmediatamente. Ahora está bajo los efectos de un sedante y creo que se encontrará perfectamente cuando despierte.

—Pues parecía un motín desde allá arriba —dijo el Comandante—. Creíamos que estaban ustedes matándose los unos a los otros.

No creo que te importase si lo hubiéramos hecho en tanto que no hubiéramos amenazado tu seguridad, pensó Bernard.

—Estará bien pronto —repitió Bernard—. ¿Qué noticias tienen ustedes? ¿Han calculado ya dónde nos encontramos? ¿O es información secreta?

Laurance le miró con agudeza y repuso:

—Estamos en la Gran Nube de Magallanes.

—¿Está eso bien definido? —preguntó Dominici.

—Tan bien definido como es posible hacerlo —declaró el Comandante sin vacilar—. Hemos encontrado la estrella S del Dorado y algunas variables del tipo RR de Lyra, de lo que estamos bien seguros. En la forma en que hemos explorado la población estelar, existen muchas Cefeidas, muchas estrellas del tipo O y B y K supergigantes, lo que concuerda perfectamente con la estructura de la formación extragaláctica de la Gran Nube de Magallanes.

—Pero ¿qué hay de estrellas del tipo Sol, como la nuestra? —preguntó ansiosamente Stone—. ¿Han encontrado ya alguna? Esas otras que usted ha mencionado no son apropiadas para pensar en quedarse en sus sistemas, ¿verdad?

—No pienso que tengamos que preocuparnos demasiado por eso —repuso Laurance con una sonrisa algo nerviosa.

—¿Qué quiere usted decir?

—Pues que las cosas ya no dependen de nosotros, que están fuera del alcance de nuestras manos.

Por primera vez, Bernard comprobó lo que debería haber sido inmediatamente obvio para él, excepto que era algo que nadie se hubiera atrevido a pensarlo. Se dio perfecta cuenta de que los cinco hombres habían abandonado la cabina de control al mismo tiempo. Aquello no había sucedido nunca en todo el viaje. Pero Laurance, Clive y Nakamura estaban allí, y Peterszoon y Hernández esperando en el exterior. Y sin nadie en la cabina de control…

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Bernard atacado de pánico—. ¿Quién pilota la astronave?

—Eso es lo que me gustaría saber —repuso Laurance, dirigiéndose hacia la pantalla visora—. Hace una hora aproximadamente que una fuerza externa nos está controlando a todos. Estamos totalmente incapacitados para maniobrar por nuestra propia, voluntad. Somos arrastrados por una mano invisible, y hacia un sol amarillo que está ya ahí mismo.

Загрузка...