V

La nave se lanzó «hacia abajo», atravesando y cortando el plano de la eclíptica para hallar la órbita del cuarto de los once planetas de aquel sistema solar, con su estrella amarillo-dorada. Adoptando una órbita de unas quinientas cincuenta millas de altura sobre el planeta, el XV-ftl realizó cuatro órbitas a su alrededor, antes de localizar el establecimiento extraterrestre. En aquel momento, quedaba en la parte oscurecida del planeta. Por el paso de luz observado en el giro de aquel cuerpo celeste, el Comandante obtuvo la conclusión de que el establecimiento procedente de otros mundos, no se hallaba a muchas horas del amanecer.

En la cabina de atrás, Martin Bernard y sus colegas negociadores yacían con sus cinturones de seguridad, escudados contra el choque atmosférico propio del aterrizaje, esperando que fuesen terminando los minutos que aún quedaban al XV-ftl para terminar la serie de espirales que le iban conduciendo al lugar preciso dentro de la oscuridad existente bajo ellos. Bernard se sintió extrañamente desamparado como una criatura, conforme el aparato iba reduciendo sus órbitas de aterrizaje. Bien, aquí estoy, pensó, envuelto en este colchón amortiguador, como una criatura en él vientre de su madre y que aún tiene que nacer. Y no más capaz que ese mismo bebé, pues soy tan inútil para gobernar esta astronave, como el bebé para salir del vientre de su madre y cortarse el cordón umbilical.

Sintió una fuerte opresión en el estómago. Su vida, todas las vidas allí presentes, estaban en manos de cinco hombres cansados y con los ojos enrojecidos por una terrible fatiga. Un cálculo mal hecho por la computación de cualquiera de ellos, y todos se estrellarían contra la superficie del planeta, de aquel planeta desconocido y sin nombre que tenían debajo a cincuenta mil millas por segundo. O podrían pasar de largo, perdiendo su objetivo, para tener que volver nuevamente a otra enervante maniobra en idéntico sentido.

Bernard torció la cabeza hasta encontrarse con la mirada de Stone. La sonrosada cara del diplomático estaba pálida y brillante por el sudor. Pero hizo un esfuerzo para devolverle un guiño amistoso.

—Creo que no me van muy bien los viajes por el espacio —dijo Bernard—. ¿Y a usted, que tal le van?

—A mí que me proporcionen siempre los viajes por la transmateria —murmuró Stone—. Pero creo que no hemos podido elegir mucho en este viaje, ¿eh?

—No, creo que no, tiene usted razón.

Se volvió silencioso de nuevo, recordando de nuevo también qué poco alcance tiene la libre acción para un ser humano. Aquella sombría idea determinista, le había martilleado la mente desde sus días de estudiante de bachillerato, cuando había comenzado a enfrentarse a poco con las series de ecuaciones sociométricas sin respuesta que cubrían la mayor parte de la conducta y de las acciones humanas. Difícilmente tenemos elección. Somos prisioneros… bien, de la necesidad, llamémosle así, a falta de un término más claro. Las solas opciones que tenemos a nuestro alcance están sólo a muy bajo nivel y tal vez, ni incluso las hayamos elegido en realidad.

La astronave comenzó a atravesar la envolvente atmosférica del planeta. Resultó una caída hábil y maestra en manos de aquellos magníficos astronautas, aunque difícil y Bernard se sintió agradecido de hallarse tumbado sobre aquella especie de cuna protectora. Nunca se había imaginado que un viaje por el espacio tuviese sus inconvenientes como los que entonces estaba padeciendo y sus aspectos crudos y difíciles. Un aparato de transmateria era algo fácil, instantáneo y limpio, agudo como el filo de una hoja de afeitar; se entraba en él, y se salía al otro extremo receptor en una fracción de segundo. Y sin tener que sufrir las fatigantes fuerzas de la aceleración y la deceleración, los cambios de velocidades y los juegos terribles de las reacciones contra diversas acciones iguales; pero opuestas.

Sonrió, dándose cuenta de cuan poco sabía de los problemas físicos de los viajes por el espacio. Él, que había empleado su luna de miel en un encantador planeta verde en el sistema de la estrella Sirio y que había gozado de algunas vacaciones en planetas de la Beta del Centauro, en Bellatrix y en la Eta de la Osa Mayor, se sentía tan ignorante de los hechos astronómicos del universo como la mayor parte de los estudiantes que construían sus primeros modelos de naves cohete[10]. Tenía que reprochárselo a la transmateria. Nadie se preocupaba de saber cómo funcionaba una astronave, cuando resultaba tan fácil entrar en los receptáculos del transmisor de materia con su verde fosforescencia y sentirse al instante en mundos alejados en años luz de distancia por el universo.

Bernard miró el planeta que crecía a ojos vistas a través de la claraboya. Se hallaban demasiado próximos para verlo como una esfera; se aparecía tremendamente aplanado y una gran parte de su masa escapada del ángulo de visión de la escotilla de observación.

Conforme el XV-ftl pasaba como una flecha por el lado iluminado por el sol, Bernard fue captando la vista de grandes continentes rodeados por las manchas azuladas de sus mares. Todo aparecía quieto, incluso las grandes nubes existentes allá abajo y la zona negra de una tormenta o un ciclón. Después, volvieron a sumergirse en la noche, donde apenas podían distinguirse sombras poco definidas.

Emergiendo del lado del día otra vez, Bernard pudo observar más claramente, por la proximidad, los plateados cursos de sus ríos y la perspectiva de sus cadenas montañosas. Un gran curso fluvial, parecía atravesar diagonalmente el mayor de los continentes, como un canal que hubiera sido construido desde el nordeste al sudoeste, proliferando en cientos de corrientes menores. Unas enormes montañas surgían en el lejano oeste y hacia el norte. La mayor parte de los continentes, aparecían de un verde oscuro, matizándose en tonos más sombríos hacia el norte y en las tierras altas.

Cerrando los ojos, Bernard hizo un esfuerzo y esperó el momento de la toma de contacto con la superficie. Llegó poco después; dándose cuenta de que estaba algo mareado como un efecto retardado, seguramente a causa de las píldoras que para la deceleración le había entregado Nakamura en la última comida. Pero se despertó súbitamente, como sintiendo la premonición de la llegada y momentos después, sintió un ligero choque apenas perceptible. Aquello fue todo.

Se había realizado un aterrizaje perfecto.

La voz de Laurance, le llegó a través del intercomunicador de la cabina.

—Hemos aterrizado sin dificultades, caballeros.

Nuestro punto de toma de contacto se encuentra aproximadamente a unas diez o doce millas del establecimiento extraterrestre. El sol deberá salir de aquí a una hora poco más o menos. Abandonaremos la nave en cuanto se haya llevado a cabo la descontaminación.

La rutina de dicha operación, fue cuestión de pocos minutos. Después, una vez que todos los productos de la radiación incidentes en la toma de contacto fueron anulados, la escotilla de salida se deslizó suavemente hacia un lado y el aire de un nuevo mundo se filtró en la astronave.

Bernard se asomó al borde, respirando y comprobando el aire de aquel planeta sin nombre. Se parecía mucho al de la Tierra, aunque creyó apreciar que tenía un contenido ligeramente mayor de oxígeno, no como para amenazar la salud de un humano, sino más bien para proporcionar al aire una calidad más rica y saludable. Era casi como respirar un suave y enervante vino blanco. Sintió, tras haber inhalado aquel aire unas cuantas veces, una confianza que le había abandonado en las horas terribles que habían precedido al aterrizaje.

—Vamos, Dr. Bernard —le dijo Peterszoon desde abajo—. No podemos esperar todo el día.

—Ah, lo siento.

Se sintió un poco avergonzado y dándose prisa descendió por la escalera metálica de la astronave hasta el suelo. Los cinco hombres de la tripulación ya estaban allí. Stone, Dominici y Havig les habían seguido.

Una fresca brisa matutina, ligeramente fría, soplaba suavemente a través de la inmensa pradera en donde habían tomado contacto con aquel nuevo mundo. El cielo aparecía todavía gris, y unas cuantas estrellas, de las más brillantes, aún eran perceptibles. Pero ya asomaba por el oriente el rosado resplandor del amanecer. La temperatura la estimó Bernard en unos cincuenta grados lo cual prometía una mañana cálida[11]. El aire tenía la transparente frescura que se encuentra en un mundo virgen donde se desconoce aún la vaharada de un horno artificial.

Podía muy bien haber sido igual a la propia Tierra en el siglo IX, pensó Bernard; pero existían diferencias sutiles; pero no menos positivas. La hierba que tenía bajo sus pies, sólo para tomar un ejemplo, surgía en tallos rectos y sus hojas de un verde azulado, triples en el mismo brote, se retorcían en una compleja estructura antes de seguir creciendo. Ninguna hierba de la Tierra había crecido de semejante forma.

Los árboles —unos gigantes de un verde oscuro y de doscientos pies de altura, con troncos de una docena de pies de espesor en la base—, también eran distintos. Del más próximo, colgaban unas piñas de tres pies de longitud; la corteza era de un amarillo pálido con estrías horizontales y sus hojas anchas y de un verde brillante, como cuchillos, tenían un pie de largo por dos pulgadas de anchura. Los grillos pululaban por el suelo; pero cuando Bernard se fijó detenidamente en uno de ellos, lo que vio fue una grotesca criatura de tres o cuatro pulgadas de longitud de color verde, con unos ojos saltones dorados y un pequeño y salvaje pico. Unas grandes setas ovales con una masa carnosa como remate en la parte superior, de casi un pie o más de diámetro, surgían por todas partes en la inmensa pradera, de un púrpura brillante contra el verde azulado de la vegetación. Dominici se arrodilló para tocar una de ellas y al tocar levemente con un dedo en el hongo, pareció desvanecerse como un sueño.

Durante un breve rato, nadie dijo una palabra. Bernard sintió una especie de extraño temor, sabiendo que los otros estaban compartiéndolo con él; era la maravilla de poner el pie en un planeta donde el género humano y la civilización no habían todavía comenzado a efectuar cambios en su apariencia. Era un planeta virginal, tal y como había quedado al salir de las manos de su Hacedor. Incluso un incrédulo como Bernard, escéptico y racionalista, no podía encontrar respuesta alguna a sus mudas preguntas.

Los hombres de la expedición permanecieron silenciosos, oyendo solamente la fresca brisa silbar suavemente entre aquellos enormes árboles, la armoniosa e invisible sinfonía de los grillos y los gritos de los pájaros, tampoco conocidos, que despertaban hambrientos saludando al nuevo día, mezclado todo ello con algún grito tenso y extraño enterrado allá en lo profundo del bosque que se extendía en una gran faja de verdor hacia el sur.

Después, la maravilla se desvaneció.

Aquel mundo no estaba realmente en estado virginal, pensó Bernard. La raza humana no había instalado ninguna colonia todavía… pero otros lo habían hecho.

En su mente surgió el desagradable pensamiento por el recuerdo del propósito que les había llevado hasta allí, entre aquella belleza primitiva. La expresión de Bernard se oscureció. ¿Cómo un mundo tan encantador como aquél podía ser una amenaza para la Tierra? Pero la amenaza no consistía en el mundo en sí mismo… Simbolizaba sencillamente la amenaza de dos culturas en colisión.

Laurance interrumpió su estado de ánimo, diciendo quieta, aunque enérgicamente:

—Nos dirigiremos al poblado a pie. Hay dos vehículos todo terreno en la astronave; pero no voy a utilizarlos.

—¿Y es necesaria esa caminata? —preguntó Bernard.

—Creo que sí —replicó Laurance, sin ocultar demasiado bien su disgusto por la afición a la comodidad de Bernard—. Creo que daríamos demasiado la impresión de una invasión armada hacia esos extraterrestres, si llegamos rodando en los vehículos. Nunca podríamos tener una oportunidad para causarles una impresión amistosa.

—En tal caso, ¿qué hay respecto a las armas? —preguntó Dominici—. ¿Tiene usted suficientes de repuesto para los cuatro? Si tenemos que defendernos, entonces…

—¿Armas? —replicó interrumpiendo bruscamente el Comandante—. ¿Espera usted realmente que llevemos armas?

—Bien… —farfulló el biofísico, vacilante por el tono de Laurance—. Por supuesto que deberíamos ir armados, aunque sólo fuese como una medida de precaución. Son criaturas extraterrestres… usted mismo ha reconocido que podrían sobresaltarse al aproximarnos…

Laurance se palpó la pistola magnum que llevaba al costado.

—Yo llevaré la única arma que necesitamos.

—Pero…

—Si esos extraños reaccionan hostilmente —continuó Laurance secamente—, todos vamos a convertirnos en mártires de la causa de la diplomacia de la Tierra. Quiero que todos y cada uno se reconcilien con esta idea por completo, aquí y ahora. Prefiero que todos seamos reducidos a cenizas por las armas de esos extraterrestres, mucho más que tener que correr el riesgo de que se le vaya la mano a alguno y comience a disparar, sólo porque pierda el control de sus nervios. No es prudente, desde luego, llevar a cabo una jornada de diez millas a pie sin alguna especie de arma defensiva y por un territorio desconocido. Por eso llevo esto. Pero no puedo permitir que irrumpamos en ese campamento de criaturas de otro mundo con el aspecto de un grupo armado. —Miró a su alrededor, para ir a detenerse con la mirada en Dominici—. ¿Está eso perfectamente claro?

Nadie replicó. Sintiéndose incómodo, Bernard se rascó la barbilla y se esforzó en dar el aspecto de un hombre que se ha hecho a la idea del martirio. Pero no lo estaba.

—No hay objecciones —dijo Laurance, más relajado—. Está bien. De acuerdo. Yo llevaré la pistola magnum; yo me responsabilizo de todas las consecuencias de llevarla a la cintura. Pueden ustedes estar seguros de que no me preocupa tanto mi supervivencia, como el que cualquiera pueda cometer una acción imprudente. ¿Alguna pregunta?

No oyendo ninguna, Laurance se encogió de hombros.

—Muy bien. Adelante, pues. Se volvió, comprobando su posición mediante una diminuta brújula que junto con otros aparatos indicadores llevaba insertos en la manga de su chaquetón de cuero y se dirigió hacia el norte. Y sin otro preámbulo, comenzó a andar en aquella dirección.

Nakamura y Peterszoon, le siguieron sin pronunciar una palabra. Clive y Hernández siguieron inmediatamente. Los cinco hombres acometieron el camino a buen paso, sin volverse ninguno a comprobar si los negociadores les seguían.

Bernard se decidió el primero a seguir a aquellos cinco hombres del espacio que ya comenzaban a alejarse, con Dominici a su lado. Les seguía Stone, con Havig con su aire reservado y severo, como de costumbre, a la retaguardia del grupo.

—No parecen tratarnos como si fuésemos personas importantes —se quejó Bernard a Dominici—. Parecen olvidar que nosotros somos la razón de que ellos se encuentren aquí.

—No lo olvidan —observó Dominici—. Sencillamente es que sienten un cierto desprecio por un equipo de hombres perezosos como nosotros. En cierta forma, se resienten de nuestra existencia. «Gente de la transmateria» suelen llamarnos, con una especie de arrogancia en la voz al decirlo. Como si es que hubiese algo moralmente reprobable en tomar el camino más rápido que exista entre dos puntos…

—Sólo hasta donde eso debilita al cuerpo en su capacidad de resistencia —opinó Havig con calma desde atrás—. Cualquier cosa que nos haga menos a propósito para soportar el paso de las dificultades de la existencia terrestre, es moralmente reprobable.

—El utilizar la transmateria, engendra realmente en nosotros un mal hábito —dijo entonces Bernard, sorprendiéndose de hallarse por primera vez de acuerdo con Havig—. Perdemos el sentido de la apreciación del universo. Desde que se inventó la transmateria, hemos olvidado totalmente cuál es el hecho que en realidad significa la distancia. Hemos dejado de pensar ya en el tiempo como función de la distancia; pero ellos no. Y por extensión y consecuencia, el hecho de que no podamos controlar nuestra impaciencia, nos hace aparecer ante los ojos de esos hombres del espacio, como hombres débiles y asustadizos.

—Y todos nosotros, débiles a los ojos de Dios —dijo Havig—. Pero algunos de nosotros, estamos mejor preparados para ir hacia Él que otros.

—¡Cállese ya! —gritó Dominici aunque sin rencor—. Todos podemos acudir a Su presencia en muy poco tiempo. No me lo recuerde…

—¿Es que tiene usted miedo de morir?

—Sólo me preocupa el pensamiento de no haber hecho todas las cosas que me hubiera gustado hacer —repuso Dominici—. Bien, dejémonos de tópicos.

—Sí, mejor es cambiar de conversación —apuntó Bernard con vehemencia—. Ese filósofo de una sola idea que llevamos atrás, no tiene otra manía que recordar su especialísima forma de ver la piedad, y…

—Observen —murmuró en son de aviso Stone.

Todos permanecieron silenciosos. El sendero que seguían se inclinaba hacia arriba ligeramente y a despecho del extra porcentaje de oxígeno en el aire, Bernard se sintió jadeando como si realizase un enorme esfuerzo. A Bernard le parecía haberse sentido un hombre fuerte por haber realizado algunos ejercicios importantes, al dar largos paseos en una casa de Djakarta; pero entonces descubrió rápidamente la mesurable diferencia fisiológica entre hacer algunos ejercicios en un gimnasio, en condiciones de relajamiento, y el tener que efectuar una subida por una colina de un mundo extraño a la Tierra.

Una especie de toxinas de ansiedad, comenzaban a correrle en el interior de su cuerpo entonces. El veneno del temor se añadía a la fatiga de sus músculos, reduciendo su capacidad física. Se dejó caer por un momento, dejando que Dominici le sobrepasara. A poco, dio un traspiés y Havig le sostuvo por el codo para rehacerse; cuando miró al que le había ayudado, vio la mueca bondadosa del neopuritano que le decía con su voz en calma:

—Amigo mío, todos damos algún traspiés en nuestro camino.

Bernard se hallaba demasiado confuso para contestarle. Havig parecía tener una fantástica capacidad para convertir cualquier incidente, por pequeño que fuese, en toda una homilía. ¿O sería que Havig estuviera remedándole en su sentido del humor? Pero no, Havig era incapaz de poseer el menor sentido del humor en su inmensa corpulencia humana.

Cuando decía algo, es que de veras y honradamente, lo sentía.

Bernard hizo un esfuerzo y continuó adelante. Laurance y sus hombres, siempre al frente, no parecían sentir la menor sensación de fatiga. Parecían caminar con botas de siete leguas, abriendo paso entre la maraña de matorrales y arbustos que parecía a veces impasables; a veces desviándose diestramente para dar la vuelta a algún árbol caído o bien pateando con fuerza manojos de aquellos enormes hongos, o sorteando impasiblemente pequeñas corrientes de agua que les llegaban por encima de los tobillos, cubriéndoles las botas.

Bernard estaba ya perdiendo toda apreciación de la salvaje belleza de aquel nuevo mundo. Hasta la propia belleza puede molestar, especialmente bajo determinadas circunstancias de falta de confort. La brillante gloria de las flores purpúreas de casi un pie que le rodeaban por doquier, junto con otras no menos hermosas y extrañas, realmente fascinantes, dejaron de llamarle la atención. La esbelta gracia de unas criaturas parecidas a un gato que saltaban en graciosos saltos al paso, como unas ráfagas flamígeras, dejó de gustarle totalmente. Los agudos o roncos chillidos de los misteriosos pájaros de aquellos enormes árboles, dejaron de parecerle divertidos, más bien los creyó insultantes.

Bernard no había comprobado nunca, en ninguna forma racional, lo que el terminó abstracto de «diez millas» significaba traducido en pasos, uno tras otro, pero efectuados por el esfuerzo corporal. Sentía los pies doloridos, agujetas en los músculos de las pantorrillas, dolores, molestos en todo su cuerpo y la embotada sensación de que iba siendo arrastrado. Y apenas si habían comenzado a caminar, pensó sombríamente. Se sentía casi próximo al colapso, tras media hora de marcha.

—¿Cree que estemos llegando? —preguntó a Dominici.

El biofísico hizo una mueca de buen humor.

—¿Está usted bromeando? No hemos recorrido más de dos millas y media, tres a lo sumo. Vamos, Bernard, tómelo con calma. Hay mucho camino todavía por delante.

Bernard hizo un gesto resignado de asentimiento. Un paso de diez minutos por milla, era probablemente bastante bueno. Ciertamente que no habrían hecho más de dos millas… una quinta o sexta parte de la jornada. Y ya se sentía cansado…

Pero no había otra cosa que fastidiarse y seguir andando. El día apenas si había comenzado entonces; el cielo ya aparecía esplendoroso y el sol daba la impresión de hallarse escondido entre los árboles, presto a salir de entre el bosque. El aire se había recalentado considerablemente también, y la temperatura tenía que haber subido a 60 grados Fahrenheit. Bernard tuvo que desabotonarse la chaqueta. Comenzó a tomar sorbos de agua de su cantimplora, en la confianza de que le quedase bastante hasta el término del camino. La vez anterior, Laurance y sus hombres habían analizado el agua y hallaron que incuestionablemente era H2O, presumiblemente potable y perfectamente apta para ser bebida, como la de la Tierra.

Pero no había quedado tiempo para elaboradas comprobaciones respecto a la existencia de microorganismos. Aunque fuese improbable que un organismo no terrestre pudiese tener graves efectos sobre el metabolismo de un hombre; Bernard no quiso hacerse a la idea de tomar semejante riesgo.

Descansaron al fin de la primera hora de camino, apoyándose la espalda, una vez sentados en el suelo, contra los macizos troncos de unos árboles caídos.

—¿Cansados? —preguntó Laurance.

Stone hizo un gesto de aprobación. Bernard emitió una especie de bufido para repetir lo mismo. En los ojos de Laurance, apareció un parpadeo especial.

—Yo también lo estoy —admitió con la mayor naturalidad—; pero hay que seguir caminando.

El sol salió a pleno cielo definitivamente, a los pocos minutos de haber reemprendido el viaje. Aparecía radiante y esplendoroso, un joven sol en plena juventud de su naturaleza cósmica. La temperatura continuaba subiendo, seguramente debería estar en los 70°. Bernard calculó preocupado que para el mediodía debería llegar a los 90° seguramente. Y recordó la frase medieval: «Los perros locos y los ingleses salen a buscar el sol de mediodía.» Se tuvo que sonreír ante tal pensamiento. No más de una o dos veces pensó de sí mismo como inglés, aun habiendo nacido en Manchester y crecido en Londres. Aquél era otro efecto de la civilización de la transmateria; proporcionaba tan maravillosa movilidad, que en realidad nadie se consideraba ligado a ninguna nación, a ningún continente, ni siquiera al mundo. Sólo en algunos instantes muy pasajeros, se le ocurrió a Bernard considerarse a sí mismo como a un inglés y así, en cierta forma nebulosa, heredero de Alfredo, Guillermo o Ricardo Corazón de León, de Churchill o de otros famosos habitantes de lo que había sido la Inglaterra del distante pasado.

Los perros locos y los ingleses salen a buscar el sol a mediodía.

El doctor Martin Bernard se enjugó el sudor de la frente y haciendo un sombrío esfuerzo forzó a sus piernas a llevarle hacia adelante.

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