II

Cuatro horas más tarde, la totalidad del Arco-nato se reunió en el Centro Arconata en una sesión extraordinaria[4] convocada por McKenzie. Los trece hombres que gobernaban la Tierra y su red de mundos esparcidos en el espacio, se reunieron en el Gran Salón situado en el piso 109 del edificio del Centro.

Habían llegado desde todas las partes del mundo, con devota sumisión a la llamada de McKenzie y con sus respectivas responsabilidades, tomando asiento en sus lugares preestablecidos de antemano, tradicionalmente alrededor de la gran mesa rectangular. En el lugar de honor, tomaba asiento el Geoarca, el anciano Ronholm, nominalmente el primero entre los trece miembros iguales que comprendía el Arconato. A la derecha de Ronholm, se sentaba el actual Tecnarca McKenzie. A la izquierda, estaba Wissiner, Arconte de Comunicaciones. Junto a Wissiner, Nelson, Arconte de la Educación; Heimrich, Arconte de la Agricultura; Vornik, Arconte de la Salud; Lestrade, Arconte de Seguridad; Dawson, Arconte de las Finanzas. A la derecha de McKenzie estaban Klaus, Arconte de Defensa; Chang, Arconte de las colonias; Santelli, Arconte de los Transportes; Minek, Arconte de la Vivienda; y Croy, Arconte de la Energía.

Como Arconte de la Tecnología, Ciencia e Investigación, McKenzie era el hombre más importante de todos los reunidos; pero observaba el protocolo meticulosamente, y en tal sentido, dejó que el Geoarca Ronholm pronunciase las primeras palabras.

—Nos hemos reunido hoy en esta sesión extraordinaria —dijo el anciano— para oír los asuntos que el Tecnarca considera de primerísima importancia para el futuro bienestar de nuestros mundos. Cedo, pues, la palabra y la presidencia de esta Reunión a nuestro Tecnarca, el Arconte del Desarrollo Tecnológico.

McKenzie habló entonces sin ponerse en pie:

—Miembros del Arconato: hace sólo cuatro horas que una astronave aterrizó en Australia tras haber llevado a cabo un viaje de casi diez mil años luz de distancia en menos de un mes, y de este mes, casi más de tres semanas se han empleado en exploraciones. El viaje actual entre las estrellas, es virtualmente casi instantáneo. Esto es, evidentemente, un gran motivo de regocijo y por ahora ya contamos con muchas estrellas que están al alcance de nuestra mano por la duración de nuestras vidas. Pero existe un factor que complica las cosas. Voy a llamar ahora al Dr. John Laurance, Comandante del XV-ftl que ha vuelto hace sólo pocas horas, de este inolvidable e histórico viaje, quien explicará la naturaleza de este factor de complicación a toda esta respetable Asamblea.

McKenzie hizo un gesto y Laurance se adelantó con su esbelta figura el centro de la Gran Sala. Los cinco hombres de la tripulación de la nave super-lumínica, permanecían de cara al Arconato.

Los cinco hombres habían permanecido sin dormir por algo más, ya, de treinta y seis horas; pero el Tecnarca creyó conveniente llamarles a la sesión extraordinaria del Arconato y así no había existido la oportunidad de haber descansado, ni para Laurance, ni sus compañeros de tripulación. Apenas si habían tenido tiempo de afeitarse la barba, arreglarse el cabello, lavarse y tratarse con estimulantes contra la fatiga, antes de acudir a la Gran Sala.

Laurance avanzó hasta hallarse a veinte pies de distancia de los Arcontes. No mostraba ningún temor, simplemente un respeto normal ante aquellas jerarquías mundiales. Era un hombre de cuarenta años, de espesos cabellos ya algo grises en las sienes y un rostro inteligente y noble, enérgico y vivaz, que dejaba mostrar la tensión natural de su reciente viaje. Sus ojos, de un gris pálido, tenían una mirada cálida que reflejaban la rapidez lúcida de su gran mente y la musculosa y felina constitución de su cuerpo. Con una voz solemne, profunda y segura, comenzó a hablar:

—Excelencias: Fui elegido por ustedes para mandar la primera nave tripulada interestelar Daviot-Leeson. Dejé la Tierra el día primero del pasado Quinto Mes, con mi tripulación de cuatro hombres, aquí presentes. Viajando a velocidad constante interplanetaria, alcanzamos la órbita de Plutón[5] como zona asignada de seguridad, para efectuar allí la conversión de la propulsión Daviot-Leeson.

«Dejamos así el universo “normal” a la distancia de cuarenta unidades astronómicas aproximadamente[6] de la Tierra y continuamos nuestra ruta precalculada durante diez y siete horas, hasta llegar a la posición pretendida. Haciendo uso de la propulsión Daviot-Leeson de nuevo, volvimos al espacio “normal” encontrando, ciertamente, que habíamos alcanzado nuestro objetivo, la estrella NGCR 185.143, que se halla de la Tierra aproximadamente a 9.800 años luz[7].

Esta estrella es una del tipo G, de la familia de nuestro Sol con once planetas en órbita en su sistema. Siguiendo nuestras instrucciones, fuimos tomando contacto y aterrizamos en el cuarto planeta, muy similar a la Tierra y apropiado para futura colonización. Pero para nuestra gran sorpresa, hallamos que se estaba construyendo una ciudad en ese planeta.

Sobre el estrado, McKenzie frunció el entrecejo. La narración de Laurance había sido tan totalmente clara y sencilla, esquemática y sinóptica, que el hombre que había sido el héroe que había llevado a cabo la maravilla del primer viaje interestelar a velocidades superlumínicas, había convertido semejante hazaña de significado incalculable, en un informe casi mecánico, la que tuvo la virtud de irritar interiormente al Tecnarca.

—Bien, háblenos de los seres extraños que vieron allá —dijo McKenzie.

—Sí, Excelencia. Envié a Hernández y a Clive a reconocer el terreno. Estuvieron observando a los extraterrestres durante varias horas.

—¿Y pasaron inadvertidos? —preguntó McKenzie.

—Por lo que sabemos, así es.

—¿Y qué aspecto tienen esos seres extraños? —preguntó entonces el Arconte de Defensa, Klaus, con su voz firme y escudriñadora.

—Son humanoides, Excelencia. Tenemos fotografías de ellos, dispuestas para ser observadas. Tienen casi dos metros de altura, andan sobre dos piernas y respiran oxígeno. En muchos aspectos tienen un gran parecido con nosotros. La pigmentación de la piel es verde, aunque observamos que algunos la tienen de color azul. En cierta forma, parece ser que disponen de una estructura esquelética más compleja que la nuestra; por ejemplo, sus brazos tienen un doble codo, lo que les permite efectuar movimientos en todas direcciones. Por lo que pudimos observar a cierta distancia prudente, parece ser que tienen en sus manos siete u ocho dedos. En resumen, tienen todo el aspecto de una raza inteligente y plena de energía y que se encuentra en un estadio evolutivo prácticamente igual al nuestro.

El Arconte de Seguridad, preguntó con calma:

—¿Está usted seguro de no haber sido observado?

—No prestaron la menor atención al exterior de nuestra nave. En todas las ocasiones, mis hombres permanecieron escondidos mientras les observaban. Tras dos horas de observación, dejamos el cuarto planeta de que acabo de hablarles y seguirlos hacia el tercero del sistema, que también es de un tipo aproximadamente igual al de la Tierra y de la misma forma, se estaba procediendo a la construcción de colonias. Desde allí, seguimos ya en propulsión hiperespacial hacia una estrella situada a dos años luz de distancia, en cuyo sistema se estaba llevando a cabo una colonización parecida. Una tercera visita, a siete años luz, nos mostró idéntico proceso, se construían igualmente colonias vivientes del mismo tipo. Hemos llegado a la conclusión cierta de que se trata de un movimiento sustancialmente colonial y que se está llevando a cabo en ese sector del espacio. Tras nuestra visita al tercer sistema solar, lo abandonamos y pusimos proa a la Tierra a donde hemos llegado, como saben sus Excelencias, hace unas pocas horas.

No estamos solos, pues —dijo el Geoarca Ronholm, casi medio para sí mismo—. Otros seres también exploran el espacio en busca de colonias, de espacio vital…

—Sí —interrumpió McKenzie crispado—. Construyendo colonias también. Creo que estamos sometidos a la amenaza más grande que jamás haya tenido nuestra historia humana…

—¿Y por qué dice eso? —preguntó Nelson, el Arconte de Educación—. ¿Sólo porque otra especie que se halla a diez mil años luz de distancia está extendiéndose a algunos planetas, puede usted obtener esas conclusiones?

—Sí que puedo, y lo mantengo. Hoy, la esfera de mundos de la Tierra y la de esos extraños, se hallan distanciadas por diez mil años de luz. Pero nosotros tendremos que expandirnos constantemente, incluso olvidando por un momento la nueva propulsión espacial, y así lo hacen ellos. Es una colisión entre mundos distintos. No una colisión entre naves del espacio, de planetas o incluso de estrellas; es una colisión inevitable entre dos imperios estelares, el suyo y el nuestro.

—¿Tiene usted algo que proponer? —preguntó el Geoarca.

—Sí —repuso McKenzie—. Tenemos que entrar en contacto con esas criaturas inmediatamente. No dentro de cien años a partir de ahora, ni el año que viene, sino en la semana próxima. Tenemos que mostrarles que nosotros también estamos presentes en el Universo, y que es preciso llegar a alguna especie de acuerdo, ¡antes de que se produzca la colisión!

Se produjo una pausa de completo silencio. McKenzie miró fijamente a la persona del Comandante Laurance, de pie ante la Asamblea y flanqueado por sus hombres.

—¿Cómo sabe usted que esos… extraños tienen algunas intenciones hostiles, en absoluto? —preguntó entonces el Arconte de Seguridad, Lestrade.

—La intención hostil no tiene ahora importancia. Ellos existen, existimos nosotros. Ellos colonizan su zona del espacio, nosotros la nuestra. Nos encaminamos inevitablemente a un choque.

—Bien, haga sus recomendaciones, Tecnarca McKenzie —indicó el Geoarca con voz inalterada.

McKenzie se puso en pie.

—Mi recomendación es que la astronave que ahora es capaz de atravesar el espacio a velocidades superlumínicas y que acaba de regresar, se envíe inmediatamente al espacio; pero esta vez llevando consigo un grupo de negociadores, quienes puedan entrar en contacto directo con esos extraños. Los negociadores, intentarán, por todos los medios a su alcance, el descubrir cuáles son los propósitos de esos seres y llegar a un acuerdo de cooperación, en el que ciertas zonas de la Galaxia queden reservadas para una ü otra de las razas colonizadoras.

—¿Y quién va a pilotar la astronave esta vez? —preguntó el Arconte de Comunicaciones.

McKenzie pareció sorprendido.

—¡Vaya! Ya tenemos una tripulación bien entrenada y que ha demostrado su magnífica capacidad para hacerlo.

—Acaban de regresar de un viaje de un mes por el espacio —protestó el Arconte Wissiner—. Esos hombres tienen familias, parientes, amigos. ¡No pensará usted en volver a enviarlos inmediatamente!

—¿Sería mejor arriesgar nuestra única astronave superlumínica disponible por ahora en manos de hombres sin experiencia? —repuso McKenzie—. Si el Arconato lo aprueba, presentaré dentro de breves días una lista de los hombres capacitados para llevar a cabo las negociaciones a que me he referido y para que traten con esas criaturas extraterrestres. Una vez estén de acuerdo, la astronave deberá salir inmediatamente. Ahora dejo la cuestión en vuestras manos.

McKenzie volvió a su asiento. Siguió su debate breve y sin gran fuerza, aunque varios de los Arcontes se resentían privadamente de los métodos tan directos del Tecnarca; sin embargo, raramente votaban en contra de sus decisiones o propuestas cuando llegaba el momento de hacerlo. McKenzie había demostrado tener razón siempre, demasiadas veces en el paso, para que cualquiera se opusiera a él entonces.

Permaneció sentado tranquilamente, escuchando la discusión y tomando parte en ella sólo cuando era necesario para defender algún punto. Sus facciones no reflejaban ninguna de las sensaciones amargas que le habían trastornado desde la vuelta del XV-ftl. Había vuelto a recobrar su temple y su gran poder de visión y de mando. Pero en su mente aquel gran problema no dejaba de dar vueltas y más vueltas.

Extraños que construyen colonias, pensó preocupado. El brillante juguete que era el universo quedaba así empañado en la mente del Tecnarca. Él había soñado con un universo de planetas que sólo esperaban la llegada del hombre y a través de los cuales el género humano pudiese expandirse como la corriente viva de un río poderoso. Pero no era ya así; tras cientos de años, se habían hallado otras especies inteligentes como el hombre. ¿Iguales? Así parecía… de no ser peor aún la cosa. Fuesen cuales fuesen sus capacidades, el hecho significaba que el género humano estaba ya limitado y que una parte importante o tal vez el resto del universo le estaba prohibido, vallado. Y en tal respecto, McKenzie no podía por menos que sentirse disminuido.

No había otra cosa que negociar, que salvar alguna porción de la infinitud del Imperio de la Tierra. McKenzie suspiró. El hombre mejor calificado para ser el Embajador de la Tierra era él mismo. Pero la Ley prohibía a un Arconte abandonar la Tierra; sólo renunciando al arconato podría acompañar al equipo diplomático de negociaciones…, pero tal renuncia le resultaba imposible considerarla.

Esperó, impaciente en su asiento, a que el debate se terminase pronunciándose la Asamblea en uno u otro sentido. Esperó tener el voto de confianza necesario. Pero debía esperar.

Esperar a que Dawson hubiera terminado de exponer si la extensión del género humano era financieramente prudente, a que Wissiner expusiera sus puntos de vista sobre la eficacia de la negociación; hasta que Croy hubiese agotado la objeción de que tal vez los extraterrestres estuvieran expandiéndose en otra dirección; o que Klaus hubiera terminado de sugerir de una forma velada que una guerra inmediata, y no las negociaciones, fueran el procedimiento más derecho y eficaz.

Y así continuó el debate, donde cada Arconte exponía su preocupación personal, mientras que los cinco astronautas, fatigados y deshechos por el viaje que acababan de realizar, asistían al desacostumbrado espectáculo de presenciar las discusiones de la oligarquía que gobernaba la Tierra. Al final, el Geoarca llamó la atención de la Asamblea del Arconato con su voz de anciano suave, calmosa y temblona :

—Puede procederse a la votación.

Y se llevó a cabo la votación. Cada Arconte manipuló secretamente con un dispositivo oculto bajo su sección de la mesa. Hacia la derecha, significaba el apoyo a la medida a tomar, y la izquierda la oposición. Por encima de la mesa, un globo resplandeciente registraba el voto secreto de los Arcontes. El blanco era el color de la aceptación incondicional, y el negro el veto rotundo a la medida o proposición expuesta. McKenzie fue el primero en operar su conexión privada: un destello de luz blanca comenzó a danzar en la profundidad moteada de gris del interior del globo. Un instante más tarde, una chispa de negro puso su lóbrego contraste. ¿Sería el voto contrario de Wissiner?, pensó McKenzie. Después, otro blanco, seguido de otro negro. El matiz general del globo comenzó poco a poco a inclinarse hacia el color blanco, aunque inciertamente todavía. El sudor perlaba la frente del Tecnarca. El color iba haciéndose más claro conforme avanzaba lentamente la votación.

Al final, el globo mostró el puro blancor de la unanimidad de la votación. El Geoarca tomó la palabra.

—La propuesta es aprobada. El Tecnarca McKenzie preparará los planes oportunos para la misión negociadora y la presentará a este Arconato para nuestra aprobación. Esta reunión queda, pues, prorrogada hasta ser nuevamente convocada por el Tecnarca.

Levantándose, McKenzie descendió de su asiento privilegiado de honor en el estrado y se dirigió hacia los cinco astronautas, que en silencio se miraban el uno al otro, llenos de incertidumbre.

Esperaban a pie firme en el centro de la Gran Sala. Al aproximarse, uno de ellos, Peterszoon, el rubio gigante, le miró con una expresión de inequívoca hostilidad y desagrado.

—¿Podemos marcharnos, Excelencia? —preguntó Laurance, obviamente haciendo un esfuerzo para contener su estado de ánimo.

—Un momento. Quisiera decirles unas palabras.

—Por supuesto, Excelencia.

McKenzie hizo un esfuerzo para configurar una especie de sonrisa con sus rudas y graves facciones.

—No he venido a pedirles excusas, muchachos; pero sí quiero decirles que sé mejor que nadie cuánto necesitan y se merecen ustedes unas vacaciones. Pero lamento que todavía no puedan disfrutarlas. La Tierra les necesita y sólo ustedes pueden llevar nuevamente esa astronave al espacio. Ustedes son lo mejor que tenemos; ésa es la única razón de que tengan que ir.

Y fue mirando uno a uno, Laurance, Peterszoon, Nakamura, Clive y Hernández. Una ira mal disimulada brillaba en los ojos de todos. Su mirada era claramente desafiante, y tenían toda la razón para hacerlo. Sin embargo, todos tenían profunda conciencia de ver lo que había más allá de la situación personal presente.

—Bueno, ¿dispondremos de un par de días, al menos, Excelencia? —preguntó Laurance en un tono de firmeza deliberado.

—Eso como mucho —repuso el Tecnarca—. Pero tan pronto como se reúnan los negociadores tendrán que salir.

—¿Cuántos van a reunir? La astronave no puede llevar a más de nueve personas, diez como máximo.

—No designaré muchos. Un lingüista, un diplomático, un par de biofísicos y un sociólogo. Tendrán sitio suficiente. —Y el Tecnarca sonrió de nuevo—. Sé que es una mala pasada tener que volver a enviar a ustedes a otro viaje interestelar casi en el momento de regresar de las estrellas y un mes de ausencia en el espacio. Pero sé que ustedes lo comprenderán. Y… si de algo les vale…, tendrán la gratitud del Tecnarca para toda la vida.

Era todo lo que podía decir el Tecnarca sin rebajarse más desde su alto puesto en el Arconato mundial respecto a cualquier ser ordinario del mundo corriente, fuese quien fuese. La sonrisa desapareció de sus labios, hizo un gesto de frío saludo, cortés, pero rígido, y se alejó de los astronautas.

Laurance y sus hombres se marcharon también.

El problema ahora consistía en reunir la misión negociadora.

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