VIII. TRANSPORTE

El planeador no aterrizó, ya que su piloto era demasiado prudente para hacerlo. Fuera lo que fuera lo que emitía aquellos destellos en la playa, casi con certeza que no era una plataforma de lanzamiento, y si tomaba tierra se vería obligado a quedarse allí. El tenía también sus libros y ninguna intención de arriesgarlos. Sin embargo, pasó lo suficientemente bajo para descubrir las figuras de Dar y Kruger, quedándose tan perplejo del último como Dar en su momento lo había estado.

Una de las ventajas de un planeador es su silencio. Esta característica, unida al hiperagudo oído de los abyormitas, hizo posible una conversación entre Dar y el piloto del planeador. Fue llevada a cabo a ráfagas, mientras el aeroplano giraba al borde de la selva, recuperaba la altura que había perdido y volvía a dar otra pasada. Finalmente, Dar pudo transmitirle el hecho que consideraba como más importante: las incidencias de sus libros.

— Entendido — gritó el piloto por fin —. Llevaré mi carga y daré después tu informe. Mejor será que os quedéis donde estáis. ¿Hay algo más que los Profesores deban saber?

— Sí. Mi compañero. Puedes ver que no es una persona. Sabe mucho que no está en los libros; debía ir a presencia de los Profesores.

— ¿Habla?

— Sí, aunque no muy bien. Tiene palabras propias que son diferentes de las nuestras, no habiendo aprendido aún completamente nuestro idioma.

— ¿Sabes tú algo del suyo?

— Algo sí.

— Entonces tal vez será mejor que te llevemos a ti también. Ahorrará tiempo, y no nos queda mucho.

— No estoy seguro. pero me parece que no se muere en el momento indicado; confía en vivir más tiempo. Puede que no haya necesidad de darse prisa.

Una de las frecuentes interrupciones para recuperar altura permitió al piloto dirigir esta información al pasar de nuevo: — En cualquier caso estáte junto a él. Infórmate de la decisión de los Profesores. Si pudieran improvisar una catapulta capaz de lanzar un planeador de cuatro plazas las cosas irían más de prisa, ya que las portátiles es posible que estén desmanteladas — se fue y empezó a girar de una forma determinada para ganar altura, mientras que Dar pasó a informar al chico de las numerosas partes de la conversación que no había oído o entendido.

— Lo sospeché, pero lo encontraba difícil de creer — dijo Kruger por fin.

— ¿Qué?

— Que ese momento al que con tanta frecuencia te refieres es el fin de tu vida. ¿Cómo es posible que sepas cuándo vas a morir?

— Lo he sabido toda mi vida; es parte de la ciencia que hay en los libros. La vida nace, y dura un tiempo determinado, y luego se acaba. Es por ello que los libros deben ir a las Murallas de Hielo, para que los Profesores puedan utilizarlos y ayudar a instruir a la gente que venga después.

— ¿Quieres decir que todo el mundo se muere al mismo tiempo?

— Por supuesto. Prácticamente todas las vidas comenzaron a la vez, excepto para los pocos que habían tenido accidentes y que tuvieron que volver a empezar.

— ¿Cómo morís?

— No lo sabemos, aunque puede ser que los Profesores sí. Siempre nos han dicho el momento, pero no la manera.

— ¿Qué tipo de gente son esos Profesores?

— No, si no son gente. Son… Profesores. Es decir, parecen personas, pero son mucho mayores, más incluso que tú.

— ¿Se parecen más a los tuyos que yo o hay alguna otra diferencia como las existentes entre tú y yo? — Son exactamente iguales que yo, excepto por el tamaño…, y lo mucho que saben, por supuesto.

— ¿Y viven de una generación a la otra, esto es, más tiempo que un grupo normal de gente, y llegan a conocer al siguiente cuando la gente normal se muere en su totalidad al llegar el momento?

— Así lo dicen ellos y los libros.

— ¿Cuál es el tiempo que soléis vivir normalmente?

— Ochocientos treinta años. Llevamos ya ochocientos dieciséis — Kruger pensó esto, y tras hacer un poco de aritmética mental se puso a pensar cómo se sentiría si supiera que no le quedaban más de nueve meses de vida. Sabía que le afectaría; Dar Lang Ahn parecía darlo por supuesto y Kruger no pudo evitar preguntarse si su pequeño amigo albergaría algún reprimido deseo de tener una vida más larga. No se atrevió a preguntarlo, pues ya parecía ser materia bastante delicada. Dejó que la conversación siguiera el rumbo que Dar la estaba dando. El pequeño piloto parecía sentir lástima por él; por fin, Kruger se dio cuenta, dado que no sabía cuándo iba a terminar su propia vida; al no tener las palabras precisas para expresar sus sentimientos, y resultar éstos demasiado abstractos para ser claramente explicados, el chico tuvo la definitiva impresión de que la incertidumbre de un asunto como aquél era algo que a Dar no le gustaría afrontar.

— Pero ya es suficiente conversación sobre el tema — Dar también parecía apercibirse de estar al borde de tocar un asunto que pudiera ser molesto para su compañero —. El piloto ha sugerido que tratemos de improvisar una catapulta para que puedas ser llevado con ellos. Es preciso que empecemos antes de que vuelvan. Todo lo que necesitamos son los palos, ya que ellos traerán con seguridad los cables.

— ¿Cómo funciona la catapulta?

Dar le dio una explicación. Al parecer era una honda más grande de lo normal. La complicación en su construcción parecía residir primero en la necesidad de situarla de forma que pudiera lanzar el planeador a una altura considerable, y segundo en tener la certeza de que la estructura del soporte a la cual iba enganchado el cable pudiera soportar la tensión, ya que una masa de madera endeblemente encajada que se soltara de repente y se abalanzara sobre el planeador podía resultar decididamente desagradable. La primera condición no parecía difícil de cumplir en la orilla del mar; la segunda era un problema de experiencia. El trabajo era realmente más sencillo que construir una balsa, ya que los trazos de madera eran mucho más delgados. Kruger cortó la mayoría, siguiendo instrucciones de Dar; el pequeño nativo los situó y clavó con rapidez y maña.

Arren, con su perezoso movimiento sobre el horizonte, marcaba el paso del tiempo, pero ninguno de los dos trabajadores le prestaba especial atención. Paraban para cazar y comer o para descansar lo imprescindible, pero Kruger nunca supo con exactitud cuánto tiempo tardó el planeador que habían visto en completar su viaje al casquete polar y la expedición de rescate en ser organizada y llegar adonde ellos se encontraban. Fue con seguridad menos de un año, ya que en ningún momento vieron a Theer entre ambos instantes, pero cuando vieron los planeadores enfrente, por el mar, la catapulta estaba preparada.

La máquina se posó razonablemente cerca de la catapulta. Otras dos la siguieron en el plazo de media hora y un piloto solo bajó de cada una de ellas. Dar hizo las presentaciones; los tres eran conocidos suyos. Ni entonces ni después le fue posible a Kruger distinguirlos, y se sintió avergonzado de no poder distinguir a Dar por otro medio que a través de las familiares manchas, muescas y raspones de los arreos de su amigo y las hebillas de hierro que había utilizado para llamar la atención.

Los otros tenían pedazos de metal encima, pero no con la misma finalidad; las hebillas de sus arreos parecían ser de una materia semejante al cuero.

Se llamaban Dar En Vay, Ree San Soh y Dar Too Ken. A Kruger le molestó tantos Dars, dándose cuenta de que no podría acortar más por comodidad el nombre de su amigo. Se preguntó si los nombres tendrían algún tipo de connotaciones familiares, aunque por lo que Dar Lang Ahn le había estado contando parecía improbable.

Uno de los planeadores era considerablemente mayor que los otros dos; Kruger se supuso que debía ser el «cuatro plazas» que había mencionado el otro piloto. Dar Lang Ahn le llamó y todo el grupo se puso a pensar la mejor manera de acomodar al relativamente gigantesco cuerpo humano. El puesto de control tenía que ser naturalmente dejado para el piloto; si se tenían que quitar los otros tres asientos, no quedaba nada para sostener a Kruger, aparte la débil envoltura del fuselaje. Ninguno de los asientos era suficientemente grande para que cupiera en él, aunque tenían una forma bastante razonable desde el punto de vista humano. La solución final fue un improvisado soporte de ramas delgadas, más parecido a un colchón que a un asiento que parecía lo suficientemente resistente para impedir que Kruger atravesara la tela, y ligero para ajustarse a las bastante exactas condiciones de estabilidad del planeador, condiciones que habían sido ya un poco forzadas por las características físicas del chico.

Kruger supuso que tendría que pasar algún tiempo entre la desaparición de la raza y la aparición de la siguiente, aunque cuando formuló esta pregunta al grupo ninguno supo darle una respuesta. Los tres recién llegados se quedaron atónitos ante la pregunta, y desde entonces empezaron a mirarle como un fenómeno más extraño de lo que su ya raro aspecto indicaba. El piloto del planeador grande no puso ninguna pega a que Dar lo condujese mientras Kruger estuviera a bordo.

Hechos todos estos preparativos, Dar preguntó dónde podía encontrarse el resto de la flota, o si un grupo de aquel tamaño estaba destinado a atacar el poblado donde estaban sus libros. Ree San Soh le respondió.

— No vamos a ir aún a ese poblado. Los Profesores quieren tener un informe más completo de la situación, que sólo tú puedes dar, y desean ver también a tu compañero, Kruger. Dijiste que sabía más de lo que hay en los libros, así que pensaron que es más importante llevarle a las Murallas de Hielo antes, en especial si sufre con el calor.

Dar Lang Ahn admitió la fuerza del argumento, aunque un hábito que duraba ya una vida le hacía no sentirse del todo satisfecho con el tema de su carga perdida. Kruger aplaudió la decisión; cada vez que oía la palabra que había decidido debía significar «hielo» le entraba morriña. Un baño turco está bien de vez en cuando, pero había estado metido en uno durante la mayor parte de un año terrestre.

No hubo dificultades con el lanzamiento. Por turno, cada planeador fue anclado a la distancia correcta, el cable enganchado a su morro, y una ligera y no tirante cuerda se tendía hasta el soporte mediante una polea y de nuevo a un cabrestante. Giraron este último hasta que la parte tirante de la cuerda llegó al soporte y entonces se soltó la primera cuerda y se guardó, y el planeador fue soltado. Al ser lanzado sobre el soporte, el gancho se desprendió de su nariz, dejando que la operación pudiera ser repetida con el siguiente planeador.

La única variación surgió con el último planeador, que fue el que usaban Dar Lang Ahn y Kruger. En este caso el cable suelto era atado al soporte en vez de al aparato, el cabrestante instalado en un soporte en la cabina del piloto y el planeador anclado con un nudo deslizante que podía ser desatado por el piloto desde su posición. A consecuencia de esto, el cable subió al aire con ellos y fue enrollado por Kruger cuando estuvieron ya a salvo en ruta. Dar esperó que terminara esta operación para comentar las consecuencias que habría acarreado el que el gancho se enganchara en el soporte de lanzamiento.

— ¿Pero no tenéis ningún medio de soltar el final del cable si esto sucede? — preguntó Kruger.

— Se ha intentado, pero el piloto no suele reaccionar con la suficiente rapidez como para sacar provecho de ello. No te enteras de que está liado hasta que el cable te arranca la nariz y te expide fuera de tu cinturón de seguridad — Kruger tragó saliva y se quedó callado.

El vuelo resultó interesante, pero falto de incidentes. A Kruger le pareció, claro, lento; Dar no se podía dirigir en línea recta a sus objetivos. Tenía que deslizarse de una corriente de aire a la siguiente, no estando Kruger en absoluto seguro de cómo encontraba las que subían. Dar, por supuesto, no siempre podía explicar lo que sabía, pues le costó mucho tiempo, unos cuarenta años terrestres, aprenderlo, y difícilmente podía impartirlo todo en un solo vuelo.

Una cosa era cierta: Dar Lang Ahn se habría llevado casi sin darse cuenta cualquier premio que se hubiera ofrecido en la Tierra a pilotos de vuelo a vela. El simple hecho de que el presente vuelo cubriera más de mil quinientas millas no era la principal razón para ello, sino el hecho de afrontarlo como algo normal, sin más preocupaciones sobre la posibilidad de un fracaso de las que hubiera tenido un hombre al empezar a dirigirse desde Honolulu a Nueva York. Al pasar las horas y no aparecer ninguna señal de la costa del otro lado, Kruger empezó a darse cuenta de ello.

Cuando por fin apareció la costa, era completamente diferente de la que habían salido, pues aquélla era relativamente plana, menos por los esporádicos conos volcánicos, y ésta era áspera. Había sistemas montañosos producidos al parecer por movimientos del terreno y por defectos en las rocas; eran aparentemente montañas jóvenes, como los geólogos las hubieran clasificado. Escarpados acantilados, miles de pequeños arroyos ricos en cascadas y rápidos, agudos y desnudos picos, todo contaba la misma historia.

Las corrientes de aire eran increíblemente complicadas y Dar las bordeaba con una habilidad rayando lo sobrenatural. Los otros planeadores habían desaparecido hacía ya largo tiempo, al haberles permitido su menor peso hacer saltos de corriente a corriente a los cuales Dar no había querido arriesgarse.

Con la costa enfrente, Dar empezó a escorarse a la izquierda y la cruzó con un gran sesgo. Normalmente, estaban a demasiada altura para poder ver ningún animal ni los detalles de las selvas que recubrían las lomas superiores de las montañas, pero a veces el planeador seguía al lado de sotavento de un valle para utilizar las corrientes de aire hasta la siguiente cordillera, y Kruger podía ver cómo los árboles eran diferentes. Una razón resultaba evidente: la temperatura era más baja, como Kruger podía atestiguar. En las alturas mayores a las que llegaba el planeador se había sentido a gusto en la primera parte del viaje, pero ahora el sitio mejor estaba mucho más cerca del suelo.

Esto empeoró con el paso de las horas. Kruger no estaba seguro de lo que viajaron, pero advirtió que debían haber sido cientos de millas. Estaba cansado, hambriento y sediento. Dar parecía insensible a todos estos males, así como al frío, que casi estaba logrando que Kruger echara de menos la selva. Habían hablado poco en varias horas, pero cada vez que Kruger pensaba cuánto tiempo duraría aún el viaje no lo hacía, pues no quería que pareciera que protestaba. Por fin, fue Dar quien habló.

— No vamos a poder llegar antes de que se haga de noche — dijo de repente —. Tendré que aterrizar pronto y seguir cuando vuelva a salir el sol.

Kruger miró a la estrella azul, en cuyos movimientos hacía largo tiempo que no reparaba. Dar tenía al parecer razón. Arren estaba en el horizonte detrás de ellos y un poco a la derecha del planeador; se estaba poniendo con lentitud. Kruger trató de aprovechar esto para hacerse una idea de su situación en el planeta; debía significar algo, ya que había visto el sol azul en el horizonte durante más de seis meses terrestres. Una cuestión parecía clara, y era que Theer no saldría aquel año. Habían cruzado al «lado oscuro» de Abyormen. Un casquete polar pareció de repente distinguirse en el paisaje.

Sin embargo, a juzgar por el ángulo en que se ponía la estrella, ésta no iría muy debajo del horizonte, decidió Kruger, comunicando a Dar su conclusión.

— No estará lo suficientemente oscuro para no poder ver, ¿verdad? — preguntó.

— No; pero no solemos volar cuando ninguno de los dos soles está en el cielo — fue la respuesta —. Las corrientes de aire vertical son más raras y difíciles de identificar a cualquier distancia. Sin embargo, haré lo que pueda para llegar a las Murallas antes de que el sol se ponga; no tengo demasiadas ganas de estar quince o veinte horas sentado en lo alto de una colina — Kruger participó de todo corazón en este deseo.

Era difícil decir lo que la estrella hacía, ya que subían y bajaban con mucha rapidez, pero no había ninguna duda de que se estaba poniendo. Su atención se concentraba en la estrella que desaparecía, pero no tanto como para impedirle observar el paisaje que había debajo, apareciendo el casquete polar algo antes de que se diera cuenta de ello.

Después de esto, advirtió ya muy pocas cosas más.

Un gran río que se encaminaba hacia el ahora distante mar fue la primera advertencia que recibió. Siguiendo su curso hacia arriba, vio que procedía de una gigantesca pared que brillaba color rosa con los casi horizontales rayos de Alcyone. Tardó varios segundos en darse cuenta de que la pared era el pie de un glaciar. El río seguía tierra adentro, pero era ya un río de hielo. Las montañas iban siendo realmente más altas en el centro del continente, pero desde el punto de vista de Kruger parecían menores, ya que sus bases estaban enterradas con lo que parecía nieve acumulada durante siglos. Desde todo lo alto a lo que podía subir el planeador no se podía ver más que como el campo de hielo se extendía indefinidamente. La mayor parte de él permanecía quieta por la acción de las montañas que lo atravesaban desde abajo, pero cerca del borde los glaciares afloraban lentamente buscando su salida al océano. El hielo tenía con seguridad mil pies o más de espesor al borde del casquete; Kruger se preguntó qué sería más tierra adentro.

Pero la visión del casquete de hielo significaba que no podían estar muy lejos de su objetivo; Dar no se hubiera acercado tanto a una rica fuente de corrientes para abajo a menos que se hubiera visto obligado. El piloto admitió esto cuando Kruger le preguntó.

— Tenemos que llegar, de acuerdo. Dos ascensiones más, si encuentro las corrientes adecuadas y podemos planear el resto del camino — el chico se abstuvo de interrumpirle más y miró fascinado el paisaje, viendo cómo la selva dejaba paso a manchas de hielo y nieve y la tierra a rocas negras y grises con partes blancas.

De pronto, el piloto señaló un punto y el chico vio lo que sólo podía ser su lugar de aterrizaje. Era una plataforma plana, aparentemente una terraza natural, en la cima de una de las montañas. El valle, que se extendía bajo él, estaba lleno de hielo, parte de un glaciar que se mantenía sólido durante más de una docena de millas después de fluir bajo este punto. La terraza no era más que una entrada; las bocas de varios túneles gigantescos que parecían adentrarse profundamente en la montaña salían de ella. Varios artefactos con alas que se encontraban bastante cerca de las bocas del túnel no dejaban lugar a dudas sobre la naturaleza del lugar.

A Kruger le parecía que podían planear hasta allí desde su presente situación, pero Dar Lang Ahn conocía demasiado bien las furiosas corrientes de bajada que había en el borde de la terraza cuando el sol no estaba brillando sobre la ladera de la montaña, y aprovechó su última oportunidad para subir. Durante dos o tres minutos, mientras daba giros el planeador, recibió los últimos rayos de Alcyone y debió haber sido visible para los observadores de la terraza de abajo.

Entonces la estrella desapareció detrás de un pico y la terraza se esfumó bajo el morro del aparato. Dar puso la máquina a nivel con la plataforma con unos quinientos pies de margen, hizo dos ajustados giros en sus alrededores para librarse del exceso de altura y se posó como una pluma delante de uno de los túneles. Kruger, medio congelado por la última subida, saltó dando gracias fuera de la máquina y aceptó, sumamente agradecido, la jarra de agua que uno de los nativos que estaban esperándoles le ofreció inmediatamente.

Al parecer se les esperaba, lo cual era bastante lógico ya que los otros planeadores debían haber llegado hacía tiempo.

— ¿Necesitas descansar antes de hablar con los Profesores? — preguntó uno de los que les habían recibido. Dar Lang Ahn miró a Kruger, pues sabía que había estado despierto mucho más tiempo del que solía, pero para su sorpresa el chico contestó: — No, vamos. Puedo descansar después; me gustaría ver a vuestros Profesores, y sé que Dar Lang Ahn tiene prisa por volver al poblado. ¿Está su oficina lejos de aquí?

— No muy distante — el que les preguntaba les dirigió de vuelta al túnel, en el cual de pronto aparecía una rampa espiral que bajaba. Caminaron por ella durante media hora del chico, quien empezó a preguntarse por lo que el guía entendía por «muy distante»; pero por fin la cuesta se convirtió en el piso llano de una gran caverna, que estaba casi desierta, aunque tuviera varias puertas, a una de las cuales se dirigió el guía.

La habitación que había detrás resultó ser una oficina y estaba ocupada por dos seres que eran obviamente, según la descripción de Dar Lang Ahn, Profesores. Como éste había dicho, eran idénticos a él en apariencia, con la única excepción de su tamaño.

Estas criaturas medían más de ocho pies de altura.

Cada uno de ellos dio un paso hacia los recién llegados. Esperaron en silencio a que fueran visibles sus facciones. Sus movimientos eran torpes, advirtió Kruger, y esa sospecha que había albergado durante tiempo se convirtió de repente en certeza.

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