Habían dejado millas atrás el géiser de barro y varios otros, pero al pasar por una zona aislada de lava Dar aceptaba aún el liderazgo de Kruger. Seguían viajando aún hacia el nordeste, pues el chico no había intentado cambiar el rumbo, pero en cierta manera la relación entre ellos había cambiado.
La inevitable desconfianza mutua que habían sentido al principio estaba desapareciendo. Otro cambio, menos lógico en principio, fue debido a la casi cómica falta de entendimiento que había provocado que Dar creyera firmemente que Kruger era nativo de las poco conocidas áreas volcánicas de Abyormen, mientras que Kruger también estaba seguro de que Dar Lang Ahn no era de este planeta. A consecuencia de esto, Dar estaba todo el tiempo pidiendo consejo a Kruger. Si disparaba a algún tipo de animal nuevo, nuevo, se entiende, para él, esperaba a oír el veredicto del chico antes de comerlo. Naturalmente que desperdiciaban bastante carne perfectamente comestible, ya que Kruger no tenía ningún deseo de arriesgar su salud y su vida probando nuevos tipos de alimentos.
Por fin Dar mató una criatura del mismo tipo que la que el ser humano había probado justo después de entrar en la jungla. El piloto no hizo siquiera preguntas acerca de ella; cogió el cuchillo y se puso a trabajar. Kruger miró su ración con evidente disgusto cuando finalmente la tomó.
No le gustaba la carne cruda, aunque era verdad que no le había hecho daño la otra vez. En aquella ocasión no sugirió parar para hacer fuego, ya que Dar era el jefe moral de la asociación y su concepto de una comida era al parecer comer en el lugar lo que no podía ser transportado y mordisquear el resto mientras seguían andando. Ahora, sin embargo, ya que los asuntos dependían del consejo y la opinión de Kruger, prefirió cocinar su comida. Había salvado todo el material de su traje espacial que le parecía posible de utilizar y que no era demasiado embarazoso para transportar. Al no formar parte en ningún caso un encendedor del equipo normal de un traje espacial, había improvisado uno con la pequeña batería solar y una espiral y un condensador de la radio.
Lo usó ahora, para la absoluta fascinación de Dar Lang Ahn. Satisfecho de que aún tuviera chispa, fue a buscar combustible seco.
Esto no es muy fácil de encontrar en una selva húmeda, pero Kruger había tenido mucha práctica en buscarlo antes de llegar al campo de lava.
Dar, ignorando completamente lo que quería, limitó a seguirle y mirarle mientras masticaba su parte de carne. Estaba parcialmente interesado creyendo que lo que sucedía podía merecer la pena de ser registrado, pero no lo hubiera apostado.
Su actitud desinteresada desapareció cuando sintió la primera ola de calor del fuego de Kruger. Dejó caer su carne y saltó al lugar donde estaba su ballesta, cogiéndola como si su vida dependiera de su velocidad. No hizo ningún ruido y Kruger, cuya atención estaba fija en encender su fuego, no vio lo que pasaba. Una lucha que casi literalmente comprometía su propia vida se desarrolló a su espalda sin su conocimiento.
Dar había ya empezado a levantar su ballesta cuando se paró, con un ojo fijo en lo que hacía y otro en el preocupado ser humano. Pensó durante largos momentos, oscilando desde un punto vista al justamente contrario. El fuego era el mayor horror en la vida de Dar Lang Ahn; había crecido sintiendo terror hacia él. Su gente nunca lo usaba, pero los relámpagos o las accidentales concentraciones de los rayos de Arren causaban a veces llamaradas. Los Profesores y los libros estaban de acuerdo en sus interminables advertencias para evitarlo. Era el fin de toda vida, el fin que aguardaba a él mismo, claro, pero que tardaría aún varios años. Desde que había llegado al borde del campo de lava, y por consiguiente tenían a su disposición abundantes alimentos y agua, había hecho desaparecer de su mente la expectativa de una muerte prematura. Y era en cierto modo un impacto para él el verla de cerca tan repentinamente.
Aun así, el gigante no parecía pensar en Dar Lang Ahn. Tal vez el fuego era simplemente parte de los asuntos personales y privados de Kruger y no tenía nada que ver con Dar. Después de todo, aquello podía ser una necesidad bastante normal para alguien originario de los alrededores de un volcán. Pensando esto, Dar se calmó lo suficiente para dejar su ballesta, aunque no se alejó mucho del lugar en que la había colocado.
Continuó contemplando al ser humano, pero su actitud no se parecía en nada a la indiferencia que había mostrado mientras aquél estaba reuniendo leña para el fuego.
Estaba tomando notas mentalmente; los Profesores de las Murallas de Hielo querrían sin lugar a dudas escribir esto en un libro.
La extraña criatura había encendido el fuego hasta que éste tomó fuerza, y después dejó que se fuera apagando hasta que las llamas llegaran prácticamente a desaparecer.
Sin embargo, aquello irradiaba aún gran cantidad de calor, y cuando alcanzó lo que parecía ser un estado satisfactorio, Kruger asombró aún más a su compañero al poner su carne sobre las brasas.
Dar sabía que el chico tenía hambre; se había hecho ya una idea bastante exacta de cuánta comida necesitaba un ser humano. Pero la razón por la cual el extraño ser procedía a arruinar su comida le resultaba un misterio de primer orden.
Cuando Kruger hubo terminado su misterioso rito comiéndose la carne y después procediendo a apagar el fuego, Dar había sobrepasado por mucho su capacidad de asombro. Al ver que la cuestión estaba terminada, se puso de pie y reemprendió el viaje, penosamente perplejo.
De hecho, el pensar que la ceremonia estaba acabada era totalmente erróneo, aunque fuera un error compartido por Dar y Kruger. El último sintió los primeros síntomas del error una hora después de acabar la comida, y poco después de las primeras punzadas de dolor rodaba impotente por el suelo. Dar, que había visto los mismos síntomas entre su propia gente, no podía imaginar su causa en este caso, no siendo capaz de pensar en nada que pudiera ser provechoso para calmar los dolores de su amigo. Durante más de una hora los calambres continuaron intermitentemente, dando a Kruger en los intervalos entre los ataques tiempo justo para preguntarse si había cometido su último error de juicio. Finalmente, su maltratado estómago devolvió el origen del problema, y tras unas cuantas punzadas más de advertencia le dejó en paz. Pasó algún tiempo antes de que pudiera realmente ponerse a pensar en el problema de por qué una carne perfectamente comestible cruda cambiaba de una manera tan drástica cuando se asaba a las brasas.
¿Podía tener algo que ver el humo producido por el fuego? Tal vez algo parecido a la creosota que preservaba la carne ahumada en casa; pero se necesitaría un buen laboratorio de química orgánica para llevar a cabo cualquiera de sus hipótesis para esa teoría. El hecho observado era suficiente para él, tal vez demasiado. Había dejado de llover en el momento usual, después de que Theer volviera a aparecer por el sur, y la temperatura estaba subiendo de nuevo.
Cada vez que la estrella roja hacía otro de sus extraños giros en el cielo, Kruger se preguntaba si podría aguantar hasta el siguiente. Hace muchos meses se dio cuenta de que no podría, al menos en las latitudes en las que estaba en aquel momento. En aquella parte del planeta los giros estaban siempre por encima del horizonte, ya que Theer nunca se ponía. Variaba, sin embargo, muchísimo su tamaño aparente; para la desgracia de Kruger, su mayor diámetro aparente, y con ello las temperaturas más altas de esta especie de sudoroso planeta, se daban cuando estaba casi en el punto más lejano de su giro. La desgracia residía en el hecho de que donde le habían dejado el giro estaba en la parte sur del cielo y para tener alguna parte suya debajo del horizonte lo mejor que podía hacer era dirigirse al norte. Se había preguntado, claro, si podría llegar lo suficientemente al norte; su conocimiento de la geografía de este mundo se reducía al recuerdo de lo que había visto durante la órbita de aterrizaje, lo cual no era mucho. Aun así, parecía que lo único que podía hacer era probar suerte.
No se encontraba aún lo suficientemente al norte para estar fuera del alcance del sol rojo, pero le parecía una buena oportunidad para estarlo. Llevaba ya, si se podía aún confiar en las observaciones de Kruger, sobre el horizonte ocho de los dieciocho días.
Estaría más contento si no tuviera todo el rato en su pensamiento el problema de Alcyone, al que Dar Lang Ahn llamaba Arren. Estaba bien que ese sol tipo enano rojo pasara de ser una molestia constante a serlo intermitente, pero las ventajas tendían a desaparecer al pasar el gigante azul de problema periódico a serlo constante. Con este asunto en su mente, Kruger hacía todo lo que podía para introducir en su vocabulario común palabras como temperatura y poder saber por su compañero si había en este planeta alguna zona que un ser humano pudiera considerar acogedora.
Poco a poco el idioma de Dar se hacía más inteligible, a consecuencia de lo cual Kruger se iba haciendo una idea de la meta a la cual se dirigían.
Al parecer, Dar también quería un sitio fresco, y Kruger recibió la información con alegría manifiesta. Podía haber algún error en lo que Dar pudiera entender por fresco, pero al menos parecía deseoso de aplicar adjetivos contrarios a los del lugar en que ahora se encontraban, lo cual resultaba muy alentador. Por otra parte, estaba el deseo del piloto de describir algo que con gran probabilidad parecía ser hielo.
A Kruger le pareció esta teoría completamente increíble y continuó importunando a su compañero para que le diera una descripción más detallada. De cualquier forma, Dar se atuvo a su terminología y por fin le pareció a su oyente que tal vez la nave espacial que había traído a Dar a Abyormen pudiera ser su objetivo. Con toda seguridad que allí tendrían hielo, al menos artificial.
Estaba también el problema del océano que había en su camino, cuya existencia dedujera antes. Como el chico no sabía si se trataba de un verdadero océano o simplemente de un gran lago, pregunto si sería posible rodearlo. El énfasis que Dar puso para darle a entender la imposibilidad de ello le convenció de que «océano» era la palabra correcta.
Fue sólo en este instante cuando Kruger pensó en que hubiera mapas. Aunque no tuviera el talento de un artista, sí que podía dibujar un plano lo suficientemente bueno de la ruta que habían seguido juntos para transmitir la palabra «mapa», y entonces ya sería Dar el que tendría que ocuparse de dibujar.
Aquello significó interrumpir el viaje, pero el esfuerzo trajo consigo un éxito incalificable.
Dar no sólo entendió la palabra y el ruego que la siguió, sino que resultó ser un excelente cartógrafo, como resultado de los años que había pasado en el aire, ya que de cualquier forma creía que un mapa era un dibujo desde el aire. Hizo un esbozo tras otro, mostrando toda la ruta que iba a seguir y demostrando un gran conocimiento de todo el planeta.
Seguirían su ruta hacia el nordeste hasta llegar al mar. No era aquél el punto más cercano, pero les llevaba a un lugar desde el cual se extendía una cadena de islas hasta otra masa continental. Una vez cruzado el océano, seguirían la costa de la izquierda.
Kruger pensó que esto sería el oeste, pero en realidad era el este; estaba mucho más cerca del polo norte de Abyormen de lo que se imaginaba, y lo pasarían antes de llegar a la costa. Dar no indicaba esto en su mapa. Caminarían a lo largo de la costa del otro lado durante una considerable distancia y luego se meterían tierra adentro. El viaje parecía terminar poco después. Dar señaló una zona muy amplia con aire satisfecho, dijo «¡hielo!» y se sentó como si terminara de hacer un gran trabajo. Kruger no se sentía tan contento.
Señaló el área que el otro acababa de dibujar.
— ¿Quieres decir que está en algún lugar de esta región…? ¿Aquí…? ¿O aquí?
— Aquí precisamente — dijo Dar señalando el punto donde acababa la línea que representaba su ruta.
— ¿Pero qué quieres decir con «hielo por toda esta zona»? No podéis tener naves por medio planeta.
— No entiendo «naves». El hielo está por todas partes.
— Sigo sin comprender.
Dar había tenido hasta el momento suficientes dificultades con el idioma para no sentirse exasperado con la lentitud de Kruger; procedió a dibujar más mapas. Estos eran circulares, y pronto se hizo evidente que eran vistas de todo el planeta desde distintos puntos. Su habilidad para dibujar estas cartas estaba plenamente de acuerdo con la idea que Kruger tenía sobre su origen, con lo cual el chico no se sorprendió para nada. Sin embargo, los detalles sí le importaban.
— Quieres decir que realmente hay una extensa zona cubierta por el hielo.
— Hay dos.
Dar señaló sus cartas y Kruger frunció el entrecejo. Los casquetes de hielo son algo perfectamente reconocible desde el espacio y no había visto ninguno durante el desembarco. Claro está que no era un observador experimentado y que había prestado más atención al comportamiento del piloto durante la maniobra de aterrizaje, y también la atmósfera de Abyormen tiene su porción de nubes. Es posible que no los hubiera visto por cualquiera de estas razones. No habría tenido la menor oportunidad de haber estado en la parte oscura del planeta, aunque en el momento del aterrizaje la posición de éste respecto a los soles fuera tal que no había zonas oscuras.
En cualquier caso, la presencia de una zona glacial era extremadamente alentadora, sobre todo ahora. La selva le daba alguna protección contra el cada vez más cercano Theer que no tenía en el desierto de lava, pero la creciente humedad hacía desaparecer esta ventaja casi totalmente. Kruger no se atrevió a desprenderse de ninguna prenda más, debido a la luz ultravioleta que venía de Arren.
Como al final resultó, lo único que tenía que hacer era parar de viajar unas cincuenta horas durante el tiempo que duraba el mayor acercamiento de Theer, para lo que Dar tenía en su idioma una frase que Kruger traducía por «verano». Acamparon cerca de un arroyo que Dar confiaba no secaría mientras permanecieran allí, construyeron un cobertizo cuyo techo de paja debía proporcionarles sombra y que mantenían mojado para recoger el frescor que proporcionaba la evaporación, sentándose a continuación a esperar. La aureola carmesí de Theer, que se podía ver parcialmente por entre los árboles, aumentaba lentamente de tamaño al moverse el sol hacia el este y un poco hacia arriba; luego continuaba creciendo al arquearse hacia lo más alto de su camino y de nuevo hacia el horizonte, que Kruger aún consideraba era el sudeste, aunque su proximidad al polo hacía más probable que fuera el nordeste; así alcanzó su tamaño máximo y empezó a encogerse antes de desaparecer del todo. Había realizado la tercera parte de su giro en el espacio en sólo cincuenta horas, lo cual fue debidamente agradecido por Kruger. Una vez hubo desaparecido, reemprendieron el viaje.
— ¿Estás completamente seguro de que nos dirigimos a la parte de la costa más cercana a la cadena de islas?
Por fin esta pregunta fue comprendida.
— No puedo ser positivo, pero sí sé que estamos cerca. He volado muchas veces por esta ruta.
— No pudiste ayudarte de los accidentes del terreno, ya que en esta selva no hemos podido ver cosas que son mucho menores que una montaña, y ni siquiera hemos visto una de ellas. ¿No es posible que estemos dando vueltas de un lado para otro?
— Es posible, pero no importa mucho. Hay unas colinas bajas, que no son más que conos volcánicos, a lo largo de la costa y puedes trepar a uno si no vemos las islas desde abajo — Kruger evitó por el momento la pregunta de por qué tenía que ser él quien se subiera a la colina.
— Pero supón que incluso desde ahí no podemos ver ninguna isla de la cadena. ¿Qué camino deberemos tomar? ¿No sería mejor que nos dirigiéramos a la costa ahora para que no hubiese dudas sobre la dirección una vez lleguemos allí?
— Pero no conozco el camino que sugieres.
— Tampoco conoces éste; no lo has hecho nunca. Si tus mapas son correctos, no podemos perdernos, y mucho menos perder el tiempo una vez que lleguemos a la costa.
Dar Lang Ahn juzgó durante breves instantes esta pequeña demostración de sabiduría y luego estuvo totalmente de acuerdo. Cambiaron el rumbo. Todo siguió como antes.
Luego se le ocurrió a Dar que Kruger tal vez hubiera estado motivado por el deseo de volver cuanto antes a una región volcánica.
Tenían que recorrer aún unos cuantos cientos de millas, pero Kruger no estaba muy seguro de ello ya que la escala de los mapas de Dar dejaba mucho que desear. Un novelista del siglo diecinueve hubiera podido sacar gran partido de cada una de las millas del viaje; las características naturales de una selva húmeda les dificultaba considerablemente el camino. La maleza y los pantanos les traicionaban; peligrosos animales les acechaban; el tiempo parecía discurrir sin fin y sin cambios. Alguna esporádica zona de lava, normalmente muy erosionada, les facilitaba el camino durante unas pocas millas, pero la selva siempre volvía.
Muy gradualmente, al avanzar, la parte del giro de Theer que se veía sobre el horizonte bajó de ocho días cerca de los pozos de barro a siete, y luego a seis. Simultáneamente, cambió la inclinación del círculo diario de Arren. En el campo de lava había sido más alta en el sur que en el norte; ahora la estrella azul mantenía una altura casi constante sobre el horizonte, lo que en cierto modo era bueno, pero por otra parte le preocupaba. Si estaban prácticamente en el polo, ¿dónde se hallaba el casquete polar? O, dado que Dar seguía diciendo que tenían que cruzar un océano, ¿por qué no estaba éste en el polo?
Kruger estaba seguro de que este problema podría ser solucionado en pocos minutos por alguien con el entrenamiento adecuado, pero un cadete de dieciséis años que piensa dedicarse a pilotar naves interestelares no recibe ese tipo de educación.
Conforme avanzaban iba mejorando la rapidez y claridad de su conversación. El idioma que utilizaban era un batiburrillo de los suyos, pero contenía una mayor proporción de palabras del de Dar. Esto era parte del plan de Kruger; cuando se encontrara con gente de la raza de Dar quería poder comprenderles sin necesitar a Dar de intérprete. Antes de que la pareja llegara a la costa hablaban ya con cierta fluidez, aunque fueran con frecuencia necesarios la reiteración y los signos; sin embargo, la falta de comprensión básica aún estaba presente y parecía menos fácil que nunca hacerla desaparecer. El problema era que ahora no se daban muchas veces cuenta de sus equívocos; cada uno creía haberse expresado claramente, o comprendido claramente, que todo podía pasar, y el pensamiento transmitido resultaba muy distinto del recibido. Un ejemplo de esto ocurrió un día en que surgió la cuestión de un hipotético rescate por la gente de Dar.
— Dices que una buena cantidad de tu gente hace en planeadores el mismo viaje que tú estabas haciendo cuando te estrellaste — dijo Kruger —. ¿No sería una buena idea que cuando lleguemos al lugar de la costa que está debajo de vuestra ruta regular encendiéramos una hoguera para llamar la atención? Nos ahorraríamos un buen paseo.
— Temo no ver de qué forma el llamar su atención podría ayudarnos, incluso si pudiéramos hacer una hoguera lo suficientemente grande para ser vista.
— ¿No bajarían y nos rescatarían?
— Bueno…, sí, supongo. Sin embargo, me temo que no quiero llegar tan pronto a las Murallas.
En este caso es posible que el asunto se aclarase si Kruger hubiera seguido la conversación, pero había ya oído a Dar hablar de las Murallas y tenía la impresión de que cuando hablaba así de la región del hielo lo hacía con un significado religioso que el pequeño piloto no estaba dispuesto a explicar. Tal vez estuvieran programados estos viajes de forma que sólo requerían la presencia de Dar en ciertos casos. Incluso percances del tipo del que había sufrido el piloto tenían su sitio en el programa. Esta era una idea bastante poco lógica, pero al menos concordaba con muchas de las cosas dichas por Dar Lang Ahn, y Kruger no quería ofender a su pequeño compañero. De esta forma se cambió el tema de conversación y Dar creyó haber explicado bien lo que ocurriría si por desgracia alguno de sus amigos se pusieran a examinar a fondo los alrededores de un fuego y Dar estuviera por allí cerca.
— ¿Qué pasará después de llegar al hielo? — fue la siguiente pregunta de Kruger. Si aquello era un tema peligroso se supuso que Dar esquivaría las cuestiones que no quisiera tratar.
— Tienen que pasar aún unos pocos años — respondió el otro con calma —. Veintidós, si recuerdo bien la fecha. Si hay algún planeador disponible supongo que reanudaré mi trabajo normal. Si no será lo que los Profesores dispongan.
Kruger había llegado a la conclusión de que la palabra «año» debía interpretarla como un ciclo del sol rojo; así el tiempo que Dar había dicho era aproximadamente de trece meses. Antes de que pudiera formular ninguna otra, el nativo le hizo una pregunta.
— ¿Y tú que harás? ¿Vendrás en serio a la zona de hielo y te enfrentarás con los Profesores? Más bien me inclino a pensar que planeas quedarte en la costa cuando lleguemos a ella.
— Creo que será más conveniente para mí ir contigo mientras me lo permitas. Es tu gente, claro; si no quieres que los vea, eso es cosa tuya.
— Sí que lo deseo, y mucho, pero no estoy seguro de cómo te enfrentas con la idea.
— ¿Por qué debían molestarme? Necesito más la ayuda que tú; tal vez tus Profesores estén dispuestos a prestármela. Supongo que tu grupo estará ocupado, si es que piensas ponerte inmediatamente a trabajar, pero puedo esperar. Tal vez después de que hayas realizado tu misión puedas echarme una mano, y estoy dispuesto a hacer lo que sea por vosotros mientras tanto.
Dar tardó en responder; antes de que Kruger le conociera lo suficiente para darse cuenta del impacto de sus palabras, había olvidado ya los detalles de la conversación.
Con toda seguridad que nunca se dio cuenta de los sentimientos de Dar en ese momento. La respuesta fue todo lo poco comprometedora que el pequeño piloto pudo lograr.
— Estoy seguro de que podremos hacer algo.
Sin embargo, estaba empezando a desarrollarse entre los dos una amistad personal.
Kruger lo hubiera jurado a cualquier precio; sabía lo que sentía por Dar, y tenía una buena evidencia de lo que sentía el piloto por él. Esto se demostró cuando por fin llegaron a la costa, después de haber empleado en el viaje varios de los veintidós «años» que Dar había mencionado.
La selva se había aclarado un poco y trozos de lava y cenizas volcánicas aparecían en buen número. Era evidente que los volcanes locales habían estado en actividad hace poco. Tenían que escalar sólo los últimos cientos de millas. Ninguna de las colinas tenía más de unos cuantos cientos pies de altura, pero eran bastante escarpadas, ya que la ceniza volcánica al posarse lo hace con un ángulo de reposo de treinta grados.
Recordando lo que Dar había dicho antes, Kruger sospechaba que muy pronto llegarían a ver el mar, pero sin embargo esto le cogió por sorpresa.
Estaban delante de una colina que aparentemente era como las otras cuando llegaron a un lugar desde el cual pudieron por primera vez contemplar muchas millas del terreno que tenían delante. Había mucho que ver.
Dos conos volcánicos bastante grandes y de unos mil pies de altura estaban situados a ambos lados de su camino hacia el norte. Entre ellos brillaba un campo de un intenso color azul que no podía ser otra cosa que el agua que durante tanto tiempo habían buscado. Pero ni esto llamó mucho la atención de ninguno de los dos viajeros. En lugar de ello pasaron varios minutos con la mirada fija en el área de terreno que se extendía entre ellos y el mar, que era una región que iba desde la clave de arco que formaban los volcanes hasta las lomas en que se encontraban. Fue entonces cuando se volvieron el uno hacia el otro casi simultáneamente, a la vez que preguntaban: «¿Tu gente?»