Ahora fue el gusto del agua lo que le despertó, de la misma forma que pocos minutos antes hiciera su olor. Durante largos momentos dejó escurrir el líquido por su boca sin abrir los ojos ni notar nada particular en su sabor. Pudo comprobar cómo las fuerzas le volvían al cuerpo gracias al precioso fluido, limitándose a disfrutar del momento sin tratar siquiera de pensar.
Aquello no podía prolongarse cuando abriera los ojos, y por fin los abrió. Lo que vio fue suficiente para ponerle casi inmediatamente alerta.
No era que la visión de un rostro humano tan cerca de él le pareciera misteriosa, puesto que lo había grabado en su memoria antes de desmayarse y no le causaba ahora sorpresa alguna. Pocos segundos después de haber recobrado el sentido se dio cuenta de que aquella criatura no era una persona en el sentido que él le daba a la palabra, pero evidentemente ni era enemistosa ni daba muestras de carecer de sentido. Después de todo le daba el agua que le hacía revivir. La tensión que Dar Lang Ahn sintió en aquel momento no se debió a la presencia o aspecto de Kruger, sino a la sorpresa que le produjo el que aquel extraño estuviera escurriendo sobre su boca abierta una de aquellas plantas pulposas. Fue la primera de las faltas de mutuo entendimiento que iban a complicar su amistad durante mucho tiempo después.
Dar Lang Ahn dedujo que Kruger debía ser originario de la región volcánica, pues demostraba un conocimiento sorprendente de sus plantas. Empezó de esta manera a mirar al chico con un poco de embarazo. Por su parte Kruger, que había estado siguiendo a Dar desde que su planeador se estrelló, vio cómo éste no reparaba en aquellas plantas que tanto se parecían a los cactos de la Tierra, y no sin sorpresa se dio cuenta que era la sed la que motivaba los sufrimientos del pequeño ser.
Si la situación fuese al revés, Kruger hubiera estado naturalmente agradecido a cualquiera que le proporcionara agua, lo mismo de haber sido un ser humano que una piña andante. Pero Kruger sabía bien que la «auténtica gratitud» no era un rasgo universal, incluso entre los de su propia especie. Así, en el momento en que Dar Lang Ahn abrió los ojos, el chico dejó el resto del cacto que había estado escurriendo al alcance del nativo y se echó hacia atrás. La cautela era sólo una de sus razones; quería hacer desaparecer cualquier miedo que la criatura pudiera experimentar.
Dar Lang Ahn trataba siempre primero con los problemas más próximos. Con un ojo fijo en su extraño salvador, pues durante mucho tiempo no supo las sensaciones que sus actos podrían producir en un ser humano, utilizó el otro y una mano para encontrar, recoger y llevarse a la boca la planta cuyos jugos habían salvado su vida. Allí la dejó durante un buen rato, convencido de poder utilizar hasta la última gota de líquido que pudiera sacar de ella, pero antes de haberla vaciado le sobrevino un nuevo pensamiento y tuvo que parar.
Kruger vio cómo su recién conocido sacaba de su boca la planta aplastada después de lo que parecía un buen rato y empezó a preguntarse con una cierta inquietud sobre qué pasaría después. No tenía realmente miedo, pues el nativo era bastante más pequeño que él, pero tenía la experiencia o la capacidad mental suficientes para saber que el tamaño y la capacidad para hacer daño pueden no guardar una estrecha relación.
Naturalmente, esperaba que realizara algún movimiento que pudiera sin lugar a dudas considerarse como amistoso, pero en principio no podía encontrar ninguno. Sin embargo, Dar Lang Ahn lo encontró.
Con un esfuerzo apreciable incluso por el ser humano, y que casi hizo perder el sentido de nuevo al pequeño mensajero, éste se levantó. Con cuidado, todavía con un ojo fijo en Kruger, se dirigió a un punto bajo la luz del sol a unas veinte yardas de distancia de su roca protectora. Allí se paró durante un instante para recobrar fuerzas, se agachó, partió otro cacto, sorbió un poco de su jugosa parte inferior para asegurarse de que era de la misma clase que el que acababa de utilizar, volvió a la roca y se lo dio a Kruger. El chico reconoció mentalmente que la inteligencia de Dar era más rápida que la suya, aceptó el regalo y bebió de él. Cinco minutos después los dos estaban sentados juntos tratando de interpretar sus sonidos respectivos.
Por supuesto, cada uno tenía cierta reserva mental sobre la amistad que se estaba desarrollando. Dar Lang Ahn no podía olvidar las sospechas que le suscitaba la familiaridad de su compañero con la vegetación del campo de lava; por su parte, Kruger trataba de concordar la ignorancia de dichas plantas con lo que parecía ser un ser bastante inteligente. Se le ocurrió pensar que Dar no era tampoco originario de aquel mundo, pero había presenciado la colisión del planeador y examinado sus restos cuando el piloto se marchó. Parecía anormal que un visitante de otro mundo viajara en un vehículo así; tendría que estar en su nave, o en algún módulo auxiliar, o a pie, como Kruger. Sin embargo, aquello era posible. Tal vez esa pequeña cosa de forma humana era un náufrago como Kruger, pero se había mostrado más ingenioso que el chico y logró construir el planeador él solo. Aquello concordaba con la rapidez de pensamiento que él, o ella, o ello, había demostrado, pero le hacía sentirse a Nils un poco incómodo.
Los seres humanos tienen una fuerte tendencia a aferrarse a cualquier hipótesis que desarrollen para explicar una situación nueva. Por lo tanto, aunque el pensamiento de que Dar Lang Ahn fuera de una raza de otro mundo y más agudo que él le humillase, esa sospecha fue convirtiéndose en los siguientes días en algo casi cierto para Kruger.
Dar tenía una ventaja al respecto sobre su nuevo conocido. Sus perjuicios más fuertes no eran a favor de sus propias ideas, sino a favor de las que los Profesores le habían inculcado. Al no habérsele mencionado nunca nada como Nils Kruger, era libre para formar su propio concepto sobre la naturaleza de aquella extraña criatura. No le gustó de momento elaborar hipótesis alguna, así que siguió pensando mientras le volvían las fuerzas a sus músculos.
Algo resultaba evidente: aquella criatura era inteligente y debía tener ciertos medios naturales de comunicación. De momento no parecía tener una voz, pero eso podía ser fácilmente comprobado. Para ello Dar dijo unas palabras al ser mayor.
Kruger respondió inmediatamente, emitiendo una serie de sonidos sin el menor sentido para Dar, pero demostrando así poseer un lenguaje. Fue ésta una de las pocas experiencias que compartieron que les dejó a los dos con la misma impresión; decidieron a la vez que eran necesarias las clases de idiomas y se sentaron a aprender uno del otro.
Hacía demasiado calor para viajar y Dar necesitaba aún recuperar más fuerzas.
La sombra del saliente de roca se iba haciendo menor conforme se iban separando los dos soles, después de producirse el semieclipse mientras Dar estaba agonizando; pero era aún lo suficientemente grande como para protegerles a los dos. Kruger se colocó apoyando la espalda en el saliente y Dar volvió a tomar su posición anterior, usando el paquete como almohada.
Hay varias maneras de aprender un idioma; pero con los medios de que disponían sólo había una posible, y aun así iban a tener dificultades; un campo de lava con algún que otro cacto, cierto número de sombras y dos soles brillando es muy poco material para enseñar nombres, y prácticamente nulo para verbos. Se podrían aplicar muchos adjetivos, pero resultaría difícil precisar en cada momento cuál se estaba utilizando.
Kruger pensó en hacer dibujos, pero no tenía lápiz ni papel y los bocetos que hacía sobre la lava no le parecían demasiado claros ni siquiera a su autor. Y desde luego no significaban nada para Dar.
Sin embargo, algunos sonidos adquirieron pronto para los dos aproximadamente el mismo significado. Llamar a su intercambio de ideas una conversación sería demasiado, pero de hecho lo hacían. Antes de que el sol rojo hubiera desaparecido por el sudeste habían llegado al acuerdo de dirigirse juntos al borde del campo de lava para encontrar cosas mejores para comer y beber que la nauseabunda pulpa de las plantas y el jugo de los cactos.
A decir verdad, Kruger no parecía muy contento con esto. Durante los meses que estuvo en el planeta había caminado unas tres mil millas en dirección norte para librarse del periódicamente intolerable calor del sol rojo, habiéndose dado cuenta en los últimos cientos de millas que cada vez veía más del sol azul. La razón era obvia: la estrella azul era «circumpolar» en la parte norte del hemisferio norte, o como hubiera dicho el oficial de derrota del Alphard, su declinación vista desde este planeta estaba algunos grados hacia el norte. El problema era que Kruger no tenía la más remota idea del movimiento del planeta con relación a la estrella azul; no podía suponer si produciría alguna variación estacional ni, en caso de que así ocurriese, cuánto duraría.
Había estado jugando con la idea de dirigirse de nuevo al sur varias semanas antes de ver volar el planeador de Dar. Fue aquél el primer conocimiento cierto, aparte de las dudosas luces vistas desde el Alphard, de que había algún tipo de gente en el planeta.
Tomó la dirección del planeador. Fue pura suerte que estuviera lo suficientemente cerca para poder ver la colisión de Dar, o mejor dicho, que aquello ocurriera tan cerca del lugar donde se hallaba Kruger. Durante varios días había seguido al pequeño piloto y saltado por los mismos sitios que Dar las grietas, con mayor riesgo aún, dado su mayor peso y su no tan grande fuerza, pero sin osar perder el rastro del ser; y le había chocado profundamente encontrar a su guía abatido y aparentemente desvalido en medio del desierto de lava. Entonces había confiado, sin mucha lógica, en que la criatura le pudiera informar de algún lugar al sur, fuera del permanente campo de acción del sol azul, donde pudiera hallar cobijo y compañía civilizada; después de todo, el planeador se dirigía hacia el norte, así que debía provenir de algún lugar.
Sin embargo, si el piloto quería dirigirse al norte lo único que podía hacer era seguirle.
Con certeza estaba tratando de encontrar algún sitio acogedor; Kruger se dio cuenta de que no tenía medios para saber lo que significaría para aquel ser agua, comida y temperatura, pero por lo menos su compañero tampoco disfrutaba en el campo de lava.
Con eso en común le parecía que merecía la pena afrontar el riesgo de seguirle.
Hacía mucho menos calor cuando se puso ya de una vez el sol rojo, y Kruger sabía por experiencia que en esta latitud tardaría unos siete u ocho días terrestres en salir de nuevo. Ambos tenían hambre, aunque no excesiva, y Dar Lang Ahn había recobrado una gran parte de su fuerza en las sesenta o setenta horas transcurridas desde la llegada de Kruger. La estrella azul se había desplazado hacia el sudoeste, pero aún debían transcurrir cierto número de días terrestres antes que le volviera a estorbar en su camino brillando delante de ellos.
Viajaban más despacio que cuando Dar estaba solo, y la principal razón se debía a la constitución física de Kruger, pues ningún ser humano puede ser tan ágil como los pequeños nativos de Abyormen, quienes además poseen unas articulaciones especialmente sueltas. Las manos y pies en forma de zarpa de Dar le ayudaban grandemente, y pese a lo débil que aún estaba tenía con frecuencia que detenerse para esperar a su voluminoso compañero.
Sin embargo, iban avanzando. No encontraron ninguna otra grieta demasiado grande, y tras unas docenas de horas de viaje empezaron a aparecer en la lava trozos de tierra. La vegetación se iba haciendo más densa y de vez en cuando encontraban agua depositada en agujeros sobre la lava. Era evidente que se iban aproximando al borde del flujo, ya que la lava era demasiado porosa para poder retener el líquido. Una vegetación maloliente, similar a las algas con las que Kruger estaba familiarizado, producía espuma y se aglomeraba en los depósitos de agua, con lo que los dos viajeros preferían seguir con los cactos que beber de ellos; aun así, su presencia les subía la moral. Dar tiró un poco hacia arriba de su paquete de libros y pareció doblar su velocidad. El trayecto se iba haciendo cada vez más fácil al ir estando rellenas de tierra las irregularidades de la lava, aunque dicha tierra se iba progresivamente cubriendo de vegetación. Al principio las plantas eran de tamaño pequeño, recordándole a Kruger pequeños arbustos, pero conforme iban encontrando más estanques y disminuía la cantidad de lava sobre el suelo las plantas crecían visiblemente hasta llegar a ser árboles de tamaño regular.
La mayoría de ellas eran tan conocidas por Kruger como por Dar, ya que el chico las había visto profusamente en su viaje desde el sur, fijándose bien en aquellas cuyos tallos y hojas sabía eran inofensivos. No estaba dispuesto a probar ninguna otra; cuando Dar vio algo que conocía y se lo ofreció a su compañero, Kruger movió la cabeza.
— No hay nada que hacer. Todo lo que he comido en este mundo tenía que probarlo primero, sin saber si me alimentaría o si me mataría. De cinco árboles que probé, dos me dieron dolor de barriga, y tuve suerte de que eso fuera todo.
Esperaré hasta ver algo que ya conozca, gracias.
Dar sólo entendió de esto la negativa, memorizándolo como algo que necesitaba una ulterior explicación. Tomó como hipótesis de trabajo el que el chico conociera y le desagradara la hoja en cuestión; aquella suposición concordaba al menos con la teoría de que Kruger fuera un nativo de la región de lava.
Para cuando el sol azul había dado la vuelta hacia el oeste, los árboles eran lo suficientemente espesos para darles sombra y la maleza tan densa que les estorbaba seriamente. No poseían ninguna herramienta cortante, exceptuando un pequeño cuchillo que formaba parte de los pertrechos del traje espacial de Kruger, y que no tenía ninguna utilidad para abrir un sendero.
Debido a todo esto, viajaban muy despacio. La impaciencia que Dar tenía no se reflejaba en su aspecto exterior, al menos para alguien tan poco familiarizado con la expresión de su rostro como Kruger.
Las clases de idiomas continuaban durante el viaje, a un ritmo más rápido incluso, dado el mayor número de puntos de referencia que entonces tenían. Kruger sintió que debían ya estar transmitiéndose las ideas bastante bien y no podía entender por qué aquello no parecía estar sucediendo. Tenían ya en común una gran cantidad de nombres y unos cuantos verbos. El número de adjetivos crecía ahora al poder establecerse comparaciones entre más objetos. Al hallar árboles de varios tamaños se pueden intercambiar los significados de «grande» y «pequeño»; si la comparación tratamos de hacerla entre una roca grande y un cacto pequeño no hay manera de saber si nos referimos a su tamaño, color, forma u otra cosa diferente.
Sin embargo, algo iba mal. Kruger empezaba a sospechar que el idioma de su compañero sólo tenía verbos irregulares y que cada sustantivo pertenecía a una declinación diferente. Dar, por su parte, se estaba dando cuenta de que el lenguaje de Kruger era más rico en homónimos que los que debía tener un idioma útil; el sonido «árbol», por ejemplo, parecía significar a la vez una formación vegetal con hojas largas, en forma de pluma y de color púrpura, y otra con el tronco mucho más corto y hojas casi redondas, e incluso otra que variaba de tamaño de un espécimen a otro.
No se atrevieron a permitir que los problemas del idioma absorbieran completamente su atención. Había animales en la selva, y no todos eran inofensivos. El olfato de Dar les alertaba de algunos animales carnívoros, pero no de todos; varias veces tuvo que recurrir en última instancia a su ballesta mientras Kruger se mantenía a la expectativa sujetando su cuchillo y esperando lo peor. En una o dos ocasiones los animales se asustaron del extraño olor humano. Kruger se preguntó si alguno de ellos se negaría a comer su carne por idéntico motivo, pero no sintió ninguna tentación de comprobarlo experimentalmente.
En sus primeras cien horas en la selva, Dar mató una criatura de mediano tamaño que después procedió a diseccionar con el cuchillo de su compañero y a comer con regocijo.
Kruger aceptó un trozo de carne cruda con cierta reserva interior, pero decidido a probar suerte. Iba en contra de toda regla, claro, pero si hubiera obedecido las referentes a probar todo alimento antes de consumirlo, haría ya varios meses que estaría muerto de hambre. En la presente situación aquello, si bien no era delicioso, por lo menos era comestible, y después de esperar ocho o diez horas decidió añadir un artículo más a su limitada lista de comidas permitidas.
Cuando entraron por primera vez en la selva, Dar cambió su rumbo hacia el nordeste.
Kruger se había esforzado en descubrir la razón, y al aumentar su número de palabras compartidas, sacó la conclusión de que su compañero quería llegar a un sitio en el que hubiera gran cantidad de agua, que podría ser un lago o un océano. Aquello parecía deseable, aunque no tuvieran ya problemas de agua debido a la cantidad de arroyos que cruzaban. Kruger había descubierto que a esta latitud se podía esperar la lluvia cada cien horas, o incluso menos, y quizá en la mitad de tiempo después de la salida del sol rojo. En el lugar donde empezó su viaje, mucho más al sur, esta estrella se hallaba todo el tiempo en el cielo, mientras que la azul salía y se ponía siguiendo un modelo propio, con lo que el tiempo resultaba más difícil de predecir.
La lluvia que esperaba no había llegado todavía cuando se dio cuenta de que algo parecía atraer la atención de Dar. Kruger sabía que su compañero podía oír, aunque no estuviera seguro de la localización de sus orejas, así que se puso a escuchar. Al principio sólo detectó los ruidos normales de la selva: las hoja y las ramas moviéndose con el viento, el tintineo de miles de pequeñas cosas vivientes, el goteo ocasional del agua de las hojas, que nunca cesaba, por mucho tiempo que hiciera que no llovía; pero Dar cambió levemente de rumbo, por lo que debía, efectivamente, haber oído algo. Tras caminar media milla más, Kruger empezó a oírlo.
Entonces se paró con una exclamación. Dar Lang Ahn giró un ojo hacia él y se paró también. Sabía tan poco de las expresiones faciales humanas como Kruger de las suyas, pero aun así se apercibió del cambio de color que habían experimentado las facciones del chico al oír el ruido.
— ¿Qué? — dijo Dar pronunciando el sonido que habían convenido como interrogante general.
— Creo que es mejor que nos mantengamos alejados.
— ¿Qué? — repitió Kruger, sin pretender obtener una respuesta concreta, para lo cual hubiera necesitado la comprensión de sus palabras.
— Parece… — el chico no dijo más, pues no había palabras adecuadas.
Volvió a utilizar los signos. Por desgracia, su primer gesto fue señalar la dirección de donde procedían, lo cual interpretó Dar en el sentido de que Kruger se había encontrado ya con aquella cosa, fuese lo que fuese, antes de conocerse. Estaba en lo cierto, pero no comprendía la aversión de su compañero por encontrarla de nuevo. Después de contemplar en silencio durante breves momentos las señas del chico, empezó a caminar de nuevo.
— ¡Alto!
Esta era otra de las palabras sobre cuyo significado se habían puesto de acuerdo, y Dar obedeció con ciertas reservas. Lejos como estaban del campo de lava, ¿cómo era posible que esta criatura supiera algo de la selva que el mismo Dar ignoraba? El ruido le resultaba extraño al nativo y por ello quería investigarlo. ¿Tenía realmente miedo de él el gigante? Si así fuera había que razonar un poco, puesto que si lo que emitía aquel sonido podía hacer daño a Kruger, con mayor motivo se lo haría a Dar. Por otra parte, podría tratarse sólo de algo que le desagradara. En este caso Dar estaría desperdiciando una información que podría servir para un libro. El riesgo estaba entre perder los libros que tenía o perder una ocasión para mejorarlos. El riesgo de perder la vida que también llevaba consigo no significaba nada, evidentemente, pero los otros dos puntos sí eran importantes.
Tal vez pudiera medir mejor el riesgo viendo hasta dónde estaba Kruger preparado para enfrentarse con el fenómeno. Pensando esto, Dar Lang Ahn se encaminó hacia el irregular y apagado «Plop, plop, plop» que se oía ahora claramente entre los árboles.
Kruger estaba perplejo. Nunca se había imaginado hasta ahora el imponerle a Dar sus opiniones a la fuerza, ni sabía el resultado que esto produciría. De ninguna manera quería hacer nada que le produjera su enemistad o una desconfianza mayor que la razonable.
En estas circunstancias, hizo lo único que podía. Dar, moviendo un ojo hacia el ser humano, vio cómo éste empezaba a seguirle y continuó su camino seguro ya de que no había verdadero peligro. Aumentó su velocidad todo lo que le permitía la maleza. Tras pocos minutos la vegetación clareaba, permitiendo caminar sin tener que estar continuamente quitando ramas y enredaderas. Para Dar aquello era un alivio; para Kruger una confirmación de lo que el creciente ruido había ya demostrado.
— ¡Dar! ¡Alto! — el nativo obedeció, preguntándose qué sería lo que había hecho cambiar la situación; entonces contempló con sorpresa cómo Kruger avanzaba lentamente y se ponía delante de él. Le siguió, tras hacer el equivalente a un encogimiento de hombros. El ser humano iba más despacio de lo que él hubiera deseado, pero tal vez tenía alguna razón para ello.
Allí estaba. Cien yardas delante de ellos, la maleza desaparecía, no habiendo tampoco más árboles. Se encontraron con un claro vacío y de superficie suave de unas cincuenta yardas de anchura.
Para Dar aquello no era más que un lugar en el cual se podía viajar con mayor facilidad; casi con seguridad se habría precipitado en él, deseoso de cruzarlo y seguir su camino hasta el origen del misterioso ruido. Por vez primera desde que se conocieron, Kruger no sólo le tocó, sino que le sujetó con un brazo con fuerza más que suficiente para impedirle seguir adelante. Dar miró con sorpresa a su compañero y luego pasó sus ojos por el claro. Dejó de intentar zafarse de su gran compañero y fijó ambos ojos en el centro del espacio abierto.
Allí estaba lo que producía el ruido. La mayor parte del claro parecía estar alfombrada de un material liso y duro, pero el centro estaba en continuo movimiento: una especie de gran caldero conteniendo un barro líquido y pegajoso que cada pocos segundos producía una burbuja grande que al explotar causaba el «plop» que habían estado escuchando, soltando una nube de vapor que se esfumaba parsimoniosamente.
Kruger dejó que su compañero mirara durante uno o dos minutos y después, repitiendo la palabra «¡Alto!», dio unos pasos hacia atrás por el camino por donde había venido.
Normalmente no es fácil encontrar rocas en el suelo de una selva, pero estaban aún lo suficientemente cerca del flujo como para que aparecieran manchas de lava. Encontró una roca y con gran esfuerzo rompió una esquina de tamaño mediano, la trajo y la arrojó en la aparentemente dura superficie. La corteza de barro seco cedió y el trozo de lava desapareció en medio de una gran salpicadura.
— No me gustan estos sitios — dijo Kruger con firmeza, sin importarle el hecho de que Dar no le pudiera entender —. Me metí en uno de ellos hace pocos meses y cuando salí de él ayudándome de la raíz del árbol que había impedido que me hundiera, y que de paso, con un golpe, me hizo perder el sentido un buen rato, encontré mi nombre grabado en el árbol, con unas cuantas observaciones sobre lo buen chico que había sido. No les culpo por dejarme; tenían toda la razón para suponer que estoy todavía hundiéndome. El haber sobrevivido una vez no significa que vaya a volver a intentarlo; ¡mi traje espacial está muy lejos de aquí!
Dar no dijo nada, pero se prometió a sí mismo hacer caso a su amigo mientras estuvieran cerca de la región volcánica de la que era nativo el tipo grande. ¡Aquello era en verdad algo para el libro!