50. Escudo de hielo


El izado del último bloque de hielo debiera haber sido un acontecimiento feliz; ahora sólo era de sombría satisfacción. A treinta mil kilómetros sobre Thalassa se colocó en su sitio el último hexágono de hielo y el escudo quedó acabado.

Por primera vez en casi dos años, se activó el propulsor cuántico aunque a su potencia mínima. La Magallanes escapó de su órbita estacionaria, acelerando para comprobar el equilibrio y la integridad del iceberg artificial que tenía que transportar hasta las estrellas. No hubo ningún problema; se había hecho un buen trabajo. Aquello supuso un gran alivio para el capitán Bey, que nunca pudo olvidar que Owen Fletcher (ahora bajo una vigilancia razonablemente estricta en la Isla Norte) había sido uno de los principales arquitectos del escudo. Se preguntó qué habrían pensado Fletcher y los otros sabras exiliados al ver la ceremonia de dedicación.

Esta se había iniciado con un vídeo retrospectivo en el que se mostraba la construcción de la planta de congelación y el izado del primer bloque de hielo. A continuación aparecía un ballet espacial fascinante que, a velocidad acelerada, mostraba cómo se maniobraban los enormes bloques de hielo hasta colocarlos en su sitio y cómo se hacían encajar en el escudo que iba creciendo progresivamente. El principio fue en tiempo real, luego se aceleró rápidamente hasta que los últimos sectores fueron sumándose a un ritmo de uno cada escasos segundos. El mejor compositor de Thalassa había concebido una ingeniosa partitura musical que empezaba con una lenta pavana y acababa con una intensa polka, volviendo a la velocidad normal al final, cuando el último bloque de hielo era encajado en su sitio.

Luego la imagen cambió por otra en directo, captada por una cámara suspendida en el espacio a un kilómetro de la Magallanes, mientras ésta orbitaba en la zona de sombra del planeta. La gran pantalla solar que protegía el hielo durante el día había sido retirada, por lo que el escudo era visible en su totalidad por primera vez.

El enorme disco gris blanquecino brilló fríamente bajo los focos, pronto se enfriaría mucho más al penetrar en los pocos grados sobre cero absoluto de la noche galáctica. Allí sólo se calentaría con la luz lejana de las estrellas, con la pérdida de radiación de la nave y con la poco frecuente explosión de energía originada por el polvo que hiciera impacto sobre él.

La cámara recorrió lentamente el iceberg artificial, con el acompañamiento de la voz inconfundible de Moses Kaldor.

— Gentes de Thalassa, os damos las gracias por vuestro regalo. Tras este escudo de hielo, esperamos viajar a salvo al mundo que nos está esperando a setenta y cinco años luz, de aquí a trescientos años.

« Si todo va bien, cuando lleguemos a Sagan Dos aún transportaremos por lo menos veinte mil toneladas de hielo. Dejaremos que caiga sobre el planeta, y el calor de la entrada lo transformará en la primera lluvia que jamás haya conocido ese mundo glacial. Por un momento, antes de que vuelva a congelarse, será el precursor de los mares que aún no han nacido.

« Un día, nuestros descendientes conocerán mares como los vuestros, aunque no tan inmensos o tan profundos. Las aguas de nuestros dos mundos se mezclarán, dando vida a nuestro nuevo hogar. Y os recordaremos con amor y gratitud.


51. Reliquia


— Es precioso—dijo Mirissa reverentemente—. Ahora puedo comprender por qué se valora tanto el oro en la Tierra.

— El oro es la parte menos importante—contestó Kaldor al tiempo que sacaba la reluciente campana de su caja forrada de terciopelo—. ¿Adivinas qué es?

— Evidentemente es una obra de arte. Pero tiene que significar mucho más para ti, ya que lo has llevado contigo durante cincuenta años luz.

— Tienes razón, desde luego. Es una reproducción exacta de un gran templo, de más de cien metros de altura. En un principio, había siete de estos estuches, todos ellos de idéntica forma, y cada uno encajaba dentro de otro. Este era el más interior, el que contenía la Reliquia. Me fue entregado por unos viejos amigos en mi última noche en la Tierra. « Todo es atemporal—me recordaron—. Sin embargo, hemos conservado esto durante más de cuatro mil años. Llévalo contigo a las estrellas, con nuestra bendición. »

"A pesar de que yo no compartía su fe, ¿cómo podía rechazar un regalo tan valioso? Ahora lo dejaré aquí, donde los hombres llegaron por primera vez a este planeta. Otro regalo de la Tierra… quizás el último."

— No digas eso—respondió Mirissa—. Habéis dejado tantos regalos que nunca podremos contarlos todos.

Kaldor sonrió melancólicamente y por un momento no contestó, deteniendo su mirada en la familiar vista que se divisaba desde la ventana de la biblioteca. Allí había sido feliz, rastreando la historia de Thalassa y aprendieron muchas cosas que podrían ser de un valor incalculable cuando se creara la nueva colonia en Sagan Dos.

"Adiós vieja nave madre—pensó—. Hiciste bien tu trabajo. Aún nos espera un largo camino; ojalá la Magallanes nos sirva con tanta lealtad como tú has servido a la gente a la que hemos llegado a amar."

— Estoy seguro de que mis amigos habrían estado de acuerdo. He cumplido con mi deber. La Reliquia estará más segura aquí en Museo de la Tierra, que a bordo de la nave. Después de todo quizá nunca lleguemos a Sagan Dos.

— Claro que llegaréis. Pero aún no me has dicho qué hay en el séptimo cofre

— Es lo Único que queda de uno de los hombres más grandes que ha existido jamás; él fundó la única fe que nunca llegó a teñirse de sangre. Estoy convencido de que le habría divertido mucho saber que, cuarenta siglos después de su muerte, uno de sus dientes sería trasladado a las estrellas.


52. Cánticos de la lejana tierra


Ahora era el momento de la transición, de las despedidas, de las separaciones tan duras como la muerte. Sin embargo, a pesar de todas las lágrimas que se derramaron — tanto en Thalassa como en la nave—también había un sentimiento de alivio. Aunque ya nada volvería a ser lo mismo, ahora la vida podría volver a la normalidad. Los visitantes eran como unos invitados que se habían quedado un poco más de lo previsto; era hora de partir.

El mismo presidente Farradine lo aceptaba y había abandonado su sueño de una Olimpíada interestelar. Su consuelo fue grande: las unidades de congelación se trasladaban a la Isla Norte, y la primera pista de hielo de Thalassa estaría lista a tiempo para los Juegos. Si estaría listo también algún otro atleta era otro problema, pero muchos jóvenes thalassanos pasaban horas observando con incredulidad a algunos de los grandes maestros del pasado.

Mientras tanto, todo el mundo convino en que debía organizarse una ceremonia de despedida que marcara la partida de la Magallanes. Por desgracia, eran pocos los que se ponían de acuerdo en cuanto a la Forma que debía tomar. Hubo innumerables iniciativas privadas con las que se sometió a los interesados a una gran tensión física y mental, pero ninguna oficial y pública.

La alcaldesa Waldron, reclamando prioridad en nombre de Tarna, creía que la ceremonia debía realizarse en el lugar del primer aterrizaje. Edgar Farradine defendía que el Palacio Presidencial, pese a sus modestas proporciones, era más apropiado. Algunos graciosos sugirieron Krakan como solución intermedia, aduciendo que sus famosas viñas serían el lagar más adecuado para el brindis de despedida. Aún no habían resuelto la cuestión cuando la Compañía de Radiodifusión de Thalassa—una de las burocracias con más iniciativa del planeta—se apropió del proyecto en su totalidad.

El concierto de despedida iba a ser recordado, e interpretado, por las generaciones venideras. No hubo un vídeo que distrajera los sentidos; sólo música y un relato muy breve. Se estudió el patrimonio de dos mil años para evocar el pasado y dar esperanzas para el futuro. No sólo era un réquiem, sino también una canción de cuna.

Parecía un milagro que, después que el arte alcanzara la perfección tecnológica, los compositores de música tuvieran algo que decir. A lo largo de los mil años, la electrónica les había proporcionado un dominio total sobre todos los sonidos audibles por el oído humano, y podría haberse pensado que todas las posibilidades de este medio de expresión se habían agotado tiempo atrás.

De hecho, había habido alrededor de un siglo de pitidos, vibraciones y electroeructos antes de que los compositores hubieran dominado sus ahora infinitos poderes y unido de nuevo con éxito el arte con la tecnología. Nadie superó jamás a Beethoven o a Bach; pero algunos se les acercaron.

Para las legiones de oyentes, el concierto constituyó un recordatorio de cosas que nunca habían conocido, cosas que pertenecieron sólo a la Tierra. El lento tañido de enormes campanas ascendiendo como humo invisible desde las viejas agujas de una catedral; el canto de pacientes barqueros, en lenguas ahora perdidas para siempre, remando contra corriente de vuelta a casa bajo las últimas luces del día; las canciones de ejércitos avanzando hacia batallas a las que el tiempo había desprovisto de todos sus males y dolores; el murmullo mezclado de diez millones de voces al despertar las más grandes ciudades del hombre en su encuentro con el amanecer; la fría danza de la aurora sobre mares de hielo sin fin; el rugido de potentes motores ascendiendo hacia las estrellas. Todo esto escucharon los oyentes en la música que vino de la noche—los cantos de la lejana Tierra, llevados a través de los años luz…

Para la parte final, los productores habían seleccionado la última gran obra dentro de la tradición sinfónica. Escrita en los años en que Thalassa había perdido el contacto con la Tierra, era totalmente nueva para el público. No obstante, su tema marítimo la hizo especialmente apropiada para la ocasión—y su impacto sobre los oyentes fue tan grande como lo hubiera deseado su compositor, fallecido mucho tiempo atrás.


— Cuando escribí la Lamentación por Atlántida, hace casi treinta años, no tenía imágenes concretas en mente; sólo me interesaban las reacciones emocionales, no las escenas explícitas; yo quería que la música transmitiera una sensación de misterio, de tristeza, de pérdida abrumadora. No pretendía pintar un buen retrato de ciudades en ruinas llenas de peces. Sin embargo, algo extraño me sucede siempre que oigo el Lento lúgubre, como estoy haciendo mentalmente en este momento…

« Empieza en el compás 136, cuando la serie de acordes que descienden hasta el registro más bajo del órgano se unen por primera vez al aria inarticulada de la soprano, subiendo más y más desde las profundidades… Ya se sabe, por supuesto, que basé este tema en los cantos de las grandes ballenas, esos poderosos músicos del mar con los que hicimos la paz muy tarde, demasiado tarde… La escribí para Olga Kondrashin, y nadie ha podido cantar esos pasajes nunca más sin la ayuda de la electrónica…

« Cuando empieza la línea vocal, es como si viera algo que existe en la realidad. Me encuentro en una plaza de una ciudad casi tan grande como St. Marks o St. Peters. A mi alrededor hay edificios medio en ruinas, como templos griegos, y estatuas volcadas cubiertas por algas, con frondas verdes ondeando de un lado a otro. Todo está parcialmente cubierto por una espesa capa de barro.

« Al principio, la plaza parece vacía; luego descubro algo perturbador. No me pregunten por qué, siempre es una sorpresa por que siempre lo veo por primera vez.

« En el centro de la plaza hay un montículo y un conjunto de líneas que irradian de él. Me pregunto si son muros en ruinas, parcialmente enterrados en el fango. Sin embargo, esa disposición no tiene sentido; y entonces observo que el montículo está latiendo.

« Al cabo de un momento advierto dos ojos enormes que, sin pestañear, me observan.

« Eso es todo; no sucede nada. Aquí no ha pasado nada desde hace seis mil años, desde aquella noche en que la barrera de tierra firme cedió y el mar corrió entre las Columnas de Hércules.

« El Lento es mi movimiento favorito, pero no podría terminar la sinfonía con ese aire de tragedia y desesperación. De aquí el final: « Resurgimiento. »

« Ya sé, desde luego, que la Atlántida de Platón nunca existió en realidad. Por esta misma razón, nunca podrá morir. Siempre será un ideal, un sueño de perfección, una meta que inspirará a los hombres en la posteridad. Esta es la razón por la que la sinfonía finaliza con una marcha triunfal hacia el futuro.

« Sé que la interpretación popular de la marcha es una Nueva Atlántida que surge de entre las olas. Es demasiado literal; para mí, el final representa la conquista del espacio. Una vez lo hube encontrado y retenido, me llevó meses librarme de este tema. Esas quince malditas notas me martilleaban en la cabeza día y noche…

« Ahora, la Lamentación existe al margen de mí; ha adquirido vida propia. Incluso cuando desaparezca la Tierra, se dirigirá a toda velocidad a la Galaxia Andrómeda, impulsada por cincuenta mil megavatios procedentes del transmisor del cráter Tsiolkovski, en el espacio exterior.

« Algún día, dentro de siglos o de milenios, será capturada y comprendida.


Memorias habladas, Sergei di Pietro (3411–3509)


53. La máscara de oro



— Siempre hemos hecho ver que no existe—dijo Mirissa—. Pero ahora quisiera verla. Sólo una vez.

Loren guardó silencio por un momento. Luego respondió:

— Ya sabes que el capitán Bey nunca ha admitido a ningún visitante.

Desde luego que lo sabía; y también comprendía los motivos. Aunque al principio ello había originado un cierto resentimiento, todos los habitantes de Thalassa se daban cuenta ahora de que la pequeña tripulación de la Magallanes estaba demasiado ocupada para hacer de guía—o de niñera—del imprevisible cincuenta por ciento de casos que tendrían náuseas en los sectores de gravedad cero de la nave. El mismo presidente Farradine había sido delicadamente rechazado.

— He hablado con Moses, y él ha hablado con el capitán. Todo está arreglado. Pero hay que mantenerlo en secreto hasta que haya partido la nave.

Loren la miró con asombro; luego sonrió. Mirissa siempre le daba sorpresas; era parte de su atractivo. Comprendió, con una punzada de tristeza, que nadie de Thalassa tenía mayor derecho a ese privilegio; su hermano era el único thalassano que había hecho ese viaje. El capitán Bey era un hombre justo y dispuesto a quebrantar las normas en caso necesario. Además, una vez hubiera partido la nave, sólo tres días más tarde, no importaría.

— Supón que te mareas en el espacio.

— Yo no me mareo ni en el mar…

— Eso no prueba nada.

— … y he visto a la comandante Newton. Me ha dado una clasificación del noventa y cinco por ciento, y me ha recomendado el transbordador de medianoche. Entonces no habrá nadie de la ciudad cerca de ahí.

— Has pensado en todo, ¿verdad? — dijo Loren con franca admiración—. Te veré en el embarcadero número dos quince minutos antes de medianoche.

Hizo una pausa y añadió con dificultad:

— Esta vez ya no volveré a salir. Dile adiós a Brant de mi parte, por favor.

Aquélla era una prueba que no podía afrontar. De hecho, no había puesto los pies en la residencia de los Leonidas desde que Kumar hizo su último viaje y Brant volvió para consolar a Mirissa. Ya casi era como si Loren no hubiera entrado nunca en sus vidas.

E inexorablemente las estaba abandonando, pues ahora podía mirar a Mirissa con amor pero sin deseo. Una emoción más profunda—uno de los dolores más agudos que había experimentado jamás—invadía ahora su mente.

Él había deseado y anhelado ver a su hijo, pero el nuevo programa de la Magallanes lo imposibilitaba. Aunque había oído los latidos de su corazón mezclados con los de su madre, nunca los tendría en sus brazos.

El transbordador acudió a su cita en el lado diurno del planeta, por lo que la Magallanes aún estaba casi a cien kilómetros de distancia cuando Mirissa la vio por primera vez. Aunque conocía sus dimensiones reales, le parecía un juguete que relucía bajo la luz del sol.

A diez kilómetros de distancia no parecía más grande. Su cerebro y sus ojos se empeñaban en que aquellos círculos oscuros que rodeaban el sector central no eran más que portillas. Hasta que el curvo e interminable casco de la nave surgió al lado de ellos no le entró en la cabeza que se trataba de compuertas de carga y acoplamiento, en una de las cuales iba a entrar el transbordador.

Loren miró con ansiedad a Mirissa cuando ésta se desabrochó el cinturón de seguridad; éste era el peligroso momento en que, libre de trabas por primera vez, el confiado pasajero se daba cuenta de repente de que la gravedad cero no era tan divertida como parecía. No obstante, Mirissa parecía sentirse absolutamente cómoda cuando se deslizó por la esclusa de aire, impulsada por unos suaves empujones de Loren.

— Por suerte, no hay necesidad de ir al sector 1 G, con lo que te ahorrarás el problema de readaptarte por segunda vez. No tendrás que pensar más en la gravedad hasta que vuelvas a tierra firme.

« Habría sido interesante—pensó Mirissa—, visitar los alojamientos del sector giratorio de la nave, pero ello habría supuesto interminables conversaciones formales y contactos personales, que era lo último que necesitaba entonces. Le alegró mucho que el capitán Bey estuviera aún en Thalassa; ni tan siquiera habría necesidad de efectuar una visita de cortesía para darle las gracias.

Al abandonar la esclusa de aire se encontraron en un pasillo tubular que parecía extenderse a lo largo de toda la nave. A un lado había una escalerilla; al otro, dos filas de asideros flexibles, adecuados para las manos o los pies, que se deslizaban lentamente en ambos sentidos sobre unas pistas paralelas.

— No es buen sitio para quedarse cuando aceleremos—comentó Loren—. Entonces pasa a ser un eje vertical de dos kilómetros de profundidad. Es entonces cuando en verdad necesitas la escalerilla y los asideros. Agárrate a ése de ahí y deja que haga todo el trabajo por ti.

Fueron transportados sin esfuerzo alguno a lo largo de varios centenares de metros, y llegaron a un pasillo que formaba ángulo recto con el principal.

— Suelta la correa—indicó Loren cuando habían avanzando algunos metros—. Quiero enseñarte una cosa.

Mirissa soltó el asidero y progresivamente se detuvieron junto a una ventana larga y estrecha situada a un lado del túnel. A través del grueso cristal, ella miró hacia el interior de una enorme y fuertemente iluminada caverna de metal. Aunque estaba completamente desorientada, supuso que aquella gran cámara cilíndrica debía abarcar casi la totalidad de la anchura de la nave, y que aquella barra central, por lo tanto, debía de reposar a lo largo de su eje.

— El propulsor cuántico—anunció Loren con orgullo.

Ni tan siquiera pretendió nombrar las veladas formas de metal y cristal, los curiosamente formados contrafuertes volantes que brotaban de las paredes de la cámara, las vibrantes constelaciones de luces, la esfera de completa oscuridad que, aunque no podía distinguirse, parecía estar girando… No obstante, al cabo de un rato, dijo:

— El mayor logro del genio humano; el último regalo de la Tierra a sus hijos. Algún día nos convertirá en dueños de la galaxia.

Había un tono de arrogancia en sus palabras que hizo poner mala cara a Mirissa. El que hablaba volvía a ser el viejo Loren, antes de haber madurado en Thalassa « Pues que así sea », pensó ella; pero una parte de él había cambiado para siempre.

—¿Tú crees—preguntó ella con delicadeza—que la galaxia llegará a enterarse?

Sin embargo, estaba impresionada, y contempló largamente aquellas formas enormes y sin sentido que habían hecho llegar a Loren hasta ella a través de los años luz. No supo si bendecirles por lo que habían traído o si maldecirles por lo que muy pronto se llevarían.

Loren la condujo a través de aquel laberinto, aún más cerca del corazón de la Magallanes. No se encontraron con nadie ni una sola vez; ello hacía recordar las dimensiones de la nave y su reducida tripulación.

— Ya casi estamos—avisó Loren con una voz ahora calmosa y solemne—. Éste es el Guardián.

Totalmente cogida por sorpresa, Mirissa flotó en dirección a aquel rostro dorado, que la miraba desde su hueco, hasta casi chocar con él. Extendió una mano y tocó un frío metal. Así pues, era real, y no, como había imaginado, un holograma.

—¿Qué… quién es? — susurró.

— A bordo tenemos muchos de los más grandes tesoros artísticos de la Tierra—afirmó Loren con melancólico orgullo—. Éste fue uno de los más famosos. Fue un rey que murió muy joven, cuando era un niño…

La voz de Loren se desvaneció cuando ambos tuvieron el mismo pensamiento. Mirissa tuvo que enjugarse las lágrimas antes de poder leer la inscripción que había bajo la máscara.


TUTANKHAMON

1361—1353a. de C.

(Valle de los Reyes, Egipto, 1922 d. de C.)


SI, había tenido casi la misma edad que Kumar.

El rostro dorado les miraba a través de los milenios y a través de los años luz, el rostro de un joven dios fulminado en la flor de la vida. En él se leía el poder y la confianza en si mismo, pero no la arrogancia y la crueldad que los años perdidos le habrían dado.

—¿Por qué aquí?—le preguntó Mirissa, medio adivinando la respuesta.

— Parecía un símbolo adecuado. Los egipcios creían que, si llevaban a cabo las ceremonias correctas, el muerto tendría una nueva existencia en otro mundo. Pura superstición, por supuesto; sin embargo, aquí la hemos hecho realidad.

« Pero no de la manera que yo hubiera deseado », pensó Mirissa con tristeza. Observando los ojos negros como el azabache del rey niño, que la miraba desde su máscara de oro incorruptible, costaba creer que aquello sólo fuera una maravillosa obra de arte y no un ser vivo.

No podía apartar la vista de aquella mirada hipnótica aunque serena conservada a través de los siglos. Una vez más, alargó la mano y acarició la dorada mejilla. El metal precioso le recordó de repente un poema que había encontrado en los archivos de Primer Aterrizaje, mientras buscaba expresiones de consuelo en el ordenador, dentro de la literatura del pasado. La mayoría de los centenares de frases eran inadecuadas, pero una ("Autor desconocido,?1800–2100") encajaba perfectamente:


« Devuelven brillante al acuñador la creación del hombre, los muchachos que morirán en la gloria y nunca envejecerán. »


Loren esperó pacientemente a que los pensamientos de Mirissa siguieran su curso. Luego introdujo una tarjeta en una ranura casi invisible situada detrás de la máscara, y se abrió sin hacer ruido una puerta circular.

Resultaba incongruente encontrar un guardarropía lleno de gruesos abrigos de pieles dentro de una nave espacial, pero Mirissa pudo comprobar la necesidad de ello. La temperatura había descendido en muchos grados, y se dio cuenta de que estaba temblando a causa de aquel insólito frío.

Loren la ayudó a ponerse el traje térmico—no sin dificultad al hallarse en gravedad cero—y flotaron en dirección a un círculo de vidrio esmerilado situado en la pared del fondo de una pequeña cámara. La ventana de cristal giró hacia ellos como una esfera de reloj con apertura y de ella salió una ráfaga de aire helado como Mirissa no había imaginado jamás, y menos aún experimentado. Pequeñas partículas de humedad se condensaban en aquel aire glacial, danzando alrededor de ella como fantasmas. Miró a Loren como diciendo: « ¡Supongo que no esperarás que me meta ahí! »

Él la tomó del brazo de modo tranquilizador y dijo:

— No te preocupes, el abrigo te protegerá, y al cabo de unos minutos ya no notarás el frío en la cara.

Le costó creer aquello; pero tenía razón. Tras cruzar detrás de él la ventana, respirando con cautela al principio, se sorprendió al descubrir que la experiencia no era desagradable en lo más mínimo. De hecho, era realmente estimulante; por primera vez comprendió por qué hubo gente que fue por su propia voluntad a las regiones polares de la Tierra.

Podía imaginarse fácilmente a sí misma allí, ya que parecía estar flotando en un universo glacial y blanco como la nieve. A su alrededor todo eran relucientes panales que podían haber sido hechos de hielo, con una formación de miles de celdas hexagonales. Casi era como una versión en pequeño del escudo de la Magallanes, salvo que aquí las unidades sólo tenían alrededor de un metro de longitud y estaban unidas por grupos de tuberías y haces de cables.

Allí estaban, pues, durmiendo a su alrededor, los cientos de miles de colonos para los que la Tierra era aún, en sentido literal, un recuerdo de ayer mismo. ¿Qué estarían soñando, se preguntó, a menos de la mitad de su sueño de quinientos años? ¿Acaso la mente soñaba algo en aquella sorda tierra de nadie entre la vida y la muerte? Según Loren, no; ¿pero quién podía estar del todo seguro?

Mirissa había visto dos vídeos de abejas realizando su misterioso trabajo de un lado a otro de su enjambre; se sintió como una abeja humana siguiendo a Loren, cogidos de la mano, a lo largo de la red de barandillas que se entrecruzaban sobre la pared del gigantesco panal. Ahora ya se sentía cómoda en la gravedad cero y ni tan siquiera notaba el penetrante frío. De hecho, apenas notaba su cuerpo—y a veces tenía que convencerse a sí misma de que aquello no era un sueño del que iba a despertar.

Las celdas no tenían nombre, pero todas ellas se identificaban por un código alfanumérico; Loren fue con decisión a la H—354. Al presionar un botón, el contenedor hexagonal de metal y cristal se deslizó hacia fuera sobre unos rieles telescópicos para mostrar a la mujer durmiente que yacía en su interior.

No era bonita, aunque era injusto emitir un juicio sobre una mujer sin la gloria suprema de su cabello. Su piel era de un color que Mirissa no había visto nunca, y tenía noticia de que había llegado a ser poco frecuente en la Tierra—un negro tan oscuro que casi contenía una pizca de azul. Además era tan perfecta que Mirissa no pudo evitar un arrebato de envidia; vino a su mente una imagen fugaz de cuerpos entrelazados, de ébano y marfil, una imagen que la perseguiría en los años venideros.

Volvió a mirar aquel rostro. Incluso en el reposo de varios siglos de duración, mostraba determinación e inteligencia. « ¿Habríamos sido amigas? — se preguntó Mirissa—. Lo dudo; nos parecemos demasiado. »

« Así que tú eres Kitani, y llevas al primer hijo de Loren a las estrellas. ¿Pero será en verdad el primero, ya que nacerá siglos después del mío? Primero o segundo, le deseo todo lo mejor… »

Aún estaba paralizada, aunque no sólo por el frío, cuando la puerta de cristal se cerró tras ellos. Loren la condujo con suavidad por el pasillo y dejaron atrás al Guardián.

Una vez más, sus dedos rozaron la mejilla del inmortal niño de oro. Por un momento, y con gran sobresalto, le pareció que estaba caliente al tacto; entonces se dio cuenta de que su cuerpo todavía se estaba adaptando a la temperatura normal.

Esto sólo le llevaría minutos; ¿pero cuánto tiempo pasaría, se preguntó, hasta que el hielo de su corazón se derritiera?


54. Despedida


Es la última vez que hablaré contigo, Evelyn, antes de empezar mi largo sueño. Todavía estoy en Thalassa, pero la nave sale para la Magallanes dentro de unos minutos; ya no puedo hacer nada hasta que aterricemos dentro de trescientos años…

Siento una gran tristeza: acabo de despedirme de mi mejor amiga aquí, Mirissa Leonidas. ¡Cómo te hubiera gustado conocerla! Ella es probablemente la persona más inteligente que he conocido en Thalassa. Los dos hemos tenido largas conversaciones, aunque temo que algunas se convirtieron más bien en esos monólogos por los que tú tantas veces me criticabas…

A veces me preguntaba acerca de Dios; pero quizá no supe contestar a su pregunta más inteligente.

Poco después de la muerte de su querido hermano, me preguntó:

« ¿Para qué sirve el dolor? ¿Cumple acaso alguna función biológica? »

Es curioso que nunca hubiera pensado seriamente en esto. Si recordáramos a los muertos sin emoción (en el caso de que los recordáramos alguna vez) nos convertiríamos en una especie inteligente que funcionaría a la perfección. Se trataría de una sociedad completamente inhumana, pero tan próspera como lo fueron en la Tierra las de las termitas o de las hormigas.

¿Podría el dolor ser una accidental, e incluso patológica consecuencia del amor, que tiene una función biológica esencial? Éste es un pensamiento extraño y preocupante. Y sin embargo, son nuestras emociones lo que nos convierten en seres humanos. ¿Quién estaría dispuesto a abandonarlas, aun sabiendo que cada nuevo amor es prisionero de esos gemelos terroristas llamados Tiempo y Destino?

A menudo ella me hablaba de ti, Evelyn. Le desconcertaba que un hombre pudiera amar a una sola mujer durante toda su vida, incluso cuando ya había desaparecido. Una vez bromeé diciéndole que la fidelidad era algo tan ajeno a los thalassanos como los mismos celos; me replicó que habían salido ganando al no conocer ninguno de esos sentimientos.

Me están llamando; la nave me espera. Debo despedirme de Thalassa para siempre. Tu imagen también empieza a desvanecerse. Aunque soy un experto dando consejos a los demás, quizá me he aferrado demasiado a mi propio dolor, y eso no sirve a tu memoria.

Thalassa me ha ayudado a curarme. Ahora me alegro de haberte conocido, en lugar de estar triste por haberte perdido.

Una extraña calma me embarga. Por primera vez creo entender de veras los conceptos de la separación y el Nirvana de mis viejos amigos budistas.

Y si no despierto en Sagan Dos, qué más da. He cumplido mi misión aquí, y estoy contento por ello.

55. La partida


El trimarán alcanzó la orilla del banco de algas poco antes de medianoche y Brant ancló en un fondo de treinta metros. Empezaría a lanzar las bolas espía al amanecer, hasta formar una cerca entre Escorpia y la Isla Sur. Una vez establecida ésta, podría observar todas las idas y venidas. Si los escorpios encontraban una de las bolas espías y la llevaban a su casa como trofeo, tanto mejor. Continuaría operando, y sin duda proporcionaría información aún más útil que las obtenidas en mar abierto.

Ahora no había nada que hacer, excepto recostarse mecido por el tranquilo balanceo del barco y escuchar la cálida música de radio Tarna, esta noche excepcionalmente suave. De vez en cuando había un anuncio o un mensaje de buena voluntad o un poema en honor de los visitantes. Aquella noche habría muy poca gente dormida en las islas. Mirissa se preguntó fugazmente qué pensamientos debían de estar atravesando las mentes de Owen Fletcher y sus compañeros exiliados, abandonados en un mundo extraño para el resto de sus vidas. La última vez que ella los había visto en una emisión de vídeo del Norte, no parecían estar descontentos, e incluso discutían animadamente sobre las oportunidades de realizar negocios allí.

Brant estaba tan quieto que ella lo hubiera creído dormido, a no ser porque su mano permanecía fuertemente apretada a la de ella. Estaban echados el uno junto al otro, mirando las estrellas. Él había cambiado, incluso más que ella; se había vuelto menos impaciente, más considerado. Y lo mejor de todo era que había aceptado al niño, con palabras cuya bondad le habían hecho saltar las lágrimas a Mirissa: « Tendrá dos padres. »

Ahora radio Tarna empezaba la final e innecesaria cuenta atrás, la primera que ningún thalassano había oído jamás, a excepción de las históricas grabaciones del pasado. « ¿Vamos a poder ver algo? se preguntaba Mirissa—. La Magallanes se encuentra en el lado opuesto del mundo, suspendida en pleno mediodía sobre un hemisferio de océano. Nos separa todo el espesor del planeta…

— Cero… — se oyó en radio Tarna, e inmediatamente la emisora quedó acallada por un ruido infernal. Brant alcanzó los mandos de la radio y apenas había conseguido bajar el volumen cuando el cielo estalló.

El horizonte entero estaba encendido en llamas. Al Norte, al Sur, al Este y al Oeste, todo por igual. Largas serpentinas de fuego se levantaban desde el océano, a medio camino del cenit, en una exhibición celestial como Thalassa nunca había presenciado ni volvería a presenciar jamás.

Era un espectáculo hermoso, pero al mismo tiempo aterrador. Ahora Mirissa entendía por qué la Magallanes se había situado en el otro extremo del mundo; lo que estaba viendo ahora no era la propulsión cuántica, sino la energía sobrante procedente de ésta y absorbida inofensivamente por la ionosfera. Loren le había contado algo incomprensible acerca de la descarga de ondas en el superespacio, añadiendo que ni siquiera los creadores de la propulsión cuántica habían llegado nunca a comprender este fenómeno.

Mirissa se preguntó, durante un segundo, qué pensarían los escorpios de estos fuegos artificiales celestiales. Seguramente algún resto de esta fuerza actínica se filtraba a través de las selvas de algas marinas iluminando las sendas de sus ciudades sumergidas.

Quizá fuera su imaginación, pero los radiantes haces multicolores que envolvían la corona de luz parecían arrastrarse lentamente por el cielo. La fuente de su energía iba ganando velocidad, acelerando a lo largo de su órbita mientras se alejaba de Thalassa para siempre. Pasó un buen rato antes de que se diera cuenta de que la nave se movía; al mismo tiempo, había disminuido la luminosidad.

Entonces, bruscamente, cesó todo. Radio Tarna volvió a estar en antena, como sin aliento.

Todo de acuerdo con el plan… la nave está saliendo ahora reorientada… habrá otros fenómenos más tarde, pero no tan espectaculares… todas las fases de la separación inicial se efectuarán en el otro lado del mundo, pero podremos ver a la Magallanes dentro de tres días, cuando se aleje del sistema.

Mirissa apenas oyó estas palabras y miró fijamente el cielo al que ahora retornaban las estrellas, esas estrellas que nunca podría volver a mirar sin recordar a Loren. Ahora no sentía emoción alguna; si aún le quedaban lágrimas lloraría más tarde.

Sintió cómo los brazos de Brant la rodeaban y agradeció su consuelo frente a la soledad del espacio. Éste era su lugar, su corazón no se perdería otra vez. Al fin comprendía que, pese a haber amado a Loren por su fortaleza, amaba a Brant por su debilidad.

"Adiós Loren—susurró—, que seas feliz en este mundo lejano que tú y tus hijos conquistaréis para la Humanidad. Pero piensa alguna vez en mí, que estaré a trescientos años de ti en la ruta de la Tierra."

Brant le acariciaba el pelo con torpe suavidad deseando tener palabras para consolarla; pero también sabía que el silencio era lo mejor. Brant no tenía ninguna sensación de victoria. Mirissa volvía a ser suya, pero el viejo y despreocupado compañerismo que les unía había desaparecido para siempre. Brant sabía que durante todos los días de su vida el fantasma de Loren estaría entre ellos. El fantasma de un hombre que no habría envejecido ni un solo día cuando ellos fueran ya polvo en el viento.


Cuando, tres días más tarde, la Magallanes se alzó por encima del horizonte, se había convertido en una deslumbrante estrella, demasiado brillante para ser observada a simple vista, aun cuando la propulsión cuántica había sido cuidadosamente dirigida hacia otro punto para que la pérdida de radiación no alcanzara a Thalassa.

Semana tras semana, mes tras mes, fue desvaneciéndose poco a poco, aunque cuando aparecía la luz del día era relativamente fácil encontrar si se sabía dónde buscarla. Y durante años, fue la más brillante de las estrellas nocturnas.

Mirissa vio la nave por última vez poco antes de que le fallara la vista. Durante unos pocos días, la propulsión cuántica, ahora inofensiva y suavizada por la distancia, había estado dirigida hacia Thalassa.

Habían pasado ya quince años luz, pero sus nietos no tenían ninguna dificultad en señalar la estrella azul de tercera magnitud que brillaba por encima de las torres de vigilancia de la barrera electrificada para los escorpios.


56. Bajo la superficie


Todavía no eran inteligentes, pero sentían curiosidad, y éste era el primer paso hacia el camino sin fin.

Como muchos de los crustáceos que en otro tiempo habían existido en los mares de la Tierra, podían sobrevivir fuera del agua durante períodos de tiempo indefinidos. Sin embargo, hasta los últimos siglos habían tenido pocos incentivos para hacerlo. Los enormes bosques de algas les proveían de lo necesario. Las largas y delgadas hojas eran su alimento, y los toscos tallos la materia prima para sus primitivos artefactos.

Tenían sólo dos enemigos naturales. Uno de ellos era un enorme y muy raro pez de aguas profundas que no consistía más que en dos enormes mandíbulas hambrientas atadas a un estómago nunca saciado. El otro era una medusa venenosa vibradora, la forma motriz del pólipo gigante, que muchas veces alfombraba de muerte el fondo marino, dejando un desierto teñido de sangre.

Aparte de algunas excursiones esporádicas por la superficie, los escorpios podían muy bien haber pasado toda su existencia sumergidos en el mar, perfectamente adaptados a su medio ambiente. Pero a diferencia de las hormigas y las termitas, todavía no habían entrado en uno de los callejones sin salida de la evolución. Todavía podían adaptarse a los cambios.

Y un cambio, aunque todavía en pequeña escala, se había producido en este mundo oceánico. Unas cosas maravillosas habían caído del cielo. En el lugar de donde procedían debía de haber más. Cuando estuvieran preparados, los escorpios irían en su búsqueda.

En aquel mundo intemporal del mar de Thalassa no había prisa; pasarían años antes de que realizaran su primer asalto a aquel elemento desconocido del cual sus exploradores habían traído tan curiosos informes.

Pero no podían saber que otros exploradores les estaban observando a ellos. Y cuando por fin se decidieron a avanzar, escogieron el momento más desafortunado.

Tuvieron la mala suerte de emerger a tierra durante el inconstitucional, aunque muy eficaz, segundo mandato del presidente Fletcher.

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