23. El día del hielo


El yate presidencial, alias Transbordador Interinsular Número Uno, nunca había parecido tan hermoso en sus tres siglos de existencia. No sólo estaba engalanado con banderas, sino que se le había dado una nueva capa de pintura blanca. Desgraciadamente, tanto la pintura como la mano de obra se habían agotado antes de acabar el trabajo, así que el capitán tuvo que procurar echar el ancla de forma que solamente el lado de estribor fuera visible desde tierra.

El presidente Farradine fue también ceremoniosamente ataviado con un traje sorprendente (diseñado por la señora presidenta) que le hacía parecer un cruce entre emperador romano y astronauta pionero. No parecía estar muy a gusto en él; el capitán Sirdar Bey se alegraba de que su uniforme consistiera en pantalones cortos blancos, camisa de cuello abierto, hombreras y una gorra con galones dorados, en el que se sentía perfectamente cómodo… aunque era difícil recordar cuándo lo había llevado por última vez.

Pese a la tendencia del presidente a tropezar con su toga, la visita oficial había ido muy bien y la bonita maqueta de la planta congeladora había funcionado a la perfección. Había producido una cantidad ilimitada de obleas hexagonales de hielo, del tamaño justo para caber en un vaso de refresco. Sin embargo, no se les podía reprochar a los visitantes que no entendieran lo apropiado que era el nombre de Copo de Nieve; al fin y al cabo en Thalassa pocos habían visto nieve en su vida.

Ahora habían dejado atrás la maqueta para inspeccionar la planta de verdad, que ocupaba varias hectáreas de la costa de Tarna. Había costado algún tiempo trasladar al presidente, su séquito, el capitán Bey y sus oficiales y todos los demás invitados, del yate a la costa.

Ahora, bajo las últimas luces del día, se encontraban respetuosamente alrededor del borde de un bloque hexagonal de veinte metros de diámetro y dos metros de grosor. No sólo era la mayor masa de agua helada que había visto nadie: probablemente, era la mayor del planeta. Incluso en los polos, raras veces podía llegar a formarse hielo. Sin continentes de grandes dimensiones que bloquearan la circulación, las veloces corrientes de las regiones ecuatoriales fundían rápidamente los incipientes témpanos.

— Pero, ¿por qué es de esta forma? — preguntó el presidente.

El segundo comandante Malina suspiró; estaba completamente seguro de que se lo había explicado ya varias veces.

— Es el viejo problema de cubrir una superficie con piezas idénticas — dijo pacientemente—. Sólo hay tres opciones: cuadrados, triángulos o hexágonos. En nuestro caso, el hexágono es algo más eficaz y fácil de manejar. Los bloques (más de doscientos, de seiscientas toneladas de peso cada uno) encajarán entre sí para construir el escudo. Será una especie de bocadillo de hielo de tres capas de grosor. Cuando aceleremos, todos los bloques se fusionarán y formarán un disco único y enorme. O un cono truncado, para ser exactos.

— Me ha dado usted una idea — el presidente parecía estar más animado que en toda la tarde—. Nunca hemos hecho patinaje sobre hielo en Thalassa. Era un bello deporte… y había un juego llamado « hockey sobre hielo », aunque no estoy seguro de que me gustara revivir aquello después de los vídeos que he visto. Pero sería maravilloso que pudieran construirnos una pista de hielo a tiempo para las olimpíadas. ¿Sería eso posible?

— Tendré que pensármelo — replicó débilmente el segundo comandante Malina—. Es una idea muy interesante. Quizá podría decirme cuánto hielo se necesitará.

— Encantado. Y será una forma excelente de emplear todo esta planta congeladora cuando haya terminado el trabajo.

Una súbita explosión ahorró a Malina la necesidad de contestar. Habían empezado los fuegos artificiales, y durante los siguientes veinte minutos el cielo que cubría la isla estalló con incandescencia policromática.

A los thalassanos les encantaban los fuegos artificiales, y se entregaban a ellos a la menor oportunidad. La exhibición se combinaba con imágenes creadas con rayos láser, aún más espectaculares y considerablemente menos peligrosas, pero que carecían del olor a pólvora que añadía ese toque final de magia.

Cuando se acabaron todas las festividades y las personalidades marcharon al barco, el comandante Malina dijo, pensativo:

— El presidente está lleno de sorpresas, aunque tiene una mente estrecha. Estoy cansado de oírle hablar de sus malditos Juegos Olímpicos… pero esa pista de hielo es una idea excelente y generaría muy buenos sentimientos hacia nosotros.

— Sin embargo, ha ganado mi apuesta — dijo el comandante en jefe Lorenson.

—¿Qué apuesta era ésa? — preguntó el capitán Bey.

Malina se rió.

— Jamás lo habría creído. A veces, los thalassanos no parecen tener curiosidad: lo dan todo por supuesto. Aunque supongo que debería halagarnos que tengan tanta fe en nuestra capacidad tecnológica. ¡Quizá piensan que tenemos antigravedad!

« Fue idea de Loren no incluirlo en el informe… y tenía razón. El presidente Farradine no se ha tomado la molestia de formular lo que habría sido mi primera pregunta: ¿Cómo vamos a elevar ciento cincuenta mil toneladas de hielo hasta la Magallanes?


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