Le resultaba difícil creer que estaba real y verdaderamente despierto y que la vida pudiera empezar de nuevo.
El comandante en jefe Loren Lorenson sabía que siempre le perseguiría la tragedia que había ensombrecido más de cuarenta generaciones y que había llegado a su clímax en el transcurso de su propia vida. A lo largo de su primer nuevo día le acompañó continuamente un temor. Ni siquiera la promesa y el misterio del bello mundo oceánico que pendía bajo la Magallanes le permitía mantener alejado un pensamiento: ¿Qué soñaré esta noche cuando cierre los ojos en mi primer sueño natural después de doscientos años?
Había sido testigo de escenas que nadie podría nunca olvidar y que atormentarían a la Humanidad hasta sus últimos días. A través de los telescopios de la nave había observado la muerte del sistema solar. Con sus propios ojos había visto los volcanes de Marte en erupción por vez primera en mil millones de años; a Venus prácticamente desnudo, cuando su atmósfera se precipitó en el espacio antes de desintegrarse por completo. Vio explotar gigantescas masas de gases que luego se convirtieron en bolas de fuego incandescentes. Sin embargo, estos espectáculos eran insignificantes y vacíos en comparación con la tragedia de la Tierra.
Había visto los últimos momentos a través de los objetivos de unas cámaras que habían sobrevivido algunos minutos más a los abnegados hombres que habían sacrificado los últimos momentos de su vida para montarlos. Había visto…
… la Gran Pirámide encenderse antes de hundirse en un charco de piedra fundida…
… el fondo del Atlántico, roca calcinada endurecida en segundos antes de ser sumergida de nuevo por la lava que brotaba de los volcanes de la falla central oceánica…
… la luna levantarse sobre la selva brasileña en llamas, brillando ahora casi tanto como el sol en su última puesta, sólo unos minutos antes de…
… el continente antártico emerger brevemente, después de su largo entierro, debido a la fusión de sus kilómetros de viejos hielos…
… al poderoso tramo central del Puente de Gibraltar fundirse cuando se desplomaba en medio de un aire abrasador…
En el último siglo, la Tierra se había visto acosada por fantasmas, pero no de los muertos, sino de aquellos que ya no podían nacer. Durante quinientos años, la tasa de natalidad se había mantenido a un nivel que reduciría la población humana a pocos millones cuando llegara el Fin. Se abandonaron ciudades enteras, e incluso países, pues la Humanidad quiso estar unida para presenciar el último acto de su Historia.
Fueron unos tiempos de extrañas paradojas, de aparatosas oscilaciones entre la desesperación y el regocijo frenético. Muchos, desde luego, buscaron el olvido mediante las vías tradicionales de las drogas, el sexo y los deportes peligrosos, incluyendo lo que en la práctica eran en realidad guerras en miniatura cuidadosamente controladas, y en las que se luchaba con armas acordadas de antemano. Fue también popular el enorme abanico de catarsis electrónica, formado por innumerables videojuegos, representaciones interactivas y estimulación directa de los centros de placer del cerebro.
Al no haber ya razón para pensar en el futuro de este planeta, los recursos de la Tierra y las riquezas acumuladas a lo largo de todos los tiempos podían derrocharse con la conciencia tranquila. Por lo que se refiere a los bienes materiales, todos los hombres eran millonarios, más ricos de lo que podían haber soñado jamás sus antepasados, de cuyo trabajo habían heredado el fruto. Se llamaban a sí mismos, con ironía, aunque no sin cierto orgullo, los señores de los Días Finales.
No obstante, a pesar de que muchos perseguían el olvido, eran incluso más los que obtenían satisfacciones trabajando para alcanzar unos objetivos que trascendieran a sus propias vidas. La investigación científica avanzó considerablemente, al utilizar los inmensos recursos que ahora eran gratuitos. Si un físico necesitaba cien toneladas de oro para un experimento, ello sólo constituía un pequeño problema de logística, no de presupuestos.
Había tres problemas que les preocupaban. El primero era el seguimiento continuo del Sol, no porque quedara alguna duda, sino para pronosticar el año, el día y la hora exacta de detonación…
El segundo era la búsqueda de inteligencia extraterrestre que se reanudaba ahora con desesperada urgencia, olvidada tras siglos de fracaso. E incluso al final, el resultado parecía no tener mayor éxito que en las ocasiones anteriores. El Universo seguía dando vagas respuestas a las preguntas del hombre.
El tercero era, por supuesto, la siembra de la raza humana en las estrellas cercanas, con la esperanza de que la Humanidad no se extinguiera al morir el Sol.
En los albores del último siglo, naves sembradoras de cada vez mayor velocidad y sofisticación habían sido enviadas a más de cincuenta objetivos. Tal como se preveía, la mayoría de estas misiones fracasaron, pero diez de ellas habían informado de un éxito al menos parcial. Se tenía aún mayores esperanzas en los últimos y más avanzados modelos, aunque éstos no alcanzarían sus lejanos objetivos hasta después de la desaparición de la Tierra. El último modelo que iba a ser puesto en órbita podía viajar a un veintavo de la velocidad de la luz, y aterrizaría al cabo de novecientos cincuenta años, si todo iba bien.
Loren recordaba todavía el lanzamiento del Excalibur desde su plataforma en la base de Lagrangian, entre la Tierra y la Luna. Aunque por aquel entonces él tenía solamente cinco años, sabía que esta nave sembradora era la última de su tipo. Sin embargo, era demasiado joven para entender por qué había sido cancelado este programa secular precisamente cuando había alcanzado su madurez técnica. Tampoco podía adivinar entonces el cambio que se produciría en su propia vida con aquel asombroso descubrimiento que lo transformó y dio a la Humanidad una nueva esperanza en las últimas décadas de la historia terrestre.
Aunque se habían realizado numerosos estudios teóricos, nadie había conseguido encontrar una razón para un vuelo espacial tripulado a la estrella más cercana. El hecho de que ese viaje pudiera durar un siglo no era ya un factor decisivo, la hibernación podía solucionar ese problema. En el hospital satélite Luis Pasteur un mono estaba dormido desde hacía casi un milenio y mostraba una actividad cerebral perfectamente normal. No había ninguna razón para suponer que no ocurriría lo mismo con los seres humanos, si bien el récord, un paciente con una extraña forma de cáncer, no superaba los dos siglos.
El problema biológico había sido resuelto; era el problema de ingeniería el que parecía insalvable. Una nave que pudiera transportar miles de pasajeros dormidos, imprescindibles para una nueva vida en otro mundo, debería tener las mismas dimensiones que los grandes trasatlánticos que una vez surcaron los mares de la Tierra.
Sería bastante fácil construir esta nave fuera de la órbita de Marte y usar los abundantes recursos del cinturón asteroide. Sin embargo, era imposible idear unos motores que le permitieran alcanzar las estrellas en un período razonable de tiempo. Incluso a una décima parte de la velocidad de la luz, los objetivos más prometedores estaban a más de quinientos años de distancia. Esa velocidad había sido alcanzada por sondas robot, que recorrían a toda velocidad sistemas estelares cercanos y transmitían sus informes y observaciones durante las agitadas y escasas horas del trayecto. Pero era completamente imposible reducir la velocidad para acoplarse a otra nave o aterrizar, y estaban destinadas a seguir viajando a través de la galaxia para siempre.
Este era el problema fundamental de los cohetes, y nadie había descubierto hasta entonces una alternativa para la propulsión ultraespacial. Era tan difícil perder velocidad como ganarla, y llevar la carga propulsora necesaria para la deceleración no simplemente doblaba la dificultad de la misión, sino que la elevaba al cuadrado.
Se podía construir una hibernave a escala real que alcanzara la décima parte de la velocidad de la luz. Requeriría un millón de toneladas de algún exótico material como carga propulsora; era difícil, pero no imposible.
Pero para anular la velocidad al final del viaje, la nave debería despegar no con un millón, sino con millones de toneladas de carga propulsora. Esto, por supuesto, estaba tan fuera del alcance que nadie había pensado seriamente en ello desde hacía mucho tiempo.
Y después, por una de las mayores ironías de la historia, se le dieron a la Humanidad las llaves del Universo, y un siglo escaso para utilizarlas.