10. Primer contacto


Quizá se lo tendría que haber dicho con más delicadeza, se dijo Moses; todos parecían asustados. Pero este hecho en sí mismo es ya instructivo. Incluso si esta gente tiene un grado bajo de tecnología (¡no hay más que ver este coche!) se deben de dar perfecta cuenta de que sólo un milagro de ingeniería ha podido trasladarnos desde la Tierra a Thalassa. Al principio se preguntarán cómo lo hemos hecho, y luego querrán saber por qué.

De hecho, ésta era la primera pregunta que se le había ocurrido a la alcaldesa Waldron. Aquellos dos hombres que iban en aquel pequeño vehículo eran, claramente, la avanzadilla. En órbita debía de haber miles, quizá millones. Y la población de Thalassa, gracias a un estricto control de natalidad, estaba ya al noventa por ciento de sus condiciones ecológicas óptimas…

— Me llamo Moses Kaldor — dijo el visitante de edad más avanzada—. Y éste es el comandante en jefe Lorenson, segundo Ingeniero Jefe de la Nave Magallanes. Les pedimos disculpas por estos trajes burbuja, comprenderán que son para nuestra mutua protección. Aunque nosotros venimos en son de paz, nuestras bacterias pueden tener otras ideas.

¡Qué voz tan maravillosa! se dijo la alcaldesa Waldron; y tenía razón. En su tiempo había sido la más famosa del mundo, que consolaba y a veces irritaba a millones de seres en las décadas anteriores al fin.

Sin embargo, la conocida mirada coquetona de la alcaldesa no se posó mucho tiempo en Moses Kaldor; se veía claramente que rebasaba los sesenta, y era un poco demasiado mayor para ella. En cambio el más joven le gustó más, a pesar de que se preguntó si podría acostumbrarse a aquella desagradable palidez. Loren Lorenson (¡qué nombre tan agradable!) medía dos metros, y su pelo era tan rubio que parecía plata. No era tan fuerte como… bueno, como Brant, pero desde luego era más guapo.

La alcaldesa Waldron sabía juzgar bien a los hombre y a las mujeres, y clasificó con gran rapidez a Lorenson. Había en él inteligencia, determinación, quizás incluso crueldad… No le gustaría tenerle como enemigo, pero sí le interesaba tenerle como amigo. O mejor…

Al mismo tiempo, no tenía la menor duda de que Kaldor era una persona mucho más agradable. En su rostro y su voz ya podía distinguir sabiduría, compasión y también una profunda tristeza. No era de extrañar, teniendo en cuenta la sombra bajo la cual debía de haber pasado toda su vida.

Todos los demás miembros del comité de recepción se habían acercado y fueron presentados uno a uno. Brant, tras un breve saludo, se encaminó directamente a la nave y empezó a examinarla de cabo a rabo.

Loren le siguió; sabía reconocer a otro ingeniero cuando lo veía, y podía aprender mucho de las reacciones del thalassano. Adivinó la primera pregunta que le haría Brant. Pese a ello, se sintió desconcertado.

—¿Cuál es el sistema de propulsión? Estos orificios de propulsión son ridículamente pequeños… si es que son eso.

Era una observación perspicaz; esa gente no eran los salvajes tecnológicos que parecían a primera vista. Sin embargo, no serviría de nada demostrar que estaba impresionado. Mejor era contraatacar y no fiarse de él.

— Es un estatorreactor cuántico restringido, adaptado para vuelo atmosférico usando aire como fluido de trabajo. Utiliza las fluctuaciones Planck… ya sabe, diez a la menos treinta y tres centímetros. Por supuesto tiene un alcance infinito en el aire o en el espacio.

Loren se sintió bastante satisfecho de su « por supuesto ». Por segunda vez se quedó admirado del aplomo de Brant; el thalassano apenas había parpadeado e incluso consiguió decir: « Muy interesante », como si hablara en serio.

—¿Puedo entrar?

Loren titubeó. Negárselo podría parecer descortés, y al fin y al cabo estaban deseosos de hacerse amigos lo más pronto posible. Y, lo que quizás era más importante, esto mostraría quién era el amo.

— Desde luego — respondió—. Pero procure no tocar nada.

Brant estaba demasiado interesado para notar la ausencia del « por favor ».

Loren le condujo hasta la diminuta cámara bajo presión de la astronave. Había apenas el espacio suficiente para los dos, y tuvieron que recurrir a una complicada gimnasia para que Brant se ajustara el traje espacial sobrante.

— Espero que no sean necesarios por mucho tiempo — le explicó Loren—pero tenemos que llevarlos hasta que las pruebas de microbiología hayan finalizado. Cierre los ojos hasta que hayamos pasado el ciclo de esterilización.

Brant notó un tenue brillo violáceo, y se oyó un breve silbido de gas. Luego, la puerta interior se abrió y entraron en la cabina de control.

Cuando se sentaron uno junto al otro, las espesas pero apenas visibles películas que les rodeaban casi no dificultaron sus movimientos. Sin embargo, les separaban con tanta eficacia como si estuvieran en mundos distintos… lo que, en muchos sentidos, era todavía cierto.

Loren tuvo que admitir que Brant aprendía rápidamente. Si se le dieran unas pocas horas, podría aprender a manejar aquel aparato… aunque nunca podría comprender la teoría subyacente. A este respecto, la leyenda decía que sólo un puñado de hombres habían llegado a entender de verdad la geodinámica del superespacio… y llevaban muertos ya varios siglos.

Pronto estuvieron tan enzarzados en discusiones técnicas que casi olvidaron el mundo exterior. De repente, una voz ligeramente preocupada exclamó desde la dirección general del panel de control:

—¿Loren? Llamando a la nave. ¿Qué sucede? No hemos sabido nada de vosotros desde hace media hora.

Loren alargó perezosamente una mano hasta un interruptor.

— Dado que nos sintonizáis a través de seis canales de vídeo y cinco de audio, esto es una exageración.

Esperaba que Brant hubiera captado el mensaje: dominamos completamente la situación.

— En cuanto a Moses… se encarga de las conversaciones.

A través de las ventanas curvadas, podían ver que Kaldor y la alcaldesa seguían enfrascados en una seria discusión, uniéndoseles de vez en cuando el concejal Simmons. Loren accionó un interruptor, y sus voces amplificadas llenaron súbitamente la cabina a un volumen mayor que si estuvieran junto a ellos.

… nuestra hospitalidad. Pero, naturalmente, como puede darse cuenta éste es un mundo extraordinariamente pequeño, en lo que respecta a superficie terrestre. ¿Cuánta gente ha dicho usted que había a bordo de su nave?

— Creo que no le he dado ninguna cifra, señora alcaldesa. De cualquier modo, sólo unos pocos de nosotros descenderían a Thalassa, a pesar de su belleza. Entiendo perfectamente su… eh… preocupación, pero no tiene por qué sentir la menor aprensión. En un año o dos, si todo va bien, reemprenderemos nuestro camino.

— Además, esto no es una petición de auxilio. ¡Al fin y al cabo, no esperábamos encontrar a nadie aquí! Pero una nave estelar no se desvía hasta aquí a la mitad de la velocidad de la luz a no ser que tenga muy buenas razones. Ustedes poseen algo que necesitamos, y nosotros tenemos algo que darles.

—¿Qué es, si me permite la pregunta?

— De nosotros, si lo aceptan, los últimos siglos del arte y la ciencia humanos. Sin embargo, debo advertirle que considere bien lo que un regalo así podría ocasionar a su cultura. Quizá no sería prudente aceptar todo lo que podemos ofrecerles.

— Le agradezco su honestidad… y su comprensión. Ustedes deben de tener tesoros de valor incalculable. ¿Qué podemos ofrecerles a cambio?

Kaldor soltó una de sus sonoras carcajadas.

— Afortunadamente, eso no es ningún problema. Si nos lo lleváramos sin pedirlo, ni siquiera se darían cuenta. Lo único que queremos de Thalassa es cien mil toneladas de agua. O, para ser más concretos, de hielo.

11. Delegación


Hacía únicamente dos meses que el presidente de Thalassa ostentaba el cargo, y todavía no se había acostumbrado a su infortunio. Sin embargo, no había nada que pudiese hacer, salvo ejercer lo mejor posible un mal trabajo durante tres años que iba a durar. Realmente, era inútil pedir una revisión: el programa de selección, que implicaba la generación y combinación de números aleatorios del mil dígitos, era lo más próximo a la pura suerte que el ingenio humano podía inventar.

Existían exactamente cinco formas de evitar el peligro de que a uno lo llevasen a rastras hasta el Palacio Presidencial (veinte habitaciones, una de ellas lo bastante grande para acoger a casi cien invitados): tener menos de treinta años o más de setenta; ser un enfermo incurable; ser retrasado mental; o haber cometido un delito grave. La única opción realmente posible para el presidente Edgar Ferradine era la última y había pensado en ella seriamente.

Sin embargo, tenía que admitir que pese a las molestias personales que le había causado, probablemente ésta era la mejor forma de gobierno que había ideado jamás la Humanidad. El planeta madre había necesitado unos diez mil años para perfeccionarla a base de tentativas y, a menudo, de terribles errores.

En cuanto toda la población adulta estuvo educada hasta los límites de su capacidad intelectual (y a veces, ¡ay! más allá de ella) la democracia auténtica se hizo posible. El paso definitivo precisó el desarrollo de comunicaciones personales instantáneas, unidas a ordenadores centrales. Según los historiadores, la primera democracia verdadera de la Tierra se estableció el año terrestre 2011, en un país llamado Nueva Zelanda.

En adelante, seleccionar un jefe de estado fue relativamente poco importante. Una vez fue aceptado por todo el mundo que cualquiera que aspirara deliberadamente al cargo debía ser descalificado de manera automática, casi cualquier otro sistema podía servir, y el procedimiento más simple fue una lotería.

— Señor presidente — dijo la secretaria del Gabinete—, los visitantes le esperan en la Biblioteca.

— Gracias, Lisa. ¿Sin los trajes espaciales?

— Sí, todo el equipo médico coincide en que no hay ningún peligro. Sin embargo, será mejor que le advierta algo, señor. Ellos… eh… tienen un olor un poco extraño.

—¡Krakan! ¿En qué sentido?

La secretaria sonrió.

— Oh, no es desagradable… al menos, yo no lo considero así. Supongo que tiene algo que ver con su alimentación; después de mil años, nuestras bioquímicas pueden haber cambiado. La palabra que lo describe mejor, probablemente, es « aromático ».

El presidente no estaba muy seguro de qué quería decir aquello, y estaba pensando en preguntárselo cuando se le ocurrió una idea inquietante.

— Y, ¿cómo cree que será nuestro olor para ellos? — preguntó.

Para alivio suyo, sus cinco invitados no mostraron signos evidentes de molestias olfativas cuando le fueron presentados, de uno en uno. Sin embargo, la secretaria Elizabeth Ishihara había sido muy prudente al avisarle; ahora sabía exactamente lo que quería decir la palabra « aromático ». También tenía razón al decir que no era desagradable; de hecho, le recordó las especias que utilizaba su esposa cuando le tocaba el turno de cocinar en el palacio.

La mesa de conferencias tenía forma de herradura. Al ocupar su asiento en la parte curvada, el presidente de Thalassa se encontró murmurando irónicamente algo sobre el Azar y el Destino… temas que nunca le habían preocupado mucho en el pasado. Pero el Azar, en su forma más pura, le había puesto en su posición actual. Y ahora, el Azar (o su hermano, el Destino), atacaba de nuevo. ¡Era sorprendente que él, un fabricante de equipos deportivos carente de toda ambición, hubiera sido elegido para aquella reunión histórica! Sin embargo, alguien tenía que hacerlo; y debía admitir que empezaba a divertirse. Como mínimo, nadie podría impedir que pronunciara su discurso de bienvenida…

… De hecho, era un buen discurso, aunque tal vez un poco más largo de lo necesario incluso para una ocasión como aquélla. Hacia el final se dio cuenta de que las expresiones educadamente atentas de cuantos le escuchaban empezaban a tornarse algo vidriosas, de modo que eliminó algo de las estadísticas de productividad y toda la sección de la nueva red eléctrica de la Isla Sur. Al sentarse, estaba convencido de haber mostrado la imagen de una sociedad fuerte y progresista con un nivel elevado de capacidad técnica. Por más que ciertas impresiones superficiales sugirieran lo contrario, Thalassa no era retrasada ni decadente, y aún mantenía las tradiciones más puras de sus grandes antepasados. Etcétera.

— Muchas gracias, señor presidente — dijo el capitán Bey en la apreciativa pausa que siguió—. Fue una auténtica sorpresa de bienvenida descubrir que Thalassa no sólo estaba habitada, sino que era floreciente. Ello hará nuestra estancia aquí todavía más agradable, y esperamos marcharnos con buena voluntad por ambas partes.

— Perdóneme la indiscreción (puede parecer incluso descortés plantear esta pregunta apenas llegados unos invitados), pero ¿cuánto tiempo creen que permanecerán aquí? Querríamos saberlo lo antes posible para llevar a cabo los preparativos que fueran necesarios.

— Le entiendo perfectamente, señor presidente. No podemos ser muy concretos en estos momentos, porque depende en parte de la clase de ayuda que puedan prestarnos ustedes. Supongo que al menos uno de sus años… aunque es más probable que sean dos.

Edgar Farradine, como la mayoría de los thalassanos, no sabía disimular sus emociones, y el capitán Bey se alarmó ante la súbita expresión de regocijo (incluso podría decirse que de malicia) que apareció en el rostro de la primera autoridad.

— Espero, Su Excelencia, que esto no cree ningún problema — preguntó con inquietud.

— Al contrario — dijo el presidente, prácticamente frotándose las manos—. Tal vez no tenga noticias de ello, pero dentro de dos años se celebrarán nuestros Juegos Olímpicos. — Tosió con modestia. Obtuve una medalla de bronce en los doscientos metros cuando era joven, de modo que me encargo de los preparativos. Podríamos incorporar alguna competición del exterior.

— Señor presidente — dijo la secretaria del Gabinete—, no sé si las normas…

— Que yo elaboro — continuó el presidente con firmeza—. Capitán, por favor, considérelo una invitación. O un reto, como prefiera.

El comandante de la astronave Magallanes era un hombre acostumbrado a tomar decisiones rápidas, pero, por una vez, le habían pillado desprevenido. Antes de que pudiera pensar en una respuesta adecuada, intervino su primer oficial médico.

— Es muy amable por su parte, señor presidente — dijo la comandante médico Mary Newton—. Pero, como médico, debo indicarle que todos nosotros tenemos más de treinta años, que estamos desentrenados… y que la gravedad de Thalassa es un 6 % más elevada que la de la Tierra, lo que nos colocaría en seria desventaja. Así pues, a menos que sus Olimpiadas incluyan ajedrez o juegos de cartas…

El presidente pareció desilusionado, pero se recuperó rápidamente.

— Oh, vaya… al menos, capitán Bey, me gustaría que entregara algunos de los premios.

— Estaría encantado — dijo el comandante, ligeramente aturdido. Notaba que la reunión se le escapaba de las manos y decidió volver a lo programado.

—¿Me permite que le explique lo que esperamos hacer aquí, señor presidente?

— Por supuesto — fue la poco entusiasta respuesta. Los pensamientos de Su Excelencia parecían estar todavía en otra parte. Quizá reviviría aún las victorias de su juventud. Luego, con un evidente esfuerzo, concentró su atención en el presente—. Nos sentimos halagados, aunque bastante sorprendidos, por su visita. Parece que nuestro mundo no puede ofrecerles gran cosa. Creo que han dicho ustedes algo sobre hielo; seguramente, se trata de una broma.

— No, señor presidente, hablamos totalmente en serio. Eso es lo que precisamos de Thalassa, aunque ahora que hemos probado algunos de sus productos alimenticios (estoy pensando en especial en el queso y en el vino que hemos tomado durante el almuerzo) podríamos aumentar considerablemente nuestras peticiones. Sin embargo, lo esencial es el hielo, déjeme que se lo explique. Primera imagen, por favor.

La astronave Magallanes, de dos metros de largo, flotaba frente al presidente. Parecía tan real que el hombre quiso alargar el brazo y tocarla, y lo habría hecho de no haber habido espectadores para contemplar un comportamiento tan ingenuo.

— Verá que la nave es aproximadamente cilíndrica: cuatro kilómetros de longitud, por uno de diámetro. Ya que nuestro sistema de propulsión utiliza la energía del propio espacio, no hay límite teórico de velocidad, hasta la velocidad de la luz. Sin embargo, en la práctica, aproximadamente a una quinta parte de esta velocidad ya tenemos problemas a causa del polvo y el gas interestelares. A pesar de ser tan tenues, un objeto que se mueve a través de ellos a sesenta mil kilómetros por segundo o más choca con una sorprendente cantidad de materia… y a esa velocidad, incluso un solo átomo de hidrógeno puede producir daños apreciables.

« De modo que la Magallanes, como las primeras y primitivas astronaves, lleva un escudo de ablación en su parte delantera. Serviría prácticamente cualquier material, siempre y cuando usáramos la cantidad suficiente. Y entre las estrellas, a temperaturas cercanas a cero, es difícil encontrar algo mejor que el hielo. Barato, de fácil manejo, ¡y sorprendentemente fuerte! Este tosco cono es el aspecto que tenía nuestro pequeño iceberg cuando abandonamos el Sistema Solar hace doscientos años. Y así es ahora.

La imagen parpadeó y luego reapareció. La nave no había sufrido cambios, pero el cono que flotaba frente a ella se había encogido hasta parecer un fino disco.

— Ese es el resultado de abrir un pasillo de una longitud de cincuenta años luz a través de este sector bastante polvoriento de la galaxia. Me satisface poder decir que el índice de ablación se estima en un cinco por ciento, de forma que nunca hemos estado en peligro… aunque, desde luego, siempre existió la remota posibilidad de chocar con algo realmente grande. Ningún escudo podría protegernos contra eso, tanto si fuera de hielo como de la mejor plancha de acero.

« Aún podremos resistir durante otros diez años luz, pero no es bastante. Nuestro destino final es el planeta Sagan Dos… a setenta y cinco años luz de viaje.

« Así que ahora comprenderá, señor presidente, por qué nos hemos detenido en Thalassa. Querríamos que nos prestaran, bueno, que nos concedieran, dado que no puedo prometerle que se lo devolveremos, aproximadamente un centenar de miles de toneladas de agua. Construiremos otro iceberg, en órbita, para barrer el camino cuando nos dirijamos hacia las estrellas.

—¿Cómo podemos ayudarles a hacer eso? Técnicamente, ustedes deben de llevarnos varios siglos de ventaja.

— Lo dudo… excepto por la propulsión cuántica. Tal vez el segundo comandante Malina pueda darle una idea de nuestros planes… sujetos a su aprobación, naturalmente.

— Adelante, por favor.

— En primer lugar, debemos localizar un emplazamiento para la planta congeladora. Existen muchas posibilidades; podría estar en un segmento aislado de costa. Esto no ocasionaría ninguna perturbación ecológica, pero si lo desea, la pondremos en la Isla Este… ¡y confiemos que Krakan no entre en erupción antes de que hayamos terminado!

« El diseño de la planta está casi finalizado, y ya sólo necesita algunas modificaciones mínimas para su adaptación al emplazamiento que escojamos definitivamente. La mayor parte de los componentes pueden ser fabricados de forma inmediata. Son todos muy sencillos: bombas, sistemas de refrigeración y ventilación, grúas… ¡tecnología del Segundo Milenio, buena aunque desfasada!

« Si todo va bien, tendremos nuestro primer bloque de hielo dentro de noventa días. Nuestros planes son hacer bloques de tamaño estándar, de seiscientas toneladas de peso cada uno. Son planas, hexagonales; alguien los bautizó con el nombre de « copos de nieve », y este nombre parece haberse impuesto.

« Cuando se inicie la producción, transportaremos un copo de nieve por día. Los agruparemos en órbita y los uniremos para construir el escudo. Desde el primer transporte hasta la prueba estructural final necesitaremos ciento cincuenta días. Entonces estaremos listos para partir.

Cuando el segundo comandante hubo terminado, el presidente Ferradine permaneció sentado en silencio durante unos momentos, con una expresión preocupada en su mirada. Luego dijo, casi con reverencia:

— Hielo… Nunca lo he visto, excepto en el fondo de un vaso.


Mientras estrechaba las manos de sus huéspedes, ya a punto de marcharse, el presidente Ferradine notó algo extraño. Su olor aromático era ahora apenas perceptible.

¿Se había acostumbrado a él… o estaba perdiendo su sentido del olfato?

Aunque ambas respuestas eran correctas, hacia medianoche sólo hacia aceptado la segunda. Se despertó con los ojos llorosos y la nariz tan tapada que le era difícil de respirar.

—¿Qué pasa cariño? — preguntó su mujer preocupada.

— Llama al… ¡achis…! médico — dijo la primera autoridad—. Al nuestro… y al de la nave. No creo que puedan hacer nada, pero quiero… ¡achis…! decirles cuatro cosas. Y espero que no lo hayas pillado tú también.

La esposa del presidente empezó a tranquilizarle, pero se vio interrumpida por un estornudo.

Ambos se sentaron en la cama y se miraron con tristeza.

— Creo que se tardaba siete días en superarlo — dijo el presidente, sorbiendo por la nariz—. Pero tal vez la ciencia médica haya avanzado en los últimos siglos.

Su esperanza se vio satisfecha, aunque apenas. Con esfuerzos heroicos, y sin pérdida de vidas, la epidemia fue vencida… en seis terribles días.

No era un comienzo prometedor para el primer contacto en casi mil años entre primos separados por distancias estelares.

12. Herencia


Llevamos aquí dos semanas, Evelyn… aunque no lo parece, porque son sólo once de los días de Thalassa. Tarde o temprano tendremos que abandonar el viejo calendario, pero mi corazón siempre latirá a los antiguos ritmos de la Tierra.

Han sido unos días atareados, aunque en general muy agradables. El único problema auténtico ha sido de tipo médico; a pesar de todas las precauciones, rompimos demasiado pronto la cuarentena, y aproximadamente un veinte por ciento de los thalassanos cogió algún tipo de virus. Para hacernos sentir aún más culpables, ninguno de nosotros mostró ninguna clase de síntomas. Afortunadamente no murió nadie, aunque me temo que no podemos atribuirle mucho mérito a los médicos locales. Aquí la ciencia médica está francamente atrasada; se han acostumbrado a confiar tanto en los sistemas automatizados, que no saben afrontar nada que se salga de lo normal.

Sin embargo, nos han perdonado; los thalassanos son personas muy tolerantes y de gran corazón. Han tenido una suerte increíble (¡tal vez demasiada!) con su planeta; el contraste con Sagan Dos resulta todavía más decepcionante.

Su única desventaja auténtica es la falta de terreno, y han sido lo suficientemente inteligentes para mantener su población por debajo del máximo permisible. Si alguna vez se sienten tentados a sobrepasarlo, tienen como terrible aviso los registros de los suburbios de la Tierra.

Puesto que son personas tan bellas y encantadoras, es muy tentador ayudarles en vez de dejar que desarrollen su propia cultura a su manera. En cierto sentido, son nuestros hijos… y a todos los padres les resulta difícil aceptar que, tarde o temprano, deben dejar de interferir.

Hasta cierto punto; naturalmente, no podemos evitar interferir; la causa de esto es nuestra misma presencia. Somos invitados inesperados, aunque afortunadamente no inoportunos, en su planeta. Y nunca podrán olvidar que la Magallanes, el último emisario del mundo de sus antepasados, está en órbita sobre la atmósfera.

He vuelto a ver Primer Aterrizaje (su lugar de nacimiento), y he hecho el recorrido que todo thalassano hace al menos una vez en su vida. Es una combinación de museo y templo, el único lugar de todo el planeta donde la palabra « sagrado » es remotamente aplicable. Nada ha cambiado en setecientos años. La nave sembradora, aunque ahora es un cascarón vacío, parece como si acabara de aterrizar. A su alrededor, en silencio, se hallan las máquinas: las excavadoras y constructoras, y las máquinas de procesamiento químico con sus robots cuidadores. Y, por supuesto, las guarderías y escuelas de la Primera Generación.

Casi no hay archivos de aquellas primeras décadas… quizá deliberadamente. Pese a todas las habilidades y precauciones de los planificadores, debió de haber accidentes biológicos, eliminados de modo implacable por el programa primordial. Y el momento en el que los que no tenían padres orgánicos dejaron paso a los que sí los tenían debió de estar lleno de traumas psicológicos.

Sin embargo, la tragedia y la tristeza de las Décadas de la Génesis quedan varios siglos atrás. Los constructores de la nueva sociedad las han olvidado, como las tumbas de los pioneros.

Pasar el resto de mi vida aquí me haría feliz; en Thalassa hay material para todo un ejército de antropólogos, psicólogos y científicos sociales. ¡Sobre todo, desearía poder hablar con algunos de mis colegas, muertos tanto tiempo ha, y mostrarles cuántas de nuestras inacabables discusiones han sido finalmente resueltas!

Es posible crear una cultura racional y humana completamente libre de la amenaza de limitaciones sobrenaturales. Aunque en principio no estoy de acuerdo con la censura, parece que los que prepararon los archivos de la colonia thalassana triunfaron en su casi imposible tarea. Purgaron la historia y la literatura de diez mil años, y el resultado ha justificado sus esfuerzos. Debemos ser muy precavidos antes de sustituir algo que se ha perdido… por muy hermosa y conmovedora que sea una obra de arte.

Los thalassanos nunca fueron contaminados por los productos decadentes de las religiones muertas, y en setecientos años no ha aparecido aquí ningún profeta que predique una nueva fe. La propia palabra « Dios » casi ha desaparecido de su lenguaje, y se sorprenden (o les divierte) cuando a veces la utilizamos.

A mis amigos científicos les encanta decir que un dato resulta una estadística muy pobre, de modo que me pregunto si la total carencia de religiones en esta sociedad demuestra algo. Sabemos que los thalassanos fueron también seleccionados genéticamente con mucho cuidado para eliminar tantos rasgos sociales indeseables como fuera posible. ¡Sí, sí, ya sé que sólo un quince por ciento aproximadamente del comportamiento humano está determinado por los genes, pero esa fracción es muy importante! Realmente, los thalassanos parecen bastante libres de características tan desagradables como la envidia, la intolerancia, los celos o la ira. ¿Es esto únicamente resultado del condicionamiento cultural?

¡Cómo me gustaría saber qué sucedió con las naves sembradoras que fueron lanzadas en el siglo XXVI por aquellos grupos religiosos! El Arca de la Alianza de los Mormones, la Espada del profeta… había media docena de ellas. Me pregunto si alguna tuvo éxito, y en tal caso qué papel tuvo la religión en su triunfo o fracaso. Tal vez algún día, cuando se establezca la red de comunicaciones locales, descubramos qué les sucedió a aquellos primeros pioneros.

Una de las consecuencias del total ateísmo de Thalassa es una grave carencia de palabrotas. Cuando a un thalassano se le cae algo sobre el dedo gordo del pie, no sabe qué decir. Incluso las habituales referencias a las funciones corporales no le son de mucha ayuda, ya que se dan por supuestas. Prácticamente, la única exclamación que sirve para todo es « ¡Krakan! « , y se emplea en exceso. Sin embargo, sí demuestra la impresión que causó la erupción del Monte Krakan, hace cuatrocientos años; espero tener la oportunidad de visitarlo antes de nuestra marcha.

Quedan aún muchos meses por delante, y sin embargo ya siento temor. No por el posible peligro… (si algo le sucede a la nave, nunca lo sabré), sino porque querrá decir que se ha roto otro vínculo con la Tierra y contigo, amor mío.

13. Agrupación de fuerzas


— Al presidente no le va a gustar esto — dijo con entusiasmo la alcaldesa Waldron—. Se ha empeñado en llevarles a la Isla Norte.

— Lo sé —contestó el segundo comandante Malina—. Y sentimos decepcionarle. ¡Ha sido tan atento! Pero la Isla Norte es demasiado rocosa; las únicas áreas costeras utilizables ya están edificadas. Sin embargo, hay una bahía completamente desierta, con una playa de suave pendiente a sólo nueve kilómetros de Tarna. Nos vendrá de maravilla.

— Parece demasiado bonito para ser cierto. ¿Por qué está desierta, Brant?

— Ese fue el Proyecto Mangrove. Todos los árboles murieron, todavía no sabemos por qué, y nadie ha tenido coraje para acabar con aquel desorden. Tiene un aspecto terrible, y huele aún peor.

— Así que se trata ya de un área de desastre ecológico. ¡Bienvenidos, pues, comandante! En algo la mejorarán ustedes.

— Puedo asegurarle que nuestra planta será muy estética y no dañará el medio ambiente en lo más mínimo. Y, naturalmente, será desmantelada por completo cuando nos marchemos. A menos que deseen conservarla.

— Gracias, pero dudo que nos fueran muy útiles varios cientos de toneladas de hielo al día. Mientras tanto, ¿qué comodidades puede ofrecerles Tarna: alojamiento, abastecimientos, transporte? Nos encantaría poder ayudarles. Supongo que bajarán a trabajar bastantes de ustedes.

— Alrededor de un centenar, probablemente; y le agradecemos su oferta de hospitalidad. Sin embargo, me temo que seremos unos invitados horribles; mantendremos contactos con la nave a todas horas del día y de la noche. De modo que debemos permanecer unidos… y tan pronto como hayamos organizado nuestra pequeña aldea prefabricada, nos mudaremos a ella con todos nuestros equipos. Lamento que esto parezca descortés… pero cualquier otro sistema no seria práctico.

— Creo que tiene razón — suspiró la alcaldesa. Se había estado preguntando cómo podría organizar el protocolo y ofrecerle al espectacular comandante en jefe Lorenson en vez de al segundo comandante Malina la que pasaba por ser la habitación para huéspedes. El problema parecía no tener solución; por desgracia, ahora ya ni siquiera iba a plantearse.

Se sintió tan decepcionada que casi estuvo tentada de llamar a la Isla Norte e invitar a su último consorte oficial a pasar unas vacaciones. Pero, probablemente, el muy canalla la volvería a rechazar, y ella no podría resistir algo así.

14. Mirissa


Incluso cuando era muy anciana, Mirissa Leonidas podía recordar todavía el momento exacto en que fijó por primera vez la mirada en Loren. Con nadie más, ni siquiera con Brant, le había sucedido esto.

La novedad nada tenía que ver con ello; ya había conocido a varios terrícolas antes de encontrar a Loren, y no le habían causado ninguna impresión especial. La mayoría de ellos podrían haber pasado por thalassanos si se hubieran expuesto al sol durante unos días.

Pero Loren, no; su piel nunca se volvió morena, y su sorprendente pelo, en todo caso, se hizo aún más plateado. Eso fue lo que primero llamó su atención cuando él salía de la oficina de la alcaldesa Waldron con dos de sus compañeros: todos tenían ese aspecto ligeramente frustrado que era el resultado habitual de una sesión con la letárgica y bien atrincherada burocracia de Tarna.

Sus ojos se habían encontrado, aunque sólo por un momento. Mirissa dio unos pasos más; y luego, sin quererlo de modo consciente, se detuvo y miró por encima del hombro… y vio que el visitante la estaba observando. En aquel momento, ambos supieron que sus vidas habían cambiado de manera irrevocable.


Aquella noche, después de hacer el amor, le preguntó a Brant:

—¿Han dicho cuánto tiempo van a quedarse?

— Siempre eliges los peores momentos — refunfuñó con voz somnolienta—. Al menos un año. Tal vez dos. Buenas noches… otra vez.

Ella sabía que era mejor no hacer más preguntas, aunque estaba completamente despierta. Durante largo tiempo yació con los ojos abiertos, mirando cómo las veloces sombras de la luna interior recorrían el suelo, mientras el querido cuerpo acostado junto a ella se hundía suavemente en el sueño.

Había conocido a no pocos hombres antes de Brant, pero desde que estaban juntos, se sentía absolutamente indiferente a cualquier otro. Entonces, ¿por qué ese súbito interés (aún pretendía que no era más que eso) por un hombre que había visto sólo unos pocos segundos y cuyo nombre no conocía siquiera? (Aunque aquello sería una de sus primeras prioridades el día siguiente.)

Mirissa se enorgullecía de ser honesta y perspicaz; no tenía en mucha consideración a las mujeres, u hombres, que se dejaban dominar por las emociones. Estaba segura de que parte de la atracción era el elemento novedad, el encanto de nuevos y vastos horizontes. Poder hablar con alguien que había caminado por las ciudades de la Tierra — y que había sido testigo de las últimas horas del Sistema Solar—, y se dirigía ahora hacia nuevos soles era un milagro más allá de sus sueños más fantásticos. Le hizo ser consciente una vez más de la insatisfacción que en el fondo sentía ante el plácido ritmo de la vida thalassana, pese a ser feliz con Brant.

¿O era tan sólo conformismo y, no felicidad verdadera? ¿Qué era lo que realmente quería? No sabía si lo encontraría con esos extranjeros de las estrellas, pero antes de que partiesen de Thalassa para siempre, quería intentarlo.

Aquella misma mañana, Brant también había visitado a la alcaldesa Waldron, que le saludó con algo menos de su afectuosidad habitual cuando él descargó sobre su escritorio los trozos de su trampa para peces.

— Sé que ha estado ocupada con asuntos más importantes — dijo—, pero, ¿qué vamos a hacer respecto a esto?

La alcaldesa miró sin entusiasmo el enredado lío de cables. Era difícil concentrarse en la rutina cotidiana después de los embriagadores encantos de la política interestelar.

—¿Qué crees tú que sucedió? —le preguntó.

— Obviamente, es algo deliberado: fíjese cómo han retorcido este alambre hasta romperlo. No sólo fue dañada la red, sino que secciones enteras han sido robadas. Estoy seguro de que nadie de la Isla Sur haría una cosa así. ¿Qué motivos podrían tener? Lo descubriré tarde o temprano…

La densa pausa de Brant no dejó dudas de lo que pasaría entonces.

—¿De quién sospechas?

— Desde que empecé a hacer experimentos con trampas eléctricas, he luchado no sólo con los Ecologistas, sino también con esos chalados que creen que toda la comida debería ser sintética porque es repugnante comer seres vivos, como animales… o incluso plantas.

— Los Ecologistas, al menos, tienen su parte de razón. Si tu trampa es tan eficaz como aseguras, podría alterar el equilibrio ecológico del que están siempre hablando.

— Realizar un censo del arrecife regularmente nos dirá si eso está sucediendo, y entonces no tendremos más que dejarlo por un tiempo. De todos modos, en realidad voy detrás de los pelágicos; mi campo parece atraerles desde una distancia de tres o cuatro kilómetros. E incluso si todos los habitantes de las Tres Islas comieran sólo pescado, no podríamos reducir la población oceánica.

— Estoy segura de que tienes razón… en lo que respecta a los pseudopeces autóctonos. Y eso está bien, dado que la mayor parte son demasiado venenosos para que merezca la pena someterlos a tratamiento. ¿Estás seguro de que las especies de la Tierra se han adaptado por completo? Tú podrías ser la última gota que rebosa el vaso, como dice el viejo dicho popular.

Brant miró a la alcaldesa con respeto; continuamente le sorprendía con preguntas astutas como aquélla. Nunca se le había ocurrido pensar que no habría permanecido tanto tiempo en el cargo de no valer en realidad mucho más de lo que aparentaba.

— Me temo que el atún no va a sobrevivir; aún pasarán algunos miles de millones de años hasta que los océanos sean lo bastante salados para ellos. Pero la trucha y el salmón se adaptan bastante bien.

— Y son deliciosos; incluso podrían vencer los escrúpulos morales de los Sinteticistas. No es que realmente acepte tu interesante teoría. Esas personas pueden hablar, pero no hacen nada.

— Hace un par de años dejaron en libertad toda una manada de ganado de aquella granja experimental.

— Querrás decir que lo intentaron: las vacas volvieron solas. Todo el mundo se rió tanto, que renunciaron a otras acciones; la verdad es que no me puedo imaginar que se hayan tomado tantas molestias.

Hizo un gesto señalando la red rota.

— No sería difícil: un pequeño bote por la noche, un par de buzos… las aguas sólo tienen veinte metros de profundidad.

— Bien, haré algunas averiguaciones. Mientras tanto, quiero que hagas dos cosas.

—¿Qué? —preguntó Brant, tratando de no parecer suspicaz sin conseguirlo.

— Reparar la red; el Departamento Técnico te dará todo lo que necesites. Y dejar de hacer acusaciones hasta que estés seguro al cien por cien. Si te equivocas quedarás como un estúpido, y quizá tengas que disculparte. Si tienes razón, puede que ahuyentes a los responsables antes de que podamos atraparles. ¿Entendido?

Brant abrió ligeramente la boca con sorpresa: nunca había visto una actitud tan incisiva en la alcaldesa. Recogió la Prueba A y salió de forma algo sumisa.

Podría haber salido todavía más sumiso (o quizá simplemente divertido) de haber sabido que la alcaldesa Waldron ya no estaba tan enamorada de él.

Aquella mañana el Segundo Ingeniero Jefe Loren Lorenson había impresionado a más de un ciudadano de Tarna.

15. Terra Nova


Este recordativo de la Tierra era un nombre desafortunado para el asentamiento, y nadie se hizo responsable. Sin embargo, era algo más atractivo que « campamento base » y fue aceptado rápidamente.

El complejo de viviendas prefabricadas se había desplegado con asombrosa velocidad: prácticamente en una noche. Era la primera demostración ante Tarna de los habitantes de la Tierra (o mejor de los robots de la Tierra en acción, y todos quedaron enormemente impresionados. Incluso Brant, que siempre había pensado que los robots causaban más problemas de lo que valía la pena, salvo para realizar trabajos peligrosos y monótonos, empezó a reconsiderar la cuestión. Había un elegante constructor móvil no especializado que operaba con una rapidez tan cegadora que, a menudo, era imposible seguir sus movimientos. Fuera donde fuese, le seguía una multitud admirada de pequeños thalassanos. Cuando se cruzaban en su camino, dejaba educadamente lo que estaba haciendo hasta que el camino estaba despejado. Brant decidió que ésa era exactamente la clase de ayudante que necesitaba; quizás hubiera algún modo de poder persuadir a los visitantes…

Al cabo de una semana, Terra Nova era un microcosmos en pleno funcionamiento de la gran nave que orbitaba más allá de la atmósfera. Había alojamiento sencillo pero confortable para cien miembros de la tripulación, con todos los sistemas de habitabilidad que necesitaban, así como biblioteca, gimnasio, piscina y teatro. Los thalassanos estuvieron conformes con estas comodidades, y se apresuraron a utilizarlas. Como resultado, la población de Terra Nova era, por lo general, el doble del supuesto centenar.

La mayoría de los que iban allí, invitados o no, estaban deseosos de ayudar y decididos a hacer la estancia de sus visitantes lo más confortable posible. Tanta cordialidad, aunque muy bien recibida y agradecida, solía resultar incómoda. Los thalassanos eran increíblemente preguntones, y la idea de intimidad les era casi desconocida. Un cartel de « Se Ruega No Molestar » solía considerarse como un desafío personal, que conducía a interesantes complicaciones…

— Todos ustedes son oficiales y adultos de gran inteligencia — había dicho el capitán Bey en la última reunión de la tripulación en la nave—, así que no debería ser necesario decirles esto. Traten de no acabar metidos en, eh, líos hasta que sepamos exactamente qué piensan los thalassanos sobre esos temas. Parecen muy cordiales, pero eso podría ser engañoso. ¿No está de acuerdo, señor Kaldor?

— Capitán, no puedo pretender ser una autoridad en costumbres thalassanas tras un período de estudio tan corto. Sin embargo, existen algunos paralelismos históricos muy interesante, cuando los viejos barcos de la Tierra llegaban a puerto tras largos viajes por mar. Espero que muchos de ustedes hayan visto aquella clásica reliquia en vídeo, Rebelión a bordo.

— Confío, doctor Kaldor, que no me está comparando con el capitán Cook… quiero decir Bligh.

— No sería ningún insulto; el auténtico Bligh fue un marino brillante y difamado de manera muy injusta. En estos momentos, todo lo que necesitamos es sentido común, buena educación… y, como ha indicado usted antes, prudencia.

Loren se preguntó si Kaldor había mirado hacia él al hacer aquella puntualización. Seguro que no era aun algo tan obvio…

Después de todo, sus deberes oficiales le ponían en contacto con Brant Falconer una docena de veces al día. No había manera de que pudiera evitar encontrarse con Mirissa… aunque quisiera.

Nunca habían estado aún a solas, y apenas habían intercambiado unas pocas palabras de conversación formal. Pero no era necesario decir nada más.

16. Juego entre amigos


— Esto es un bebé —dijo Mirissa—y, a pesar de las apariencias, un día crecerá hasta convertirse en un ser humano absolutamente normal.

Ella sonreía, aunque sus ojos estaban húmedos. Hasta que notó la fascinación de Loren, nunca se le había ocurrido que, probablemente, había más niños en la pequeña ciudad de Tarna que en todo el planeta Tierra durante las décadas finales de tasa de nacimientos casi cero.

—¿Esto es… tuyo? — preguntó él en voz baja.

— Bueno, en primer lugar no es « esto »; es « este ». El sobrino de Brant, Lester… Cuidamos de él mientras sus padres están en la Isla Norte.

— Es precioso. ¿Puedo cogerlo?

Como si lo estuviese esperando, Lester empezó a llorar.

— No sería una buena idea — rió Mirissa; rápidamente lo volvió a coger y se dirigió al cuarto de baño más próximo—. Conozco los signos. Di a Brant o a Kumar que te muestren la casa mientras esperamos a los demás invitados.

A los thalassanos les encantaban las fiestas y no desperdiciaban ninguna oportunidad de organizar alguna. La llegada de la Magallanes fue, literalmente, la ocasión de su vida… de muchas vidas, en realidad. De haber cometido la imprudencia de aceptar todas las invitaciones que recibían, los visitantes se habrían pasado todas las horas del día haciendo eses, yendo de una recepción oficial, o no oficial, a otra. Por fin, el capitán había hecho pública una de sus poco frecuentes pero implacables órdenes (« los rayos de Bey », o simplemente « Rayos—B », como se les llamaba irónicamente), racionando a sus oficiales con un máximo de una fiesta cada cinco días. Hubo algunos que pensaron que, dado el tiempo que solía costar recuperarse de la hospitalidad thalassana, era demasiado generoso.

La residencia Leonidas, ocupada entonces por Mirissa, Kumar y Brant, era un edificio grande, en forma de anillo, que había sido el hogar de la familia durante seis generaciones. Era una planta baja (había pocos edificios con pisos en Tarna) e incluía un patio de treinta metros de ancho cubierto de césped. En el centro había un pequeño estanque con una isla diminuta, a la que se podía acceder por un pintoresco puente de madera. En la isla había una solitaria palmera que no parecía gozar de muy buena salud.

— Tienen que remplazarla constantemente — dijo Brant a modo de disculpa—. Algunas plantas terrestres se aclimatan muy bien; otras se marchitan a pesar de todos los abonos químicos que les damos. Hemos tenido los mismos problemas con los peces que hemos tratado de adaptar. Las granjas piscícolas funcionan perfectamente, por supuesto, pero no tenemos sitio para ellas. Es frustrante pensar que aquí hay una extensión oceánica un millón de veces mayor, pero que no podemos aprovecharla.

Personalmente, Loren pensaba que Brant Falconer era algo aburrido cuando empezaba a hablar del mar. Sin embargo, tenía que admitir que era un tema de conversación más cómodo que Mirissa, que había conseguido librarse de Lester y saludaba a los nuevos invitados que iban llegando.

« ¿Cómo es posible que me encuentre en una situación como ésta? », se preguntó Loren. Ya había estado enamorado antes, pero los recuerdos (incluso los nombres) habían sido piadosamente enturbiados por los programas de borrado a los que todos habían sido sometidos antes de dejar el Sistema Solar. Ni siquiera trataría de recuperarlos; ¿por qué atormentarse con imágenes de un pasado que había sido totalmente destruido?

Incluso el rostro de Kitani era ya borroso, pese a que la había visto en el hibernáculo hacía sólo una semana. Ella era parte de un futuro que había planeado, pero que nunca podrían compartir: Mirissa estaba aquí y ahora… llena de vida y alegría, no congelada en un sueño de cinco siglos. Ella le había hecho sentirse completo una vez más, feliz de saber que la tensión y el agotamiento de los últimos días, después de todo, no le había robado la juventud.

Cada vez que estaban juntos, sentía aquella presión que le decía que volvía a ser un hombre; mientras no fuera aliviada, no viviría en paz, ni siquiera sería capaz de llevar a cabo su trabajo de manera eficiente. En algunos momentos había visto el rostro de Mirissa sobrepuesto en los planos de la Bahía Mangrove y en los diagramas de flujo, y se había visto obligado a dar una instrucción de PAUSA a la computadora antes de poder continuar su conversación mental conjunta. Era una tortura peculiarmente exquisita pasar un par de horas a pocos metros de ella, no pudiendo intercambiar más que corteses trivialidades.

Loren se sintió aliviado cuando, de repente, Brant se excusó y se alejó apresuradamente. Loren pronto descubrió la razón.

—¡Comandante Lorenson! — dijo la alcaldesa Waldron—. Espero que Tarna le esté tratando bien.

Loren gruñó para sus adentros. Sabía que, en teoría, debía ser cortés con la alcaldesa, pero la elegancia social nunca había sido su fuerte.

— Muy bien, gracias. No creo que conozca usted a estos caballeros…

Con voz mucho más potente de lo necesario, llamó a un grupo de compañeros que estaban al otro lado del patio y que acababan de llegar. Por suerte, todos eran tenientes; la graduación tenía sus privilegios, incluso fuera de servicio, y él nunca vacilaba en utilizarlos.

— Alcaldesa Waldron, le presento al teniente Fletcher. Es la primera vez que bajas al planeta, ¿verdad Owen? El teniente Werner Ng, el teniente Ranjit Winson, el teniente Karl Bosley…

« Eran como los exclusivistas Marcianos — pensó—, siempre juntos. » Bueno, constituían un blanco perfecto y eran un grupo de jóvenes bien parecidos. No creía que la alcaldesa notase su retirada estratégica.

Doreen Chang habría preferido con mucho hablar con el capitán, pero éste había hecho una aparición fugaz y simbólica: tomó una bebida, se disculpó ante los anfitriones y se marchó.

—¿Por qué no me deja que le entreviste? — le preguntó a Kaldor, quien no tenía aquellas inhibiciones y había ya hecho grabaciones de audio y vídeo que duraban varios días.

— El capitán Sirdar Bey — contestó—se halla en una posición privilegiada. A diferencia del resto de nosotros, no tiene por qué dar explicaciones… ni disculpas.

— Observo un tono de suave sarcasmo en su voz — dijo la periodista estrella de la Compañía de Radiodifusión de Thalassa.

— No ha sido intencionado. Admiro enormemente al capitán, e incluso acepto la opinión que tiene de mi… con reservas por supuesto. Eh, ¿está usted grabando?

— Ahora no. Hay demasiado ruido de fondo.

— Tiene suerte de que yo sea una persona tan confiada, puesto que no hay manera de saber si estaba grabando.

— Totalmente off the record, Moses. ¿Qué piensa él de usted?

— Le satisface oír mis puntos de vista y disponer de mi experiencia, pero no me toma muy en serio. No sé exactamente por qué. En una ocasión me dijo: « Moses, te gusta el poder pero no la responsabilidad. Yo disfruto con los dos. » Fue una afirmación muy perspicaz; resume la diferencia que existe entre los dos.

—¿Qué contestó usted?

—¿Qué podía decir? Era totalmente cierto. La única vez que intervine en la política práctica fue… bueno, no un desastre pero no lo pasé bien realmente.

—¿La cruzada Kaldor?

— Ah… lo sabe. Es un nombre estúpido; me molestó. Ese fue otro motivo de desacuerdo entre el capitán y yo. Él pensaba, y todavía lo piensa, estoy seguro, que el Mandato que nos obligaba a evitar todos los planetas con potencial de vida era una tontería sentimental. Vuelvo a citar al buen capitán: « La Ley la entiendo. La Metaley es… un disparate. »

— Es fascinante: algún día debe permitirme que lo grabe.

— Ni hablar. ¿Qué pasa ahí?

Doreen Chang era una mujer insistente, pero sabía cuándo tenía que abandonar.

— Oh, es la escultura de gas favorita de Mirissa. Seguramente también las tenían en la Tierra.

— Por supuesto. Y ya que todavía estamos off the record, le diré que no creo que esto sea arte. Pero es divertido.

En una sección del patio se habían apagado las luces principales, y una docena de invitados estaban reunidos alrededor de lo que parecía ser una burbuja de jabón muy grande, casi de un metro de diámetro. Al acercarse, Chang y Kaldor pudieron ver cómo se formaban en su interior los primeros remolinos de color, como el nacimiento de una nebulosa espiral.

— Se llama « Vida » —dijo Doreen—, y lleva doscientos años en la familia de Mirissa. Pero el gas ya empieza a perder color; recuerdo cuando era mucho más brillante.

Aun así, era impresionante. La batería de disparadores de electrones y láseres de la base había sido programada por un artista paciente, muerto hacía ya mucho tiempo, para que generara una serie de figuras geométricas que evolucionaban lentamente hasta convertirse en estructuras orgánicas. Del centro de la esfera aparecían formas cada vez más complejas, que se expandían hasta perderse de vista y eran sustituidas por otras. En una ingeniosa secuencia se mostraba a unas criaturas unicelulares que ascendían por una escalera de caracol, inmediatamente reconocible como una representación de la molécula de ADN. Con cada paso se añadía algo nuevo; a los pocos minutos, la exhibición había abarcado la odisea de los cuatro mil millones de años que van desde la ameba hasta el hombre.

Luego el artista trató de ir más allá, y Kaldor se perdió. Las contorsiones del gas fluorescente se volvieron demasiado complejas y abstractas. Quizá si se veía la exhibición algunas veces más, aparecía algún esquema…

—¿Qué ha pasado con el sonido? — preguntó Doreen cuando el torbellino de hirvientes colores de la burbuja desapareció súbitamente—. Antes había una música muy buena, especialmente al final.

— Me temía que alguien hiciera esa pregunta — dijo Mirissa disculpándose con una sonrisa—. No estamos seguros de si el problema está en el mecanismo de reproducción o en el propio programa.

—¡Seguro que tienes una copia!

— Oh, sí, desde luego. Pero el módulo de recambio está en alguna parte de la habitación de Kumar, probablemente enterrado bajo piezas de su canoa. Hasta que no veáis su guarida no entenderéis lo que significa realmente la palabra entropía.

— No es una canoa; es un kayac — protestó Kumar, que acababa de llegar con una bonita chica colgada de cada brazo—. Y, ¿qué es entropía?

Uno de los jóvenes marcianos fue lo bastante estúpido para tratar de explicárselo vertiendo dos bebidas de colores distintos en el mismo vaso. Antes de que pudiera llegar muy lejos en su explicación, su voz fue ahogada por una avalancha de música procedente de la escultura de gas.

—¿Lo ves? — gritó Kumar entre el estrépito, con evidente orgullo—. ¡Brant puede arreglarlo todo!

« ¿Todo? — pensó Loren—. Ya veremos… Ya veremos.

17. Cadena de mando


De: el Capitán.

A: todos los miembros de la tripulación.


CRONOLOGIA

Dada la enorme e innecesaria confusión que se ha producido a este respecto, quiero especificar lo siguiente:

1. Todos los registros y horarios de la Nave se mantendrán en Tiempo Terrestre (corregido por los efectos de la relatividad) hasta el fin del viaje. Todos los relojes y sistemas de programación del tiempo a bordo de la nave continuarán rigiéndose por TT.

2. Por motivos de comodidad, los miembros de la tripulación que descienden a Thalassa usarán el Tiempo Lassano (TL) cuando sea preciso, pero mantendrán todos los registros en TT, con el TL entre paréntesis.

3. Les recuerdo que:

La duración del Día Solar Medio de Thalassa es de 29,4325 horas TT. Hay 313,1561 días thalassanos en el Año Sideral Thalassano, el cual se divide en 11 meses de 28 días. Enero se omite en el calendario, y los cinco días sobrantes para sumar el total de 313 siguen de manera inmediata al último día (el 28) de diciembre. Cada seis años hay un año bisiesto, pero no habrá ninguno durante nuestra estancia.

4. Dado que el día thalassano es un 22 % más largo que el de la Tierra, y que el número de dichos días en el año es un 14 % más corto, la duración real del año thalassano es un 5 % más largo que el terrestre. Como pueden ver todos ustedes, esto tiene una ventaja práctica en lo que respecta a los cumpleaños. La edad cronológica significa casi lo mismo en Thalassa y en la Tierra. Un thalassano de 20 años ha vivido tanto tiempo como un terrícola de 21. El calendario thalassano empieza con el Primer Aterrizaje, que ocurrió en 3109 TT. El presente año es 718 TL o 754 años terrestres más.

5. Finalmente, y podemos dar las gracias por ello, sólo hay una Franja Horaria en Thalassa por la que preocuparnos.


SIRDAR BEY (Capitán)

3863 02 27 21 30 TT

718 00 02 15 00 TL

—¡Quién habría dicho que algo tan simple podía ser tan complicado! — rió Mirissa tras haber examinado el impreso colgado en el panel de anuncios de Terra Nova—. Supongo que éste es uno de los famosos Rayos—B. ¿Qué clase de persona es el capitán? Nunca he tenido la oportunidad de conversar con él.

— No es fácil conocerle — respondió Moses Kaldor. No creo haber hablado en privado con él más de una docena de veces. Y es el único hombre de la nave a quien todos llaman « señor »… siempre. Excepto tal vez el segundo comandante Malina, cuando están a solas… Por cierto, esa nota no es un auténtico Rayo—B: es demasiado técnica. Deben de haberla redactado el Oficial Científico Varley o el Secretario LeRoy. El capitán Bey posee una notable comprensión de los principios de la ingeniería, mucha más que yo, pero ante todo es un administrativo. Y en ocasiones, cuando tiene que serlo, comandante en jefe.

— Yo detestaría tener su responsabilidad.

— Es una labor que alguien tiene que hacer. Los problemas rutinarios, generalmente, pueden resolverse consultando a los oficiales más antiguos y los bancos de memoria de los ordenadores. Sin embargo, a veces una decisión debe tomarla un solo individuo, que tenga la autoridad necesaria para hacerla cumplir. Por eso es necesario un capitán. Un comité no puede dirigir una nave… al menos, no en todo momento.

— Creo que así es como gobernamos Thalassa. ¿Se imagina el presidente Farradine como capitán de algo?

— Estos melocotones son deliciosos — dijo Kaldor, diplomáticamente, sirviéndose otro, aunque sabía muy bien que habían sido preparados para Loren—. Pero ustedes han tenido suerte; ¡no han tenido una crisis auténtica en setecientos años! ¿No dijo una vez uno de ustedes: « Thalassa no tiene historia, sólo estadística »?

—¡Oh, eso no es cierto! ¿Qué me dice del Monte Krakan?

— Eso fue un desastre natural… y no de los más graves. Me refiero a… crisis políticas: agitación social, cosas así.

— Podemos agradecérselo a la Tierra. Ustedes nos dieron una Constitución Jefferson Tipo Tres (alguien lo denominó « utopía en dos megabytes ») que ha funcionado asombrosamente bien. El programa no ha sido modificado en trescientos años. Todavía vamos por la Sexta enmienda.

— Y ojalá sigan así —dijo Kaldor con fervor—. No me gustaría pensar que fuimos responsables de la séptima.

— Si eso sucede, será procesada ante los bancos de memoria de los archivos. ¿Cuándo volverá a visitarnos? ¡Hay tantas cosas que quiero enseñarle!

— No tantas como las que yo quiero ver. Debe de tener usted muchas cosas que nos serán útiles en Sagan Dos, aunque sea una clase de mundo muy distinto.

»Y mucho menos atractivo », añadió Kaldor para sus adentros.

Mientras hablaban, Loren había llegado sin hacer ruido al área de recepción, obviamente de camino de la sala de juego a las duchas. Vestía un diminuto pantalón corto y llevaba una toalla sobre los hombros desnudos. A Mirissa comenzaron a temblarle las piernas al verle.

— Supongo que les has ganado a todos, como siempre — dijo Kaldor—. ¿No resulta algo aburrido?

Loren sonrió ligeramente.

— Algunos de los thalassanos jóvenes son prometedores. Uno ha quedado sólo a tres puntos de mí. Naturalmente yo jugaba con la mano izquierda.

— En el caso muy improbable de que Loren no se lo haya dicho todavía — le comentó Kaldor a Mirissa—, en otro tiempo fue campeón de tenis de mesa en la Tierra.

— No exageres, Moses. Sólo fui el quinto… y al final los niveles eran miserablemente bajos. Cualquier jugador chino del Tercer Milenio me habría pulverizado.

— No creo que se te haya ocurrido enseñarle a Brant — dijo Kaldor con malicia—. Podría ser interesante.

Hubo un breve silencio. Loren respondió, con presunción pero con toda la razón:

— No sería justo.

— De hecho — dijo Mirissa—, a Brant le gustaría enseñarle algo a usted.

—¿Ah, sí?

— Usted me dijo que nunca había estado en una embarcación.

— Es cierto.

— Entonces está invitado a unirse a Brant y Kumar en el muelle tres… mañana, a las ocho y media de la mañana.

Loren se volvió hacia Kaldor.

—¿Crees que estaré seguro si voy? — preguntó con falsa seriedad—. No sé nadar.

— Yo no me preocuparía — contestó Kaldor, solícito—. Si tienen intención de traerte de vuelta, no importará lo más mínimo.

18. Kumar


Sólo una tragedia había oscurecido los dieciocho años de vida de Kumar Leonidas: siempre había sido diez centímetros más bajo de lo que realmente quería. No era sorprendente que su apodo fuera « El pequeño león »… aunque muy pocos se atrevían a utilizarlo en su presencia.

Como compensación a su falta de altura, había trabajado con constancia para conseguir anchura y fuerza. Mirissa le había dicho muchas veces, con divertida exasperación:

— Kumar, si pasaras tanto tiempo ejercitando el cerebro como el cuerpo, serías el mayor genio de Thalassa.

Lo que ella nunca le había dicho (y apenas admitía, siquiera a sí misma) era que el espectáculo de sus ejercicios gimnásticos de cada mañana solía excitar sentimientos muy poco fraternales en su pecho, así como una especie de celos hacia todas las demás admiradoras que se reunían para contemplarle. En una ocasión u otra, esto había incluido a la mayor parte de los del grupo de edad de Kumar. Aunque el envidioso rumor de que Kumar había hecho el amor con todas las chicas y la mitad de los chicos de Tarna era pura exageración, sí había en él una buena parte de verdad.

Pero Kumar, a pesar del abismo intelectual existente entre él y su hermana, no era un imbécil musculoso. Si algo le interesaba de verdad, no estaba satisfecho hasta haberlo dominado, sin importarle cuánto tiempo le costara. Era un espléndido marino, y durante dos años, con la ayuda ocasional de Brant, estuvo construyendo un excelente kayac de cuatro metros. La quilla estaba terminada, pero aún no había empezado la cubierta.

Juraba que un día lo botaría y entonces todos dejarían de reírse. Entretanto, en Tarna, la expresión « el kayac de Kumar » había llegado a significar todo tipo de labor inacabada… que, en verdad, eran muchas.

Además de esta común tendencia thalassana a posponer las cosas, los principales defectos de Kumar eran una naturaleza aventurera y una gran afición a las bromas pesadas algo arriesgadas. Muchos creían que algún día esto le causaría serios problemas.

Sin embargo, era imposible enfadarse incluso por sus diabluras más descabelladas, porque carecían de toda malicia. Era una persona totalmente abierta, incluso transparente; nadie podía imaginarle diciendo una mentira. Por ello se le podían perdonar muchas cosas, y eso es lo que solía suceder.

La llegada de los visitantes, naturalmente, había sido el suceso más emocionante de su vida. Le fascinaban sus equipos, las grabaciones de sonido, visuales y sensoriales que habían traído, las historias que contaban… todo. Y ya que veía más a Loren que a cualquier otro, no era nada sorprendente que Kumar se uniera a él y esto no era algo por lo que Loren se sintiera muy satisfecho. Si había algo peor que un compañero molesto era el típico aguafiestas: un hermano pequeño inseparable.

19. La pequeña Polly


— Aún no puedo creerlo, Loren — dijo Brant Falconer—. ¿Nunca has estado en una lancha… o en un barco?

— Creo recordar haber remado en un pequeño estanque, a bordo de una lancha neumática. Eso debió de ser cuando yo tenía unos cinco años.

— Entonces, esto te gustará. No hay ni una ola que te revuelva el estómago. Tal vez podamos convencerte para que bucees con nosotros.

— No, gracias; no quiero vivir más de una experiencia a la vez. Y he aprendido a no entrometerme jamás cuando otros hombres tienen trabajo que hacer.

Brant tenía razón; empezaba a pasárselo bien cuando los hidropropulsores, casi en silencio, llevaron el pequeño trimarán hacia el arrecife. Sin embargo, poco después de subir a bordo y ver cómo retrocedía la firme seguridad de la costa, había vivido un momento de cierto pánico.

Sólo su sentido del ridículo le había salvado de dar un espectáculo. Había recorrido cincuenta años luz, el viaje más largo jamás efectuado por seres humanos, hasta alcanzar este sitio. Y ahora le preocupaban los pocos centenares de metros que le separaban de tierra.

Pero no había modo de rehusar el desafío. Mientras estaba cómodamente en popa, observando a Falconer, que iba al timón (¿cómo se había hecho aquella cicatriz blanca que le cruzaba la espalda…? Ah, sí, había mencionado algo sobre un accidente en un microvolador, hacía años…), se preguntó qué pasaba por la mente del thalassano.

Era difícil de creer que cualquier sociedad humana, aun la más ilustrada y liberal, pudiera carecer por completo de celos o de cualquier otra forma de sentido de la posesión sexual. Tampoco era que Brant (hasta entonces, ¡ay!) tuviera muchos motivos para sentirse celoso.

Loren dudaba si había hablado cien palabras con Mirissa; la mayor parte había sido en compañía de su esposo. Corrección: en Thalassa, los términos « esposo » y « esposa » no se usaban hasta el nacimiento del primer hijo. Cuando se escogía un niño, la madre solía adoptar, aunque no siempre, el apellido del padre. Si el primogénito era una niña, ambas mantenían el apellido de la madre, al menos hasta el nacimiento del segundo, y último, hijo.

Había muy pocas cosas que asombraran a los thalassanos. La crueldad, especialmente con los niños, era una de ellas. Y tener un tercer embarazo, en un mundo de sólo veinte mil kilómetros cuadrados de superficie habitable, era otra.

La mortalidad infantil era tan baja que los partos múltiples bastaban para mantener una población estable. Había habido un caso famoso, el único en toda la historia de Thalassa, en el que una familia había sido bendecida, o castigada, con dobles quintillizos. Aunque no se le podía echar la culpa a la pobre madre, su recuerdo estaba rodeado de aquella aureola de deliciosa depravación que una vez ostentaron Lucrecia Borgia, Messalina o Faustine.

« Tendré que jugar mis cartas con mucho, mucho cuidado », se dijo Loren. Que Mirissa le encontraba atractivo, ya lo sabía. Podía leerlo en su expresión y en el tono de su voz. Y tenía pruebas aún más claras en contactos accidentales de las manos y suaves choques de los cuerpos que se habían prolongado más de lo estrictamente necesario.

Ambos sabían que era sólo cuestión de tiempo. Y Loren estaba totalmente seguro de que Brant pensaba lo mismo. Sin embargo, a pesar de la mutua tensión, seguían siendo bastante amigos.

El impulso de los propulsores cesó y la lancha se dejó llevar por la corriente hasta detenerse cerca de una gran boya de vidrio que oscilaba suavemente sobre el agua.

— Eso es nuestro suministro de energía — explicó Brant—. Sólo necesitamos algunos cientos de vatios, así que nos las arreglamos con células solares. Es una ventaja de los mares de agua dulce. En la Tierra no sería posible, porque vuestros océanos eran demasiado salados: habrían engullido muchísimos kilovatios.

—¿Seguro que no has cambiado de opinión, tío? — sonrió Kumar burlonamente.

Loren negó con la cabeza. Aunque al principio le había desconcertado, ya se había acostumbrado al saludo común utilizado por los thalassanos más jóvenes. En realidad, resultaba bastante agradable adquirir de repente docenas de sobrinas y sobrinos.

— No, gracias. Me quedaré aquí y miraré por la ventana submarina por si acaso se os comen los tiburones.

—¡Tiburones! — exclamó Kumar con aire pensativo—. Animales maravillosos, maravillosos… Ojalá tuviéramos algunos aquí. Bucear resultaría mucho más emocionante.

Loren observó con el interés de un técnico cómo Brant y Kumar se colocaban los equipos. Comparado con lo que había que llevar en el espacio eran bastante simples, y el tanque de presión era un objeto diminuto que cabía perfectamente en la palma de la mano.

— Jamás habría pensado que este tanque de oxigeno pudiese durar más de un par de minutos — dijo.

Brant y Kumar le miraron con reproche.

—¿Oxígeno? — resopló Brant—. Es un veneno mortal por debajo de los veinte metros. Esta botella contiene aire y sólo es el suministro de emergencia, utilizable durante quince minutos.

Señaló la estructura de la parte trasera en forma de branquias que Kumar ya llevaba puesta.

— Todo el oxígeno que se necesita está disuelto en agua de mar, si puede extraerse. Pero eso requiere energía, de modo que hay que tener una célula de energía que haga funcionar las bombas y los filtros. Podría pasarme una semana allá abajo con este equipo si quisiera.

Dio unos leves golpes en la pantalla verde fluorescente del ordenador que llevaba en la muñeca izquierda.

— Esto me da toda la información que necesito: profundidad, estado de la célula de energía, tiempo para salida a la superficie, paradas para descompresión…

Loren se arriesgó a hacer otra pregunta estúpida.

—¿Por qué tú llevas una máscara facial y Kumar no?

— Sí que la llevo — sonrió Kumar—. Mira con atención.

— Oh… claro. Muy ingenioso.

— Pero molesto — dijo Brant—, a menos que, prácticamente vivas bajo el agua, como Kumar. Probé las lentillas en una ocasión, y encontré que me dañaban los ojos. De modo que sigo con la máscara de toda la vida: da muchos menos problemas. ¿Listo?

— Listo, jefe.

Simultáneamente se dejaron caer por babor y estribor, con tanta sincronización que la lancha apenas se balanceó. A través del grueso panel de cristal situado en la quilla, Loren vio cómo se deslizaban sin esfuerzo hacia el arrecife. Sabía que eran más de veinte metros de profundidad, pero parecía mucho más cerca.

Los dos buceadores, que ya habían lanzado antes las herramientas y los cables, se pusieron rápidamente a trabajar en la reparación de las redes rotas. De vez en cuando intercambiaban crípticos monosílabos, pero la mayor parte del tiempo trabajaban en completo silencio. Cada uno conocía su tarea, y a su compañero, tan bien que no era preciso hablar.

A Loren le pasó el tiempo muy deprisa; le parecía estar observando un mundo nuevo, y así era en realidad. Aunque había visto innumerables grabaciones de vídeo hechas en los océanos de la Tierra, casi toda la vida que se movía debajo de él ahora le era totalmente desconocida. Había discos giratorios y gelatinas palpitantes, ondeantes alfombras y espirales… pero hay pocas criaturas que, por mucho que se ejercitase la imaginación, pudieran llamarse peces. Sólo en una ocasión, cerca del borde de su campo de visión, pudo atisbar un torpedo que se movía velozmente, al que estaba casi seguro de haber reconocido. Si estaba en lo cierto, aquel pez también era un exiliado de la Tierra.

Creía que Brant y Kumar se habían olvidado de él, cuando le sobresaltó un mensaje transmitido por el intercomunicador submarino.

— Ya subimos. Estaremos contigo dentro de veinte minutos. ¿Va todo bien?

— Perfectamente — contestó Loren—. ¿ Eso que acabo de ver era un pez de la Tierra?

— No me he fijado.

— Tío tiene razón, Brant: hace unos cinco minutos ha pasado una trucha mutante de veinte kilos. Tu arco de soldadura la ha asustado.

Habían dejado ya el lecho marino y estaban ascendiendo lentamente por la estilizada cadena del anda. A unos cinco metros de la superficie se detuvieron.

— Esta es la parte más pesada de cada inmersión — dijo Brant—. Tenemos que esperar quince minutos aquí. Canal dos, por favor… gracias… pero no tan alto…

La música para la descompresión probablemente había sido escogida por Kumar; su ritmo inquieto parecía bastante inapropiado para el pacífico escenario submarino. Loren se sentía enormemente feliz de no haberse sumergido, y estuvo encantado de apagar el aparato reproductor cuando los dos buceadores volvieron a ascender.

— Ha sido una mañana bien empleada — dijo Brant mientras subía a cubierta—. Voltaje y corriente normales. Ya podemos irnos a casa.

La inexperta ayuda de Loren para quitarles los equipos de inmersión fue recibida con gratitud. Ambos hombres estaban cansados y tenían frío, pero se reanimaron rápidamente tras tomar varias tazas del líquido caliente que los thalassanos llamaban « té », aunque se pareciera muy poco a cualquier bebida terrestre de este nombre.

Kumar puso en marcha el motor y partieron, mientras Brant rebuscaba entre el lío de aparatos que estaban en el fondo de la lancha hasta que encontró una caja pequeña de brillantes colores.

— No, gracias — dijo Loren cuando Brant le ofreció una de sus tabletas suavemente narcóticas—. No quiero adquirir ningún hábito local que no será fácil dejar.

Se arrepintió de su comentario apenas lo hubo dicho; posiblemente lo provocó algún impulso perverso del subconsciente… o quizá su sentimiento de culpa. Sin embargo, era obvio que Brant no había visto ningún significado oculto pues se tumbó, con las manos detrás de la cabeza, mirando el cielo sin nubes.

— A la luz del día puede verse la Magallanes — dijo Loren, impaciente por cambiar de tema—, si se sabe exactamente dónde hay que mirar. Aunque yo nunca lo he hecho.

— Mirissa sí, a menudo — intervino Kumar—. Ella me enseñó a hacerlo. Sólo hay que llamar a Astronet y pedir el tiempo de tránsito, y luego salir y tumbarse. Es como una estrella brillante, que está encima, y no parece moverse en absoluto. Pero si apartas la mirada por un segundo nada más, la pierdes de vista.

Inesperadamente, Kumar moderó la marcha, navegó a baja potencia durante unos minutos y luego detuvo la lancha. Loren miró a su alrededor para recoger sus cosas, pero le sorprendió ver que estaban al menos a un kilómetro de Tarna. Había otra boya balanceándose en el agua junto a ellos, con una gran letra P y una bandera roja.

—¿Por qué nos hemos parado? — preguntó Loren.

Kumar rió entre dientes y empezó a vaciar un pequeño cubo por la borda. Por fortuna, había estado sellado hasta entonces; el contenido parecía sangre, pero olía mucho peor. Loren se apartó lo más que pudo dentro de los estrechos límites de la lancha.

— Estoy llamando a una vieja amiga — dijo Brant en voz muy baja—. Quédate quieto… No hagas ningún ruido. Es muy nerviosa.

« ¿Ella? — pensó Loren—. ¿Qué sucede? »

No pasó nada durante al menos cinco minutos; Loren jamás habría creído que Kumar pudiera permanecer inmóvil tanto tiempo. Entonces notó que había aparecido una franja oscura y curvada, a pocos metros de la lancha, justo bajo la superficie del agua. La siguió con los ojos y vio que formaba un anillo que les rodeaba por completo.

También vio, casi al mismo tiempo, que Brant y Kumar no estaban mirando aquello, sino a él. « Así que tratan de darme una sorpresa — se dijo—; bien, ya veremos… »

Aun así, Loren necesitó toda su fuerza de voluntad para sofocar un grito de puro terror cuando emergió del mar lo que parecía ser un muro de brillante — no, putrefacta—carne rosada. Se alzó, chorreando, aproximadamente hasta la mitad de la altura de un hombre, y formó una barrera continua alrededor de ellos. Y, como horror final, su superficie superior estaba cubierta casi por completo de serpientes que se retorcían sin cesar, de vivos colores rojos y azules.

Una boca enorme y bordeada de tentáculos se había elevado desde las profundidades y estaba a punto de engullirles…

Sin embargo, estaba claro que no había ningún peligro; lo podía saber por las expresiones divertidas de sus compañeros.

—¡Por el amor de Dios! — ¡de Krakan! — ¿Qué es esto? — susurró, tratando de mantener un tono de voz calmado.

— Has reaccionado muy bien — dijo Brant con admiración—. Algunas personas se esconden en el fondo de la lancha. Es Polly, que viene de « pólipo ». La pequeña Polly. Un invertebrado colonial, miles de millones de células especializadas que cooperan entre sí. En la Tierra teníais animales muy similares, aunque no creo que fueran tan grandes.

— Estoy seguro de que no — se apresuró a responder Loren—. Espero que no os importe que os haga una pregunta: ¿Cómo saldremos de ésta?

Brant hizo un gesto a Kumar con la cabeza y éste puso en marcha los motores a máxima potencia. Con velocidad asombrosa, dado su tamaño, la pared viviente que les rodeaba se volvió a hundir en el mar, dejando tras de sí nada más que un leve oleaje aceitoso en la superficie.

— La vibración la ha asustado — le explicó Brant—. Mira por el cristal: ahora podrás ver todo el animal.

Debajo, algo parecido a un tronco de diez metros de grosor retrocedía hacia el lecho marino. Loren comprendió que las « serpientes » que había visto retorcerse en la superficie eran finos tentáculos; de nuevo en su elemento normal, ondeaban libremente buscando en las aguas algo o alguien a quien devorar.

—¡Qué monstruo! — dijo jadeando, sintiéndose relajado por primera vez en muchos minutos. Un cálido sentimiento de orgullo, incluso de euforia, le embargó. Sabía que había superado otra prueba; se había ganado la aprobación de Kumar y Brant, y la aceptó con gratitud.

—¿Esa cosa no es… peligrosa? — preguntó.

— Por supuesto que sí; por eso tenemos la boya de aviso.

— Francamente, yo estaría tentado de matarla.

—¿Por qué? —preguntó Brant, sinceramente sorprendido—. ¿Qué daño nos hace?

— Bueno… seguramente, una criatura de ese tamaño debe de capturar un enorme número de peces.

— Sí, pero sólo thalassanos, no peces que nosotros podamos comer. Y hay otra cosa interesante acerca de ella. Durante mucho tiempo nos preguntamos cómo podía persuadir a los peces, incluso a los más estúpidos, de que cayeran en sus garras. Finalmente descubrimos que segrega un señuelo químico, y eso es lo que nos hizo pensar en las trampas eléctricas. Lo que me recuerda…

Brant cogió el comunicador.

— Tarna Tres llamando a Tarna Autorregistro: aquí Brant. Hemos colocado la red. Todo funciona con normalidad. No es necesario confirmación. Fin del mensaje.

Sin embargo, para sorpresa de todos, una voz conocida respondió inmediatamente:

— Hola Brant, doctor Lorenson. Me satisface oír eso. Y tengo noticias interesantes para ti. ¿Quieres oírlas?

— Por supuesto, alcaldesa — contestó Brant, tras intercambiar con Loren una mirada de mutuo regocijo—.Continúe.

Los Archivos centrales han hallado algo sorprendente. Todo esto ya había sucedido antes. Hace doscientos cincuenta años se intentó construir un arrecife desde la Isla Norte con electroprecipitación (una técnica que había dado buenos resultados en la Tierra). Pero al cabo de unas semanas, los cables submarinos fueron rotos, y algunos de ellos robados. El asunto nunca se investigó porque el experimento, de todos modos, fue un total fracaso. No hay bastantes minerales en el agua que justifiquen la inversión. Así que ya ves: no puedes echarles la culpa a los Ecologistas. Esos días no estaban por aquí.

El rostro de Brant tenía tal expresión de asombro que Loren estalló en carcajadas.

—¡Y tú tratabas de sorprenderme a mí! —dijo—. Bueno, desde luego han demostrado que en el mar hay cosas que yo nunca hubiera imaginado.

— Pero ahora parece que también hay algunas cosas que tú jamás habrías imaginado.

20. Idilio


Los habitantes de Tarna lo encontraban muy divertido y fingían no creerle.

— Primero no habías ido nunca en barca, ¡y ahora dices que no sabes montar en bicicleta!

— Deberías sentirte avergonzado — le reprendió Mirissa, guiñando el ojo—. Es el medio de transporte más eficaz que se ha inventado jamás… ¡y nunca lo has probado!

— En las naves no es de mucha utilidad, y en las ciudades es demasiado peligroso — replicó Loren—. De todas maneras, ¿qué hay que aprender?

Pronto descubrió que había bastante; montar en bicicleta no era tan fácil como parecía. Aunque se precisaba auténtico talento para caerse de aquellas bicicletas con ruedas pequeñas y bajo centro de gravedad (lo consiguió varias veces) sus intentos iniciales fueron frustrantes. No habría insistido si Mirissa no le hubiera asegurado que era la mejor forma de conocer bien la isla… y él confiaba que también sería la mejor forma de conocer bien a Mirissa.

Tras unas cuantas caídas más, comprendió que el truco consistía en no pensar en el problema y dejar el asunto en manos de los reflejos del cuerpo. Esto era lo más lógico; si uno tuviera que pensar en cada paso que daba, sería imposible caminar. Aunque intelectualmente Loren aceptaba esto, pasó algún tiempo hasta que pudo confiar en su instinto. Una vez superada esa barrera, el progreso fue rápido. Y, por fin, como esperaba, Mirissa se ofreció a mostrarle los rincones más remotos de la isla.


Habría sido sencillo creer que eran las dos únicas personas del mundo, pero no podían estar a más de cinco kilómetros del pueblo. Es cierto que habían recorrido una mayor distancia, pero la estrecha pista para bicicletas había sido diseñada para tomar la ruta más pintoresca, que resultaba ser también la más larga. Aunque Loren podía situarse en un instante con el localizador de su comunicador, eso no le preocupaba. Era divertido simular que se habían perdido.

Mirissa habría sido más feliz si él hubiera dejado en casa el comunicador.

—¿Por qué tienes que llevar esa cosa? — le había dicho, señalando la banda tachonada de controles de su antebrazo izquierdo—. A veces es bonito alejarse de la gente.

— Estoy de acuerdo, pero las normas de la nave son muy estrictas. Si el capitán Bey me necesitara con urgencia y yo no contestara…

— Bueno… ¿qué haría? ¿Te pondría grilletes?

— Preferiría eso antes que el sermón que sin duda me ganaría. De todos modos, he puesto el programa utilizado en períodos de sueño. Si el comunicador de la nave no hace caso de eso, es que se trata de una auténtica emergencia… y en tal caso sí quiero estar en contacto.

Como casi todos los terrícolas a lo largo de mil años, Loren habría sido más feliz sin su ropa que sin su comunicador. La historia de la Tierra estaba repleta de historias de terror acerca de individuos descuidados e irresponsables que habían muerto, a menudo a pocos metros de la salvación, porque no pudieron alcanzar el botón rojo de EMERGENCIA.

La pista para bicicletas estaba evidentemente diseñada atendiendo a criterios de economía, no de densidad de tráfico. Tenía menos de un metro de ancho, y al principio, al inexperto Loren le parecía que iba sobre una cuerda floja. Tenía que concentrarse en la espalda de Mirissa (lo que no era nada desagradable) para no caerse. Sin embargo, después de los primeros kilómetros, ganó confianza y pudo disfrutar de las demás vistas. Si se encontraban con alguien que venía en dirección contraria, tenían que desmontar todos; pensar en una colisión a cincuenta klicks o más era algo horrible. El camino de vuelta a casa sería largo, con las bicicletas destrozadas al hombro…

La mayor parte del tiempo pedalearon en absoluto silencio, roto solamente cuando Mirissa le señalaba algún árbol insólito o algún punto de belleza excepcional. El silencio era algo que Loren no había experimentado en toda su vida; en la Tierra, siempre había estado rodeado de ruidos, y la vida en la nave era una sinfonía de tranquilizadores ruidos mecánicos, con ocasionales alarmas que detenían los latidos del corazón.

Aquí, los árboles les rodeaban con una sábana invisible e insonorizada, de forma que el silencio parecía absorber cada palabra apenas era pronunciada. Al principio, la tremenda novedad de la sensación la hizo atractiva, pero ahora Loren empezaba a añorar algo que llenase el vacío acústico. Incluso estuvo tentado de hacer sonar un poco de música de fondo de su comunicador, pero sabía que Mirissa no lo aprobaría.

Por lo tanto, fue una gran sorpresa para él oír los sones de una danza thalassana (ahora ya bien conocida) procedente de los árboles que tenían enfrente. Como la estrecha pista rara vez dibujaba una línea recta en más de doscientos o trescientos metros, no pudo ver de dónde venía la música hasta que dieron la vuelta a una curva cerrada y se encontraron frente a un melodioso monstruo mecánico que ocupaba toda la superficie del camino y avanzaba despacio hacia ellos. Se parecía bastante a un robot tractor. Al desmontar para dejarle pasar, Loren vio que era un reparador automático de carreteras. Ya había notado algunos parches poco disimulados e incluso baches y se había estado preguntando cuándo el Departamento de Obras Públicas de la Isla Sur se animaría a arreglarlos.

—¿Por qué lleva música? — preguntó—. No tiene el aspecto de ser una máquina que pueda apreciarla.

Apenas hubo hecho esta pequeña broma, el robot se volvió hacia él con severidad:

— Por favor, no vaya por la superficie de la carretera a cien metros de mí porque aún se está endureciendo. Por favor, no vaya por la superficie de la carretera a cien metros de mí porque aún se está endureciendo. Gracias.

Mirissa rió al ver su expresión sorprendida.

— Tienes razón, desde luego: no es muy inteligente. La música es para avisar al tráfico que se aproxima.

—¿No sería más eficaz alguna especie de sirena?

— Sí, pero sería… ¡poco amistoso!

Apartaron las bicicletas del camino y esperaron a que la hilera de tanques articulados, unidades de control y mecanismos de pavimentación pasaran lentamente de largo. Loren no pudo resistir la tentación de tocar la superficie recién pavimentada; estaba caliente y cedía un poco, y parecía mojada pese a estar totalmente seca. Sin embargo, a los pocos segundos se volvió dura como una roca; Loren notó la leve impresión que había dejado su dedo y pensó con ironía: « He dejado mi marca en Thalassa… hasta que el robot vuelva a pasar por aquí. »

Ahora, la pista subía hacia las colinas y Loren notó que unos músculos poco conocidos en las pantorrillas y los muslos empezaban a reclamar su atención. Un poco de potencia auxiliar habría sido bien recibida, pero Mirissa había desdeñado los modelos eléctricos por demasiado cómodos. Ella no había reducido su velocidad en lo más mínimo, así que a Loren no le quedaba otra alternativa que respirar profundamente y mantener el ritmo.

¿Qué era aquel débil fragor que se oía enfrente? ¡Seguro que nadie hacía pruebas con cohetes en el interior de la Isla Sur! El sonido creció paulatinamente a medida que pedaleaban; Loren lo identificó poco antes de que su procedencia quedase a la vista.

Según los patrones terrestres, la catarata no era muy impresionante: quizá cien metros de altura y veinte de anchura. Un pequeño puente de metal, que las gotas pulverizadas hacían brillar, se extendía sobre el estanque de bullente espuma en el que terminaba.

Para alivio de Loren, Mirissa desmontó y le miró con cierta malicia.

—¿Notas algo… peculiar? — preguntó, abarcando con un gesto todo el paisaje.

—¿En qué sentido? — preguntó a su vez Loren, en busca de pistas. Todo lo que veía era un paisaje continuo de árboles y vegetación, con el camino que serpenteaba a través de él y se alejaba al otro lado de la catarata.

— Los árboles. ¡Los árboles!

—¿Qué pasa con ellos? No soy… botánico.

— Ni yo tampoco, pero tendría que ser algo evidente. Míralos, nada más.

Miró, confundido. Y al poco lo entendió, porque un árbol es una pieza de ingeniería natural.. — y él era ingeniero.

Había sido un diseñador distinto el que había creado el paisaje al otro lado de la catarata. Aunque no podía decir cómo se llamaba ninguno de los árboles entre los que se encontraba, le resultaban vagamente familiares y estaba seguro de que procedían de la Tierra… Sí, aquello era un roble, y en algún lugar, hacía mucho tiempo, había visto las hermosas flores amarillas de aquellos arbustos.

Al otro lado del puente, era un mundo diferente. Los árboles (¿eran realmente árboles?) parecían imperfectos e inacabados. Algunos tenían troncos cortos, en forma de barril, de los que partían unas pocas ramas espinosas; otros parecían enormes helechos; otros se asemejaban a dedos gigantescos y esqueléticos, con aureolas cerdosas en las junturas. Y no había flores…

— Ahora lo entiendo. Es la vegetación de Thalassa.

— Sí. Salieron de los mares hace unos millones de años. Lo llamamos La Gran División. Pero se parece más a un frente entre dos ejércitos, y nadie sabe qué lado ganará. ¡Tampoco sabemos si podemos evitarlo! La vegetación de la Tierra es más avanzada; pero la nativa está mejor adaptada a la máquina. De vez en cuando, un lado invade el otro… y entramos con excavadoras antes de que logre asentarse.

« ¡Qué extraño — pensó Loren mientras empujaban las bicicletas a través del frágil puente—. Por primera vez desde que aterricé en Thalassa, siento que realmente estoy en otro planeta… »

Aquellos desmañados árboles y aquellos lindos helechos podrían haber sido la materia prima de los yacimientos de carbón que alimentaron la Revolución Industrial… apenas a tiempo de salvar la raza humana. Le era fácil creer que un dinosaurio podía atacarles en cualquier momento, surgiendo de la maleza; entonces recordó que los terribles lagartos estaban todavía a cien millones de años en el futuro cuando aquellas plantas habían florecido sobre la Tierra…

Apenas volvieron a montar, Loren exclamó:

—¡Krakan y condenación!

—¿Qué pasa?

Loren se desplomó, sobre lo que, providencialmente, parecía una espesa capa de nervudo musgo.

— Un calambre — murmuró entre dientes, agarrando los tensos músculos de sus muslo.

— Permíteme — dijo Mirissa con voz preocupada pero confiada.

Bajo sus cuidados agradables, aunque poco profesionales, los espasmos cesaron lentamente.

— Gracias — dijo Loren pasado un rato. Ahora estoy mucho mejor. Pero, por favor, no te detengas.

—¿Creías que iba a hacerlo? — susurró ella.

Y entonces, entre dos mundos, se convirtieron en uno solo.

Загрузка...