30. Hijo de Krakan


Se conversaba poco a bordo del Calypso mientras el barco volvía a Tarna a unos modestos veinte klicks; sus pasajeros permanecían sumidos en sus pensamientos, calibrando las implicaciones de aquellas imágenes del lecho marino. Y Loren estaba apartado del mundo exterior; había conservado puestas las gafas submarinas y estaba repasando la exploración del bosques submarino hecha por el trineo sumergible.

Prolongando su cable como una araña mecánica, el robot se había movido lentamente por entre los grandes troncos que parecían delgados a causa de su enorme longitud, pero que en realidad eran más gruesos que el cuerpo de un hombre. Ahora era obvio que estaban dispuestos en filas y columnas regulares, de forma que nadie se sorprendió cuando llegaron a un límite claramente definido. Y allí, atareados en su campamento situado en plena selva, estaban los escorpios.

Fue acertado no encender los focos; las criaturas no notaron para nada la presencia del silencioso observador que flotaba en la cercana oscuridad a sólo unos pocos metros por encima de ellos. Loren había visto vídeos de hormigas, abejas y termitas, y la forma de comportarse que tenían los escorpios le recordó a éstas. A primera vista era imposible creer que una organización tan intrincada pudiera existir sin una inteligencia que lo controlase todo, y, sin embargo, su conducta podía ser totalmente automática, como en el caso de los insectos sociales de la Tierra.

Algunos escorpios cuidaban los grandes troncos que se elevaban hacia la superficie para recoger los rayos del invisible sol; otros corrían por el lecho marino acarreando rocas, hojas… y sí, también primitivas, pero inconfundibles redes y cestas. Así que los escorpios sabían fabricar herramientas; pero aun eso no probaba su inteligencia. Algunos nidos de pájaros estaban hechos de manera mucho más cuidadosa que esos artefactos de aspecto más bien burdo, construido aparentemente con tallos y frondas de las omnipresentes algas.

« Me siento como un visitante del espacio, situado sobre una aldea de la Edad de Piedra en la Tierra, en el momento en que el hombre descubría la agricultura », pensó Loren. ¿Ese ser (o esa cosa) podría haber deducido la existencia de inteligencia humana después de un examen semejante? ¿O el veredicto habría sido: conducta puramente instintiva?

La sonda se había adentrado tanto en el claro, que el bosque circundante ya no era visible, aunque los troncos más próximos no podían estar a más de cincuenta metros. Fue entonces cuando un norteño ingenioso pronunció el nombre que sería inevitable en lo sucesivo, incluso en los informes científicos: « La Zona Céntrica de Escorpia. »

Parecía ser, a falta de términos mejores, un área residencial y comercial. Una zona rocosa, de unos cinco metros de altura, serpenteaba a través del claro, y su fachada estaba horadada por numerosos agujeros oscuros apenas lo bastante anchos para admitir un escorpio. Aunque estas pequeñas cuevas estaban distribuidas de forma irregular, eran de un tamaño tan uniforme que difícilmente podían ser naturales, y el efecto total era el de un edificio de apartamentos diseñado por un arquitecto excéntrico.

Los escorpios iban y venían por las entradas; « como oficinistas de una de las antiguas ciudades, antes de la era de las telecomunicaciones », pensó Loren. Sus actividades le resultaban tan absurdas como, probablemente, lo habrían sido para ellos el comercio de los humanos.

—¡Vaya! — Exclamó uno de los otros observadores del Calypso —. ¿Qué es eso? En el extremo de la derecha… ¿Puede aproximarse?

La interrupción procedente del exterior de su esfera de consciencia le sobresaltó, y arrastró momentáneamente a Loren del lecho marino al mundo de la superficie otra vez.

Su visión panorámica se inclinó abruptamente con el cambio de actitud de la sonda. Ahora volvía a estar nivelada y se dirigía lentamente hacia una pirámide rocosa aislada, que tenía unos diez metros de altura — a juzgar por el tamaño de los dos escorpios que estaban en su base—y estaba horadada con una única entrada a una cueva.

Loren no notó nada inusual en ello; poco a poco se fue dando cuenta de ciertas anomalías: elementos discordantes que no terminaban de encajar en el ahora familiar escenario de Escorpia.

Todos los demás escorpios habían estado muy ocupados correteando, pero estos dos se encontraban inmóviles, excepto por el continuo balanceo de sus cabezas, adelante y atrás. Y había algo más.

Estos escorpios eran grandes. Era difícil juzgar así las escalas y, hasta que varios de los animales se cruzaron velozmente, Loren no estuvo seguro de que este par era casi un cincuenta por ciento más voluminoso que la media.

—¿Qué están haciendo? — susurró alguien.

— Ya te lo diré —respondió otra voz—. Son guardias… Centinelas.

Una vez dicho esto, la conclusión era tan obvia que nadie lo dudó.

— Pero, ¿qué están custodiando?

—¿La reina, si es que tienen? ¿El Primer Banco de Escorpia?

—¿Cómo podemos descubrirlo? El trineo es demasiado grande para entrar… aunque nos dejaran intentarlo.

Fue en este punto cuando la discusión se volvió académica. El robot sonda había girado para situarse a menos de diez metros de la cima de la pirámide, y el operador mandó una breve ráfaga con uno de los propulsores de control para detener su descenso.

El sonido, o la vibración, debió de alertar a los centinelas. Ambos se volvieron al mismo tiempo y Loren tuvo una súbita visión terrorífica de ojos agrupados, papilas ondulantes y pinzas gigantescas. « Me alegro de no estar realmente allí, aunque lo parezca — se dijo—. Y es una suerte que no sepan nadar. »

Pero si bien no sabían nadar, sí sabían trepar. Con velocidad asombrosa, los escorpios escalaron la pared de la pirámide y en pocos segundos llegaron a su cumbre, a sólo unos pocos metros debajo del trineo.

— Larguémonos de aquí antes de que salten — dijo el operador—. Esas pinzas podrían cortar nuestro cable como si fuera un pedazo de algodón.

Era demasiado tarde. Un escorpio saltó desde la roca, y segundos después su garra atrapaba uno de los patines del tren del trineo.

Los reflejos humanos del operador fueron igualmente veloces y controlaban una tecnología superior. En el mismo instante conectó la marcha atrás completa e hizo girar el brazo del robot hacia abajo para atacar. Y, lo que fue quizá más decisivo, encendió los focos.

El escorpio debió de quedar completamente cegado. Sus pinzas se abrieron en un gesto casi humano de estupefacción y cayó al lecho marino antes de que la mano mecánica del robot pudiera entregarse al combate.

Durante una fracción de segundo, Loren también quedó ciego ya que sus gafas submarinas ennegrecieron. Luego, los circuitos automáticos de la cámara se ajustaron al aumento de nivel de luz, y tuvo un primer plano asombrosamente claro del confundido escorpio justo antes de que desapareciera de su campo de visión.

De algún modo, no le sorprendió en lo más mínimo ver que llevaba dos bandas de metal debajo de su garra derecha.

Mientras el Calypso volvía a Tarna, Loren repasó esta escena final, y sus sentidos estaban aún tan concentrados en el mundo submarino, que no llegó a sentir la suave onda de choque mientras ésta pasaba junto al barco. Pero luego se dio cuenta de los gritos y la confusión que le rodeaban y sintió que la cubierta escoraba al cambiar bruscamente de rumbo el Calypso. Se quitó las gafas submarinas y parpadeó bajo la brillante luz del sol.

Por un momento permaneció totalmente ciego; luego, mientras sus ojos se ajustaban a la luminosidad, vio que estaban a sólo unos centenares de metros de la costa bordeada de palmeras de la Isla Sur. « Hemos chocado contra un arrecife — pensó—Brant no oirá nunca el final de este… «

Y entonces vio algo que se elevaba por el horizonte del este, algo que nunca habría soñado que presenciaría en la pacífica Thalassa. Era la nube en forma de hongo que había perseguido como una pesadilla a los hombres durante dos mil años.

¿Qué estaba haciendo Brant? En teoría, debía dirigirse a tierra; en cambio, hacía virar el Calypso en el círculo de giro más pequeño posible, dirigiéndose hacia alta mar. Pero parecía haber tomado el mando, mientras todos los demás que se hallaban en cubierta miraban con la boca abierta hacia el este.

—¡Krakan! — susurró uno de los científicos norteños, y, por un momento, Loren pensó que estaba utilizando meramente la manida palabra thalassana. Luego comprendió, y un profundo sentimiento de alivio le inundó. Duró muy poco tiempo.

— No — dijo Kumar, con aspecto más alarmado de lo que Loren habría creído posible—. Krakan, no: mucho más cerca. El Hijo de Krakan.

La radio del barco emitía ahora continuos pitidos de alarma, entre los que se intercalaban solemnes mensajes de aviso. Loren no tuvo tiempo de captar ninguno de ellos cuando vio que algo muy extraño ocurría en el horizonte. No estaba donde tenía que estar.

Todo esto era muy confuso; la mitad de su mente continuaba abajo, con los escorpios, e incluso ahora tenía que parpadear ante la luminosidad del mar y del cielo. Tal vez le ocurría algo a su vista. Aunque estaba completamente seguro de que el Calypso tenía la quilla equilibrada, sus ojos le decían que caía en picado.

No; era el mar que se elevaba, con un rugido que acallaba todos los demás sonidos. No se atrevió a calcular la altura de la ola que descendía sobre ellos; ahora entendía por qué Brant se dirigía a alta mar, lejos de las mortales profundidades contra las que el tsunami estaba a punto de descargar su furia.

Una mano gigante cogió el Calypso y levantó su proa hasta el cenit. Loren empezó a resbalar por la cubierta sin poder evitarlo; trató de agarrarse a un montante, falló y se encontró en el agua.

« Recuerda tu entrenamiento para emergencias — se dijo con rabia—. En el mar o en el espacio, el principio siempre es el mismo. El mayor peligro es el pánico, así que mantén la cabeza… »

No había riesgo de ahogarse; el chaleco salvavidas se encargaría de ello. Pero, ¿dónde estaba la palanca para hincharlo? Sus dedos buscaron furiosamente por la cincha de la cintura, y a pesar de toda su resolución, sintió un breve y gélido escalofrío antes de encontrar la barra de metal. Esta se movió con facilidad y, con gran alivio, Loren notó que la chaqueta se expandía a su alrededor, envolviéndole en un abrazo de bienvenida.

Ahora, el único peligro real podía venir del propio Calypso, si chocaba contra su cabeza. ¿Dónde estaba?

Demasiado cerca de él para sentirse tranquilo, en aquellas aguas enfurecidas y con parte de las cubiertas flotando en el mar. Increíblemente, la mayor parte de la tripulación parecía estar todavía a bordo. Ahora le señalaban a él y alguien se estaba preparando para lanzar un salvavidas.

El agua estaba llena de desechos flotantes: sillas, cajas, piezas del equipo… y allá estaba el trineo, hundiéndose lentamente mientras desprendía burbujas por un tanque de flotación averiado.

« Espero que puedan recuperarlo — pensó Loren—. Si no, éste será un viaje muy caro; y puede que pase mucho tiempo antes de que podamos volver a estudiar los escorpios. » Se sintió bastante orgulloso de sí mismo por evaluar la situación de forma tan calmada, dadas las circunstancias.

Algo le rozó la pierna derecha; siguiendo un reflejo automático, trató de apartarlo de una patada. Aunque le mordía la carne de forma inquietante, se sentía más irritado que alarmado. Estaba a salvo y a flote, y, una vez pasada la ola gigantesca, nada podía ya dañarle.

Volvió a dar una patada, con más cautela. Mientras lo hacía sintió que algo se le enredaba en la otra pierna. Y ahora ya no era una caricia indeterminada; pese al chaleco salvavidas que le permitía flotar, algo le tiraba hacia el fondo.

Fue entonces cuando Loren Lorenson sintió el primer momento de pánico auténtico, ya que recordó de repente los acechantes tentáculos del gran pólipo. Sin embargo, éstos debían de ser suaves y carnosos…obviamente, esto era algún alambre o cable. Claro…era el cordón umbilical del trineo que se hundía.

Tal vez todavía podría haberse desenredado de no haber tragado agua de una ola inesperada. Ahogándose y tosiendo, trató de aclararse los pulmones, dándole patadas al cable al mismo tiempo.

Y luego la frontera vital entre aire y agua (entre vida y muerte) estaba a menos de un metro por encima de su cabeza; pero no había forma de que pudiera alcanzarla.

En un momento semejante, un hombre no piensa en nada más que su propia supervivencia. No hubo imágenes retrospectivas, ni arrepentimiento de su vida pasada… ni siquiera un fugaz recuerdo de Mirissa.

Cuando comprendió que todo había acabado, no sintió miedo. Su último pensamiento consciente fue de pura ira, por haber viajado cincuenta años luz sólo para encontrar un final tan trivial y tan poco heroico.

Así que Loren Lorenson murió por segunda vez en los cálidos bajíos del mar thalassano. No había aprendido con la experiencia; la primera muerte había sido mucho más sencilla doscientos años atrás.


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