Aunque el capitán Sirdar Bey habría negado tener siquiera un miligramo de superstición en su cuerpo, siempre empezaba a preocuparse cuando las cosas iban bien. Hasta entonces, Thalassa había sido un lugar demasiado bueno para ser cierto; todo se había desarrollado de acuerdo con el plan más optimista. El escudo se estaba construyendo en los plazos previstos, y no había absolutamente ningún problema del que mereciera la pena hablar.
Pero ahora, en espacio de veinticuatro horas…
Podía haber sido mucho peor, desde luego. El comandante en jefe Lorenson había tenido mucha, mucha suerte… gracias a ese chico, tendrían que hacer algo por él. Según los médicos, había estado tremendamente cerca. Unos minutos más, y el daño en el cerebro habría sido irreversible.
Irritado por dejar que su atención se distrajera de problema inmediato, el capitán releyó el mensaje que ya sabía de memoria:
EMISORA DE LA NAVE: SIN FECHA NI HORA
A: EL CAPITÁN
DE: ANÓNIMO
Señor: algunos de nosotros deseamos hacerle la siguiente propuesta, que le presentamos para que la someta a profunda reflexión. Sugerimos que nuestra misión quede finalizada en Thalassa. Todos sus objetivos serán realizados sin los riesgos adicionales que implica la reanudación del viaje a Sagan Dos.
Somos absolutamente conscientes de que esto provocará problemas con la población nativa, pero creemos que pueden solucionarse con la tecnología que poseemos: en concreto, el uso de ingeniería tectónica para incrementar el área de tierra habitable. De acuerdo con las Ordenanzas, Sección 14, Párrafo 24 (a), pedimos, con todos los respetos, que sea convocado el Consejo de la Nave para discutir esta cuestión en el plazo más breve posible.
— Bien. ¿Comandante Malina? ¿Embajador Kaldor? ¿Algún comentario?
Los dos invitados de la habitación privada del capitán, espaciosa pero amueblada con sencillez, se miraron simultáneamente. Entonces Kaldor hizo un signo afirmativo casi imperceptible al segundo comandante, y confirmó su renuncia a la prioridad bebiendo otro sorbo lento y deliberado del excelente vino thalassano que les habían proporcionado sus anfitriones.
El segundo comandante Malina, que parecía estar más cómodo entre máquinas que entre personas, miró el impreso con tristeza.
— Al menos, es muy cortés.
— Faltaría más — dijo el capitán Bey con impaciencia—. ¿Tiene la menor idea de quién podría haberlo enviado?
— En absoluto. A excepción de nosotros tres, me temo que tenemos 158 sospechosos.
— 157 —intervino Kaldor—. El comandante en jefe Lorenson tiene una coartada excelente. Estaba muerto en aquellos momentos.
— Eso no estrecha mucho el círculo — dijo el capitán, esbozando una débil sonrisa—. ¿Tiene usted alguna teoría, doctor?
« Claro que sí —pensó Kaldor—. He vivido en Marte durante dos de sus largos años; apostaría por los sabras. Pero es sólo una corazonada, y puedo estar equivocado… »
— Aún no, capitán. Pero mantendré los ojos abiertos. Si descubro algo, le informaré… en lo posible.
Los dos oficiales le entendieron a la perfección. En su papel de consejero, Moses Kaldor no era responsable ni siquiera ante el capitán. A bordo de la Magallanes era lo más parecido a un padre confesor.
— Supongo, doctor Kaldor, que me lo hará saber…si descubre alguna información que pueda poner en peligro esta misión.
Kaldor vaciló, y luego movió ligeramente la cabeza en señal afirmativa. Esperaba no encontrarse en el tradicional dilema del sacerdote que recibía la confesión de un asesino…que todavía estaba planeando su crimen.
« No estoy recibiendo mucha ayuda — pensó amargamente el capitán—. Pero tengo absoluta confianza en estas dos personas y necesito a alguien en quien confiar. Aun cuando la decisión final deba ser mía… «
— La primera pregunta es: ¿debo responder a este mensaje o hacerle caso omiso? Ambos gestos podrían ser arriesgados. Si es sólo una sugerencia aislada (puede que de un único individuo y escrita en un momento de trastorno psicológico), podría ser poco inteligente tomárselo demasiado en serio. Pero si viene de un grupo determinado, entonces quizás un diálogo pueda ayudar. Podría aliviar la situación. También podría identificar a los implicados.
« Y, ¿qué se hace entonces? ¿Ponerles grilletes? », se preguntó el capitán.
— Creo que debería hablar con ellos — dijo Kaldor—. Los problemas rara vez desaparecen al no hacerles caso.
— Estoy de acuerdo — dijo el segundo comandante Malina—. Pero estoy seguro de que no es nadie de las tripulaciones de Propulsión ni de Energía. Los conozco a todos desde que se graduaron… o de antes.
« Podrías llevarte una sorpresa. ¿Quién conoce de verdad a alguien? », pensó Kaldor.
— Muy bien — dijo el capitán, poniéndose en pie—. Eso es lo que ya había decidido. Y, por si acaso, creo que será mejor que repase algo de historia. Recuerdo que Magallanes tuvo algunos problemas con su tripulación.
— Desde luego que los tuvo — contestó Kaldor—. Pero confío en que usted no tenga que abandonar a nadie en una isla desierta.
« O ahorcar a uno de sus capitanes », añadió para sí; no habría sido muy oportuno mencionar ese fragmento de historia en particular.
Y habría sido aún peor recordarle al capitán Bey (¡aunque, sin duda, no podía haberlo olvidado!) que el gran navegante había sido asesinado antes de que pudiera completar su misión.
En esta ocasión, el retorno a la vida no había sido preparado tan cuidadosamente por adelantado. El segundo despertar de Loren Lorenson no fue tan confortable como el primero; de hecho, fue tan desagradable que a veces deseaba haber permanecido hundido en el olvido.
Cuando recuperó una semiinconsciencia, lo lamentó rápidamente. Tenía tubos que le penetraban en la garganta y alambres unidos a los brazos y las piernas. ¡Alambres! Sintió un pánico repentino al recordar aquellos tirones mortales que le llevaban al fondo; luego controló sus emociones.
Ahora tenía otra cosa por la que preocuparse. Parecía que no estaba respirando; no podía detectar ningún movimiento de su diafragma. « ¡Qué extraño…! Oh, supongo que han desviado el aire de los pulmones… »
Sus monitores debieron de alertar a una enfermera, porque de repente sonó una suave voz en su oído y sintió que una sombra caía sobre sus párpados, los cuales se sentía demasiado cansado para levantar.
— Lo está haciendo muy bien, señor Lorenson. No tiene por qué preocuparse. Podrá levantarse dentro de pocos días. No, no intente hablar.
« No tenía la menor intención — pensó Loren. Sé exactamente lo que ha ocurrido… «
Luego oyó el débil siseo de una inyección hipodérmica, un breve frescor en el brazo y, una vez más, el bendito olvido.
A la siguiente ocasión, para gran alivio suyo, todo era completamente distinto. Los tubos y los alambres habían desaparecido. Aunque se sentía muy débil, no estaba incómodo. Y volvía a respirar con ritmo constante y normal.
— Hola — dijo una profunda voz de hombre situada a pocos metros de distancia—. Bienvenido de nuevo.
Loren volvió la cabeza hacia el sonido y vio de modo confuso una figura vendada en una cama vecina.
— Me imagino que no me reconoce, señor Lorenson. Soy el teniente Bill Horton, ingeniero de comunicaciones… y ex practicante de surf.
— Ah, hola, Bill… ¿Qué estabas haciendo tú…? —susurró Loren. Pero entonces llegó la enfermera, y terminó aquella conversación con otra inyección hipodérmica bien puesta.
Ahora se encontraba ya en plena forma y sólo quería que le dejaran levantarse. La comandante médico Newton creía que, en general, era mejor dejar que sus pacientes supieran lo que les sucedía y por qué. Aunque no lo entendieran, eso ayudaba a mantenerlos calmados de modo que su fastidiosa presencia no interfiriera demasiado con el suave discurrir del establecimiento médico.
— Tal vez te sientas bien, Loren — dijo—, pero tus pulmones todavía se están reparando, y debes evitar todo esfuerzo hasta que vuelvan a funcionar a plena capacidad. Si el océano de Thalassa fuera como los de la tierra, no habría ningún problema. Pero es mucho menos salino: es potable y te bebiste casi un litro. Y como tus fluidos corporales son mas salados que el mar, el equilibrio isotónico estaba muy mal. De modo que las membranas se dañaron mucho por la presión osmótica. Tuvimos que rebuscar mucho, y a toda velocidad, en los Archivos de la Nave antes de poder tratarte. Después de todo, ahogarse en el mar no es uno de los accidentes normales en el espacio.
— Seré un buen paciente — dijo Loren—. Te agradezco de verdad todo lo que habéis hecho. Pero ¿cuándo podré recibir visitas?
— Hay una que espera fuera ahora mismo. Tienes quince minutos. Luego la enfermera la echará.
— Y no se preocupe por mí —dijo Bill Horton—. Estaré dormido como un tronco.
Mirissa se sentía decididamente mal, y, por supuesto, la culpa de todo la tenía la píldora. Pero, al menos, tenía el consuelo de saber que esto sólo podía ocurrir una vez más: cuando tuviera (¡si lo tenía!) el segundo hijo que le estaba permitido.
Era increíble pensar que prácticamente todas las generaciones de mujeres que habían existido se habían visto obligadas a soportar estas molestias mensuales durante la mitad de sus vidas. Se preguntó si era una pura coincidencia que el ciclo de fertilidad fuera similar al de la única Luna gigantesca de la Tierra. ¡Supongamos que sucediera lo mismo en Thalassa, con sus dos satélites cercanos! Quizá lo que pasaba era que sus ciclos apenas eran perceptibles; la noción de ciclos de cinco o siete días chocando de manera discordante era tan cómicamente horrible, que no pudo evitar sonreír y al instante se sintió mucho mejor.
Le había costado varias semanas tomar una decisión, y todavía no se lo había dicho a Loren… y menos aún a Brant, que estaba ocupado en la Isla Norte reparando el Calypso. ¿Habría hecho esto si él no la hubiera abandonado… a pesar de sus fanfarronadas y bravatas, huyendo sin luchar?
No; aquello era injusto, una reacción primitiva, incluso prehumana. Sin embargo, instintos así tardaban en morir; en tono de disculpa, Loren le había dicho que a veces Brant y él se acechaban en los pasillos de sus sueños.
No podía culpar a Brant; al contrario, debería estar orgullosa de él. No era la cobardía, sino el respeto, lo que le había enviado al Norte hasta que ellos dos pudieran determinar sus destinos.
Mirissa no había tomado esa decisión de manera apresurada; ahora comprendía que debía de haberla tenido en su mente durante semanas, de un modo inconsciente. La muerte temporal de Loren le había recordado (¡como si necesitara que se lo recordasen!) que pronto se separarían para siempre. Ella sabía lo que debía hacerse antes de que él partiera hacia las estrellas. Todos los instintos le decían que hacía bien.
Y ¿qué diría Brant? ¿Cómo reaccionaría? Ese era otro de los muchos problemas que tenía aún que afrontar.
« Te quiero, Brant — susurró—. Quiero que vuelvas; mi segundo hijo será tuyo. »
« Pero no el primero. »
Owen Fletcher pensó: « ¡Qué extraño que comparta mi nombre con uno de los amotinados más famosos de todos los tiempos! ¿ Es posible que sea descendiente suyo? Veamos… Han pasado más de dos mil años desde que desembarcaron en la Isla de Pitcairn… digamos, cien generaciones, para que resulte más fácil… »
Fletcher sentía un ingenuo orgullo por saber hacer cálculos mentales que, aunque elementales, sorprendían e impresionaban a la gran mayoría; durante siglos, el hombre había pulsado botones cuando se enfrentaba al problema de sumar dos y dos. Recordar algunos logaritmos y constantes matemáticas era de enorme ayuda, y hacía que sus exhibiciones fueran todavía más misteriosas para aquellos que no sabían cómo se hacían. Naturalmente, sólo escogía ejemplos que supiera manejar, y era muy raro que alguien se tomara la molestia de comprobar sus respuestas.
« Cien generaciones atrás: por lo tanto, dos elevado a cien antepasados. El logaritmo de dos es coma tres cero uno cero… eso es treinta coma uno… ¡Olimpo…! ¡Un millón de millones de millones de millones de millones de personas! Algo va mal… nunca existió tal número de personas en la Tierra desde el comienzo de los tiempos… desde luego, eso supone que no hubo nunca imbricaciones… el árbol genealógico del ser humano ha de estar descorazonadoramente entrelazado… sea como sea, después de cien generaciones, todo el mundo debía estar emparentado… Nunca podré demostrarlo, pero Fletcher Christian tiene que ser mi antepasado… varias veces. »
« Muy interesante », pensó mientras desconectaba la imagen y las antiguas grabaciones desaparecían de la pantalla. « Pero no soy un amotinado. Soy un… un… solicitante, con una petición totalmente razonable. Karl, Ranjit, Bob, todos están de acuerdo… Werner está indeciso, pero no nos dejará en la estacada. Ojalá pudiera hablar con el resto de los sabras y hablarles del mundo maravilloso que hemos encontrado mientras ellos dormían. »
« Entretanto, tengo que contestar al capitán…
Al capitán Bey le parecía claramente desconcertante tener que atender los asuntos de la nave sin saber quién, o quiénes, de sus oficiales o tripulación se dirigían a él a través del anonimato de EMISORA DE LA NAVE. No había manera de poder localizar esas comunicaciones no grabadas: estaban concebidas precisamente para ser confidenciales, incorporadas como un mecanismo de estabilización social por los genios, muertos hacía largo tiempo, que habían diseñado la Magallanes. A modo de prueba, había planteado la cuestión de un rastreador a su ingeniero jefe de comunicaciones, pero el comandante Rochlynn había quedado tan estupefacto, que pronto dejó el tema.
De modo que ahora escrutaba los rostros continuamente, fijándose en las expresiones, escuchando las inflexiones de voz… y tratando de comportarse como si nada sucediera. Tal vez estaba exagerando y no había ocurrido nada importante. Pero temía que se hubiera plantado una semilla, que crecería y crecería cada día que la nave permaneciera en órbita sobre Thalassa.
La primera respuesta, escrita tras consultar con Malina y Kaldor, había sido bastante suave:
DE: EL CAPITÁN
A: ANÓNIMO
En respuesta a su comunicación sin fecha indicada, no tengo objeción alguna en discutir las cuestiones que propone, sea a través de EMISORA DE LA NAVE, o de manera formal en el Consejo de la Nave.
De hecho, tenía objeciones muy fuertes; había pasado casi la mitad de su vida adulta entrenándose para la imponente responsabilidad de trasplantar a un millón de seres humanos a través de ciento veinticinco años luz de espacio. Esa era su misión: si la palabra « sagrado » hubiera significado algo para él, la habría utilizado. Nada que no fuera un daño catastrófico sufrido por la nave, o el improbable descubrimiento de que el sol de Sagan Dos estaba a punto de convertirse en nova, hubiera podido hacerle desistir de ese objetivo.
Mientras tanto, había una línea de acción obvia. Quizá —¡como los hombres de Bligh! — la tripulación se desmoralizaba, o al menos flaqueaba. Las reparaciones de la planta congeladora tras los escasos daños ocasionados por el tsunami habían necesitado doble tiempo del esperado, y eso era típico. Todo el ritmo de la nave se retrasaba; sí, era el momento de volver a hacer restallar el látigo.
— Joan — le dijo a su secretaria, que estaba treinta mil kilómetros más abajo, — pásame el último informe de la construcción del escudo. Y dile al comandante Malina que quiero discutir con él el programa de izado.
No sabía si podrían elevar más de un copo de nieve por día. Pero podían intentarlo.
El teniente Horton era un compañero divertido, pero Loren se alegró de librarse de él tan pronto como las corrientes de electrofusión soldaron sus huesos rotos. Como Loren había descubierto a través de detalles algo plúmbeos, el joven ingeniero había trabado amistad con una pandilla de jóvenes melenudos de la Isla Norte, cuyo segundo interés principal en la vida parecía ser deslizarse sobre olas verticales en tablas de surf con micropropulsores. Horton había descubierto, por las malas, que esto era aún más peligroso de lo que parecía ser.
— Estoy muy sorprendido — había intervenido Loren en un momento dado de una narración bastante sórdida—. Habría jurado que era heterosexual en un noventa por ciento.
— En un noventa y dos, según mi currículum — dijo Horton despreocupadamente—, pero me gusta poner a prueba de vez en cuando el concepto que tengo de mí mismo.
El teniente sólo bromeaba en parte. En algún sitio había oído decir que los que presentaban un cien por cien eran tan raros, que eran clasificados como casos patológicos. No es que él se lo creyera del todo; pero le preocupaba un poco en las escasas ocasiones en que se paraba a pensar en ello.
Ahora Loren era el único paciente, y había convencido a la enfermera thalassana de que su continua presencia era totalmente innecesaria… al menos cuando Mirissa le hacía su visita diaria. La comandante médico Newton que, como la mayor parte de los médicos, podía ser inquietantemente sincera, le había dicho sin rodeos:
— Todavía te queda una semana para recuperarte. Si tienes que hacer el amor, deja que sea ella la que haga todo el trabajo.
Tenía otras muchas visitas, desde luego. La mayoría eran bienvenidas, con dos excepciones.
La alcaldesa Waldron podía intimidar a su querida enfermera para que la dejara entrar a cualquier hora; afortunadamente, sus visitas nunca habían coincidido con las de Mirissa. La primera vez que llegó la alcaldesa, Loren se las ingenió para parecer casi moribundo, pero esta táctica resultó ser desastrosa, porque le fue imposible evitar algunas húmedas caricias. En la segunda visita (por suerte, le avisaron diez minutos antes), estaba totalmente consciente y apuntalado a base de almohadas. Sin embargo, por una extraña coincidencia se estaba llevando a cabo una prueba de la función respiratoria, y el tubo para respirar insertado en la boca de Loren hizo imposible la conversación. La prueba finalizó unos treinta segundos después de que se marchara la alcaldesa.
La visita de cortesía de Brant Falconer resultó algo tensa para ambos. Con gran formalidad, hablaron de los escorpios, de los progresos en la planta congeladora de Bahía Mangle, de la política en la Isla Norte. De hecho, hablaron de todo menos de Mirissa. Loren notaba que Brant estaba preocupado, incluso incómodo, pero lo último que esperaba era una disculpa. Su visitante se las arregló para desahogarse justo antes de marcharse.
— Ya sabes, Loren — dijo con reluctancia—, que no podía haber hecho ninguna otra cosa con aquella ola. Si hubiera mantenido el rumbo nos habríamos estrellado contra el arrecife. Fue una desgracia que el Calypso no pudiera llegar a tiempo a alta mar.
— Estoy totalmente seguro de que nadie lo podría haber hecho mejor — dijo Loren con absoluta sinceridad.
— Eh… me alegra que lo entiendas.
Era obvio que Brant se sentía aliviado, y Loren sintió un arrebato de simpatía, incluso de compasión, por él. Tal vez había habido algunas críticas de su comportamiento al timón; para cualquiera que estuviera tan orgulloso de sus conocimientos como Brant, eso había tenido que ser intolerable.
— Tengo entendido que se ha recuperado el trineo.
— Sí… Pronto estará reparado y lo dejarán como nuevo.
— Como a mí.
En la breve camaradería de sus carcajadas simultáneas, a Loren se le ocurrió una idea repentina e irónica.
Se preguntó si Brant deseó, en algún momento, que Kumar hubiera sido un poco menos valiente.
¿Por qué había soñado con el Kilimanjaro?
Era una palabra extraña; un nombre, de eso estaba seguro… pero, ¿de qué?
Moses Kaldor yacía bajo la luz gris del amanecer thalassano, despertando lentamente a los sonidos de Tarna. No es que no hubiera muchos a esa hora; un trineo de arena zumbaba en alguna parte, en dirección a la playa, probablemente para recoger a un pescador que regresaba.
Kilimanjaro.
Kaldor no era un hombre jactancioso, pero dudaba que existiera otro ser humano que hubiera leído tantos libros antiguos sobre una variedad de temas tan amplia. También le habían sido implantados varios terabytes de memoria, y aunque la información así almacenada no era realmente conocimiento, se podía acceder a ella si se recordaban los códigos de acceso.
Era un poco pronto para hacer ese esfuerzo, y tenía sus dudas de que la cuestión fuera particularmente importante. Sin embargo, había aprendido a no subestimar los sueños; el viejo Sigmund Freud había hecho algunas puntualizaciones válidas dos mil años atrás. Y, de todos modos, ya no podría volver a quedarse dormido…
Cerró los ojos, conectó el mando BUSQUEDA y esperó. Aunque era pura fantasía, porque el proceso tenía lugar a nivel totalmente subconsciente, podía imaginarse miríadas de Ks parpadeando en algún lugar de las profundidades de su cerebro.
Algo les sucedía a los fosfenos que bailan formando dibujos al azar eternamente en la retina del ojo fuertemente cerrado. Una ventana oscura había aparecido, por arte de magia, en el caos apenas luminiscente; se estaban dibujando letras… y ahí estaba:
KILIMANJARO:
Montaña Volcánica, África. Alt.: 5,9 km. Emplazamiento del primer Terminal del Elevador Espacial de la Tierra.
¡Vaya! ¿Qué quería decir aquello? Dejó que su mente jugara con esa escasa información.
¿Tendría algo que ver con aquel otro volcán, Krakan… que había estado muy presente en sus pensamientos recientemente? Eso parecía bastante cogido por los pelos. Y no necesitaba de ningún aviso para saber que Krakan — o su turbulento descendiente— podía entrar de nuevo en erupción.
¿El primer ascensor espacial? Eso sí que era historia antigua; señalaba el comienzo mismo de la colonización planetaria al dar a la Humanidad acceso prácticamente libre al Sistema Solar. Y aquí estaban utilizando la misma tecnología, usando cables de material superresistente para levantar los grandes bloques de hielo hasta la Magallanes, mientras la nave seguía suspendida sobre el Ecuador en una órbita estacionaria.
Sin embargo, esto tampoco tenía mucho que ver con aquella montaña africana. La conexión era demasiado remota; Kaldor estaba convencido de que la respuesta tenía que estar en alguna otra parte.
El acercamiento directo había fallado. La única forma de encontrar el nexo de unión, si podía, era dejarlo al azar, al paso del tiempo y a los misteriosos funcionamientos de la mente inconsciente.
Haría todo lo que pudiera por olvidar el Kilimanjaro hasta que éste eligiera el momento propicio para entrar en erupción en su cerebro.
Después de Mirissa, Kumar era la visita que Loren recibía con mayor agrado, y frecuencia. A pesar de su apodo, Loren tenía la impresión de que Kumar se parecía más a un fiel can o, mejor aún, a un cariñoso cachorro, que a un león. En Tarna había una docena de perros muy mimados, y algún día podrían vivir también en Sagan Dos, reanudando su larga relación con el hombre.
Loren ya se había enterado del riesgo que corrió el muchacho en aquel tumultuoso mar. Fue una suerte para ambos que Kumar nunca dejara la costa sin llevar un cuchillo de buzo atado a la pierna; aun así, había permanecido bajo el agua durante más de tres minutos, cortando el cable que apresaba a Loren. La tripulación del Calypso estaba convencida de que ambos se habían ahogado.
Pese al vínculo que les unía ahora, a Loren le resultaba difícil mantener una larga conversación con Kumar. Después de todo, sólo había un limitado número de formas de decir: « Gracias por haberme salvado la vida », y sus pasados eran tan tremendamente diferentes, que tenían muy pocos puntos de referencia comunes. Si él hablaba a Kumar de la Tierra o de la nave, tenía que explicárselo todo con inacabables detalles; y, pasado un rato, Loren comprendía que estaba perdiendo el tiempo. A diferencia de su hermana, Kumar vivía en el mundo de la experiencia inmediata; sólo el aquí y el ahora de Thalassa eran importantes para él. En una ocasión, Kaldor había exclamado: « ¡Cómo le envidio! Es una criatura de hoy, no está acuciada por el pasado ni temerosa del futuro! »
Loren estaba a punto de irse a dormir, en lo que confiaba que sería su última noche en la clínica, cuando Kumar llegó con una botella muy grande, que sostenía con aire de triunfo.
—¡Adivina!
— No tengo ni idea — mintió Loren.
— El primer vino de la temporada, de Krakan. Dicen que será un año muy bueno.
—¿Cómo te has enterado tú?
— Nuestra familia ha tenido allí unos viñedos durante más de cien años. Los vinos « Marca del León » son los más famosos del mundo.
Kumar miró en todas direcciones, sacó dos vasos y los llenó abundantemente. Loren tomó un sorbo con precaución; era un poco dulce para su gusto, pero muy, muy suave.
—¿Cómo lo llamáis? — preguntó.
— » Krakan Especial ».
— Ya que Krakan casi me mata en una ocasión, ¿tengo que arriesgarme?
— Ni siquiera te dará resaca.
Loren tomó otro trago más largo y, en un plazo de tiempo sorprendentemente corto, el vaso quedó vacío. En menos tiempo aún volvió a llenarse.
Aquélla parecía una manera excelente de pasar su última noche en el hospital, y Loren sintió que su natural gratitud hacia Kumar se extendía al mundo entero. Incluso una de las visitas de la alcaldesa Waldron no sería mal recibida.
— Por cierto, ¿cómo está Brant? Hace una semana que no lo veo.
— Sigue en la Isla Norte, encargándose de las reparaciones del barco y hablando con los biólogos marinos. Todos están muy entusiasmados por lo de los escorpios; pero nadie decide qué hay que hacer respecto a ellos. Si es que hay que hacer algo.
—¿Sabes? A veces siento lo mismo respecto a Brant.
Kumar se echó a reír.
— No te preocupes. Ya ha encontrado a una chica en la Isla Norte.
— Oh. ¿Lo sabe Mirissa?
— Por supuesto.
—¿Y no le importa?
—¿Por qué habría de importarle? Brant la quiere… y siempre vuelve.
Loren procesó esta información, aunque de manera bastante lenta. Se le ocurrió que él era una variable nueva en una ecuación ya compleja. ¿Tenía Mirissa otros amantes? ¿Quería él saberlo, realmente? ¿Debería preguntárselo?
— Sea como sea — continuó Kumar mientras volvía a llenar ambos vasos—, lo que importa de verdad es que sus mapas genéticos han sido aprobados, y que se han registrado para tener un hijo. Cuando nazca, todo será distinto. Entonces sólo se necesitarán el uno al otro. ¿No pasaba lo mismo en la Tierra?
— A veces — dijo Loren. De modo que Kumar no lo sabía; el secreto permanecía entre ellos dos.
« Al menos veré a mi hijo — pensó Loren—, aunque sea sólo durante unos meses. Y luego… «
Para su horror, notó que unas lágrimas le resbalaban por las mejillas. ¿Cuándo había llorado por última vez? Doscientos años atrás, contemplando la Tierra en llamas…
—¿Qué pasa? preguntó Kumar—¿Piensas en tu esposa?
Su preocupación era tan sincera que a Loren le resultó imposible ofenderse por su rudeza… o por su alusión a un tema que, por consentimiento mutuo, era mencionado en raras ocasiones porque no tenía nada que ver con el aquí y el ahora. Doscientos años atrás en la Tierra y trescientos a la vista en Sagan Dos quedaban demasiado lejos de Thalassa para que sus emociones fuesen muy fuertes, especialmente en su actual estado, algo confuso.
— No, Kumar, no pensaba en… mi esposa…
—¿Le hablarás… algún día… de Mirissa?
— Tal vez sí. Tal vez no. La verdad es que no lo sé. Tengo mucho sueño. ¿Nos hemos bebido toda la botella? ¿Kumar? ¡Kumar!
La enfermera entró durante la noche y, reprimiendo la risa, arregló las sábanas para que no cayeran al suelo.
Loren fue el primero en despertarse. Tras la sorpresa inicial, al darse cuenta de la situación, se echó a reír.
—¿Qué es lo que encuentras tan divertido? — preguntó Kumar, levantándose algo aturdido de la cama.
— Si realmente quieres saberlo… me preguntaba si Mirissa estaría celosa.
Kumar sonrió irónicamente.
— Puede que estuviera algo borracho, pero estoy totalmente seguro de que no ha pasado nada.
— Y yo también.
Sin embargo, se dio cuenta de que quería a Kumar; no porque le hubiera salvado la vida, ni porque fuera el hermano de Mirissa… sino, tan sólo, porque era Kumar. El sexo no tenía absolutamente nada que ver; la propia idea les habría llenado no de vergüenza, sino de hilaridad. Estaba bien así. La vida en Tarna ya era bastante complicada.
Loren añadió:
— Y tenías razón respecto al « Krakan Especial ». No tengo resaca. De hecho, me siento de maravilla. ¿Puedes enviar algunas botellas a la nave? Mejor aún: algunos centenares de litros.
Era una pregunta sencilla, pero no tenía una respuesta sencilla: ¿Qué pasaría con la disciplina a bordo de la Magallanes si el mismísimo objetivo de la misión de la nave era sometido a votación?
Naturalmente, el resultado no sería vinculante, y podría no hacer caso de él si lo considerara necesario. Tendría que hacerlo si la mayoría decidían quedarse, aunque ni por un momento había imaginado… Pero un resultado así sería psicológicamente devastador. La tripulación se dividiría en dos facciones, y ello podría conducir a situaciones que preferiría no considerar.
Y con todo… un comandante debía ser firme, pero no terco. Había mucho sentido común en la propuesta, y tenía muchos atractivos. Después de todo, él había disfrutado de los beneficios de la hospitalidad del presidente, y tenía intención de ver de nuevo a aquella campeona de decatlón. Este era un mundo muy hermoso; tal vez pudieran acelerar el lento proceso de construcción de un continente para hacer sitio a todos los millones de personas de más. Sería infinitamente más sencillo que colonizar Sagan Dos.
En cuanto a esto, podrían no alcanzar nunca Sagan Dos. Aunque la fiabilidad operacional de la nave se estimaba en un noventa y ocho por ciento, existían circunstancias externas imprevistas que nadie podía predecir. Sólo unos pocos de sus oficiales de más confianza estaban informados acerca de la sección del escudo de hielo que se había perdido en alguna parte cerca del año luz número cuarenta y ocho. Si aquel meteoroide interestelar, o lo que fuera, hubiera pasado sólo unos metros más cerca…
Alguien había sugerido que aquella cosa podía ser una antigua sonda espacial de la Tierra. Las probabilidades en contra eran literalmente astronómicas y, por supuesto, una hipótesis tan irónica jamás podría probarse.
Y ahora, sus desconocidos solicitantes se llamaban a sí mismos « los nuevos thalassanos ». El capitán Bey se preguntó si aquello significaba que eran muchos y que se estaban organizando para formar un movimiento político. En tal caso, quizá lo mejor sería sacarlos a la luz lo antes posible.
Sí, era el momento de convocar el Consejo de la Nave.
La negativa de Moses Kaldor había sido rápida y cortés.
— No, capitán; no puedo participar en el debate… ya sea a favor o en contra. Si lo hiciera, la tripulación dejaría de confiar en mi imparcialidad. Pero sí aceptaría actuar como presidente, o moderador… o como quiera usted llamarlo.
— De acuerdo — se apresuró a decir el capitán Bey; esto era lo que de verdad esperaba—. Y, ¿quién presentará las mociones? No podemos esperar que los nuevos thalassanos salgan a la luz para defender su causa.
— Ojalá pudiéramos tener un voto directo sin disputas ni discusiones — se lamentó el segundo comandante Malina.
En privado, el capitán Bey estaba de acuerdo con él; pero aquélla era una sociedad democrática de hombres responsables y de educación elevada, y las Ordenanzas de la Nave reconocían este hecho. Los nuevos thalassanos habían pedido que se celebrara un Consejo para dar a conocer sus puntos de vista; si se negaba, estaría desobedeciendo sus propias cartas de nombramiento y violando la confianza depositada en él en la Tierra doscientos años atrás.
No había sido fácil organizar el Consejo. Como a todos, sin excepción, se les debía dar la oportunidad de votar, había que reorganizar los programas y las listas de tareas, y había que interrumpir los períodos de sueño. El hecho de que la mitad de la tripulación estuviera en Thalassa presentaba otro problema que nunca se había dado antes: el de la seguridad. Cualquiera que fuera el resultado, era altamente indeseable que los thalassanos oyeran por casualidad el debate…
De modo que, cuando empezó el Consejo, Loren Lorenson estaba solo en su despacho de Tarna, y por primera vez, según podía recordar, con la puerta cerrada con llave. Una vez más llevaba gafas de visión completa; pero en esta ocasión no se abría paso a través de un bosque submarino. Estaba a bordo de la Magallanes, en la familiar Sala de Juntas, mirando los rostros de sus colegas y, cada vez que cambiaba el punto de mira, en la pantalla aparecían sus comentarios y su veredicto. En aquel momento anunciaba un breve mensaje:
RESOLUCION:
Que la Nave Estelar Magallanes termine su misión en Thalassa, ya que todos sus objetivos primordiales pueden ser alcanzados aquí.
« Así que Moses está en la nave — pensó Loren mientras escrutaba a los presentes—. Me extrañaba no haberle visto últimamente. Parece cansado… y también el capitán. Puede que esto sea más serio de lo que imaginaba. «
Kaldor pidió atención con unos golpes secos.
— Capitán, oficiales, compañeros miembros de la tripulación… Aunque éste es nuestro primer Consejo, todos ustedes conocen las reglas del procedimiento. Si desean hablar, levanten la mano para ser reconocidos. Si desean hacer una declaración por escrito, usen sus teclados; las direcciones han sido entremezcladas para asegurar el anonimato. En cualquier caso, sean lo más breves posible, por favor.
« Si no hay preguntas, abriremos la sesión con el asunto cero cero uno.
Los nuevos thalassanos habían añadido algunos argumentos, pero el 001 seguía siendo, esencialmente, el memorando que había sobresaltado al capitán Bey dos semanas atrás, período durante el cual no había hecho ningún progreso en cuanto al descubrimiento de su autoría.
Posiblemente, el punto adicional más poderoso era la sugerencia de que su deber era permanecer aquí. Thalassa les necesitaba, técnica, cultural y genéticamente. « ¿De verdad? — pensó Loren, pese a sentirse tentado a estar de acuerdo. » En cualquier caso, primero deberíamos pedirles su opinión a los thalassanos. No somos imperialistas a la vieja usanza… ¿o sí lo somos?
Todos tuvieron tiempo de volver a leer el memorando; Kaldor les pidió atención de nuevo.
— Nadie ha, eh… pedido permiso para hablar a favor de la resolución; naturalmente, más tarde habrá otras oportunidades. Así que le pido al teniente Elgar que defienda su propuesta en contra.
Raymond Elgar era un joven ingeniero de Energía y Comunicaciones, de carácter pensativo, a quien Loren conocía muy ligeramente; tenía talento para la música y aseguraba estar escribiendo un poema épico sobre el viaje. Cuando se le desafiaba a recitar uno solo de sus versos, replicaba de manera invariable: « Esperad a que pase un año después de llegar a Sagan Dos »
Era evidente por qué el teniente Elgar se había prestado voluntario, si es que realmente lo había hecho, para esta labor. Sus pretensiones poéticas no le permitían hacer otra cosa; y quizá fuese cierto que trabajaba en esa epopeya.
— Capitán… Compañeros… Prestadme oídos.[3]
Loren pensó: « Una frase impresionante. Me pregunto si es original. »
— Creo que todos nos mostraremos de acuerdo, de mente y de corazón, en que la idea de permanecer en Thalassa tiene muchos atractivos. Sin embargo, considerad los siguientes puntos:
« Sólo somos 161. ¿Tenemos derecho a tomar una decisión irrevocable en nombre del millón que todavía duerme?
« Y, ¿qué hay de los thalassanos? Se ha sugerido que, si nos quedamos, los ayudaremos. Pero, ¿será realmente así? Tienen una forma de vida que parece irles a la perfección. Considerad nuestra historia, nuestros entrenamientos… el objetivo al que nos hemos dedicado desde hace años. ¿Podéis creer realmente que un millón de personas pueden convertirse en parte de la sociedad thalassana sin alterarla por completo?
« Y está la cuestión del deber. Varias generaciones de hombres y de mujeres se sacrificaron para hacer posible esta misión… para darle a la raza humana mayores posibilidades de supervivencia. Cuantos más soles alcancemos, mayor será nuestra seguridad frente al desastre. Ya hemos visto lo que pueden hacer los volcanes thalassanos; ¿quién sabe qué puede suceder en los siglos venideros?
« Se ha hablado con mucha ligereza de la ingeniería técnica para crear nuevas tierras y facilitar espacio a la nueva población. ¿Me permitís que os recuerde que incluso en la Tierra, después de miles de años de investigación y de desarrollo, todavía no era una ciencia exacta? ¡Recordad la catástrofe de la meseta de Nazca en 3175! No puedo imaginar nada más irresponsable que interferir en las fuerzas contenidas en el interior de Thalassa.
« No es preciso decir nada más. Sólo puede tomarse una decisión a este respecto. Debemos dejar a los thalassanos en manos de su propio destino; tenemos que proseguir hasta Sagan Dos.
A Loren no le sorprendió el aplauso que se fue intensificando poco a poco. La pregunta más interesante era: ¿quién no se había sumado a él? Por lo que podía ver, el público estaba dividido en dos grupos casi iguales. Naturalmente, algunas personas podían estar aplaudiendo porque admiraban su eficaz presentación, y no necesariamente porque estuvieran de acuerdo con el orador.
— Gracias, teniente Elgar — dijo Kaldor, presidente de la reunión—. Agradecemos muy especialmente su brevedad. ¿Alguien desea expresar ahora la opinión contraria?
Hubo una cierta agitación incómoda, seguida de un profundo silencio. Durante un minuto al menos, no sucedió nada. Luego, empezaron a parecer unas letras en la pantalla.
002 ¿QUIERE EL CAPITÁN HACER PÚBLICA SU ULTIMA ESTIMACION DE LAS PROBABILIDADES DE ÉXITO DE LA MISION, POR FAVOR?
003 ¿POR QUÉ NO REANIMAMOS A UNA CANTIDAD REPRESENTATIVA DE DURMIENTES PARA SABER SU OPINION?
004 ¿POR QUÉ NO PREGUNTAMOS A LOS THALASSANOS QUÉ PIENSAN ELLOS? SE TRATA DE SU MUNDO.
Con absoluto secreto y neutralidad, el ordenador almacenó y enumeró las propuestas de los miembros del Consejo. En dos milenios, nadie había sido capaz de inventar una manera mejor de recoger las opiniones de un grupo y obtener un consenso. En toda la nave — y en Thalassa—hombres y mujeres tecleaban mensajes en los siete botones de sus pequeños teclados manuales. La primera habilidad que aprendía un niño era, quizá, la de escribir al tacto todas las combinaciones necesarias sin siquiera pensar en ellas.
Loren paseó la mirada por los presentes y le divirtió notar que casi todos tenían las dos manos a la vista. No pudo ver a nadie con la típica mirada lejana, indicando que se estaba transmitiendo un mensaje privado a través de un teclado oculto. Pero, de algún modo, mucha gente estaba hablando.
015 PODRIAMOS LLEGAR A UN COMPROMISO. TAL VEZ ALGUNOS DE NOSOTROS PREFIERAN QUEDARSE. LA NAVE PODRIA PROSEGUIR SU CAMINO.
Kaldor volvió a pedir atención.
—Ésa no es la resolución que estamos discutiendo—dijo—, pero se admite.
— Para contestar a cero cero dos — dijo el capitán Bey, recordando apenas a tiempo que el presidente tenía que concederle la palabra con un gesto de cabeza afirmativo—, la cifra es noventa y ocho por ciento. No me sorprendería que nuestras posibilidades de llegar a Sagan Dos fueran mayores que las de las Islas Norte o Sur de permanecer sobre el nivel del mar.
021 ADEMÁS DE KRAKAN, ANTE EL QUE NO PUEDEN HACER MUCHO, LOS THALASSANOS NO TIENEN PLANTEADOS GRANDES RETOS. TAL VEZ TENDRIAMOS QUE DEJARLES ALGUNOS. KNR.
« Ése era, veamos claro: Kingsley Rasmussen. Obviamente, no tenía ninguna intención de permanecer en el anonimato. Expresaba una idea que, en un momento u otro, se les había ocurrido a casi todos.
022 YA HEMOS SUGERIDO QUE RECONSTRUYAN LA ANTENA ESPACIAL DE GRAN POTENCIA SOBRE KRAKAN, PARA MANTENER EL CONTACTO CON NOSOTROS. RMM.
023 UNA LABOR DE DIEZ AÑOS A LO SUMO.
KNR.
— Caballeros — dijo Kaldor algo impaciente—, nos estamos apartando del tema.
« ¿Tengo yo algo que aportar? — se preguntó Loren—. No, me mantendré apartado de este debate; puedo distinguir demasiados bandos. Tarde o temprano, tendré que elegir entre el deber y la felicidad. Pero aún no.. »
Después de que no apareciera nada más en la pantalla durante dos largos minutos, Kaldor dijo:
— Estoy muy sorprendido de que nadie tenga nada más que decir sobre un asunto tan importante.
Esperanzado, aguardó un minuto más.
— Muy bien. Tal vez deseen continuar la discusión de un modo informal. No realizaremos ahora una votación, sino que durante las próximas cuarenta y ocho horas podrán emitir su opinión de la manera habitual. Gracias.
Lanzó una mirada al capitán Bey, quien se puso de pie con una rapidez que revelaba su evidente alivio.
— Gracias, doctor Kaldor. El Consejo de la nave ha terminado.
Luego miró ansiosamente a Kaldor, quien contemplaba la pantalla como si fuera la primera vez que la veía.
—¿Se encuentra bien, doctor?
— Lo siento, capitán; estoy perfectamente. Acabo de recordar algo importante; eso es todo.
Así era. Por milésima vez, como mínimo, se maravilló del funcionamiento laberíntico de la mente subconsciente.
La propuesta 021 lo había hecho. « Los thalassanos no tienen planteados grandes retos. »
Ahora sabía por qué había soñado con el Kilimanjaro.
Lo siento, Evelyn: han pasado muchos días desde que hablé contigo por última vez. ¿Significa esto que tu imagen se desvanece en mi mente a medida que el futuro me absorbe más y más energías y atención?
Supongo que así es, y lógicamente debería congratularme. Aferrarse en demasía al pasado es una enfermedad, como tú solías recordarme. Pero en mi corazón aún no puedo aceptar esta amarga verdad.
Han sucedido muchas cosas en las últimas semanas. La nave ha sido infectada con lo que llamo « el síndrome de la Bounty ». Debimos haberlo previsto… y, de hecho, lo hicimos, mas sólo como una broma. Ahora es algo grave aunque, por ahora, no demasiado. Eso espero.
A una parte de la tripulación le gustaría quedarse en Thalassa —¿quién puede reprochárselo? — y lo han admitido abiertamente. Otros quieren terminar aquí toda la misión y olvidarse de Sagan Dos. No conocemos la fuerza de esa facción, porque aún no ha salido a la luz.
Realizamos la votación cuarenta y ocho horas después del Consejo. Aunque naturalmente el voto fue secreto, no sé hasta qué punto son fiables los resultados. 151 votaron a favor de proseguir el viaje; sólo 6 querían acabar aquí la misión; y hubo 4 abstenciones.
El capitán Bey estaba satisfecho. Cree que la situación está bajo control, pero va a tomar algunas precauciones. Comprende que cuanto más tiempo permanezcamos aquí, mayor será la presión para que no nos vayamos. No le importaría que hubiera algunas deserciones; « si quieren irse no tengo la menor intención de retenerles », eso es lo que dijo. Pero le preocupa que el descontento se extienda al resto de la tripulación.
De modo que está acelerando la construcción del escudo. Ahora que el sistema es completamente automático y que funciona sin problemas, planeamos hacer dos izados diarios en vez de uno. Si sale bien, podremos marcharnos dentro de cuatro meses. Esto aún no ha sido anunciado. Confío en que no habrá protestas cuando llegue el momento, ni por parte de los nuevos thalassanos ni de nadie.
Hay otro asunto, que puede carecer por completo de importancia, pero que encuentro fascinante. ¿Recuerdas que, cuando nos veíamos al principio, solíamos leernos historias el uno al otro? Era una manera maravillosa de llegar a conocer cómo vivía y pensaba la gente hace miles de años… mucho antes de que existieran las grabaciones sensoriales, o incluso las de vídeo…
Una vez me leíste — no tenía el menor recuerdo consciente de ello—una historia sobre una gran montaña de África con un nombre extraño: Kilimanjaro. Lo he consultado en los archivos de la nave, y ahora entiendo por qué me ha estado persiguiendo.
Parece que había una caverna en lo alto de la montaña, sobre el límite de las nieves perpetuas, y en esa caverna estaba el cuerpo helado de un gran gato cazador: un leopardo. Ese es el misterio; nadie supo jamás qué hacía el leopardo a tal altitud, tan lejos de su territorio habitual.
Ya sabes, Evelyn, que siempre me enorgullecía (¡muchos decían que me envanecía!) de mis poderes intuitivos. Bien, pues me parece que algo así está sucediendo aquí.
No una vez, sino varias veces, ha sido detectado un animal marino grande y poderoso a mucha distancia de su hábitat natural. Recientemente, fue capturado el primero; es una especie de enorme crustáceo, como los escorpiones de mar que en un tiempo vivieron en la Tierra.
No estamos seguros de que sean inteligentes, y tal vez sea ésta una cuestión sin importancia. Sin embargo, sí son animales sociales altamente organizados, con tecnologías primitivas… aunque puede que ésa sea una palabra demasiado fuerte. Por lo que hemos descubierto, no demuestran tener mayores habilidades que las abejas, las hormigas o las termitas, pero su escala de operaciones es distinta, y muy impresionante.
Lo más importante es que han descubierto los metales, aunque, al parecer, sólo los usan como ornamentos, y su única fuente de abastecimiento es lo que pueden robarles a los thalassanos. Ya lo han hecho varias veces.
Y hace poco, un escorpio se arrastró por el canal hasta el corazón de nuestra planta congeladora. La ingenua suposición fue que iba buscando comida. Pero había mucha en el lugar del que procedía, al menos a cincuenta kilómetros de distancia.
Quiero saber qué estaba haciendo aquel escorpio tan lejos de su hogar; creo que la respuesta puede ser muy importante para los thalassanos.
Me pregunto si lo descubriremos antes de que empiece el largo sueño hasta Sagan Dos.
En el mismo instante en que el capitán Bey entró en el despacho del presidente Farradine, supo que algo iba mal.
Normalmente, Edgar Farradine le saludaba llamándole por el nombre de pila y, de forma inmediata, sacaba la garrafa de vino. En esta ocasión, no hubo ningún « Sirdar », ni vino, pero al menos le ofreció una silla.
— Acabo de recibir unas noticias inquietantes, capitán Bey. Si no le importa, me gustaría que se nos uniera el primer ministro.
Era la primera vez que el capitán oía al presidente ir directamente al grano (cualquiera que fuese éste), y también era la primera vez que se encontraba con el PM en el despacho de Farradine.
— En tal caso, señor presidente, ¿puedo pedirle al embajador Kaldor que se una a mí?
El presidente vaciló sólo un momento; luego, respondió:
— Desde luego.
El capitán se sintió aliviado al ver una sombra de sonrisa, como en reconocimiento de esta sutileza diplomática. Los visitantes podían ser superiores en rango; pero no en número.
El primer ministro Bergman, como el capitán Bey sabía perfectamente, era el que ostentaba el poder auténtico. Bajo el PM estaba el gabinete, y bajo el gabinete estaba la Constitución Tipo Tres de Jefferson. El esquema había funcionado bien durante los últimos siglos; el capitán Bey tuvo el presentimiento de que dicho esquema estaba a punto de sufrir una perturbación importante.
Kaldor fue rápidamente rescatado de la señora Farradine, que le estaba utilizando como conejillo de indias para someter a prueba sus ideas para redecorar la mansión presidencial. El primer ministro llegó pocos segundos después, con su habitual expresión inescrutable.
Cuando todos estuvieron sentados, el presidente se cruzó de brazos, se recostó en su adornada silla giratoria y lanzó una mirada acusadora a sus visitantes.
— Capitán Bey… Doctor Kaldor… Hemos recibido una información sumamente inquietante. Nos gustaría saber si hay algo de verdad en la noticia de que ahora pretenden ustedes finalizar su misión aquí… y no en Sagan Dos.
El capitán Bey sintió una gran sensación de alivio, seguida al instante por otra de asombro. Debía de haber una grave brecha en la seguridad; había confiado en que los thalassanos jamás sabrían nada de la petición ni del Consejo de la nave… aunque quizás eso era esperar demasiado.
— Señor presidente… Señor primer ministro… Si han oído un rumor así, puedo asegurarles que es absolutamente falso. ¿Por qué creen que estamos izando seiscientas toneladas de hielo diarias para reconstruir nuestro escudo? ¿Nos molestaríamos en hacerlo si planeáramos quedarnos aquí?
— Tal vez. Si, por alguna razón, cambiaran de opinión, veo difícil que nos alertasen suspendiendo las operaciones.
La veloz réplica sorprendió momentáneamente al capitán; había subestimado a aquellas amigables personas. Luego comprendió que ellos — y sus computadoras—debían de haber analizado ya todas las posibilidades más obvias.
— Cierto, pero quisiera decirles (es algo todavía confidencial y no ha sido anunciado) que planeamos doblar el ritmo de izado para acabar el escudo más rápidamente. Lejos de quedarnos, tenemos intención de marcharnos antes. Esperaba poder informarles de ello en circunstancias más agradables.
Incluso el primer ministro no pudo ocultar por completo su sorpresa; el presidente ni siquiera lo intentó. Antes de que pudieran recuperarse, el capitán Bey reanudó el ataque:
— Y es justo, señor presidente, que nos dé pruebas de acusación. De otro modo ¿cómo podemos refutarla? El presidente miró al primer ministro. El primer ministro miró a los visitantes.
— Me temo que es imposible. Eso revelaría nuestras fuentes de información.
— Entonces, estamos en un punto muerto. No podremos convencerles hasta que nos marchemos… dentro de ciento treinta días contando a partir de hoy, según el programa corregido.
Hubo un silencio pensativo y bastante triste; luego, Kaldor dijo en voz baja:
—¿Puedo mantener una breve charla en privado con el capitán Bey?
— Por supuesto.
Mientras se marchaban, el presidente le preguntó al primer ministro:
—¿Dicen la verdad?
— Kaldor no mentiría; estoy seguro de ello. Pero puede que no conozca todos los hechos.
No tuvieron tiempo de continuar la conversación antes de que los componentes de la otra parte volvieran para hacer frente a sus acusadores.
— Señor presidente — dijo el capitán—, el doctor Kaldor y yo coincidimos en que hay algo que deberíamos contarles. Esperábamos que no se divulgase; era embarazoso y creíamos que el asunto había quedado zanjado. Posiblemente, estábamos equivocados; en tal caso, puede que necesitemos su ayuda.
Resumió brevemente las actividades del Consejo y los hechos que habían conducido a ellas, y concluyó:
— Si lo desean, estoy dispuesto a mostrarles las grabaciones. No tenemos nada que ocultar.
— Eso no será necesario, Sirdar — dijo el presidente, obviamente muy aliviado. El primer ministro, sin embargo, aún parecía preocupado.
— Eh… Espere un minuto, señor presidente. Eso no coincide con los informes que hemos recibido. Recordará que eran muy convincentes.
— Estoy seguro de que el capitán podrá explicarlos.
— Sólo si me dicen de qué se trata.
Hubo otra pausa. Luego, el presidente se inclinó hacia la garrafa de vino.
— Bebamos antes un trago — dijo alegremente—. Después le diré cómo lo averiguamos.
Owen Fletcher se dijo que todo había ido muy bien. Naturalmente, estaba algo decepcionado por el resultado de la votación, aunque se preguntaba hasta qué punto reflejaba la opinión existente a bordo de la nave. Después de todo, había dado instrucciones a dos de sus compañeros de conspiración para que votasen NO, para que la fuerza todavía ínfima del movimiento de los nuevos thalassanos no fuera revelada.
El problema era, como siempre, qué hacer a continuación. Él era ingeniero, no político, aunque se encaminaba rápidamente en esa dirección, y no podía ver forma alguna de reunir más apoyo sin salir a la luz.
Esto dejaba sólo dos alternativas. La primera y más sencilla era abandonar la nave lo más cerca posible del momento del lanzamiento, simplemente no presentándose de nuevo al servicio. El capitán Bey estaría demasiado ocupado para perseguirlos — aunque quisiera—y sus amigos thalassanos les esconderían hasta que la Magallanes partiera.
Pero eso seria una deserción doble… sin precedentes en la comunidad Sabra, tan estrechamente unida. Habría abandonado a sus colegas durmientes… incluidos su hermano y su hermana. ¿Qué pensarían de él, al cabo de tres siglos, en el hostil Sagan Dos, cuando supieran que habría podido abrirles las puertas del paraíso y que les había fallado?
Y el tiempo se estaba agotando; aquellos simulacros computerizados de programas acelerados de izados sólo podían significar una cosa. Aunque ni siquiera lo había discutido con sus amigos, no veía otra alternativa a la acción.
Pero su mente seguía rechazando la palabra sabotaje.
Rose Killian nunca había oído hablar de Dalila, y le habría horrorizado que la comparasen con ella. Era una norteña sencilla y bastante ingenua que, como tantas otras jóvenes thalassanas, había quedado anonadada ante los fantásticos visitantes de la Tierra. Su relación amorosa con Karl Bosley no era tan sólo su primera experiencia emocional realmente profunda; también era la de él.
Ambos se sentían desolados ante la idea de su separación. Un día, de madrugada, Rose estaba llorando sobre el hombro de Karl cuando él no pudo soportar por más tiempo el dolor de su amada.
— Prométeme que no se lo dirás a nadie — dijo, acariciando los mechones de cabello que caían sobre su pecho—. Tengo buenas noticias para ti. Es un gran secreto; nadie lo conoce aún. La nave no va a partir. Nos quedaremos todos en Thalassa.
Rose casi se cayó de la cama de la sorpresa.
—¿No lo dices sólo para hacerme feliz?
— No; es cierto. Pero no le digas ni una palabra a nadie. Debe guardarse en absoluto secreto.
— Claro, cariño.
Pero Marion, la mejor amiga de Rose, también lloraba por su amante terrícola de modo que tuvo que contárselo…
Y Marion le contó la buena noticia a Pauline… que no pudo resistirse a contársela a Svetlana… que se la mencionó confidencialmente a Crystal.
Y Crystal era la hija del presidente.
« Éste es un asunto muy penoso — pensó el capitán Bey—. Owen Fletcher es un buen hombre; yo mismo aprobé su selección. ¿Cómo puede haber hecho algo así? »
Probablemente, no había una única explicación. Si no hubiera sido un sabra y no se hubiera enamorado de aquella chica, tal vez no habría ocurrido nunca. ¿Cuál era la palabra para designar que uno más uno son más de dos? Sin…no sé qué… Ah, sí, sinergia. Sin embargo, no podía evitar pensar que había algo más, algo que, probablemente, nunca sabría.
Recordó una observación que Kaldor, que siempre tenía una frase para cada ocasión, le había hecho una vez, hablando de la psicología de la tripulación.
— Todos estamos mutilados, capitán, admitámoslo o no. No es posible que nadie que haya pasado por nuestras experiencias durante aquellos últimos años en la Tierra haya quedado inmune. Y todos compartimos el mismo sentimiento de culpabilidad.
—¿Culpabilidad? — había preguntado con sorpresa e indignación.
— Si, aunque no sea culpa nuestra. Somos supervivientes… Los únicos supervivientes. Y los supervivientes siempre se sienten culpables por seguir vivos.
Era una afirmación inquietante, y podía ayudar a explicar lo de Fletcher… y muchas otras cosas. Todos somos hombres mutilados.
« Me pregunto cuál es tu herida, Moses Kaldor… y cómo te las arreglas con ella. Conozco la mía y he sido capaz de usarla en beneficio de mis hermanos humanos. Me ha llevado hasta donde estoy ahora, y puedo estar orgulloso de ello.
« Tal vez, en una era anterior, yo podría haber sido un dictador, o un señor de la guerra. En vez de eso he sido eficazmente empleado como jefe de la policía continental, como general en jefe de las instalaciones de construcción espacial… y finalmente, como comandante de una nave espacial. Mis fantasías de poder han sido sublimadas con éxito.
Se dirigió a la caja fuerte del capitán, de la que sólo él tenía la llave, y deslizó en la ranura la barra metálica codificada. La puerta se abrió suavemente y dejó al descubierto varios paquetes de papeles, algunas medallas y trofeos y una caja de madera, pequeña y alargada, que tenía las letras S. B. grabadas en plata.
Mientras la colocaba sobre la mesa, el capitán fue feliz al sentir el familiar escalofrío en la espalda. Abrió la tapa y contempló el brillante instrumento de poder, cobijado en su lecho de terciopelo.
Antes, su perversión la habían compartido muchos millones de personas. En general, era totalmente inofensiva; y en sociedades primitivas, incluso valiosa. Y había cambiado en muchas ocasiones el curso de la historia, para bien o para mal.
— Sé que eres un símbolo fálico — susurró el capitán—. Pero también eres un arma. Te he usado antes; puedo volver a usarte…
El recuerdo duró menos de una fracción de segundo, pero aun así abarcó varios años. El capitán seguía junto al escritorio cuando se terminó; sólo por un momento, todo el cuidadoso trabajo de los psicoterapeutas se vino abajo, y las puertas de la memoria se abrieron de par en par.
Miró atrás con horror — y sin embargo, con fascinación—hacia aquellas últimas décadas turbulentas que habían producido lo mejor y lo peor de la Humanidad. Recordó cómo, siendo un joven inspector de Policía de El Cairo, había dado su primera orden de disparar contra unas turbas incontroladas. Se suponía que las balas sólo incapacitaban. Pero murieron dos personas.
¿Por qué protestaban? Nunca lo supo… hubo tantos movimientos políticos y religiosos los últimos días. Y fue también la gran era de los supercriminales; no tenían nada que perder y ningún futuro les aguardaba, de modo que estaban dispuestos a correr cualquier riesgo. La mayor parte de ellos eran psicópatas, pero algunos eran casi genios. Pensó en Joseph Kidder, que casi llegó a robar una nave espacial. Nadie supo qué le había pasado, y a veces el capitán Bey sufría una pesadilla fantástica: « Supongamos que uno de mis durmientes es en realidad… »
El fuerte descenso de la población, la prohibición total de que hubiese nuevos nacimientos tras el año 3600, la prioridad absoluta concedida al desarrollo de la propulsión cuántica y la construcción de naves del tipo de la Magallanes… Todas estas presiones, junto con la certeza de la inminente tragedia, habían impuesto tales tensiones en la sociedad terrestre, que todavía parecía un milagro que alguien hubiera podido escapar del Sistema Solar. El capitán Bey recordó, con admiración y gratitud, a aquellos que habían sacrificado sus últimos años por una causa cuyo éxito o fracaso nunca conocerían.
Podía ver de nuevo a la última presidente mundial, Elisabeth Windsor, exhausta, pero orgullosa, cuando abandonaba la nave tras su visita de inspección, volviendo a un planeta al que sólo quedaban unos días de vida. Ella tuvo aún menos tiempo; la bomba colocada en su nave espacial explotó justo antes de su aterrizaje en Cabo Cañaveral.
La sangre del capitán aún se helaba al recordarlo; aquella bomba iba destinada en principio a la Magallanes, y sólo un error de tiempo había salvado a la nave. Era irónico que cada una de las sectas rivales hubiera reivindicado la acción…
Jonathan Cauldwell y su mermada, pero todavía vociferante banda de seguidores proclamaban cada vez con mayor desesperación que todo iría bien, que Dios tan sólo estaba probando a la Humanidad como ya había probado antes a Job. A pesar de todo lo que le sucedía al Sol, pronto volvería a la normalidad, y la Humanidad sería salvada… a menos que aquellos que no creían en Su misericordia provocasen Su ira. Entonces Él podía cambiar de opinión…
La secta de la Voluntad de Dios creía exactamente en lo contrario. El Día del Juicio Final por fin había llegado, y no debía hacerse nada para intentar evitarlo. De hecho sería bienvenido, porque tras el Juicio todos aquellos que eran dignos de la salvación disfrutarían de la dicha eterna.
Y así, desde premisas totalmente opuestas, los cauldwellistas y los voluntaristas habían llegado a la misma conclusión: la raza humana no debía tratar de escapar a su destino. Todas las naves estelares debían de ser destruidas.
Tal vez fue una suerte que las dos sectas rivales estuvieran tan profundamente enfrentadas que no pudieran cooperar ni siquiera en un objetivo que ambas compartían. De hecho, tras la muerte de la presidenta Windsor, su hostilidad se convirtió en sanguinaria violencia. Corrió el rumor, iniciado casi con toda seguridad por la Oficina de la Seguridad Mundial, aunque los colegas de Bey nunca lo admitieron en su presencia, de que la bomba había sido colocada por los voluntaristas y su cronómetro saboteado por los cauldwellistas. La versión opuesta también era popular; es posible incluso que una de ellas fuera cierta.
Todo aquello era ya historia, conocida ahora sólo por un puñado de hombres además de él mismo, y pronto sería olvidada. Sin embargo, era extraño que la Magallanes volviera a estar amenazada por el sabotaje.
A diferencia de los voluntaristas y los cauldwellistas, los sabras eran muy competentes y no estaban condicionados con el fanatismo. Por lo tanto, podían llegar a constituir un problema más grave, pero el capitán Bey creía que sabría cómo afrontarlo.
« Eres un buen hombre, Owen Fletcher — pensó con seriedad—. Pero he matado a hombres mejores que tú en mis tiempos. Y cuando no había otra alternativa, utilizaba la tortura. »
Estaba especialmente orgulloso de no haber disfrutado jamás con ello; y en esta ocasión, había una solución mejor.
La Magallanes tenía ahora un nuevo miembro de la tripulación despertado a destiempo de su sueño, y que se estaba ajustando a la realidad de la situación… como Kaldor había hecho hacia un año. Sólo una emergencia justificaba una decisión semejante; pero, según los registros del ordenador, sólo el doctor Marcus Steiner, anteriormente jefe científico de la oficina terrestre de investigación, poseía los conocimientos y las técnicas que, por desgracia, se necesitaban en este momento.
En la Tierra, sus amigos le habían preguntado a menudo por qué había decidido ser profesor de criminología. Y él siempre había dado la misma respuesta: « La única alternativa era convertirme en un criminal ».
A Steiner le costó casi una semana modificar el equipo encefalográfico estándar de la enfermería y comprobar los programas del ordenador. Mientras tanto, los cuatro sabras permanecían confinados en sus habitaciones, y rechazaban tercamente admitir su culpa.
Owen Fletcher no parecía muy contento cuando vio los preparativos que se hacían para él; se parecía demasiado a las sillas eléctricas e instrumentos de tortura de la sangrienta historia de la Tierra. El doctor Steiner se apresuró a tranquilizarle con la sintética familiaridad del buen interrogador.
— No hay nada por lo que deba inquietarse, Owen; le prometo que no sentirá nada. Ni siquiera se dará cuenta de las respuestas que me dé; pero no hay forma de que pueda ocultar la verdad. Como que es usted un hombre inteligente, le diré exactamente lo que voy a hacer. Por sorprendente que parezca, esto me ayuda a hacer mi trabajo; tanto si a usted le gusta como si no, su mente subconsciente confiará en mí… y cooperará.
« ¡Qué estupidez! — pensó el teniente Fletcher—. ¡Supongo que no creerá que puede engañarme tan fácilmente! » Pero no contestó, mientras le sentaban en la silla y los ayudantes le ataban, sin apretar, unas correas de piel alrededor de los antebrazos y de la cintura. Él no intentó resistirse; dos de sus ex compañeros más tolerantes estaban de pie al fondo, inquietos, evitando cuidadosamente su mirada.
— Si necesita beber o ir al lavabo, no tiene más que decirlo. Esta primera sesión durará exactamente una hora; tal vez necesitemos otras después, más breves. Queremos que se sienta relajado y cómodo.
Dadas las circunstancias, era una afirmación muy optimista, pero, aparentemente, nadie la encontró divertida.
— Lamento que hayamos tenido que afeitarle la cabeza, pero a los electrodos del cuero cabelludo no les gusta el pelo. Y tendremos que vendarle los ojos para no recoger impresiones visuales que puedan llevarnos a confusión… Ahora empezará a tener sueño, pero permanecerá totalmente consciente… Vamos a hacerle una serie de preguntas que tienen sólo tres posibles respuestas: sí, no y no lo sé. Pero no tendrá que responder; su cerebro lo hará por usted, y el sistema lógico trinario del ordenador sabrá lo que está diciendo.
« Y no existe modo alguno de que pueda mentirnos; ¡puede intentarlo, si lo desea! Créame, esta máquina la inventaron algunos de los mejores cerebros de la Tierra… y nunca fueron capaces de engañarla. Si obtiene respuestas ambiguas, el ordenador se limitará a modificar las preguntas. ¿Está preparado? Muy bien… Accionen la grabadora, por favor… Comprueben el incremento en el canal 5… Inicien el programa.
SE LLAMA OWEN FLETCHER… CONTESTE SÍ… O NO…
SE LLAMA JOHN SMITH… CONTESTE SÍ…ONO…
NACIO EN LOWELL CITY, MARTE… CONTESTE SÍ… O NO…
SE LLAMA JOHN SMITH… CONTESTE SÍ…ONO…
NACIO EN AUCKLAND, NUEVA ZELANDA… CONTESTE SÍ… O NO…
SE LLAMA OWEN FLETCHER…
NACIÓ EL 3 DE MARZO DE 3585…
NACIÓ EL 31 DE DICIEMBRE DE 3584…
Las preguntas llegaban a intervalos tan cortos que, incluso de no haber estado en un estado suavemente sedado, Fletcher habría sido incapaz de falsear las respuestas. Tampoco habría tenido importancia que lo hubiera hecho; a los pocos minutos, el ordenador había establecido el esquema de sus respuestas automáticas a todas las preguntas cuyas contestaciones eran ya conocidas.
De vez en cuando, volvía a comprobarse la calibración (SE LLAMA OWEN FLETCHER… NACIÓ EN CIUDAD DEL CABO… ZULULANDIA…), y las preguntas eran repetidas de vez en cuando para confirmar las respuestas ya dadas. Todo el proceso era completamente automático, una vez identificada la contestación fisiológica de las respuestas SÍ—NO.
Los primitivos « detectores de mentiras » habían tratado de hacer esto con cierto éxito… pero raras veces con absoluta certeza. Había llevado menos de doscientos años perfeccionar la tecnología y revolucionar así la práctica del Derecho, tanto criminal como civil, hasta el punto de que pocos juicios duraban más de unas cuantas horas.
No era tanto un interrogatorio como una versión computerizada « a prueba de trampas » del antiguo juego de las veinte preguntas. En principio, cualquier información podía ser desvelada rápida con una serie de respuestas SÍ—NO, y era sorprendente las pocas veces en que se llegaba a necesitar veinte cuando un humano experto cooperaba con una máquina experta.
Cuando un Owen Fletcher bastante aturdido se levantaba tambaleante de la silla, exactamente una hora después, no tenía ni idea de lo que le habían preguntado ni cómo había respondido. Sin embargo, se sentía bastante seguro de no haber soltado nada.
Tuvo una leve sorpresa cuando el doctor Steiner le dijo alegremente:
— Ya está, Owen. No le volveremos a necesitar.
El profesor estaba orgulloso de no haber hecho nunca daño a nadie, pero un buen interrogatorio debía tener algo de sádico… aunque sólo fuera a nivel psicológico. Además, contribuía a su reputación de infalibilidad, y eso significaba tener ganada la mitad de la batalla.
Esperó hasta que Fletcher hubo recuperado su equilibrio y era conducido de vuelta a la celda de arresto.
— Ah, por cierto, Owen… Ese truco con el hielo nunca habría funcionado.
De hecho, sí podría haberlo hecho; pero eso ya no tenía importancia. La expresión del rostro del teniente Fletcher ofreció al doctor Steiner toda la recompensa que necesitaba por el ejercicio de sus considerables habilidades.
Ahora podía volver a dormir hasta que llegasen a Sagan Dos. Pero antes se relajaría y se lo pasaría bien, aprovechando al máximo aquel inesperado interludio.
Al día siguiente le echaría un vistazo a Thalassa, y quizás iría a nadar a una de aquellas preciosas playas. Pero por el momento, disfrutaría de la compañía de un viejo y querido amigo.
El libro que extrajo con reverencia de su equipaje sellado al vacío no era simplemente una primera edición; era ya la única edición. La abrió al azar; después de todo, se sabía prácticamente todas las páginas de memoria.
Empezó a leer y, a cincuenta años luz de las ruinas de la Tierra, la niebla volvió a caer sobre Baker Street.[4]
— La comparación de respuestas ha confirmado que sólo estaban implicados los cuatro sabras — dijo el capitán Bey—. Podemos dar gracias de que no hubiera necesidad de interrogar a nadie más.
— Todavía no entiendo cómo esperaban conseguirlo — dijo con tristeza el segundo comandante Malina.
— No creo que pudieran, pero ha sido una suerte que no hayamos tenido que comprobarlo. De todos modos, aún estaban indecisos.
« El plan A pretendía estropear el escudo. Como ustedes saben, Fletcher estaba en el equipo de ensamblaje y estaba elaborando un esquema para reprogramar la última fase del procedimiento de izado. Si se dejaba que un bloque de hielo chocara con un segundo a sólo unos pocos metros de distancia… ¿ven lo que quiero decir?
« Podía hacerse que pareciera un accidente, pero existía el riesgo de que la subsiguiente investigación probara rápidamente que no se trataba de eso. Y aunque el escudo se estropeara se podía reparar. Fletcher esperaba que el retraso le daría tiempo para reclutar nuevos partidarios. Tal vez tuviese razón; otro año en Thalassa…
« El plan B pretendía el sabotaje del sistema de mantenimiento vital, de forma que la nave tuviera que ser evacuada. De nuevo, las mismas objeciones.
« El plan C era el más inquietante, porque habría terminado con la misión. Afortunadamente, ninguno de los sabras estaba en propulsión; les habría sido muy difícil llegar hasta el propulsor…
Todos parecían asombrados… aunque nadie lo estaba tanto como el comandante Rockynn.
— No habría sido tan difícil, señor, si estaban suficientemente decididos. La gran dificultad habría sido preparar algo que dejase inservible el propulsor, de forma permanente, sin dañar la nave. Tengo serias dudas de que poseyeran los conocimientos técnicos necesarios.
— Estaban trabajando en ello — dijo el capitán con tristeza—. Me temo que hemos de revisar nuestros sistemas de seguridad. Habrá una conferencia mañana sobre esta cuestión para todos los oficiales… aquí, a mediodía.
Entonces, la comandante médico Newton planteó la pregunta que todos vacilaban en hacer.
—¿Habrá consejo de guerra, capitán?
— No es necesario; los culpables han sido descubiertos. Según las ordenanzas de la nave, el único problema es la sentencia.
Todos aguardaron. Y siguieron aguardando.
— Gracias, señoras y señores — dijo el capitán, y sus oficiales se marcharon en silencio.
Solo en sus habitaciones, se sintió enojado y traicionado. Pero por fin, se había acabado; la Magallanes había sorteado la tormenta causada por el hombre.
Los otros tres sabras eran, tal vez, inofensivos; pero ¿qué hacer con Owen Fletcher?
Su mente vagó hasta el juguete mortífero que guardaba en su caja fuerte. Él era el capitán: sería muy sencillo aparentar un accidente…
Dejó a un lado sus fantasías; nunca podría hacerlo, desde luego. En cualquier caso, ya había tomado una decisión, y estaba seguro de que todos estarían de acuerdo.
Alguien había dicho en una ocasión que para cada problema hay una solución sencilla, atractiva… y errónea. Pero estaba convencido de que esta solución era sencilla, atractiva… y totalmente acertada.
Los sabras querían quedarse en Thalassa; podían hacerlo. No dudaba que se convertirían en valiosos ciudadanos…Tal vez exactamente del tipo agresivo y lleno de fuerza que esa sociedad necesitaba.
¡Qué extraño resultaba que la historia se repitiese! Como Magallanes, tendría que dejar abandonados a algunos hombres.
Pero si les estaba castigando o recompensado, no lo sabría hasta dentro de trescientos años.