29. Sabra


Se llamaban a sí mismos sabras, como los pioneros que, un milenio y medio atrás, habían sometido un desierto igualmente hostil en la Tierra.

Los sabras marcianos habían tenido suerte en un aspecto; no tenían enemigos humanos que se les opusieran: sólo el terrible clima, la atmósfera apenas perceptible, las tormentas de arena planetarias. Habían vencido a todas aquellas desventajas; les enorgullecía decir que no se habían limitado a sobrevivir: habían perdurado. Aquella cita era sólo una de las incontables cosas que habían cogido prestadas de la Tierra, y cuya orgullosa independencia raras veces les permitía reconocer.

Durante más de mil años, habían vivido bajo la sombra de una ilusión… casi una religión. Y, como cualquier religión, había jugado un papel esencial en su sociedad; les había dado unos objetivos más allá de ellos mismos, y un propósito para sus vidas.

Hasta que los cálculos probaron lo contrario, creían, o al menos esperaban, que Marte podría escapar al destino fatal de la Tierra. Sería por muy poco, desde luego; la distancia de más reduciría simplemente la radiación a un cincuenta por ciento. Pero podía ser suficiente. Protegidos por los kilómetros del viejo hielo de los Polos, tal vez los marcianos pudieran sobrevivir allí donde los hombres no podían. Existía incluso una fantasía, aunque sólo unos pocos románticos creían realmente en ella, de que al derretirse los casquetes polares se recuperarían los perdidos océanos del planeta. Y entonces, tal vez, la atmósfera se haría lo bastante densa para que los hombres pudieran moverse libremente al aire libre, con un sencillo equipo para respirar y para proporcionar aislamiento térmico.

Estas esperanzas tardaron en morir, y fueron liquidadas finalmente por implacables ecuaciones. Fuera cual fuese la habilidad o el esfuerzo, no permitiría la salvación de los Sabras. Ellos también perecerían con el planeta madre, cuya suavidad frecuentemente aparentaban desdeñar.

Ahora, debajo de la Magallanes, se extendía un planeta que era el epítome de todas las esperanzas y sueños de las últimas generaciones de colonizadores marcianos. Mientras Owen Fletcher observaba los inacabables océanos de Thalassa, un pensamiento seguía martilleando su cerebro.

Según las sondas estelares, Sagan Dos era muy parecido a Marte… y ésa era la verdadera razón de que él y sus compatriotas hubieran sido elegidos para este viaje. Pero, ¿por qué reemprender una batalla dentro de trescientos años y a setenta y cinco años luz de distancia, cuando la Victoria estaba ya aquí y ahora?

Fletcher ya no pensaba simplemente en desertar; eso significaría dejar demasiadas cosas detrás. Sería bastante fácil esconderse en Thalassa; pero, ¿cómo se sentiría cuando se marchase la Magallanes con los últimos amigos y colegas de su juventud?

Doce sabras seguían en hibernación. De los cinco despiertos, ya había sondeado con precaución a dos y había recibido una respuesta favorable. Y si los otros dos estaban también de acuerdo con él, sabía que podían hablar en nombre de los doce que aún dormían. La Magallanes debía terminar su viaje aquí en Thalassa.



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