Despertó lentamente. Durante un tiempo permaneció allí acostado, apenas consciente de otra cosa que del dolor de su cabeza. Su visión se había vuelto fragmentaria, hasta que comprendió que aquello que tenía ante él era la raíz de un árbol. Al darse la vuelta, escuchó el crujido de una gruesa alfombra de hojas. La tierra, el musgo y la humedad entraban por su nariz.
—¡Del var som funden! —murmuró, lo que aproximadamente significa «¡qué demonios!» Se sentó.
Al tocarse la cabeza, sintió la sangre coagulada. Su mente todavía estaba embotada, pero comprendió que una bala debió pasar rozando su cuero cabelludo, y que le dejó sin sentido. Unos centímetros más abajo… se estremeció.
¿Pero qué había sucedido desde entonces? Estaba tumbado en un bosque, a la luz del día. No había nadie más a su alrededor. Ninguna señal de la presencia de nadie. Sus amigos debieron escapar, llevándolo a él, y lo ocultaron allí. ¿Pero por qué le habían quitado la ropa y le habían abandonado?
Rígido, con náuseas, la boca seca y con mal sabor, con el estómago hambriento, se sujetó la cabeza para que no se rompiera en pedazos y se levantó. Por la inclinación de los rayos del sol entre los troncos de los árboles se dio cuenta de que sería una hora avanzada de la tarde. La luz de la mañana no tiene esa peculiar cualidad dorada. ¡Cielos! Había debido dormir casi un día entero. Estornudó.
No lejos de allí, un arroyo tintineaba corriendo entre sombras profundas moteadas por el sol. Llegó hasta él, se agachó y bebió hasta saciarse. Después se lavó la cara. El agua fría le hizo recuperar un poco las fuerzas. Miró a su alrededor tratando de averiguar dónde estaba. ¿El bosque de Grib?
Por los cielos, no. Estos árboles eran demasiado grandes, nudosos y selváticos: robles, fresnos, abedules y espinos densamente cubiertos de musgo, matorrales enmarañados entre ellos hasta formar un muro casi sólido. En Dinamarca no había zonas así desde la Edad Media.
Una ardilla subió corriendo por un tronco, como si fuera un fuego rojo. Dos estorninos emprendieron el vuelo. A través de un claro en el follaje vio un halcón suspendido en el aire a una altura inmensa. ¿Quedaban halcones en este país? Bueno, quizá alguno, no lo sabía. Contempló su propia desnudez y se preguntó, tambaleándose, lo que podría hacer. Si sus camaradas le habían desnudado y dejado allí, tendrían una buena razón, y él no debería irse. Especialmente en ese estado de desnudez. Pero, por otra parte, a ellos les debía haber sucedido algo.
—Difícilmente podrás acampar aquí para pasar la noche, muchacho —dijo en voz alta—. Al menos entérate de dónde estás —su voz parecía poco naturalmente elevada donde sólo se escuchaba el rumor del bosque.
No, había otro sonido. Tenso, le prestó atención hasta reconocer el relincho de un caballo. Eso hizo que se sintiera mejor. Cerca de allí debía haber una granja. Sus piernas eran ahora lo bastante estables como para pasar a través de una pantalla de mimbres y tratar de encontrar el caballo.
Cuando lo hizo, se quedó paralizado.
—No —dijo.
El animal era gigantesco, un semental del tamaño de un perdieron, pero de constitución más graciosa, lustroso y negro como una medianoche pulida. No estaba atado con un ronzal, aunque unas riendas orladas y elaboradas colgaban de una jáquima repujada con plata y arabescos. Sobre el lomo había una silla, de canto y perilla altos, también ornamentada en cuero; iba cubierto con una manta de seda blanca, sobre la que había bordada un águila negra; y una especie de bulto.
Holger tragó saliva y se acercó al animal. Muy bien, pensó, así que hay alguien a quien le gusta cabalgar con este estilo.
—Hola —gritó—. Hola, ¿hay alguien por aquí?
El caballo sacudió sus crines y relinchó al aproximarse Holger. Con su morro blanco le hociqueó en las mejillas y golpeó el suelo con los grandes cascos, como para irse. Holger acarició al animal; nunca había visto un caballo tan amigable con los extraños; y lo examinó más atentamente. En la plata de la jáquima había grabada una palabra con caracteres extraños de aspecto antiguo: Papillon.
—Papillon —dijo en voz alta. El caballo relinchó de nuevo, pateó el suelo y se dejó llevar por la brida que había cogido Holger.
—¿Te llamas Papillon? —preguntó Holger acariciándole—. Es la palabra francesa que significa mariposa, ¿no es así? Vaya capricho llamar mariposa a un tipo de tu tamaño.
El paquete que había detrás de la silla llamó su atención, y se inclinó para mirarlo. ¿Qué diablos? ¡Cota de mallas!
— ¡Hola! —volvió a gritar—. ¿Hay alguien por aquí? ¡Socorro!
Una urraca se burló de él.
Mirando a su alrededor, Holger vio apoyado en un árbol un largo palo de cabeza de acero, con una empuñadura en forma de cesta cerca del extremo. Una lanza, Dios mío, una lanza medieval. Se sintió lleno de excitación. Por la movilidad de su vida, no era tan laboriosamente cumplidor de la ley como la mayoría de sus compatriotas, por lo que no vaciló en deshacer el bulto y extenderlo. Encontró varias cosas: una cota de mallas lo bastante larga como para que le llegara a las rodillas: un casco cónico con plumas de color carmesí, sin visor, pero con un salvanariz; una daga; una colección de cintos y correas de cuero; el acolchado que se ponía debajo de una armadura. También incluía varias ropas para cambiarse, como pantalones, camisas de manga larga, túnicas, jubones, mantos y varias más. Cuando la ropa no era de lino basto de alegres colores, era de seda bordeada de piel. Al pasar al costado izquierdo del caballo no se sorprendió al encontrar una espada y un escudo colgados de la retranca del arnés. El escudo tenía la forma heráldica convencional, de 1,20 metros de largo, y evidentemente era nuevo. Cuando tomó la cubierta de lona de la superficie, que era una chapa de acero delgado sobre una base de madera, vio el dibujo de tres leones alternados con tres corazones rojos sobre un fondo azul.
Un oscuro recuerdo se agitó en él. Se quedó en pie, perplejo, durante un rato. ¿Esto era…? Un momento. El escudo de armas danés. No, ése tenía nueve corazones: la memoria volvió a fallarle.
¿Pero qué estaba pasando? Se rascó la cabeza. ¿Alguien estaba organizando un desfile histórico? Sacó la espada: era de hoja ancha, con cruz en la empuñadura, doble borde, y muy afilada. Su mirada de ingeniero reconoció enseguida el acero de bajo contenido de carbono. Nadie reproducía el equipamiento medieval con esa precisión, ni siquiera para una película, mucho menos para un desfile. Pero se acordaba de las exposiciones de museos. El hombre de la Edad Media era de tamaño inferior al de sus descendientes actuales. La espada se ajustaba en su mano como si estuviera hecha para que la cogiera él, que tenía el tamaño de un hombre del siglo XX.
Papillon lanzó un bufido y se encabritó. Holger se dio la vuelta y vio al oso. Era un oso pardo, grande, que quizá había llegado hasta allí para investigar la causa del ruido. Los miró a ambos, Holger hubiera deseado tener su fusil, entonces el oso volvió a la espesura.
Holger se apoyó en Papillon hasta que se recuperó.
—Un pequeño trozo de bosque silvestre es posible—se oyó decir a sí mismo—.Y pueden quedar algunos halcones. Pero no, positivamente, no hay osos en Dinamarca.
A menos que uno hubiera escapado de un zoo… lo que tenía que hacer era llegar hasta el final. Tenía que darse cuenta de cuáles eran los hechos y enfrentarse a ellos.
¿Estaba loco, deliraba o soñaba? No era probable. En ese momento su mente trabajaba ya bastante bien. Sentía la luz del sol y las finas motas de polvo que danzaban bajo ella, las hojas que formaban largas arcadas en el bosque, los olores fuertes y entremezclados del caballo, el moho y su propio sudor, y todo ello profundamente detallado y prosaico. En cualquier caso, mientras su temperamento, tranquilo por naturaleza, se adueñaba de la situación, decidió que no podía hacer otra cosa que seguir adelante, aunque fuera un sueño. Lo que necesitaba era información y comida.
Cambió el orden de importancia y puso en primer lugar el segundo pensamiento.
El semental parecía bastante amigable. No tenía derecho a llevarse al animal, ni siquiera un juego de ropa, pero sin duda su situación era más urgente que la de cualquiera que, con tanto descuido, hubiera dejado allí esas propiedades. Se vistió metódicamente; esa ropa desconocida le exigía que fuera conjeturando la forma de ponérsela, pero todo, hasta los zapatos, le ajustaba perfectamente. Volvió a rehacer el fardo con las prendas sobrantes y la armadura, dejándolo todo en su lugar. Cuando trepó a los estribos, el semental relinchó y se dirigió hacia donde estaba la lanza.
—Nunca había pensado que los caballos fueran tan listos —dijo en voz alta—. De acuerdo, seguiré su sugerencia.
Ajustó el extremo inferior del arma en un reposadero que encontró colgando de la silla, tomó las riendas con la mano izquierda y chasqueó la lengua. Papillon se puso en movimiento en dirección hacia el sol.
Cuando llevaba ya algún tiempo cabalgando, Holger se dio cuenta de lo bien que lo hacía. Hasta ese momento, su experiencia se había limitado a algunos incidentes bastante infelices en establos de alquiler, y recordaba ahora que siempre había dicho que un caballo era un objeto grande y torpe que sólo servía para ocupar el espacio que, de no estar él, ocuparía otro caballo. Por eso le pareció extraño el afecto instantáneo que había sentido por ese monstruo negro. Todavía era más extraña la facilidad con que su cuerpo se ajustaba a la silla, como si hubiera sido un jinete toda la vida. Cuando pensó en eso, volvió a sentirse molesto, y Papillon dio un bufido que él habría jurado que era de burla. Sacó por tanto esos pensamientos de su mente y se concentró en elegir un camino entre los árboles. Aunque seguían un estrecho sendero —¿hecho quizá por ciervos?—, era difícil cabalgar por el bosque, sobre todo llevando una lanza.
El sol fue bajando, hasta que al final sólo se veían algunas astillas rojizas detrás de las ramas y troncos negros. Maldición, no podía existir una selva tan grande en parte alguna de Dinamarca. ¿Es que estando inconsciente lo habían llevado hasta Noruega? ¿O Laponia? ¿O hasta Rusia? ¿Ó quizá la bala le había dejado amnésico, a lo mejor durante varias semanas? No, eso no podía ser. Su herida era reciente.
Lanzó un suspiro. Al pensar en la comida, las otras preocupaciones desaparecieron. Veamos, tres bacalaos asados y una jarra de Carlsberg Hof… no, mejor un lugar de América para tomar una gran chuleta con cebollas fritas al estilo francés…
Papillon se detuvo. Casi derribó a Holger. A través de los matorrales, y en la creciente oscuridad, se aproximaba un león. Holger lanzó un grito. El león se detuvo, movió la cola, su garganta atronó. Papillon rascaba el suelo con las patas. Holger se dio cuenta de que había puesto la lanza en posición horizontal, dirigiéndola hacia el frente.
En algún lugar sonó lo que sólo podía ser un aullido de lobo. El león permaneció quieto. A Holger no le gustaba disputar los derechos de paso. Aunque el caballo parecía dispuesto a luchar, hizo que Papillon diera un rodeo. Cuando dejó el león atrás, quiso galopar; pero estaba seguro de que con esa oscuridad una rama lo derribaría. Estaba sudando.
Llegó la noche. Avanzaban dando traspiés. Lo mismo que la mente de Holger. No había ningún lugar en la tierra con osos, lobos y leones, salvo quizá alguna zona remota de la India. ¿Pero había árboles europeos en la India? Trató de recordar lo que había leído de Kipling. No le vino nada a la memoria, salvo algunos vagos recuerdos de que el este era el este y el oeste el oeste. Entonces una rama le golpeó en el rostro y lanzó una maldición.
—Parece que pasaremos la noche al raso —dijo.
Papillon siguió avanzando, como otra sombra en la oscuridad. Holger escuchó búhos, un grito remoto que podía proceder de un gato salvaje, más lobos. ¿Y qué era eso? Una risa maligna, entre los matorrales.
—¿Quién hay ahí? ¿Quién es?
Escuchó unos pasos ligeros que se alejaban. Y con ellos desapareció la risa. Holger se estremeció. Decidió que sería mejor mantenerse en movimiento.
La noche se iba haciendo fría.
Aparecieron las estrellas en el cielo. Necesitó un momento para darse cuenta de que habían llegado a un claro. Algo más lejos, brillaba una luz. ¿Una casa? Puso a Papillon al trote. Cuando llegaron a aquel lugar, Holger contempló una casa de campo del tipo más primitivo, con paredes de zarzas y arcilla y un tejado de hierba. La luz del hogar enrojecía el humo que subía por el agujero superior, y brillaba en las pequeñas ventanas cerradas y por alrededor de la puerta combada. Holger tiró de las riendas y se humedeció los labios. Su corazón latía como si el león hubiera regresado.
Sin embargo…
Decidió que sería más prudente permanecer sentado y golpeó la puerta con la parte inferior de la lanza. Se abrió una rendija. Perfilada sobre el interior, apareció una figura doblada. Llegó hasta él la voz, aguda y cascada, de una anciana:
—¿Quién eres? ¿Quién ha venido adonde la Madre Gerd?
—Creo que me he perdido —le dijo Holger—. ¿Puedo encontrar una cama en su casa?
—Ah. Ah, sí. Un joven y hermoso caballero, ya veo, sí, sí. Por muy ancianos que sean estos ojos, la Madre Gerd sabe bien quiénes llaman a su puerta por las noches, claro, claro. Entrad, buen señor, desmontad y compartid lo poco que esta pobre anciana os puede ofrecer, claro que sí, no debéis tener miedo de mí, ni yo de vos, a mi edad no; aunque os advierto que hubo otro tiempo… pero eso fue antes de que vos nacierais, y ahora sólo soy una pobre y solitaria abuela, que se alegra mucho de recibir noticias de las grandes cosas que pasan lejos de esta humilde cabaña. Entrad, entrad, no tengáis miedo. Entrad, os lo ruego. Aquí, en el límite del mundo, encontrar abrigo es raro.
Holger bizqueó para fijarse en lo que había tras ella, dentro de la choza. No veía a nadie más. Sin duda podía quedarse a salvo allí.
Ya había desmontado cuando se dio cuenta de que la anciana había hablado en una lengua que él no conocía… y que él le había respondido igual.