8

No había allí ninguna mañana o tarde auténtica, ni día ni oscuridad; sus habitantes parecían vivir de acuerdo con sus caprichos. Holger despertó lentamente, lujuriosamente, y se encontró solo de nuevo. Exactamente en ese momento se abrió la puerta y entró un goblin con una bandeja de desayuno. Debieron utilizar la brujería para conocer sus gustos personales: no era un absurdo desayuno continental, sino una buena bandeja americana de jamón con huevos, tostada, tortas de alforfón, café y zumo de naranja. Cuando estuvo levantado y vestido, entró Hugi con aspecto preocupado.

—¿Dónde estuviste? —preguntó Holger.

—Ah, dormí en el jardín. Me parecía lo más correcto cuando vos estabais, bueno, ocupado —explicó el enano sentándose en una banqueta, como una incongruente mancha morena entre todo aquel oro, escarlata y púrpura. Se quedó tirándose de la barba—. No me gusta el aire de aquí. Algo va mal.

—Tienes prejuicios —respondió Holger. Sobre todo estaba pensando en una cita que tenía con Meriven para practicar la cetrería.

—Ay, puede hacer cualquier cosa para asombraros y utilizar todo tipo de buenos vinos y frívolas jóvenes —gruñó Hugi—, pero apenas si existe amistad entre los hombres y Faerie, y menos ahora en que Caos se prepara para la guerra. En cuanto a mí, veo lo que veo. Y esto es lo que espié cuando estaba en vuestro jardín. Grandes destellos de luces desde la torre más alta, una figura demoníaca que partía con el humo, y una peste a brujería que se metió en mis huesos. Después, desde el oeste, llegó precipitadamente otra figura volante, aterrizó en la torre y se metió dentro. Pienso que el duque Alfric ha llamado en su ayuda a algo sobrenatural.

—Claro, por supuesto —respondió Holger—. Así me dijo que lo haría.

—Divertios —murmuró Hugi—. Alegraos en la boca del lobo. Pero cuando vuestro cuerpo muerto esté allí fuera para que se lo coman los cuervos, no digáis que no os había advertido.

Una objetividad tenaz obligó a Holger a considerar las palabras del enano mientras bajaba las escaleras. Ciertamente, podía tratarse de una estratagema para mantenerlo apartado hasta que fuera demasiado tarde… ¿Demasiado tarde para qué? Seguramente si pensaban hacer algo malo podían apuñalarlo o envenenarlo. El había vencido a uno de sus campeones —quien probablemente sólo le había atacado porque llevaba las armas del misterioso paladín de los corazones y los leones—, pero no podría vencer a una docena de enemigos. ¿O sí podría? Dejó caer la mano sobre la espada de Faerie. Le resultaba consolador tenerla.

Como allí el tiempo apenas existía, Meriven no había fijado una hora concreta para la cita. Paseó despaciosamente por el salón de recepción principal. Al cabo de un tiempo pensó que podría buscar al duque paca preguntarle si había alguna noticia sobre su problema. Preguntando a un esclavo kobold de aspecto sombrío, Holger se enteró de que las habitaciones del amo estaban en el ala septentrional, en el segundo piso. Silbando alegremente, subió de tres en tres escalones un tramo de escalera.

En el momento en que llegaba al rellano, Alfric y una mujer salían de una puerta. Apenas si pudo verla, porque rápidamente ella volvió a entrar, pero Holger quedó asombrado. Este mundo parecía lleno de mujeres atractivas y extraordinarias. Era humana, más alta y de cuerpo más lleno que las damas de Faerie, de cabellos largos y oscuros recogidos bajo una corona de oro, con un vestido de satén blanco que llegaba hasta el suelo. Su rostro era pálido como el marfil, de nariz curva, y había una arrogancia en los labios rojos y en sus ojos brillantes de color oscuro. El duque era un hombre afortunado.

Al verlo, el ceño de Alfric se suavizó.

—Buenos días, sir Holger. ¿Cómo os ha ido? —preguntó haciendo una reverencia y moviendo las manos en curiosos pases.

—Excelentemente, mi señor —respondió Holger, haciendo a su vez una reverencia—. Confío en que también vos…

—Ah, aquí estáis, malvado mío. ¿Pensabais escapar de mí? —preguntó Meriven, tomando al danés por el brazo. ¿De dónde diablos habría aparecido?— Venid, los caballos están listos, tenemos que practicar la cetrería.

Le sacó de allí antes casi de que pudiera respirar. Lo pasaron bien, soltando sus halcones a las grullas, a los pavos reales silvestres y a presas menos conocidas. Todo el tiempo, Meriven charlaba alegremente y él tenía que reír de lo que decía. La anécdota sobre la caza del basilisco… bueno, quizá no fuera adecuada para una compañía mixta, pero resultaba divertida. Holger habría disfrutado mucho más de no ser porque la memoria le estaba preocupando nuevamente. Esa mujer del duque… ¡maldición, él la conocía!

Sólo la había podido ver momentáneamente, pero su imagen se conservaba fijamente en su interior. Sabía que su voz sería baja y sus maneras arrogantes, caprichosas, unas veces amables y otras crueles, pero todos sus estados de ánimo no serían más que una iridiscencia de la superficie de una voluntad intransigente. Meriven parecía bastante pálida en comparación con… con… ¿cuál era su nombre? —Estáis triste, mi señor —le dijo la joven farisea cogiéndole una mano.

—Oh, no. No. Sólo estaba pensando.

—¡Qué desagradable sois! Venid, dejadme que haga un encantamiento para expulsar vuestros pensamientos, que son los hijos de la preocupación y los padres de la pena.

Meriven cogió una rama verde de un árbol, la dobló e hizo unos gestos acompañados de unas palabras. Se convirtió en un arpa irlandesa que tocó mientras le cantaba canciones de amor. Lo acunaban agradablemente, pero…

Cuando de nuevo se acercaban al castillo, ella le cogió su brazo y le hizo una seña.

—¡Mirad! —dijo con pronunciación sibilante— ¡Un unicornio! Son ya raros por estos lugares.

El pudo ver al hermoso animal blanco que se movía entre los árboles. El cuerno se le había quedado atrapado entre unas matas de hiedra. Pero un momento. Escudriñó a través de la media luz. ¿No había alguien que caminaba a su lado? Meriven se puso tensa como una pantera.

—A ver si podemos acercarnos —susurró. Su caballo se adelantó aunque los cascos no hacían ningún ruido sobre la tierra.

El unicornio se irguió, miró hacia atrás y los vio, y se perdió como si fuera una rápida sombra brillante. Meriven soltó un imaginativo juramento que no parecía propio de una dama. Holger no dijo nada, porque había visto quién acompañaba al animal. Por un momento, sus ojos se habían encontrado con los de Alianora. Pero ahora también ella se había ido.

—Bien, desgraciadamente así es la vida —dijo Meriven volviendo junto a él para que siguieran cabalgando juntos—. No estad triste, mi señor. Quizá podamos formar luego una partida de caza y coger al animal.

Holger pensó que le hubiera gustado ser mejor actor. No debía permitir que ella sospechara que, de pronto, aumentaban sus sospechas. Al mismo tiempo, tenía que pensarlo to— do bien. No es que tuviera ninguna razón nueva para pensar mal de Faerie: pero la simple vista de Alianora había desencadenado algo en él. Necesitaba el consejo de Hugi.

—Si me perdonáis, mi señora, iré a bañarme antes de la cena.

—Oh, mi baño es lo bastante grande para los dos, y para algunas diversiones delicadas que puedo enseñaros —ofreció ella.

A Holger le hubiera gustado tener un casco que le tapara los oídos. Se sentía incandescente.

—También me gustaría dormir un poco —dijo torpemente, y luego le vino la inspiración—: debo estar en las mejores condiciones para vos más tarde. Hay tanta competencia.

Decidió retirarse antes de que ella pudiera insistir, y regresó a sus apartamentos casi a la carrera. Hugi le miró desde la cama en la que estaba acostado, enroscado. Holger se inclinó hacia el enano.

—Esta mañana vi a una mujer —le dijo inmediatamente, en voz baja; y la describió, no por el pequeño momento en que había podido verla, sino por un recuerdo que parecía extenderse a lo largo de muchos años—. ¿Quién es ella?

—Bueno… —empezó a decir Hugi frotándose los ojos—. Es como si hubierais visto a la reina Morgana le Fay. Quizá fuera ella la que vino desde Avalon la noche pasada invocada por Alfric. Entonces con seguridad que hay magia negra.

¡Morgana le Fay! Eso era. Holger lo sabía con una certeza que estaba más allá del conocimiento. Y Avalon, sí; había visto una isla de aves y rosas, de arco iris y encantamientos… ¿Pero dónde, cuándo, cómo?

—Habíame de ella —le pidió con urgencia—. Todo lo que sepas.

—Ah, ¿esa es la amante que anheláis? No es ella para gentes como vos, compañero, ni tampoco para el duque Alfric. No pongáis vuestros ojos demasiado altos no vayan a quedar cegados por el sol. O mejor todavía, no vaya la luna a golpearos y dejaros sin mente. —¡No, no, no! Tengo que saber, eso es todo. Quizá pueda averiguar por qué está ella aquí.

—Bien, no… no sé mucho. Avalon está lejos, lejos en el océano del oeste, una parte del mundo de la que por aquí sólo conocemos relatos de \ieja. Sin embargo, todos saben que Morgana le Fay es hermana de Arturo, el último gran rey de los britanos, y que en ella la veta de Faerie de la familia es fuerte y salvaje. Ella es la más poderosa bruja de la cristiandad o del paganismo, y no puede encontrársele igual en el Mundo Medio. Inmortal, lo es, e igualmente caprichosa; nadie sabe si está con la Ley o con Caos, o sólo consigo misma. Hay quienes dicen que se llevó a Arturo cuando fue gravemente herido para curarle y mantenerle hasta que le llegara el momento de regresar. Pero hay otros que dicen que eso sólo fue una malvada excusa para retenerlo e impedir ese regreso. La verdad es que no me alegra estar bajo el mismo techo que ella.

Seguía sin pruebas. Morgana podía haber venido aquí para ayudar a Alfric con el problema de Holger, o podía haberse detenido en un viaje que no estaba relacionado en absoluto con el tema. Pero parecía extraño.

Un goblin entró en la cámara.

—El buen duque da una fiesta para los servidores del castillo. Y tú, enano, estás invitado.

—Bien… —dijo Hugi tirándose de la barba—. Te lo agradezco. Pero no me siento muy bien.

El goblin enarcó las cejas depiladas:

—Lo tomarán a mal si estropeas la fiesta.

Hugi intercambió una mirada con Holger. Este asintió. Quizá fuera una estratagema para apartar al enano, pero, aunque fuera así, no parecía haber ningún medio de evitarlo.

—Ve —dijo Holger—. Que lo pases bien.

—De acuerdo entonces, cuidaos.

Hugi salió trotando detrás del goblin. Holger encendió una pipa y se tumbó en el baño que se había preparado, para pensar. Se sentía como si estuviera cogido en una tela de araña. Muy delicada, encantadora, pero de la que no podía salir. Por un momento, el pánico le sobrecogió y quiso gritar y echar a correr. Pero reprimió la sensación. De momento no podía hacer otra cosa que seguir adelante. Todas sus sospechas se basaban en tan poco… pero aun así.

Habían preparado para él una nueva partida de caza. Se vistió. Los lazos y hebillas se cerraron ellos solos. Apenas había terminado, cuando el pomo de la puerta se convirtió en unos labios metálicos y dijo cortésmente: «Su gracia el duque le pide permiso para entrar en su presencia.»

—¡Cielos! —exclamó Holger. Recuperándose, añadió—: Po… por favor, entre.

Era evidente que los esclavos, sin que se les notara, iban y venían sin preguntar, mientras que los miembros de la clase alta respetaban la intimidad de los demás.

Entró el fariseo, con un rostro blanco sonriente.

—Traigo buenas noticias. He conferenciado con diversos poderes y parece existir una excelente oportunidad de devolveros a vuestro lugar.

—No… no… no soy capaz de expresarle mi agradecimiento —dijo Holger tartamudeando.

—Necesitaremos algún tiempo para reunir lo necesario para el hechizo —añadió Alfric—. Entretanto, creo que necesitamos una diversión especial. Se celebrará un entretenimiento en la Colina del Elfo.

—¿Cómo? Ah, sí. He visto el lugar.

—¿Nos vamos entonces? —preguntó Alfric, cogiéndolo del brazo—.Os garantizo que pasaréis unas horas entretenidas. Los elfos saben dar alegría a un hombre.

Holger no se sentía con ganas de una orgía, pero no tenía modo alguno de rechazarla. Bajaron las escaleras. Los habitantes del castillo se estaban reuniendo, un torbellino ronroneante de colores cruzaba los salones y salía al patio. Meriven se adelantó de entre ellos y Alfric puso a Holger en sus manos. —Os acompañaré hasta la colina —dijo ella—. No tengo ningún deseo de que alguna elfo se quede con vos.

—¿Pero no va todo el mundo? —preguntó.

—Primero iremos vos y yo. Los otros irán más tarde. Como veis, todo está planeado.

Holger pensó en trampas mortales y desechó la idea, porque uno de los suyos estaría con él.

La procesión salió por las puertas, cruzó el puente y se dirigió a través de los prados hacia los rosales de la Colina del Elfo. Tras él iban los guerreros a lomos de sus caballos, con los estandartes revoloteando sobre las lanzas, los músicos tocando cuernos, arpas y laúdes, cien señores y damas de Faerie, que bailaban al acercarse al monte. Holger escuchó entonces una música que se elevaba como respuesta a la de ellos. Un dulce sonido a flautas que entraba en su sangre y agitaba su cabeza. Sonrió a Meriven, presa de una ansiedad inmediata, y ella le devolvió la sonrisa y se colgó de su brazo. El cabello suelto y claro de Meriven se cruzaba movido por el viento sobre el rostro de Holger, cegándole a medias, y pudo captar su perfume, semejante a un vino fuerte. Vieron la colina. Entre las trenzas de Meriven, Holger vislumbró unas luces oscilantes sobre las cuales se erguían los huecos negros de unas figuras altas. La música hacía que se le movieran los pies, no podía esperar.

Unos cascos atronaron la tierra. Un caballo relinchó, fuerte y colérico. Al darse la vuelta, Holger vio a Alianora montada en Papillon que salía al galope de los bosques. Su rostro estaba distorsionado por el terror.

—¡Holger! ¡No, Holger, no entréis ahí!

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