12

Aquella noche no les atacaron, aunque Hugi dijo que sin duda se debía a que les estaban preparando algo peor. Holger se sintió inclinado a compartir el pesimismo del enano. Y ahora sólo tenían una montura para tres personas. Desde luego, Alianora podía hacer la mayor parte del viaje por el aire; pero los cisnes no son unas aves que se dejan suspender en el cielo, y no pueden adelantar demasiado. Y por muy grande que fuera su resistencia, Papillon no podría llevar encima a un guerrero de gran altura vestido con cota de mallas, a una joven, a un hombrecito y su equipo, y todo ello a su velocidad normal.

Por tanto, salieron temprano, y Alianora, tomando la forma de cisne, estudió desde la altura el mejor camino. Volvió y se sentó tras la silla, rodeando con los brazos la cintura de Holger (lo que le compensaba de muchas molestias) y guiándole. Al atardecer, esperaba que hubieran llegado al paso, y al día siguiente a los límites habitados por los seres humanos. Tenían todavía muchos kilómetros de selva que recorrer en el otro lado de la cordillera, pero había visto algunos claros, granjas aisladas y caseríos.

—Y donde habitan varios hombres, si no son malhechores, habrá tierra sagrada —un santuario al menos—, al que no se atreverán a acercarse la mayoría de las criaturas que nos persiguen.

—Pero en ese caso —preguntó Holger—: ¿cómo puede pensar siquiera el Mundo Medio en ocupar las tierras humanas?

—Con la ayuda de seres que no temen la luz del día ni al sacerdocio. Animales como tu dragón; criaturas con alma, como los enanos malvados. Pero esos aliados son pocos, y en su mayor parte demasiado estúpidos, para utilizarlos en algo más. Pienso que principalmente el Mundo Medio dependerá de los seres humanos que luchen en favor de Caos. Brujas, brujos, bandidos, asesinos, ante todo los paganos salvajes del norte y el sur. Estos pueden desacralizar los lugares sagrados y enfrentarse a los hombres que luchen contra ellos. Entonces el resto de los seres humanos huirá, y apenas quedará nada que impida que el brillo azul sea atraído sobre cientos de leguas más. Con ese avance, las esferas de la Ley se irán debilitando: no sólo en número, sino también en espíritu, pues la presencia próxima de Caos debe afectar a las buenas gentes, volviéndolas caprichosas, sin ley, e inclinadas a sus propios demonios —le dijo Alianora, sacudiendo la cabeza, turbada—. Y conforme el mal crezca, los hombres mismos que representan el bien utilizarán en su miedo medios de lucha cada vez peores, y con ello permitirán que el mal ponga una cabeza de puente.

Holger pensó en su propio mundo, donde Coventry se había vengado de Colonia, y asintió. De pronto sintió pesado el casco.

Tanto para escapar a ese recuerdo, como por cualquier otra razón, regresó a las cosas inmediatas. Los poderes de sus perseguidores no eran ilimitados, pues en otro caso ya le habrían detenido hacía tiempo. ¿Cuáles eran entonces esos límites? Curiosamente, para unos seres que se decían no tenían alma, la raza de Faerie se veía sometida a graves limitaciones físicas, por lo que debía basarse principalmente en la astucia. Salvo por ser rápidos y flexibles, ninguno de ellos podría enfrentarse a un hombre normalmente fuerte. (Con seguridad, los gigantes, los trolls y los otros seres diversos del Mundo Medio tenían una fuerza bruta superior a la de los humanos, pero Alianora decía que eran lentos y torpes.) Ninguno podía soportar el sol; de ahí que sus excursiones a los dominios humanos sólo pudieran tener lugar después de anochecer. E incluso en esos momentos debían evitar los objetos sagrados. Sus encantamientos rebotarían como bolas de billar en cualquiera que se hallara en estado de gracia. Simplemente la cantidad habitual de decencia y determinación le bastaría a un hombre para salir triunfante. Ellos, o sus maquinaciones, te podían matar; podían engañarte, dejarte confuso, convertirte en víctima; pero en un sentido último y cierto no podían conquistarte a menos que tú quisieras.

Además, la fuerza de un encantamiento parecía depender de la distancia. Cuanto más se alejaba de Faerie, más seguro estaría probablemente Holger con respecto a sus habitantes.

Y no es que pudiera reírse de Alfric. Por el contrario. Pero no era la cabeza de los enemigos. Morgana le Fay le superaba en rango. Y más allá de ella había otros, claramente, al final, aquel en quien Holger no deseaba pensar. Pero Alfric tenía muchos poderes, era astuto y habilidoso, y no había abandonado la lucha. Probablemente, Morgan ni siquiera la habría empezado.

Si supiera tan sólo lo que ellos quieren de mí.

Durante todo el día el caballo caminó por un terreno ascendente. Al ponerse el sol, Holger tiró de las riendas encima de un paso. La hierba crecía en grupos escasos entre las rocas, y, salvo, eso el lugar estaba desértico. Un viento poco hospitalario subía por los riscos y por encima de la cresta. A modo de suspiro, Papillon resopló. Dejó caer la cabeza.

—Pobre animal —dijo Alianora acariciándole el hocico aterciopelado—. Hemos abusado de ti, ¿verdad? Y esta noche no tendrás nada mejor que unas cuantas hierbas secas.

Alianora encontró una roca con una depresión en la par— te superior y vertió pacientemente en ella el agua de un pellejo, hasta que hubo bebido lo suficiente. Holger frotó al corcel. Había empezado a dar por supuestas las habilidades del caballero, pero le sorprendía bastante el afecto que sentía por Papillon. Arregló los desgarrados y embarrados arreos de seda, haciendo con ellos una especie de manta para el caballo. Establecido el campamento; tomada la cena, como estaban muy fatigados, se retiraron.

Alianora se encargó de la primera guardia, después Holger y finalmente Hugi. Cuando terminado su turno se acostó contra la joven, Holger descubrió que no podía volver a dormirse. Ella le puso la cabeza en el hombro, y con un brazo le cruzó el pecho. Por la fuerza del viento, Holger no podía oír cómo respiraba Alianora, pero sentía hasta su más ligero movimiento; también sentía cómo parecía irradiar calor allí donde ella le tocaba. En otras partes estaba condenadamente frío, y la helada se filtraba a través de las mantas que le cubrían. La manta de la silla que tenían debajo apenas aliviaba la maldición de ese duro terreno.

Pero no era ése el motivo de que estuviera despierto. Cuando el peligro había agudizado todos sus sentidos, tenía prácticamente encima de él a ese ser cálido de cabellos desarreglados… Trató de pasar el tiempo recordando a Meriven, pero así sólo consiguió que empeoraran las cosas. Y en ese momento, pensó con amargura, podría haber estado con Morgana le Fay.

¿Dejar sola a Alianora cuando avanzaba el enemigo? ¡No! Casi inconscientemente, la rozó. Ese fue otro error. Antes de que supiera bien lo que había sucedido, su mano se había deslizado bajo la túnica de plumas y tocado un pecho joven y suave. Ella se movió, murmurando en su sueño. El permaneció inmóvil, y ni siquiera tuvo la fuerza necesaria para apartar la mano. Finalmente, conmovido, sintiendo un picor en la piel, abrió los ojos.

Las estrellas brillaban como en el invierno. No había luna, pero, por la posición del Carro de Cari (¡incluso en el cielo te recuerdan, mi rey!), consideró que el amanecer no estaba lejano. La negrura de la tierra era casi absoluta. Vio el perfil de Hugi, agachado junto al fuego rojizo, y aparte de eso sólo unas masas erguidas sobre el cielo. Aquel peñasco…

¡Nunca lo había visto antes!

De un salto, Holger se puso en pie antes de que la tierra temblara. Venía una vez, y otra más, un sonido como de tambores monstruosos; la montaña se sacudía como lo hace una casa cuando un hombre pesado sube por las escaleras. Holger oyó que las piedras se soltaban y caían por la pendiente. Cogió la espada y en ese momento el gigante se presentó ante ellos.

Con un pie tan alto como el propio Holger, deshizo de una patada el círculo defensivo. La luz del fuego le permitió ver unas enormes uñas de los pies, sin cortar. Alianora gritó. Holger la protegió tras su cuerpo. Papillon fue corriendo hacia el hombre, con un relincho de desafío, el cuello y la cola arqueados, las ventanas del hocico dilatadas. Hugi corrió y se unió a Alianora.

El gigante se agachó y hurgó el fuego con un dedo, como si fuera un palo curvo. Cuando las llamas se alzaron, Holger vio que aquel ser era humanoide, aunque grotescamente ancho y de piernas cortas en proporción con su altura. Bien, pensó al instante, aunque la ley de la proporción no funcione igual aquí que en mi mundo, necesita una gran sección transversal para soportar ese peso. Aquel cuerpo tosco y revestido de pieles mal cosidas; el olor que soltaba hizo que Holger se alegrara de que estuviera contra el viento. Por lo que podía discernir entre el enmarañamiento de sus cabellos y su barba, los rasgos del gigante eran acromegálicos, unos ojos terminados en grandes crestas óseas, nariz y mandíbula que sobresalían toscamente, labios gruesos y dientes sucios y enormes.

—Coge a Papillon, Hugi —dijo Holger. Ahora que había pasado la primera sorpresa, había dejado de tener miedo. No se atrevía a tenerlo—. Lo retendré mientras pueda, Alianora, sube al aire. —Me quedaré contigo —le dijo con una voz pequeña, pero se colocó a su lado, con la barbilla levantada.

—¿Cómo puede haber pasado? —gimió Hugi—. Es de la raza del Mundo Medio. Los encantamientos tendrían que haberlo alejado.

—Nos ha estado acechando —explicó Alianora—. Estas gentes pueden ser muy discretas cuando quieren. Esperó un momento en el que hubiera tal falta divina entre nosotros que los signos sagrados quedaran anulados.

Con la mirada acusaba al enano acobardado. Holger sabía que de ese mal no debía culparse a Hugi. Pero…

— ¡Habla para que pueda oírte!

El gigante no hablaba de un modo ensordecedor, ni tampoco su acento era demasiado bárbaro. Lo que hacía que fuera difícil entenderle era el tono: tan bajo que los registros inferiores inaudibles sacudían los huesos humanos. Holger se humedeció los labios, se adelantó y con su voz más profunda dijo:

—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, te ordeno que te vayas.

—Ja! —se burló el gigante—. Demasiado tarde para eso, mortal, ahora que has roto el círculo bueno con tus deseos pecaminosos y todavía no has hecho acto de contrición —dijo extendiendo una mano—. Alfric me dijo que encontraría una presa tierna en este camino. Dame a la doncella y podrás continuar.

Holger deseó poder devolverle algún desafío sonoro, que estuviera de acuerdo con el disgusto que sentía ante tal idea. ¡Por Dios que había cosas peores que la muerte! Por desgracia, sólo se le ocurría una frase que no era adecuada para los oídos de una doncella. Por eso se limitó a embestir, atacando con su espada a los inmensos nudillos.

El gigante echó hacia atrás la mano, se sopló la herida humeante y gritó.

—¡Un momento! ¡Hablemos!

Holger, a quien el volumen del grito casi le hizo caerse, se detuvo. Acostumbrado a ser la persona más alta, el rostro que tenía encima le parecía todavía más ancho de lo que era. Pero se quedó en pie y oyó al gigante que le hablaba en un tono bajo profundísimo y bastante razonable:

—Escucha, mortal, siento que eres un gran campeón. Y desde luego el contacto del hierro me hiere. Pero soy grande, y podría aplastarte con piedras antes de que dieras muchos golpes. ¿Y si solucionamos el asunto de un modo más sencillo? Si ganas con tu ingenio te dejaré ir sin molestarte. Hasta te daré un casco lleno de oro —añadió, señalando una bolsa que llevaba a su lado y que debía contener una tonelada o más—. Si pierdes, me entregarás a la chica.

—¡No! —exclamó Holger escupiendo al suelo.

—Espera, espera un momento, querido —dijo Alianora, tomándola del brazo con repentina ansiedad—. Pregúntale si se refiere a un concurso de acertijos.

Asombrado, Holger se lo preguntó y el gigante asintió.

—Como sabes, los grandes nos sentamos en nuestros salones durante la noche interminable invernal de nuestra patria un año tras otro, siglo tras siglo, y pasamos el tiempo con pruebas de habilidad. Pero, sobre todo, nos gustan los acertijos. Para que te deje pasar, tendrás que contarme tres nuevos de los que no pueda responder a dos, para que pueda utilizarlos yo —su rostro bestial se volvió hacia el este, ansioso—. Sin embargo, sé rápido.

Los ojos de Alianora se encendieron.

—Hazlo, Holger. Acepta el trato. Puedes vencerle.

El gigante no parecía comprenderlo, pero desde luego Holger sí lo hizo. Una criatura tan grande no podía oír demasiado la gama humana de frecuencias.

—No puedo pensar en nada —respondió Holger con voz de falsete.

—Sí puedes —le replicó Alianora, aunque su confianza mermó algo. Se quedó mirando el suelo y escarbándolo con un dedo—. Y si no puedes, pues bien, que me tenga. Sólo me quiere para comerme. Holger, tú significas mucho para todo el mundo para correr el riesgo de morir en una pelea por mí.

En su confusión, los buscaba. ¿Pero qué acertijos conocía? Unos cuantos, como el que planteó Sansón a los filisteos. Pero seguramente, a lo largo de los siglos, el ogro los habría oído. Y él, Holger, no era lo bastante brillante como para inventar un juego tan rápidamente.

—Prefiero luchar por alguien a quien conozco, como tú, que… —empezó a decir, pero el enorme monstruo le interrumpió con un gruñido.

—¡Date prisa!

Holger tuvo una idea repentina.

—¿No puede soportar el sol? —preguntó a Alianora en el tono de falsete que impedía que el gigante lo escuchara.

—No —contestó ella—. Los rayos brillantes convierten su carne en piedra.

—Ja—ja —chilló Hugi—. Si entretienes su mente para que venga el amanecer sin que se dé cuenta, podremos coger su bolsa de oro.

—Eso no lo sé —contestó Alianora—. Pero he oído que los tesoros ganados con trampas están malditos, y que el hombre que los gana muere pronto. Pero Holger antes de una hora tendrá que huir del amanecer.

—Creo… que… sí —dijo Holger, volviéndose hacia el coloso, que empezaba a gruñir con colérica impaciencia—. Contenderé contigo.

—Pues hagámoslo ahora —dijo el gigante con sonrisa sádica—. Quizá otra noche… bueno, ata a la moza para que no pueda escapar. ¡Deprisa!

Holger se movió con toda la lentitud que pudo. Mientras ataba a Alianora las muñecas, susurró con voz aguda:

—Si sucede lo peor, puedes deshacer este nudo.

—No, no escaparé, pues se volvería contra ti.

—Tendrá que luchar conmigo de todos modos —dijo Holger—. Deberías salvar tu vida —añadió, tratando de obtener un tono heroico, aunque era difícil conseguirlo con la voz de falsete.

Arrojó algunos palos más al fuego y se volvió hacia el gigante, quien se había sentado metiendo las rodillas bajo la peluda barbilla.

—Vamos a ello —dijo.

—Muy bien. Te alegrará saber por tu honor que soy el campeón de acertijos de nueve reuniones de pedernal —dijo el gigante mirando a Alianora y lamiéndose los labios—. Un delicioso bocado.

Antes de que se diera cuenta, Holger había levantado su espada:

—¡Retén tu lengua! —rugió.

—¿Prefieres luchar? —gritó, sacando los enormes músculos.

—No —contestó Holger, controlando sus nervios. ¡Pero que ese hipopótamo se atreviera a mirar así a su Alianora…! De acuerdo. Primer acertijo. ¿Por qué un gallina cruza el camino?

—¿Cómo? —preguntó el gigante quedándose con la boca abierta hasta que sus dientes brillaron como rocas húmedas—. ¿Eso es lo que me preguntas?

—Así es.

—Pero si eso lo sabe hasta el niño más niño. Para llegar al otro lado.

Holger sacudió su cabeza de cabellos amarillos:

—Falso.

—¡Mientes! —gritó el mamut, levantándose a medias.

Holger comenzó a mover su espada, produciendo un sonido sibilante.

—Tengo una respuesta absolutamente buena —dijo—. Debes encontrarla.

—Nunca he oído nada semejante —se quejó el gigante, Pero se sentó y empezó a acariciarse la barba con una mano inmunda—. ¿Por qué cruza una gallina el camino? ¿Por qué va a hacerlo sino para llegar al otro lado? ¿Qué intención mística se oculta aquí? ¿Qué pueden representar una gallina y un camino?

Cerró los ojos y comenzó a columpiarse hacia atrás y adelante. Alianora, acostada y atada cerca del fuego, lanzó a Holger un grito de alegría.

Tras un tiempo interminable de viento frío y estrellas todavía más frías, Holger vio que se abrían los ojos del monstruo. A la luz de la hoguera brillaban como dos lámparas de color sangre, profundos bajo las cejas cavernosas.

—Tengo la respuesta —dijo con voz aterradora—. No se diferencia del acertijo con el que Thiazi asombró a Grotnir hace 500 inviernos. Mira, mortal, una gallina es el alma humana, y el camino es la vida que debe cruzarse, desde la zanja del nacimiento hasta la de la muerte. En esa carretera hay muchos peligros, no sólo las roderas de las fatigas y el espejismo del pecado, sino carretadas de guerra y pestilencia conducidas por bueyes de la destrucción; mientras por encima gira ese alto halcón de Satán, dispuesto siempre a lanzarse. La gallina no sabe por qué cruza el camino, sólo que al otro lado los campos que ve son más verdes. Lo cruza porque debe hacerlo, lo mismo que debemos hacerlo todos.

El monstruo se le quedó mirando con aire satisfecho, pero Holger sacudió la cabeza:

—No, te equivocas de nuevo.

¿Cómo? Vaya, tú… —empezó a decir el ogro, levantándose del todo.

—¿Entonces prefieres luchar? —dijo Holger—. Estaba seguro de que no tenías capacidad intelectual.

—¡No, no, no! —aulló el gigante iniciando un pequeño temblor de tierra. Se quedó paseando un rato para conseguir suficiente control de sí mismo y sentarse de nuevo—. El tiempo nos presiona, así que renuncio a ésta y te pido la respuesta. ¿Por qué realmente cruza una gallina el camino?

—Porque dando la vuelta por el otro lado la distancia es más larga —dijo Holger.

Durante varios minutos el gigante estuvo lanzándole maldiciones. Pero Holger se sentía contento con eso; su único objetivo era ganar tiempo, si era posible tiempo suficiente para que los primeros rayos de sol cayeran sobre su enemigo. Cuando finalmente el titán pudo hacer una protesta coherente, Holger había reunido argumentos suficientes acerca del significado de los términos «pregunta» y «respuesta» para que se estuvieran gritando el uno al otro durante media hora. ¡Fue una bendición que en la universidad hubiera seguido el curso de semántica! Consiguió gastar diez minutos sólo en reconstruir la teoría de los tipos de Bertrand Russell. Finalmente, el gigante se encogió de hombros.

—Dejémoslo pasar —dijo siniestramente—. Habrá otra noche, amigo mío. Pero pienso que esta vez no me ganarás. ¡Vamos a ello!

Holger tomó aliento.

—¿Qué es lo que tiene cuatro patas, plumas amarillas, vive en una jaula, canta y pesa 400 kilos?

El ogro golpeó el suelo con el puño y varias rocas saltaron.

—¡Me preguntas sobre una quimera de la que no se ha oído hablar! Eso no es un acertijo, es una cuestión de filosofía natural.

—Si un acertijo es una pregunta que puede resolverse con el ingenio, éste lo es —contestó Holger, lanzando una mirada furtiva hacia el este. ¿Estaba palideciendo el cielo, aunque fuera débilmente?

El gigante le lanzó una bofetada, falló y se quedó quieto, lamiéndose el bigote. Resultaba evidente que el monstruo no era muy inteligente, pensó Holger. Si se le dan años para meditar un problema, hasta el cerebro más lento dará con la respuesta; pero lo que un ser humano vería en cuestión de minutos ese animal podría necesitar horas para solucionarlo. Sin embargo, tenía ciertamente capacidad de concentración. Se quedó sentado con los ojos cerrados con fuerza, columpiándose hacia atrás y adelante, murmurando algo para sí mismo. El fuego bajaba; y el gigante se convirtió en otra forma deforme. Hugi tiró de los pantalones de Holger

—No olvides el oro —susurró con avaricia.

—Ni la maldición que pesa sobre él —intervino Alianora—. Pues temo que si ganamos no lo haremos por medios totalmente honestos.

Holger era demasiado pragmático para preocuparse por ese aspecto. Sin duda que sólo un santo podría combatir el mal sin verse en cierta medida corrompido por sus propios actos. Sin embargo, el gigante había llegado como un agresor caníbal, sin ser provocado. Engañarle para salvar a Alianora no podía ser un pecado tan grave.

Aun así… no debían reírse de las maldiciones. Holger sintió un estremecimiento frío en sus tripas. No sabía la razón, pero el instinto le murmuraba que la victoria sobre ese enemigo podría resultar tan ruinosa como la derrota.

—¡Hecho! —dijo abriéndose la horrible cara—. Tengo tu respuesta, caballero. ¡Dos canarios de 200 kilos!

Holger suspiró. No podía esperar ganar todas las veces.

—Muy bien, Jumbo. Tercer acertijo.

El gigante se detuvo y empezó a frotarse las manos.

—¡No me llames Jumbo!

—¿Y por qué no?

—Porque mi nombre es Balamorg. Un nombre temible que muchas viudas, muchos huérfanos y muchos pueblos reducidos a cascotes tienen buenos motivos para conocer. Llámame tal como me llamo.

—Ah, pero no sabes que allí de donde yo vengo Jumbo es un término de respeto. Escúchame… —Holger elaboró una historia improbable durante diez o quince minutos. Balamorg le interrumpió con voz autoritaria:

—El último acertijo. Date prisa o me lanzaré sobre ti ahora mismo.

—Muy bien. Como desees. Entonces dime: ¿qué es lo que es verde, tiene ruedas y crece alrededor de la casa?

—¿Cómo? —preguntó el gigante dejando caer su enorme mandíbula, y Holger se lo repitió. —¿Qué casa? —preguntó entonces el gigante.

—Cualquier casa —contestó Holger.

—¿Y dices que crece? Te aseguro que las preguntas sobre un árbol fabuloso en el que se arraciman las carretas como si fueran frutos no son verdaderos acertijos.

Holger se sentó y comenzó a limpiarse las uñas con la punta de la espada. Pensó que el cuchillo de magnesio de Alfric podría producir el mismo efecto que la luz del sol si lo manejaba bien. Aunque quizá no. La producción total de energía sería probablemente muy pequeña. Aun así, tendría que luchar, tendría que probar la Daga Ardiente. Aunque el fuego se había reducido a unas ascuas, podía ver los rasgos de su enemigo.

—Los desafíos que te he planteado son comunes entre los niños de mi patria —dijo él.

Eso era cierto. Pero el ego herido de Balamorg hizo que se pasara varios minutos más resoplando enrabietado. Finalmente, con un gruñido colérico, entró en su trance de concentración.

Holger permaneció sentado, muy quieto. Alianora y Hugi estaban tan inmóviles que parecían piedras. Hasta Papillon se quedó inmóvil. Pero los ojos de todos estaban vueltos hacia el este.

Y el cielo se aclaraba.

Tras una fracción de la eternidad, el ogro golpeó el suelo y los miró.

—Abandono —dijo con un gruñido—. El sol ya me produce dolor y debo buscar abrigo. ¿Cuál es la respuesta?

—¿Por qué iba a decírtela? —preguntó Holger poniéndose en pie.

—¡Porque yo lo digo! —replicó el coloso poniéndose también en pie, encorvado, con ios labios hacia atrás de forma que se veían sus colmillos—. ¡O aplastaré a tu puta!

—Muy bien —dijo Holger, levantando la espada—. La hierba.

—¿Cómo? —La respuesta es la hierba.

—¡Pero la hierba no tiene ruedas!

—Bueno, mentí en lo de las ruedas —dijo Holger.

La rabia salió de Balamorg en un bramido estruendoso. Se lanzó contra el caballero. Holger se echó hacia atrás, alejándose de Alianora. Si conseguía mantener al monstruo encolerizado otros cinco minutos, y conservar él la vida, entonces…

— ¡Nanay, nanay, nanay, no puedes cogerme!

Balamorg lanzó hacia él una garra. Holger lanzó la espada con toda su fuerza y le cortó la punta de un dedo. Después dio un salto y se escabulló, moviéndose para un lado y para otro, tratando de enfurecerle, y jadeando para respirar.

Hasta que el borde del sol despuntó en la oscuridad oriental.

Cuando los primeros rayos lo tocaron, Balamorg lanzó un grito. Holger no había escuchado nunca ese grito de dolor. Mientras escapaba de la caída de esa masa, seguía sintiéndose horrorizado por el grito. El gigante chocó con el suelo con tanta fuerza que agitó y soltó las rocas. Se quedó allí agitándose, de una manera horripilante. Y luego quedó en silencio. El sol cayó sobre una larga loseta de granito, cuya forma humana apenas era reconocible, aunque seguía envuelta en pieles.

También Holger cayó a tierra, con un rugido en sus oídos.

Al recuperarse tenía la cabeza sobre el pecho de Alianora. El cabello y las lágrimas de ésta caían sobre su rostro, como el nuevo amanecer. Hugi correteaba alrededor de la gran piedra.

—¡Oro, oro, oro! —gritaba, acompañándose de una risa aguda—. Los gigantes llevan siempre una bolsa llena de oro. ¡De prisa, hombre, ábrele el saco y haznos tan ricos como los reyes!

Holger se puso en pie y se acercó a él.

—No me gusta esto —dijo Alianora—. Pero si pensáis que es mejor que nos llevemos sus riquezas —pues con seguridad que podremos gastar algunas monedas en nuestro viaje—, ayudaré a llevar la carga y pediré que la maldición caiga sobre mí sola. ¡Querido mío!

Holger hizo una señal a Hugi para que se apartara y se inclinó junto a la bolsa, tosca y de paja. Ya se habían salido algunas monedas. Brillaban bajo su vista como soles en miniatura. Pensó que si a una parte de este tesoro le daban una utilización digna, como la de construir una capilla al buen San Jorge, podría conseguir que el resto no estuviera maldito.

¿Cuál era ese olor? No era la peste de las pieles, sino otro débil aroma, como a tormenta, bajo ese cielo claro del amanecer.

¿… Ozono? Eso es. ¿Pero de dónde vendría?

—¡Dios mío! —exclamó Holger. Se puso en pie de un salto, cogió a Alianora en sus brazos y corrió hacia el campamento—. ¡Hugi! ¡Sal de aquí! ¡Apártate de este lugar! No toques nada si quieres vivir.

En cuestión de minutos estaban montados y descendían por la pendiente occidental. Holger no se sintió a salvo para hacer una parada hasta que se habían alejado varios kilómetros. Y entonces tuvo que satisfacer la petición de una explicación de sus compañeros con algunas excusas débiles acompañadas de que los santos le habían concedido la visión de un tremendo peligro. Por fortuna, lo tenían en una alta estima y no le discutían nada.

¿Pero cómo había dado él con esa verdad? Lo cierto es que nunca había captado en profundidad la teoría atómica. En la facultad solamente había estudiado los experimentos de transmutación de experimentadores como Rutherford y Lawrence, y sobre las quemaduras del radio.

Las historias sobre la maldición que caía sobre quienes saqueaban a un gigante muerto por el sol eran absolutamente ciertas. Cuando el carbono se transforma en silicio, se produce un isótopo radioactivo; y en el proceso se ven implicadas toneladas de material.

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