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Lejos y débilmente, en el límite mismo de la audición, sonaron los cuernos. Transmitían el ruido del viento, el mar, de grandes alas batientes, una voz de halcón, una voz de cuervo. Y Holger supo que la caza salvaje de su ser había comenzado.

De un salto subió sobre Papillon. Cuando el semental se puso en movimiento levantó a Alianora y la colocó tras él. Carahue ya había partido. La yegua blanca y las desgarradas ropas blancas de su jinete parecían espectrales bajo la pálida luna. Podía escuchar los cascos. Se dispusieron a la larga huida.

La luna era un brillo plateado en el ojo izquierdo de Holger. El montículo se deslizaba hacia atrás, bajo los pies tenía la oscuridad, las piedras resbaladizas y el susurro de los matorrales, un repiquetees de ramas que se asemejaba a una risa. Bajo los muslos, sentía el movimiento y la palpitación de los músculos del caballo; en la cintura sentía las manos de Alianora, que le guiaban en la dirección que había espiado. El hierro que llevaba encima resonaba, el cuero crujía, el viento gritaba. Pero más fuerte era la respiración del esforzado caballo.

Por todas partes a su alrededor había estrellas, pero impensablemente remotas en un cielo negro. El Cisne centelleó sobre su cabeza, la Vía Láctea derramaba los soles en su oscuro arco, bajo la Estrella Polar giraba el Carro Mayor; todas las estrellas eran frías. Hacia el norte comenzó a ver las cumbres de la cordillera, como una espada afilada envainada en un hielo que brillaba bajo la luna. Tras él aumentaba la falta de luz.

¡Galopar, galopar y galopar! Holger escuchó entonces que los cuernos salvajes estaban más cercanos, gritando y gimiendo. Nunca había oído tal angustia como la que soplaba en los cuernos de los condenados. En el aire aromático pudo escuchar cómo resonaban los cascos en los cielos y el sonido de los perros inmortales. Se inclinó hacia adelante. Su cuerpo se sacudía con la prisa de Papillon, había soltado la mano de las riendas, poniéndolas sobre el cuello arqueado, y con la 3tra sujetaba a Alianora.

Velozmente, sobre el montículo de borde grisáceo, bajo las últimas nubes tormentosas y la luna que se hundía, tenía que galopar, galopar y galopar. La pena de los cazadores aullaba en su cabeza. Se movió y puso en tensión para ver su objetivo. Pero sólo podía ver la llanura, y las montañas glaciales más allá.

Carahue comenzó a quedarse atrás. Su yegua resbaló. De ma sacudida le levantó la cabeza y la acarició. Holger pensó que podía escuchar las patas de los perros de pesadilla. Un ^rito lunático le llegó.

Miró hacia atrás, pero el pelo agitado de Alianora ocultaba la visión de los que le seguían. Creyó haber visto un brillo metálico. ¿Ese era el rechinar de los huesos de los muertos?

—¡Deprisa, deprisa, el mejor de los caballos! Corre, camarada, corre como no lo ha hecho nunca ningún caballo lasta ahora, pues seguramente todos los hombres nos persiguen. Apresúrate, caballo mío, pues cabalgamos para saltar sobre el tiempo, cabalgamos marchando contra Caos. ¡Que Oíos sea contigo, que Dios te fortalezca para tu carrera!

Los sonidos de los cuernos llenaban su cráneo. Las pezuñas y perros y huesos vacíos estaban a su espalda. Holger sintió la vacilación de Papillon. Alianora casi cae al suelo. La cogió por la muñeca y la volvió a subir. Siguieron cabalgando.

Hacia arriba, hacia adelante, ¿qué era aquello que se elevaba hacia el cielo? La iglesia de San Grimmin… pero la cacería salvaje aullaba por abajo. Pudo escuchar el clamor de los fuertes vientos, y vio la oscuridad ante sus ojos. Jesucristo, no soy digno, pero ayúdame.

Un muro se alzó en su camino. Papillon cobró fuerzas y lo saltó. Cuando los cazadores se acercaban a él, Holger sintió tal frío como no había soñado que existiera, recorriendo su corazón. Creyó haber oído el viento silbando entre sus costillas.

El corcel negro tomó tierra con un golpe tal que casi lo derriba de la silla. Después venía Carahue. La yegua blanca no salvó el muro. Cayó hacia atrás, pero su jinete saltó y se libró. Se cogió a la parte de arriba del muro y consiguió caer al patio de la iglesia. Holger escuchó a la yegua relinchar una vez, breve y horriblemente, antes de que los rugidos fueran más fuertes.

Y entonces desapareció. También el viento desapareció. El silencio se extendió como una pantalla.

Holger se inclinó. Su mano temblaba, pero cogió la de Carahue, como había cogido ya la de Alianora. Miraron a su alrededor.

El patio estaba cubierto de hierba y matorrales y de lápidas desvencijadas que circundaban el perfil ruinoso de la iglesia. La niebla se movía lentamente, a jirones, con un brillo blanco donde la tocaba la luz de la luna, y un olor húmedo a corrupción. Holger pudo percibir el estremecimiento frío de Alianora.

Escuchó el sonido que venía desde las sombras que había tras la iglesia. Era el sonido de un caballo moviéndose entre las tumbas. Un caballo viejo, cojo, exhausto hasta el borde de la muerte, que tropezaba entre las tumbas mientras le buscaba, y su garganta lanzó un gemido. Pues sabía que era el caballo del infierno, y que quien lo viera moriría.

Papillon no podía ya apresurarse, pues las lápidas surgían de las hierbas como dedos que tiraban de él. Carahue lo tomó de las riendas para dirigirlo. Caminaban entre las losas, que se inclinaban en su olvido, con los nombres borrados hacía tiempo de sus caras. El sonido del caballo viejo y cojo se fue haciendo cada vez más fuerte, trastabillando entre las sombras hacia ellos.

La niebla rué rodeando la iglesia de San Grimmin, cada vez más espesa, como si tratara de ocultarla. Holger apenas pudo ver que la aguja del campanario había caído, el techo había desaparecido, las ventanas estaban vacías. Lentamente, tanteando su camino entre los vapores y las tumbas, Carahue se aproximó a él.

Los cascos del caballo del infierno resonaban en la antigua gravilla. Pero aquella era la puerta de la iglesia. Holger la derribó. Alianora se encogió sobre el lomo de Papillon. El levantó sus brazos y ella cayó en ellos. La llevó encima, subiendo los escalones roídos por el tiempo.

—Tú también —dijo Carahue suavemente, conduciendo al corcel al interior.

Se detuvieron en lo que había sido la nave y miraron hacia el altar. El último rayo de luna caía sobre él. El crucifijo estaba todavía allí, elevado sobre el presbiterio caído, y Holger pudo ver el rostro de Cristo contra las estrellas. Cayó de rodillas y se quitó el casco. Un momento después, Carahue y Alianora se unían a él.

Escucharon que el caballo del infierno se iba. Cuando el sonido de sus cascos, al cojear, dio paso al silencio, despertó una ligera brisa que esparció la niebla. Holger pensó que la iglesia no estaba muerta, no estaba profanada. Se erguía teniendo el cielo como techo, y amurallada por el mundo vivo; se erguía como el signo de la paz.

Se levantó y atrajo hacia él a Alianora. Sabía que ése era el final de su búsqueda, y ese conocimiento le resultó doloroso. Puso los ojos en el rostro de Alianora, vuelto hacia arriba, antes de besarla.

Carahue dijo suavemente:

—¿Qué es lo que en verdad habéis venido a buscar aquí?

Holger no respondió enseguida. Se acercó al altar. En el suelo, delante de la barandilla, había una loseta de piedra. Cuando tocó el aro de hierro que había encima, un estremecimiento antiguo le recorrió.

—Esto —dijo. Sacó su espada, que ahora era inútil como arma, y la metió entre el anillo para que le sirviera de palanca. La losa era terriblemente pesada. Sintió que el acero se doblaba con el esfuerzo—. Ayúdame —dijo jadeando—. ¡Por favor, ayúdame!

Carahue metió su espada en la grieta que había abierto el danés. Un momento después la otra espada se rompía. Juntos levantaron la losa. Cayó en el pavimento con un estruendo hueco y se rompió en tres pedazos. Alianora cogió a Holger por el hombro.

—¡Escucha! —exclamó.

El caballero levantó la cabeza. A lo lejos se escuchaba el estruendo de un ejército. Un terremoto de cascos, el sonido de las trompetas, el resonar mortal de las armas.

—Son las huestes de Caos que cabalgan contra la humanidad.

Holger miró al agujero estrecho que tenía a sus pies. La luz de la luna brillaba con un tono azul sobre la gran espada que yacía esperando.

—Nada tenemos que temer —dijo—. Ellos no pueden resistirse a lo que está encerrado en esta espada. Cuando sus dioses demoníacos hayan sido empujados hacia el Mundo Medio, los humanos salvajes se desesperarán y huirán. Los tendremos pronto aquí.

—¿Quién eres? —susurró Alianora.

—Todavía no lo sé. Pero lo sabré pronto.

Se retrasó un momento más. Había un poder en él, algo que estaba más allá de las esperanzas del hombre. No se atrevía a levantarlo. Miró hacia arriba, a la figura que había en la cruz. Doblándose, tocó con la mano la espada Cortana.

—Conozco esa espada —dijo Carahue sin aliento.

Holger sintió que la ilusión que le cubría se disolvía. Recuperó la memoria y se conoció a sí mismo.

Se reunieron a su alrededor, Alianora rodeada por su brazo libre, Carahue cogido a su hombro, el morro de Papillon empujando suavemente su pecho.

—Suceda lo que suceda —dijo Holger—, me suceda lo que me suceda, habéis de saber que retornaréis salvos y que siempre me llevaréis mi amor.

—Te he buscado, camarada —dijo Carahue—. Te he buscado, Ogier.

—Te amo, Holger —dijo Alianora.

Holger Danske, a quienes las antiguas crónicas francesas conocen con el nombre de Ogier el Danés, montó en la silla. Y fue el príncipe de Dinamarca, a quien en su cuna las hadas y los hombres le dieron fuerza, suerte y amor. Y él fue el que acudió a servir a Carlomagno y se elevó entre los mejores de sus caballeros, el defensor de la cristiandad y la humanidad. El que venció a Carahue de Mauritania en la batalla, y se convirtió en su amigo, y viajó muy lejos con él. El amado de Morgana le Fay; y cuando envejeció, ella le llevó a Avalon y le devolvió la juventud. Allí se quedó hasta que los paganos amenazaron de nuevo a Francia, cien años más tarde, y de allí salió para vencerlos de nuevo. Entonces, en el momento de su triunfo, fue apartado de los mortales.

Y algunos dicen que espera en la isla intemporal de Avalon hasta que la bella Francia esté de nuevo en peligro, y algunos dicen que duerme bajo el castillo de Kronborg y despertará cuando lo necesite Dinamarca, pero ninguno recuerda que es y ha sido siempre un hombre, con las necesidades y amores humildes de un hombre; para todos es simplemente el Defensor.

Salió cabalgando del montículo y fue como si el amanecer cabalgara con él.

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