21

La noche les sorprendió en el paso. Resultó ser una hendidura ascendente a través de la peña, cubierta por rocas fragmentadas, por donde había fallado la montaña. Al día siguiente necesitarían horas para ascender hasta la meseta. Después, dijo Alianora, no eran demasiados los kilómetros que les separaban de su objetivo, y el recorrido se haría sencillo.

Tan sencillo como el descenso a los infiernos, pensó Holger con un estremecimiento. El ingeniero agnóstico que había en él pensaba que hasta ese momento el camino se había parecido bastante al proverbial sendero que conduce al cielo. Pero el mundo del ingeniero parecía infinitamente lejano, tanto en el tiempo como en el espacio, un sueño que había tenido una vez, y que desaparecía de su memoria, tal como les sucedía a todos los sueños.

Bajo los precipicios encontraron un prado, si es que merecía ese nombre ese trozo de suelo no totalmente desértico, y establecieron el campamento. En el centro se erguía un alto monolito. Pudo haber sido un menhir pagano, de los tiempos anteriores a que el troll que Hugi había olido llegase a vivir a alguna cueva cercana, alejando a los seres humanos. Se hizo la oscuridad. El viento se había reanudado y se fortalecía cada hora. Las llamas anaranjadas se alargaban por encima del suelo; las chispas saltaban como meteoros y con la misma rapidez desaparecían. Por encima tenían una negrura en la que la luna gibosa se veía en raros destellos, corriendo entre las monstruosas formas de las nubes. La noche estaba llena de silbidos y crujidos.

Los miembros del grupo estaban demasiado agotados como para tragar algo más que un poco de comida y envolverse en sus mantas. Hugi se encargó de la primera ronda de vigilancia, y Holger de la segunda. En aquel momento la noche era absoluta. Holger atizó el fuego, se apretujó el manto para vencer el frío y miró a sus compañeros.

El brillo hacía que sobresalieran sus figuras. Carahue dormía como un gato, con la misma tranquilidad y comodidad que aparentaba cuando estaba despierto. Hugi se había enrollado en la manta como si fuera un capullo, y sólo sobresalía de ella su nariz, que roncaba sensualmente. Holger posó la mirada en Alianora, y la dejó allí. La manta se había deslizado. Estaba de costado, con las piernas recogidas hacia arriba y las manos encima de sus pequeños pechos. Su rostro, que podía vislumbrar entre una mata de cabello, era infantil, y con el sueño había adoptado una apariencia extrañamente indefensa. Holger se agachó para arroparla. Sus labios rozaron la mejilla de la joven y ella sonrió sin despertar.

El se levantó. Sentía una pesadez más por ella que por sí mismo. Ya era bastante malo que se hubiera visto atraído por irresistibles poderes guerreros, pero odiaba pensar que ella se hubiera visto arrastrada con él, Dios sabría hasta dónde. ¿Pero qué podía hacer? ¿Qué podía hacer? Golpeó la palma de una mano con el puño cerrado de la otra.

—Maldición —murmuró—. Maldición —exclamó sin saber si estaba lanzando una maldición o estaba implorando.

—Holger.

Se dio la vuelta de un salto. Ya tenía la espada en la mano. Pero sólo encontró la oscuridad, más allá de la hoguera. So— pió el viento, la hierba seca murmuró, en algún lugar gritó un búho.

—Holger.

Caminó hasta el borde del círculo encantado.

—¿Quién anda ahí? —preguntó en voz baja, a pesar de sí mismo.

—Holger —contestó la voz—. No grites. Sólo hablaré contigo.

Los latidos de su corazón se lanzaron a una carrera. Dejó caer la espada, como si se hubiera vuelto demasiado pesada para él. Morgana le Fay avanzó hasta la luz.

Esta ondeaba, pintándole a ella de rojo sobre el fondo de negrura. Las sombras acariciaban ese cuerpo dentro del largo y vacilante vestido. El fuego tocaba sus ojos y encendía en ellos pequeñas llamas.

—¿Qué quieres? —preguntó Holger.

La sonrisa de ella era lenta y hermosa.

—Tan sólo hablar contigo. Ven aquí conmigo.

—No —contestó, sacudiendo violentamente la cabeza, esperando que así se aclarara—. No hay nada que hacer. No daré un paso más allá del círculo.

—Nada tienes que temer. Al menos nada de los seres a quienes detendrían tus símbolos. Están en otra parte, preparándose para la batalla —se encogió de hombros—. Pero sea como tú quieres.

—¿Qué tienes entonces para amenazarme? —preguntó—. ¿Más caníbales?

—Aquellos a quienes encontraste hoy tenían órdenes estrictas de mantenerte vivo a toda costa —dijo ella con la mayor seriedad—. Habrías hecho mejor en entregarte a ellos. Te habrían traído hasta mí, sin daño alguno.

—¿Y mis amigos?

—¿Qué son para ti esos conocidos de sólo unas semanas? ¿Por qué has de preocuparte de ellos? En cualquier caso, querido mío, el grupo al que rechazaste hoy ha regresado con el ejército principal de su tribu. Y el jefe está loco de ra— bia por la vergüenza que dejaste caer sobre él. Ni yo ni el propio infierno podremos impedir que trate de matarte la próxima vez que te encuentre. Sólo podrá recuperar el honor comiéndose tu corazón. Vente conmigo, Holger, mientras puedas.

—¿Contigo, que has ayudado a enseñar a esos pobres salvajes a comerse hombres?

Morgana hizo una mueca.

—No hice yo eso. Ciertos aliados míos, los demonios y sus profetas, a quienes Caos ha utilizado para poner bajo nuestro control a los montañeses… ellos han predicado esa tosca religión. Que no es la que yo les habría enseñado —su sonrisa retornó—. Yo creo en la alegría, en el cumplimiento de la vida, eso es lo que te enseñé una vez y te volvería a enseñar otra, Holger.

—Tampoco ese argumento funcionará —dijo él. Miró más allá de ella, hacia la noche. Y esta vez, comprendió de pronto, sabía lo que decía. Ya no deseaba a Morgana le Fay. Cuando ella se acercó y le tomó la mano, sus dedos le produjeron la misma sensación que los de cualquier mujer. Una mujer atractiva, ciertamente, pero nada más que eso.

—No eres la persona más constante del mundo —dijo ella, todavía sonriendo—. Una vez te rebelaste contra el señor al que habías jurado lealtad, el propio Cari. Nunca había tenido un enemigo más fiero hasta que tu gran corazón puso fin a la enemistad.

—Pero sospecho que nos reconciliamos —contestó Holger, apartando la mano de ella.

Morgana miró a Alianora. Su suspiro contenía una tristeza no fingida.

—Percibo que una brujería más antigua que la mía te ha hechizado, Holger. Bueno, fue gozoso en otro tiempo. Nada podrá quitarme eso.

—En cambio tú me has quitado el pasado —replicó Holger con amargura—. Me convertiste de nuevo en niño y me enviaste fuera de mi universo. Y no he regresado por ti. Alguna otra cosa me trajo, algo que ninguno de nosotros entiende.

—Entonces ya sabes eso —dijo ella—. ¿Querrías saber algo más? Si lo deseas, puedo hacer que recuperes la memoria perdida.

—¿A qué precio? ¿Al mismo que quisiste la última vez?

—Por menos. No será necesario que traiciones a tus amigos de ahora. Puedo hacer que también ellos prosperen. Tu actual dirección sólo les conduciría a la destrucción, contigo.

—¿Y cómo puedo confiar en tu palabra?

—Déjame que te devuelva la memoria. Sal de ese círculo para que pueda utilizar un hechizo que disuelva la oscuridad que hay en ti. Entonces recordarás los juramentos que te atan a mí.

Holger la miró. Estaba de pie, alta y serena, salvo por el cabello oscuro que se agitaba bajo la corona. Sin embargo, Holger sintió que ella estaba tan tensa como un alambre a punto de romperse. Su boca, llena, había adelgazado, la curva de la nariz estaba dilatada, los reflejos de mego que había en sus ojos parecían enfebrecidos. Lentamente, ella me apretando los puños.

¿Por qué razón la bruja más poderosa del mundo le temía? Holger meditó en ello, allí de pie, bajo la noche ventosa, con el sueño a sus pies y la negrura por encima de la cabeza. Ella tenía poderes, sí, y los había utilizado contra él; pero él mismo poseía alguna otra fuerza, que se le oponía, y esa fuerza le decía: «Hasta allí, y no más lejos.» Todos los actos de magia que ellos habían intentado, en Avalon, en Faerie, en las tierras de los mortales, no habían conseguido detenerlo. Ahora hasta la propia belleza de Morgana se había vuelto impotente por causa de aquellos ojos grises y las trenzas morenas. Ya no tenía encantamientos que pudieran detenerle.

Desde luego, a algo que no estuviera embrujado por ella, sino que fuera sobrenatural por sí mismo, o incluso al acero frío y ordinario, él seguía siendo terriblemente mortal. —En mi mundo —dijo Holger, no sin cierta perplejidad—eres un mito. Nunca pensé que lucharías contra un mito.

—Tampoco ése es tu mundo —replicó ella—. Aquí tú también eres una leyenda. Este es tu lugar, a mi lado.

El agitó la cabeza.

—Creo que los dos mundos son míos —contestó imperturbable—. De alguna manera, tengo un lugar en ambos.

Sin embargo, la excitación crecía en él. Había estado demasiado preocupado hasta ese instante para extraer la conclusión evidente: que él mismo pertenecía al ciclo carolingio-artúrico. En algún lugar, atrás, en aquel otro cosmos (¡qué lejos estaba de esta noche y esta mujer!), él debió leer alguna vez sus propias hazañas.

Pero si era así, decidió con tristeza, el olvido lo había cubierto. Su nombre podía ser una palabra conocida en su patria; pudo haber sido su propio héroe infantil; pero el hechizo de Morgana seguía funcionando. La transición hasta ese mundo había ocultado cualquier recuerdo que hubiera tenido de las historias sobre… sobre tres corazones y tres leones.

—Me parece que al menos este mundo te gusta más —le dijo Morgana—. Ten cuidado no vayas a aparecer en el otro —dio un paso hasta acercarse a él, hasta que casi se tocaron—. Sí, ciertamente, hay una gran hueste en ambos mundos, y tú eres el punto esencial de ambos. Te confesaré eso. Pero si sigues adelante con este loco plan, manejando poderes de los que nada sabes, lo más probable es que fracases y mueras. O quizá triunfes por azar, y te arrepientas de lo que hiciste. Abandona tu carga ahora, Holger, y habita aquí feliz eternamente. ¡Todavía tienes tiempo!

El sonrió, con escaso humor.

—No te esforzarías tanto por hacerme abandonar si no fueran mejores mis posibilidades de ganar. Supongo que sabes a lo que estoy atado. Has hecho todo lo posible por engañarme, y capturarme, y dejarme impedido. Sin duda, la próxima vez intentarás matarme. Pero pienso seguir adelante. Qué palabras tan pomposas, le decía su ser interior. Cualquiera podría pensar que te las crees.

Fatigado, supo de pronto que sólo quería la paz. Y poner fin a esta lucha en la oscuridad. Un lugar en donde ocultarse con Alianora de todos los mundos y todas sus crueldades. Pero no podía pedir un descanso. Había otros muchos que quedarían atrapados en el momento en que él se apartara del camino. No era un maldito héroe, por Judas, sino un tipo que tenía que vivir consigo mismo, ¿no?

Morgana le observó un largo momento. El viento silbaba alrededor de ambos.

—En esto hay un destino —dijo por fin, pesadamente—. Sí, veo que incluso Carahue ha retornado. Las partes del modelo se han unido. Pero no estés seguro de que el Tejedor lo completará.

De pronto las lágrimas brillaron en sus ojos. Se inclinó hacia adelante y lo besó, pero sin fuerza, casi momentáneamente, aunque él raras veces hubiera sentido mayor ternura.

—Adiós, Holger —dijo. Se dio la vuelta y desapareció de la vista.

El se quedó allí de pie, temblando por el frío. ¿Debía llamar a los otros? No, mejor dejarlos dormir, pensó vagamente. No quería hablar sobre lo que había sucedido. No era asunto de nadie.

Pasó el tiempo. La noche gritó con más tuerza. Mirando hacia arriba se liberó de su ensueño, calibrando por la luna si su turno había terminado. El cielo era un tintero nublado. No importaba. Podía seguir con la guardia. Al fin y al cabo, después de lo que había sucedido no iba a dormir. Por no hablar del ruido. Ahora estaba soplando un verdadero vendaval, que hacía entrechocar las piedras, y crujir el metal…

¡Hay!

Apareció ante él el jefe caníbal. Más allá, destellaron las puntas de las lanzas. Debía haber cien hombres, o más, debían haber estado escondidos en el paso, y ahora Morgana los había enviado para… —¡Despertad! ¡Despertad, ya vienen!

De un salto Hugi, Alianora y Carahue se pusieron en pie. El sarraceno tenía la espada en la mano. Saltó hacia el caballo, alarmado, y arrancó las riendas del poste en donde estaban atadas. La joven saltó a su montura. Dos montañeses gritaron y se lanzaron sobre ella. Uno de ellos con una espada. Hugi se metió entre sus piernas, como un huracán pequeño y moreno. Cayeron al suelo. Holger se lanzó sobre otro. Su espada se elevó y cayó. Un cráneo se abrió horriblemente.

Cuando el cuerpo cayó sobre él lo lanzó hacia atrás con tanta fuerza que derribó al siguiente hombre. Una lanza rozó su cota de malla. Lanzó un hachazo al rostro del jefe. Oscuro bajo la luz del fuego, le sonrieron unos dientes limados. Unos brazos se cerraron alrededor de su cuello. Dio una patada hacia atrás sirviéndose de sus espuelas. El salvaje gritó y le soltó.

Holger retrocedió hasta que tuvo el menhir a sus espaldas. Un hombre alto, que llevaba un dragón pintado en el estómago, dio un salto hacia adelante, para atacarle. Holger dio un corte lateral y la cabeza del hombre cayó de sus hombros. Un círculo de enemigos se aproximó presionándole. Más allá de sus plumas y cuernos, vio a Carahue montado, batiéndose con su sable. Papillon cojeaba, mordía, piafaba; las crines y la cola volaban como llamas negras.

Un montañés se levantó poniéndose vientre con vientre con Holger. Había conseguido deslizarse bajo la guardia del danés. Lanzó hacia arriba la daga que llevaba en la mano. Consiguió atajar la cuchillada con el brazo izquierdo. Hugi apareció entonces bajo el salvaje, le cogió de los tobillos y lo derribó. Hombre y enano rodaron, gruñendo.

El jefe estaba inmediatamente detrás. Haciendo un ruido estruendoso, golpeó con el hacha el casco de Holger. Este se sacudió y se oyó a sí mismo quejarse: «Por Dios y por San Jorge.» El jefe se echó a reír y golpeó de nuevo. De alguna manera, Holger paraba los golpes. Casi todos. Otros golpeaban su casco y cota de mallas. Retrocedió. Otros dos hombres llegaron corriendo por los costados. Carahue apareció ante ellos. La hoja del sarraceno silbó. Un pagano se agarró el brazo, y se quedó mirando hacia delante, estúpidamente, mientras el brazo se le quedaba en la mano, cayendo después de rodillas. Holger dio un golpe bajo y alcanzó la pierna del otro, que dio unos tumbos hacia atrás. El jefe se dio la vuelta para enfrentarse a Carahue con el hacha. Entrechocaron maldiciéndose.

El caballo de Alianora relinchó. Desjarretado, cayó a tierra. El cisne blanco levantó el vuelo, pero volvió a bajar atacando a los ojos de los enemigos. Holger sollozó para que le entrara aire en los pulmones. Alguien lanzó una orden. Varias lanzas cayeron a su alrededor y olvidó que estaba herido y agotado. Cargó contra los enemigos. Su espada caía como una guadaña. Levantando las patas traseras, Papillon parecía inmenso, y dejándolas caer machacaba los cerebros con unos relinchos que superaban los gritos de guerra. Hombre y caballo esparcieron al grupo de lanzadores de jabalina y volvieron junto a la piedra.

Hugi se levantó de un cuerpo que había quedado tendido, se sacudió las manos y se unió a ellos. Alianora volvió a convertirse en mujer, en el mismo lugar. Un momento más tarde llegaba Carahue, al trote. Holger puso un pie en el estribo y montó en Papillon. Un salvaje se lanzó hacia él. Holger le dio una patada en los dientes. Agachándose, se puso el escudo en el brazo. Extendió la mano de la espada para ayudar a Alianora a subir tras él. Carahue le dejó sitio a Hugi. Los dos caballeros se miraron el uno al otro, asintieron y cabalgaron hacia la batalla.

Durante unos minutos todo fueron cuchilladas y tajos. Luego, de repente, el enemigo había desaparecido. Jadeantes, Holger y Carahue regresaron junto al menhir. Sus espadas estaban rojizas. La sangre manchaba las ropas, los brazos y los rostros. La luz del fuego alumbraba charcos de sangre en el suelo. Había cuerpos yacentes, algunos de ellos se movían y gemían, otros estaban totalmente inmóviles. Los montañeses se habían retirado a unos matorrales situados al borde del campo de visión; sólo podían ver realmente sus armas. Holger reconoció al jefe, que había perdido el casco de guerra y tenía el cuero cabelludo lacerado. El jefe se levantó y fue cojeando hacia sus hombres.

Carahue exhibió una gran sonrisa.

— ¡Noblemente hecho, noblemente! —exclamó jadeante—. Por la mano del profeta… del profeta Jesús, sir Rupert, ¡creo que sólo un hombre en el mundo puede luchar como vos lo habéis hecho!

—Pues vos no vais a la zaga —le contestó Holger—. Aunque me hubiera gustado que hubierais podido terminar con su jefe. Conseguirá que nos ataquen en un momento.

—Las flechas terminarán con nosotros —intervino Hugi—. De haber sido más listo, esos bobos ya nos habrían agujereado.

Holger miró hacia atrás, a Alianora. La sangre corría en el brazo izquierdo de ésta. El miedo que le asaltó al caballero fue horrible.

—¿Estás herida? —preguntó con una voz tan aguda como la de una mujer.

—No, no es nada —contestó ella, sonriendo con unos labios temblorosos—. Un dardo me rozó.

Holger miró la herida. Bastante fea en una situación ordinaria, habría dicho; pero no mucho considerando las circunstancias presentes. Sus huesos parecieron fundirse.

—Construiré una capilla… a San Sebastián… por esto —susurró.

Las manos de Alianora se cerraron en la cintura de Holger.

—Hay una manera mejor de mostrar tu alegría —le dijo ella en voz baja, cerca de su oído.

Carahue les interrumpió bruscamente.

—No podremos construir nada si no escapamos pronto. Si nos lanzamos colina abajo, Rupert, podremos eludir la persecución.

La suavidad de Holger se congeló. —No —dijo—. No podemos hacerlo. Este es el camino a San Grimmin. Los otros pasos están obstruidos, yeso si tenemos tiempo para buscarlos. Tenemos que cruzar por aquí.

—¿Directamente por enmedio de ellos? —preguntó el sarraceno—. ¿Hemos de subir esa montaña cubierta de guijarros en la oscuridad, mientras nos atacan cien guerreros? Me parece que habéis perdido el seso.

—Podéis subir si lo deseáis —dijo Holger con fría determinación—. He de llegar a la iglesia esta noche.

Hugi se le quedó mirando fijamente y Holger se sintió inquieto bajo esos pequeños ojos, hasta que dijo:

—Bien, ¿qué importa? Probablemente muramos en el paso. Lo sé. Escapa con Carahue. Iré solo.

—Ni hablar —contestó Hugi.

Permanecieron tan inmóviles que Holger podía oír cómo le corría la sangre por las venas. El enano habló en voz baja, pero con dureza:

—Queréis hacer una locura de caballero, pero yo puedo ayudaros. Bien sabéis que no podemos cruzar ese paso. Pero hay otro camino por el que no nos seguirán. Puedo oler el camino hasta la madriguera del troll. La nariz me dice que no está muy lejos. Seguramente tiene más de un conducto que cruza los montes; y quizá esté fuera, o dormido, o lejos dentro de sus túneles y no se dé cuenta de nosotros. Es una posibilidad horrible, pero creo que la única. ¿Qué decís? ¿Os parece demasiado para llegar a la iglesia encantada?

Holger escuchó un jadeo a su espalda.

—Carahue —dijo—. Tomad a Alianora y ved si podéis ponerla a salvo. Hugi y yo iremos por ese agujero del troll…

La joven se abrazó a su cintura.

—No —dijo enfadada—. No te librarás de mí tan fácilmente. Yo también voy.

—Y yo —añadió Carahue después de tragar saliva—. Nunca he dicho que no a una aventura.

—¡Por las barbas! —bufó Hugi—. Vuestros huesos acabarán esparcidos en la guarida del troll. No seréis los primeros dos caballeros que mueran porque tenían tanto orgullo que no les quedaba sitio para la sesera. Lo único que me apena es que arrastréis con vosotros a la doncella—cisne. ¡Y ahora, dispuestos a galopar!

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