Sintiendo que se ahogaba, trató de dar patadas, pero ya se estaba desmayando. Su cerebro comenzó a girar hacia la noche. Cuando le soltaron, un extraño reflejo abrió su boca en un jadeo.
No se ahogó. Se sentó. Por un momento no pudo pensar quién era, o por qué estaba allí, ni dónde estaba. La conciencia retornó. Pero necesitó que pasaran varios minutos para ver las cosas, pues sus ojos no estaban acostumbrados a ellas.
Se sentó en la arena blanca que, formando graciosas ondulaciones, se extendía hasta donde se perdía la vista. Aquí y allá había piedras cubiertas de algas verdes brillantes, cuyos largos filamentos ondeaban hacia arriba. Una luminosidad llenaba el aire, semejante a la luz sin origen de Faerie, pero débilmente verdosa. Sólo que… no había aire. De su boca y nariz salían burbujas que se elevaban como si fueran pequeñas y pulidas lunas. Vio pasar un pez desde la palidez que tenía a su izquierda hasta las distancias sin perspectiva de la derecha. De un salto, se puso en pie, rebotó y se movió a la deriva con fantasmal lentitud. Le parecía que su cuerpo carecía de peso. Alrededor de cada movimiento el agua fluía sensualmente. —Bienvenido, sir Holger —le dijo una voz fría y dulce.
Se dio la vuelta y vio ante él a una mujer perezosamente colocada. Estaba desnuda y era blanca como el papel, aunque bajo la piel podía ver los delicados trazos verdes de las venas. Sobre los hombros le flotaba un cabello largo, fino y verde como las algas. Tenía un rostro ancho de nariz plana, ojos amarillos y boca gruesa y sensual. El cuello, torso, miembros y manos no eran por contraste demasiado humanos en su esbeltez. Salvo en las anguilas, Holger no había visto nunca una gracia de movimientos como la suya.
—¿Quién… quién… quién sois? —dijo sofocándose.
—Dejemos eso ahora —dijo ella riendo—. No eres un buho, sino un caballero de alto nacimiento. Bienvenido —añadió, acercándose más con una patada. Holger vio que sus pies eran palmeados y estaban llenos de dedos. Los labios y las uñas eran de color verde pálido, pero la visión no resultaba horrible. ¡Por el contrario! Holger tuvo que recordar que estaba en serios problemas.
—Perdona mi impetuosa invitación —dijo, formando unas burbujas brillantes en su boca. Algunas, como si fueran joyas, se pegaron a sus trenzas—. Necesitaba aprovechar el momento pasajero en el que no tuvieras hierro alguno y te encontraras en estado de ánimo e infeliz. Espero que no te haya hecho daño.
—¿Dónde diablos estoy? —explotó.
—Bajo el lago, en donde yo, su hada acuática, he habitado estos numerosos y solitarios siglos —lo tomó de las manos. Las de ella eran suaves y frías, pero bajo ellas subyacía una sensación de fuerza que le captó enseguida—. No temas. Mi hechizo impide que te ahogues.
Holger tomó su respiración. No parecía distinta de la habitual, salvo por una ligera pesadez en el pecho. Giró la lengua alrededor de la boca y arrojó saliva entre los dientes. Pensó, esforzándose por mantener la cordura, que de alguna manera las fuerzas llamadas mágicas debían extraer el oxígeno del agua para él, y formar con él una delgada capa protectora, quizá monomolecular, sobre su rostro. El resto de él se encontraba en contacto directo con el lago. Sus ropas colgaban empapadas. Sin embargo, se mantenía lo bastante caliente… ¿Pero de qué estoy hablado?¡Tengo que salir de aquí!
Trató de librarse de ella.
—¿Quién te ha incitado a esto? —preguntó Holger.
Ella extendió sus brazos por encima de la cabeza hasta que los cabellos verdosos se entrelazaron con la blancura de su cuerpo, se arqueó hacia atrás y se colocó sobre las puntas de los dedos.
—Nadie —respondió sonriendo—. No puedes imaginar lo fatigosa que es la existencia solitaria e inmortal. Cuando un guerrero joven y hermoso, con bucles como el sol y ojos como el cielo, acierta a pasar por aquí, lo amo al instante.
A Holger empezaron a arderle las mejillas. La parte distanciada de sí mismo reflexionaba que ella, por pertenecer al Mundo Medio, era inmune a la visión que le había disfrazado, haciendo que no pareciera el mismo. Pero aun así… ¿cómo conocía ella su nombre?
—¡Morgana le Fay! —consiguió decir hacia el exterior.
—¿Qué importa? —su capa caía a lo largo de todo el cuerpo—. Ven, mi casa está cercana. Te aguarda una fiesta. Después… —se calló. Bajó los párpados.
—Esto no es accidente —insistió—. Esperaba que Morgana nos encontrara. Cuando pasamos junto a este lago, ella lo dispuso todo. No creo que ni mis propias acciones fueran libres.
—Oh, no temas eso. Ningún mortal de buen carácter puede ser conmovido por el encantamiento a menos que él mismo lo desee.
—Bueno, sé cómo era mi carácter en aquel momento y sospecho que, aunque no me forzaran, me impulsaron a tener la actitud mental adecuada. Muy bien. ¡Desaparece! —exclamó Holger, trazando el signo de la cruz.
El hada del agua mostró su somnolienta sonrisa. Sacudió la cabeza, moviéndola lentamente hacia atrás y adelante mientras su pelo suelto se agitaba onduladamente.
—No, demasiado tarde. Ya que estás aquí, y que tus propios deseos te han traído, no puedes escapar tan fácilmente. Su majestad de Avalon me ordenó que acechara junto a la orilla y aprovechara mi oportunidad. Tengo que mantenerte aquí hasta que ella envíe a buscarte, lo que sucederá después de la guerra que casi ha empezado —en ese momento empezó a ascender hasta ponerse horizontalmente delante del rostro de Holger. Sus delgados dedos, fuertes como alambres, se extendieron para acariciarle el cabello—. Pero también esto es verdad, lo contenta que me ha puesto a mí, Rusel, buscarte, y todo lo que me esforzará para hacer gozosa tu estancia.
Holger se apartó y movió y pisó con fuerza la arena. Se lanzó hacia arriba. Sus miembros encontraban la resistencia del agua y nadó hacia la superficie invisible. El hada del agua se deslizaba a su lado, sin esfuerzo, sonriendo. No se oponía a él, sino que le atraía.
Aparecieron ante su vista unas formas delgadas. Unas mandíbulas chasquearon ante la nariz de Holger. Miró a los ojos en blanco y el pico delgado y dentado del lucio más grande que había visto nunca. Se acercaron otros, una docena, un centenar. Uno de ellos le desgarró la mano. Sintió una punzada de dolor. Su sangre salió como humo rojo. Se detuvo. El lucio daba vueltas por todos los lados. Rusel hizo otro gesto. Se fueron, pero lentamente, permaneciendo al borde del campo de visión.
Holger volvió a descender hasta la arena. Necesitaba unos minutos para recuperar el aliento y controlar los latidos de su corazón.
El hada tomó su mano y le besó la herida. Se cerró, como si nunca hubiera existido.
—No, debéis quedaros, sir Holger —le dijo suavemente—. Me decepcionaría terriblemente que fuerais tan descortés como para iros. —Más terrible será para mí quedarme —consiguió decir.
Se echó a reír y le tomó del brazo.
—Muy pronto la reina Morgana os llamará. Entretanto, venid, consideraos un prisionero de guerra capturado honorablemente. Y yo trataré de aliviaros la estancia.
—Pero mis amigos…
—No temáis, querido. Ellos no son una amenaza para el gran propósito. Puede permitirse que regresen sin daño —y añadió con un tono malicioso—: Desde la distancia, después de que el sol que me es fatal se hundiera, vi ciertas actitudes en vuestro campamento. Me parece que la doncella—cisne pronto se consolará de vuestra pérdida. Si no es esta misma noche, con seguridad sucederá en una semana.
Holger apretó los puños. Se sentía estrangulado. Ese indigno sarraceno…
Pero Alianora estaba demasiado ocupada de sí misma para preocuparse de los halagos de Carahue. ¡Su pequeño cerebro de ave!
Rusel puso una mano sobre el cuello de Holger. Sus labios estaban cerca de los del caballero. Este pudo ver cómo se hinchaban.
—De acuerdo —dijo—. Al menos vayamos a tu casa.
—¡Qué alegría me dais, galante señor! Veréis qué golosinas os han preparado. Y qué placeres, que los zafios habitantes de la superficie no pueden soñar que se encuentren en estas profundidades, donde el peso no estorba la libertad del cuerpo.
Holger podía imaginarlo bien. Ya que había sido apresado, ¿por qué no disfrutar de ello?
—Vayamos —repitió.
Rusel movió las pestañas.
—¿No os quitaréis primero ese feo vestido?
Holger miró sus prendas empapadas y después la miró a ella. Llevó las manos al cinturón.
Pero en lugar de eso cogió la daga del duque Alfric. Un re— cuerdo destelló en él. Por un momento se quedó rígido. Después agitó la cabeza, violentamente, y dijo:
—Más tarde, en la casa. Quizá las necesite de nuevo.
—No, Morgana os vestirá con seda y armiño. Pero no anticipemos mi pena cuando os tengáis que ir. ¡Vamos!
El hada partió primero. Holger la siguió, y, en comparación con ella, parecía que se moviera como un vapor de ruedas. Ella se dio la vuelta y se echó a reír nadando en círculos a su alrededor. A veces, se lanzaba a tocar la boca de Holger con la suya, pero se liberta antes de que él pudiera cogerla.
—Pronto, pronto —prometía. El lucio nadaba detrás. Sus ojos eran como linternas oscuras detrás de las mandíbulas.
La casa de Rusel no era el palacio de coral que él casi esperaba. Aquí los muros o tejados eran inútiles. Un anillo de piedras cubiertas de hierbas que se elevaban por la corriente ocultaban la vista, formando unas cortinas verdes y marrones que se agitaban, cambiaban y ondulaban. Los peces entraban y salían, pequeños pececillos que huían al acercarse el hada y truchas de escamas iridiscentes que con la boca le acariciaban los dedos. Al pasar a través de las hierbas, Holger sintió sobre su piel el tacto frío y viscoso.
Más allá particiones del mismo tipo indicaban una serie de grandes habitaciones. Rusel le condujo a la cámara del festín. Había allí sillas frágiles y fantasmales hechas con espinas de pez, alrededor de una mesa de piedra incrustada de conchas y nácar y sobre la que habían puesto unos platos de oro cubiertos.
—Observad, mi señor. Incluso tengo para vos vinos raros, con la ayuda de la reina Morgana —dijo, entregándole un recipiente esférico con un tubo taponado, que no se diferenciaba mucho de una bombilla sudamericana—. Tenéis que beber por aquí, para que el agua del lago no estropee sus contenidos. Pero bebed, para que nos conozcamos mejor.
Ella bebió del suyo. El vino era de una viña noble, lleno y fuerte. Ella se acercó a él, sus ventanas de la nariz se dilataron, sus labios le invitaban.
—Bienvenido — repetía—. ¿Queréis cenar ahora? O primero…
Puedo permitirme pasar aquí una noche, pensó. Notaba los latidos en las sienes. Claro que puedo. Incluso tengo que hacerlo, para desarmar sus sospechas antes de que intente escapar.
—Por el momento no tengo mucho hambre —dijo.
Ella emitió un ronroneo y comenzó a desatar su justillo. El empezó a juguetear de nuevo con su cinturón. Al quitárselo, ella vio la vaina vacía y la que estaba llena a un lado.
—No puede ser acero —exclamó—. Abría sentido la proximidad del hierro frío. Ah, ya veo.
Acercó la hoja para examinarla más atentamente.
—La Daga Ardiente —leyó—. Extraño nombre. Un trabajo de Faerie, ¿no?
—Así es, se lo gané al duque Alfric cuando lo vencí en batalla —se jactó Holger.
—No me sorprende, noble señor —dijo ella, apoyando la cabeza en el pecho de Holger—. Ningún otro hombre podía haberlo hecho, pero vos no sois otro hombre —su atención volvió a la daga—. Nunca antes he visto ese metal. Todo lo que tengo aquí abajo es de oro y de plata. No dejo de decirles a los sacerdotes bárbaros que quiero bronce, pero son tan estúpidos, incluso cuando se encuentran conscientes, por no hablar cuando están en trance profético, que nunca se les ocurre que el demonio del lago podría utilizar algo con un buen borde cortante. Tengo algunos cuchillos de pedernal de los tiempos antiguos, cuando se me ofrecieron, pero ahora ya están desgastados.
Holger quiso sujetarla, pero ella se curvó y comenzó a flotar a su lado. Necesitó de toda su voluntad para decir, con esa casualidad que estaba convencido que calaría en ella:
—Pues entonces, guarda esta hoja como recuerdo mío. —Encontraré muchas maneras de agradecéroslo, brillante señor —prometió. Iba a continuar quitándole a él las prendas, con dedos hábiles y juguetones, cuando él sacó la daga y comprobó el borde con su pulgar.
—Ahora está el filo embotado —dijo—. Déjame ir a la orilla y lo afilaré para ti.
—¡Oh, no! —la sonrisa de Rusel se volvió mueca de ave de rapiña. No estaba habituada a los seres humanos, por lo que su torpe acción podía engañarla, pero tampoco era estúpida—. Hablemos de cosas más agradables.
—Puedes sujetarme de los pies, atarme, o hacer cualquier otra cosa —dijo Holger—. Pero tengo que salir al aire para afilar este cuchillo. Este metal necesita el calor de un fuego.
Ella agitó la cabeza. Con una sonrisa humorística, él se relajó. Había sido un intento, y por el momento, teniendo a su lado a esa criatura ágil, no le preocupaba haber fracasado.
—Como desees —dijo, dejando el cuchillo y poniendo las manos en los costados de ella.
Quizá su falta de insistencia la engañó, o quizá, pensó Holger no sin una exasperada maldición interior, su destino tenía demasiado impulso para terminar allí, pero el caso es que ella dijo:
—Tengo una piedra de afilar entre mis sacrificios. ¿No servirá? Creo que estos dispositivos afilan una hoja.
—Mañana —contestó él, reprimiendo un estremecimiento.
Ella se liberó de su abrazo.
—Ahora, ahora —dijo Rusel. Sus ojos brillaban. El había observado también ese capricho lunático en las gentes de Faerie—. Venid, debéis ver mis tesoros —añadió, llevándole de la mano.
A desgana, Holger la siguió. El lucio se deslizaba por atrás. Su garganta estaba demasiado tensa para hablar, pero consiguió mantener una conversación:
—¿Decías que los bárbaros te hacen ofrendas?
—Así es —contestó con una risa burlona—. Cada primavera vienen hasta aquí para la veneración y echan al lago lo que piensan que me complacerá. A veces es así —apartó un muro vivo—. Los regalos los traigo aquí, a mi tesoro. Si no para otra cosa, las tonterías siempre sirven para una broma.
Lo primero que vio Holger fueron los huesos. Rusel debía haber pasado muchas horas disponiendo las piezas de los esqueletos en formas artísticas. Los cráneos metidos en ese enrejado tenían joyas en las cuencas oculares. Por todas partes había tazas, platos, ornamentos fruto de saqueos llevados a cabo por paganos en tierras civilizadas o productos no muy habilidosos realizados por sus propios herreros. En una esquina había un montón desordenado de objetos diversos que debió ser considerado valioso por los hombres de las tribus (si no es que simplemente se deshacían de sus objetos inútiles arrojándoselos al demonio): libros de algún monasterio arruinado por el agua, una esfera de cristal, un diente de dragón, una estatuilla rota, una muñeca de trapo infantil empapada en agua ante cuya visión a Holger le picaron un poco los ojos, y basura menos identificable tras larga inmersión. El hada escarbó en el montón con ambos brazos.
—Así que también te dan seres humanos —dijo Holger muy suavemente.
—Un joven y una doncella todos los años. En realidad no me sirven. No soy una troll ni una caníbal a la que le guste esa carne, pero ellos deben pensarlo así. Y los sacrificados llevan los más hermosos vestidos.
Rusel le miró por encima del hombro, y su mirada era tan inocente como la de un gato. No tenía alma.
Con una fuerza que no parecía pudiera tener bajo su piel blanca, sacó la piedra de afilar. El marco de madera parecía podrido, y los ajustes de bronce estaban corroídos; pero la rueda seguía respondiendo a la manivela.
—¿No son bonitas mis chucherías? —preguntó ella, haciendo un movimiento con la mano que recorrió toda la sala—. Elegid lo que deseéis. Cualquier cosa, mi señor, yo misma incluida. A pesar de los huesos, Holger se obligó a decir.
—Ocupémonos primero de la daga. ¿Puedes hacer girar la rueda?
—Tan rápido como gustéis. Dejadme probar.
La mirada de ella sugería que él podría hacer cualquier cosa. Plantó los pies en la arena y comenzó a dar vueltas a la manivela hasta que Holger sintió que se producía un vórtice en el agua. El zumbido que produjo entró en sus oídos con mayor volumen que si se estuviera emitiendo en el aire, lo mismo que el gemido que produjo el cuchillo al aplicarse a la rueda.
Los lucios se acercaron más, y sus severas cabezas apuntaban hacia el caballero.
—Más rápido, si puedes.
—¡Sí!
El metal gemía. El marco vibraba; de los cerrojos brotaban copos verdes. ¡Por Cristo, que esto aguante lo suficiente!
Los lucios todavía se acercaron más. Mientras él tuviera un arma Rusel no pensaba darle oportunidades. Sus cachorros podrían devorarlo en tres minutos. Holger reunió el valor que le quedaba y fijó su atención en la daga. No sabía si su plan funcionaría. Pero incluso allí, bajo el lago, la hoja debía estar calentándose, y pudo ver la fina nube de polvo metálico que se iba espesando alrededor de su borde.
—¿Está ya? —preguntó Rusel jadeante. Sus cabellos se habían pegado a los hombros, los pechos y el vientre. Los ojos color ámbar le miraban ardientemente.
—Todavía no. ¡Más rápido! —apoyó todo su cuerpo contra el cuchillo.
El destello casi le cegó. El magnesio ardió en el agua. Rusel gritó. Holger cubrió su rostro con una mano y apuntó con el cuchillo a los peces. Uno de ellos se lanzó hacia su pantorrilla. El se liberó de una patada, se abrió camino entre las cortinas verdes y ascendió.
El hada daba vueltas más allá del brillo blanco azulado, más allá del alcance de los ojos confusos de Holger. Ella gritó a sus lucios. Uno se acercó. Holger ondeó la antorcha y escapó. O bien los peces no podían soportar las ondas ultravioletas o, lo que es más probable, la influencia que tenía Rusel sobre ellos desaparecía con la distancia, como toda magia, y Rusel no podía acercarse a Holger lo suficiente para lanzar sobre él a sus lobos acuáticos.
Holger movía rápidamente las piernas, y daba zarpazos con la mano libre. ¿No llegaría nunca a la superficie? Como a través de años luz, oyó que el tono del hada se volvía suave:
—Olger, Olger, ¿vas a dejarme? Irás a tu condenación en una tierra estéril. Olger, regresa. Sabes los placeres que podrías tener…
Con toda la fuerza de su voluntad, Holger seguía nadando. En ese momento estalló la rabia de ella.
—¡Entonces muere!
De pronto Holger inhaló el agua. El hechizo se había roto. Se ahogaba. Sus pulmones parecían encenderse. Casi dejó caer su antorcha de magnesio. Vio que Rusel se acercaba rodeada por la nube de lucios. La obligó a retroceder con la luz cruel, cerró la boca y nadó. Hacia arriba, hacia arriba, con la oscuridad reventándole el cerebro, la fuerza huyendo de sus músculos, pero hacia arriba.
Llegó a la superficie, tosió, escupió y llenó su pecho de aire. Una media luna llenaba el lago de una luz discontinua. Sostuvo la antorcha por abajo mientras se acercaba a la orilla gris. Se terminó en el momento en que llegaba a los juncos. Corrió tierra adentro para separarse del agua antes de desvanecerse.
El frío golpeaba sus ropas húmedas y las traspasaba. Se quedó allí tendido, castañeteando, esperando a tener energía suficiente para buscar el campamento. Pero no se sentía victorioso. Había ganado este combate, pero habría otros. Y… y… maldición, ¿por qué había tenido que escapar tan pronto?