Finalmente, chapoteando, regresó al campamento. La piedra se elevaba del suelo como si fuera una nave negra en la noche, y las nubes teñidas por la luna que el viento movía por detrás daban la ilusión de que el barco iba ligero de peso. ¿A través de qué mares?, se preguntaba Holger. La hoguera había ardido y se había convertido en ascuas, una luz que tenía el color de la sangre coagulada. Cuando arrastrándose consiguió llegar arriba, vio los caballos unidos en una masa sombría que podría parecer un camarote en mitad de la nave. Carahue estaba de pie en la proa, mirando hacia el norte. El viento, que sonaba como si pasara a través de túnicas invisibles, hacía aletear su manto, que producía crujidos. La luz de la luna brilló sobre su sable sacado de la vaina.
Una forma pequeña y furiosa cogió a Holger por la cintura y trató de moverle.
—Señor, ¿dónde ha estado? —gritó Hugi—. Hemos estado muertos de miedo por vos. Ni una palabra ni huella más allá de la orilla del lago, hasta que retornáis empapado y apestando a lugares perversos. ¿Qué ha sucedido?
Carahue se dio la vuelta a medias, de manera que Holger captó el brillo de un ojo bajo el casco terminado en punta. Pero el sarraceno tenía puesta su atención muy lejos. Holger miró en esa dirección. Las montañas cortaban la vista de aquel valle; sin embargo, pensó haber visto algo rojo que se movía, como si en alguna parte ardiera un gran fuego. El miedo le sobrecogió.
—¿Dónde está Alianora? —preguntó de pronto.
—Se ha ido a buscaros, sir Rupert —contestó Carahue. Su tono era uniforme—. Cuando no pudimos seguirla, asumió el disfraz de cisne para mirar desde arriba. Ya habían encendido aquella hoguera de allí, y temo que se dirigiera hacia ella. En la tierra en que estamos, la reunión que se haga a su alrededor no puede ser buena.
—¿Y no la detuvisteis? —la rabia le quitó el frío a Holger. Con las piernas rígidas caminó hacia el moro—. Por los huesos de Dios…
—Os ruego que me aliviéis de esa carga, amable caballero —contestó Carahue con su voz más suave—. ¿Cómo iba a detenerla cuando nada más informarnos de su intención estaba en el aire, antes de que pudiera cogerla? —suspiró—. No es fácil detener a esa dama.
—Está perdida —gruñó Hugi—. Pero decidnos ahora dónde fuisteis… uh… Rupert —y como Holger vacilara, el enano dio una patada en el suelo y añadió—. Sí, bien sé que de alguna manera el enemigo os ha vuelto a engañar. Querríamos oír cómo fue esta vez, ya que sabemos qué hemos de esperar.
Holger sintió que perdía las fuerzas. Se sentó, se agarró a las rodillas y recitó la historia completa de cómo había sido apresado y de cómo había escapado. Hugi se tiró de la barba y murmuró:
—Vaya, así, así, sí, un hada tramposa. No soy nadie para alardear de que os lo dije, y por eso no diré una palabra sobre cómo os advertí de que éste era un mal lugar para nosotros. La próxima vez recordadlo y hacedme caso. Suelo acertar más que equivocarme, aunque mi modestia me prohíba demostrarlo con muchos relatos de mi pasado, como aquella vez en la que una manticora habitaba en la gruta de Gawyr y le dijo al joven sir Turold… Carahue ignoró el ruido de fondo que producía la historia del enano y se acercó:
—Me parece que el cumplimiento de vuestro voto tiene una importancia más que común, sir Rupert, puesto que el camino se hace tan difícil.
Holger estaba demasiado fatigado y desanimado como para eliminar las sospechas del sarraceno afirmando que todo había sido mera coincidencia. Se quitó las ropas y trató de buscar una toalla en el momento en el que un ruido en el cielo y un destello blanco le hizo romper todos los récords para volverse a poner las empapadas calzas.
Alianora aterrizó y se convirtió en humana. Lanzó un grito sofocado al ver a Holger, dio un paso hacia él y se reprimió. El no podía leer la expresión de su cara con el escaso brillo de los carbones; sólo era una sombra sutil bordeada de rojo.
—Así que estáis a salvo —le saludó ella, con frialdad—. Bien. Volé por el cielo, encima de las luces de ese campamento, sobre una cumbre sin vegetación y traigo noticias.
Su voz se fue desvaneciendo poco a poco. Se encogió de hombros y se dirigió hacia Carahue, como si buscara calor. Tras la barba centellearon sus dientes. Se quitó el manto y se lo puso a ella por los hombros.
—¿Qué es lo que visteis, la más valiente y más hermosa de las doncellas? —murmuró él, haciendo más movimientos de los necesarios para ajustarle la prenda.
—Se había reunido un aquelarre —dijo mirando más allá de ellos, hacia la oscuridad que fluía y gemía bajo la luna—. Nunca lo había visto como éste, pero debía ser un aquelarre. Trece hombres estaban en pie ante la hoguera que ardía delante de un gran altar de piedra, con un crucifijo enorme roto. La mayoría de los hombres eran jefes de los salvajes, a juzgar por sus plumajes y pieles. Algunos debían haber llegado allí desde el sur… y qué viejos eran, qué viejos, con gestos malignos en sus rostros, iluminados por el fuego, cuya vista casi me hace caer del aire. Más allá de la luz, donde apenas podía ver, aguardaban criaturas. Me contenta que estuvieran en la oscuridad, pues temo que lo poco que vi de ellas volverá a presentárseme en los sueños. El aquelarre miraba el altar de piedra, en donde sacrificaban… —tragó saliva y tuvo que esforzarse para que las palabras le salieran— un recién nacido, sacrificado como un cerdo. Y una negrura se estaba formando encima del altar, más alta que un hombre… Me di la vuelta y escapé. Eso sucedió hace algo más de una hora. Ni siquiera por vos volvería a bajar, y no sería posible, pues los vientos limpios han quitado parte de la cobertura que me protegía.
Se dejó caer de rodillas y se cubrió el rostro. Carahue se inclinó sobre ella, pero le apartó. La forma nudosa de Hugi se acercó, le puso un brazo por la espalda y la tomó de la mano. Ella se abrazó al enano. La respiración producía un sonido sibilante entre sus labios.
Carahue fue junto a Holger y le dijo sombríamente:
—Entonces es verdad lo que oí decir en Huy Braseal y lo que se había rumoreado entre los hombres desde mi retorno. Caos se arma para la guerra.
Permaneció en pie un rato más silencioso entre las sombras, antes de levantar la espada y decir:
—La última vez que estuve en la tierra, hace cientos de años, deambulé en una ocasión por estas mismas marcas. En aquellos tiempos, los montañeses también eran paganos, pero de un tipo de paganismo limpio. No veneraban diablos ni comían carne humana. Mas ahora se han corrompido, para ser los instrumentos del enemigo del hombre. Sus jefes han sido recibidos en el aquelarre y el aquelarre les da a esos jefes la orden de que conduzcan a los hombres de sus tribus contra las gentes de los valles. Quizá la reunión de esta noche sea la última de otras muchas. Los caníbales pueden empezar a reunir sus huestes mañana.
—Así lo creo —respondió Holger mecánicamente.
—Creéis muchas cosas que preferís no relatar —añadió Carahue. El sarraceno volvió a meter la espada en la vaina.
—No importa —dijo—. Ahora tenemos más necesidad de dormir que de hablar, pero en otro momento os haré algunas preguntas.
—Gracias por la advertencia —contestó Holger.
Había esperado que no podría dormir, y ciertamente su sueño no fue recuperador, pues una inquieta semiconsciencia se arrastraba con sus visiones. Se alegró cuando Hugi le despertó para su ronda de vigilancia, y todavía se alegró más cuando despuntó el día.
Tomaron sus raciones, ensillaron los caballos y se fueron. Holger no se volvió para mirar el lago, reluciente con sus vapores blancos, y pronto quedó muy atrás. El tiempo se había vuelto frío, con unas nubes grises que pasaban bajo otras de color plomo. Las montañosas pendientes que iba ascendiendo el grupo se hacían cada vez más estériles, hasta que sólo las cubrían matojos de hierbas duras y plateadas. Las cumbres rompían unos perfiles erosionados a través de un horizonte dominado al norte por una fuerte escarpadura. Alianora dijo que ésa era la que tenían que escalar, por un boquete que ella había visto desde el aire, para llegar a ia meseta. Había pasos más fáciles, pero estaban demasiado cerca de los agrupamientos salvajes. En cambio, nadie habitaba cerca de éste.
Hugi arrugó la nariz y escupió.
—Sí, es comprensible que éstos no vivan por allí —murmuró—. Cada paso adelante aumenta la peste a troll. Tu montaña puede estar llena de sus cuevas y madrigueras.
Holger lanzó una mirada al rostro turbado de Alianora, que cabalgaba entre él y Carahue.
—Hasta ahora hemos vencido a una gran variedad de seres —dijo Holger, esperando animarla—. Brujas, fariseos, un dragón, un gigante y un hombre lobo. ¿Qué es un troll entre amigos, sino una canción de Navidad?
—¿Cómo? —preguntó Alianora sorprendida y mirándole. —Claro que sí —pero descubrió que en esa lengua no podía traducirse aquella frase.
Amargamente, Hugi añadió:
—Pienso que preferiría enfrentarme a todos esos que habéis dicho que al cazador de vuestro paso. Como un carcayú para un oso, así es un troll para un gigante. Quizá no tan grande, pero fiero más allá de toda medida, astuto, y lleno de vida. Muchos gigantes han muerto a manos de mortales, de un modo u otro, pero no se sabe de ningún caballero que haya vencido jamás contra un troll.
—¿Cómo? —preguntó Carahue levantando las cejas—. ¿No les duele el hierro?
—Sí. Así es, el hierro les quemará, lo mismo que un atizador al rojo vivo le quemaría a vos, pero vos podríais vencer fácilmente a un hombre que luchara con ese arma, y recuperaros pronto de las heridas que os hiciera. Los trolls son semejantes a los ghouls, y por tanto pueden enfrentarse a la santidad si no es demasiado grande. Vuestra cruz os daría escasa ayuda si no sois un santo. Es poco más lo que sé, pues son pocos los que han visto un troll y han regresado para contar sus hábitos y costumbres.
—Sería una famosa hazaña matar uno —dijo Carahue con una nota de ambición caballeresca. Holger pensó: Pues yo preferiría permanecer oscuro si pudiera.
Siguieron adelante. Cerca del mediodía surgieron del desfiladero rocoso y vieron a los montañeses.
No hubo advertencia. Holger tiró de las riendas con una maldición. Su corazón latió contra sus costillas una vez, antes de perder el miedo por causa de la urgencia. Miró hacia adelante. Estimulada la curiosidad, sus ojos vieron con la plenitud de visión del rayo.
Había quizá una docena, y bajaban trotando desde el norte, por la pendiente de la montaña. Se desviaron bruscamente al verle y se aproximaron con rapidez. Sus gritos eran como los de los perros al ladrar.
El jefe era grande y flaco, llevaba la barba y el cabello amarillo en trenzas gemelas, y el rostro pintado de rayas rojas y azules. Por encima de él se elevaba un tocado de plumas y cueros de buey. Llevaba los hombros cubiertos por un manto de pieles de tejón y le colgaba de la cintura una raída falda. Pero en la mano llevaba un hacha de guerra fabricada en acero.
Los otros eran parecidos. Brillaban entre ellos las hachas, espadas y lanzas. Uno llevaba el casco inclinado y oxidado de algún caballero asesinado, y resultaba horrible ver esa cosa sin rostro encima de su cuerpo desnudo. Otro de ellos soplaba al correr un silbato de madera; las notas se asemejaban a voces lobunas.
—¡Atrás! —exclamó Carahue—. ¡Tenemos que escapar!
—No podemos —gruñó Holger—. Los hombres pueden bajar más rápido que los caballos. Y tenemos que llegar pronto a St. Grimmin.
Una jabalina se clavó unos metros delante de él.
—¡Alianora, elévate! —gritó.
—No —respondió ella. Con una mano apretó la suya.
—Podrías luchar mejor así —añadió Carahue. Holger deseó que su cerebro funcionara con esa rapidez. La chica asintió, de una patada se levantó del estribo y se transformó. El cisne se elevó con un estruendoso aletear.
El grupo guerrero se detuvo y se escuchó un grito. Varios se cubrieron los ojos.
—¡Allah akbar! —explotó Carahue—. Se aterran por la magia. Santos piadosos, quise decir.
El cisne bajó hacia los salvajes. El jefe le lanzó el hacha, cogió un arco que llevaba uno de los hombres y tiró una flecha. El cisne se desvió justo a tiempo. El jefe gritó a sus hombres unos toscos ruidos que el viento llevó débilmente hasta su presa. Se puso a dar patadas a los que habían caído al suelo hasta que se pusieron de pie.
La boca de Hugi se endureció tras la barba blanca al decir:
—Ese ha debido estar en el aquelarre. Ha visto brujerías peores que ésta. Está estimulando a los otros para que se lancen contra nosotros.
—Pero los hombres no tienen los nervios muy templados —dijo Carahue, ligeramente, como si estuviera sentado en un banquete. Cogió su arco corto, de doble curva—. Si pudiéramos hacer uno o dos trucos más… —añadió guiñando un ojo a Holger.
El danés pensó frenéticamente en juegos de salón, en pedirle al jefe caníbal que tomara una carta, cualquier carta… ¡un momento!
—Hugi —dijo con voz entrecortada—. Enciéndeme fuego.
—¿Cómo decís?
—¡Fuego! ¡Déjate de pregunta! ¡Rápido!
Mientras Holger rellenaba la pipa, el enano sacó pedernal y acero de la bolsa del cinto. Los dedos de Holger temblaban. Cuando hubo encendido la pipa, los montañeses estaban terriblemente cerca. Pudo ver la cicatriz en una mejilla, el hueso de una nariz; escuchó cómo los pies descalzos golpeaban el suelo, casi podía oír el aliento de los montañeses. Inspiró con furia para llenar la boca de humo.
Y espiró.
Los salvajes se detuvieron. Holger fumó hasta que los ojos le picaban y la nariz empezaba a gotear. Gracias al cielo, en ese preciso momento no había viento. Guió a Papillon con las rodillas, elevó su manto por detrás de la cabeza con ambas manos, de manera que proporcionara un telón de fondo al humo. Lentamente, cabalgó hacia los guerreros. Estos se habían quedado inmovilizados. Holger los vio temblar. Tenían las mandíbulas abiertas y los ojos desorbitados. Holger aleteó con los brazos.
—¡Buu! —gritó.
Un minuto más tarde ya no se veía a los paganos. La pendiente estaba alfombrada con las armas que habían dejado caer. Sus gritos se escuchaban desde el barranco al que se habían arrojado. Sólo el jefe mantenía su sitio. Holger sacó la espada. El jefe gruñó y echó también a correr. Carahue le disparó una flecha, pero falló.
Alianora aterrizó, se convirtió en mujer y se arrojó sobre el danés, abrazándose a su pierna.
—Ay, Holger, Holger —decía con voz sofocada. Carahue dejó caer el arco y se agarró los costados, pues el eco ya empezaba a resonar con su risa.
—¡Un genio! —decía dando alaridos—. ¡Un verdadero genio! Rupert, os amo por esto.
Holger sonrió con escasa firmeza. Simplemente había aprovechado otro extracto de la literatura, el Connecticut Yankee, pero no había motivos para hablar de ello. Bastaba con que hubiera funcionado.
—Pongámonos en marcha —dijo—. A lo mejor su jefe consigue instilarles un poco de valor.
Alianora subió de un salto a la silla. Tenía las mejillas enrojecidas y parecía más feliz de lo que lo había sido durante algún tiempo. Con malhumor, Hugi comentó:
—Sí, los tipos se fueron rápidamente. Pero siempre se ha dicho que son buenos luchadores. ¿Por qué iban a asustarse de una pequeña brujería? Porque últimamente han visto tantas magias, y tan horribles, que sus nervios están a punto de romperse. Eso es todo. No habrá sido la última vez que los veamos.
Holger no tenía más remedio que estar de acuerdo con aquello. Dudaba que aquel grupo le hubiera interceptado por coincidencia. Morgan tenía que haberlo ordenado, incluso a través del temible paso, desde el momento en que supo que Rusel no había sido capaz de guardar a su prisionero. Y tampoco abandonaría por causa de este fracaso. Carahue se acercó a él con su montura.
—Creo haber oído que la hermosa dama os llamaba por un nombre que yo desconozco —comentó.
—N-n-o —dijo tartamudeando, y con el rostro enrojecido—. Debéis haber oído mal.
Carahue enarcó las cejas, pues era demasiado cortés para llamarla mentirosa. Ella acercó el caballo al suyo hasta que sus rodillas se tocaron.
—Es un viaje fatigoso —murmuró Alianora—. ¿Por qué no nos alegráis el camino con algún nuevo relato de vuestras hazañas? Habéis realizado tantos hechos audaces, y los relatáis tan bien.
—Bueno, ahora… ¡Ejem! —contestó Carahue sonriendo, retorciéndose el bigote y lanzándose a un recital. La joven escuchaba con los ojos bien abiertos las más horribles hazañas, aunque suavemente descritas, que Holger había oído en su vida. Llegó un momento en que las respetuosas exclamaciones de la joven le resultaban demasiado duras al danés. Tiró con fuerza de las riendas de Papillon y empezó a cabalgar a un lado, apartado. El placer de su victoria había desaparecido.