37

VALBORG SVENSSON se hallaba en la cabecera de la mesa y observaba la reunión de dignatarios. Todos de gobiernos que habían sido persuadidos por tres años con promesas de poder. Hasta ahora ninguno de ellos sabía suficiente para hacerle gran daño. Y si supieran más de lo debido, no le habían hecho daño, así que ese no era el punto. Eran siete, pero sólo necesitaban una nación en la cual construir su poderosa base. Todos los siete serían útiles, pero necesitaban las llaves de uno de sus reinos como respaldo. Si sólo supieran. Carlos estaba en Bangkok en este momento, a sólo horas de eliminar a Hunter de una vez y para siempre. Armand Fortier hacía los arreglos necesarios con los rusos y los chinos. Y él, Valborg Svensson, se encargaba de dejar caer la bomba que haría posible todo. Por así decirlo.

Svensson sacó su puntero y dio golpecitos en las ciudades sobre el mapa de pared a su izquierda.

– La variedad Raison ya ha entrado al espacio de Londres, París, Moscú, Beijing, Nueva Delhi, Ciudad del Cabo, Bangkok, Sídney, Nueva York, Washington D. C, Atlanta y Los Ángeles. Estas son las doce primeras. Dentro de ocho horas tendremos veinticuatro puntos de entrada.

– Ingresar a un espacio aéreo, como en…

– Como en que el virus se transmite vía aérea. Llevado por mensajeros en más de veinticuatro aviones comerciales, esparcido como hablamos. Es sumamente contagioso, más que cualquier virus que hayamos visto. Una pequeña bestia fascinante. La mayoría requiere alguna clase de ayuda para desplazarse. Un resfriado, fluidos, un toque, al menos mucha humedad. Pero a este patógeno parece irle muy bien en condiciones ambientales adversas. Un simple caparazón del virus basta para infectar a un adulto.

– ¿Ya lo ha hecho usted?

– Naturalmente. Mediante nuestras representaciones tridimensionales más conservadoras, tres millones de personas serán portadoras para cuando termine el día. Noventa millones en dos días. Cuatro mil millones dentro de una semana.

Se quedaron anonadados. Ni uno sólo comprendió realmente lo que Svensson acababa de decir. No era de culparlos. La realidad era sorprendente. Demasiado grave para digerir de un tirón.

– ¿Ya salió el virus? ¿No hay manera de detenerlo?

– ¿Que si ya salió? Supongo que sí -contestó Svensson-. Y no, no hay manera de detenerlo.

Todos ellos estaban aterrorizados ahora.

– ¿Y quiénes serán infectados?

– Todos. Yo mismo, por ejemplo. Y ustedes. Todos nosotros estamos infectados -espetó él señalando un minúsculo envase cilíndrico de vidrio sobre una mesita-. Nos infectamos a los pocos minutos de entrar a este salón.

Silencio. El líquido amarillo se veía tranquilo.

Las objeciones del grupo llegaron en una descarga de airadas protestas.

– Usted debe tener una vacuna; ¡deberíamos ser inoculados al instante! ¿Qué clase de broma de mal gusto es esta?

– Una broma de muy mal gusto -expuso Svensson-. No existe vacuna.

– ¿Qué entonces, un antivirus? -objetó uno de los hombres-. ¡Exijo saber qué está usted haciendo aquí!

– Usted sabe lo que estoy haciendo. Por desgracia, tampoco tenemos el antivirus todavía. Pero no se preocupen, lo tendremos pronto. Tenemos menos de tres semanas para perfeccionar uno, pero tengo plena confianza en que contaremos con él para el fin de semana. Quizá más pronto.

Los demás lo miraron como una carnada de ratas paralizadas por un trozo de queso.

– ¿Y si no?

– Si no, entonces todos participaremos de la misma suerte que el resto del mundo.

– ;Cuál es esa suerte?

– No estamos exactamente seguros. Una horrible muerte, con mucha seguridad. Pero aún no ha muerto nadie por la variedad Raison, así que no podemos estar seguros de la naturaleza exacta de esa muerte.

– ¿Por qué? -objetó un hombre con expresión de incredulidad en el rostro-. Esto no fue lo que discutimos.

– Sí, sí lo fue. Sólo que ustedes no estaban escuchando muy bien. Tenemos una lista de instrucciones para cada uno de sus países. Confiamos en que ustedes cumplirán en la forma más rápida y eficiente. Por obvias razones. Y en realidad no pensaría en un intento de socavar nuestros planes en alguna forma. La única esperanza para un antivirus reposa en mí. Si se me lo impiden, simplemente el mundo morirá.

– ¡Esto no es lo que yo comprendí! -gritó el caballero de Suiza, Bruce Swanson, lanzando la silla hacia atrás y parándose, con el rostro iracundo-. ¿Cómo se atreve usted a proceder sin consultar…?

Svensson extrajo una pistola que tenía debajo de la chaqueta y le disparó al hombre en la frente a diez pasos. El suizo lo miró, de su tercer ojo recién abierto manaba sangre, y luego cayó de espaldas, se golpeó la cabeza en la pared, y se derrumbó en el suelo.

– No hay manera de detener el virus -informó de nuevo Svensson bajando la pistola-. Ahora sólo podemos controlarlo. Ese fue el punto desde el principio. La disensión sólo obstaculizará ese objetivo. ¿Alguna duda?

Ninguno tuvo dudas.

– Bien -continuó él colocando la pistola sobre la mesa-. Como hablamos, los gobiernos de estas naciones afectadas están siendo notificados de nuestras exigencias. Estos gobiernos no reaccionarán inmediatamente, desde luego. Esto es preferible. El pánico no es amigo nuestro. No todavía. No necesitamos que las personas se queden en casa por temor de contraer la enfermedad. Para cuando se den cuenta de la verdadera naturaleza de nuestra amenaza, la contención estará fuera de orden. Prácticamente ya está hecho.

Svensson respiró profundamente. El poder de este momento, estando frente a siete hombres, seis vivos, ya valía el precio que había pagado. Y este sólo era el inicio. Había contenido una sonrisa, pero ahora sonreía para todos ellos.

– Este es un día maravilloso, amigos míos. Ustedes se encuentran en el lado correcto de la historia. Lo verán. La suerte ha sido echada.


***

A MARKOUS se le habían garantizado dos cosas para esta tarea: Su vida y un millón de dólares en efectivo. Valoraba bastante lo uno y lo otro como para cortarse la pierna si fuera necesario. Ya había recibido el dinero. Su vida aún estaba en las manos de ellos. No dudaba de la voluntad ni de la capacidad que tenían para quitarle la vida o concedérsela.

Entró al cubículo del baño y golpeteó el frasquito con la uña. Difícil creer que el líquido amarillo pudiera hacer lo que aseguraban que haría. Se puso nervioso por las pocas gotas del líquido ámbar.

Contuvo el aliento y quitó el corcho de caucho del cuello del minúsculo envase de vidrio. Ahora solamente aire separaba del virus al hombre: la nariz, los ojos y la piel. ¿Se habría infectado ya? No, ¿cómo podría estarlo?

Exhaló aire de los pulmones, volvió a contener el aliento e inhaló lentamente, imaginando que por las fosas nasales le ingresaban esporas invisibles. De haber sido oloroso, como un perfume, lo habría notado. Pero el objetivo era pasar desapercibido.

Por tanto, ahora él estaba infectado.

Markous se salpicó impulsivamente un poco del fluido en la chaqueta y las manos, y luego se frotó el rostro. Como una colonia. Lo probó con la lengua. Sin sabor. Bebió un poco y lo barboteó en la boca. Tragó.

Salió del baño de caballeros. Viajeros abarrotaban el Aeropuerto Internacional de Bangkok a pesar de la hora temprana. Miró en ambas direcciones y se enderezó la corbata. Casi nunca se mezclaba con mujeres en clubes nocturnos u otras instituciones sociales, a pesar de sus apuestos rasgos mediterráneos. Pero en el momento parecía algo adecuado un poco de amor.

Vio lo que buscaba y fue hacia un grupo de cuatro auxiliares de vuelo con uniforme azul que hablaban en un puesto de banca telefónica.

– Perdónenme.

Todas las cuatro mujeres lo miraron. En sus etiquetas de equipaje se leía «Air France». Él sonrió cortésmente y enfocó la atención en una morena de alto porte.

– Sólo pasaba por aquí, y no pude dejar de observarla. ¿Le molesta?

Intercambiaron miradas. La morena arqueó una ceja con timidez.

– ¿Me puede decir su nombre, por favor? -preguntó Markous. Ella no usaba identificación.

– Linda.

Él se acercó un paso. Sus manos aún estaban húmedas con el líquido. Imaginó los millones de células nadándole en la boca.

– Vamos, Linda. Me gustaría decirle un secreto -expresó él inclinándose al frente.

Al principio ella titubeó, pero alargó la mano cuando dos de las otras rieron.

– ¿Qué pasa?

– Más cerca -pidió él-. No la morderé, lo prometo. Ella estaba sonrojada, pero accedió inclinándose unos centímetros. Markous se le acercó más y la besó de lleno en la boca. Inmediatamente retrocedió y levantó ambas manos.

– Perdóneme. Usted es tan hermosa, que simplemente tuve que besarla. La impresión se registró en el rostro femenino.

– Usted… ¿qué cree que está haciendo?

Markous agarró la mano de la mujer al lado de la morena. Tosió.

– Por favor, estoy muy apenado -añadió, y retrocedió rápidamente, disculpándose.

Entonces se alejó, dejando a su paso cuatro mujeres estupefactas.

Fue hasta la estación de primeros auxilios del aeropuerto, donde una madre le pedía algo a una enfermera mientras sus dos hijos de cabellera rubia jugaban al corre que te pillo alrededor de las bancas de espera. Un anciano con pobladas cejas canosas lo observó quitarse la chaqueta aún húmeda y colgarla en el perchero. Con un poco de suerte el hombre reportaría la chaqueta y seguridad la confiscaría. Antes que diera cinco pasos estaban infectados la madre, sus dos hijos, la enfermera y el anciano.

A cuántos más infectó antes de salir del aeropuerto, nunca lo sabría. Tal vez cien, aunque a ninguno con tal ternura como a la primera. Se detuvo en un mercado tempranero en su camino por la ciudad y recorrió los atiborrados pasillos. Cuántos aquí, no lo podía imaginar. Al menos varios cientos. Por si acaso, lanzó la camisa que había humedecido en el río Mae Nam Chao Phraya, el cual atravesaba lentamente el centro de la ciudad.

Suficiente. Al finalizar el día, Bangkok estaría plagado con el virus. Trabajo cumplido.


***

CARLOS ESTACIONÓ su auto en la estructura del estacionamiento subterráneo a las ocho en punto y abordó el ascensor que iba al vestíbulo. Ya había una animada multitud. Cruzó hacia los ascensores principales, esperó uno vacío, y entró. Piso noveno. La reunión con el ministro Gains y los funcionarios de inteligencia había durado hasta tarde la noche anterior, y su última información afirmaba que Hunter aún se hallaba en su cuarto. Dormido. La fuente era impecable.

Es más, la fuente en realidad había estado en la reunión.

Si sólo supieran hasta dónde había ido Svensson para ejecutar este plan. El único problema era Hunter. Un tipo que supo el asunto en sus sueños. Un hombre que posiblemente ninguno de ellos podía dominar. Un individuo al que Carlos ya había matado dos veces.

Esta vez permanecería muerto.

El ascensor sonó y Carlos se deslizó por el pasillo, buscó y encontró el cuarto al lado del de Hunter, el cual estaba abierto según dispuso.

En cualquier operación había dos elementos importantes. Uno, poder; y dos, inteligencia. Ya había combatido una vez con Hunter, y a pesar de la sorprendente habilidad del hombre, se había encargado de él con bastante facilidad. Pero subestimó la resistencia del tipo. De alguna manera Hunter se las había arreglado para sobrevivir.

Esta vez no habría oportunidad para una pelea. La inteligencia superior demostraría ser la vencedora.

Carlos se acercó a la puerta contigua a la suite al lado de esta. Extrajo una pistola automática Luger y le enroscó un silenciador al cañón.

Inteligencia superior. Por ejemplo, él sabía que en este mismísimo instante esta puerta se hallaba sin seguro. El contacto interno se había asegurado de eso. Al pasar esta puerta, una puerta a la izquierda, estaba la de la habitación de Thomas Hunter. Ahora Hunter había estado durmiendo allí por siete horas. Nunca llegaría a enterarse de que le dispararon.

Carlos sabía todo esto sin la más ligera duda. Si algo cambiaba -si la hermana, quien dormía en la otra habitación de la suite, despertaba, o si el mismo Hunter despertaba- el operador de vídeo simplemente le advertiría electrónicamente, y el receptor en el cinturón de Carlos vibraría. Inteligencia.

Carlos abrió las dos puertas que separaban las suites y se dirigió al dormitorio a su izquierda. La bala en la recámara. Todo estaba en silencio. Estiró la mano hacia la perilla de la puerta. Sonó un teléfono. No la línea principal del hotel sino la de la habitación de la hermana de Hunter a su derecha. Al instante vibró su buscapersonas. Hizo caso omiso del buscapersonas e hizo una pausa para escuchar.


***

EL TELEFONO al lado de la cama de Kara sonó una vez. Ella abrió los ojos y miró el cielorraso. ¿Dónde se hallaba? Bangkok. Ella y Thomas habían asistido a una reunión la noche anterior con el ministro de estado Merton Gains porque el suizo, Valborg Svensson, había secuestrado a Monique de Raison por una sola razón: Desarrollar el antivirus para el virus que él había liberado en el mundo. Al menos de eso fue lo que Thomas intentó persuadirlos. No habían precisamente corrido hacia él a besarle los pies.

El teléfono volvió a sonar.

Ella se irguió. Thomas aún estaría durmiendo en la otra habitación de la suite. ¿Habría soñado? ¿Estaría soñando aún? Ella le había sugerido que soñara por un tiempo prolongado y se convirtiera en alguien nuevo, una sugerencia al parecer absurda, pero así era todo esto del mundo alterno en que él estaba viviendo. La extensión de la maldad en un mundo, la amenaza de un virus en el otro.

El teléfono seguía sonando. Ella dejó descolgado anoche el teléfono en el cuarto de Tom. No lo oiría.

– ¿Aló? -contestó Kara por el auricular.

– Habla Merton Gains. ¿Kara?

– Sí -asintió ella cambiándose el teléfono al oído derecho-. Buenos días, Sr. Ministro.

– Siento despertarla, pero parece que tenemos una situación en nuestras manos.

– No, no, está bien. ¿Qué hora es?

¿Qué hora es? Ella estaba hablando con el ministro de estado, ¿y le exigía que le dijera qué hora era?

– Acaban de dar las ocho en la hora local -informó Gains; su voz se hizo tensa-. El Departamento de Estado recibió un fax de alguien que afirma ser Valborg Svensson.

Un frío le bajó por la espina dorsal de Kara. ¡Esto era lo que Thomas había vaticinado! No tan pronto, sino…

– Está afirmando que la variedad Raison ha sido liberada en doce ciudades, entre ellas Washington D. C., Nueva York, Los Angeles y Atlanta – explicó Gains, su voz era muy débil.

– ¿Qué? -exclamó Kara bajando los pies de la cama-. ¿Cuándo?

– Hace seis horas. Él asevera que la cantidad subirá a veinticuatro para cuando termine el día.

– ¡Veinticuatro! ¡Eso es imposible! ¡Lo hicieron sin el antivirus! Thomas tenía razón. ¿Se ha verificado algo de esto?

– No. No, pero nos encargamos de eso, créame. ¿Dónde está Thomas?

– Hasta donde me consta, está durmiendo en la habitación contigua – contestó ella lanzando una mirada a la puerta.

– ¿Cuánto tiempo ha estado durmiendo?

– Como ocho horas, supongo.

– Bien, no tengo que decirlo, pero parece que él pudo haber tenido razón.

– Comprendo eso -dijo ella levantándose-. Usted se da cuenta de que esto se pudo haber evitado…

– Sin duda usted podría tener razón.

Él no fue quien había dudado de Thomas. Ella no tenía razón de acusarlo. ¿En qué estaba pensando? Él era el ministro de estado de Estados Unidos de América, ¡por Dios!

– Si esta nueva información resulta ser cierta, su hermano podría ser una persona muy importante para nosotros.

– Quizá lo sea o quizá no. Ahora podría ser demasiado tarde.

– ¿Puedo hablar con él?

Ella titubeó. Desde luego que podían hablar con Thomas. Ellos eran hombres poderosos que podían hablar con quién quisieran. Pero ya habían tardado demasiado en hablar con él.

– Lo despertaré -anunció ella.

– Gracias. Tengo que hacer algunas llamadas. Hágalo bajar en media hora. ¿Será suficiente tiempo?

– Sí.

La comunicación se cortó.

Kara iba a medio camino hacia la puerta de la habitación y se detuvo. Media hora, había dicho el ministro. Hágalo bajar en media hora. Había exigido que si ella despertaba ahora a Thomas, lo bajara de inmediato. Además, Tom apenas había dormido un lapso decente en más de una semana. Y si estaba durmiendo, de lo cual ella no tenía por qué dudar, entonces cada minuto de sueño, en realidad cada segundo, podría ser el equivalente de horas, días o incluso semanas en su mundo de sueños. Mucho podría suceder. Vendrían respuestas.

Svensson había liberado el virus seis horas atrás. Se trataba de un pensamiento aterrador. Despertaría a su hermano ahora, no después.

Exactamente después de que ella usara el baño.


***

CARLOS HABÍA oído suficiente. No había previsto escuchar una reacción como esta, pero la encontró bastante satisfactoria. Giró la manija. La puerta crujió. El sonido de una respiración.

Volvió a alistar su pistola y entró.

Thomas Hunter yacía de espaldas, durmiendo en una maraña de sábanas, vestido sólo con pantaloncillos bóxer. El sudor empapaba las sábanas. Sudor y sangre. ¿Sangre? Mucha sangre embadurnada sobre las sábanas, alguna seca y otra aún húmeda.

¿Había sangrado el hombre en su sueño? Estaba sangrando en su sueño. ¿Muerto?

Carlos se acercó más. No. El pecho le subía y le bajaba con regularidad. Tenía cicatrices en el pecho y el abdomen que Carlos no lograba recordar, pero nada que sugiriera las balas que con toda seguridad él le había metido a este hombre en la última semana.

Llevó la pistola a la sien de Hunter y apretó el dedo sobre el gatillo.

– Adiós, Sr. Hunter -no pudo resistir un susurro final.

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