4. Interlocutor-de-Animales

— Deseo unirme a la expedición — dijo Teela ante la pantalla del teléfono.

El titerote emitió un mi-bemol sostenido.

— ¿Cómo dices?

— Perdona — dijo el titerote —. Preséntate en el Aeropuerto Ultramontano, en Australia, mañana a las 08:00. Puedes traer artículos personales hasta un límite de veinte kilos de peso terrestre. Luis debe hacer otro tanto. Ah… — El titerote levantó las cabezas y chilló.

Luis preguntó preocupado:

— ¿Estás enfermo?

— No. Preveo mi propia muerte. Luis, ojalá te hubieras mostrado menos persuasivo. Hasta luego. Nos veremos en el Aeropuerto Ultramontano.

La pantalla se apagó.

— ¿Lo ves? — dijo Teela con un retintín —. ¿Ves lo que ganas con mostrarte tan persuasivo?

— Vaya labia tengo. Bueno, hice lo que pude. No te quejes si sufres una muerte horrible.

Esa noche, mientras flotaban suspendidos en el vacío en la oscuridad del dormitorio, Luis le oyó decir:

— Te quiero. Me embarcaré contigo porque te quiero.

— Yo también te quiero — respondió él, sin olvidar los buenos modales en su amodorramiento. Luego captó todo el sentido de la frase y dijo —: ¿Eso es lo que te reservabas?

— Pues…

— ¿Vas a seguirme a dos mil años luz de aquí porque no podrías soportar mi ausencia?

— Así es.

— Media luz en el dormitorio — ordenó Luis. Y un débil resplandor azulado iluminó la habitación.

Flotaban a unos veinte centímetros uno de otro, entre las placas sómnicas. Ya se habían quitado los tintes cosméticos y los tratamientos capilares de moda entre los terrícolas, como primer preparativo para la salida al espacio. La coleta de Luis mostraba ahora un cabello liso y negro; el vello prestaba una tonalidad gris a su calva. La tez de un amarillo tostado y los ojos castaños sin ninguna oblicuidad perceptible le daban un aspecto bastante distinto.

Teela había experimentado cambios igualmente drásticos. Ahora llevaba el cabello, oscuro y ondulado, atado en un moño. Su piel exhibía una blancura nórdica. Grandes ojos castaños y una boquita muy seria constituían los rasgos más destacados de su rostro ovalado; la nariz era casi imperceptible. Flotaba como aceite en el agua en medio del campo sómnico, perfectamente relajada.

— Pero nunca has ido más allá de la Luna.

Teela asintió.

— Y no soy el mejor amante del mundo. Tú misma me lo has dicho.

Volvió a asentir. Teela Brown no mostraba la menor reticencia. En esos dos días con sus respectivas noches no había mentido, ni había intentado ocultar la verdad, ni siquiera había rehuido ninguna pregunta. Luis lo hubiera notado. Le había hablado de sus dos primeros amores: el que había dejado de interesarle al cabo de medio año, y el otro, un primo, que había recibido una oferta para emigrar al monte Lookitthat. Luis no le había contado gran cosa de sus experiencias y ella pareció aceptar bien su reticencia. Pero, por su parte, no había ningún recelo. Y hacía las preguntas más increíbles.

— ¿Entonces por qué me has escogido precisamente a mí? — preguntó él.

— No lo sé — confesó ella —. Tal vez sea una cuestión de carisma. Eres un héroe, ya lo sabes.

Era el único superviviente del primer grupo de hombres que estableció contacto con una especie extraterrestre. ¿Conseguiría superar algún día el episodio de los trinoxios?

Hizo una última tentativa:

— Mira, conozco al mejor amante del mundo. Es amigo mío. Es su hobby. Escribe libros sobre el tema. Es doctor en fisiología y psicología. Hace ciento treinta anos que…

Teela se había tapado los oídos:

— No — dijo —. No.

— Lo único que pretendo es que no te mates por ahí. Eres demasiado joven. — Teela le miró desconcertada, esa mirada desconcertada, señal de que había utilizado unas palabras de intermundo perfectamente definidas para componer una frase sin sentido. ¿Zozobras del corazón? ¿Matarse por ahí? Luis suspiró para sus adentros —. Fusión de los nódulos del dormitorio — ordenó, y algo ocurrió en el campo sómnico. Las dos regiones de equilibrio estable, las anomalías que impedían que Luis y Teela cayeran fuera del campo, se juntaron y se fundieron en una sola. Luis y Teela comenzaron a rodar hasta encontrarse y quedar pegados el uno al otro.

— Tengo mucho sueño, Luis. Pero si tú quieres…

— Aprovecha la intimidad antes de perderte en el mundo de los sueños. En las naves espaciales no suele haber mucho espacio.

— ¿No querrás decir que no podremos hacer el amor? ¡Nej! Luis, no me importa que miren. Son extraterrestres.

— A mí sí me importa.

Volvió a lanzarle esa mirada de asombro.

— Si no fueran extraterrestres, ¿te molestaría?

— Sí, a menos que les conociéramos mucho. ¿Te resulto anticuado?

— Un poco.

— Recuerdas ese amigo del que te hablaba? ¿El mejor amante del mundo? Pues, tenía una colega — explicó Luis —, y ella me te enseñó algunas cosas que había aprendido de él. Pero se precisa gravedad — añadió —. Desconectar campo sómnico — ordenó, y recuperaron el peso.

— ¿Quieres cambiar de tema? — dijo Teela.

— Sí. Me rindo.

— Muy bien, pero no olvides un detalle. Un pequeño detalle. Tu amigo titerote podría haber escogido cuatro especies en vez de tres. Y hubieras podido encontrarte perfectamente con un trinoxio entre los brazos en vez de mi persona.

— Terrible perspectiva. En fin, lo haremos en tres fases, empezando por la posición a horcajadas…

— ¿Qué es la posición a horcajadas?

— Ya lo verás…

Cuando amaneció, a Luis ya no le disgustaba la idea de viajar con ella. Cuando comenzaron a renacer sus dudas, era ya demasiado tarde. Hacía bastante tiempo que no había posibilidad de reconsiderar las cosas.


Los Forasteros se dedicaban al tráfico de información. Pagaban bien y vendían caro, pero compraban una cosa y luego la vendían repetidas veces, pues su red comercial cubría toda la espiral galáctica. Gozaban de crédito prácticamente ilimitado en los bancos del espacio humano.

Lo más probable es que hubieran evolucionado en la luna fría y ligera de algún gigante gaseoso; un mundo muy parecido a Nereida, la luna más grande de Neptuno. Ahora vivían en los espacios interestelares, en naves del tamaño de una ciudad con diversos grados de complejidad, desde velas de fotones hasta maquinaria teóricamente imposible desde la perspectiva de la ciencia humana. Cuando descubrían un sistema planetario con una clientela en potencia y ese sistema comprendía un mundo adecuado, los Forasteros de inmediato obtenían concesiones para construir centros comerciales, zonas de descanso y esparcimiento, depósitos de abastecimiento, etc. Quinientos años atrás habían obtenido una concesión sobre Nereida.

— Y ahí deben de tener los negocios más importantes — Comentó Luis Wu —. Ahí abajo — señaló con una mano, mientras con la otra manejaba los controles de la nave.

Nereida tenía el aspecto de una helada llanura riscosa bajo la brillante luz de las estrellas. El gordo puntito blanco del sol no daba más luz que una luna llena; y esa luz iluminaba un laberinto de paredes bajas. Había construcciones hemisféricas y un grupo de pequeñas naves tierra-órbita a reacción con compartimientos de pasajeros provistos de grandes ventanas abiertas sobre el espacio; sin embargo, más de la mitad de la llanura estaba cubierta por esas paredes bajas.

Interlocutor-de-Animales inclinó su inmensa mole sobre Luis y dijo:

— Quisiera saber para qué sirve el laberinto. ¿Defensa?

— Son zonas de calentamiento — explicó Luis —. Los Forasteros se alimentan de termoelectricidad. Se tienden con las cabezas expuestas al sol y las colas en la sombra, y la diferencia de temperatura entre unas y otras crea una corriente. Las paredes les permiten disponer de una mayor zona limítrofe entre sol y sombra.

Tras diez horas de vuelo, Nessus se había calmado un poco. Había estado trotando por el habitáculo de la nave, comprobando esto y lo otro, metiendo una cabeza y un ojo en todos los rincones, mientras lanzaba por encima del hombro comentarios y respuestas a las preguntas que le hacían los demás. Su traje de presión, un globo abombado y acolchado sobre la joroba que cubría su cerebro, parecía ligero y confortable; las bolsas regeneradoras de aire y comida eran increíblemente pequeñas.

Justo antes del despegue, Nessus les había desconcertado un poco. De pronto, toda la cabina se había inundado de una música, deliciosa y complicada, l ena de bemoles, como la triste llamada de una computadora en plena euforia sexual. Nessus estaba silbando. Con sus dos bocas, ricas en nervios y músculos adecuados para unas bocas que también hacían las veces de manos, el titerote semejaba una orquesta ambulante.

Había insistido en que Luis condujese la nave, y demostró tener gran confianza en su habilidad como conductor, pues ni siquiera se abrochó el cinturón. Luis supuso que la nave de los titerotes debía estar equipada con secretos artilugios especiales destinados a proteger a los pasajeros.

Interlocutor había embarcado con una maleta de diez kilos de peso que al abrirla resultó contener poca cosa, aparte de un horno de microondas plegable especial para calentar carne. Eso, y un montón de algo crudo, más posiblemente de origen kzinti que terrestre. Por algún motivo, Luis había imaginado que el traje de presión del kzin recordaría una engorrosa armadura medieval. Pero se equivocaba. Era un globo múltiple, transparente, con una bolsa monstruosamente pesada en la espalda y un casco semiesférico lleno de complicados controles para la lengua. Aunque no contenía ningún arma identificable, la mochila tenía un aspecto muy bélico y Nessus insistió en hacérsela guardar.

— Pararé junto a la nave Forastera — dijo Luis.

— No. Condúcenos más al este. Tuvimos que aparcar el «Tiro Largo» en una zona apartada.

— ¿Para qué? ¿Temíais que los Forasteros os espiasen.

— No. El «Tiro Largo» emplea motores de fusión en vez de elevadores. El calor desprendido en los despegues y aterrizajes podría molestar a los Forasteros.

— ¿Por qué le pusieron «Tiro Largo»?

— Beowulf Shaeffer, el único ser racional que ha tripulado esta nave, lo bautizó así. Fue él quien realizó los únicos grabados instantáneos que poseemos de la explosión del Núcleo. «Tiro Largo» es una expresión relacionada con los juegos de azar, ¿no es así?

— Tal vez tenía pocas esperanzas de regresar. Más vale que os diga la verdad: nunca he conducido un vehículo con motores de fusión. Mi nave lleva un motor inerte, como ésta.

— Tendrás que aprender — dijo Nessus.

— Un momento — dijo Interlocutor-de-Animales —. Tengo alguna experiencia en el manejo de naves con motores de fusión. Conque yo pilotaré el «Tiro Largo».

— Imposible. El asiento antichoques del piloto está diseñado para un cuerpo humano. Los paneles de control están adaptados a los hábitos humanos.

El kzin emitió unos gruñidos de ira en lo más profundo de su garganta.

— Ahí, Luis. Justo delante nuestro.

El «Tiro Largo» era una burbuja transparente de más de doscientos metros de diámetro. Luis dio algunas vueltas sobre el monstruo, y no consiguió descubrir ni un centímetro cúbico libre de la maquinaria verde y bronce de los motores hiperlumínicos. Llevaba un fuselaje #4 de Productos Generales, fácilmente identificable para un conocedor de las naves espaciales; un fuselaje que, por sus grandes dimensiones, normalmente sólo se usaba para transportar colonias completamente prefabricadas. Pero no parecía una nave espacial. Era el equivalente en gigantesco de algún primitivo satélite orbital, construido por una raza cuyos limitados recursos y escasa tecnología exigiesen el máximo aprovechamiento de todo el espacio disponible.

— ¿Y dónde nos sentaremos? — quiso saber Luis —. ¿Encima?

— La cabina está debajo. Aterriza bajo la curva de la estructura.

Luis aterrizó sobre el hielo oscuro y luego deslizó la nave con cuidado. Las luces del sistema de supervivencia estaban encendidas; se veía su resplandor a través del fuselaje del «Tiro Largo». Luis vio dos diminutas cabinas, la de abajo apenas con el espacio suficiente para una cápsula de supervivencia, un indicador de masa y un banco de instrumentos en forma de herradura. La cabina superior no era mucho más grande. Notó que el kzin se agitaba detrás suyo.

— Muy interesante — dijo el kzin —. Supongo que Luis irá en la cabina inferior y nosotros tres en la de arriba.

— Sí. Nos costó bastante acomodar tres cápsulas de supervivencia en un espacio tan reducido. Para mayor seguridad, cada una está equipada con un campo estático. Puesto que haremos el viaje en posición estática, no tiene mayor importancia que no quede espacio para moverse.

El kzin bufó y Luis notó que se apartaba de su hombro. Dejó que la nave avanzara unos centímetros más y luego fue cerrando una serie de interruptores.

— Hay algo que me preocupa — dijo Luis —. Teela y yo cobramos lo mismo entre los dos que Interlocutor-de-Animales solo.

— ¿Deseas un complemento? Tendré en cuenta cualquier sugerencia.

— Quiero algo que tú ya no necesitas — le dijo al titerote — Algo que tu raza abandonó. — Había escogido un buen momento para hacer el trato. No tenía muchas esperanzas de conseguir nada, pero valía la pena intentarlo —. Deseo conocer la situación del planeta de los titerotes.

Las cabezas de Nessus se levantaron sobresaltadas y luego se quedaron mirando una a la otra. Nessus sostuvo un momento su propia mirada antes de preguntar:

— ¿Por qué te interesa saberlo?

— Hubo un tiempo en que la situación del mundo de los titerotes era el secreto más preciado del espacio conocido — dijo Luis —. De ahí su valor. Los buscadores de fortunas exploraron todas las estrellas G y K visibles en busca del mundo de los titerotes. Teela y yo aún podríamos vender la información a buen precio a cualquier agencia de noticias.

— ¿Y si ese mundo se hallase fuera del espacio conocido?

— Ajá — dijo Luis —. Mi profesor de historia solía especular al respecto. Aun así sería una información valiosa.

— Antes de zarpar rumbo a nuestro destino definitivo — dijo el titerote, midiendo atentamente sus palabras — te comunicaré las coordenadas del mundo de los titerotes. Creo que la información será más desconcertante que útil.

El titerote volvió a mirarse fugazmente a los ojos. Luego abandonó esa pose y preguntó:

— ¿Distingues cuatro proyectores cónicos…?

— Sí. — Luis ya se había fijado en los cuatro conos abiertos que apuntaban hacia afuera y hacia abajo alrededor de la cabina doble —. ¿Son los motores de fusión?

— Sí. Comprobarás que la nave responde de forma muy similar a las de propulsores inertes, excepto por la ausencia de gravedad interna. A nuestros proyectistas no les sobraba espacio. Por lo que respecta al hiperreactor de quantum 11 no debo hacerte ninguna indicación especial…

— Os tengo en el campo de acción de mi espada variable — dijo Interlocutor-de-Animales —. Que nadie se mueva.

Tardaron un momento en captar el sentido de sus palabras, luego Luis se volvió, muy lentamente, evitando cualquier gesto demasiado brusco.

El kzin se apoyaba contra una pared cóncava. En una de sus garras sostenía algo parecido al desmesurado asidero de una comba de saltar. A unos dos metros del mango, que el kzin sostenía a la altura de sus ojos con gran habilidad, se balanceaba una reluciente bolita roja. El alambre que unía la bolita al mango era demasiado fino para poder distinguirlo a simple vista, pero a Luis no le cupo la menor duda de que existía. Ese alambre, invulnerable y rígido gracias a un campo estático de diseño esclavista, era capaz de cortar casi todos los metales, incluido el respaldo de la cápsula de supervivencia de Luis, suponiendo que decidiera esconderse detrás de ella. Y el kzin se había colocado de tal forma que con su espada podía alcanzar cualquier punto de la cabina.

A los pies del kzin, Luis pudo ver la pierna de carne extra-terrestre no identificada. Había sido desgarrada a dentelladas, y, como es lógico, estaba hueca.

— Hubiera preferido un arma menos dolorosa — dijo Interlocutor-de-Animales —. Lo ideal hubiera sido un aturdidor. No conseguí obtener uno antes de partir. Luis, aparta las manos de los mandos y apóyalas en el respaldo de tu silla.

Luis obedeció. Por un momento había pensado alterar la gravedad de la cabina; pero el kzin le partiría en dos si lo intentaba.

— Ahora, si os quedáis tranquilos, os explicaré lo que vamos a hacer.

— Explícanos tus razones — sugirió Luis. Estaba calculando los riesgos. La bombilla roja era un indicador para que interlocutor pudiera saber dónde acababa su cuchilla de alambre invisiblemente delgado. Si Luis conseguía agarrar ese extremo de la espada, sin perder los dedos en el acto…

No. La bombilla era demasiado pequeña.

— Las razones son bastante evidentes — dijo Interlocutor. Las señales negras que circundaban sus ojos recordaban el antifaz de un bandido de dibujos animados. El kzin no estaba tenso ni relajado. Se había situado de forma que era prácticamente imposible atacarle.

— Mi propósito es conseguir que mi mundo posea el «Tiro Largo». Nos servirá de modelo para construir otras naves del mismo tipo. Con naves como ésta estaríamos en ventaja en la próxima guerra entre hombres y kzinti, a condición de que los hombres no posean también los planos del «Tiro Largo». ¿Satisfechos?

Luis adoptó un tono sarcástico:

— Ya veo que el destino de nuestra expedición no te asusta.

— No. — El insulto no había hecho mel a en él — ¿Cómo pudo llegar a pensar que un kzin sería capaz de captar un sarcasmo? —. Ahora todos os desvestiréis, para tener la seguridad de que no vais armados. Luego, el titerote se pondrá su traje de presión. Los dos embarcaremos en el «Tiro Largo». Vosotros, Luis y Teela, os quedaréis aquí; me llevaré vuestras ropas y vuestro equipaje, y también vuestros trajes de presión. Inutilizaré esta nave. Seguro que los Forasteros querrán saber por qué no habéis regresado a la Tierra y acudirán en vuestra ayuda mucho antes de que comience a fallaros el sistema de supervivencia. ¿Entendido?

Luis Wu, relajado y preparado para aprovechar cualquier posible descuido del kzin, miró a Teela Brown con el rabillo del ojo. Vio que Teela se disponía a saltar sobre el kzin.

Interlocutor la partiría por la mitad. Luis tendría que actuar con rapidez.

— No hagas tonterías, Luis. Levántate despacio y retrocede hacia la pared. Serás el primero en…

Luis frenó su salto, sorprendido por algo que no comprendía.

Interlocutor-de-Animales echó su gran cabezota anaranjada hacia atrás y maulló: un chillido casi supersónico. Abrió los brazos, como si quisiera abrazar el universo. La hoja de alambre de su espada variable atravesó un depósito de agua sin que pareciera ofrecer la menor resistencia; el agua comenzó a desparramarse. Interlocutor ni se dio cuenta. Sus ojos no veían, sus oídos no escuchaban.

— Quítale el arma — dijo Nessus.

Luis se le acercó. Avanzó con cautela, dispuesto a echarse al suelo si la espada variable se movía en su dirección. El kzin la agitaba dulcemente, como si fuese una batuta. Luis cogió el mango del puño del kzin, que no ofreció la menor resistencia. Apretó el botón adecuado y la bolita roja retrocedió hasta tocar el mango.

— Quédatela — le ordenó Nessus. Cogió el brazo de Interlocutor entre los labios y le condujo hasta una cápsula. No tuvo que vencer la menor resistencia. El kzin calló; tenía la mirada perdida en el infinito y su gran rostro peludo reflejaba gran serenidad.

— ¿Qué ha pasado? ¿Qué me has hecho?

Interlocutor-de-Animales, perfectamente relajado, miraba al infinito y ronroneaba.

— Mira — dijo Nessus. Se apartó lentamente de la cápsula del kzin. Tenía las aplastadas cabezas muy erguidas y rígidas, apuntando mas que mirando hacia el kzin, del que no apartó la mirada ni un instante.

De pronto, el kzin pareció recuperar la visión. Su mirada iba de Luis a Teela y luego a Nessus. Interlocutor-de-Animales comenzó a emitir unos gruñidos plañideros, se incorporó y empezó a hablar en intermundo.

— Ha sido muy agradable. Me gustaría…

Se interrumpió, desconcertado.

— Sea lo que fuere — le dijo al titerote —, no lo vuelvas a hacer.

— Te tenía por un ser cultivado — dijo Nessus —. Y no me he equivocado en mi apreciación. Sólo una persona de una cierta cultura temería un tasp.

— Ah — dijo Teela.

— ¿Tasp? — inquirió Luis.

El titerote continuó hablando con Interlocutor-de-Animales:

— No olvides que recurriré al tasp siempre que me obligues a ello. Haré uso de él si me pones nervioso, si recurres a la violencia con frecuencia o si me asustas a menudo; pronto no podrás prescindir del tasp. Y puesto que lo tengo quirúrgicamente implantado en el cuerpo, sólo matándome podrías apoderarte de él. Y aun entonces continuaría tu innoble dependencia del tasp.

— Muy astuto — dijo Interlocutor —. Una táctica fuera de lo común. No te molestaré más.

— ¡Nej! ¿Alguien quiere explicarme qué es un tasp?

La ignorancia de Luis pareció sorprenderles a todos. Teela fue quien se lo explicó:

— Activa el centro de placer del cerebro.

— ¿A distancia? — Luis ignoraba que ello fuese teóricamente posible.

— Claro. Tiene el mismo efecto que una corriente al tocar un electrodo; pero no es preciso introducir un alambre en el cerebro. Los tasps suelen ser bastante pequeños y pueden manejarse con una sola mano.

— ¿Te han dado alguna vez con un tasp? Ya sé que no es asunto de mi incumbencia…

Tanta delicadeza hizo sonreír a Teela.

— Sí, conozco la sensación que produce. Por un momento… bueno, es imposible explicarlo. Pero el tasp no es para usarlo en uno mismo. Lo normal es aplicárselo a alguien que no se lo espera. Ahí está la gracia. La policía detiene a menudo grupos de «taspers» en los parques.

— Vuestros tasps — dijo Nessus — inducen menos de un segundo de corriente. El mío induce unos diez segundos.

Debía haber producido un efecto formidable sobre Interlocutor-de-Animales. Pero Luis sacó otras conclusiones:

— Vaya, vaya. Es estupendo. ¡Increíble! ¡Sólo a un titerote se le ocurriría pasearse con un arma que causa placer al enemigo!

— Y sólo un ser muy cultivado temería un exceso de placer. El titerote tiene razón — dijo Interlocutor-de-Animales — Si las descargas del tasp fueran frecuentes, acabaría convertido en el obediente esclavo del titerote. ¡Yo, un kzin, sometido a la voluntad de un herbívoro!

— Subamos al «Tiro Largo» — dijo Nessus en tono grandilocuente —. Ya hemos perdido demasiado tiempo.


Luis fue el primero en subir a bordo del «Tiro Largo».

El bailoteo de sus pies sobre la superficie rocosa de Nereida no le sorprendió. Luis sabía moverse perfectamente en condiciones de reducida gravedad. Sin embargo, su cerebelo había esperado tontamente un cambio de gravedad al entrar en la cámara de aire del «Tiro Largo». Preparado como estaba para el cambio, tropezó y por poco se cae al no producirse éste.

— Sé que entonces conocían la gravedad inducida — masculló al entrar en la cabina.

Era una cabina primitiva, l ena de rígidos ángulos rectos, muy propicios para golpearse las rodillas y los codos contra ellos. Todo era más grande de la cuenta. Los indicadores estaban mal situados…

Además de primitiva, la cabina era pequeña. Cuando se construyó el «Tiro Largo» ya se conocía la gravedad inducida; pero, a pesar de que la nave tenía kilómetro y medio de ancho, no quedaba espacio para la maquinaria. Apenas si cabía un piloto.

El tablero de mandos y un indicador de masa, una ranura de alimentación, una cápsula de seguridad y detrás de ésta un espacio en el que podría acomodarse un hombre con la cabeza inclinada para no tocar el techo.

Luis se introdujo en ese espacio y abrió la espada variable del kzin hasta una longitud de un metro.

Interlocutor-de-Animales subió a bordo, cuidando de avanzar lentamente. Pasó junto a Luis sin detenerse y subió al compartimiento superior.

Allí se encontraba antes la sala de recreo del único piloto de la nave. Habían retirado los aparatos gimnásticos y la pantalla de lectura para instalar otras tres cápsulas de seguridad. Interlocutor se acomodó en una de ellas.

Luis le siguió escaleras arriba. Exhibió la espada variable sin darle mayor importancia; luego cerró la tapa de la cápsula del kzin y accionó un interruptor.

La cápsula se convirtió en un huevo con la superficie como un espejo. El tiempo quedaría detenido en su interior hasta que Luis desconectara el campo estático. Si la nave fuera a estrellarse contra un asteroide de antimateria, incluso el fuselaje se convertiría en vapor ionizado; sin embargo, la cápsula del kzin no perdería su reflectante acabado.

Luis se relajó. Todo parecía ahora una especie de danza ritual; sin embargo, la finalidad era bastante palpable. El kzin tenía buenas razones para querer robar la nave. El tasp no había cambiado en nada ese aspecto. No debía permitirle conseguir su propósito.

Luis volvió a la cabina del piloto. Decidió usar el circuito nave-traje.

— Adelante.

Unas cien horas más tarde, Luis Wu ya había salido del sistema solar.

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