2. Y su pintoresca compañía

Luis Wu conocía muchas personas que cerraban los ojos cuando usaban una cabina teletransportadora. El repentino cambio de escenario les producía vértigo. Luis lo consideraba una bobada; pero, en fin, las rarezas de sus amigos no acababan ahí.

Mantuvo los ojos bien abiertos mientras marcaba el código. Los extraterrestres que le observaban se esfumaron. Alguien gritó:

— ¡Aquí está!

Un gran gentío comenzó a agolparse junto a la puerta. Luis tuvo que empujar para abrirla.

— ¡Vaya tarambanas! ¿Nadie se ha ido a casa aún? — Abrió los brazos como si quisiera estrecharlos a todos, luego comenzó a abrirse paso a empellones como una máquina quitanieves. ¡Dejad paso, palurdos! Traigo más invitados.

— ¡Estupendo! — gritó una voz en su oído. Unas manos anónimas cogieron la suya y le apretaron los dedos en torno a una ampolla de licor. Luis dio palmadas en la espalda a los siete u ocho invitados que tenía al alcance y sonrió ante tan buena acogida.

Luis Wu. De lejos se diría un oriental, con pálida tez amarillenta y largos cabellos blancos. Llevaba su ostentosa túnica azul con aire descuidado, parecía que debía impedirle moverse con soltura. Pero la impresión era engañosa.

De cerca, todo era un timo. No tenía la piel de un pálido color amarillo tostado sino de un liso amarillo cromo, como un Fu Manchú de dibujos animados. La coleta era demasiado gruesa y no había encanecido con la edad, sino que su blanco era total y absoluto con un imperceptible toque de azul, como el reflejo de una estrella enana. Como todos los terrícolas, Luis Wu debía sus colores a los tintes cosméticos.

Un terrícola. Saltaba a la vista. Sus rasgos no eran caucásicos ni mongoloides ni negroides, aunque presentaban reminiscencias de los tres: una mezcla uniforme que debió requerir siglos. La tracción gravitatoria de 9,98 metros/segundo prestaba un aire inconscientemente natural a su postura. Cogió una ampolla de licor y sonrió a sus invitados. Sin saber cómo, se encontró sonriendo ante un par de reflectantes ojos plateados, situados a escasos centímetros de los suyos.

Una tal Teela Brown había ido a dar contra él, nariz con nariz y pecho con pecho. Tenía la piel azul con una nervadura de hilos plateados; su cabellera recordaba las llamas de una hoguera; sus ojos eran espejos convexos. Tenía veinte años y Luis ya había hablado con ella en otras ocasiones. Su charla era superficial y estaba plagada de lugares comunes y falsos entusiasmos; pero era muy bonita.

— Tengo que preguntártelo — dijo, jadeante —, ¿Cómo conseguiste hacer venir un trinoxio?

— No me digas que todavía está aquí.

— Oh, no. Se estaba quedando sin aire y tuvo que irse a casa.

— Una mentira piadosa — le hizo saber Luis —. El generador de aire de los trinoxios dura semanas. En fin, si de verdad te interesa, te diré que, en cierta ocasión, ese trinoxio en concreto fue huésped y prisionero mío durante un par de semanas. Su nave y su tripulación quedaron aniquiladas en las fronteras del espacio conocido y tuve que transportarle hasta Margrave para que le fabricasen una cápsula de supervivencia.

Los ojos de la chica expresaron una deleitada admiración. A Luis le sorprendió agradablemente que estuvieran a la misma altura que los suyos; la frágil belleza de Teela Brown la hacía parecer más baja de lo que en realidad era. Cuando oteó por encima del hombro de Luis, sus ojos se abrieron aún más. Luis hizo una mueca al tiempo que se volvía.

Nessus, el titerote, salió de la cabina.


A Luis se le había ocurrido la idea al salir del Krushenko. Intentó convencer a Nessus para que les diera alguna información sobre su presunto destino. Pero el titerote temía la presencia de ondas espías.

— Podríamos ir a mi casa — sugirió Luis.

— ¡Y tus invitados!

— En mi oficina no habrá nadie. Y es totalmente imposible que hayan instalado ningún aparato. Además, ¡causaréis sensación en la fiesta! Si es que aún queda alguien.

El impacto colmó plenamente las expectativas de Luis. Se hizo un silencio absoluto, roto sólo por el tap-tap-tap de los cascos del titerote. Luego, Interlocutor-de-Animales se materializó detrás suyo. El kzin escudriñó el mar de rostros humanos que rodeaban la cabina. Y comenzó a mostrar los dientes.

Alguien tiró el resto de su ampolla en una maceta. El gran gesto. Entre las ramas, se oyó la voz airada de una orquídea de Gummidgy. La gente comenzó a retroceder y a apartarse de la cabina. Se oyó algún comentario: «No estás borracho. Yo también los veo.» «¿Sedantes? A ver si tengo alguno.» «Sabe dar fiestas, ¿no crees?» «Gran tipo este Luis.» «¿Qué dices que es eso?»

No sabían qué hacer con Nessus. La mayoría optó por ignorarlo; temían hacer comentarios, no fueran a quedar en ridículo. Su reacción ante Interlocutor-de-Animales fue aún más curiosa. El kzin, que antaño fuera el peor enemigo del hombre, fue acogido con respetuosa deferencia, como si de algún extraño héroe se tratase.

— Sígueme — le dijo Luis al titerote. Con un poco de suerte, el kzin les seguiría a los dos — Dispensad — gritó, y comenzó a abrirse paso a empellones, mientras se limitaba a sonreír con aire misterioso como toda respuesta a las numerosas preguntas de los excitados o desconcertados huéspedes.


Una vez a salvo en su despacho, Luis cerró con llave la puerta y conectó el sistema antiespías.

— Todo en orden. ¿Alguien quiere tomar un trago?

— Si pudieras calentar un poco de whisky, lo aceptaría — dijo el kzin —. Y si no puedes calentármelo, también lo aceptaré.

— ¿Nessus?

— Un jugo de hortalizas cualquiera. ¿Tienes zumo de zanahoria caliente?

— Bah — dijo Luis; pero dio las pertinentes instrucciones al bar y en el acto aparecieron varias ampollas de zumo caliente de zanahoria.

Nessus se sentó sobre su pata trasera doblada, en tanto que el kzin se dejaba caer pesadamente sobre un almohadón inflable. Lo lógico habría sido que explotase como un globo bajo su peso. El segundo enemigo ancestral del hombre tenía un aire extraño y ridículo haciendo equilibrios sobre un almohadón demasiado pequeño para él.

Las guerras entre hombres y kzinti habían sido numerosas y terribles. De haber vencido los kzinti en la primera de ellas, la humanidad hubiese quedado esclavizada y convertida en ganado de carne por el resto de la eternidad. Pero los kzinti habían sufrido graves bajas en las sucesivas guerras. Tenían la costumbre de atacar sin estar preparados. Entendían muy poco de paciencia, y nada de piedad ni de guerra limitada. Cada guerra había diezmado considerablemente su población y les había costado, además, la confiscación punitiva de un par de mundos kzinti.

Los kzinti llevaban doscientos cincuenta años sin atacar el espacio humano. No tenían con qué lanzar el ataque. Los hombres llevaban doscientos cincuenta años sin atacar los mundos kzinti y no había kzin capaz de entenderlo. Los hombres les desconcertaban terriblemente.

Eran duros y fuertes, sin embargo Nessus, un cobarde confeso, había insultado a cuatro kzinti maduros en un restaurante público.

— Vuelve a contarme lo de la proverbial cautela de los titerotes — dijo Luis — No recuerdo bien…

— Creo que no he jugado muy limpio contigo, Luis. Mi especie opina que estoy loco.

— Oh, fantástico. — Luis bebió un sorbo de la ampolla que le había puesto en la mano un anónimo donante. Contenía vodka, jugo de moras y hielo picado.

La cola del kzin se agitaba sin cesar.

— ¿Por qué embarcarnos con un maníaco confeso? Debes estar más loco de lo normal o no te embarcarías con un kzin.

— Os asustáis fácilmente — dijo Nessus, con su suave voz persuasiva, insoportablemente sensual —. Los hombres siempre han considerado locos a todos los titerotes, desde su particular punto de vista. Ningún ser extraño ha visto jamás el mundo de los titerotes y ningún titerote en sus cabales confiaría su vida al poco seguro sistema de supervivencia de una nave es espacial, ni se aventuraría en medio de los ignorados y posiblemente mortales peligros de un mundo extraño.

— Un titerote loco, un kzin bien desarrollado y yo. Más vale que el cuarto miembro de la tripulación sea un psiquiatra.

— No, Luis, entre los posibles candidatos no figura ningún psiquiatra.

— ¿Y por qué no?

— No he escogido mi equipo al azar. — El titerote iba bebiendo su zumo con una boca mientras hablaba por la otra —. En primer lugar, me he incluido a mí mismo. El viaje proyectado debe ser provechoso para mi especie; luego, debe participar en él un representante de la misma. Éste debe ser lo bastante insensato para arriesgarse a explorar un mundo desconocido, pero lo suficientemente cuerdo para poner su intelecto al servicio de su supervivencia. Se da el caso de que soy exactamente un caso límite.

— Teníamos nuestros motivos para incluir un kzin. Interlocutor-de-Animales, esto que voy a decirte es un secreto. Llevamos bastante tiempo observando a tu especie. Ya os conocíamos antes de que atacaseis a la humanidad.

— Fue una suerte que no se os ocurriera presentaros — rugió el kzin.

— Desde luego. Al principio l egamos a la conclusión de que la especie kzinti era inútil y también peligrosa. Comenzamos a estudiar la posibilidad de exterminaros sin peligro.

— Te voy a hacer un nudo marinero con los dos cuellos.

— No te atreverás a realizar ningún acto violento.

El kzin se levantó.

— Tiene razón — dijo Luis —. Siéntate, Interlocutor. No ganarás nada con asesinar a un titerote.

— El proyecto fue anulado — continuó Nessus —. Descubrimos que las guerras entre kzinti y hombres podían frenar la expansión kzinti y reducir el peligro potencial que representabais. Pero seguimos observando.

»A lo largo de varios siglos llegasteis a atacar seis veces a los hombres. En las seis ocasiones fuisteis derrotados, y perdisteis aproximadamente dos terceras partes de vuestra población masculina en cada guerra. ¿Será necesario insistir en el grado de inteligencia que demostrasteis? ¿No? En todo caso, nunca hubo verdadero riesgo de extinción. Vuestras hembras no-racionales se vieron poco afectadas por las guerras, de modo que en cada ocasión la nueva generación logró cubrir las pérdidas. Con todo, fuisteis perdiendo paulatinamente un imperio que os había costado milenios edificar.

»Comprendimos que los kzinti estabais evolucionando a un ritmo frenético.

— ¿Evolucionando?

Nessus gruñó una palabra en la Lengua del Héroe. Luis dio un salto. Nunca hubiera imaginado que de las gargantas del titerote pudiera salir eso.

— Sí — dijo Interlocutor-de-Animales —, es lo que había entendido. Pero no le veo el sentido.

— La evolución se basa en la supervivencia del más apto. Durante varios cientos de años kzinti, los más aptos de vuestra especie han sido aquellos de sus miembros que han estado dotados de la astucia o la paciencia suficientes para eludir el combate con los seres humanos. Los resultados están a la vista. Hace casi doscientos años kzinti que reina la paz entre hombres y kzinti.

— ¡Pero no tendría sentido! ¡Jamás conseguiríamos ganar una guerra!

— Ello no arredró a vuestros antepasados.

Interlocutor-de-Animales se tragó su whisky caliente. Su pelada cola sonrosado corno la de un ratón comenzó a agitarse furiosamente.

— Vuestra especie ha sido diezmada — dijo el titerote —. Todos los kzinti actuales son descendientes de los que lograron escapar a la muerte en las guerras entre hombres y kzinti. Entre nosotros, hay quien aventura que los kzinti poseen ahora la inteligencia o la empatía o el comedimiento necesario para relacionarse con otras razas.

— Y por ello te arriesgas a viajar con un kzin.

— Sí — dijo Nessus, y se estremeció de pies a cabeza —. Tengo importantes razones para ello. Me han dado a entender que si demuestro mi arrojo y me sirvo de él para prestar un valioso servicio a mi especie, se me permitirá reproducirme.

— No parece un compromiso muy firme — comentó Luis.

— Existe además otro motivo para incluir a un kzin en el grupo. Deberemos hacer frente a medios hostiles plagados de peligros desconocidos. ¿Quién me protegerá? ¿Habría alguien más capacitado para ello que un kzin?

— ¿Para proteger a un titerote?

— ¿Parece una locura?

— Más bien — dijo Interlocutor-de-Animales —. También me hace reír un poco. ¿Y qué pinta éste, este Luis Wu?

— En diversas ocasiones hemos cooperado con éxito con los hombres. No es de extrañar que hayamos seleccionado al menos un humano. Luis Gridley Wu es un tipo que ha demostrado su capacidad de supervivencia, pese a toda su despreocupación y su temerario proceder.

— No cabe duda de que es despreocupado, y temerario. Me desafió a un combate cuerpo a cuerpo.

— ¿Habrías aceptado de no estar presente Hroth? ¿Le hubieras hecho daño?

— ¿Para que me hicieran volver a casa deshonrado por haber provocado un grave incidente interespecies? Pero eso es lo de menos — insistió el kzin —. ¿No crees?

— Tal vez no sea tan intrascendente. Luis sigue vivo. Ahora sabes que no puedes dominarle por el miedo. ¿Crees en las consecuencias?

Luis guardaba un discreto silencio. Si el titerote deseaba atribuirle una calculada serenidad, Luis Wu no tenía nada que objetar.

— Has estado hablando de tus razones — dijo Interlocutor —. Hablemos ahora de las mías. ¿Qué puedo ganar embarcándome?

Con esto entraron de lleno en los detalles del trato.


El hiperreactor de quantum 11 era como un elefante blanco para los titerotes. Una nave así equipada podía recorrer un año luz en un minuto y cuarto, mientras que con medios convencionales se requerían tres días para cubrir esa distancia. Sin embargo, las naves convencionales podían transportar carga.

— Incorporamos el motor a un fuselaje Número Cuatro de Productos Generales, el mayor que fabrica nuestra compañía. Cuando nuestros científicos e ingenieros acabaron su trabajo, la maquinaria del hiperreactor ocupaba casi todo el espacio disponible. Viajaremos algo apretados.

— Un vehículo experimental — dijo el kzin —. ¿Ha sido sometido a un número suficiente de pruebas?

— El vehículo ha hecho un viaje hasta el núcleo de la galaxia y ha regresado.

¡Pero había sido su único viaje! Los titerotes no podían probarlo por su cuenta, ni podían buscar otras razas dispuestas a hacerlo, pues se hallaban en plena migración. La nave prácticamente no llevaría carga, pese a tener más de kilómetro y medio de diámetro. Y, otro detalle, era imposible detenerla sin hacerla regresar al espacio original.

— De nada nos sirve — dijo Nessus —. Pero vosotros podríais utilizarla. Nuestro propósito es ceder la nave a la tripulación, junto con copias de los planos para la construcción de otras iguales. Sin duda podréis perfeccionar el modelo por vuestra cuenta.

— Podría hacerme un nombre — dijo el kzin —. Un nombre. Tengo que ver esa nave en funcionamiento.

— Cuando hagamos el viaje al espacio exterior.

— El Patriarca me concedería un nombre a cambio de esa nave. Estoy seguro. ¿Qué nombre podría escoger? Tal vez… — El kzin emitió un agudo gruñido.

El titerote respondió en la misma lengua.

Luis se revolvió irritado en su silla. No comprendía la Lengua del Héroe. Estuvo a punto de abandonarlo todo, pero entonces tuvo una idea. Se sacó del bolsillo la instantánea del titerote y la arrojó al regazo peludo del kzin, que estaba sentado en el otro extremo de la habitación.

El kzin la cogió con cuidado entre sus acolchados dedos negros.

— Parece una estrella con un halo — comentó —. ¿Qué es?

— Guarda relación con nuestro lugar de destino — dijo el titerote —. No puedo deciros más, al menos de momento.

— ¡Cuánto misterio! Bueno, ¿cuándo partimos?

— Calculo que será cuestión de días. En estos momentos mis agentes trabajan afanosamente en la búsqueda de un cuarto miembro que se adecue a las exigencias de nuestra expedición.

— Y tendremos que esperar a que lo encuentren. Luis, ¿podemos reunirnos con los demás invitados?

Luis se puso en pie y se desperezó.

— Desde luego, vamos a animarlos un poquito. Interlocutor antes de salir de aquí me gustaría hacerte una sugerencia. Bueno, no te lo tomes como un ataque personal. No es más que una idea…


Los invitados se habían distribuido en varios grupos: los que miraban el tride, mesas de bridge y de póquer, grupos de dos o más personas entregados a la práctica del amor, los que gustaban de contar aventuras y las víctimas del tedio. Sobre la hierba, bajo un difuso sol de madrugada, un grupo de víctimas del tedio y xenófilos se habían reunido en torno a Nessus e Interlocutor-de-Animales; entre ellos figuraban también Luis Wu, Teela Brown y un atareado suministrador de bebidas.

El césped había sido cuidado según la vieja fórmula inglesa: sembrar y pasarle el rodillo durante quinientos años. Los quinientos años habían culminado en un desastre financiero, a resultas del cual Luis Wu se encontró repentinamente rico, en tanto que cierta venerable familia noble descubría que lo había perdido todo en la Bolsa. Era un césped verde y brillante, indiscutiblemente auténtico; nadie había manoseado aún sus genes en busca de dudosas mejoras. La verde ladera iba a morir junto a una pista de tenis donde unas figuras diminutas corrían, saltaban y agitaban sus desmesuradas palas matamoscas con gran energía.

— El ejercicio es algo maravilloso — dijo Luis —. Nunca me canso de observar a quienes lo practican.

La risa de Teela le sorprendió. Luis pensó fugazmente en los mil ones de chistes que ella nunca había oído, los viejos chistes que nadie contaba ya. Casi todos los chistes que sabía Luis estaban pasados de moda. El pasado y el presente no hacían buena pareja.

El suministrador de bebidas quedó suspendido junto a Luis en posición inclinada. Luis tenía la cabeza en el regazo de Teela y la inclinación del suministrador respondía a su deseo de alcanzar el tablero de mandos sin incorporarse. Consiguió pedir dos mochas, cogió las ampollas en cuanto cayeron de la ranura y le tendió una a Teela.

— Me recuerdas a una chica que conocí hace tiempo — dijo —. ¿Has oído hablar de Paula Cherenkov?

— ¿La dibujante de Boston?

— Sí. Ahora vive en Lo Conseguimos.

— Mi tatarabuela. Fuimos a verla una vez.

— Me causó una grave zozobra del corazón, ya hace años. Te le pareces como una gota de agua a otra.

El gorgeo de Teela provocó un placentero estremecimiento en las vértebras de Luis.

— Prometo no causarte ninguna zozobra del corazón si me explicas lo que es.

Luis se quedó pensativo un instante. Era una frase de su invención, creada para describir lo que le había ocurrido en esa ocasión. No la había empleado muchas veces, sin embargo nunca había tenido que explicarla. Siempre habían sabido a qué se refería.

La mañana era tranquila y serena. Si se acostara dormiría doce horas seguidas. Las toxinas de la fatiga le habían provocado una agotadora excitación. Le complacía poder apoyar la cabeza en el regazo de Teela. La mitad de los invitados de la fiesta eran mujeres y entre ellas había muchas ex-esposas o ex amantes de Luis. Para empezar la fiesta, Luis había celebrado su cumpleaños con tres mujeres; las tres habían sido muy importantes para él en su momento, y viceversa.

¿Tres? ¿Cuatro? No, tres. Y ahora le parecía sentirse inmune a las zozobras del corazón. Doscientos años de vida habían curtido su lacerada personalidad. Y ahí estaba ahora, con la cabeza en el regazo de una desconocida que parecía la réplica exacta de Paula Cherenkov.

— Me enamoré de ella — explicó —. Hacía años que nos conocíamos. Incluso habíamos salido juntos alguna vez. Entonces, una noche, empezamos a hablar y… Pals, me enamoré. Creí que ella también me amaba. Esa noche no nos acostamos… juntos, quiero decir. Le pregunté si se casaría conmigo. Me rechazó. Estaba absorbida por su carrera. No tenía tiempo para bodas, eso dijo. No obstante, decidimos hacer un viaje al Parque Nacional del Amazonas, una semana de una especie de sucedáneo de luna de miel. La semana siguiente fue una sucesión de grandes alegrías y profundas depresiones. Primero, la exaltación. Había comprado los billetes y tenía reservada una habitación en el hotel. ¿Te has enamorado alguna vez tan perdidamente como para llegar a considerarte indigna del otro?

— No.

— Yo era joven. Pasé dos días intentando convencerme de que Paula Cherenkov no estaba fuera de mi alcance. Y lo conseguí. Entonces ella me telefoneó y anuló el viaje. Ni siquiera recuerdo por qué, pero tenía alguna razón de peso. Esa semana la invité a cenar un par de veces. Sin resultado. Procuré no presionarla. Es probable que nunca advirtiera la gran tensión en que vivía yo. Subía y bajaba como un yo-yo. Luego, ella intentó rebajar el tono de la relación. Le era simpático. Lo pasábamos bien juntos. Quería que fuésemos buenos amigos. Yo no era su tipo — concluyó Luis —. Creí que estábamos enamorados. Es posible que ella también lo creyese, la primera semana o algo así. No fue cruel. Simplemente no había comprendido nada.

— Pero, ¿y la zozobra?

Luis levantó la vista hacia Teela Brown. Se encontró con la mirada inexpresiva de sus ojos plateados, y comprendió que ella no había entendido ni media palabra.

Luis estaba acostumbrado a tratar con extraterrestres. El instinto o la práctica le habían enseñado a captar aquellas situaciones en que un concepto resultaba demasiado extraño y era imposible absorberlo o comunicarlo. Entre él y Teela había surgido una laguna parecida, fundamental, en la interpretación.

¡Qué monstruosa brecha separaba a Luis Wu de esa chica de veinte años! ¿Era posible que hubiera envejecido de un modo tan drástico?

Teela, con la mirada vacía, esperaba una explicación.

— ¡Nej! — farfulló Luis, y se puso en pie de un salto. Las manchas de barro comenzaron a deslizarse lentamente por su túnica y por fin se desprendieron del dobladillo.

Nessus, el titerote, estaba disertando sobre ética. Hizo una pausa (para mayor deleite de sus admiradores, hablaba literalmente por las dos bocas) para responder a la pregunta de Luis. No, no había tenido noticias de sus agentes.

Interlocutor-de-Animales, en el centro de otro grupo, se había desparramado sobre la hierba como un montículo anaranjado. Dos mujeres le rascaban la piel detrás de las orejas, esas curiosas orejas de los kzinti, capaces de extenderse como rosados parasoles chinos o de plegarse y quedar aplastadas contra la cabeza. En ese momento las tenía muy abiertas y Luis pudo ver el dibujo que llevaba tatuado en cada una.

— Y bien — le interpeló Luis —. ¿No he estado demasiado brillante?

— En absoluto — rugió el kzin sin moverse.

Luis se rió para sus adentros. Los kzinti son criaturas temibles, sin duda. ¿Pero quién teme a un kzin cuando le están rascando las orejas? Los invitados se habían relajado un poco al verlo en esa posición, y el kzin también parecía encontrarse a sus anchas. A todo ser superior a un ratón de campo le gusta que le rasquen las orejas.

— Se han estado turnando — murmuró el kzin, medio dormido —. Un macho se acerca a la hembra que me está rascando y observa que le gustaría ser objeto de iguales atenciones. Los dos desaparecen juntos. Y otra hembra viene a sustituir a la que acaba de marcharse. Debe de tener gran aliciente esto de pertenecer a una raza con dos sexos racionales.

— A veces complica terriblemente las cosas.

— ¿En serio?

La muchacha situada junto al hombro izquierdo del kzin (tenía la piel negra como el espacio, salpicada de estrellas y galaxias, y sus cabellos recordaban la fría cascada blanca dé la cola de un cometa) levantó la vista un momento.

— Teela, ven a sustituirme — dijo, sin darle importancia —. Tengo hambre.

Teela se arrodilló complaciente junto a la cabezota anaranjada. Luis dijo:

— Teela Brown, Intérprete-de-Animales. Espero que…

Junto a ellos sonó una fuerte música disonante.

— …lo paséis bien. ¿Qué fue eso? Oh, Nessus. ¿Qué?

La música procedía de las extraordinarias gargantas del titerote. Nessus se había interpuesto sin miramientos entre Luis y la chica.

— ¿Eres Teela Jandrova Brown, número de identidad IKLU-GGTYN?

La muchacha le miró sorprendida, pero sin asustarse.

— Ese es mi nombre. He llegado a olvidar mi número. ¿Sucede algo?

— Llevamos casi una semana rastreando la Tierra en tu busca. ¡Y ahora te encuentro en una fiesta a la que he venido a dar por pura casualidad! Ya me oirán mis agentes.

— Oh, no — protestó débilmente Luis.

Teela se levantó, algo incómoda.

— No me he escondido, ni de ti ni de ningún otro… extraterrestre.

— ¡Un momento! — Luis se interpuso entre Nessus y la muchacha —. Nessus, salta a la vista que Teela Brown no es una exploradora. Tendrás que buscar otra persona.

— Pero Luis…

— Un momento. — El kzin comenzó a incorporarse —. Luis, deja que el herbívoro escoja a quien le dé la gana para su expedición.

— ¡Pero, mírala bien!

— ¿Y tú ya te has visto, Luis? Apenas alcanzas los dos metros de estatura, eres delgado hasta para un humano. ¿Tienes aspecto de explorador? ¿Y Nessus?

— ¿Qué demonios pasa? — preguntó Teela.

Nessus dijo, casi implorante:

— Luis, vamos a tu despacho. Teela Brown, tenemos que proponerte una cosa. No estás obligada a aceptar si no lo deseas, ni siquiera tienes que escucharnos, pero tal vez te interese nuestra propuesta.


La discusión prosiguió en el despacho de Luis.

— Cumple todos mis requisitos — insistía Nessus —. Tenemos que considerar su participación.

— ¡No puede ser la única en toda la Tierra!

— No, Luis. Claro que no. Pero no hemos conseguido dar con ninguna otra.

— ¿En qué quieren que participe?

El titerote comenzó a explicárselo. Pronto quedó claro que a Teela Brown no le interesaba en absoluto el espacio, nunca había viajado ni a la Luna y no tenía la menor intención de aventurarse fuera de los límites del espacio conocido. El hiperreactor de quantum Il no despertó su codicia. Cuando vio que la muchacha comenzó a adoptar un aire preocupado y confundido, Luis decidió intervenir de nuevo en el asunto.

— Nessus, ¿cuáles son exactamente los requisitos que Teela cumple tan bien?

— Mis agentes han estado buscando a los descendientes de los ganadores de la Lotería de la Procreación.

— Abandono. Estás absolutamente loco.

— No, Luis. Tengo órdenes del propio Ser último, del que nos guía a todos. Nadie duda de él. Te lo explicaré.


Hacía tiempo que los seres humanos tenían resuelta la cuestión del control de la natalidad. Se introducía un minúsculo cristal bajo la piel del antebrazo del paciente. El cristal tardaba un año en disolverse. Durante todo ese año, el paciente no podría concebir ningún hijo. En siglos pasados se habían empleado métodos menos refinados.

Hacia mediados del siglo xxi, la población de la Tierra se había estabilizado alrededor de los dieciocho mil millones de habitantes. El Comité de Fertilidad, una subsección de las Naciones Unidas, promulgaba y velaba por el cumplimiento de las leyes de control de la natalidad. Esas leyes no habían variado desde hacía más de medio milenio: dos hijos por pareja, previa aprobación del Comité de Fertilidad. El Comité decidía quién podía engendrar y cuántas veces. El Comité podía conceder un hijo adicional a ciertas parejas y negar la posibilidad de concebir a otras, según el criterio de la deseabilidad o indeseabilidad de los genes.

— Increíble — dijo el kzin.

— ¿Por qué? Empezábamos a estar bastante apretados, nej, dieciocho mil mil ones de habitantes, prisioneros de una tecnología primitiva.

Si el Patriarca intentara imponer una ley de ese tipo a los kzinti, sería exterminado por su insolencia.

Pero los hombres no eran kzinti. Las leyes se habían venido aplicando sin modificaciones durante quinientos años. Entonces, hacía de eso doscientos años, hubo rumores de corrupción en el Comité de Fertilidad. El escándalo provocó drásticas modificaciones de las leyes de control de la natalidad. A partir de entonces, todos los seres humanos tuvieron derecho a ser padres una vez, independientemente de la situación de sus genes. También podía obtenerse automáticamente el derecho a un segundo e incluso un tercer hijo: cuando se había demostrado poseer un alto coeficiente de inteligencia probado o útiles poderes psíquicos, tales como hipervisión o dirección absoluta, o genes de supervivencia, como telepatía o longevidad natural o dientes perfectos.

Los derechos de procreación podían adquiriese por un millón de estrellas. ¿Y por qué no? La habilidad para ganar dinero constituía un factor de supervivencia bien demostrado. Además, de ese modo se suprimían los intentos de soborno.

También se podía luchar por los derechos de procreación en un torneo, a condición de no haber hecho uso aún del primer derecho de procreación. El ganador adquiría el segundo y tercer derechos de procreación; el perdedor pagaba con su primer derecho de procreación y también con su vida. Lo uno compensaba lo otro y se mantenía el equilibrio.

— He visto estas batallas en vuestros parques de atracciones — dijo Interlocutor —. Creí que luchaban por puro placer.

— No, señor, es una cuestión muy seria — aclaró Luis.

Teela soltó una risita.

— ¿Y las loterías?

— Los cálculos fallan — explicó Nessus —. Pese a las técnicas de reactivación que permiten prevenir el envejecimiento de los humanos, cada año mueren en la Tierra más hombres de los que nacen…

En consecuencia, cada año el Comité de Fertilidad sumaba las muertes y emigraciones habidas durante ese año, restaba los nacimientos y las inmigraciones, y sorteaba los derechos de procreación sobrantes junto con la lotería de Año Nuevo.

Todos podían participar. Con un poco de suerte, una persona podía llegar a tener diez o veinte hijos, si a eso podía llamársele suerte. Ni los criminales convictos podían ser excluidos del Sorteo de Derechos de Procreación.

— Yo mismo he tenido cuatro hijos — dijo Luis Wu —. Uno lo gané en la lotería. Hubieras podido conocer a tres de ellos de haber venido doce horas antes…

— Resulta muy raro y complicado. Cuando la población de Kzin aumenta demasiado…

— Van y atacan el mundo humano más próximo.

— Nada de eso, Luis. Luchamos entre nosotros. Cuanto mas hacinados estamos, mayores son las posibilidades de que un kzin ofenda a otro. Nuestro problema de población se regula solo. ¡Nunca hemos tenido un problema de este tipo!

— Creo que empiezo a comprender — dijo Teela Brown —. Tanto mi padre como mi madre ganaron la lotería. — Soltó una risita nerviosa —. De lo contrario yo no estaría aquí. Ahora que recuerdo mi abuelo…

— Todos tus antepasados desde hace cinco generaciones nacieron gracias a que sus padres ganaron en la lotería.

— ¡En serio! ¡No lo sabía!

— Los libros lo dicen claramente — le aseguró Nessus.

— Mi pregunta sigue en pie — insistió Luis Wu —. ¿Y qué?

— Los gobernantes de la flota de titerotes han llegado a la conclusión de que los terrícolas están realizando una selección basada en el factor fortuna.

— ¡Vaya!

Curiosa, Teela Brown se inclinó hacia delante en su silla. Sin duda era la primera vez que veía un titerote enloquecido.

— No olvides las loterías, Luis. No olvides la evolución. Durante setecientos años tus gentes se reprodujeron sobre una base matemática: dos derechos de procreación por persona, dos hijos por pareja. De vez en cuando alguno conseguía el derecho a un tercer hijo, o le era denegado el primero por razones justificadas: genes diabéticos o cosas por el estilo. Pero la mayoría de los humanos tenían dos hijos. Luego cambiaron la ley. Desde hace dos siglos, entre un diez y un trece por ciento de cada generación humana ha nacido gracias a que alguno de sus progenitores o ambos habían ganado en un sorteo de la lotería. ¿Qué determina quiénes sobrevivirán y se reproducirán? En la Tierra, todo depende de la fortuna en los juegos de azar.

— Y Teela Brown desciende de seis generaciones de jugadores afortunados…

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