Se cuenta en la saga de Olaf Tryggvason que Nornagest fue a verlo cuando estaba en Nidharos y permaneció un tiempo en la residencia del rey; pues muy maravillosas eran las historias que conocía Gest Una noche tras otra, mientras el año se arrastraba hacia el invierno, los hombres se sentaban a escuchar junto al fuego. Escuchaban historias de tiempos pasados y de los confines del mundo. A menudo Nornagest cantaba estrofas, pues era un escaldo y sabía acompañar las palabras con arpa, al estilo inglés. Algunos mascullaban que debía de ser un embustero, preguntándose cómo un hombre podía haber viajado o ser tan viejo. Pero el rey Olaf los silenciaba y escuchaba con atención.
—Yo vivía en una granja de las tierras altas —acababa de decir Gest—. Mi último hijo murió, y de nuevo estaba harto de mi morada, más harto que nunca, señor. Me llegaron noticias tuyas, y he venido para ver si son ciertas.
—Las buenas noticias que has oído son ciertas —respondió el sacerdote Conor—. Por la gracia de Dios, él está trayendo un nuevo día a Noruega.
—Pero tu primer día amaneció ya hace mucho tiempo, ¿eh, Gest? —musitó Olaf—. Hemos oído hablar de ti una y otra vez, aunque sólo tus vecinos de las montañas te han visto durante muchos años, y yo creía que estabas muerto. —El forastero era un hombre alto y delgado de espalda recta, pelo y barba gris, pero con pocas arrugas sobre los fuertes huesos de la cara—. No has envejecido.
—Soy más viejo de lo que parezco, señor —suspiró Gest.
—Nornagest: Huésped de las Nornas. Un apodo extraño y pagano —dijo lentamente el rey—. ¿Cómo te lo has ganado?
—Tal vez no quieras saberlo.
Y Gest cambió de tema.
Conocía muy bien ese arte. Una y otra vez, Olaf lo exhortaba a aceptar el bautismo y salvarse. Pero el rey no hacía amenazas ni ordenaba su muerte, como hacía con la mayoría de los obstinados. Las historias de Gest eran tan cautivadoras que deseaba retener allí a ese vagabundo.
Conor insistía, y buscaba a Gest casi a diario. El sacerdote cumplía celosamente con su deber. Había ido a ver a Olaf cuando el rey navegó de Dublín a Noruega, derrocó a Hákon Jarl y conquistó la comarca. Ahora el rey llamaba a misioneros de Inglaterra y Alemania, así como de Irlanda, y quizá Conor se sentía un poco excluido.
Gest lo escuchaba con gravedad y respondía con suavidad.
—No desconozco a tu Cristo —le dijo—. A menudo me he topado con él, o con sus adoradores. No reverencio a Odín ni a Thor. —Sonrió con escepticismo.— He conocido a demasiados dioses.
—Pero éste es el Dios único y verdadero —le replicó Conor—. No te resistas, o te perderás. Dentro de pocos años habrán transcurrido mil desde Su nacimiento entre los hombres. Entonces regresará, pondrá fin al mundo y levantará a los muertos para juzgarlos.
Gest miró a lo lejos.
—Ojalá pudiera creer que veré de nuevo a mis muertos —susurró, y dejó que Conor siguiera hablando.
Sin embargo, al anochecer, después de las carnes, cuando se llevaban las mesas del salón y las mujeres traían los cuernos para beber, Gest hablaba de otras cosas. Contaba relatos, cantaba versos, respondía preguntas. Una vez un par de guardias hablaron de la gran batalla de Bravellir.
—Mi antepasado Grani de Bryndal estuvo entre los islandeses que lucharon contra el rey Sigurdh Anillo —alardeó uno—. Avanzó tanto que pudo ver la caída del rey Harald Diente de Guerra. Ni siquiera Starkadh tuvo fuerzas para salvar a los daneses ese día.
—Perdona —intervino Gest—. No hubo islandeses en Bravellir. Los escandinavos aún no habían descubierto esa isla.
El guerrero se enfadó.
—¿Nunca has oído el poema que compuso Starkadh? —replicó—. Menciona todas las hazañas que ambos bandos hicieron durante la refriega.
Gest meneó la cabeza.
—Lo he oído, y no te llamo embustero, Eyvind. Tú cuentas lo que te contaron. Pero Starkadh nunca compuso ese poema. El autor fue otro escaldo, mucho después, y lo puso en labios del rey. La batalla de Bravellir… —Se interrumpió para recordar mientras las llamas siseaban y crepitaban—. ¿Fue hace trescientos años? Lo he olvidado.
—¿Quieres decir que Starkadh no estuvo allí, y tú sí? —se burló el guardia.
—Oh, estuvo —dijo Gest—, aunque no era como en las historias que hoy cuentan los hombres, ni estaba cojo, viejo y medio ciego cuando al fin encontró la muerte.
De nuevo se hizo el silencio. El rey Olaf escrutó las fluctuantes sombras antes de preguntarle:
—¿Entonces lo conociste?
Gest asintió.
—En efecto. Lo conocí justo después de Bravellir.
Su cayado era una lanza, pues ningún hombre viajaba desarmado en el norte; pero en el hatillo llevaba un arpa enfundada, y no dañaba a nadie. Cuando encontraba una casa al anochecer, dormí allí, pagando la hospitalidad con canciones y relatos y noticias del exterior. De lo contrario, se arropaba en la manta y al amanecer bebía en un manantial o un arroyo o comía el pan y el queso que le había dado el último anfitrión. Así había viajado la mayor parte de sus años, de un confín al otro del mundo.
Era un día fresco bajo un cielo borroso donde escaseaban las nubes y el sol giraba hacia el sur. Los bosques que rodeaban las colinas de Gautlandia guardaban silencio. Los abedules habían empezado a amarillearse, y el verde de los robles y encinas era menos brillante. Oscuros abetos se erguían entre ellos. Grosellas maduras relucían en la sombra. El olor de la tierra y la humedad impregnaba el aire.
Gest oteó desde el risco al que había trepado. Abajo, la tierra rodaba hasta un horizonte desleído. En general era terreno boscoso, pero prados y campos arados asomaban aquí y allá. Vio un par de casas empequeñecidas por la distancia; penachos de humo adornaban los tejados. En las cercanías un arroyo rutilante corría hacia un lago que brillaba en la distancia.
Se había alejado tanto del campo de batalla que los destrozos y los muertos resultaban borrosos. Aves carroñeras sobrevolaban el lugar, una negrura giratoria que también se había vuelto diminuta. Apenas podía oír los gritos. A veces el aullido de un lobo se elevaba y quedaba suspendido sobre las colinas antes de morir entre ecos.
Los supervivientes se habían retirado rumbo a sus hogares. Llevaban consigo a los parientes y amigos heridos, pero apenas habían podido echar unos terrones sobre los caídos que conocían. Un grupo con el que Gest se había cruzado esa mañana afirmaba que el rey Sigurdh, en resguardo de su propio honor, se había llevado el cuerpo de su enemigo el rey Harald para ofrecerle dignos funerales en Upsala.
Gest se apoyó en su lanza, menó la cabeza y sonrió tristemente ¿Cuántas veces había visto esto, después de que los jóvenes embistieron para perder la vida? No lo sabía. Había perdido la cuenta en el desierto de los siglos. O bien nunca había tenido ánimo para llevar la cuenta, ya no sabía cuál de ambas cosas. Como siempre, sintió la necesidad de brindar una despedida, lo único que él o cualquier otro podía ahora brindar a esos jóvenes.
No fue un drapa lo que acudió a sus labios. Las palabras eran nórdicas para que los muertos las entendieran si podían oírlas, pero no tenía deseos de elogiar el valor y evocar hazañas violentas. La forma poética que escogió procedía de un País del oriente donde gente baja de ojos rasgados sabía mucho y confeccionaba objetos de gran belleza, aunque también allá la espada causaba estragos.
Al morir el verano,
el frío teñirá las hojas de sangre.
¿Adónde volarán los gansos?
Esta tierra ya enrojeció
mientras el viento llamaba a las almas.
Gest se quedó un rato más, después dio media vuelta y partió. Los daneses con quienes se había cruzado habían podido ver al que él buscaba, quien había ido hacia el este siguiendo a media docena de suecos. Gest había ido a Bravellir y había buscado hasta que su ojo de cazador halló lo que debía de ser un rastro. Era mejor darse prisa. No obstante, mantuvo su paso de todos los días. Parecía lento, pero en una jornada cubría tanto camino como un caballo, o más, y le permitía observar todo.
Estaba en una senda de cazadores. Los reyes se habían enfrentado en Bravellir porque era un ancho prado atravesado por una carretera de norte a sur, a medio camino entre Harald en Escania y Sigurdh en Suecia. La tierra del sendero aún estaba floja. Los seis que seguían ese rumbo debían de enfilar hacia la costa del Báltico, donde se hallaban las naves que los habían traído. Su escaso número indicaba que la batalla había sido atroz. Sería recordada, cantada y exagerada en la memoria de los hombres durante cientos de años. Y aquellos que araban los campos vecinos morirían olvidados.
Los zapatos de Gest se hundían suavemente en el suelo. Las ramas formaban un dosel por donde los rayos del sol penetraban formando charcos de luz e umbrío corredor que tenía delante. Una ardilla trepa un árbol como una llamarada. En alguna parte arrulló una paloma. Crujieron arbustos a la izquierda y una silueta grande y opaca huyó, un alce. Gest dejó que su alma vagara por esos lugares de dulce olor. Entretanto, siguió estudiando los rastros. Era fácil: huellas, ramas rotas, telarañas rasgadas, marcas en troncos musgosos donde los hombres se habían sentado a descansar. No eran cazadores profesionales, como él lo había sido buena parte de su vida. Tampoco lo era el que los seguía sin detenerse, acortando la distancia. Esos pies eran enormes.
Pasó el tiempo. Los rayos del sol se volvieron más oblicuos y cobraron un tono dorado. El aire se enfrió.
De pronto, Gest se detuvo. Se inclinó hacia delante, y ladeó la cabeza. Oyó un ruido que le pareció familiar.
Apuró el paso. Al principio sofocado por las hojas, el ruido creció. Vibraciones metálicas y gritos, y pronto crujidos, chasquidos y resuellos. Gest preparó la lanza y avanzó con sigilo.
Había un cadáver en el camino. Había caído en un arbusto que le tapaba el torso. La sangre goteaba de los tallos formando un charco brillante. Le habían abierto un tajo desde el hombro izquierdo hasta el esternón. Le sobresalían trozos de costillas y los pulmones. El sudor le pegaba el pelo rubio a las mejillas lampiñas. El muchacho muerto miraba con ojos vacíos.
Gest se apartó y tropezó con otro cuerpo. En las cercanías, el combate agitaba los arbustos. Entrevió hombres, hierro, sangre y más sangre. Un arma chocaba contra otra, rozaba yelmos, golpeaba escudos de madera. Otro guerrero cayó, el muslo chorreando, pataleando y gritando con un chillido animal. Un cuarto guerrero cayó y quedó tendido entre ortigas. Tenía la cabeza casi arrancada.
Gest se ocultó detrás de un abeto. Lo protegía, pero le permitía ver entre las ramas. Quedaban dos de la banda que el recién llegado había alcanzado y atacado. Como sus compañeros, usaban sólo camisas, chaquetas, pantalones. Si alguno tenía una cota de malla, no se la había puesto a tiempo. La mayoría tenía cascos redondos. Uno llevaba una espada y un escudo, otro un hacha.
El enemigo solitario llevaba una armadura completa, con una cota de malla larga hasta las rodillas, un yelmo cónico con protector nasal, un escudo con borde de hierro en la mano izquierda y una espada descomunal en la derecha. Era enorme: superaba al alto Gest por una cabeza, hombros anchos como el marco de una puerta, brazos y piernas como ramas de roble. Una desaliñada barba negra le caía hasta el pecho.
El par se había recobrado de la sorpresa del ataque. Combatían juntos ladrándose indicaciones. El espadachín se lanzó contra el gigante. Los aceros chocaron, un destello cuando les daba el sol, un borrón cuando se movían hacia abajo o al costado. El sueco recibió un golpe en el escudo y trastabilló, pero conservó su posición y devolvió el golpe. El del hacha se acercó a su enemigo por la espalda.
El hombretón se dio cuenta y con desconcertante rapidez, giró sobre los talones y embistió de costado, esquivando el hachazo. Lanzó una estocada. El otro se tambaleó, soltó el hacha, se miró el antebrazo derecho abierto con el hueso astillado. El gigante dio un brinco, dejándolo atrás. Había una franja de hierba entre él y el otro espadachín. En el linde dio media vuelta y echó a correr hacia su enemigo. Los escudos chocaron con estruendo. El aturdido sueco cayó de espaldas. Atinó a aferrar la espalda y alzar el escudo. El gigante dio un brinco y aterrizó sobre él. El escudo chocó contra las costillas. Gest las oyó crujir. El caído soltó un resuello. El gigante se montó a horcajadas sobre el cuerpo trémulo y lo liquidó de dos tajos.
Miró en torno. El hombre herido echaba a correr, tropezando entre los troncos. El vencedor lo persiguió y lo abatió.
Los chillidos del hombre herido en el muslo se redujeron a un graznido, un gemido, un silencio.
El vencedor soltó una fuerte risotada. Golpeó la espada tres veces contra el suelo, la enjugó en la camisa de un caído y la envainó. Respiró con más calma. Se quitó el yelmo y el gorro, los tiró al suelo, se secó el sudor de la frente con la mano velluda.
Gest salió de detrás del abeto. El gigante cogió la espada envainada. Gest apoyó la lanza en la horqueta de un árbol y extendió las palmas.
—Vengo en son de paz —dijo.
El guerrero permaneció tenso.
—¿Pero estás solo? —preguntó. La voz era como la rompiente en una playa pedregosa.
Gest miró la cara surcada de arrugas, los ojos glaciales y azules, y asintió.
—Estoy solo. Además, después de lo que he visto, creo que Starkadh no necesita tener miedo de nada ni de nadie.
El guerrero sonrió.
—Ah, me conoces. Pero nunca nos hemos visto.
—En el norte todos han oído hablar de Starkadh el Fuerte. Y… te estaba buscando.
—¿De veras? —La sorpresa se transformó en cólera—. Entonces ha sido una cobardía permanecer al margen sin ayudarme.
—No lo necesitabas —dijo Gest con tono conciliador———. Además la batalla ha sido muy rápida. Jamás he visto a alguien tan diestro con las armas.
Complacido, Starkadh habló con voz más cordial.
—¿Quién eres?
—He tenido muchos nombres. En el norte el más frecuente es Gest.
—CY qué quieres de mí?
—Es una larga historia. ¿Puedo antes preguntarte por qué perseguiste y mataste a estos hombres?
Starkadh miró hacia el sol cuya luz formaba haces amarillos entre los árboles que se oscurecían contra el cielo. Movió los labios. Al cabo de un rato asintió con la cabeza, miró de nuevo a Gest y empezó:
Aquí no tendrán hambre los lobos.
Harald alimentó los cuervos.
Honor ganamos.
Sólo Odín nos superó.
No tengo cerveza, mas ofrezco
a Harald todos estos enemigos.
Él nunca fue tacaño.
Ahora he demostrado mi gratitud.
Conque era cierto lo que contaban, pensó Gest. Además de ser el mejor guerrero, Starkadh tenía cierto talento como escaldo. ¿Qué otra habilidad tendría?
—Entiendo —convino Gest—. Luchaste por Harald, y deseabas vengar a tu señor caído, aunque guerra ha terminado.
Starkadh asintió.
—Espero haber complacido a su espíritu. Más aún, espero haber complacido a su antepasado, el rey Frodhi, quien fue el mejor de los señores y nunca me escatimó el oro ni las armas ni otras cosas de valor.
Gest sintió un cosquilleo en la espalda.
—¿Te refieres a Frodhi Fridhleifsson de Dinamarca? Dicen que Starkadh pertenecía a su linaje. Pero él murió hace generaciones.
—Soy más viejo de lo que parezco —respondió. Starkadh con renovada hosquedad y le recorrió un estremecimiento—. Después de un día tan ajetreado, estoy sediento. ¿Sabes dónde hay agua?
—Sé cómo encontrarla, si vienes conmigo —dijo Gest—. ¿Pero qué pasa con estos cadáveres?
Starkadh se encogió de hombros.
—No soy cuervo para limpiarles los huesos. Dejémoslos para las hormigas. —Las moscas revoloteaban sobre ojos ciegos, lenguas resecas y sangre coagulada. El tufo era nauseabundo.
Gest estaba habituado a ese espectáculo pero siempre se alegraba de dejarlo atrás, y trataba de no pensar en las viudas, los hijos, las madres. Las vidas que había compartido eran breves, apenas un parpadeo, y después, en otro parpadeo, la mayoría eran olvidadas por todos salvo por él. Cogió la lanza y encabezó la marcha por el sendero.
—¿Regresarás a Dinamarca? —preguntó.
—No creo —tronó Starkadh a sus espaldas—. Sigurdh se cerciorará de que el próximo rey de Hleidhra le sea leal, y de que todos los reyezuelos riñan entre ellos.
—Oportunidades para un guerrero.
—Pero me disgustaría ver derrumbarse el reino construido por Frodhi y reconstruido por Harald Diente de Guerra.
—Por lo que he oído, la simiente de algo grande pereció en Bravellir —suspiró Gest—. ¿Qué harás?
—Tomar las naves que poseo, juntar tripulantes y hacerme vikingo… Iré hacia el este, creo, a Wendland y Gardhariki. ¿Es un arpa lo que llevas allí?
Gest asintió.
—He practicado muchos oficios, pero ante todo soy escaldo.
—Entonces ven conmigo. Cuando lleguemos a la morada de un señor, compondrás un drapa sobre lo que he hecho hoy. Te recompensaré bien.
—Debemos hablar sobre eso.
Ambos callaron. Al cabo de un rato Gest tomó por una senda lateral. Daba a un claro salpicado de tréboles. Un manantial borboteaba en el centro y el agua se escurría en la hierba para perderse bajo los árboles. Éstos formaban una muralla alrededor, oscura abajo, verde oro arriba, donde las rozaban los últimos rayos del sol. El cielo del este era azul violáceo. Una bandada de cornejas volaba hacia el hogar. Starkadh se arrojó de bruces y bebió con avidez. Cuando al fin alzó la barba goteante, vio que Gest había tendido la capa, abierto la mochila, y desparramado cosas. Ahora recogía leña bajo los árboles y arbustos que rodeaban el claro.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Starkadh.
—Estoy preparándome para pasar la noche —dijo Gest.
—¿No vive nadie en las cercanías? La choza de un porquerizo bastaría.
—Lo ignoro, y quizá nos sorprenda la oscuridad mientras buscamos. Además, es mucho mejor descansar aquí que en un suelo de lodo, oliendo humo y flatulencias.
—Oh, he dormido a menudo bajo las estrellas, y también he padecido hambre. Veo que traes comida. ¿Deseas compartirla?
Gest miró de hito en hito la guerrero.
—¿No me la arrebatarías?
—No, no. No eres un enemigo ni un absoluto extraño. —Starkadh se echó a reír—. Tampoco una mujer. Qué pena.
Gest sonrió.
—Repartiremos lo que hay, aunque no es mucho para un hombre de tu talla. Pondré trampas. Por la mañana, con suerte, tendremos ratones campestres para cocinar, o incluso una ardilla o un erizo. —Hizo una pausa—. ¿Quieres ayudarme? Si haces lo que te indico, podremos estar cómodos antes del anochecer.
Starkadh se levantó.
—¿Me tomas por uno de esos torpes mineros? Claro que te ayudaré. ¿Eres finés, o has vivido entre fineses, para saber cómo sobrevivir en el bosque?
—No, nací en Dinamarca, como tú… hace mucho tiempo. Pero aprendí el arte del cazador en mi infancia.
Gest notó sin sorpresa que debía escoger las palabras con cuidado al dar instrucciones. La arrogancia de Starkadh. podía estallar a cada instante. En una ocasión rugió «¿Acaso soy un cautivo?» y desenvainó la espada. Al fin la envainó, se dio un puñetazo en la palma e hizo lo que se le pedía, pero por un segundo el dolor le contrajo la cara.
La luz del día se derramaba desde el oeste. Cada vez despuntaban más estrellas. Cuando la penumbra cubrió el claro, los hombres tenían preparado el campamento. Un refugio de leña, con helechos y ramas en el interior, les permitía descansar a resguardo del rocío, las nieblas nocturnas y las posibles lluvias. La hierba apilada en la entrada mantenía la tibieza de una fogata que Gest había encendido con una barrena. Además de piñones y bayas, había hallado piñas, juncos y raíces para acompañar el pan con queso. Una vez que las asaran, él y Starkadh podrían dormir bastante satisfechos.
Gest se acuclilló ante el fuego, cortando una vara verde con el cuchillo para tallar un utensilio de cocina. Era un fuego más pequeño del que habría preparado el guerrero, y chisporroteaba suavemente. El humo ligero olía a resina. Aunque el aire se enfriaba deprisa en esa temporada, Starkadh comprendió que podía mantenerse tibio quedándose cerca. Las llamas rojas y amarillas arrojaban una luz trémula sobre los pómulos y la nariz de Gest; le resbalaba en los ojos y le arrojaba sombras en la barba gris.
—Eres muy hábil —dijo Starkadh—. Desde luego, viajarás conmigo.
—Ya hablaremos de eso —respondió Gest, mirando su labor.
—¿Por qué? Me has dicho que me buscabas.
—Sí, exacto. —Gest inhaló con fuerza—. Largo tiempo estuve lejos, hasta que al fin los recuerdos del norte me abrumaron y tuve que regresar para ver si los álamos aún temblaban en las ligeras noches de verano. —No mencionó a la mujer que había muerto después de que ambos hubieran viajado treinta años juntos por las vastas praderas del Oriente con una tribu de pastores—. Había perdido las esperanzas, había dejado de buscar… hasta que atravesé los bosques y los brezales de Jutlandia y la vieja lengua volvió a despertar en mí, sin muchos cambios desde mi partida. Oí hablar de Starkadh—. ¡Debía encontrarlo! Seguí los rumores hasta Hleidhra, donde me dijeron que había cruzado el mar para reunirse con el rey Harald e ir a la guerra. Seguí ese rastro hasta Bravellir, y llegué al atardecer, cuando la matanza de ese día había terminado. Por la mañana hallé a hombres que lo habían visto alejarse de allí, y seguí el camino que me indicaron. Y aquí estamos, Starkadh.
El hombre corpulento se movió.
—¿Qué deseas de mí? —gruñó.
—Primero, que me cuentes la historia de tu vida. He oído algunas anécdotas llamativas.
—Te gustan los chismes.
—He buscado el conocimiento por todo el mundo. ¿Cómo puede un narrador de historias pagar el alojamiento de una noche o un escaldo componer estrofas para los jefes a menos que tenga entre los labios algo digno de contar?
Starkadh se había desabrochado la espada, pero llevó la mano al cuchillo.
—¿Se trata de una brujería? Eres extraño, Gest.
El vagabundo clavó los ojos en el guerrero y respondió:
—Juro que no obraré ningún hechizo. Lo que busco es aún más extraño.
Starkadh reprimió un temblor. Como si embistiera contra el miedo para pisotearlo, dijo deprisa:
—Mis actos son célebres, aunque nadie salvo yo los conoce todos. Pero sin duda historias exageradas e insidiosas han circulado con los años. No desciendo de los gigantes. Eso es un cuento de viejas. Mi padre era un hacendado del norte de Zelanda, mi madre venía de una aldea de pescadores, y tuvieron otros hijos que crecieron, vivieron como gente común, envejecieron y fueron a la tumba, también como gente común… cuando no los arrebataron la batalla, la enfermedad o el mar.
—¿Cuánto hace que reposan bajo tierra? —preguntó Gest, pero Starkadh ignoró la respuesta.
—Yo era grande y fuerte, como ves. Desde la infancia me desagradó trabajar los campos o izar redes llenas de peces malolientes. A los doce años me hice vikingo. Algunos hombres de la vecindad tenían un barco en común. Se juntaron con otros barcos y durante un tiempo realizaron incursiones en las costas escandinavas. Cuando regresaron para cosechar el heno, yo me quedé. Busqué a un capitán que se quedara durante el invierno; y desde entonces mi fama creció rápidamente.
»¿He de hablarte de batallas, saqueos, incendios, banquetes, hambre, frío, camaradas, mujeres, ofrendas a los dioses, luchas contra la tormenta y la mala suerte cuando los dioses se encolerizaban con nosotros, reyes a quienes servimos y reyes a quienes derrocamos? Los años se confunden dentro de mí como restos de naufragio en un arrecife.
»Frodhi, rey de Hleidhra, me acogió cuando me fui a pique. Me puso al mando de las tropas de su palacio, y yo le convertí en el mayor de los señores de su tiempo. Pero su hijo Ingjald resultó ser debilucho, perezoso y glotón. Se lo reproché y abandoné la comarca disgustado. Pero en ocasiones regresé para empuñar la espada por hombres más dignos de la casa Skjoldung. Harald fue el mejor de ellos. Fue el primero de los reyes de toda Dinamarca y Gautlandia, e incluso de Suecia; pero ahora Harald ha caído, y su obra se ha desmoronado, y estoy solo de nuevo.
Se aclaró la garganta y escupió. Tal vez era su forma de no llorar.
—Me dijeron que Harald era viejo —dijo Gest—. Tuvo que viajar a Bravellir en carreta, y estaba casi ciego.
—¡Murió como un hombre!
Gest asintió, calló y preparó la cena. Comieron en silencio. Luego aplacaron de nuevo la sed en el manantial y se alejaron para orinar. Cuando Starkadh regresó a la fogata encontró a Gest de vuelta, agazapado. Había anochecido por completo. El Carro de Thor relucía enorme, desnudo sobre las copas de los árboles, y la Estrella del Norte estaba más alta que una punta de lanza.
Starkadh se plantó ante el fuego, las piernas separadas, los brazos en jarras, y bramó:
—Estoy ya harto de tus arteras evasivas. ¿Qué quieres? Dilo, o te abatiré.
Gest alzó los ojos.
—Una última pregunta ——dijo—. Luego lo sabrás. ¿Cuándo naciste, Starkadh?
El gigante escupió una maldición.
—¡Preguntas y preguntas y preguntas, pero nada dices! ¿Qué clase de criatura eres? Te sientas en cuclillas como un hechicero finés.
Gest negó con la cabeza.
—Aprendí esto más hacia el este —replicó con voz mansa—, y muchas cosas más, pero nada de hechicería.
—¡Aprendiste a portarte como una mujer! ¡Llegaste tarde al campo de batalla y te quedaste mirando mientras yo luchaba con seis hombres!
Gest se levantó, enderezó la espalda, miró a través de las llamas.
—Ésa no era mi guerra, y no habría perseguido a hombres que ya no me amenazaban —dijo con una voz que parecía acero deslizándose en la vaina. En la fluctuante penumbra, bajo las estrellas y el Camino del Invierno, de pronto parecía tan alto como el guerrero, o más aún—. Oí decir que eres formidable en la batalla, pero que estás condenado a hacer malos actos, cosas despreciables una y otra vez. Dicen que Thor te impuso esto porque te odia. Dicen que el dios que te profesa buena voluntad es Odín, padre de la brujería. ¿Es verdad?
El gigante jadeó intimidado. Alzó las manos y las agitó en el aire.
—Cháchara vacía —gruñó—. Nada más.
Gest continuó su embestida.
—Pero has cometido traiciones. ¿Cuántas, en todas las vidas que has vivido?
—¡Contén la lengua! —bramó Starkadh—. —Tú qué sabes de no tener edad? Calla, o te partiré en dos como el insecto que eres.
—Tal vez no sea tan fácil —murmuró Gest—. Yo también he vivido un largo tiempo. Mucho más que tú, amigo mío.
Starkadh respiró roncamente. Lo miró boquiabierto.
—Bien —dijo secamente Gest—, nadie en estas comarcas lleva la cuenta de los años, como en el sur o en el este. Oí decir que habías vivido las vidas de tres hombres. Eso debe significar simplemente que la gente recuerda que sus abuelos hablaron de ti. Supongo que cien años es una buena estimación.
—Yo… pensaba que era más.
De nuevo Gest miró a Starkadh de hito en hito. Habló con voz más suave pero más sombría, trémula como una brisa en la noche.
—Yo no sé qué edad tengo. Pero en mi infancia aún no conocían el metal en estas tierras. De piedra eran los cuchillos, las puntas de hacha, de lanza y de flecha y las cámaras funerarias. No fueron los gigantes quienes levantaron esos dólmenes que se yerguen sobre la tierra. Fuimos nosotros, tus antepasados, quienes poníamos nuestros muertos a descansar y ofrendábamos a nuestros dioses. Aunque esos «nosotros» ya no existen. Los he sobrevivido, sólo yo, así como he sobrevivido a sucesivas generaciones de hombres… hasta hoy, Starkadh.
—Has encanecido —dijo el guerrero, con un gemido que era una negación.
—Encanecí cuando era joven. Les ocurre a algunas personas. En nada más he cambiado. Nunca he estado enfermo, y las heridas sanan deprisa, sin dejar cicatriz. Cuando se me caen los dientes, crecen otros nuevos. ¿Te sucede lo mismo?
Starkadh tragó saliva y asintió.
—Supongo que has sufrido más heridas que yo, con la vida que llevas ——dijo Gest con tono reflexivo—. Yo he sido tan pacífico como me permitían los demás, y tan cauto como cualquier viajero. Cuando los carros irrumpieron en lo que hoy llamamos Dinamarca… —Frunció el ceño—. Eso está olvidado, sus guerras, sus hazañas y su misma lengua. La sabiduría perdura. Eso es lo que he buscado a través del mundo.
Starkadh se estremeció.
—Gest —murmuró—, ahora recuerdo que en mi juventud se contaban historias sobre un viajero que… Nornagest. ¿Eres tú? Pensé que era sólo una historia.
—A menudo me fui del norte por cientos de años. Siempre sentía ganas de volver. Mi última estancia aquí fue ochenta años atrás. Una ausencia más breve que las anteriores, pero… —Gest suspiró de nuevo,_. Cada vez me canso más de deambular por la tierra entre los vientos. Conque las gentes me recordaron por un tiempo, ¿eh?
El aturdido Starkadh sacudió la cabeza.
—Y pensar que yo estaba vivo entonces. Pero debía de estar viajando… ¿Es verdad que las Nornas contaron a tu madre que morirías cuando se agotara una vela, y que ella la apagó y tú aún la llevas contigo?
Gest sonrió.
—¿Tú crees que Odín te ha dado longevidad? —Adoptó un semblante grave—. No sé por qué ambos somos lo que somos. Es un enigma tan oscuro como la muerte del resto de los hombres. ¿Nornas, dioses? El hambre de saber me llevó hasta los confines del mundo, además de la esperanza de encontrar a otros como yo. Oh, ver a una amada esposa marchitarse, y ver que nuestros hijos la siguen… Pero en ninguna parte hallé a alguien a quien el tiempo perdonara, ni encontré ninguna respuesta. En cambio, oí demasiados consejos, conocí demasiados dioses. Allende el mar invocan a Cristo, pero si viajas muy al sur está Mahoma; y en el Oriente está Gautama Buda, salvo allá donde dicen que el mundo es un sueño de Brahma, o hacen ofrendas a una hueste de dioses y fantasmas, y elfos como los de nuestras tierras del norte. Y casi todos los hombres a quienes pregunté me dijeron que su gente sabía la verdad mientras que los demás estaban confundidos. Si tan sólo pudiera oír una palabra que tuviera al menos un viso de certeza…
—No te inquietes por eso —dijo Starkadh, con renovada arrogancia—. Las cosas son lo que son, y ningún hombre escapa a su destino. La libertad consiste en dejar un alto nombre detrás.
—Me preguntaba si estaba solo, si mi inmortalidad era una maldición lanzada sobre mí por alguna culpa horrenda que he olvidado —continuó Gest—. Pero eso parecía erróneo. Ocurren nacimientos extraños. A menudo son inválidos o deformes, pero de vez en cuando surge una criatura que puede florecer, como un trébol de cuatro hojas. ¿Seremos los inmortales algo parecido? Seríamos muy pocos. La mayoría bien podría morir en guerras o accidentes antes de descubrir que son distintos. Otros podrían morir en manos de vecinos que temen que sean brujos. O quizá huyan, adopten nuevos nombres, aprendan a ocultar lo que son. Yo hice esto, y rara vez permanecí mucho tiempo en el mismo lugar. De cuando en cuando hallé gente dispuesta a aceptarme tal como soy, hombres sabios del Oriente, o toscos habitantes del bosque como mis nórdicos, pero al final siempre había demasiada pena, el peso agobiante de los recuerdos, y también debí marcharme.
»Nunca hallé a los de mi especie. Muchos caminos seguí, a veces durante años, pero ninguno condujo a nada. Al final perdí las esperanzas y emprendí la Vuelta hacia mi hogar. Al menos, la primavera nórdica es eternamente joven.
»Y entonces oí hablar de ti.
Gest se acercó al fuego. Apoyó las manos en los hombros de Starkadh.
—Aquí termina mi búsqueda, donde comenzó —dijo. Las lágrimas le temblaban en las pestañas—. Ahora somos dos, y ya no estamos solos. Y así sabemos que tiene que haber más, mujeres entre ellos. Juntos, ayudándonos y alentándonos, podemos buscar hasta encontrarlos. ¡Starkadh, hermano mío!
El guerrero permaneció inmóvil.
—Esto… es… inesperado —musitó.
Gest lo soltó.
—En efecto. Yo tuve mucho tiempo para pensar desde que recibí noticias de ti. Bien, tómate tu tiempo. Nosotros tenemos más de lo que tienen la mayoría de los hombres.
Starkadh escrutó la oscuridad.
—Pensé que un día sería viejo y débil como Harald —jadeó—. A menos que primero cayera en la batalla, y pensé en tratar de que así fuera… Pero me dices que siempre seré joven. Siempre.
—Una carga que a menudo ha resultado insoportable para mí —declaró Gest—. Pero, compartida, será más liviana.
Starkadh apretó los puños duros como roble.
—¿Qué haremos con ella?
—Cuidar de nuestro don. Tal vez, a pesar de todo, venga del Más Allá y quienes lo reciben estén señalados para hazañas que cambiarán el mundo.
—Sí. —La alegría palpitó en la voz de Starkadh—. Una fama imperecedera, y estar vivo para disfrutarla. Reunir huestes guerreras, capturar reinos, fundar casas reales.
—Aguarda, aguarda —dijo Gest—. No somos dioses. Nos pueden asesinar, ahogar, quemar, matar de hambre, como a los demás hombres. He permanecido en la tierra tantos años gracias a mi cautela.
Starkadh lo miró con frialdad.
—Lo entiendo —barbotó con desdén—. ¿Tú sabes de honor?
—No quiero decir que actuemos como timoratos. Procuremos tener poder, y un escondrijo por si la suerte no nos sonríe. Después daremos a conocer lo que somos poco a poco, a la gente en quien Podamos confiar. Su respeto nos ayudará, pero eso no es suficiente; para conducir, debemos servir, debemos dar.
—¿Cómo podemos dar a menos que tengamos oro, tesoros, un botín tal como el que pueden acumular vikingos inmortales?
Gest frunció el ceño.
—Estamos a punto de discutir. Será mejor que no hablemos más, sino que reflexionemos mientras descansamos. Mañana, después de dormir, pensaremos con mayor claridad.
—¿Puedes dormir… después de esto?
—¿Qué? ¿Tú no estás agotado?
Starkadh rió.
—Después de recoger tan buena cosecha, quise decir. —No llegó a ver la mueca de disgusto de Gest.— Como quieras. Al lecho.
Sin embargo, en el refugio pataleó y murmuró y movió los brazos. Al fin Gest decidió salir.
Encontró un lugar seco cerca del manantial, pero optó por buscar descanso en la meditación y no en el sueño. Tras adoptar la posición del loto, indujo la calma dentro de sí mismo. Eso fue fácil. Tiempo atrás había superado a sus gurús en comarcas que estaban al este de las alboradas de Dinamarca: pues había tenido siglos para practicar las disciplinas mentales y corporales que ellos enseñaban. Pero no habría podido resistir tanto sin sus enseñanzas. ¿Cómo les iría a esos maestros, a esos chelas amigos? ¿Natha y Lobsang al fin se habrían liberado de la Rueda?
¿Él se liberaría alguna vez? Sintió esperanza. Nunca podía abandonarla M todo. ¿Eso significaba que él rechazaba la fe? «Om mani padme hum.» Esas palabras no le habían capturado el alma. ¿Pero era porque él no lo consentía? Si tan sólo hallara un Dios a quien entregarse…
Al menos se había vuelto semejante a los sabios que controlaban el cuerpo y sus pasiones. Había alcanzado el poder que ellos buscaban. A una orden, el aliento y el pulso disminuyeron hasta que dejó de percibirlos. El frío dejó de ser algo que le invadía la piel; Gest fue el frío, fue el mundo nocturno, se transformó en la estrofa que decía:
Despacio asciende
la luna.
Su filoso borde
hiende la oscuridad.
Astros y escarcha,
quietos como los muertos,
anuncian el ocaso
de otro año.
Un ruido lo sacó del trance. Habían pasado horas. El cielo del este estaba gris sobre los árboles. El rocío irradiaba los únicos resplandores en una penumbra sin matices. Humeaban brumas encima de esa penumbra y en el aliento de los hombres. El claro gorgoteo del manantial parecía más fuerte de lo que era.
Starkadh estaba acuclillado ante el refugio. Al salir lo había desbaratado con su andar torpe. Empuñaba la espada envainada que había dejado sobre la cota de malla. Miró a su alrededor con los ojos irritados hasta encontrar a Gest. Soltó un gruñido y se le acercó. Gest se levantó.
—Buenos días —saludó.
—¿Has pasado la noche sentado? —preguntó Starkadh con voz ronca—. Yo tampoco he podido dormir.
—Espero que hayas descansado, de todos modos. Iré a ver qué hay en las trampas.
—Espera. Antes de continuar juntos…
Gest sintió un escalofrío.
—¿Qué te molesta?
—Tú. Tu lengua evasiva. Me he agitado como en una pesadilla, procurando entender lo que dijiste ayer. Ahora explícate.
—Vaya, pensé que te lo había explicado. Somos dos inmortales. Nuestra soledad ha llegado a su fin. Pero debe de haber otros, mujeres entre ellos, y debemos encontrarlos y… permanecer juntos. Para ello, haremos juramentos, seremos hermanos.
—¿De qué tipo? —gruñó Starkadh—. Yo el jefe, luego el rey; tú mi escaldo y vasallo… ¡Pero no fue eso lo que dijiste! —Tragó saliva—. ¿Tú también quieres ser rey? —Sonriendo—: ¡Claro! Podemos dividirnos el mundo.
—Moriríamos en el intento.
—Nuestra fama nunca morirá.
—Peor aún, podríamos distanciarnos. ¿Cómo pueden permanecer juntos dos que siempre trafican con la muerte y la traición?
De inmediato Gest comprendió su error. Había querido decir que así era la naturaleza del poder. Apresarlo y conservarlo eran dos actos igualmente sucios. Pero antes de que él pudiera continuar, Starkadh se llevó la mano a la empuñadura. La cara de piedra palideció.
—Conque enlodas mi honor —dijo Starkadh con voz gutural.
Gest alzó la mano, la palma hacia fuera.
—No. Deja que me explique.
Starkadh se inclinó haciendo aletear las fosas nasales.
—¿Qué has oído decir de mí? ¡Escúpelo!
Gest sabía bien que debía hacerlo.
—Dicen que tomaste cautivo a un reyezuelo y lo colgaste como ofrenda a Odín, después de prometerle la vida. Dicen que asesinaste a otro en su casa de baños, en venganza. Pero…
—¡Tuve que hacerlo! —aulló Starkadh—. Siempre fui un forastero. Los demás eran demasiado jóvenes y… —bramó como un uro.
—Y tu soledad te fustigó hasta que devolviste los golpes, a ciegas —dijo Gest—. Comprendo. Lo comprendí en cuanto oí hablar de ti. A menudo me he sentido así. Recuerdo actos míos que me dolieron como quemaduras. Es sólo que no me gusta matar.
Starkadh escupió en el suelo.
—Correcto. Te has abrazado a tus años como una vieja arropándose en la manta.
—¿Pero no ves que las cosas han cambiado para ambos? —exclamó Gest—. Ahora tenemos tareas mejores que atacar a gente que nunca nos ha hecho daño. Lo que te trajo deshonor fue el afán de fama, riqueza y poder.
Starkadh soltó un grito y desenvainó la espada. Atacó.
Gest se deslizó como una sombra, pero el acero le mordió el brazo izquierdo. La sangre brotó, empapó la tela, goteó en el arroyuelo que salía del manantial.
Retrocedió, extrajo el cuchillo, se agazapó. Starkadh—. se quedó donde estaba.
—Debería partirte en dos por lo que has dicho —jadeó. Tragó aire—. Pero creo que morirás pronto de este tajo. —Una risotada vibrante—. Qué lastima. Esperaba que fueras mi amigo. El primer amigo verdadero de mi vida. Bien, las Nornas lo han dispuesto de otro modo.
«Nuestros caracteres lo han dispuesto de otro modo —pensó Gest—. Qué fácil sería matarte. Qué vulnerable eres a cien trucos marciales que conozco.
—En cambio, tendré que continuar como antes —dijo Starkadh—. Solo.
«Así sea», pensó Gest.
Con los dedos de la mano derecha tanteó bajo la camisa rasgada y juntó los labios de la herida.
Transformó el dolor en algo muy distante de sí mismo, como las brumas que se despedazaban bajo la creciente luz. Concentró la mente en el flujo sanguíneo.
Starkadh destrozó el refugio a patadas, cogió su cota de malla, se la puso sobre la tela mullida donde se había acostado a la noche. Se puso el casco y el yelmo, se calzó la espada, alzó el escudo. Cuando estuvo preparado para marcharse, miró con asombro al otro hombre.
—¿Qué? ¿Todavía estás en pie? —dijo—. ¿Debo rematarte?
Si lo hubiera intentado, Gest lo habría matado él. Pero Starkadh se detuvo, se estremeció y dio media vuelta.
—No —murmuró—. Esto me da escalofríos. Parto hacia mi propio destino, Nornagest.
Echó a andar camino arriba, se internó en el bosque y se perdió de vista.
Entonces Gest pudo sentarse y prestar plena atención a su cuerpo. Había detenido la hemorragia antes de perder mucha sangre, pero estaría débil durante unos días. No importaba. Podía quedarse allí hasta que estuviera en condiciones de viajar; la tierra proveería. Trató de apresurar la unión de la carne herida.
No se atrevió a pensar en la incurable herida interior.
—Sin embargo, nos vimos muy poco, Starkadh y yo —continuó Gest—. Después de eso oí rumores sobre él, hasta que me marché de nuevo; y cuando regresé había muerto hacía tiempo, del modo que él deseaba.
—¿Por qué has viajado tanto? —preguntó el rey Olaf—. ¿Qué buscabas?
—Lo que nunca he encontrado —le respondió Gest—. Paz.
No, eso no era del todo cierto. Una y otra vez había encontrado la paz, en la cercanía de la belleza o la sabiduría, en los brazos de una mujer, en la risa de los niños. ¡Pero qué breves momentos! Su último matrimonio, en las tierras altas de Noruega, ya parecía el sueño de una sola noche: Ingridh y su juvenil alegría, sus vástagos en la cuna que Gest había tallado, sus bríos aún mientras se volvía más canosa que él, pero luego los años de agotamiento, y después los entierros, los entierros. ¿Dónde estaba Ingridh ahora? Gest no podía seguirla, ni a ella ni a todas las que titilaban en el linde de la memoria, ni a la primera y más dulce de todas, con guirnaldas de laurel y un cuchillo de pedernal en la mano…
—En Dios está la paz —dijo el sacerdote.
Quizá, quizá. Hoy las campanadas de la iglesia repicaban en Noruega, como durante una generación o más habían repicado en Dinamarca, sí, en la zona sagrada de la Madre donde él y la muchacha de las guirnaldas habían ofrecido flores… Había visto la invasión de los carros de guerra y los dioses de la tormenta en el terruño, había visto bronce y hierro, las caravanas que enfilaban a Roma y las naves vikingas que infiltraban a Inglaterra, la enfermedad y el hambre, la sequía y la guerra, y la vida que comenzaba pacientemente de nuevo; cada año se hundía en la muerte y aguardaba la llegada del sol para renacer; él también podía marcharse si deseaba y errar en el viento con las hojas.
El sacerdote del rey Olaf pensaba que pronto terminarían todas las búsquedas y los muertos se levantarían de las tumbas. Ojalá fuera así. Muchos otros lo creían. ¿Por qué no el?
Venid a mí, todos los que trabajáis y sufrís una pesada carga, y yo os daré reposo.
Días después, Gest dijo:
—Sí. aceptaré el bautismo.
El sacerdote lloró de alegría y Olaf dio muestras de alegría.
Pero esa noche en el salón, cuando todo hubo terminado, Gest cogió una vela y la encendió con una antorcha. Se echó en un banco desde donde pudiera verla y afirmó:
—Ahora puedo morir.
«Ahora me he rendido. »
Dejó que la luz de la vela le inundara la visión, el ser. Fue uno con ella. La luz creció hasta que Gest vio que brillaba en esas caras perdidas, las arrancaba de la oscuridad, las acercaba cada vez más. Los latidos del corazón seguían a Gest, internándose en la quietud.
Olaf y los jóvenes guerreros quedaron atónitos. El sacerdote se arrodilló en la sombra y rezó en voz baja.
La luz de la vela se apagó. Nornagest permanecía inmóvil. En el salón ululaba un viento invernal.