II. Los melocotones de la eternidad

Un inspector de Ch'ang-an visitaría a Yen Ting-kuo, subprefecto del distrito del Arroyo Caudaloso, por encargo del mismo emperador. Un correo llegó de antemano, dando a la familia tiempo para preparar una bienvenida adecuada. La partida llegó al mediodía: primero una polvareda en el camino del este, luego una tropa de hombres montados, servidores y soldados, escoltando un carruaje tirado por cuatro caballos blancos.

La gallardía de los pendones en alto y el metal relampagueante contrastaba con la serenidad del paisaje. Desde la cima de la colina donde vivía Yen Ting-kuo, la vista abarcaba hasta la Aldea de Piedra Molar, paredes de tierra, techos de tejas o bálago apiñados a lo largo de callejones donde trajinaban cerdos y labriegos, un grato espectáculo que formaba parte del amarillento suelo de loes del cual los hombres extraían su alimento. Más allá se extendían las tierras. Empezaba el verano, y el intenso verdor de la cebada y el mijo cubría las terrazas, moteadas con las prendas azules de los labriegos. Las diminutas granjas estaban muy desperdigadas. Aquí y allá los huertos habían terminado de florecer, los frutos estaban maduros y las hojas llenas de sol. A lo largo de las zanjas de irrigación, los sauces tiritaban en una brisa que olía a fecundidad. En las lomas lejanas los pinos y cipreses se erguían con oscura dignidad. A izquierda y derecha los contornos de los altos pastos se perfilaban en la sombra.

Al oeste de la aldea las colinas se volvían abruptas y boscosas. El viaje a la frontera, hasta los dominios de los tibetanos, los mongoles y otros bárbaros, continuaba siendo difícil, pero aquí la civilización ya empezaba a ralear y se valoraba más que en los centros urbanos, donde disfrutaban de ella plenamente.

Yen Ting-kuo murmuró:

Bella es la procesión de estaciones que nos legaron los dioses, y la procesión de costumbres y ritos que nos legaron los antepasados…pero interrumpió el antiguo poema y entró por el portón. Normalmente habría seguido hasta la casa y habría esperado dentro. Para recibir al enviado imperial, se instaló en el porche con sus hijos, ataviados con sus mejores prendas. Los criados flanqueaban el camino que atravesaba el patio interior; en otras partes los arbustos formaban un laberinto que conducía a un estanque con pececillos. Mujeres, niños y peones se apiñaban en otros edificios del complejo.

Repiqueteos, cascabeles y clamores anunciaron la llegada. Un palafrenero la anunció más formalmente, y al desmontar fue recibido por el chambelán del subprefecto. Intercambiaron gestos y palabras. Luego apareció el inspector. Los criados se prosternaron y Yen Ting-kuo hizo la reverencia debida a un noble de rango menor. Ts'ai Li respondió con cortesía. No era imponente, sino de talla baja y bastante joven para su jerarquía, mientras que el subprefecto era alto y canoso. Incluso los emblemas que el inspector se había puesto al bajar del vehículo mostraban indicios de Un viaje agotador. Sin embargo, su aplomo revelaba muchas generaciones de proximidad con el trono. Anfitrión y huésped simpatizaron de inmediato.

Poco después pudieron hablar a solas. Ts'ai Li había ido a sus aposentos, donde lo habían bañado y le habían cambiado el atuendo. Entretanto se hicieron arreglos para que su séquito, sus asistentes y criados se alojaran en el complejo según el rango, y los soldados entre los aldeanos. Atractivos aromas flotaban en el aire, la preparación de un banquete: especias, hierbas, carnes asadas —aves, lechones, perro, tortuga— y tibios licores. Chasquidos de cítara y campanilleos llegaban desde la casa donde ensayaban los cantores y las bailarinas.

El inspector había insinuado que antes de la reunión con los funcionarios locales deseaba entablar una charla confidencial. Conversaron en una cámara casi desnuda excepto por dos biombos, esteras de paja fresca, apoyabrazos, una mesa baja con vino y tortas de arroz del sur.

Era una habitación brillante y aireada de agradables proporciones; las pinturas —bambúes y una escena de montaña— y la caligrafía de los biombos eran exquisitas. Ts'ai Li manifestó mesuradamente su admiración, dando a entender que le agradaban pero no exigía que se las obsequiaran.

—El esclavo de mi señor lo agradece con humildad —dijo Yen Ting-kuo—. Temo que en estas zonas remotas nos encontrará pobres e incultos.

—En absoluto —replicó Ts'ai Li. Sus largas uñas pintadas relucieron cuando se acercó la taza a los lacios—. En verdad, esto parece un refugio de paz y orden. Cielos, aun cerca de la capital medran la chusma y el bandidaje, mientras que en otras partes cunde la rebelión abierta, y sin duda los hsiung-nu nos vuelven a mirar ávidamente desde allende la Muralla. Por eso llevo mi escolta. —Su tono manifestó desdén por los soldados, la más baja de las clases libres—. Gracias al Cielo, no fue necesario utilizarla. Los astrólogos anunciaron que era un día propicio para mi partida.

—Quizá la presencia de los soldados contribuyó a que lo fuera —dijo Yen Ting-kuo, con sequedad.

Ts'ai Li sonrió.

—Palabras de un benévolo y viejo barón. Supongo que nuestra familia ha brindado líderes a este distrito por mucho tiempo.

—Desde que el emperador Wu-ti escogió a mi honrado antepasado Yen Chi después de sus servicios contra los bárbaros del Norte.

—¡Ah, ésos fueron días de gloria! —suspiró Ts'ai Li—. Nosotros, herederos empobrecidos, sólo podemos luchar contra un creciente caudal de problemas.

Yen Ting-kuo se balanceó sobre los talones, se aclaró la garganta y miró a su huésped.

—Sin duda mi señor guía ese esfuerzo —dijo—, habiendo realizado un viaje tan largo y arduo. ¿En qué podemos contribuir a sus rectos propósitos?

—Ante todo necesito información, y tal vez un guía. A la capital han llegado ciertos rumores sobre un sabio, un verdadero santo, que vive en vuestros dominios.

—¿Qué? —exclamó Yen Ting-kuo, asombrado.

—Historias de viajeros, pero hemos interrogado a varios de ellos, y sus descripciones coinciden. Predica el Tao, y su virtud parece haberle proporcionado gran longevidad. —Ts'ai Li titubeó—. ¿Inmortalidad, acaso? ¿Qué sabéis, subprefecto? —Ya. —Yen Ting-kuo frunció el ceño—. Entiendo. El que se hace llamar Tu Shan.

—¿Sois escéptico, entonces?

—No concuerda con mi idea de un santo, inspector —masculló Yen Ting-kuo—. Por aquí hay muchos que afirman ser tal cosa, pues la gente sencilla es demasiado crédula, especialmente en tiempos turbulentos. Vagabundos sin amo, que en vez de trabajar mendigan o lisonjean para ganarse la vida. Se atribuyen poderes tremendos. Los campesinos juran que han visto a uno de ellos curar a los enfermos, exorcizar demonios, resucitar a los muertos y cosas por el estilo. He examinado algunos casos sin hallar pruebas de nada, excepto de que a menudo el vagabundo se apropia del dinero de los hombres y del cuerpo de las mujeres, convenciéndolos de que ése es el Camino, antes de continuar la marcha.

Ts'ai Li entornó los ojos.

—Sabemos que hay charlatanes —dijo—. También sabemos que hay vulgares wu, magos tradicionales, honestos pero analfabetos y muy supersticiosos. En verdad, sus creencias y prácticas han contaminado las otrora puras enseñanzas de Lao Tse. Es lamentable.

—¿Acaso la corte no sigue los preceptos del gran K'ung Fu Tse?

—Exacto. Aun así, subprefecto, la sabiduría y la fortaleza escasean. Debemos buscarlas donde las podamos encontrar. Lo que hemos oído sobre el tal Tu Shan induce al Único a creer que será una voz deseable entre los consejeros imperiales.

Yen Ting-kuo miró la taza como buscando una revelación confortante.

—La gente como yo no es quien para cuestionar al Hijo del Cielo —dijo al fin—. Y sin duda ese sujeto es inofensivo. —Rió—. Tal vez sus consejos no resulten peores que los de otros. Ts'ai Li lo miró en silencio antes de susurrar:

—¿Insinúas, subprefecto, que el emperador ha recibido mal asesoramiento en el pasado?

Yen Ting-kuo palideció, se sonrojó y se apresuró a responder:

—No quise ser irrespetuoso, mandarín.

—Claro que no. Por supuesto —murmuró Ts'ai Li—. Aunque, entre nosotros, la insinuación es muy atinada.

Yen Ting-kuo lo miró desconcertado.

—Reflexionad —lo exhortó Ts'ai Li—. Hace diez años que el glorioso Wang Mang recibió el Mandato del Cielo. Ha decretado muchas reformas y ha buscado por todos los medios mejorar la situación de su pueblo. Pero cunde la inquietud. Así como cunden la pobreza en el interior y la arrogancia de los bárbaros en el exterior. —Tácitamente daba a entender: Muchos, cada vez más, afirman que los Hsin no constituyen una nueva dinastía sino una mera usurpación, un producto de las intrigas palaciegas, y que es hora de devolver a los Han el poder que les corresponde—. Es obvio que se necesita mejor asesoramiento. La inteligencia y la virtud a menudo moran bajo el techo de un plebeyo.

—La situación ha de ser desesperada, si os enviaron tan lejos para seguir un mero rumor —exclamó Yen Ting-kuo. Y se apresuró a añadir—: Desde luego, vuestra exaltada presencia nos honra y nos deleita, mi señor.

—Sois muy gentil, subprefecto —dijo Ts'ai Li con voz cortante—. ¿Pero qué podéis decirme de Tu Shan?

Yen Ting-kuo desvió los ojos, frunció el ceño, se mesó la barba y habló despacio.

—Francamente, no puedo decir que sea un bribón. Investigo todas las cosas cuestionables que llegan a mis oídos, y no he sabido que defraudara a nadie ni que hiciera nada malo. Es sólo que… no concuerda con mi idea de lo que es un santo.

—Los buscadores del Tao pueden ser… un poco excéntricos.

—Lo sé. Aun así… Pero dejadme contaros. Se presentó entre nosotros hace cinco años, tras atravesar comunidades del norte y del este, habitando un tiempo en algunas de ellas. Con él viajaba un solo discípulo, un joven granjero. Desde entonces reclutó dos más, y rechazó a otros. Se ha instalado en una caverna del bosque, a tres o cuatro horas de marcha, junto a una cascada. Allí medita, o eso afirma. He ido allí, y Tu Shan ha transformado la caverna en una cómoda morada. No tiene lujos, pero no sufre escasez. Los discípulos han construido una cabaña en las cercanías. Cultivan grano, pescan, recogen avellanas, bayas y raíces. La gente les lleva otros obsequios, incluido dinero. Van allí a oír sus palabras y confiarle sus penas, pues él sabe escuchar, y recibir su bendición o simplemente pasar un rato en su silenciosa presencia. De cuando en cuando viene aquí y se está un par de días. Entonces ocurre lo mismo, salvo que bebe y come bien en nuestra única posada y se solaza en nuestra única casa de placer. Me han dicho que es un amante fogoso. Bien, no he oído decir que sedujera a la esposa ni a la hija de nadie. No obstante, su conducta no me parece piadosa, ni sus prédicas parecen tener mucho sentido.

—El Tao no se puede expresar en palabras.

—Lo sé. Aun así, aun así…

—Y en cuanto a hacer el amor, he oído que los entendidos en el Tao afirman que de ese modo, especialmente si se prolonga el acto todo lo posible, un hombre logra equilibrar su Yang con el Yin. Al menos, eso es lo que afirma una corriente de pensamiento, aunque me han dicho que otros no están de acuerdo. Pero no podemos esperar una conducta convencionalmente respetable en un hombre cuyo propósito en la vida es la iluminación.

Yen Ting-kuo sonrió amargamente.

—Creo que mi señor es más tolerante que yo.

—No, sólo deseo prepararme antes de partir, para comprender mejor lo que encuentre. —Ts'ai Li hizo una pausa—. ¿Qué sabéis de la vida anterior de Tu Shan? ¿Cuánta verdad hay en su presunta longevidad? Oí decir que tiene aspecto de hombre joven.

—Tiene el aspecto, el vigor y todo lo demás. ¿Un sabio no debería tener un aire más circunspecto? —Yen Ting-kuo aspiró—. Bien, he investigado acerca de esas afirmaciones. Aunque él no las hace en voz alta. De hecho, nunca menciona el asunto a menos que deba hacerlo por alguna razón, como para explicar que Chou P'eng, muerto hace mucho, fue su maestro. Pero tampoco ha intentado disimular. He podido interrogar a personas y visitar algunos sitios, cuando mis ocupaciones me llevaban por esos rumbos.

—Por favor, contadme qué habéis averiguado, para que pueda compararlo con el resto de mi información.

—Bien, es evidente que nació hace más de cien años. Fue en el distrito de las Tres Rocas Grandes, y pertenecía sólo a la clase de los artesanos. Siguió el oficio del padre, herrero, se casó, tuvo hijos, nada inusitado al margen de no envejecer. Eso lo transformó gradualmente en la maravilla del poblado, pero al parecer no sacó partido de ello. En cambio, cuando se casaron sus hijos y falleció su esposa, anunció que buscaría la sabiduría, la razón de su extraña condición y de todo lo demás en este mundo. Echó a andar, y no se volvió a oír hablar de él hasta que se hizo discípulo de Chou P'eng. Cuando murió ese viejo sabio, Tu Shan continuó viaje, enseñando y practicando el Tao tal como él lo entendía. No sé cuan fiel es a las enseñanzas de Chou P'eng. Tampoco sé cuánto tiempo piensa quedarse aquí. Tal vez él mismo no lo sepa. Le he preguntado, pero estas personas son hábiles para evadir preguntas que no desean responder.

—Gracias. Eso confirma los informes que he recibido. Un hombre de vuestra perspicacia, subprefecto, verá que esa vida indica poderes extraordinarios de alguna clase y…

Una figura respetuosa apareció en la puerta.

—Entra y habla —dijo Yen Ting-kuo.

El secretario de Ts'ai Li avanzó un paso, hizo una reverencia y anunció:

—Este servidor suplica perdón por molestar a sus superiores. Sin embargo, se ha enterado de algo que puede resultar de interés y aun de urgencia. El sabio Tu Shan se dirige a la aldea por el camino del oeste. ¿Mi señor tiene alguna orden?

—Bien, bien —murmuró el subprefecto—. Qué interesante coincidencia.

—Si es una coincidencia… —respondió Ts'ai Li.

Yen Ting-kuo enarcó las pobladas cejas.

—¿Acaso previo la llegada y el propósito de mi señor?

—No es preciso que sean poderes ocultos. El Tao obra para armonizar los acontecimientos.

—¿Deseáis que lo convoque aquí, o que le ordene esperar a mi señor?

—Ninguna de ambas cosas. Aunque me duele interrumpir esta fascinante conversación, yo iré a verlo a él. —Ante la mirada sorprendida del anfitrión, Ts'ai Li añadió—: A fin de cuentas, si él no hubiera venido yo habría ido a su refugio. Si es digno de respeto, demostremos respeto.

Con su susurro de seda y brocado, se levantó del cojín y echó a andar. Yen Ting-kuo lo siguió. El palafrenero del inspector se apresuró a llamar a una cantidad apropiada de asistentes para seguir a los magnates. Atravesaron el portón y marcharon colina abajo con paso digno.

Un viento fuerte soplaba ahora desde el norte, enfriando el aire, empujando nubes cuyas sombras cruzaban la tierra como guadañas. El polvo amarillo se arremolinaba sobre los campos y el camino. Una bandada de cuervos pasó volando. Sus graznidos se enredaron con los murmullos de la gente, la multitud se había reunido ante el pozo de la aldea. Estaban aquellos que no trabajaban en los campos: comerciantes, artesanos, sus mujeres e hijos, los viejos e inválidos. Los soldados de la escolta del enviado imperial se mezclaban con ellos, acuciados por la curiosidad.

Todos rodeaban a un hombre que se había detenido junto al brocal. Era de complexión robusta y vestía como un labriego: pantalones y chaqueta acolchados y azules. Iba descalzo, los pies llenos de callos. Llevaba la cabeza descubierta, y rizos negros ondeaban bajo el pelo anudado en la coronilla. Tenía una cara ancha, de nariz chata, curtida. Había apoyado un cayado cerca del brocal y tenía una niñita en el hombro. Cerca de él había tres jóvenes, vestidos tan sencillamente como él.

—¡Ja, pequeña! —rió el hombre, haciéndole cosquillas—. ¿Quieres montar tu viejo caballo? Pequeña desvergonzada. —Ella se contorsionó entre risitas.

—Bendícela, maestro —pidió la madre.

—Vaya, pues ella misma es la bendición —replicó el hombre—. Aún está cerca del Manantial de la Quietud al cual ansían regresar los hombres sabios. Aunque eso no te impide desear una golosina, ¿eh, Meimei?

—¿La infancia puede ser mejor que la vejez? —preguntó con voz trémula un encorvado anciano de abundante barba blanca. —¿Queréis que enseñe con el gaznate reseco por el polvo del camino? —respondió cordialmente el hombre—. No, por favor, primero unas copas de vino. Todo exceso es malo, incluso en la autonegación.

—¡Abrid paso! —exclamó el palafrenero—. ¡Paso al señor Ts'ai Li, enviado imperial de Ch'ang-an, y el señor del distrito, Yen Ting-kuo!

Todos enmudecieron. La gente se apartó. La asustada niña gimoteó y buscó a la madre. El hombre se la entregó a la mujer y se inclinó, cortés pero no sirviente, ante las dos figuras con túnica.

—He aquí a nuestro sabio Tu Shan, inspector —dijo el subprefecto.

—¡Largo de aquí! —ordenó el palafrenero a los plebeyos—. Ésta es una cuestión de Estado.

—Pueden escuchar si desean —dijo Ts'ai Li con suavidad.

—El hedor de esa chusma no debe ofender el olfato de mi señor —declaró el palafrenero, y la multitud retrocedió, formando grupos y mirando boquiabierta.

—Volvamos, pues, a la casa —propuso Yen Tingkuo—. Hoy recibes un gran honor, Tu Shan.

—Doy las gracias de todo corazón a mi señor —respondió el recién llegado—, pero estamos harapientos y sucios, y no merecemos entrar en vuestro hogar. —El acento no era educado pero tampoco soltaba inculto. La profunda voz era risueña, al igual que los ojos chispeantes—. ¿Puedo tomarme la libertad de presentar a mis discípulos Ch'i, Wei y Ma? —Los tres jóvenes se prosternaron hasta que él les indicó que se levantaran.

—Pueden acompañarnos —dijo Yen Ting-kuo, sin ocultar su disgusto.

Tu Shan lo percibió.

—Quizá mi señor desee explicar enseguida su cometido —le dijo a Ts'ai Li—. Entonces sabremos si pierde el tiempo o no al buscarlo.

El inspector sonrió.

—Espero que no, sabio señor, pues ya he perdido mucho —dijo. Al barón, al secretario y al resto, estupefactos ante lo que habían oído, comentó—: Tu Shan tiene razón. Me ha ahorrado la dificultosa marcha hasta su ermita.

—Casualidad —dijo el aludido—. Y tampoco se requiere una percepción sobrenatural para adivinar vuestro cometido.

—Alégrate —respondió Ts'ai Li—. Los comentarios sobre ti han llegado a los augustos oídos del emperador. Me pidió que te buscara y te llevara a Ch'ang-an, para que el reino se beneficie con tu sabiduría.

Los discípulos soltaron una exclamación antes de recobrar la compostura. Tu Shan no se inmutó.

—Sin duda el Hijo del Cielo tiene un sinfín de consejeros —dijo.

—En efecto, pero son insuficientes. Como dice el proverbio, mil ratones no equivalen a un tigre.

—Tal vez mi señor sea un poco injusto con los consejeros y ministros. Ellos realizan tareas abrumadoras que mi pobre y escaso ingenio no puede comprender.

—Tu modestia es loable. Revela tu carácter.

Tu Shan negó con la cabeza.

—No, soy necio e ignorante. ¿Cómo podría atreverme siquiera a ver el trono imperial?

—Te menosprecias —replicó Ts'ai Li con impaciencia—. Nadie puede haber vivido tanto como tú sin ser inteligente y sin haber ganado experiencia. Más aún, has reflexionado sobre lo que observaste y has extraído de ello valiosas lecciones.

Tu Shan sonrió hoscamente como si estuviera ante un igual. —Sí algo he aprendido, es que la inteligencia y el conocimiento valen poco por sí mismos. Sin la iluminación que trasciende las palabras y el mundo, sólo nos brindan maravillosas razones para hacer lo que pensábamos hacer de todos modos.

Yen Ting-kuo no pudo abstenerse de intervenir.

—Vamos, no eres un asceta. El emperador recompensa con imperial generosidad a todos los que le sirven bien.

Tu Shan cambió sutilmente de actitud, como un maestro ante un alumno lerdo.

—He visitado Ch'ang-an en mis vagabundeos. Y aunque no entré en el palacio, estuve en mansiones. Señores míos, allí hay demasiadas paredes. Cada pabellón está apartado del otro, y cuando al atardecer suenan los tambores de las torres, los portones se cierran para todos salvo para los nobles. En las montañas uno viaja libremente bajo las estrellas.

—Para quien recorre el Camino, todos los lugares deberían ser semejantes —dijo Ts'ai Li.

Tu Shan inclinó la cabeza.

—Mi señor es versado en el Libro del Camino y su Virtud. Pero yo soy un torpe, medio ciego, que se tropezaría constantemente contra esas paredes.

Ts'ai Li dijo con frialdad:

—Creo que presentas excusas para eludir un deber difícil. ¿Para qué predicas entre los demás, si te importan tan poco que no pones tus ideas al servicio de ellos?

—Así no se les puede ayudar. —Aunque Tu Shan habló en voz baja, sus palabras vibraron en el viento—. Sólo ellos pueden encararse a sus problemas, así como cada hombre sólo puede encontrar el Tao por sí mismo.

—¿Niegas la beneficencia del emperador? —preguntó Ts'ai Li, con voz cortante como una daga.

—Muchos emperadores han ido y venido. Muchos más lo harán. —Tu Shan gesticuló—. Mira la polvareda. Otrora también tuvo vida. Sólo el Tao permanece.

—Te arriesgas… a ser castigado, sabio señor.

Tu Shan soltó una carcajada y se palmeó el muslo.

—¿Cómo puede dar consejos una cabeza separada del cuello? —dijo, recobrando la calma—. Mi señor, no deseo ser irrespetuoso. Sólo digo que no soy apto para la tarea que tienes en mente, y soy indigno de ella. Llévame contigo y pronto te convencerás de ello. Será mejor que ahorres el valioso tiempo del Único.

Ts'ai Li suspiró. Yen Ting-kuo, observando al inspector, se calmó un poco.

—Bribón —rezongó Ts'ai Li—, usas el Libro…, ¿cómo dice ese verso? «Como agua, blanda y dócil, que desgasta la piedra más dura…»

Tu Shan hizo una reverencia.

—¿No deberíamos decir, más bien, que el arroyo fluye hacia su destino mientras la estúpida roca se queda donde estaba?

Ahora fue Ts'ai Li quien habló como ante un igual.

—Si no deseas ir, así sea. Perdóname cuando comuniqué que me habías defraudado.

—Lo expresáis con gran astucia.

Tu Shan esbozó una sonrisa y se inclinó ante Yen Ting-kuo.

—Como puedes ver, mi señor, no hay razones para que yo ensucie tus bellas esteras. Será mejor que mis discípulos y yo nos retiremos al instante de tu presencia.

—Bien —dijo con frialdad el subprefecto.

El inspector le lanzó una mirada reprobatoria, se volvió de nuevo hacia Tu Shan y preguntó casi en un susurro: —Sin embargo, sabio señor, has vivido más que casi cualquier otro hombre, y no muestras signos de vejez. ¿Puedes al menos decirme cómo ha ocurrido?

El rostro de Tu Shan adquirió una expresión solemne.

—Siempre me lo he preguntado —respondió, casi con piedad.

—¿Y bien?

—Nunca doy una respuesta clara, pues no la tengo.

—Sin duda la conoces.

—He dicho que no, pero la gente insiste. —Tu Shan pareció ahuyentar la tristeza—. Cuenta la historia que en el jardín de Hsi Wang Mu, Madre del Oeste, crecen ciertos melocotones, y que aquel a quien ella le permite saborearlos se vuelve inmortal.

Ts'ai Li lo miró durante un largo rato.

—Como desees, sabio señor —respondió al fin con un hilo de voz. Los curiosos suspiraron, miraron a su alrededor y se retiraron uno por uno. El inspector inclinó la cabeza—. Me marcho asombrado.

Tu Shan respondió al saludo.

—Saluda al emperador. También él merece compasión.

Yen Ting-kuo se aclaró la garganta, titubeó y ante un gesto siguió a Ts'ai Li fuera de la aldea. Regresaron a la mansión subiendo por la colina, seguidos por sus asistentes. Los plebeyos hicieron una reverencia, agachándose sobre las manos entrelazadas y retrocedieron hacia sus hogares. Tu Shan y sus discípulos permanecieron a solas junto al pozo. El viento murmuraba en el silencio. Las sombras iban y tenían.

Tu Shan cogió el cayado.

—Venid —dijo.

—¿Adonde, maestro? —aventuró Ch'i. —A nuestro refugio. Después… —Por un instante, el dolor le cruzó la cara—. No sé. A otra parte. Hacia las montañas del oeste, tal vez.

—¿Temes una represalia, maestro? —preguntó Wei.

—No. Confío en la palabra de ese señor. Pero conviene marcharse. Este viento huele a problemas.

—El maestro lo sabe —dijo el atrevido Ma—. Debe de haber sentido ese olor a menudo en sus muchos años. ¿De veras saboreaste esos melocotones?

Tu Shan sonrió.

—Tenía que decirle algo a ese hombre. Sin duda la historia se difundirá, y se inventarán anécdotas sobre otros que hicieron lo mismo. Bien, nosotros estaremos lejos.

Se puso en marcha.

—Os he advertido, jóvenes —continuó—, y os advertiré de nuevo. No tengo inspiración, ni secretos que revelar. Soy la más común de las personas, excepto que de algún modo, por alguna razón, mi cuerpo ha permanecido joven. Así que busqué el entendimiento, y descubrí que éste es el único modo de vida posible para los que son como yo. Si queréis escucharme, hacedlo. De lo contrario, id con mi bendición. Entretanto, andemos más deprisa.

—Pero dijisteis que no tenemos nada que temer, maestro —protestó Ma.

—No, no dije eso —respondió Tu Shan con voz cortante—. Temo presenciar lo que muy probablemente le pasará a esta gente a quien tanto amo. Son tiempos malignos. Debemos buscar un sitio apartado, y el Tao.

Echaron a andar en el viento.

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