XV. Reunión

1

La lluvia arreciaba. Limpiaba el calor y la mugre, convertía el aire en una humareda gris y maloliente. El caracoleo de los relámpagos transformaba el color en mercurio, y el trueno sofocaba el ruido de los motores, las bocinas, el agua que goteaba de las ruedas. Un rayo apuñaló el Empire State Building y se diluyó en la telaraña de acero que había bajo la mampostería. Los coches y autobuses llevaban los faros encendidos a plena tarde. Aun en el centro había pocos peatones, y se encorvaban bajo los paraguas o corrían de las marquesinas a los toldos. No se conseguían taxis.

En las afueras, la calle de Laurace Macandal estaba desierta. Habitualmente era una calle ajetreada, llena de bullicio y luces incluso después del anochecer. Pequeños clubes nocturnos habían surgido entre los modestos inquilinatos del vecindario, y ella había reformado esa vieja mansión. A pesar de los malos tiempos, los blancos aún iban a Harlem a disfrutar del jazz, el baile, la comedia y esa despreocupación que atribuían a los negros. En ese momento todos se quedaban dentro esperando que mejorase el tiempo.

Laurace miró un reloj y llamó a una de las criadas.

—Escucha bien, Cindy. No has estado demasiado tiempo en el servicio, y hoy sucederá algo importante. No quiero que cometas errores.

—Sí, Mama-lo —dijo la muchacha con tono reverente.

Laurace meneó la cabeza.

—Eso, por ejemplo. Ya te he dicho que soy «Mama-lo» sólo en momentos sagrados.

—Perdón…, señora: —Las lágrimas enturbiaron los ojos de la muchacha. La mujer que hablaba con ella parecía joven pero antigua como el tiempo; alta, delgada, con un vestido marrón de austera elegancia, en la muñeca izquierda un brazalete con una serpiente de plata, en la garganta un medallón dorado donde un círculo y un triángulo entrelazados rodeaban un rubí; tez oscura, cara angosta, nariz arqueada, pelo lacio y rígido—. Siempre lo olvido.

Laurace sonrió y dio unas palmaditas a la mano de la criada.

—No temas, querida. —Su voz, que podía sonar como una trompeta, cantaba como un violín—. Eres joven y tienes mucho que aprender. Pero quiero que entiendas que mi visitante de hoy es especial. Por eso no habrá hombres por aquí excepto Joseph, y él se quedará cuidando el coche. Tú ayudarás en la cocina. No salgas de allí. No, no es que atiendas mal la mesa, y eres más bonita que Conchita, pero ella tiene más categoría. La categoría se debe ganar, no sólo mediante el servicio sino mediante la devoción y el estudio. Tu momento llegará, sin duda. Ante todo, Cindy, debes guardar silencio. No debes decir una palabra a nadie, nunca, acerca de quién es mi huésped ni de lo que llegues a ver u oír. ¿Entiendes?

—Sí, señora.

—Bien. Ahora vete, niña. Oh, y mejora tu inglés. Nunca irás a ninguna parte si no demuestras cultura. Si no tienes cultura. El maestro Thomas me dice que tampoco andas bien en aritmética. Si necesitas ayuda, pídela. La enseñanza no es sólo su trabajo, sino su vocación.

—Sí, señora.

Laurace inclinó la cabeza y cerró los grandes ojos como si escuchara algo.

—Tu buen ángel revolotea por aquí —dijo—. Ve en paz.

La muchacha se alejó, pulcra en su uniforme almidonado, radiante de repentina alegría.

A solas, Laurace se paseó por la sala, cogió objetos, los acarició y luego los dejó donde estaban. Había decorado esa sala al estilo Victoriano: paneles de roble, muebles pesados, alfombra y cortinas gruesas, vitrinas para curiosidades selectas, un anaquel de libros aún más selectos encima de los cuales descansaba el busto blanco de un hombre que había sido negro. Las bombillas eléctricas del candelabro de cristal eran opacas; la lluvia creaba una atmósfera crepuscular. El erecto era cautivante sin ser abiertamente extraño.

Cuando, por una ventana, vio llegar el coche, Laurace olvidó sus inquietudes y se enderezó. Todo dependería de la impresión que ella causara.

El chófer salió con un gran paraguas, fue hasta el flanco derecho y abrió la portezuela trasera. Escoltó a la pasajera hasta el porche, donde tocó la campanilla. Laurace no lo vio, pero lo supo al oírlo. También supo que las dos criadas recibían a la visitante, cogían el abrigo y la guiaban por el vestíbulo.

Cuando la mujer entró en la sala, Laurace le salió al encuentro.

—Bienvenida, bienvenida —dijo, aterrándole ambas manos. Clara Rosario respondió con un ademán contenido y una sonrisa parca. Parecía fuera de lugar con su ropa de colores chillones. Aunque tenía pelo oscuro y rizado, tez tostada y labios carnosos, era de raza blanca, con ojos castaños, nariz recta, pómulos anchos. Laurace era siete centímetros más alta. No obstante, Clara se comportaba con aplomo, como era de esperar con esa figura.

—Gracias —replicó con cierta brusquedad. Mirando a su alrededor—: Vaya lugar tienes aquí.

—Estaremos a solas en mi cuarto —dijo Laurace—. Tiene un gabinete de licores. ¿O prefieres té o café? Ordenaré que lo traigan.

—No, gracias. Un trago me vendría bien. —Clara rió nerviosamente.

—Puedes quedarte a comer, ¿verdad? Te prometo una cena cordón bien. Para entonces habremos terminado con nuestros… asuntos, y podremos relajarnos para disfrutarla.

—Bien, no demasiado tarde. Me esperan, ya sabes. Yo dirijo las cosas. Y puede haber problemas si no estoy. Los hombres están muy nerviosos hoy en día, preguntándose qué nuevo desastre habrá.

—Y no queremos que nadie se pregunte en qué andas —convino Laurace—. No te preocupes. Te irás a tiempo. —Cogió el brazo de Clara—. Por aquí, por favor.

Clara se puso tensa cuando cerraron la puerta. El pequeño cuarto, rodeado de ventanas con gruesas cortinas, era muy exótico. Había esteras de paja en el suelo y pieles de leopardo sobre las extrañas sillas. Dos máscaras africanas dominaban una pared. Entre éstas, en un estante, había un cráneo humano. Enfrente se extendía una piel de pitón de dos metros y medio. Del otro lado, en un altar de mármol con un paño blanco de bordes rojos, había un cuchillo, un cuenco de cristal con agua y un candelabro de bronce de siete brazos. En una mesa había una lámpara de pantalla gruesa, junto a cigarreras de plata, cerillas y un incensario cuyo humo dificultaba la respiración. El gabinete y la consola de radio que flanqueaban la entrada pasaban casi inadvertidos en su familiaridad, así como la mesilla con vasos, cubitera, agua de Seltz, jarra, ceniceros y fuentes con golosinas.

—No te alarmes —dijo Laurace—. Habrás visto guaridas de magos en el pasado.

Clara asintió y tragó saliva.

—Algunas veces. ¿Quieres decir que tú…?

—Bien, sí y no. Estas cosas no son para usar, sino para comunicar sacralidad, poder, misterio. Además, nadie se atrevería a abrir esa puerta sin mi permiso, en ninguna circunstancia. Podemos hablar con franqueza.

Clara se animó. No habría resistido a través de los siglos sin coraje, y su anfitriona sólo le ofrecía amistad, y siempre que ello fuera posible.

—Supongo que hemos seguido caminos muy diferentes.

—Es hora de que los unamos. ¿Deseas escuchar música? Puedo sintonizar dos buenas emisoras.

—No, hablemos. —Clara hizo una mueca—. No escucho música todo el tiempo, sabes. Regento un establecimiento prestigioso.

—Pobrecilla —dijo Laurace con tono dulce pero apenado—. No te resulta fácil, ¿verdad? ¿Alguna vez te fue mejor?

Clara irguió la cabeza.

—Me las apaño. ¿Qué me dices de ese trago?

Escogió un fuerte bourbon con agua, junto con un cigarrillo, y se acomodó en el sofá. Laurace sirvió una copa de Burdeos y se sentó frente a ella. Durante un rato sólo se oyó el ruido sordo de la tormenta.

—Bien —dijo al fin Clara, con tono desafiante—, ¿de qué vamos a hablar? —Supongamos que empiezas tú —respondió Laurace con voz suave—. Por donde quieras. Éste es nuestro primer encuentro de verdad. Necesitaremos muchos más. Tenemos mucho que aprender, decidir, y hacer.

Clara tomó aliento.

—Bien —dijo deprisa—. ¿Cómo me encontraste? Cuando apareciste en mi apartamento y me dijiste que también eras inmortal… —No había provocado histeria, pero Laurace había comprendido que era mejor irse. Luego habían entablado tres cautas conversaciones telefónicas, hasta entonces—. Al principio pensé que estabas loca, ¿sabes? Pero parecías normal, ¿y cómo lo habría averiguado una loca? Luego me pregunté si querías chantajearme, pero eso tampoco tenía sentido. Sólo…, bien, ¿cómo sabes qué soy, y cómo puedo saber que tú eres lo que dices? —Alzó el vaso bruscamente y bebió un buen trago—. No quiero ofenderte pero, bueno…, debo estar más segura.

—Es natural que seas cautelosa —dijo Laurace—. ¿Crees que yo no lo soy? Hemos tenido que serlo, para no morir. Pero mira a tu alrededor ¿Esto pertenecería a un delincuente?

—No… A menos que el profeta de un culto… Pero nunca había oído hablar de ti, y me extraña, pues debes de ser muy rica.

—No lo soy. Ni lo es la organización que dirijo. Aunque debo mantener una apariencia de… solidez. No obstante, en cuanto a tu pregunta…

Laurace bebió un sorbo de vino. Continuó con voz lenta, casi soñadora:

—No sé cuándo nací. Si existía alguna documentación, no averigüé dónde hallarla, y debe de haberse perdido. ¿A quién le importaba una esclava negra? Por lo que recuerdo y lo que deduje cuando empecé a estudiar, debo de tener doscientos años. No es mucho, comparado con tu edad. ¿Mil cuatrocientos, dijiste? Pero desde luego me preguntaba, cada vez con mayor desesperación, si estaba sola en el mundo.

»Los que son como nosotras también deben ocultarse. Los hombres pueden adoptar diversos oficios y formas de vida. Las mujeres tienen menos oportunidades. Cuando al fin conté con medios para investigar, era lógico comenzar por el oficio que una mujer casi estaría forzada a ejercer.

—La prostitución —dijo crudamente Clara.

—Ya te he dicho que no juzgo. Hacemos lo que debemos para sobrevivir. Una persona como tú tenía que dejar un rastro, un rastro a menudo discontinuo pero posible de seguir, con tiempo y paciencia. A fin de cuentas, no esperaría que nadie se tomara la molestia. Archivos periodísticos, registros policiales y de los tribunales, documentos impositivos y demás en sitios donde la prostitución era legal, fotografías viejas…, cosas así, compiladas, escogidas, comparadas. Algunos de mis agentes fueron detectives privados, algunos han sido… seguidores míos. Nadie sabe para qué deseaba yo esta información. Poco a poco, a partir de un sinfín de fragmentos, algunas partes encajaron. Una mujer a quien le iba bien en Chicago en los años noventa, hasta que se metió en problemas, curiosamente similar a alguien que apareció luego en Nueva York, y luego alguien de Nueva Orleáns, y después de nuevo en Nueva York.

Clara hizo un gesto cortante.

—No sigas —interrumpió—. Capto la idea. Debí haberlo recordado. Ya ocurrió antes.

—¿Qué?

—En Constantinopla… Estambul… Oh, debió de ser hace novecientos años. Un hombre me descubrió de la misma manera. Laurace iba a levantarse pero se contuvo.

—¿Otro inmortal? —exclamó—. ¿Un hombre? ¿Qué fue de él?

—No lo sé. —Con beligerancia—: No me gustó que me encontraran entonces, y no sé si me gusta ahora. Eres mujer, y supongo que eso cambia las cosas, pero tienes que convencerme, ¿sabes?

—Un hombre —susurró Laurace—. ¿ Quién era ? ¿Cómo era?

—Eran dos. Él tenía un socio. Eran mercaderes en Rusia. Yo no quería ir con ellos, así que me los quité de encima y nunca los volví a ver. Tal vez estén muertos. No hablemos de eso aún.

Las envolvió el silencio de la lluvia.

—Qué vida tan espantosa has tenido —dijo al fin Laurace.

Clara esbozó una sonrisa.

—Oh, tengo aguante. Mis períodos de descanso, cuando vivo bien gracias a lo que he ganado y ahorrado, y las ocasiones en que me casé por dinero, han bastado para darme ganas de seguir viviendo.

—Dijiste que has sido casi siempre una madame desde que viniste a Estados Unidos… ¿No te resulta mejor de lo que… eras antes?

—No siempre.

2

Odiaba dormir en su lugar de trabajo. En Chicago tenía un apartamento a cinco calles. Habitualmente se iba a casa a las dos o tres de la mañana, y tenía las tardes libres; entonces la clientela raleaba y Sadie podía arreglarse. Iba de compras al centro, disfrutaba del sol y las flores en Jackson Park, visitaba uno de los museos construidos después de la Exposición Colombina, o viajaba en tranvía a la campiña, quizá con alguna de las chicas, a veces sola, pero siempre como una dama.

Bajo el fulgor de las lámparas de gas, la cenicienta acera estaba desierta como la luna. Aunque caminaba con paso ligero, sus pisadas le resonaban en los oídos. Dos hombres salieron del callejón, dos sombras hasta que se le acercaron.

Sofocó un jadeo. Sintió un escalofrío. El de la derecha era una mole maloliente, con la barba crecida. El de la izquierda era casi un niño. No tenía color en la cara salvo el reflejo de los faroles, amarillo como pus, y cada tanto soltaba una risita tonta.

—Hola, Srta. Ross —dijo el grandote con voz ronca—. Bonita noche, ¿eh?

Tonta, se dijo, tonta, debí tener cuidado, debí contratar a un guardaespaldas, pero no, no quise hacerlo, tenía que ahorrar cada céntimo para comprar más años de libertad… Con una fuerza de voluntad que ya era un antiguo hábito, mató el miedo. No podía permitírselo.

—No os conozco —dijo—. Dejadme en paz.

—Oh, nosotros la conocemos. El señor Santoni la señaló en la calle cuando pasaba. Nos pidió que tuviéramos una pequeña charla con usted.

—Marchaos o llamaré a la policía.

El chico protestó.

—¡Calla, Lew! —dijo el grandote—. Te impacientas demasiado. —Y a ella—: No sea así, Srta. Ross. Sólo queremos charlar un rato. Venga, calladita.

—Hablaré con tu jefe, el señor Santoni. Hablaré con él de nuevo si insiste. —Un modo de comprar tiempo—. Hoy mismo, sí.

—Oh, no. No tan pronto. Él dice que ha sido poco razonable. —Él quiere añadir mi local a su cadena, quiere terminar con todos los establecimientos independientes de la ciudad, tenemos que obedecer su voluntad y pagarle tributo. ¡Cristo, antes de que sea demasiado tarde, mándanos un hombre con una escopeta recortada!

Ya era demasiado tarde para ella.

—Quiere que Lew y yo charlemos primero con usted. No puede perder más tiempo discutiendo, ¿entiende? Ahora venga calladita y estará bien, Lew, guarda esa maldita navaja.

Trató de correr. Un largo brazo la detuvo. La aferraron con eficacia: si se resistía se dislocaría el hombro. A la vuelta de la esquina aguardaba un cabriolé con su cochero. Poco después llegaron a un edificio.

El grandote tuvo que frenar al chico varias veces. Luego le pasaba una esponja, le hablaba con calma, le daba un cigarrillo y empezaban de nuevo. Valiéndose de experiencias pasadas, evitó daños que serían permanentes incluso para ella. De hecho, el cabriolé la dejó frente a la casa de un médico.

Los del hospital se sorprendieron de la rapidez de su curación y la falta de marcas. Aunque no la interrogaron, entendieron de qué se trataba y no les sorprendió que fuera dócil, gentil y risueña. Bien, un cuerpo tan extraordinario debía de generar una personalidad igualmente flexible.

Carlotta Ross redujo sus pérdidas, vendió lo que pudo y se perdió de vista. Nunca había oído hablar del rival que luego liquidó a Santoni. Rara vez se molestaba en vengarse. Al final el tiempo se encargaba de eso. Se contentaba con empezar de nuevo en otra parte, advertida de antemano.

3

—Pero me las apaño. Estoy habituada a esta vida. Y soy buena en mi oficio. —Clara rió—. A estas alturas, debería serlo, ¿eh?

—¿Odias a todos los hombres? —le preguntó Laurace.

—¡No me compadezcas…! Lo lamento, tienes buenas intenciones, no debí irritarme. No, conocí a algunos que eran decentes. No en mi trabajo, habitualmente, y no eran para mí. Pero yo tampoco tengo que aguantarlos; me basta con su dinero. De cualquier modo, no podría tener a nadie de veras. Tú tampoco podrías.

—No para siempre, desde luego. A menos que algún día encontremos a otros de nuestra especie. —Laurace le vio la expresión—. Otros que nos agraden.

—¿Te importa si bebo otro trago? Yo me serviré. —Clara se sirvió y sacó un cigarrillo de la cartera. Preguntó, sin irritación, casi con timidez—: ¿ Y tú, Laurace? ¿Cómo te sientes? Dijiste que fuiste esclava. Eso debió de ser tan malo como lo que yo conocí. Quizá peor, Cristo sabe cuántos esclavos vi en mi vida.

—A veces era muy malo. A veces era cómodo. Pero no tenía libertad. Al fin me escapé. Gente blanca que se oponía a la esclavitud me hizo llegar a Canadá. Allí encontré trabajo como criada.

Clara estudió a Laurace.

—No hablas ni te comportas como sirvienta —murmuró.

—He cambiado. Mis patrones me ayudaron mucho. Los Dufour: una familia bondadosa y próspera de Montreal. Cuando vieron que quería perfeccionarme, me permitieron ir a la escuela después de las horas de trabajo, y los sirvientes trabajaban mucho en esos tiempos, así que tardé años… pero siempre estaré agradecida a los Dufour. Aprendí un correcto inglés, a leer y escribir, aritmética. Por mi parte, tratando con los del pueblo, aprendí un poco de francés. Me transformé en rata de biblioteca, en la medida en que lo permitían las circunstancias. Así obtuve una educación fragmentaria, pero llené las lagunas a medida que pasaban los años.

«Primero tuve que dominar la memoria. Cada vez me costaba más extraer lo que deseaba de esa masa de recuerdos. Me costaba pensar. Tenía que hacer algo. Supongo que tuviste el mismo problema.

Clara asintió.

—Fue terrible durante cincuenta años. No sé qué hice ni cómo, no recuerdo mucho y todo se me confunde. Pude haberme metido en apuros y morir, excepto que…, bien, caí en manos de un chulo. Él, y luego su hijo, se encargaron de pensar por mí. No eran malos tíos, dadas las circunstancias, y desde luego mi juventud permanente me hacía especial, tal vez mágica, así que no se atrevían a maltratarme…, al menos con las mismas pautas que imperaban en el Próximo Oriente en el siglo ocho. Creo que nunca se lo contaron a nadie, pero cada tantos años me llevaban a otra ciudad. Entretanto, poco a poco me avispé, y cuando murió el hijo ya estaba preparada para arreglármelas por mi cuenta. Me pregunto si la mayoría de los inmortales tendrán la misma suerte. Un demente o un retardado no durarían mucho sin un protector, en la mayoría de los lugares y las épocas, ¿verdad?

—Eso he pensado. Yo fui aún más afortunada. A principios del siglo veinte contábamos con la ciencia de la psicología. Tosca, basada en conjeturas, pero la idea de que se pueda comprender y reparar la mente cambia mucho las cosas. La autohipnosis obró maravillas en mí… Hablaremos de ello más tarde. Oh, tenemos mucho de qué hablar.

—Supongo que entonces nunca sufriste grandes confusiones.

—No, mantuve el control. Desde luego, anduve de aquí para allá. Me dolió abandonar a los Dufour, pero la gente se preguntaba por qué yo no envejecía como ellos. Además, anhelaba mi independencia, una verdadera independencia. Cambié de empleo, aprendí cosas, ahorré dinero. En 1900 regresé a Estados Unidos. En este país una persona de color llama menos la atención, y aquí en Nueva York pasa inadvertida. Abrí un pequeño café. Me fue bien, pues soy buena cocinera, y con el tiempo pude abrir un local más grande, con entretenimientos. La guerra fomentó los negocios. La Prohibición acrecentó las ganancias. Clientes blancos; tenía otro local menos vistoso para los negros. Uno de mis parroquianos blancos se hizo amigo mío. En el Ayuntamiento se encargó de que yo no pagara precios exorbitantes ni tuviera que preocuparme por las amenazas de la mafia.

Clara echó un vistazo a su alrededor.

—No compraste esto con las ganancias de un par de cafés —fe dijo.

Laurace sonrió.

—Astuta, ¿eh? Bien, lo cierto es que luego me lié con un importante contrabandista de alcohol. Blanco, pero…

4

Donald O'Bryan amaba el viento y el agua. En su casa había anaqueles repletos de libros sobre navegación, cuadros de barcos, y construía modelos de naves cuyos exquisitos detalles parecían imposibles para esas manazas. Además del potente crucero que usaba en sus negocios, tenía una balandra en el estrecho de Long Island. Cuando empezó a llevar de viaje a su «ama de llaves» negra, ningún miembro del club náutico puso objeciones. Todos querían a Donald pero nadie que fuera listo se entrometía con él.

Escorándose en una ancha bordada, la nave surcaba la espuma chispeante. Blancas gaviotas aleteaban sobre la estela donde Donald había arrojado sobras de comida. Cuando se navegaba delante del viento, el estruendo se reducía a una canción de cuna y el aire salobre se convertía en una caricia.

Al navegar de bolina, el timonel debe ser cauto. Donald había asegurado el botalón para que no oscilara, pero no era fácil controlar la nave. Aun así, Donald la dominaba sin esfuerzo. Su cuerpo estaba donde debía estar, pero su mente estaba en otra parte.

Entre la gorra y el chaquetón de marinero, la cara de nariz roma había perdido su jovialidad.

—¿Por qué no te casas conmigo? —suplicó—. Quiero hacer de ti una mujer honesta.

—Esto es bastante honesto para mí —rió ella.

—Flora, te amo. No es sólo que seas magnífica en la cama, aunque lo eres, lo eres. Es… tu alma. Eres valiente, entrañable, mil veces mejor que yo. Me enorgullecería que fueras la madre de mis hijos.

Ella negó con la cabeza, ya sin humor.

—Somos muy diferentes.

—¿La reina de Saba era muy diferente del rey Salomón?

—En este país lo sería.

—¿Te preocupa la ley? Escucha, no todos los estados prohíben el matrimonio interracial, y los demás deben respetarlo una vez que se celebró donde se permite. Eso está en la Constitución.

La misma Constitución que dice que un hombre no puede beber un vaso de cerveza después de un caluroso día de trabajo, pensó ella.

—No, es lo que tendríamos que soportar. Odio. Aislamiento ante tu gente y la mía. No podría hacer eso a nuestros hijos.

—No en todas partes —insistió él—. Escucha, me has oído antes, pero escucha. No seguiré con mis negocios para siempre. Dentro de algunos años habré juntado más dinero del que gastaríamos en cien años. Soy un hombre previsor y ahorrativo, aunque me gusta pasarlo bien. Te llevaré a Irlanda. A Francia. Siempre dices que te gustaría ver Francia, y lo que yo vi me dio ganas de volver, aunque fue durante la guerra. Podemos establecernos donde nos plazca, en un país grato donde no importe el color de la piel, sólo el color del corazón.

—Espera pues, y entonces hablaremos. —Tal vez entonces pueda animarme a ver cómo lo devora el tiempo. Tal vez esté segura de que no me guardará resentimiento cuando se lo cuente, pues nunca podré engañarlo, y quizás hasta se alegre de contar con mi fortaleza, de que le coja la mano en el lecho de muerte.

—¡No, ahora! Podemos mantenerlo en secreto, si lo deseas.

Ella miró las olas danzarinas.

—No puedo hacer eso, querido. Por favor, no me lo pidas.

Él frunció el ceño.

—¿Tienes miedo de ser la esposa de un convicto? Te juro que jamás me cogerán vivo. Aunque no creo que puedan sorprenderme.

Ella lo miró. Un rizo pardo sobresalía de la gorra ondeando sobre la frente de Donald. Parecía un muchacho, un niño lleno de amor y vehemencia. Flora recordó hijos que había parido y sepultado.

—¿De qué vale que un juez de paz murmure unas palabras si no somos libres de estar juntos a la vista de todos?

—Quiero darte mis votos.

—Me los has dado, querido. Podría llorar de alegría por ello.

—Bien, también hay otras cosas —dijo él con voz áspera—. No planeo morirme, pero nunca se sabe, y quiero cerciorarme de que cuentas con lo necesario. ¿No darás esa tranquilidad a mi corazón?

—No necesito una herencia. Gracias, gracias, pero no. —Flora hizo una mueca—. Tampoco quiero enredarme más de la cuenta con leguleyos y burócratas.

Él murmuró, mordiéndose el labio.

—Bien, comprendo. De acuerdo. —Su sonrisa resplandeció como el sol entre las nubes—. Pero no desistiré de hacerte mi esposa. Te ganaré por cansancio. Entretanto haré ciertos arreglos. No confío en los banqueros, de todos modos, y éste es buen momento para liquidar mis bienes. Lo invertiremos en oro, y tú sabrás dónde está.

—¡Oh Donald! —El dinero no era nada, pero esa generosidad era el mundo entero y la mitad de las estrellas. Flora se irguió y lo abrazó.

Él le rodeó los hombros con el brazo. Se besaron.

—Flora —susurró Donald—. Mi bella y extraña Flora.

5

—Nos amábamos. Nunca tuve miedo de amar, Clara. Tú deberías aprender.

La otra mujer apagó el cigarrillo y cogió otro. —¿Qué sucedió? Laurace arrugó el ceño.

—Una nave del gobierno lo interceptó en 1924. Donald intentó escapar y abrieron fuego. Lo mataron.

—Oh. Lo lamento.

Laurace recobró la compostura.

—Bien, tú y yo estamos familiarizadas con la muerte. —Con más calma—: Me dejó un cuarto de millón en bienes negociables. Yo necesitaba alejarme. Vendí mis clubes nocturnos y pasé cuatro años viajando. Irlanda, Inglaterra, Francia. En Francia mejoré mi francés y estudié acerca de África. Fui a Liberia, luego a las colonias de esa costa, esperando descubrir algo sobre mi antepasados. Entablé amistades en la selva y perfeccioné lo que había aprendido en los libros: cómo viven esas tribus, cuáles son sus leyes, su fe, ritos, sociedades secretas, tradiciones. Eso me incitó a regresar vía Haití, donde también pasé un tiempo.

—¿Vudú? —Clara puso ojos como platos.

Voudun —corrigió Laurace—. No magia negra. Religión. Algo que ha sostenido a los seres humanos en una de las historias más crueles de este mundo, y todavía los sostiene en medio de la más espantosa pobreza y opresión. Recordé a gente, de aquí, y regresé a Harlem.

—Entiendo —jadeó Clara—. Fundaste un culto.

—Y estás pensando: «Qué buen negocio.» —dijo Laurace con cierta hosquedad—. No se trata de eso.

—Oh, no. No quise decir…

—Sí, quisiste —suspiró Laurace—. Una idea natural. No te culpo. Pero lo cierto es que no necesitaba ganar dinero con la superstición. Las inversiones que había hecho antes de viajar al extranjero habían ido bien. No me gustaba cómo andaba la Bolsa, y me largué a tiempo. Mi situación es cómoda. —Con seriedad—: Pero estaba mi gente. También estaba el problema de mi supervivencia a largo plazo. Y ahora, la tuya.

Clara demostró desconcierto.

—¿Qué has hecho, pues, si no has fundado una iglesia?

Laurace habló deprisa, con voz impersonal:

—Las iglesias y sus líderes son demasiado conspicuas, especialmente si alcanzan cierto éxito. Lo mismo ocurre con los movimientos revolucionarios. Por otra parte, no deseo una revolución. Sé bien que se gana poco con el derramamiento de sangre. Tú lo debes saber aún mejor.

—Nunca pensé en ello como tú —dijo Clara con humildad. El cigarrillo humeante le colgaba entre los dedos.

—Lo que estoy organizando es…, llámalo una sociedad, basada en el modelo africano y haitiano. Recuerda, esas organizaciones no están destinadas al delito ni al placer; forman parte de la cultura, carne y hueso además de espíritu. La mía contiene elementos de religión y magia. En Canadá tuve contacto con el catolicismo, que es una de las raíces del voudun. No digo a nadie a qué iglesia debe concurrir, pero abro la posibilidad de ser no sólo un cristiano, sino de pertenecer a todo el universo viviente. No lanzo maldiciones ni otorgo bendiciones, sino que digo palabras y celebro ritos donde soy… no una diosa ni un mesías, ni siquiera una santa, sino la que está más cerca de la comprensión, del poder.

»También tenemos un aspecto práctico. Un haitiano sabría a qué me refiero por el nombre que he adoptado. Pero no me interesa obtener el control… ni mediante el voto, como los republicanos y demócratas, ni mediante la violencia, como los comunistas, ni mediante la persuasión, como los socialistas. No, mi política consiste en una apacible reunión de individuos bajo un liderazgo que han aceptado libremente, ayudándose a construir una vida y un futuro para sí mismos.

Clara meneó la cabeza.

—Lo lamento, no entiendo a qué te refieres.

—No te preocupes —respondió Laurace con calidez—. Entretanto, considéralo desde el punto de vista espiritual: ofrezco a mis seguidores algo más que alcohol y coca. En cuanto a la parte material, ahora que las colas para el pan se han alargado, cada vez más personas acuden a nosotros, negros, blancos, portorriqueños, todas las razas. De puertas afuera, somos sólo una organización más entre los centenares de grupos que socorren a los menesterosos. Discretamente, a medida que los recién llegados se muestran dignos de confianza y avanzan en nuestros grados de iniciación, los incorporamos a una comunidad donde se sienten integrados, pueden trabajar y creer, con modestia pero con nobleza y esperanza. A cambio, me brindan ayuda cuando la necesito. —Hizo una pausa—. Hoy no te puedo explicar mucho más. Aprenderás. A decir verdad, yo también estoy aprendiendo. Nunca tracé un gran plan sino que me abrí paso a tientas, y sigo haciéndolo. Quizás esto se desmorone o se deteriore. Pero quién sabe…, no puedo preverlo. El liderazgo de una inmortal debería ser importante, pero aún no sé cómo utilizarlo. Sé que no nos conviene llamar mucho la atención.

—¿Puedes hacerlo?

—Podemos intentarlo. El «podemos» te incluye a ti, espero. —Laurace llenó su copa de vino—. Brindemos por el mañana.

Clara participó en el brindis pero con ciertas reservas.

—¿Tienes planes para… el futuro?

—Muchos —respondió Laurace—. Y tú puedes intervenir. Ahorras tu dinero, ¿verdad? Bien, nuestra organización tiene problemas financieros. Necesitamos capital para operar. Hay grandes oportunidades. Por ejemplo, desde el crack las acciones están a precios bajísimos.

—Porque hay una depresión. Creí que habías abandonado el mercado.

Laurace rió.

—Si hubiera previsto lo que ocurriría hace dos años en octubre, habría vendido en el momento oportuno y hoy sería dueña de Wall Street. Pero no soy bruja, ni pretendo serlo, y he aprendido a ser cauta. Eso no significa que sea tímida ni tonta. Mira, las depresiones no duran para siempre. La gente siempre querrá hogares, coches, cosas buenas y sólidas; tarde o temprano volverá a tener poder adquisitivo. Quizá tardemos cincuenta años en obtener ganancias, pero los inmortales pueden esperar.

—Entiendo. —La cara de Clara se iluminó—. De acuerdo…, con esas expectativas, también yo puedo esperar cincuenta años.

—No es preciso. Los tiempos están cambiando.

—Lo que quieren los hombres no cambiará.

—No, aunque quizá las leyes cambien. No importa. Clara, líbrate de esa sórdida ocupación en cuanto puedas.

—¿Para qué? ¿Qué otra cosa puedo hacer? No sé nada excepto… —Con turbada resolución—: No seré un parásito. De ningún modo.

—Oh no —respondió Laurace—. No aceptamos parásitos. Además del dinero que aportes, te ganarás tu mantenimiento. Quizá no sepas valorarla aún, pero tienes una experiencia de mil cuatrocientos años, con la sagacidad y la intuición que eso significa. Quizá la tuya sea una sabiduría amarga, pero la necesitamos.

—¿Para qué?

—Para construir nuestra fuerza.

—¿Eh? Aguarda, has dicho…

—He dicho que no me propongo derrocar al gobierno ni adueñarme del país, nada tan estúpido ni efímero como eso —declaró Laurace—. Mi meta es exactamente la contraria. Quiero construir algo tan fuerte que nos permita decir «No» a los esclavistas, a las turbas de linchamiento y a los dueños del estado.

»Unos hombres capturaron a mi padre, se lo llevaron con cadenas y lo vendieron. Me persiguieron cuando escapé, y me habrían atrapado si otros hombres no hubieran desobedecido la ley. Hace unos años, dispararon al hombre que amaba sólo por brindar un placer que según ellos nadie debía disfrutar. En cierto modo tuvo suerte. Pudo haber muerto antes, en esa guerra inútil. Podría continuar, pero ¿para qué? Tú podrías decir más, pues has vivido mucho más tiempo.

»¿De dónde viene tanta muerte y desdicha, por qué unos hombres dominan a otros?

»No me confundas. No soy anarquista. Los seres humanos están hechos de tal modo que unos pocos siempre gobernarán a muchos. A veces tienen buenas intenciones, a pesar de todo. Creo que los fundadores de Estados Unidos las tenían…, pero eso no sobrevive mucho tiempo.

»Quienes deseamos nevar nuestra propia vida sólo hallaremos cierta seguridad parcial creándola desde nuestro interior. Unidad. Perseverancia. Los medios para ser independientes de los poderosos. Sólo guiando a los pobres y desamparados hacia esta meta, podemos los inmortales ganarla para nosotros. ¿Estás conmigo?

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