Desde lejos no parecía que hubiera pasado medio siglo. Los picos nevados relucían contra un inefable azul y parecían palpables en la claridad, aunque estaban a setenta kilómetros.
Una carretera angosta trepaba serpeando entre oscuros cedros y nudosos árboles frutales silvestres donde brincaban algunos monos. Después del bosque venían prados salpicados de rocas, intensamente verdes después de las lluvias. Las ovejas y vacas pastaban entre losas de piedra. Diminutas terrazas talladas en las paredes del valle daban maíz, amaranto, alforfón, cebada, patatas. El sol del atardecer arrojaba un fantasma purpúreo sobre las alturas del valle, mientras intrincadas sombras se alargaban sobre las arrugas del terreno. El aire olía a hierba y glaciares.
Cuando la muía llegó cerca de la aldea, Peregrino notó cuántos cambios había en realidad. La mayoría de las casas nuevas no eran de piedra con techo de arcilla sino de madera, de dos o tres pisos, con galerías talladas y pintadas; parecían chalets suizos, una verdadera curiosidad a tan poca distancia del Himalaya. De una casa salían cables. Debía de albergar un generador. Y los tanques de combustible de fuera también aprovisionaban un maltrecho camión. Una antena parabólica servía a varios televisores comunitarios. La gente aún era bhutia, esencialmente tibetana. Los hombres usaban la tradicional chaqueta larga de lana, y las mujeres la túnica con mangas; pero Peregrino vio zapatillas deportivas y téjanos, y se preguntó cuántas personas respetarían aún la mezcla de budismo, hinduismo y animismo que había constituido la fe de sus padres.
Pastores y peones se congregaron para saludarlo, y pronto salieron los que estaban en las casas. Gritaban de entusiasmo. Cada visita del exterior era un acontecimiento, y este recién llegado era extraordinario. Sus dos asistentes eran gurjas, caras conocidas, guías que manejaban los animales y le daban asistencia, pero él era un extraño, vestido como hombre blanco pero con cara ancha y tez bronceada, la nariz protuberante pero el pelo y los ojos semejantes a los de ellos.
Una mujer arrugada y desdentada hizo un abrupto signo contra el mal y se metió en una casa. Un hombre, igualmente viejo, contuvo el aliento antes de inclinarse en una reverencia. Recordaban la visita anterior, y Peregrino lo sabía cuando ellos eran niños y él era igual que ahora.
El gurja de más edad habló con otra mujer, grande y fuerte, que debía de ser una especie de alcalde. La mujer habló con los aldeanos, imponiendo cierta calma. Todos se reunieron alrededor de los viajeros, callando o murmurando, mientras éstos enfilaban hacia una vivienda del linde norte de la aldea.
Esta casa de piedra y madera estaba igual que antes. Seguía siendo la más grande, y sus líneas tenían una gracia exótica. El vidrio de las ventanas relucía. Las sendas de grava serpeaban entre los arbustos, árboles enanos, bambúes y piedras de un pequeño y exquisito jardín. Los criados pertenecían a una nueva generación, pero no el hombre y la mujer que salieron a la veranda.
Peregrino se apeó. Lentamente, ante las miradas de asombro y el silencio, subió la escalinata. Se inclinó ante la pareja, que devolvió el gesto con similar gravedad.
—Bienvenido —dijo el hombre…
—Infinitamente bienvenido —dijo la mujer.
Él era chino, de cuerpo fornido y cara chata e inocente. Ella era japonesa, proporcionada y menuda, alerta como un gato bajo la estudiada serenidad. Ambos usaban túnicas simples, aunque de fina tela.
Habían hablado en nepalés, un idioma que Peregrino conocía muy poco.
—Gracias —respondió en chino mandarín—. He regresado, tal como prometí. —Sonrió—. Esta vez me he tomado el trabajo de aprender un idioma que sabéis.
—Cincuenta años —suspiró la mujer, en esa lengua—. No podíamos estar seguros, sólo esperar intrigados.
—Al fin, al fin —dijo el hombre con voz trémula. Alzó la voz en el dialecto de la tribu—. Les dije que celebraríamos una fiesta de alegría mañana —explicó—. Nuestros criados cuidarán de tus hombres. Por favor entra en casa, donde podremos estar solos y honrarte debidamente… eh…
—John Wanderer —dijo el americano. Juan Peregrino.
—Vaya,, así te llamabas antes —dijo la mujer.
Peregrino se encogió de hombros.
—¿Qué diferencia hay, después de tanto tiempo y en un país extranjero? Me agrada el nombre, y lo adopto una y otra vez, y en ocasiones adopto otra versión del mismo. ¿Quiénes sois ahora?
—¿Qué importa ya? —exclamó el hombre con voz gutural—. Somos lo que somos, juntos para siempre.
Conferenciaron en una sala agradable, con mobiliario chino y una variedad de objetos en anaqueles.
La pareja había vivido muchas peripecias antes de construir este hogar. Eso había sido en 1810, por lo que Peregrino deducía del calendario que empleaban. Luego se habían ausentado de cuando en cuando durante años consecutivos, para supervisar los negocios que los mantenían prósperos y comprar recuerdos. Éstos incluían libros; Tu Shan se interesaba principalmente en la artesanía, pero Asagao era una lectora ávida.
En presencia de otro inmortal, optaron por evocar esos antiguos nombres. Era como si hubieran cogido una agarradera; ahora que su mundo se desmoronaba una vez más.
No obstante, la alegría superaba la angustia.
—Teníamos grandes esperanzas de que fueras lo que parecías ser —dijo Asagao—. Grandes esperanzas. Un final para nuestra soledad. La existencia de otros de nuestra especie da sentido a nuestra vida. ¿No es así?
—Lo ignoro —replicó Peregrino. Además de ti, mi amigo y yo sólo sabemos de uno que está con vida, y rehúsa asociarse con nosotros. Quizá seamos meros fenómenos. —Cogió una taza y bebió un sorbo del picante chong local, seguido por un sorbo de té. Se sintió reconfortado.
—Sin duda estamos en la tierra por una razón, por misteriosa que sea —insistió Asagao—. Al menos, Tu Shan y yo hemos intentado tener algún propósito al margen de la supervivencia.
—¿Cómo nos hallaste hace cincuenta años? —le preguntó el hombre con tono pragmático.
Entonces había sido imposible conversar de veras, pues todo estaba filtrado por un intérprete a quien Peregrino no quería revelar el sentido de las palabras que traducía. Sólo pudo hacer insinuaciones. Pronto intuyó que ellos captaban su intención y hacían lo mismo. Aclararon que no deseaban marcharse, pero no lo invitaron a prolongar su estancia. Aun así fueron muy corteses, y cuando se arriesgó a asombrar al guía sugiriendo que regresaría dentro de cincuenta años, la pareja respondió con un temblor de ansiedad. Hoy todos sabían qué eran.
—Siempre fui inquieto y nunca me agradaron las ciudades, pues nací como hombre de la pradera —contó Peregrino—. Después de la Primera Guerra Mundial recorrí el mundo. Mi amigo Hanno (usa varias identidades, pero entre nosotros es Hanno) amasó una fortuna en Estados Unidos y me dio mucho dinero con la esperanza de hallar a alguien como nosotros. Nepal no era de fácil acceso en esos días, pero supuse que por esa misma razón podría albergar a tales personas. En Katmandú oí rumores acerca de una pareja de las tierras altas que vivía una existencia recluida entre aldeanos a quienes beneficiaban y educaban. La consideraban sagrada, aunque el hombre y la mujer no se privaban de ciertos lujos. Se contaba que cuando envejecían se marchaban en peregrinación, y el hijo de ambos regresaba con una esposa para reemplazarlos. Imaginad cómo me atrajo esa historia.
Asagao rió.
—Desde luego, las cosas nunca fueron tan simples. Nuestra gente no es tonta. Alienta esos rumores porque eso es lo que deseamos, pero sabe muy bien que somos nosotros quienes regresamos. No nos teme ni nos envidia, pues está en su naturaleza aceptar diversos destinos en la vida. Sí, para estas personas somos sagrados y poderosos, pero también somos amigos. Buscamos mucho para hallar un hogar como éste. —Además —gruñó Tu Shan—, no les interesa tener una invasión de adoradores, buscadores de curiosidades y recaudadores de impuestos. Aun así, tenemos varios visitantes por año, y más últimamente. Circulan ciertas historias. Sólo nuestro alejamiento nos protege…
Peregrino asintió.
—Yo habría ignorado esas historias si no hubiera estado alerta. Pero de todos modos el mundo moderno parece avanzar cada vez más.
—No podemos abstenernos de traer lo que es bueno —murmuró Asagao—. Educación, medicina, conocimientos, todo lo que alivie estas vidas difíciles sin corromperlas.
—Habría pasado de cualquier modo, ¿no creéis? —apuntó Peregrino con tristeza—. Estáis perdiendo el control, ¿verdad?
—Creo que con el tiempo nos estamos volviendo más extraños, contestó Tu Shan—. Y están los inspectores del rey. Por mucho que nos buscaran antes, no hacían tantas preguntas.
—Sabemos que el país está cambiando, el mundo entero está trastornado —suspiró Asagao—. Este lugar nos ha sido grato, pero reconocemos que ahora hemos de desaparecer para siempre de él.
—Si no, daos a conocer —añadió en voz baja Peregrino—. ¿Es eso lo que queréis? Si es así, decírmelo. Me voy mañana, y en América cambiaré mi nombre—. Evitó pronunciar los nombres modernos de Hanno.
—Hemos pensado en ello —admitió Tu Shan—. En el pasado, en ciertas ocasiones, no fingimos. —Hizo una pausa—. Pero siempre ocurría entre el campesinado y siempre podíamos retirarnos y escondernos cuando amenazaba el peligro. Ya no estoy seguro de que podamos seguir haciéndolo.
—No una vez os hayan descubierto. Os localizarán si lo intentáis, pues actualmente cuentan con muchos medios de persecución. Después seréis esclavos. Bien alojados y alimentados, sin duda, pero no recuperaréis la libertad y para ellos seréis como animales de estudio.
—¿ Será realmente así de malo?
—Eso me temo —dijo Asagao, y añadió dirigiéndose a Peregrino—: Tu Shan y yo hemos hablado mucho acerca de esto. El rey de Nepal nos tratará con amabilidad, como a sus animales domésticos, pero ¿qué pasará si la China Roja y los rusos requieren nuestras personas?
—Conservar al menos vuestra libertad —les instó Peregrino—. Podréis proclamaros cuando lleguen tiempos más propicios, pero no creo que éstos lo sean, y una vez hayáis actuado, no tendréis elección.
—¿Significan tus palabras que debemos acompañarte?
—Así lo espero, o al menos que me sigáis pronto. Hanno cuidará de vosotros: tiene el poder de obtener cuanto necesitéis, y su poder es grande.
—Podríamos irnos —dijo despacio Asagao—. Como te dije, sabemos cuánta gente se desplaza en la actualidad, y las noticias brincan miles de kilómetros. Hemos visto pasar extranjeros y notamos que les llamábamos la atención. Sentimos la presencia cada vez mayor del gobierno. Así que en las últimas décadas estuvimos aprestándonos, como tantas veces en el pasado. Hemos resuelto no tener hijos en ese período. Nuestros últimos hijos ya son independientes (siempre los criamos en otra parte) y nos creen muertos. Nunca les aclaramos quiénes éramos. —Hizo una mueca—. Les habría dolido demasiado.
—¿Entonces los hijos de dos inmortales son mortales? —susurró Peregrino. Ella asintió. Él meneo la cabeza dolorosamente—. Bien, Hanno y yo a menudo nos habíamos hecho esa pregunta.
—Detesto irme —rezongó Tu Shan.
—Algún día tendremos que hacerlo —respondió Asagao—. Lo sabíamos desde el principio. Ahora al fin podemos contar con refugio, compañerismo, ayuda. Cuanto antes mejor.
Él se movió en la silla.
—Aún tengo cosas que hacer. Nuestros aldeanos nos echarán de menos, y nosotros a ellos.
—La muerte siempre nos arrebató a quienes amábamos. Recordemos a éstos como están hoy, vivos. Que el recuerdo de nosotros se diluya lentamente en una leyenda que nadie más creerá.
El crepúsculo azulaba las ventanas.
Corinne Macandal, Mama-lo de la Unidad, conocida como hija de Laurace, la fundadora, dejó de caminar cuando entró Rosa Donau. Las dos mujeres se quedaron una frente a la otra por un instante.
La sala victoriana tenía las cortinas cerradas y la luz era tenue; los ojos resplandecían con más brillo que el cristal y la plata. El silencio pesaba en el aire, agudizado por el rumor del tráfico de la calle.
—Lamento llegar tan tarde —dijo al fin Rosa—. Salí unas horas. ¿Es mal momento? El mensaje del contestador telefónico decía que viniera enseguida, sin llamarte.
—No, hiciste bien —dijo Corinne.
—¿Qué ocurre? Pareces muy tensa.
—Lo estoy. Ven. —La mujer negra condujo a la blanca a la cámara contigua, donde nadie se atrevía a entrar sin autorización. Corinne ignoró los objetos arcanos y fue directamente a la mesilla. Rosa se volvió hacia el altar y se tocó la frente, los labios, el pecho. Había pasado demasiados siglos invocando santos y aplacando demonios para estar segura de que las cosas llamadas sagradas no albergaran un verdadero poder.
Corinne cogió una revista que estaba abierta sobre la mesilla. Se la dio a la otra y señaló.
—Lee eso —ordenó.
También allí la luz era opaca. Se trataba de una publicación erudita y respetable, como Smithsonian o National Geographic. Corinne señaló un anuncio. Bajo el encabezamiento ESTUDIOS DE LONGEVIDAD había cuatro columnas de texto. El formato era austero, las palabras discretas; la mayoría de las personas que lo leyeran lo hallarían anodino, sólo interesante para los especialistas. Rosa leyó:«… individuos muy longevos con excelente salud…, los jóvenes con perspectivas de longevidad son de similar interés…, estudios científicos…, experiencia directa de hechos históricos…»
Le temblaron las manos.
—Otra vez no —jadeó.
Corinne empezó a hablar, calló, la miró intensamente. Al fin se limitó a preguntar:
—¿Cómo lo interpretas?
Rosa dejó la revista y miró la cubierta.
—Tal vez no sea nada —murmuró—. Es decir, sólo lo que dice…, alguien que desea examinar a gente de edad y hablar con ella…, o que podría alcanzar mucha edad.
—¿Cuánta edad?
Rosa alzó los ojos.
—¡No puede aludir a nosotras! —exclamó—. Hay científicos que tratan de investigar el envejecimiento, ¿sabes?
Corinne meneó la cabeza.
—El modo de redactar las frases me hace pensar que es otra cosa. ¿Y de qué otra manera intentarían los inmortales ponerse en contacto con otros como ellos?
—Podría ser un engaño. O una trampa —replicó Rosa con desesperación—. No escribas a ese apartado de correo, Laurace. Tenemos mucho que perder.
—O que ganar. ¿De qué tienes miedo?
—De lo que podría ocurrimos. Y nuestro trabajo, todo lo que hacemos. —Rosa señaló las cortinas de las ventanas con un gesto crispado—. La Unidad se desmembraría. ¿Qué será de todos los que confían en nosotras?
Corinne miró en la misma dirección como si atravesara con los ojos el pantano de decadencia donde esta casa se erguía como una isla.
—No sé si aún seguimos haciendo algo.
—Pues sí, sí. Salvamos a algunos, al menos. Si contamos a alguien lo que somos será el fin. Nada volverá a ser igual.
Corinne miró a Rosa, se tensó y arremetió.
—Ya has visto algo parecido, ¿verdad?
—No. —La siria agitó las manos—. Es decir…
—Se te nota. Está escrito en ti. Ninguna de nosotras ha sobrevivido sin dominar el lenguaje corporal. Habla, por Dios o… me pondré en contacto con ese Willock.
Rosa tiritó. Su resistencia se derrumbó. Se enjugó las lágrimas.
—Lo lamento. Sí, vi algo. Fue hace tanto tiempo que lo había olvidado. No resultó nada de ello, así que no le di importancia. Hasta ahora.
—¿Cuándo? ¿Dónde?
—En los periódicos. No recuerdo la fecha, pero fue poco después de la guerra. La Segunda Guerra Mundial.
—Hace cincuenta años.
—¿Hace exactamente cincuenta años? Continúa.
——Bien, era un anuncio similar. No idéntico, pero…, bien, es extraño.
—¿Y no dijiste nada? Nunca lo mencionaste.
—¡Tuve miedo! —chilló Rosa—. ¡Como ahora! —Se desplomó en una silla, se hundió en la piel de cebra, lloró.
Al cabo de un rato Corinne se le acercó, se inclinó, le rodeó los hombros encorvados y le apoyó la mejilla en la cara.
—Entiendo, querida Aliyat —murmuró—. Hacía muy pocos años que estabas conmigo. Al fin habías entrevisto algo bueno, una esperanza. Al cabo de tantos siglos espantosos… Sí, claro que temías un cambio, y aquí el cambio habría sido imprevisible. Oh, te perdono. Hasta es posible que tuvieras razón.
Se enderezó.
—Aun así —murmuró—, ese intervalo de cincuenta años es un fuerte indicio de la presencia de otro inmortal. No se arriesgaría a realizar una campaña continua. Los demás empezarían a intrigarse. Nuestra especie tiene tiempo, y aprende la paciencia.
—No sabes cómo son —insistió Rosa—. Podrían ser malos. Te dije que conocí a dos hombres y…, bueno, no nos llevamos bien. Si aún están vivos, si están detrás de esto, los creo capaces de todo.
Corinne habló con brusquedad.
—Deduzco que los transformaste en enemigos. Será mejor que recobres la compostura y expliques de una vez por todas qué sucedió exactamente. —Agitó la mano—. Aunque no hoy, alterada como estás. Y…, sí, claro, debemos ser cautas. Veré qué puedo descubrir sobre el señor Willock antes de decidir si me pondré en contacto con él… Y, en tal caso, cómo lo haré. Suavizó el tono:
—Entretanto, no te preocupes demasiado, querida. Tenemos recursos de los que no te hablé en detalle. Ocultar cosas se transforma en hábito, ¿verdad? Además, esos asuntos no incumben a tu métier. Pero con los años he establecido mis propios contactos, entre ellos algunas personas en posiciones clave. No seremos pasivas —dijo con voz resonante—. ¿Ya no estamos solas? Entonces tenemos que reclamar nuestro lugar en el mundo, o prepararnos para defender lo que es nuestro.
El inspector de impuestos hojeó los papeles y frunció el ceño.
—Creo que deberíamos ver a su cliente en persona —insistió.
—Pero ya he dicho que el señor Tomek está de vacaciones en el extranjero —dijo Hanno con estudiada crispación—. Le he mostrado mi credencial de apoderado.
—Sí, sí. Sin embargo… Naturalmente, usted puede acompañarlo, señor Levine, si él desea la presencia de un abogado.
—¿Por qué? ¿Tiene usted razones para sospechar mala fe? Le aseguro que cada detalle de sus empresas está en orden. ¿Acaso no he respondido a todas las preguntas de usted en estas dos horas?
—Apenas hemos comenzado, señor Levine. Nunca he visto tamaña red de transacciones y acuerdos entrelazados.
—Investíguelos. Si encuentra usted algo ilegal me sorprenderá, pero estaré a su disposición. —Hanno recobró el aliento—. El señor Tomek es un anciano. Se ha ganado un largo descanso y los placeres que le permite la edad. No creo que usted tenga motivos legales para citarlo y, si lo intenta, elevaré una protesta formal apelando a las más altas jerarquías. —Lo cual implicaba: Tus superiores no te darán las gracias por esto.
Joven mercenario, decía la actitud del inspector, que al cabo agachó la cabeza cana. Por un instante, Hanno sintió piedad. Qué mal modo de pasar las pocas décadas valiosas que la naturaleza concedía, hostigando a la gente en sus empresas, barajando papeles, con apenas una sombra de la pasión que motivaba al entrometido de la aldea, al inquisidor religioso, al agente de la policía secreta estatal.
Hanno desechó esas ideas: Me está haciendo perder la tarde, y sí, sin duda los fastidios apenas comienzan.
—No hay rencores —dijo con estudiado tono conciliatorio—. Usted debe cumplir con su deber. Y nosotros cooperaremos. Pero… —una risa forzada—, le garantizo que no ganará ninguna comisión con esto.
El auditor sonrió amargamente.
—Admito que usted me ha dado todo lo necesario para efectuar una revisión preliminar. Comprenda que no acusamos a nadie. Sería fácil cometer errores honestos en este… enredo.
—El personal del señor Tomek es muy minucioso. Si usted ya no me necesita por hoy, le dejaré hacer su trabajo.
Debía estar más tranquilo, tanto por dentro como por fuera, pensó Hanno al marcharse. Sólo debía temer una pequeña molestia, ya que los asuntos de Charles Tomek eran defendibles de veras. Cada uno de los pasos por los cuales una suculenta renta de millones se transformaba en una renta imponible de cientos de miles era legal. Que el Servicio de Renta Interna empleara todo su arsenal. No sólo los gobiernos usaban ordenadores. Los seres humanos también. Y Washington aún no tenía impuesto de renta. Ése era uno de los motivos por los cuales Hanno se había mudado a Seattle. Por otra parte, no había desperdiciado la tarde. Temiendo eso, no había fijado otros compromisos; aún podía disfrutar de ese día de verano.
No obstante, la entrevista le molestaba. Sabía por qué. Me lo han estropeado, pensó. En un tiempo éste era un país libre. Oh, siempre supe que no podía durar, que también aquí las cosas debían volver a la norma: amos y esclavos, aunque usen otros nombres. Y hasta ahora gozamos de mayor felicidad de la que nunca hubo en la mayor parte del mundo. Pero, demonios, la democracia moderna cuenta con tecnología para controlarnos mucho más que César, Torquemada, Solimán o Luis XIV.
Suspiró en el ascensor, reprimiendo el deseo de fumar, aunque estaba solo. Al margen de las leyes que se multiplicaban como pulgas, debía consideración a los pulmones de los pobres y vulnerables mortales. Había reducido su imponibilidad tanto como podía. Un hombre que vivía en determinado país debía aportar una contribución legítima para el mantenimiento y la defensa. Todo lo demás era extorsión.
Peregrino no está de acuerdo, reflexionó Hanno. Habla de necesidades humanas, biosfera amenazada, misterios científicos, y dice que es romanticismo suponer que la empresa privada puede hacerse cargo de todo. Sin duda tiene cierta razón. ¿Pero dónde se traza el límite?
Tal vez he andado demasiado y eso me ha creado prejuicios. Pero recuerdo, por ejemplo, esas gloriosas obras públicas que el gobierno emprendía en Egipto, siglo tras siglo, y cuánto beneficiaban al pueblo: pirámides, estatuas de Ramsés II, tributo en granos para Roma, la presa de Asuán. Recuerdo las tiendas que cerré, los nombres y mujeres sin empleo, desalentados por regulaciones y exigencias burocráticas.
Llegó al centro. Un viento fuerte y frío traía aromas de agua salada junto con la pestilencia de los automóviles. El cielo derramaba la luz del sol. Las multitudes trajinaban. Un músico callejero tocaba una melodía que, a juzgar por su semblante, le agradaba. El viento agitaba la falda de una deliciosa muchacha, un espectáculo tan magnífico como la vieja Gloria y su báculo encima de un edificio. Esa vitalidad reanimó a Hanno.
Por un minuto, pensó en cuestiones prácticas. Pronto tendría que librarse de Charles Tomek. Muerte y cremación en el exterior, viudo, sin hijos, el patrimonio legado a diversos individuos y ciertas fundaciones… Con el tiempo, el abogado favorito de Tomek también tendría que perderse de vista. Eso sería más sencillo; en Estados Unidos debía de haber cientos o miles de hombres con el nombre Joseph Levine. Y las identidades adicionales en otros cuatro países, desde director de revistas hasta jornalero, sí, todas requerían atención. Las que había creado como escapatorias, mero camuflaje, por si un día las necesitaba, aún debían de ser seguras. Otras estaban destinadas a la diversificación, para que él pudiera llevar a cabo sus empresas e inversiones sin llamar la atención más de la cuenta; y algunas de ellas, como Tannahill, estaban llamando la atención. ¿Cuánto tiempo podría continuar esa danza?
¿Cuánto tiempo deseaba continuarla? Entendía que su rencor contra el Estado moderno derivaba en gran medida de la invasión de la intimidad; y la intimidad, como la libertad, era una idea nueva y frágil. Demonios, él era un marino, quería una cubierta bajo los pies. Pero durante casi todo el siglo veinte sólo había podido operar, si mantenía el secreto, en oficinas, mediante el correo y el telégrafo y el teléfono y el ordenador, buscando ganancias de papel, en una situación no mucho mejor —salvo por sus yates, mujeres, fiestas, lujos, viajes y la búsqueda que le obsesionaba— que el pobre publicano, su enemigo.
¿Con qué finalidad? ¿Riqueza? Era el camino fenicio hacia el poder. ¿Pero cuánto poder podría utilizar? No había dinero capaz de anular una cabeza nuclear. A lo sumo, le conseguiría refugio para él y los suyos, y los medios para comenzar de nuevo una vez que se asentaran las cenizas. Para eso bastaban uno o dos millones de dólares. Entretanto, ¿por qué no cerrar sus empresas por diez años, hacer vacaciones mientras esa civilización durase? ¿Acaso no las merecía? ¿Pero querían eso sus camaradas? Esos tres eran tan vehementes, cada cual a su modo. Y, desde luego, en cualquier momento esa búsqueda renovada podía dar con otros. O quizá no sucediera nada.
El viento arreció. De pronto Hanno lo acompañó con una sonora carcajada, ignorando las miradas de asombro. Quizá su vida a través de la historia lo hubiera vuelto un poco paranoico, pero había aprendido que cada hora de libertad era un don precioso que se debía saborear plenamente y almacenar donde no pudieran irrumpir ladrones. Una bella tarde y una velada le habían caído en las manos. ¿Qué hacer con ellas?
¿Un trago en el bar de la Aguja Giratoria? La vista de las montañas y el agua era incomparable, y Dios sabía cuándo tendrían otro día claro. No. Esa entrevista lo había puesto de ánimo introspectivo. Necesitaba compañía. Natalia aún estaba en el trabajo, negándose orgullosa y sabiamente a permitir que él la mantuviera. Tu Shan y Asagao estaban en Idaho, Peregrino en las Olimpíadas, en uno de sus viajes con mochila. Podía entrar en Emmett Watson's para disfrutar de una cerveza, unas ostras y el ambiente de camaradería… No, el peligro de toparse con un poetastro era muy grande. Bromas aparte, no sentía ganas de charlar con alguien a quien no vería de nuevo.
Quedaba una sola posibilidad; y hacía tiempo que no visitaba el laboratorio de Giannotti. No podía haber ocurrido nada espectacular, de lo contrario se lo habrían notificado, pero siempre resultaba interesante recibir un informe personal.
Al tomar esa decisión, Hanno ya había llegado al aparcamiento donde esperaba el Buick registrado a nombre de Joe Levine. Pensó en ir directamente a su destino. Sin duda nadie lo seguiría. Pero podía ocurrir un accidente, y la inmortalidad transformaba la cautela en hábito. Más aún, se proponía terminar el día con Natalia, de modo que enfiló en medio del tráfico hacia el apartamento de Levine, cerca del Distrito Internacional. Tenía un aparcamiento propio. En el apartamento abrió una caja de caudales oculta y cambió los documentos de Levine por los de Robert Cauldwell. Un taxi lo llevó hasta un garaje público donde Cauldwell alquilaba una plaza. Entró en su Mitsubishi, y regresó a la calle.
Le gustaba mucho más esa máquina de zumbido ronroneante. Demonios, parecía que tan sólo ayer Detroit fabricaba los mejores coches que se podían comprar por ese precio.
Se dirigió a un simple edificio de ladrillos, un depósito reformado, en un sector de industria ligera entre el Lago Verde y el campus de la Universidad. Una placa de bronce anunciaba en la puerta: INSTITUTO RUFUS. A los curiosos se les informaba que el señor Rufus había sido un amigo del señor Cauldwell, un dueño de astilleros que subsidiaba este laboratorio para investigaciones científicas fundamentales. Con eso quedaban satisfechos. El trabajo que se efectuaba allí les interesaba mucho más, pues enfatizaba la citología molecular y el esfuerzo para descubrir por qué envejecían los seres vivientes.
Había sido un modo elegante de que Cauldwell se librara de sus propiedades y se retirase al anonimato. Dos identidades de magnate eran demasiadas ahora que el gobierno se inmiscuía tanto. Tomek ganaba más dinero y dejaba menos rastros. Además, esto podía ofrecer una esperanza… El director Samuel Giannotti estaba ante el banco del laboratorio. El personal era reducido pero selecto, la administración era mínima y manejable, y Giannotti podía dedicarse a sus estudios. Cuando llegó Hanno, el científico se tomó tiempo para concluir el experimento antes de escoltar al fundador hasta la oficina. Era una habitación llena de libros, tan desaliñada como ese personaje corpulento y calvo. Había una silla giratoria para cada uno. Giannotti tomó whisky de un mueble bar, hielo y soda de una nevera, y preparó tragos mientras Hanno encendía la pipa.
—Ojalá dejaras esa cosa pestilente —dijo Giannotti con voz cordial, sentándose en el crujiente asiento—. ¿Quién te la dio? ¿El rey Tutankamón?
—Él fue anterior a mi época —contestó Hanno—. ¿Te molesta? Sabía que habías dejado de fumar, pero no creía que adoptaras la actitud evangelizadora de muchos ex fumadores.
—No, en mi profesión uno se habitúa a los malos olores.
—Bien. ¿Cómo decía Chesterton?
—«Si hay algo peor que el moderno debilitamiento de la gran moral, es el moderno fortalecimiento de la pequeña moral.» —Citó Giannotti, que era un devoto—. O, en el mismo ensayo: «El gran riesgo de nuestra sociedad es que todo su mecanismo se puede volver más fijo a medida que su espíritu se vuelve más inconstante». Aunque rara vez te preocupas en voz alta por la moral o el espíritu.
—Tampoco por la provisión de oxígeno…
—Obviamente.
—… ni por otras necesidades de la supervivencia. No me molestaría tanto que nos dirigiéramos hacia una nueva era puritana si el puritanismo se interesara en cosas importantes. —Hanno sacó una cerilla y encendió el tabaco.
—Bien, yo me preocupo por ti. Tu cuerpo se ha recobrado de traumatismos que habrían liquidado a cualquiera de nosotros, comunes mortales, pero eso no significa que tu inmortalidad sea absoluta. Una bala o una dosis de cianuro te despacharían igual que a mí. No estoy convencido de que tus células puedan soportar para siempre ese insulto químico.
—Los fumadores de pipa no inhalan, y para mí los cigarrillos son tante de mieux. —Hanno enarcó las cejas—. Aun así…, ¿tienes razones científicas firmes para fundamentar lo que has dicho?
—No —admitió Giannotti—. Aún no.
—¿Qué has descubierto últimamente?
Giannotti bebió un sorbo.
—Tuvimos noticias sobre un trabajo interesante eh Gran Bretaña. Fairweathen de Oxford. Parece que el ritmo al cual el ADN celular pierde grupos de metilo está correlacionado con la longevidad, al menos en los animales que se han estudiado. Jaime Escobar se dispone a investigar esta cuestión. Yo examinaré células tuyas desde ese punto de vista, con especial referencia a la glícosilación de proteínas. Con discreción, desde luego. Necesito material fresco de vosotros cuatro, sangre, piel, muestra de tejido muscular para una biopsia, para iniciar nuevos cultivos con ese propósito.
—Cuando quieras, Sam. ¿Pero qué significa esto, con exactitud? —Querrás decir: «¿Qué puede significar esto, vagamente?» Hasta ahora sabemos poco. Bien, trataré de sintetizarlo, pero tendré que repetir cosas que ya he dicho.
—Está bien. Soy totalmente lego. Mis hábitos de pensamiento básicos se formaron a principios de la Edad de Hierro. En cuestiones científicas, no me viene mal una repetición.
Giannotti se inclinó hacia delante, apasionado por su investigación.
—Los británicos no están seguros. Quizá la desmetilación se deba al daño acumulativo sufrido por el ADN, quizá la enzima metilasa se vuelva menos activa con el curso del tiempo, quizá sea otra cosa. En cualquier caso, ello puede derivar en el deterioro de mecanismos que antes impedían la expresión de otros genes, aunque por ahora esto es sólo una sugerencia. Tal vez esos genes queden en libertad para producir proteínas que tienen efectos deletéreos sobre otros procesos celulares.
—Los pesos y contrapesos se desmoronan —murmuró Hanno a través de una densa nube de humo azul.
—Probablemente, pero esa afirmación es tan vaga y general que resulta inútil. Es casi una tautología. —Giannotti suspiró—. Pero no creas que aquí tenemos mucho más que una pieza del rompecabezas, si la tenemos siquiera. Y es un rompecabezas en tres dimensiones, o cuatro, o n, en un espacio no necesariamente euclidiano. Por ejemplo, tu regeneración de partes tan complejas como los dientes implica algo más que estar libre de la senectud. Implica retención de la juventud, incluso características fetales, no en la mera anatomía sino tal vez en el nivel molecular. Y tu fantástico sistema de inmunidad debe de estar conectado de algún modo.
—Sí —asintió Hanno—. El envejecimiento no es una sola cosa. Es un complejo de diversas… enfermedades, todas con síntomas similares, como la gripe o el cáncer.
—No creo que sea así —replicó Giannotti. Habían conversado varias veces sobre el tema, pero el fenicio tenía razón en insistir. Debía de haber obtenido un apabullante conocimiento sobre sí mismo, pensaba a veces Giannotti—. Parece haber un factor común, en el caso de cada organismo mortal con más de una célula, y quizá también en los unicelulares, aun en los procariotes y virus… pero no sabemos cuál. Quizá el fenómeno de la desmetilación nos dé una pista. En todo caso, ésta es mi opinión. Admito que mis fundamentos son más o menos filosóficos. Siendo biológicamente fundamental, la muerte tendría que figurar en la trama de la evolución, virtualmenté desde el comienzo.
—Aja. Una ventaja para la especie, o mejor dicho, la línea de descendientes. Eliminar las viejas generaciones, crear espacio para el cambio genético, permitir el desarrollo de tipos más eficaces. Sin muerte, aún seríamos trozos de gelatina en el mar.
—Tal vez haya algo más. —Giannotti meneó la cabeza—. Pero no puede ser todo. No explica que los humanos sobrevivan a los ratones por un orden de magnitud, por ejemplo. Ni las especies que viven indefinidamente, como el Pinus aristata. —Sonrió con fatiga—. No, lo más probable es que la vida se haya adaptado al hecho, aprovechándolo del mejor modo posible, de que tarde o temprano, de un modo u otro, la entropía bajará el telón de sus maravillosos juegos malabares químicos. No sé si tu especie representa el próximo paso en la evolución, un conjunto de mutaciones que crearon un sistema con mecanismos de seguridad.
—Pero no lo crees, ¿verdad? —preguntó Hanno—. Nuestros hijos no son como nosotros. —No, no lo son —dijo Giannotti con una mueca fugaz—. Sin embargo, eso puede llegar. La evolución es experimental. Aunque esto suene antropomórfico —añadió—. A veces cuesta no serlo.
Hanno chasqueó la lengua.
—Cuando dices esas cosas, me cuesta admitir que seas católico y creyente.
—Esferas separadas —respondió Giannotti—. Pregunta a cualquier teólogo competente. Ojalá lo hicieras, pobre ateo solitario, —y añadió—: Lo cierto es que el mundo material y el mundo espiritual no son idénticos.
—Y sobreviviremos a las galaxias, tú y yo y todos —había dicho una vez hacia el alba, cuando habían bebido más de la cuenta—. Puedes tener una vida corporal de diez mil años, o un millón, o mil millones, pero no importarán mucho más que los tres días que tuvo un bebé prematuro. Quizá menos; el bebé murió inocente… Pero éste es un problema fascinante, y tiene potencialidades ilimitadas para todo el mundo, si podemos resolverlo. Tu existencia no puede ser un mero accidente estocástico.
Hanno no discutió, aunque prefería sus chanzas cotidianas, o las charlas directas acerca del trabajo. Al cabo de años de conocerlo, había descubierto que Giannotti era uno de los pocos a quienes podía confiar su secreto; y en este caso era posible que contribuyera a terminar con la necesidad de guardar tal secreto. Si Sam Giannotti soportaba la idea de que ciertas vidas se prolongaban durante milenios, sin contarlo ni siquiera a la esposa, a causa de una fe cuyos elementos eran tan antiguos, por lo que Hanno recordaba, como la Tiro de Hiram, que así fuera.
—Pero no importa —continuó el científico—. Lo que deseo, ahora y siempre, es lo mismo. Que me liberes de mi promesa y me permitas darme a conocer, mejor dicho, que dé a conocer lo que eres. —Lo lamento —dijo Hanno—. ¿Debo repetirte mis razones?
—Olvida esa suspicacia, por favor. No sé cuántas veces te lo he dicho: la Edad Media ha quedado atrás. Nadie te quemará por brujo. Muestra al mundo las pruebas que me mostraste a mí.
—He aprendido a no cometer actos irrevocables.
—¿Cómo hacerte entender? Estoy encadenado. No puedo decir la verdad ni siquiera a mi personal. Giramos en círculos… Si tú revelas lo que eres, Bob, descubrir el mecanismo de la inmortalidad se transformará en máxima prioridad para la raza humana. Se invertirán en ello todos los recursos. Te aseguro que saber que es posible equivale a media batalla ganada. Podrían descubrirlo dentro de diez años. ¿No comprendes que entretanto, con semejante perspectiva para todos, se extinguirían la guerra, la carrera armamentista, el terrorismo y el despotismo? ¿Cuántas muertes innecesarias puedes soportar en tu conciencia?
—Insisto, dudo que el resultado sea tan bucólico —replicó Hanno—. Aunque tres mil años de experiencia importen poco, indican lo contrario. Una revelación repentina corno ésa causaría mucho alboroto.
No era preciso repetirle cómo controlaba ese veto. Si era necesario, eliminaría las pruebas que había usado para convencer a Giannotti. Peregrino, Tu Shan y Asagao estaban habituados a seguirlo, pues era el mayor. Si uno de ellos se rebelaba —y se revelaba—, no contaría con pruebas como las que había reunido Hanno. Al cabo de cuarenta o cincuenta años de observación, la gente tomaría sus afirmaciones en serio, ¿pero por qué un inmortal pasaría tanto tiempo bajo custodia? Richelieu había tenido razón, tres siglos y medio atrás. Los riesgos eran excesivos. Si tu cuerpo permanecía joven, conservabas el fuerte afán de vivir de un animal joven.
Giannotti se hundió en la silla.
—Qué diablos, no revivamos una vieja discusión —masculló. En voz más alta—: Te pido que olvides el pesimismo y el cinismo y recapacites. Cuando todos puedan tener tu longevidad, ya no tendrás razones para ocultarte.
—Claro —convino Hanno—. ¿Por qué crees que fundé este lugar? Pero dejemos que el cambio llegue gradualmente, con aviso previo. Deja que mis amigos, el mundo y yo tengamos tiempo para prepararnos. Entretanto, como has dicho, es una vieja discusión.
Giannotti rió como un hombre que se quita un peso de encima.
—De acuerdo. Negocios y chismes. Cuéntame qué hay de nuevo.
En buena compañía, el tiempo corre.
Eran más de las seis cuando Hanno frenó ante la casa de Cauldwell.
El austero edificio de Queen Anne Hill tenía una vista magnífica. La disfrutó durante un minuto. Las lejanas montañas titilaban bajo el sol poniente, irreales como un sueño o el país de nunca jamás. Al sur, bajo la esbelta silueta de la Aguja Giratoria, la luz transformó la bahía de Elliot en plata derretida y bañó de oro las copas de los árboles. Más allá, el Rainier se elevaba al cielo, roca azul y pureza blanca. El aire era más fresco. Los ruidos del tráfico apenas eran un susurro, y un petirrojo gorjeaba melodiosamente. Sí, pensó, era un planeta encantador, un tesoro de Aladino. Lástima que los humanos lo estropearan. No obstante, planeaba quedarse allí.
Entró a regañadientes. Natalia Thurlow estaba allí, y la puerta no tenía puesto el pestillo. Ella miraba las noticias de la televisión. Una cara de mandíbula ancha y nariz ganchuda llenó la pantalla. La voz era suave y sonora:
—…Unirme a vuestra noble causa. Es la causa de los hombres y mujeres de buena voluntad en todas partes. Este despilfarro de inauditas riquezas en armas y destrucción masiva, mientras los seres humanos padecen hambre y carencias, debe terminar, y terminar pronto. Me comprometo… —La cámara retrocedió mostrando una sala atestada. En el escenario, banderas americanas y soviéticas flanqueaban a Edmund Moriarty. La bandera de las Naciones Unidas ondeaba detrás, y un banderín anunciaba COMITÉ DE CIUDADANOS COMPROMETIDOS CON LA PAZ.
—¡Por Judas! —rezongó Hanno—. ¿Quieres que vomite en nuestra preciosa alfombra nueva?
Natalia apagó el televisor y lo recibió con un abrazó y un beso. Él respondió cálidamente. Era una rubia esbelta de poco más de treinta años que sabía complacerlo, entre otras cosas, por ser una mujer independiente.
Soltándolo, le acarició el pelo revuelto.
—Vaya, has olvidado muy pronto tu mal humor —rió—. No tan deprisa, por favor. La cena no esperará más que el tiempo justo para un trago. Te esperaba más temprano. —Habitualmente cocinaba ella. Hanno se las arreglaba bien, pero a Natalia le relajaba cocinar después de trabajar todo el día en software de ordenador. Natalia ladeó la cabeza—. Desde luego, después…
—Bueno, sólo quiero una cerveza. He bebido un par de tragos en el laboratorio, con Sam.
—Pensé que planeabas una tarde menos divertida.
—Así es, pero me libré del Servicio de Extorsión interna antes de lo que temía. —Había mencionado la entrevista, aunque no la identidad del afectado. Fue a la cocina. Ella ya se había servido jerez. Hanno se sentó junto a Natalia con un vaso de Ballard Bitter, y notó que estaba enfadada.
—Bob —dijo Natalia, me agradaría que dejaras de hacer bromas insidiosas sobre el gobierno. Claro que tiene sus defectos, incluida la prepotencia, pero es nuestro.
—«Gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo». Sí. El problema es que las tres clases de pueblo no son la misma.
—Te he oído hablar sobre el tema, por si lo has olvidado. Si entiendes que ésa es la naturaleza del gobierno, ¿por qué refunfuñas contra éste? Es lo único que se interpone entre nosotros y algo peor.
—No si el senador Moriarty se sale con la suya.
—Oye, tienes derecho a decir que está equivocado, pero no a llamarlo traidor, tal como insinúas. Habla en nombre de millones de estadounidenses decentes.
—Eso creen ellos. Su verdadero electorado está constituido por industrias que votan por sus protecciones tarifarias y subsidios, vagos que votan por sus limosnas, intelectuales que votan por sus eslóganes. En cuanto a su flamante pacifismo, es la moda actual. Antes, los de su calaña siempre nos metían en guerras en el extranjero, excepto que no debíamos ganar ninguna que se librara contra los comunistas. Ahora junta votos adicionales, que quizá lo lleven un día a la Casa Blanca, diciéndonos que la violencia nunca soluciona nada. Si tan sólo los padres de la ciudad de Cartago pudieran hablarle.
Ella dejó de lado su irritación y replicó con una sonrisa socarrona:
—Conque plagiando a Heinlein, ¿eh?
Hanno admiraba la destreza con que Natalia neutralizaba una discusión, que abundaban últimamente. Se relajó riendo.
—Tienes razón, soy un tonto al desperdiciar un buen trago hablando de política, sobre todo en compañía de una mujer tan sexy.
Por dentro pensó: Aunque tal vez ese sujeto haya caído en mis garras. Mañana obtendré una grabación de la sesión. Si fue como sospecho…, bien, el próximo número de The Chart Room está a punto de salir. Apenas tendré tiempo para sacar el editorial de Tannahill e insertar otro que escribiré con gran Schadenfreude.
Natalia apoyó una mano encima de la de él.
—Tú también eres bastante sexy, para tu información. Terriblemente reaccionario…, pero si se supiera cómo eres en la cama, tendría que ahuyentar a las mujeres con un sillelagh.
Dejó de sonreír.
Guardó silencio antes de murmurar:
—No, retiro la primera parte. Creo que te ensañas con los gobiernos porque has visto a las víctimas de sus torpezas y sus crueldades. Sería distinto si tuvieras un cargo. Bajo esa costra severa, eres delicado y considerado.
—Y demasiado listo para codiciar el poder —interpoló Hanno.
—Y además no eres tan viejo. No en lo que cuenta, al menos.
—Sesenta y siete, la última vez que eché cuentas. —Según el certificado de nacimiento de Robert Cauldwell—. Podría ser tu padre, o tu abuelo si mi hijo y yo hubiéramos sido algo precoces. —Podría ser cien veces tu bisabuelo. Quizá lo sea.
Notó que ella le examinaba, pero no la miró.
—Cuando te observo —dijo Natalia—, veo una persona que parece más joven que yo. Es inquietante.
—Ya te he lo he dicho, antepasados persistentes. —Un frasco de tintura capilar, para fingir que complacía una pequeña vanidad—. También te he dicho que empieces a buscar un modelo más reciente. Honestamente, no quiero que se haga tarde para ti.
—Veremos. —Una sola vez en tres años ella había sugerido el matrimonio. Con una identidad más joven, Hanno tal vez habría aceptado. En esas circunstancias, no podía explicarle que sería una mala pasada para ella.
Por un instante, pensó que si daba a conocer lo que era y la estimación de Giannotti era atinada, Natalia podría convertirse en inmortal. Quizá también la rejuvenecieran; con tal dominio de la bioquímica, eso resultaría fácil. Pero aunque ella le agradaba, hacia siglos que Hanno no se permitía enamorarse de veras; y no estaba preparado para exponer al mundo a consecuencias incalculables. No esa noche, al menos.
—¿Quién es tu amigo danés? —preguntó ella con jovialidad.
Hanno parpadeó.
—¿Qué?
—En la correspondencia de hoy. Fuera de eso, nada especial… Oye, ¿es tan importante?
La cabeza le martilleaba.
—Veremos. Excúsame un minuto.
No había pensado en el correo. Estaba en la esquina de una mesa. Cuando cogió el sobre con sello de Copenhague, vio el nombre impreso, la dirección de un hotel y, escrito a mano, «Heknut Becker».
Su agente de Francfort, que recibía las respuestas a un anuncio publicado en el norte de Europa y estudiaba a las personas que pudieran encajar en los requerimientos. Desde luego, Becker creía que el laboratorio Rufus deseaba establecer contacto con miembros de familias longevas; si eran jóvenes pero revelaban inteligencia, como la que se podía manifestar con cierto conocimiento de la historia, eran ideales…
Hanno procuró dominar el temblor de la boca y las manos. Abrió la carta. Estaba escrita en un inglés pomposo, pero no había razón para que Natalia no la leyera. Ella conocía el proyecto, consideraba que el enfoque era poco científico, pero lo toleraba junto con el resto de sus excentricidades. De hecho, convenía fingir franqueza con ella, para ocultar la excitación que sentía por dentro. —Parece que tengo que hacer un pequeño viaje —le dijo.
Había gente cordial en la región de Lost River, y además los granjeros chinos siempre habían prosperado en Idaho. Cuando los Tu arrendaron la propiedad que pertenecía a Tomek Enterprises, los vecinos les dieron la bienvenida. Eran gente interesante, de Taiwán, un pequeño terrateniente y la hija de un representante comercial japonés. Esos matrimonios eran mal vistos en Asia, aun tantos años después de la guerra. Además, habían tenido problemas con el gobierno del Kuomintang, nada terrible pero suficiente para sentirse limitados y acuciados. A través de la familia de ella conocieron al señor Tomek en persona, quien logró hacerlos emigrar a EE.UU. Al principio, apenas chapurreaban el inglés, pero pronto lo dominaron.
Aun así, nunca se adaptaron del todo. Manejaban bien los campos y rebaños. Mantenían la casa en excelente estado, y si había allí algunas cosas raras, era de esperar. Eran delicados, corteses, serviciales. Pero se mantenían al margen, no pertenecían a ninguna iglesia ni club social, entablaban relaciones sin abrirse a los demás, devolvían las visitas con buena comida y grata conversación, pero no les interesaba la vida social. Bien, a fin de cuentas eran orientales, y quizá la falta de hijos los volvía más sensibles.
Al cabo de seis años aún eran objeto de rumores. Se iban de vacaciones de vez en cuando, como la mayoría de la gente, pero apenas hablaban de ellas. Al fin regresaron con un par de niños de Chicago, chiquillos de barriadas pobres, problemáticos, uno de ellos negro. Los Tu explicaron que no era una adopción; simplemente, querían ver qué efectos tenía un hogar real en un ámbito saludable. Tenían cartas demostrando la aprobación de las autoridades.
Sus vecinos temían algo malo, la corrupción de sus propios hijos, quizá drogas. Edith Harmon, una dama de temperamento, decidió visitarlos cuando Shan estaba ausente para hablar con Asagao.
—Entiendo tus sentimientos, querida, y admiro tu bondad, pero hay un exceso de buenas intenciones hoy en día.
—¿Son mejores las malas intenciones? —preguntó Asagao con una sonrisa. Y continuó—: Le prometo que todo irá bien. Mi esposo y yo hemos criado niños antes.
—¿De veras?
—Da sentido a nuestra vida. Tal vez usted haya oído hablar del concepto budista de adquirir méritos. Permítame ofrecerle una taza de café.
Tuvieron éxito. Al principio hubo fricciones, sobre todo en la escuela. El niño se metió en un par de peleas, y una vez sorprendieron a la niña robando en una tienda. Sus padres adoptivos los enderezaron. Quizá Shan no fuera el hombre más listo del mundo, pero no era tonto, y tenía un poder de persuasión que no se debía sólo a la fuerza física. Asagao era callada y dulce pero incisiva, como descubrieron sus vecinos. Los niños trabajaban con ahínco en el rancho y pronto trabajaron con empeño en la escuela. Se volvieron populares. Al cabo de cuatro años se marcharon, adultos y aptos para emplearse en otra parte. La gente los echó de menos, y no puso objeciones cuando aparecieron nuevos adoptados. Por el contrario, la comunidad se enorgulleció.
Los Tu no iban a buscar niños. Contaban que se habían escandalizado ante lo que leían, lo que veían en televisión y lo que después presenciaron con sus propios ojos. Haciendo preguntas, llegaron a una institución pequeña, pero con sucursales en varias ciudades, que procuraba colocar niños. Se desarrolló una confianza mutua. La experiencia original demostró que eran capaces y sabían beneficiar a niños que sufrían grandes carencias. Después de eso, la organización seleccionaba y enviaba.
Shan y Asagao decidieron que a lo sumo podían manejar a tres niños, pero no si todos llegaban al mismo tiempo. Así que transcurrieron dos años hasta que acogieron al tercer miembro del segundo grupo. Era una neoyorquina de catorce años. La recibieron en el aeropuerto de Pocatello y la llevaron a la granja.
Juanita tenía mal genio, era nerviosa como un gato enjaulado, huraña, y a veces tenía berrinches y soltaba maldiciones que avergonzaban a los peones del rancho. Pero los Tu habían aprendido a ser pacientes y firmes. Los jóvenes que había allí también habían aprendido a funcionar como fuerza estabilizadora. La primera fuerza estabilizadora era la pareja, además de la bella comarca, el aire libre, el trabajo duro y la comida saludable. Era una ayuda que fuese verano, pues así Juanita no debía habérselas también con la escuela. Pronto se transformó en una damita.
Un día Asagao le pidió que la acompañara a recoger bayas en un rincón oculto de las colinas, a más de una hora a caballo. Prepararon una merienda y anduvieron sin prisa. Cuando regresaban, la conversación giró sobre tímidos sueños juveniles. Asagao sabía cómo continuar la conversación sin presionar en exceso.
El día anterior una tormenta había disipado el calor. El aire estaba lleno de brisas arremolinadas y aromas suaves. La luz se alargaba desde el oeste, pero aún conservaba ese brillo que parecía acercar las montañas, y sin embargo, daba sensación de inmensidad. Blancas nubes flotaban en vertiginosas honduras azules. El valle rodaba en mil matices de verdor donde titilaba el agua de la irrigación, hasta los huertos y los edificios. Mirlos de alas rojas volaban y graznaban sobre los pastos, y junto a las cercas el ganado alzaba grandes ojos al ver pasar los caballos. El cuero crujía y los cascos repiqueteaban mientras ambas cabalgaban al trote.
—Me gustaría saber algo sobre su religión, señora Tu —dijo Juanita. Era una muchacha morena y delgada que cojeaba al andar. El padre y la madre le pegaban, hasta que Juanita clavó un cuchillo de cocina en el hombro del padre y huyó. Ya casi cabalgaba como un centauro, y ese año le harían cirugía correctiva. Entretanto, realizaba varias tareas en las que su defecto no era un problema—. Debe de ser maravillosa sí… —Juanita se sonrojó, miró al costado, bajó la voz—. Si tiene creyentes como usted y el señor Tu.
Asagao sonrió.
—Gracias, querida, aunque somos gente muy normal. Creo que será mejor que vuelvas a tu propia iglesia. Claro que te explicaremos con gusto lo que podamos. Todos nuestros niños manifiestan interés. Pero nuestro ideal no se puede explicar con palabras. Es muy extraño para este país. Quizá ni siquiera sea una religión para vosotros, sino un modo de vida, de tratar de armonizar con el universo.
Juanita la escrutó con los ojos.
—¿Como la Unidad?
—¿Laque?
—La Unidad. En la ciudad de donde vengo. Excepto que… no me aceptaron. Pregunté a un fulano que está en la organización, pero me dijo que es un bote salvavidas que ya está lleno. —Un suspiro—. Luego tuve suerte y me encontraron… ustedes. Creo que es mejor. Ustedes me prepararán para ir a vivir a cualquier parte. Con la Unidad, uno debe quedarse. Eso creo. Pero no sé mucho. Sus miembros hablan poco.
—Tu amigo habrá hablado, si te contó algo.
—Oh, circulan algunos rumores. Los vendedores de droga la odian, pero supongo que eso es sólo en Nueva York. Y, como decía, cuanto más alto se está, menos se habla. Manuel es muy joven. Creció en la Unidad, igual que sus padres, pero dicen que aún no está preparado. No sabe mucho, excepto que le dan vivienda y educación y los miembros se ayudan entre sí.
—Eso parece estar bien. He oído hablar de esas organizaciones.
—Oh, esto no es exactamente una cooperativa, y no es como los Ángeles Guardianes, excepto por lo que ellos llaman actitud de centinela… Es como una Iglesia, aunque tampoco es eso. Los miembros pueden creer en lo que quieran, pero tienen… ¿misas? ¿Retiros? Por eso me pregunté si esto era como la Unidad.
—No, somos sólo una familia. No sabríamos administrar algo más grande.
—Supongo que por eso la Unidad dejó de crecer —dijo reflexivamente Juanita—. Mama-lo no puede hacerse cargo de todo.
—¿Mama-lo? —El nombre que oí. Es una especie de suma sacerdotisa. Pero no es una Iglesia. Dicen que es muy poderosa. En la Unidad hacen lo que ella desea.
—Vaya. ¿Y cuánto tiempo ha durado eso?
—No sé. Mucho tiempo. Oí decir que la primera Mama-lo fue la madre de ésta, o la abuela. Una mujer negra, aunque me han dicho que una mujer blanca colabora con ella, siempre ha colaborado.
—Esto es fascinante —dijo Asagao—. Continúa.
De noche compartían la sobremesa. Los padres adoptivos y los niños hablaban, jugaban o leían. A veces miraban la televisión, pero sólo por consentimiento mutuo, sometido a la aprobación de los adultos. Si alguien deseaba estar solo, podía retirarse a su cuarto con un libro o realizar una tarea en el pequeño taller. De modo que era tarde cuando Tu Shan y Asagao salieron de la casa. Se alejaron mucho y por mucho rato. No obstante, hablaban en chino. Aún se sentían más cómodos con el dialecto chino con que se habían comunicado durante siglos.
La noche era fresca y serena. En la tierra sombría, las oscuras copas de los árboles se elevaban bajo los exóticos astros del oeste montañés. Un buho ululó varias veces antes de echar a volar como un fantasma.
—Podrían ser de nuestra especie —dijo Asagao con voz trémula—. Algo construido lentamente, a través de las generaciones, centrando en uno o dos individuos que se dicen madre e hija pero conservan el misterio y trabajan con el mismo estilo. Nosotros fuimos jefes, con un título u otro, de diversas aldeas; nuestros negocios en las ciudades eran secundarios. Hanno transformó sus negocios en poder, protección y disfraz. He aquí un tercer caminó. Entre los pobres, los desarraigados, los desheredados. Brindarles liderazgo, asesoramiento, propósito, esperanza. A cambio, ellos te dan su pequeño reino, y allí vives a buen recaudo durante varias vidas mortales.
—Es posible —dijo Tu Shan, con la lentitud que lo caracterizaba cuando reflexionaba—. O quizá no. Escribiremos a Hanno. Él investigará.
—¿O deberíamos hacerlo nosotros?
—¿Qué? —Tu Shan se detuvo sorprendido—. Él sabe cómo. Tú y yo somos campesinos.
—¿No mantendrá ocultas a esas inmortales, tal como hizo con Peregrino y nosotros, tal como hubiera hecho con ese turco si el hombre no se hubiera alejado por propia voluntad?
—Bien, ha explicado por qué.
—¿Cómo saber que tiene razón? —le preguntó Asagao—. Tú sabes que yo he estudiado. He hablado con ese científico, Giannotti, cada vez que nos ha examinado. ¿De veras necesitamos estas máscaras? En Asia no siempre fue necesario. Nunca lo fue para Peregrino, entre sus indios salvajes. ¿Es necesario en Estados Unidos de hoy? Los tiempos han cambiado. Si nos diéramos a conocer, podría significar la inmortalidad para todos dentro de unos años.
—Quizá no. ¿Y qué nos haría entonces la gente?
—Lo sé, lo sé. Sin embargo… ¿Por qué dar por sentado que Hanno tiene razón? ¿Por qué no decidir por nuestra cuenta si él es el más sabio porque es el más viejo, o sus actitudes se han vuelto rígidas y está cometiendo un tremendo error, sólo por innecesario temor y… mero egoísmo?
—Mmm…
—En el peor de los casos, moriremos. —Asagao alzó la cara hacia las estrellas—. Moriremos como todos, pero hemos vivido muchísimos años. Yo no tengo miedo. ¿Tú?
—No. —Tu Shan rió—. Me desagrada la idea, lo admito. —Y añadió con seriedad—: Tenemos que hablarle de la Unidad. Hanno tiene medios y conocimientos para averiguar. Nosotros no.
Asagao asintió. —Es verdad. —Y al cabo de un momento—: Pero una vez que sepamos si son como nosotros o no…
—Debemos muchas cosas a Hanno. —El ingreso en el país, gracias a la influencia de Tomek sobre un diputado. Ayuda para familiarizarse con la nueva cultura. La granja, una vez que comprendieron que las ciudades norteamericanas no eran para ellos.
—Así es. Creo que también estamos en deuda con la humanidad. Y con nosotros mismos. La libertad de opción es también nuestro derecho.
—Veamos qué ocurre —propuso Tu Shan.
Siguieron caminando en silencio. Una estrella fugaz despuntó en el oeste y cruzó las constelaciones más bajas.
—Mira —dijo Tu Shan—. Un satélite. Sin duda, ésta es una época de maravillas.
—Creo que es Mir —respondió ella.
—¿Qué…? Ah, sí. El ruso.
—La estación espacial. En realidad única estación espacial. Y Estados Unidos, desde el Challenger… —Asagao no tuvo necesidad de decir más. Habían vivido tanto tiempo juntos que a menudo se adivinaban los pensamientos. Las dinastías florecen y caen, así como los imperios, las naciones, los pueblos y los destinos.
—… Que la santidad acompañe a vuestros buenos ángeles. Que el Fuego arda con fuerza y el Arco Iris traiga paz. Id ahora hacia Dios. Buen viaje.
Rosa Danau alzó las manos a modo de bendición, se las apoyó en el pecho y se inclinó ante la cruz que se erguía en el altar, entre velas rojas y negras en recipientes con forma de lirio. Enfrente, los demás celebrantes hicieron lo mismo. Eran una veintena de hombres y mujeres, la mayoría de tez negra y pelo gris, ancianos de las familias que vivirían allí. La ceremonia había durado una hora; palabras simples, cantos al son de un tambor, una danza sagrada, hipnótica en su contención y suavidad. Los presentes partieron en silencio, aunque varios le sonrieron y algunos se persignaron.
Rosa se quedó un rato, buscó una silla y un rincón más tranquilo. La capilla aún estaba exiguamente amueblada. Detrás del altar colgaba un retrato de Jesús, más enjuto y severo de lo común, aunque con la mano alzada en un gesto de bendición. Pintada en el yeso, lo rodeaba la Serpiente de la Vida. Estaba flanqueada por emblemas que podían ser santos católicos o deidades haitianas. Los símbolos de la derecha y la izquierda podían ser la suerte, la magia, la santidad o una mera exhortación alentadora: eleva el corazón, honra con valor la vida que hay en ti.
Aquí no había más doctrina que la sacralidad de la creación debida a la presencia del Creador, ningún mandamiento salvo la lealtad a los parientes espirituales. La imaginería animista y panteísta era sólo un idioma para expresar todo eso. Los ritos sólo estaban destinados a invocar esa convicción y unir a los iguales. Uno podía creer cualquier otra cosa que considerase verdadera. Pero hacía mil cuatrocientos años, desde que era una joven doncella, que Aliyat no percibía tanto poder.
Ese poder estaba dentro de ella, si no en el altar o en el aire. Esperanza, limpieza, propósito, algo que ella podía dar en vez de tomar o despilfarrar. ¿Por eso Corinne le había pedido que se encargara de la consagración de ese edificio? ¿O Corinne estaba demasiado ocupada con el enigma de esa convocatoria, aparentemente inocente, a los longevos? Había sido discreta. Aliyat sólo sabía que el tal Willock era simplemente un agente que creía manejar asuntos para un instituto científico. (¿Sería cierto?) Quizá Corinne había pedido a sus contactos en el gobierno, la policía o el FBI, que investigaran el asunto. No, tal vez no; demasiado peligroso; podían sospechar que Mama-lo Macandal no era lo que parecía…
Bien, no debía preocuparse; una vida dura enseñaba a concentrarse en lo inmediato. Aliyat suspiró, se levantó, sopló las velas y apagó las luces al salir. La capilla estaba en el segundo piso. Además de repararla, los obreros habían reconstruido la maltrecha escalera que conducía al pasillo, pero por el momento estaban ocupados en otra cosa. Una bombilla desnuda alumbraba el yeso descascarillado y descolorido. Era un desagradable distrito del lado oeste, pero allí la Unidad podía comprar un inquilinato barato y abandonado para que sus miembros le dieran aspecto decente. Aliyat se preguntaba si emprenderían muchas más obras similares. Si la organización crecía demasiado, llamaría la atención y escaparía al control de las dos mujeres que buscaban amparo en ella. No obstante, los miembros crecerían, se casarían, tendrían hijos.
En el vestíbulo había un montón de equipo y materiales. El vigilante nocturno se levantó para saludarla, y también se levantó otro hombre joven, corpulento, del color del ébano. Aliyat reconoció a Randolph Castle.
—Buenas noches, señorita-lo Rosa —tronó—. Paz y fortaleza.
—Vaya, hola —respondió ella, sorprendida—. Paz y fortaleza. ¿Qué haces aquí tan tarde?
—Había pensado acompañarla. Supuse que usted se quedaría cuando los demás se hubieran marchado.
—Eres muy amable.
—Sólo prudente —dijo el hombre con tono sombrío—. No queremos perderla.
Saludaron al vigilante y salieron. La calle estaba mal iluminada y aparentemente desierta, pero nunca se sabía qué acechaba en las sombras y no había taxis en la zona. La vivienda de Aliyat, una habitación en el Village, estaba cerca, pero le alegraba contar con tan protectora compañía.
—De todos modos, quería hablar con usted —dijo Castle cuando echaron a andar—. Si no le molesta.
—No, claro que no. Para eso estoy, ¿verdad?
—Esta vez no son problemas personales —dijo él forzando la voz—, sino problemas comunes. Pero no sé cómo decírselo a Mama-lo.
Aliyat se acarició el puño con los dedos.
—Continúa. Sea lo que fuere, guardaré el secreto.
—Lo sé, lo sé. —Ella había oído sus confesiones y le había ayudado a enderezar las cosas. Oyeron unas pisadas alarmantes. Castle continuó cuando los pasos se alejaron—: Mama-lo no sabe cuan peligrosa es esta zona. Ninguno de nosotros Ip sabía, de lo contrario no habríamos comprado el edificio. Pero he hecho algunas averiguaciones.
—Crímenes, drogas. Ya nos hemos encontrado antes. ¿Quemas?
—Nada. Pero estos vendedores de drogas son peligrosos. No quieren que entremos en su territorio.
Aliyat sintió un escalofrío. Siglo tras siglo se había topado con el mal absoluto, y conocía su poder.
Una vez lo había tomado a risa.
—¿A quién le importa, mientras mantengamos limpia a nuestra gente? —dijo—. Que otros se arruinen si lo desean. Tú bacías contrabando de alcohol y llevabas bares clandestinos durante la Prohibición. Y yo hice algo parecido ¿Cuál es la, diferencia?
—Me sorprende que lo preguntes —respondió Corinne, e hizo una pausa—. Bien, te has esforzado para mantenerte al margen de todo lo malvado. Escucha, querida. El material que entra en estos días es diferente. En la Unidad no nos oponemos a un trago ocasional, usamos vino en algunas ceremonias, pero enseñamos a nuestros miembros a no embriagarse. No puedes dejarte arrastrar por una droga como el crack. Y… los viejos hampones podían ser peligrosos, y hoy no sé si hice bien en condonar su negocio, pero comparados con los traficantes de hoy, eran los Santos Inocentes. —Entrelazó los dedos—. Es como si hubiera vuelto el tráfico de esclavos.
Eso era años atrás, cuando las cosas empezaban a andar mal. Aliyat había aprendido mucho desde entonces. Y la Unidad actuaba en cada uno de sus establecimientos. Un grupo de residentes que montaba guardia y llamaba a la policía cuando tenía información daba el ejemplo, ayudando a los perdidos a encontrar el camino de regreso a la humanidad, y tenía una organización cuasimilitar, podía volver un vecindario poco lucrativo para los camellos hasta peligroso.
—A mí me han amenazado —dijo Castel—. También a otros. Creemos que si no nos largamos, la mafia nos hará pedazos.
—No podemos abandonar el proyecto —dijo Aliyat—. Hemos invertido demasiado para perderlo. La Unidad no es rica.
—Sí, lo sé. ¿Pero qué podemos hacer? —Castel irguió los hombros—. Contraatacar, eso podemos hacer.
—La gente no se puede defender sola en Nueva York —replicó Aliyat.
—No, sólo…, bien, claro, no podemos contárselo a Mama-lo. No podemos permitir que lo sepa. Ella tendría que prohibirlo, ¿verdad? Por mucho que perdiéramos. Pero si algunos contraatacamos y el rumor se difunde, bueno, quizá no tengamos que perder nada. ¿Qué le parece? Usted tiene experiencia. ¿Qué opina?
—Tendré que saber más. Y reflexionar. —Aliyat ya sospechaba cuál sería su decisión.
—Claro. Hablaremos cuando usted disponga de tiempo, señorita-lo Rosa. Dependemos de usted.
¡De mí!, pensó Aliyat con orgullo.
Caminaron en silencio hasta el edificio de Rosa. Ella le dio la mano.
—Gracias por tu franqueza, Randolph —dijo.
—Gracias a usted, señorita-lo. —Bajo la luz más brillante, la sonrisa de Castle resplandecía—. ¿Cuándo podemos reunimos?
Ella sintió la tentación. ¿Por qué no ahora? Randolph era fuerte y apuesto a su manera tosca, y hacía un largo tiempo que… Aliyat se preguntó si al fin sería capaz de entregarse sin reservas, sin odio ni desprecio ni suspicacia.
Pero no. Él quedaría desconcertado. Igual que muchos miembros de la Unidad, si se enteraban. Era mejor no correr riesgos.
—Pronto —prometió—. Ahora debo terminar algunas tareas. De hecho, será mejor que me quede un par de horas esta noche, antes de dormir. Pero pronto.
Desde la sala donde estaba, hojeando una revista inglesa sin prestar mucha atención al texto, Hanno veía el vestíbulo. Dos veces entró una mujer y él dio un respingo, pero en ambos casos fueron hacia el ascensor.
La tercera vez fue la que esperaba. La mujer habló con el conserje, se volvió y caminó titubeando hacia él. Hanno se levantó del sillón de cuero. Quizá no bastara la prolongada residencia en ese país para inculcar a una rusa los hábitos occidentales de puntualidad; y una rusa de cientos de años…
Ella se acercó y se detuvo. Él la examinó rápidamente. La descripción de Becker era escueta, y el alemán tenía órdenes de no pedir fotografías por si un posible candidato se alarmaba. Era alta como Hanno, con lo cual era baja entre los nórdicos modernos pero de estatura media entre los de su especie. Su figura llena, ágil y erguida, daba la impresión de mayor altura. Los rasgos eran anchos, toscos, agradables. El pelo rubio y corto, a la holandesa, enmarcaba una tez blanca. Vestida con discreción, usaba zapatos bajos y llevaba una cartera colgada del hombro.
Ella enarcó las cejas. Se humedeció los labios con la lengua. Si estaba nerviosa, lo cual sería comprensible, lo manejó con maestría.
—¿Señor… Cauldwell?
¿Por qué esa voz sedosa le resultaba familiar? Sólo deja vu, sin duda. Hanno se inclinó.
—A su servicio, doctora Rasmussen. Gracias por venir.
Ella sonrió.
—Bastará con «señorita Rasmussen», por favor. Recuerde que soy veterinaria, no doctora. —Hablaba inglés con soltura, aunque el acento era más eslavo que danés—. Lamento llegar tarde. Tuve una emergencia en el consultorio.
—Descuide. No podía dejar sufriendo a un animal. —Hanno recordó que aquí daban importancia al apretón de manos y tendió la suya—. Me alegra que haya venido.
Ella le estrechó la mano con firmeza. Le clavó una mirada azul e intensa. Había perdido la timidez, pero aún manifestaba cautela. Cautela de cazador. Sí, pero también…, desconcierto, una reacción extraña en este curioso encuentro.
—Su agente dio detalles… interesantes —dijo ella—. No puedo prometer nada sin oír más.
—Desde luego. Necesitamos hablar; y luego, si no soy indiscreto, me agradaría contar con su compañía para la cena. —Ganar o perder, pensó. ¿Por qué ella le excitaba tanto?—. La charla debería ser privada. Este hotel no tiene bar, pero podemos encontrar uno en las cercanías, o un café o lo que usted quiera, mientras nadie interfiera ni fisgonee.
Ella fue al grano, sorprendiéndolo.
—Creo que es usted un caballero, señor Cauldwell. Usemos su habitación.
—¡Maravilloso! —Recobrando viejos hábitos, le ofreció el brazo. Ella lo cogió con una naturalidad que compensaba su obvia falta de práctica.
En el ascensor no hablaron ni se miraron. Demonios, pensó Hanno, algo en ella me evoca algo. ¿La habré visto antes? Imposible. Oh, visité Dinamarca en ocasiones pero, aunque ella es atractiva, no sobresaldría entre esas mujeres despampanantes.
Se alojaba en una habitación del piso superior. El viejo hotel no era el mejor de Copenhague, pero las ventanas daban al bullicioso centro y las encantadoras torres. Los desvaídos muebles eran acogedores y evocaban una nobleza que el mundo había perdido. Ella sonrió, más cómoda que al principio.
—Tiene usted buen gusto para el alojamiento —murmuró.
—Este hotel es uno de mis favoritos. Lo ha sido durante mucho tiempo.
—¿Viaja a menudo?
—Voy de aquí para allá, y de arriba abajo. Por favor, siéntese. ¿Qué desea beber? Tengo una pequeña nevera. Cerveza, akvavit, whisky, soda. O puedo pedir otra cosa.
—Café, gracias.
Una voz cauta. Hanno llamó. Volviéndose, vio que ella no sacaba cigarrillos de la cartera. Probablemente no fumaba, al contrario de la mayoría de los daneses. Sintió ganas de encender la pipa para calmarse pero desistió y se sentó frente a ella.
—No sé cuánto le dijo Becker —empezó.
—Muy poco. Soy franca en eso. Me habló del… Instituto Rufus de Estados Unidos, que desea estudiar personas que… esperan vivir muchos años. El interés en la Historia…, hay más formas de medir la inteligencia además de ésa. Me marché sintiéndome muy insegura. Cuando usted me telefoneó desde Estados Unidos, no supe si aceptar esta cita. Pero le escucho, señor Cauldwell.
—Yo soy el hombre que fundó el Instituto.
Ella lo estudió.
—Debe usted ser rico.
—Sí. —Asintió, y añadió, alerta a la reacción—: Soy mucho mayor de lo que parezco.
¿Ella respiraba agitadamente?
—Parece joven, sin embargo.
—También usted. ¿Puedo preguntarle su edad?
—Se la dije al señor Becker —respondió ella con rudeza—. Sin duda, él, usted o un detective registraron los documentos públicos.
Hanno alzó la palma.
—Aguarde, por favor. Ambos debemos ser francos, pero no es preciso exagerar. Permítame algunas preguntas. ¿Es usted rusa de nacimiento?
—Ucrania. Llegué a Dinamarca en 1950. Estoy nacionalizada.
Hanno soltó un silbido.
—Hace casi cuarenta años, y usted debía de ser adulta entonces.
Ella sonrió tensamente.
—Busca gente que envejezca despacio, ¿verdad? ¿Qué edad tiene usted, señor Cauldwell?
—Quizá debamos postergar un poco ese tema —dijo él con cautela.
—Quizá… —Ambos temblaron.
—No quiero ser entrometido, pero debo saber algo. ¿Está usted casada? Yo soy soltero.
Ella negó con la cabeza rubia.
—No, no me he casado en este país. Obtuve autorización para cambiarme el apellido. «Olga» es bastante común en Dinamarca, pero nadie podía pronunciar ni escribir el resto.
—Y Rasmussen aquí es como Smith en Estados Unidos. Usted no deseaba llamar la atención, ¿verdad?
—Al principio no. Las cosas han cambiado desde entonces. —Ella suspiró—. Últimamente pensé en regresar, pues dicen que el terror ha terminado. No he dejado de extrañar mi país un solo día.
—Tendría que dar muchas explicaciones.
—Quizá. Me marché como refugiada, como renegada.
Hanno no se refería precisamente a eso, y sospechó que ella se daba cuenta.
—El gobierno danés lo sabe. Consta en los archivos —continuó ella—. Le dije poco al señor Becker, pero se lo comentaré a usted. En la guerra fui soldado del Ejército Rojo. Muchos ucranianos querían liberarse… de Stalin o de la Unión Soviética, porque nosotros somos los antiguos, verdaderos rusos. Kiev fue la semilla y la raíz de la nación rusa. Los moskaiy llegaron después. Muchos recibimos a los alemanes como liberadores. Fue un terrible error, pero ¿cómo podíamos saberlo, cuando durante más de veinte años sólo oíamos mentiras o silencio? Algunos hombres se alistaron en los ejércitos de Hitler. Yo no. Uno resiste al invasor, sea quien fuere. Pero cuando los alemanes se retiraron, dejaron zonas de Ucrania en estado de rebelión. Stalin necesitó años para aplastarla. ¿Lo sabía usted?
—Sé algo al respecto. Si no recuerdo mal, el movimiento de resistencia tenía un cuartel general en Copenhague. Aun así, ni una palabra de lo que ocurría llegó a oídos de los liberales… —No, en Europa «liberales» conservaba su sentido original—. A oídos de la prensa occidental.
—Me habían dado de baja, pero tenía amigos, parientes, gente mía en la rebelión. Algunos peleaban abiertamente, otros simplemente eran simpatizantes que ayudaban cuando podían o se atrevían. Yo sabía que estaba bajo sospecha. Si no delataba a alguien a la policía secreta de Stalin, seguro que vendrían a buscarme. Me esperaba el campo de trabajos forzados, una bala en la cabeza o algo peor. —Recordó con angustia—. ¿Pero cómo unirme a los rebeldes? ¿Cómo disparar contra soldados rusos que habían sido mis camaradas en la guerra? Escapé y llegué a Occidente.
—Toda una hazaña —dijo él con sinceridad. Escapar significaba hambre, sed, ocultamiento, correr, caminar, sortear puestos de guardia, sobrevivir con escaso alimento, durante mil kilómetros o más.
—Soy fuerte —respondió ella—. Tenía mis habilidades de francotiradora. Y me había preparado.
—Aferró los brazos del sillón—. No era la primera vez.
Un trueno retumbó en el cráneo de Hanno.
—Yo también tuve aventuras… en el pasado… —murmuró.
Sonó un golpe. Hanno se levantó para recibir al camarero, quien traía una bandeja con un recipiente, tazas, azúcar, crema y kringler. Mientras echaba una ojeada a la bandeja y daba una propina al hombre, dijo, pues la ligereza era necesaria pero el silencio imposible:
—Supongo que desde entonces vivió apaciblemente.
Intuyó que ella hablaba impulsada por la misma necesidad.
—Recibí asilo en Dinamarca. —Hanno se preguntó qué funcionarios la habían protegido, y cómo. No importaba. Si uno trajinaba mucho tiempo por el mundo, conocía los caminos y los atajos—. Me interesaba por la conexión ucrania, pero llegué a amar este país. Son gente afectuosa, y la tierra es atractiva. Trabajé en una granja, decidí ser veterinaria, fui a la universidad, estudié inglés y alemán para hablar con los extranjeros que me trajeran sus animalitos. Ahora tengo un consultorio en Kongens Lyngby, una bonita zona residencial.
El camarero se marchó. Hanno se acercó a ella.
—Pero usted está en edad de jubilarse, o casi —dijo—. Sus amigos se asombran de que parezca tan joven. Bromean acerca de la Fuente de la Juventud. Pero se preguntan por qué no se retira. El gobierno también. ¿Adonde irá, Olga?
Ella le sostuvo la mirada.
—Sí, en Dinamarca los burócratas son muy minuciosos. ¿Adonde sugiere que vaya? ¿Y cuál es su verdadero nombre?
El pulso de Hanno se aceleró. —Bien —dijo—, basta de rodeos. No quería asustarla, pero creo que puedo decirle la verdad. —Se sentó, para no parecer amenazador ni dominante. Una persona como ella reaccionaría con fiereza ante semejante actitud—. Le contaré algo que le parecerá una locura, o un engaño, a menos que usted sea lo que creo que es. No se asuste. Escúcheme. Abra la puerta y quédese allí si desea.
Ella meneó la cabeza, respirando entrecortadamente.
—Tengo alrededor de tres mil años —dijo Hanno—. ¿Le importa decirme… algo más?
Ella había palidecido. Por un instante se hundió en la silla. Hanno iba a levantarse para tranquilizarla. Ella se enderezó.
—Cadoc —susurró Olga.
—¿Eh?
—Cadoc. Eres tú. Ahora recuerdo. El mercader de Kiev. Kiyiv, se llamaba entonces. ¿Cuándo fue eso? Hace mil años, creo.
El recuerdo lo encandiló como un repentino rayo de sol.
—Tú…, tu nombre…
—Entonces era Svoboda. Siempre lo soy en mi corazón. ¿Pero quién eres tú?
Desde luego, pensó Hanno en su aturdimiento, ninguno de ambos recordaría por mucho tiempo un breve encuentro con un mortal, entre los miles que se habían perdido en el polvo. Pero ninguno de ambos había olvidado del todo. Evocó el fantasma que lo había acuciado en momentos esparcidos a través de los siglos.
—Svoboda, sí —tartamudeó—. Te rescatamos.
—Y la noche fue magnífica. ¡Podríamos haber tenido más!
Se levantaron para abrazarse.
Era un día bochornoso en Washington, D. C. El aire acondicionado proporcionaba frescor a la oficina de Moriarty. Era un verano aplastante. Moriarty lanzó la revista contra el escritorio.
—Bastardo —murmuró—. Canalla…
El intercomunicador sonó.
—El señor Stoddard desea verlo, senador —anunció la voz de la recepcionista.
Moriarty contuvo el aliento y soltó una risotada.
—¡Muy oportuno! —exclamó—. Hágalo pasar.
Entró un nombre bajo, anónimo, fríamente eficaz. El sudor le relucía en las mejillas. Empuñaba un maletín.
—¿Cómo está usted? —saludó, mirando el escritorio—. Veo que ha leído las últimas noticias.
—Desde luego —exclamó Moriarty—. Siéntate. ¿Lo has visto?
—Aún no. —Stoddard se sentó—. Estuve ocupado investigando al responsable.
El hombre fofo que estaba detrás del escritorio cogió de nuevo la revista y la puso bajo sus lujosas gafas de lectura.
—Escucha esto. Es el editorial. Trata de mi discurso en favor del CCCP. Escojo un párrafo al azar. —Dominó la indignación y recitó metódicamente—: «El senador fue presentado por una activista de la paz y el desarme, la doctora Fulvia Bourne. Soportó magistralmente esa situación embarazosa. En vez de aludir al discurso que la doctora había dado en el banquete del día anterior, para aprobar o reprobar frases tan pintorescas como “el Pentágono, un pentáculo atestado con los demonios de la locura nuclear”, o la “CÍA, la Compañía de Inmolación Aterradora”, prefirió obviar dicho discurso para llamar a la doctora una moderna Juana de Arco. También obvió el hecho de que Santa Juana tomó las armas por la causa de la liberación. De allí hubo una fácil transición a la necesidad de estadistas, de “paciencia externa pero impaciencia interna”. Evidentemente debemos tener “paciencia externa” con los sujetos como Castro y Ortega. A fin de cuentas, el estimado correligionario del senador, el reverendo Nathaniel Young, llama a ambos caballeros “Querido camarada”. No debemos tener ninguna paciencia, por ejemplo, con Sudáfrica. En cuanto a la política interna, una impaciencia destinada a completar la destrucción de las clases productivas de Estados Unidos…» ¡Ah! ¿Para qué seguir? Léelo tú mismo, si puedes soportarlo.
—¿Puedo hacer una pregunta, senador? —murmuró Stoddard.
—Por cierto. Siempre he defendido la dialéctica abierta y libre.
La mirada de Stoddard sopesó a Moriarty.
—¿Por qué permitir que el tal Tannahill lo saque de quicio? No escribe nada que otros opositores no hayan escrito.
La ancha cara del senador se enrojeció.
—Sus sarcasmos no tienen límite. La oposición es una cosa, el enjuiciamiento permanente es otra. No sólo intenta crear problemas en todo el país, sino insertar una cuña entre mi electorado y yo.
—Oh, opera en Nueva Inglaterra y hace muchas referencias regionales, pero no está en su Estado, senador. Y por otra parte, The Chart Room tiene poca circulación.
—Se requiere una pequeña dosis de un virus, administrada a la gente indicada, para infestar una población entera. Tannahill no sólo está llamando la atención de conservadores tradicionales y neofascistas, sino entre los jóvenes universitarios. —Moriarty suspiró—. Oh sí, esa serpiente tiene sus derechos de la Primera Enmienda, y admito que sus ironías me hieren más de lo debido. Debería estar habituado a la crueldad.
—Si me permite, a menudo usted se pone en la mira de esos sujetos. Yo le habría aconsejado que no diera ese discurso.
—En política uno toma los aliados que encuentra, y hace todo lo que puede.
—¿Como Sudáfrica? Perdón —añadió Stoddard, pero no parecía arrepentido.
Moriarty frunció el ceño.
—El Comité incluye a algunos extremistas —continuó—, pero qué diablos, son extremistas de una buena causa. Necesitamos esa energía y dedicación. —Se aclaró la garganta—. No importa. Vayamos al grano. Se trata de descubrir quién es Tannahill y quién está detrás de él. ¿Qué puedes decirme?
—No mucho, me temo. Por lo que han averiguado mis investigadores, y son buenos en su trabajo, está limpio. Claro que no llegaron hasta el fondo.
—Vaya. —Moriarty se inclinó hacia delante—. Sigue siendo el hombre misterioso encerrado en su finca, ¿eh? —No pudo contener el comentario—: Es natural que se haya instalado en New Hampshire, ¿verdad? «Vivid libres o morid.» Hasta es posible que se lo crea.
—No es Un recluso al estilo Howard Hughes, si se refiere a eso, senador —replicó Stoddard—. En realidad, lo que entorpece las investigaciones es que rara vez está en su casa. Viaja mucho, pero mis hombres no pudieron averiguar adonde va. No sirvió de nada hablar con sus criados ni con el personal de la revista. Son dos puñados de individuos bien escogidos, que han estado mucho tiempo con él, le son leales y no abren la boca. Tampoco guardan secretos vergonzosos. —Rió—. No tenemos esa suerte. Simplemente, no saben qué hace el jefe cuando se va, y tienen la anticuada idea de que a los demás no les incumbe.
Moriarty clavó una mirada acerada en su asistente. A veces se preguntaba si Stoddard no lo ayudaba estrictamente por el sueldo. Sin embargo, ese sujeto trabajaba bien y a veces había que soportar sus impertinencias.
—¿Qué has descubierto? —preguntó Moriarty—. No importa si repites cosas que ya sé.
—Me temo que ante todo haré eso. —Stoddard extrajo una hoja de un maletín y consultó sus notas—. Kenneth Alexander Tannahill nació el 25 de agosto de 1933 en Troy, Vermont, un pueblo cercano a la frontera canadiense. Sus padres se mudaron poco después. Un ex vecino, a quien le escribieron un par de cartas, declaró que se habían ido a Minnesota, pero no recordaba exactamente adonde. Una aldea de North Woods. Todo es oscuro, no hay nada documentado, excepto los mínimos registros oficiales y algunos artículos en un periódico estatal.
Moriarty sintió un cosquilleo de excitación.
—¿Es decir que ésta podría ser una identidad ficticia? Supongamos que los verdaderos Tannahill murieron en un accidente. Un hombre con dinero, que deseaba borrar sus huellas, podría pedir a una agencia de detectives que localizara una familia difunta que encajara con sus necesidades.
—Quizá —dijo Stoddard con escepticismo—. Difícil de probar.
—¿Registros de reclutamiento antes del fin de la conscripción?
—Preferiría no inmiscuirme en esas cosas, senador.
—No, supongo que no. A menos que podamos hallar pistas que lo justifiquen ante las autoridades correspondientes.
—Tannahill nunca declaró que hubiera hecho el servicio militar. Sabemos eso. Pero muchos hombres de su edad no lo hicieron a pesar de Corea y Vietnam, por diversas razones. Él no ha dado detalles de por qué no estuvo. No es que actúe evasivamente. Quienes lo conocen lo describen como un sujeto simpático y amante de las bromas, aunque exigente con sus empleados, que le responden bien. Simplemente, tiene el don de no hablar de sí mismo.
—No me extraña. Continúa. No está casado, ¿verdad?
—No. Tampoco es homosexual ni impotente. A lo largo de los años hubo algunas mujeres a quienes identificamos. Nada serio, y ninguna de ella le guarda rencor.
—Qué lástima. ¿Y qué rastro dejó en la Costa Oeste?
—Esencialmente, nada. Primero emergió en New Hampshire, compró su casa y el terreno, fundó la revista, todo como…, bien, no exactamente como empleado de Tomek Enterprises. Asociado o agente sería más apropiado. De un modo u otro, Tomek lo financia y supongo que muchos de sus viajes están destinados a llevarle información al viejo.
—Quien también es bastante oscuro, ¿verdad? —Moriarty se acarició la papada—. Pienso que valdría la pena investigar ese rastro.
—Senador, mi consejo es que se olvide del asunto. Es muy costoso, roba tiempo a un personal muy necesario en época de elecciones, y estoy casi convencido de que no obtendrá nada políticamente útil.
—¿Crees que soy sólo un político, Hank?
—Le he oído describir sus ideales.
Moriarty llegó a una decisión.
—Tienes razón, no podemos perseguir fantasmas. Al mismo tiempo, siento en los huesos que aquí hay algo que no resistiría la luz del día. Sí, también tengo motivaciones personales. Denunciar ese algo sería un buen golpe, y estoy harto de las injurias de Tannahill y quiero contraatacar. Tendremos que abandonar nuestros esfuerzos de indagar el pasado, pero no desistiré del todo. —Formó un puente con los dedos—. ¿Dónde está ahora?
Stoddard se encogió de hombros.
—En alguna parte de este lado de la luna… probablemente.
Moriarty se mordió el labio. The Chart Room había sido muy insidiosa con la decadencia del programa espacial de Estados Unidos.
—Bien, alguna vez tendrá que regresar. Quiero que vigilen su casa y su oficina. Cuando aparezca, quiero que lo vigilen las veinticuatro horas del día. ¿Entendido?
Stoddard iba a responder, pero se tragó la réplica y asintió.
—De acuerdo, si no le importa pagar los costes.
—Tengo dinero —dijo Moriarty—. El mío, si es necesario.
—¿Cuál es el problema?
La pregunta de Natalia Thurlow era incisiva. O inquisitiva, como una espada al principio de un duelo. Hanno comprendió que ya no podía eludirla. No obstante calló unos minutos, mirando el anochecer estival por la ventana de la sala de estar de Robert Cauldwell. En la parte del vidrio donde su cuerpo mataba los reflejos, veía miles de luces, colina abajo y en la ciudad, hasta la paz que se extendía sobre las aguas. Así había disfrutado Siracusa de su riqueza y felicidad, mientras los mejores mecánicos de la época perfeccionaban sus defensas; y entretanto los austeros romanos se preparaban.
—Ayer volviste a casa como en un sueño —continuó Natalia a sus espaldas—. Hoy te has ido prácticamente al alba, y sólo regresas ahora, aún ensimismado en tus pensamientos.
—Te he explicado por qué —dijo él—. El trabajo se ha acumulado mientras yo no estaba.
—¿Qué quieres decir? ¿A qué te dedicas aparte del laboratorio Rufus?
El tono desafiante lo obligó a darse la vuelta. Ella estaba rígida, los puños a los costados. El dolor que veía Hanno también lo lastimaba; esa creciente furia era una especie de bálsamo.
—Sabes que tengo ocupaciones en otras partes —le recordó. Ella había visto la modesta oficina que mantenía en el centro, pero él nunca había explicado para qué era.
—¡Claro! Cada vez que intenté llamarte, me respondía el contestador.
—Tuve que salir. ¿Qué querías? Dejé recado de que no me esperaras a cenar.
Había pasado casi todo el día bajo la identidad de Joe Levine, asesorando a un par de contables acerca de la auditoría impositiva de Charles Tomek para que ambos se hicieran cargo mientras él se marchaba por un tiempo imprevisible por cuestiones no especificadas. Ellos ya conocían la situación y muchos detalles, desde luego. Nadie se las veía a solas con el Tío Sam. (¿Y qué producía esa horda de burócratas que fuera valioso para algún alma viviente?) Sin embargo, era preciso aclararles ciertos temas complejos.
Podía resultar costoso librarlos a sus propios medios. No por que pudieran revelar ilegalidades. No había ninguna. Hanno no se permitía fisuras en sus defensas contra el Estado. Pero no podía explicarles por qué no podía localizar al viajero señor Tomek y traerlo de vuelta para que ayudara.
Asuntos efímeros. Prescindibles. Svoboda llegaría pronto, para ser la quinta integrante de la hermandad.
Y después de ella… No pudo contener la aceleración del pulso.
—Pensaba que podríamos cenar en un restaurante —dijo Natalia.
—Lo siento. No habría resultado. He comido un bocadillo. —Mentira. No habría conservado la calma en compañía de Natalia. No era el jugador de póquer que suponía. Quizá Svoboda había despertado algo en su interior, o lo había sacudido hasta resquebrajarlo.
—No me has explicado por qué tenías tanta prisa —suspiró Natalia—. Eres muy cerrado. Sólo ahora comprendo que dices muy poco sobre ti y tus actividades.
—Mira, no discutamos. Sabes que soy taciturno por naturaleza.
—No, no lo eres. Ése es el problema. Hablas, bromeas, comentas, pero al margen de tus ideas políticas de Neanderthal, ¿qué dices en serio? —Él iba a replicar pero ella lo hizo callar con un gesto—. A pesar de eso, he aprendido a leer ciertas pistas. La persona que encontraste en Dinamarca no era el «sujeto prometedor» que describiste con tanta vaguedad. Y cuando regresaste del aeropuerto y miraste la correspondencia, esa carta que te estremeció… No pudiste ocultar del todo tu reacción. Pero supuse que no me la mostrarías ni me la mencionarías.
Claro que no, pensó Hanno. Sobre todo porque Asagao, esa mujercita dulce e ingenua, la había redactado en su inglés torpemente preciso.
—Es privada, confidencial. —¿Una persona en Idaho, otra en Dinamarca?
Demonios. Natalia había visto el remitente. Tendría que haber advertido a los dos asiáticos que no se comunicaran así con él. Pero ellos conocían su identidad de Cauldwell por el laboratorio Rufus, y el complejo Tomek —una organización impersonal donde extraños podrían interceptar los mensajes— no les daba confianza. Y Hanno nunca había pensado que tanto tiempo después ellos pudieran dar con una nueva pista.
Al menos Natalia había tenido la dignidad de no abrir el sobre con vapor. Bien, él le había estudiado el carácter antes de unirse a ella de forma más estable.
¿Pero la comprendía de veras? Natalia era una persona brillante y compleja. Por eso lo atraía. Le habría deparado menos sorpresas si él hubiera sido más franco.
Demasiado tarde, pensó. Sintió una mezcla de tristeza y fatiga. Incluso para una criatura vital como Hanno, había sido un día extenuante.
—Déjame en paz —rezongó—. Ninguno de los dos es dueño del otro.
Ella se envaró aún mas.
—No deseas ningún compromiso, ¿verdad? ¿Qué soy para ti, aparte de una distracción sexual?
—¡Por amor de Dios, basta ya de tonterías! —Avanzó hacia ella—. Lo nuestro ha sido espléndido. No lo estropeemos.
Ella no se movió, pero abrió aún más los ojos.
—¿Ha sido? —susurró.
Él había querido anunciarlo con más gentileza. Tal vez esto era mejor.
—Tengo que irme de nuevo. No sé cuándo volveré.
Volar al este. Como Tannahill, contratar a un detective privado para obtener información sobre la gente de la Unidad, algunas fotos subrepticias, contar con datos para saber si abordarla directamente o no. Entretanto, Svoboda liquidaría sus asuntos en Europa, obtendría el visado ,y el billete, abordaría un avión. Aterrizaría en Nueva York. El aislamiento de la finca Tannahill ofrecía una oportunidad de conocerse de veras, de ponerse al tanto sobre el último milenio.
—Y no me dirás por qué —dijo Natalia con voz monocorde.
—Lo lamento, pero no puedo. —Había aprendido tiempo atrás a evitar las mentiras complicadas.
Ella lo miró sin verlo.
—¿Otra mujer? Tal vez. Pero hay algo más. De lo contrario, me habrías echado sin rodeos.
—No, escucha… Mira, Natalia, puedes seguir viviendo aquí, de hecho espero que lo hagas…
Ella negó con la cabeza.
—Tengo mi orgullo. —Lo escrutó con ojos penetrantes—. ¿En qué andas? ¿Con quién estás conspirando, y por qué?
—Te repito que es una cuestión personal.
—Tal vez. Considerando tus actitudes, no estoy segura. —De nuevo alzó la mano—. Oh, no andaré contando historias, sobre todo porque me das muy pocos elementos. Pero tengo que cuidar mi pellejo. Eso lo entiendes, ¿verdad? Si los polizontes me interrogan, les diré lo poco que sé. Porque ya no te debo ninguna lealtad.
—¡Oye, espera! —Tendió la mano hacia ella. Natalia lo rechazó—. Sentémonos a beber un trago y hablemos de esto.
Ella lo estudió.
—¿Cuánto más vas a decirme?
—Yo… bien, te tengo afecto y…
—No importa. Trágate tus historias. Mañana haré el equipaje.
Natalia se marchó. Habría tenido que irme pronto de cualquier modo, pensó Hanno. No puedo llorar por ti, pero tendría que haber sido más fácil. Al menos no ocuparé más los años que te quedan.
Se preguntó si ella, una vez a solas esa noche, rompería a llorar.
La lluvia caía despacio sobre el paisaje sin viento, casi como una bruma. Rozaba los edificios de apartamentos como plata sucia y ahogaba todos los ruidos. Había sólo hierba mojada, hojas goteantes, el destello del agua en la vereda. No había nadie más en esa tarde de mediados de semana en el noroeste de Copenhague. En el parque Utterslev Mose, Peter Astrup y Olga Rasmussen tenían el mundo para ellos solos.
Bajo la gorra, las gotas brillaban como lágrimas en la cara joven y redondeada de Peter.
—Pero no puedes marcharte así —suplicó.
Ella miró a lo lejos. Se había metido ambas manos en los bolsillos del abrigo.
—Es algo imprevisto —admitió.
—Brutalmente imprevisto.
—Por eso te pedí que te tomaras el día libre para verte. El tiempo apremia, y tengo mucho que hacer primero.
—¿Después de no verte ni hablar contigo desde…? —Peter le cogió el brazo—. ¿Qué has estado haciendo? ¿Con quién estuviste?
Ella se hizo a un costado. Peter captó la tácita orden y la soltó. Siempre era tierno, pensó ella, comprensivo, sí, quizá fuera el amante más dulce que había tenido o tendría jamás.
—No quiero herirte más de lo necesario, Peter —dijo en voz baja—. Este modo es el mejor.
—¿Y qué hay de nuestras vacaciones en Finlandia? —Peter tragó saliva—. Perdóname, fue una pregunta idiota… ahora.
—No creas. —Ella lo miró de nuevo—. Esperaba esas vacaciones tanto como tú. Pero esta oportunidad es demasiado grande.
—¿De veras? —preguntó él desesperadamente—. ¿Irte a Estados Unidos y… y qué? No me lo has explicado con detalle.
—Es confidencial. Investigación científica. Prometí no decir nada al respecto. Pero tú sabes que estoy interesada.
—Sí. Tu intelecto, tus conocimientos…, creo que eso me atrajo más que tu belleza.
—Oh, vamos. —Ella intentó reír—. Sé que no soy deslumbrante.
Peter se detuvo, y ella tuvo que pararse. Se miraron en la niebla fría. Siendo joven, él espetó:
—Eres misteriosa, ocultas algo. Sé que lo ocultas, y como mujer eres incomparable.
Y Hanno, pensó ella, también ha pasado muchas vidas mortales aprendiendo.
—Te amo, Olga —tartamudeó Peter—. Te lo he dicho antes. Te lo digo de nuevo. ¿Te casarás conmigo? Con papeles y… y todo.
—Oh, querido —murmuró Olga—. Tengo años suficientes para ser… —No pudo decir «tu madre». En cambio dijo—: Soy demasiado vieja para ti. Tal vez no lo aparente, pero te lo he dicho. Hemos disfrutado estos dos años.
Ya lo creo. Y Hanno… ¿Qué sé sobre Hanno? ¿Qué puedo esperar de él? Ambos hemos vivido demasiado tiempo en secreto, lo cual sin duda nos ha deformado de maneras que no advertimos, pero él ha recorrido el mundo durante tres veces el tiempo que yo viví en mi Rusia. Hanno es fascinante, estimulante y divertido, pero ya entreví ciertas asperezas. ¿O es una soledad interior? ¿Tiene capacidad para interesarse por alguien o algo al margen de la mera supervivencia?
En medio de su confusión se oyó decir:
—Sabíamos desde el principio que no podía durar. Terminemos limpiamente, siendo felices.
Él la miró cabizbajo.
—No me importa tu edad —dijo—. Te amo.
Olga sintió exasperación. No seas crío, quiso decirle., Bien, ¿qué puedo esperar de una persona que aún no ha cumplido los treinta? No tienes nada que yo pueda descubrir.
—Lo lamento.
Sin duda debí rechazarte desde el principio, pero la carne tiene sus exigencias y aquí las relaciones son fáciles y ligeras. Con Hanno y los demás… ¿Es posible un matrimonio de inmortales ? Creo que aún no estoy enamorada de él, ni él de mí. Quizá nunca nos enamoremos. Pero una sociedad duradera no se basa en eso. No basta en sí mismo. Tendremos que ver qué pasa.
Veremos. Qué pasa.
—No te lo tomes así —dijo—. Lo superarás, y hallarás a la muchacha adecuada.
Y sentarás cabeza para criar hijos que crecerán en esta cómoda estrechez y se disolverán en el polvo. A menos que estemos al borde del fuego y la matanza y una nueva edad oscura, como cree Hanno.
Svoboda esbozó una sonrisa.
—Entretanto —murmuró—, podemos volver a tu apartamento y regalarnos una magnífica despedida.
A fin de cuentas, sólo sería un día más.
Corinne Macandal recibió al visitante en su sala de estar victoriana.
—Tango gusto —saludó. La mano del visitante era nervuda y dura, suave pero firme. El hombre se inclinó con un aplomo arcaico—. Siéntese, por favor. ¿Desea una taza de café o té?
Kenneth Tannahill permaneció de pie.
—Gracias —dijo—. ¿Podemos hablar en privado, donde nadie pueda oírnos?
Ella lo miró sorprendida. Pensó: ¿Qué edad tiene este hombre? El pelo negro, la piel lisa y el cuerpo ágil hablaban de juventud, pero algo más que el semblante enjuto sugería que había visto muchos años y mucho mundo. Los indicios eran sutiles, pero reales.
—¿De veras? Creí que usted buscaba una entrevista para su publicación.
Tannahill sonrió como un felino.
—Eso no era exactamente lo que pedía mi nota, aunque daba esa impresión, ¿verdad?
Corinne respondió con cautela.
—¿Qué desea, entonces? Debo confesar que no estoy familiarizada con… Chart Room.
—No es una gran revista. Ni es sensacionalista, debo añadir. En general publica artículos, o ensayos, sobre temas de actualidad. A menudo nos dedicamos a la historia o la antropología, tratando de poner las cosas en perspectiva.
—Parece interesante. —Macandal inspiró profundamente—. Sin embargo, temo que debo rechazar una entrevista a cualquier cosa semejante. No quiero publicidad. Me disgusta personalmente, y podría perjudicar a la Unidad.
—¿De veras? Creo que si la original labor de ustedes se conociera mejor, obtendrían mayor respaldo, cooperación, todo lo necesario. Otros desearían imitarles.
—Dudo que pudieran. Somos únicos. Una de las cosas que nos posibilita hacer lo que hacemos es precisamente nuestra pequeñez, nuestra intimidad. La mirada de los demás destruiría todo eso.
Los grandes ojos rasgados de Tannahill la miraron con fijeza.
—Sospecho que eso es menos importante que usted misma —murmuró—. Y que su socia, la señorita Donau.
Corinne se alarmó y alzó la voz.
—¿Qué busca usted? ¿Quiere ir al grano?
—Mis disculpas. No quise ofender. Por el contrario. Pero creo que deberíamos hablar en privado.
—Muy bien —decidió ella—. Espere un minuto y daré instrucciones al respecto.
Entró en el vestíbulo, encontró a una criada y susurró:
—El caballero y yo estaremos en mi cuarto. Di a Boyd y Jerry que estén cerca y vengan de inmediato si los llamo.
La muchacha la miró boquiabierta.
—¿Espera problemas, señora?
—No —contestó Macandal—. Sólo por si acaso. —No se conservaba la inmortalidad omitiendo precauciones.
Regresó y condujo a Tannahill entre los objetos que simbolizaban poder. Él los inspeccionó mientras Macandal cerraba la puerta.
—Siéntese —ofreció, con más brusquedad de la que se proponía.
Él obedeció. Macandal acercó otra silla.
—Le agradeceré que se explique cuanto antes —dijo.
Él no pudo ocultar su propia tensión. —Perdóneme si no lo hago —respondió—. La tarea que me trae aquí es de suma importancia. Tengo que estar seguro antes de aclarar detalles. Pero prometo que no habrá amenazas, exigencias ni intentos de causarle daño. Pertenezco a una clase de personas inusitadas. Tengo razones para pensar que usted y la señorita Donau también. En tal caso, las invitaremos a unirse a nosotros, para contar con ayuda mutua y camaradería.
¿Acaso él…? Por un instante, la penumbra de la cámara se volvió brumosa y Corinne sintió un estruendo en los oídos. A través del estruendo oyó:
—Seré franco, y espero que usted no se enfade. Encargué a una agencia de detectives que preparase un informe sobre ustedes y la organización. Las vigilaron durante una semana, charlaron con personas bien predispuestas, tomaron fotos, revisaron archivos periodísticos y documentos públicos. Era sólo con la intención de ponerme al corriente, de modo que hoy yo viniera preparado para hablar con inteligencia y no le hiciera perder el tiempo. —Tannahill sonrió—. Usted, en cuanto individuo, continúa siendo tan enigmática como siempre. Prácticamente no sé nada sobre usted excepto que, según los archivos y los recuerdos de un par de viejos miembros de la Unidad, su madre fundó este grupo que encabeza, y que usted se parece a ella. Por lo demás, si no me equivoco, tengo más información sobre Rosa Donau.
Macandal intentó recobrar la compostura. El corazón se le aceleraba, pero tenía la mente alerta y los sentidos aguzados. Si de veras era un inmortal, no era una amenaza, sino causa de alegría. Desde luego, si no lo era… Sí, debía andar con cuidado.
—¿Entonces por qué no la entrevistó primero a ella? —preguntó.
—Tal vez a ella no le agrade. Verá usted, trato de no despertar temores. —Tannahill se apoyó las manos en las rodillas—. ¿Puedo contarle una historia? Considérela un relato ficticio. O una parábola: obviamente usted es una persona culta.
Ella cabeceó.
—Había una vez una mujer que vivía en lo que ahora es Estambul —dijo Tannahill—. En esos tiempos la llamaban Constantinopla, y era capital de un gran imperio. Esa mujer no había nacido allí, sino en Siria. Había tenido una vida difícil, había recorrido mundo y había recibido muchos golpes crueles. Sí, era mucho mayor de lo que aparentaba, aunque no tan vieja como su profesión, para la cual necesitaba ese cuerpo juvenil. Le iba bien en su oficio, aunque cada tanto tenía que mudarse y cambiar de nombre. Al fin conoció a un hombre que también era mayor de lo que aparentaba. Él y su socio habían viajado mucho. En ese momento eran mercaderes en la ruta fluvial rusa.
No dejaba de mirar a Corinne. Ella no resistió más.
—¡Basta! —exclamó. Cobrando aliento—. Señor… Tannahill, ¿por casualidad está usted asociado con un caballero llamado… Willock?
Los dedos de Tannahill se pusieron blancos.
—Sí. Es decir, lo conozco, aunque tal vez él no sepa nada de mí. Una fundación para estudios sobre la vejez lo contrató para hallar personas que tengan… genes de longevidad. Hablo de una gran longevidad.
—Entiendo. —De pronto Macandal sintió una extraña calma, un distanciamiento. Era como si hablara otra persona—. Rosa y yo vimos el anuncio. Nos pareció interesante.
—Pero no respondieron.
—No. Debemos tener cuidado. La Unidad trabaja entre, y contra, malos sujetos. Tenemos enemigos, y ellos no tienen escrúpulos.
—Eso pensé. Le juro, señorita Macandal, que el grupo al cual pertenezco es decente. De hecho, nos enteramos de la existencia de la Unidad porque dos de nosotros también realizan tareas de rehabilitación y somos pocos. Muy pocos.
—No obstante, debe darme tiempo para reflexionar. Ustedes saben cosas sobre nosotras. ¿Qué sabemos nosotras sobre ustedes?
Tannahill guardó silencio un minuto. Al fin cabeceó.
—Es razonable. Pregunte lo que quiera.
Ella enarcó las cejas.
—¿Se compromete a responder todas las preguntas, con veracidad y sin omisiones?
Tannahill rió, echando la cabeza hacia atrás.
—No. ¡Bien dicho! —Poniéndose serio—: No antes de que nos tengamos plena y mutua confianza. Permítame hacer lo posible para ello.
—Todavía no. Quiero estudiarlo por mi cuenta. Leer algunos números de la revista. Averiguar cómo vive, qué piensan de usted sus vecinos, esas cosas. Tal como usted hizo con nosotras. No llevará mucho tiempo. Luego Rosa y yo planearemos el próximo movimiento.
Él sonrió, serenándose.
—En otras palabras: «No llame usted, llamaremos nosotras.» De acuerdo. Nuestra gente tiene tiempo y paciencia. Sabemos esperar. No ocurrirá nada hasta que ustedes lo deseen.
Metió la mano en el bolsillo y extrajo una tarjeta.
—Ésa es mi dirección de New Hampshire. No estoy solo en la ciudad. Mi amigo y yo regresaremos allí mañana. Telefonee cuando guste, o escriba, si lo prefiere. Si nos marchamos, informaré al personal cómo ponerse en contacto conmigo, y podré volver aquí de inmediato.
—Gracias. Estuvo a punto de conquistarla cuando se levantó y dijo:
—No, gracias a usted. Ansío tener noticias suyas. Por favor cuente mi fábula a la señorita Donau, y añada el final feliz: el hombre de la historia dejó de estar enfadado con la mujer. Espera que ella se alegre de volver a verlo.
—Se lo diré —convino Macandal—. Se dieron nuevamente la mano, un contacto que duró apenas unos segundos, pero ninguno de ambos habló mientras ella lo acompañaba a la puerta.
Macandal lo siguió con los ojos hasta que él desapareció por la calle solitaria, caminando ágilmente y sin temor. Bien, pensó ella, sabe cuidarse, ha estado en sitios peores que Harlem de día. ¡Demonios, vaya tío encantador!
¿O es sólo idea mía? Tal vez Aliyat tenga razón. Un hombre inmortal no es necesariamente un buen hombre. Pero si lo es…, si lo son… Ella aún no me ha explicado qué tiene en contra de él…
¿Qué estoy esperando? ¿Por qué me demoro? Cielos, es un hombre. Tal vez, haya otros hombres.
¡Calma, muchacha!
El arrebato de deseo cesó. La dejó temblando pero capaz de reírse de sí misma, y eso fue una purificación. El celibato había sido el precio que debía pagar; Mama-lo no podía tomar una serie de amantes y no se atrevía a casarse. Pensó: Me enorgullecí de mi disciplina y no entendí que me estaba volviendo engreída. En el fondo, querida, eres sólo un ser humano, lascivo, limitado y vulnerable.
Pero tienes responsabilidades.
Entró y subió hasta un cuarto que servía de oficina privada. Sus prosaicos muebles y equipos la ayudaron a recobrarse del vértigo. Tenía trabajo que hacer.
Macandal se instaló en el escritorio y cogió el teléfono. Entre los números que tecleó, tres pertenecían a agentes de policía y uno a un agente del FBI. La Unidad había salvado a esos hombres cuando eran niños. Eran personas inquietas y no se habían quedado, pero ya estaban equipadas para enfrentarse al mundo y no olvidaban. Ninguno de ellos traicionaría su función pública, ni ella pediría semejante cosa. Pero más de una vez habían indagado asuntos, dando por sentado que las razones de Macandal eran legítimas. A través de esas personas podría averiguar mucho sobre Kenneth Tannahill, tal vez hasta cosas que él mismo ignoraba.
El chófer del taxi puso mala cara cuando Aliyat le dio la dirección. Obviamente, se alegró de dejarla allí y largarse. Por un momento, ella se sintió abandonada. El crepúsculo se demoraba en el cielo, pero las paredes decrépitas lo ocultaban y la noche ya dominaba la calle. El escaso fulgor de los faroles mostraba un pavimento desnudo, aceras resquebrajadas, trozos de plástico y papel, fragmentos de vidrio, latas vacías, colillas y múltiples desechos inclasificables. Unas pocas ventanas sin tapias resplandecían. Nadie se asomaba en ellas. Era como si Aliyat pudiera oler el miedo, un hedor más entre los que impregnaban el aire caliente.
Caminó deprisa hacia el inquilinato de la Unidad. La fachada era tan mugrienta como las demás. Esas reparaciones debían esperar su turno, pero por dentro las cosas debían de estar más avanzadas. Los obreros se habían marchado horas atrás. ¿El vecindario habría demostrado mayor vitalidad cuando ellos estaban allí con su cháchara jovial?
La puerta estaba cerrada con llave. No lo había estado en su visita anterior. Miró por encima del hombro mientras apretaba el timbre, la cañera apretada contra las costillas.
Un perfil oscuro se delineó contra el vidrio de seguridad. Alguien la estudiaba lentamente por un orificio. Aliyat reconoció a ese hombre, pero no a los demás, aunque todos llevaban la placa de voluntario. Bien, ya no podía conocer a todos los miembros. Ninguno de ellos era el hombre que esperaba.
—¡Señorita-lo! —exclamó el primero—. ¿Qué hace aquí?
—Tengo que ver a Randy Castle —dijo ella deprisa—. Me dijeron que estaría aquí.
—Sí, está. —El otro chasqueó la lengua—. No debió usted venir, señorita-lo. Y menos sola.
Me di cuenta en cuanto llegué, pensó ella, sin animarse a decirlo en voz alta.
—Bien, él trabaja todo el día… —Para una compañía de mudanzas que lo mantenía en movimiento y le impedía verlo—. Pensé que estaría en Flor de la Esperanza… —El complejo de la Unidad donde él tenía un apartamento, en un distrito más seguro que éste—. Como no respondió a mis llamadas, llamé a sus padres y me dijeron dónde estaba. Lo necesitamos para un trabajo y aquí no tiene teléfono.
—Tenemos. —El guardia señaló el teléfono: estaba en una mesa entre las herramientas de los carpinteros—. Yo lo hubiera ido a buscar.
—No, lo lamento, pero se trata de un asunto confidencial.
—Entiendo. —La confianza fue instantánea y absoluta—. Bien, él está pasillo abajo, en el numero tres. —Señaló, forzando una sonrisa—. No se preocupe, señorita-lo. La acompañaremos a casa. —De un modo u otro —murmuró el compañero.
Más allá del vestíbulo habían restaurado el pasillo y sólo faltaba pintarlo y alfombrarlo. Llamó a una puerta nueva. El hombre abrió.
—¿Qué? —gruñó, y luego, al verla—: ¿Qué sucede?
—Tengo que hablar contigo —dijo Aliyat.
Con torpe y conmovedor respeto él la hizo entrar y cerró la puerta. El apartamento estaba pulcramente terminado pero poco amueblado, pues aún no se esperaban inquilinos. Había varios libros en una mesa, junto a un calentador y un papel con ejercicios garrapateados. Como la mayoría de los jóvenes de la Unidad, Castle mejoraba su educación, soñaba con ser ingeniero.
—Póngase cómoda, señorita-lo —murmuró—. Me alegra verla, pero ojalá no hubiera venido. ¿Sabe a qué me refiero? ¿En qué puedo servirla?
Ante la insistencia, ella se sentó en la única silla. Él le ofreció café. Aliyat negó con la cabeza y él se sentó en el suelo.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella—. ¿Por qué te has mudado? ¿Dónde está Gus? —El sereno anterior.
—En cama, señorita-lo. Una pandilla de matones vino hace cuatro noches y le dio una tunda.
—¿Lo sabe Mama-lo? —preguntó Aliyat, anonadada.
—Aún no. Pensamos que era mejor hablar primero con usted, saber su opinión. —Los discípulos tratando de proteger a la santa, pensó Aliyat. Y era posible que Corinne, a pesar de todo, ordenara abandonar el proyecto antes que practicar la violencia. Los hombres que han aprendido el orgullo no reculan fácilmente—. Pero usted no estaba en la ciudad.
—Sí, he estado fuera estas dos semanas. Lo lamentó, debí dejar aclarado cómo comunicarse conmigo, pero nunca creí que se presentara semejante emergencia.
—Claro —dijo él, con sinceridad—. Usted no podía saberlo. Y necesitaba unas vacaciones. Notamos que se estaba agotando.
No tanto, pensó ella. Al menos, no físicamente. Aunque es verdad que la administración, la tesorería, las cuentas, el asesoramiento, todo lo que hago sola porque no podemos contar con personal adecuado, me fatiga un poco. Aunque la Unidad signifique mucho para mí, no puede ser mi vida entera. No tengo el ánimo ni la bondad. Cada tanto debo largarme, tomar lo que he ahorrado de mis cheques e ir a otra parte con otro nombre, disfrutar de ciertos lujos, placeres, diversiones, tener un amorío si encuentro una persona atractiva. (Y estos últimos años casi siempre fueron hombres y no mujeres; la Unidad me ha purgado de la amargura y muchas heridas empiezan a cicatrizar.) ¿Por qué me digo estas cosas? ¿Para no sentirme culpable de mi ausencia?
—¿Cómo está Gus?
—Estará bien. Fue atendido por el curandero Jules, quien ahora lo tiene en su casa.
—¿Entonces no avisasteis a la policía?
—¿Para qué? Sólo nos traería problemas.
—Escucha —protestó Aliyat—, ¿cuántas veces Mama-lo y yo debemos explicar que los enemigos no son los policías sino los delincuentes?
Soy hipócrita sólo a medias, pensó. Calculo que muchos polizontes tienen buenas intenciones, pero están atados por leyes que fomentan el crimen aún más que la Prohibición.
—Bien, en todo caso, tienen pocos medios —exclamó Castle a la defensiva—. No pueden apostar una guardia las veinticuatro horas. Y Gus nos dijo que esos canallas prometieron algo peor si no nos largamos. Quizás hasta bombas incendiarias. Decidimos reforzar la seguridad nocturna para desalentarlos. Por eso otros hombres y yo nos quedamos aquí.
Aliyat sintió un escalofrío. La calle estaba desierta y silenciosa. Demasiado silenciosa. ¿Se había corrido el rumor de que había algo en ciernes ?
¿Qué podía hacer ella? Nada por el momento.
—Ten cuidado —suplicó—. Todo esto no vale una vida. —Tal vez te queden cincuenta o sesenta años, querido Randy.
—También usted, señorita-lo. No vuelva aquí después del anochecer. Por lo menos, no hasta que limpiemos la zona. —Se irguió de repente— ¿Qué desea usted? ¿Cómo podemos ayudarla?
Eso reavivó el cosquilleo que ella había sentido al hablar con Corinne a su regreso. Olvidó ese sórdido entorno. Se puso de pie.
—Tengo que realizar un largo viaje, hasta New Hampshire. Necesito un chófer y…, quizá no sea necesario, pero llevaré un guardaespaldas. Alguien fuerte y de confianza, y capaz de mantener la boca cerrada. He pensado en ti. ¿Estás dispuesto?
Él también se había levantado.
—¡A su servicio, señorita-lo, y gracias! —dijo con entusiasmo.
—Tal vez no sea necesario que pierdas tiempo de trabajo. Ahora que sé que puedo contar contigo, escribiré de antemano pidiendo que me esperen. —No creía que interceptaran la correspondencia, pero usaría un servicio de mensajería urgente privado para mayor seguridad y para que se entregara con rapidez. Tannahill podría responder del mismo modo—. Nos iremos el sábado por la mañana. Si todo va bien, regresaremos el domingo por la noche. O tal vez yo me quede allá y tú regreses solo. —Si decido confiar en ellos. —Claro. —Randolph puso tono de preocupación—. Mencionó usted un guardaespaldas. ¿Puede resultar peligroso? No me gustaría llevarla hacia el peligro.
—No, no temo ninguna amenaza física. —Quién sabe, pensó Aliyat, y sonrió—: Puede ser una ayuda contar con alguien de aspecto fornido. El propósito será llevar un mensaje y luego conferenciar.
El mensaje: Corinne ha sabido que Kenneth Tannahill está bajo vigilancia, al parecer por órdenes de un senador. Iba a enviar la advertencia por correo cuando llegué yo. Decidí llevarla personalmente, para desconcertar a ese hombre, contar con la iniciativa y… ¿y qué? ¿Evaluarlo? Cadoc, Hanno, sólo puede ser él, a quien robé y traté de hacer matar. Él dijo que me había perdonado, y novecientos años sería mucho tiempo para guardar un rencor, a menos que se haya agudizado con el tiempo. Tenemos que decidir si unirnos a él y ver quién lo acompaña; y cómo unirnos, en qué condiciones. Me creo capaz de reconocer a un malandrín o un monstruo más rápidamente que Mama-lo.
—Esto será especial, Randy —dijo—. Necesito entrar en ese sitio y salir sin que se entere nadie. Puede haber alguien vigilando desde fuera. Inventaré algún disfraz. Tal vez me corte el pelo, me oscurezca la cara, me vista de hombre. Llevaremos herramientas para parecer obreros realizando una tarea de reparación. Iremos en un coche viejo y feo, y conseguiré placas de New Hampshire. —La Unidad combatía el delito, pero había que saber quién vendía ciertas cosas por cierto precio—. Nos turnaremos para conducir.
Una excitación casi olvidada superó los malos presentimientos. Arroja los dados y al demonio con las autoridades. ¿Todavía soy una renegada de corazón?
Pero aquí está este muchacho. —Lo lamento —concluyó—. No podrás estar presente en las conversaciones, y no puedo contártelo todo. Sólo te puedo jurar que se trata de un asunto honesto.
—No lo dudaría un segundo, señorita-lo —respondió él.
Ella le cerró los dedos sobre la mano parda.
—Eres un encanto.
Oyeron un estrépito y un grito.
—¿Qué? ¿Ellos? —Castle cruzó la habitación. Se oyeron más ruidos—. ¡Quédese aquí, señorita-lo! —Castle cogió un objeto metálico de una caja de cartón y se lanzó hacia la puerta—. ¡Ya voy, hermanos! ¡Resistid!
—No, espera, deja eso, Randy. —Aliyat no tuvo tiempo de pensar. Siguió al hombre que empuñaba la pistola, un arma que se prohibía a la gente común.
Corredor abajo. Más allá del vestíbulo habían destrozado el vidrio de seguridad. Había una humareda. Había irrumpido media docena de hombres jóvenes.
Los guardianes… Dos invasores tenían a un guardián contra la pared. ¿Dónde estaba el compañero? Otros miembros de la Unidad salieron a espaldas de Aliyat.
—¡Deteneos, bastardos! —rugió Castle. Su arma lanzó un estampido de advertencia.
Un atacante respondió disparándole al cuerpo.
Castle se tambaleó, se inclinó, atinó a disparar antes de caer. Aliyat vio la sangre que le manaba de la garganta.
Un martillazo la abatió.
Moriarty estaba desayunando cuando le llamó Stoddard. El senador también tenía teléfono en esa habitación. Incluso en su residencia de verano, en su propio Estado, debía estar siempre alerta; y el número no figuraba en la guía, lo cual le daba cierta protección.
La voz lo despabiló de inmediato. Soltó un silbido y un resuello.
—Por Dios —respondió al fin—. Sube al primer avión de National. Coge un taxi al llegar aquí. No repares en gastos. Trae todo el material que tengas. Necesito ponerme al corriente. Estuve de gira, ya sabes, concurriendo a mítines. De acuerdo. Parece prometedor, ¿eh? Apresúrate. Adiós.
Colgó.
—¿De qué se trata? —preguntó su esposa.
—Lo lamento, alto secreto —le respondió Moriarty—. Oye, ¿podrás reorganizar mis citas de hoy?
—¿Incluida la fiesta de los Garrison? Recuerda quién estará allí.
—Lo lamento. Esto es muy importante. Ve tú, presenta mis excusas y halaga a esos personajes con tus encantos.
—Haré lo que pueda.
—Que es mucho, mi amor. —Qué magnífica primera dama sería ella… Algún día, algún día, cuando se cumpliera su destino. Entonces ella no se preocuparía por las otras mujeres—. Perdona, pero tengo que ponerme en marcha. Tengo que organizar muchas cosas en menos tiempo del que esperaba.
Así era. El Congreso estaba en receso; pero los votantes nunca olvidaban sus problemas y él no podía descuidar ciertos intereses. Y la convención le había dejado varios problemas que debía resolver antes de las elecciones. Y tenía que revisar su discurso. Era sólo un homenaje en una escuela secundaria, pero si decía las cosas acertadas en frases convincentes, quizá los medios citaran alguna. Tenía que hallar un lema identificador, como el de Roosevelt: «Lo único que debemos temer es el temor mismo.» O el de Kennedy: «No preguntéis qué puede hacer vuestro país por vosotros…»
Horas después recibió a Stoddard en el estudio. Era una habitación aireada, con una rutilante vista al mar, donde bailaban las blancas alas de los veleros. Las paredes no exhibían fotos autografiadas de Moriarty en compañía de personas famosas, como en la oficina de Washington. Sólo retratos de familia, un paisaje pintado por su hija, un trofeo de equitación de su época de estudiante, una estantería con libros de referencia y recreo que no eran meramente ornamentales.
—Hola —saludó desde el escritorio—. Siéntate. —Notó que había sido muy brusco—. Disculpa. Supongo que estoy más nervioso de lo que esperaba.
Stoddard se sentó en una silla giratoria, se reclinó, se apoyó el maletín en las rodillas.
—También yo, senador. ¿Le molesta si fumo?
—No. —Moriarty esbozó una tímida sonrisa—. Ojalá yo me atreviera.
—Estamos solos. —Stoddard le alcanzó el paquete.
Moriarty meneó la cabeza.
—No, gracias. Me costó dejarlo. Me pregunto qué diría Churchill de una sociedad donde ya no puedes fumar si aspiras a un puesto público.
—A menos que usted venga de un Estado tabacalero. —Stoddard encendió una cerilla—. De lo contrario, sí, uno vota por precios concertados, subsidios y fomento a la exportaciones tabacaleras, mientras incita a una guerra contra las drogas adictivas peligrosas.
¡Al demonio con ese hijo de perra! Lástima que fuera tan útil. Bien, con ese sarcasmo se había perdido el trago que Moriarty pensaba ofrecerle.
—Vamos al grano. £ Cuántos detalles tienes sobre este asunto?
—¿Cuántos tiene usted?
—Leí ese artículo del Times cuando llamaste. No fue muy informativo.
—No, supongo que no. Porque en la superficie no es una gran noticia. Otro incidente entre indigentes neoyorquinos.
Moriarty sonrió satisfecho.
—¡Pero está relacionado con Tannahill!
—Tal vez —advirtió Stoddard—. Sólo sabemos que estuvieron involucrados miembros de la Unidad, y que Tannahill visitó a la directora el mes pasado. Y es una organización extraña. No clandestina, pero… ¿evasiva? Tuvimos que gastar mucho para obtener información, y podría ser en balde. Tannahill pudo visitar a esa mujer por otras razones. Tal vez quería escribir un artículo. Él estaba en casa durante el episodio. Aún está allí, según mis últimas noticias.
Moriarty trató de apaciguarse. ¿Será una ridiculez?, se preguntó. ¿Por qué apunto mi artillería contra un tábano?
Porque un instinto afinado por mi profesión me indica que hay aleo grande detrás de esto, grande, grande. Descubrirlo sería algo más que silenciar a un reaccionario vocinglero. Me pondría en órbita. Dentro de cuatro años, ocho a lo sumo, podría tener el nuevo amanecer que tanto temen Tannahill y sus cavernícolas.
Se reclinó en el cuero gastado, acogedor, crujiente, y trató de relajar los músculos uno por uno.
—Mira —dijo—, sabes que no he tenido tiempo para estar al corriente de tus investigaciones. Cuéntamelo desde el principio. No importa si repites lo que he oído antes. Quiero todos los datos en orden para evaluarlos.
—Sí, señor. —Stoddard abrió el maletín y extrajo un sobre—. Puedo darle una síntesis antes de pasar a los detalles.
—De acuerdo.
Stoddard miró sus notas.
—Le avisé a usted cuando Tannahill regresó a New Hampshire. Bien, lo hicimos vigilar desde entonces. Siguiendo instrucciones suyas, notifiqué el asunto al FBI. El agente a quien le hablé se fastidió un poco.
—Me consideró oficioso, sin duda. —Moriarty rió—. Mejor eso que parecer furtivo. Y les ha dado qué pensar. Continúa.
—Poco después de su regreso… ¿Quieres fechas? ¿Aún no? Bien, poco después Tannahill fue a Nueva York, se hospedó en un hotel y fue a recibir, un avión de Copenhague en el aeropuerto Kennedy. Una mujer joven se lanzó a sus brazos cuando pasaron la aduana, y estuvieron varios días encerrados en ese hotel. Parecía una luna de miel: excursiones, restaurantes de lujo, lo de costumbre. La investigamos a ella, desde luego. Se llama Olga Rasmussen, ciudadana danesa pero de origen ruso, refugiada. Hay ciertas cosas llamativas, pero efectuar investigaciones internacionales es difícil. Y costoso. Usted decide.
«Entretanto, Tannahill visitó el edificio de la Unidad. No se quedó mucho tiempo y no estableció nuevo contacto, a menos que tenga una línea secreta. —Stoddard no hizo comentarios sobre la ilegalidad de los teléfonos intervenidos, y Moriarty no preguntó—. Él y Rasmussen fueron a casa de Tannahill en el norte. Han estado allí desde entonces, sin salir mucho ni hacer nada inusitado en público. Excepto…
«Últimamente fueron al aeropuerto más cercano y llevaron a casa a un hombre que ahora es su huésped. No pudimos averiguar mucho sobre él, excepto que viene de la Costa Oeste. Piel roja, a juzgar por el aspecto.
—¿De qué clase? —preguntó Moriarty—. No todos son iguales.
—¿ Eh? Bien, es alto, con cara aquilina. Tannahill lo presentó a los tenderos y otras personas de la aldea como Peregrino.
—Costa Oeste… Bien, ¿qué hay del episodio violento de la otra noche?
—Aparentemente, el barón de las drogas de ese distrito de Nueva York, ordenó a sus matones que atacaran un inquilinato que la Unidad está rehabilitando para sus miembros. Al parecer, intenta echarlos antes de que se establezcan en su territorio. La Unidad perjudica sus negocios.
Moriarty hurgó en su memoria.
—Tal vez haya oído algo sobre la Unidad anteriormente, pero no estoy seguro. Cuéntame.
—Es una organización oscura. Por elección, según entiendo. Compacta, controlable; no llama la atención. Es una organización de autoayuda entre los menesterosos, pero no se parece a ninguna otra. No es una iglesia, aunque tiene un elemento religioso…, ceremonias, al menos. No es un grupo militante, aunque los miembros están muy unidos. Efectúan patrullas que constituyen algo más que una vigilancia del vecindario. Sin embargo, hasta ahora no han quebrantado ninguna ley. La presidenta, suma sacerdotisa o como se llame es una mujer enigmática. Negra, se llama Corinne Macandal. Tiene una socia blanca, Rosa Donau, que estuvo involucrada en el incidente. Eso es todo lo que hemos averiguado sobre la Unidad. —Habíame del incidente —dijo Moriarty—. La descripción del periódico era muy vaga.
—Temo que la mía lo será también. Donau estaba en ese edificio que están arreglando cuando entró la pandilla. Uno de los hombres de la Unidad tenía una pistola. Hubo disparos. El hombre murió, pero antes liquidó a un enemigo. Donau sufrió lesiones graves.
Moriarty asintió.
—Especiales del sábado por la noche. Lluvia de balas. Y en el sur cacarean por la Segunda Enmienda. Continúa. ¿Más heridos?
—Dos guardianes desarmados recibieron una tunda. Había otros hombres de la Unidad, pero sólo tenían porras…, bien, un par de navajas autorizadas.
—No es poco. ¿Sufrieron heridas?
—No, ni se trabaron en lucha. Al cabo dé algunos disparos, los atacantes huyeron. Obviamente, no esperaban tanta resistencia. Calculo que se proponían cometer actos vandálicos, destruirlo todo. La gente de la Unidad llamó a la policía. Los cadáveres fueron a la morgue, Donau al hospital. Un disparo en el pecho. Grave, pero estable.
Moriarty se acarició la papada y miró hacia las soleadas aguas.
—Sin duda la directora, Macandal, emitirá una declaración manifestando alarma y reprobando el uso de armas.
—Mi impresión es que los hombres jurarán que fue idea de ellos.
—Lo cual podría ser verdad. Donau debería saber más, si sobrevive. Una testigo presencial, al menos… Sí, creo que esto no fue sólo otra pelea en una barriada pobre. —Concluyó triunfalmente—: Creo que tenemos fundamentos para solicitar una investigación federal de la Unidad y de todos los que han estado en contacto con la organización.
—En general, los varones indios trabajaban tanto como las mujeres —dijo Peregrino—. Ocurre que la división del trabajo estaba más definida que entre los blancos, y quienes visitaban los campamentos veían la labor de las mujeres.
—¿Pero las obligaciones de los hombres no eran más divertidas? —preguntó Svoboda—. Cazar, por ejemplo. —Tenía una expresión de embeleso. Estaba en presencia de un hombre que había pertenecido a esas fabulosas tribus, había experimentado el Salvaje Oeste.
Hanno pensó en encender la pipa. Decidió que no. A Svoboda le desagradaba y él fumaba menos por consideración a ella. Quizá pronto lo obligara a dejarlo del todo. Entretanto, pensó con resentimiento, ¿por qué no me hace preguntas a mí? Yo también vi la frontera americana. Conocí esta tierra donde estamos cuando era un páramo.
Miró por la ventana de la sala. El sol de la tarde relucía en el parque. Donde se acababa la hierba, un macizo de flores exhibía resplandores rojos, violáceos y dorados al pie de la cerca de alambre con alarma antirrobo que rodeaba la propiedad. Desde aquí no veía el camino que comunicaba con la carretera del condado, atravesaba un portón controlado eléctricamente y conducía a la mansión entre majestuosas hayas. Detrás de la cerca veía, en cambio, bosques cuyas rutilantes hojas aleteaban en el viento.
Un sitio encantador, el retiro ideal después de Nueva York, una paz donde él y Svoboda podían descubrirse mutuamente y ella podía conocer a Peregrino. Pero Hanno debía regresar a Seattle y a ciertos asuntos que había descuidado. Ella lo acompañaría. Le agradarían la ciudad y la campiña. Peregrino debería quedarse allí un tiempo, por si llegaba un mensaje de Macandal… ¿Cuándo dejarían esas mujeres de andar con rodeos? Svoboda ansiaba conocer a Asagao y Tu Shan. Hanno no debía pensar en apartarla de Peregrino. No era dueño de Svoboda, no tenía derecho a estar celoso, y de momento no había nada serio entre ambos… Sonó el teléfono. Peregrino se interrumpió en medio de una frase.
—Continúa —invitó Hanno—. Tal vez no haya que responder.
El contestador telefónico recitó sus instrucciones y emitió un bip. Se oyó una voz de mujer, rápida e inestable.
—Madame Aliyat desea hablar con el señor Tannahill. Es urgente. No deje de atender.
¡Aliyat! Hanno cruzó la habitación. Cogió el auricular de la mesa antigua.
—Hola, soy Tannahill. ¿Eres tú?
No, reconoció la voz de Macandal.
—Parlez-vous frangais?
¿Qué? Su mente dio un brinco.
—Oui. —Su francés no era perfecto pero lo había conservado actualizándolo mientras el idioma evolucionaba, pues a menudo era una herramienta valiosa—. Désirez-vous parler comme ci? Pourquoi, s'il vous plait?
Ella había tenido menos práctica en las últimas décadas. Hablaba despacio y con titubeos, y a veces Hanno debía ayudarla para que se expresara con claridad. Peregrino y Svoboda guardaban silencio. Notaron que la voz de Hanno se volvía acerada, que el semblante se le endurecía.
—Bien. Bonne chance. Au revoir, espérons-nous.
Dejó el auricular y se volvió hacia sus compañeros. Por un instante sólo se oyó el rumor del viento.
—Primero me cercioraré de que nadie más nos oiga —dijo al fin Hanno, y salió. El personal de la casa no fisgoneaba ni interrumpía a menos que fuera necesario, pero el inglés era la única lengua común.
Al regresar, se plantó con los brazos en jarras ante los otros dos.
—Era Corinne Macandal…, al fin, aunque con malas noticias. Ojalá recibiera aquí el New York Times.
Con voz dura, les describió el desastre de un par de noches atrás.
—Qué terrible. —Svoboda se levantó, tendiéndole la mano. Hanno no lo notó. Peregrino se quedó donde estaba, alerta como un lince.
—Pero tengo noticias peores —dijo Hanno—. Macandal tiene amigos en ciertos departamentos del gobierno, especialmente la policía. —Reconoció la pregunta tácita de Svoboda y sonrió con amargura—. No, no puedes llamarlos topos. Le deslizan datos o advertencias, y rara vez. Nada para malos propósitos, sólo para que no la sorprendan desprevenida. La clase de precaución natural en un inmortal. Yo también lo hacía, hasta que estuve en una posición donde era mejor mantenerse lejos del gobierno.
»Bien, después de mi visita ella quiso hacer algunas averiguaciones acerca de mí antes de comprometerse con un curso de acción, o inacción…, saber más de lo que yo estaría dispuesto a revelar. Así que llamó a esos contactos y descubrió que estoy bajo vigilancia desde poco antes de mi encuentro con ella. Es a petición de Edmund J. Moriarty. Sí, Neddy, el senador, mi bête noire. Aparentemente, le pertenezco.
Suspiró.
—Por mi parte, lo habría dejado en paz. Creía hacer un servicio público al fustigarlo. Pensé que debía a Estados Unidos esta pequeña ayuda, porque honestamente dudo de que el país sobreviviera a la presidencia de Moriarty. Un error. Debí haberme concentrado en nuestra supervivencia. Demasiado tarde.
Svoboda había palidecido.
—¿La policía secreta? —susurró.
—No, no. —Hanno le palmeó el hombro—. Tendrías que saberlo, después de tantos años en Occidente. ¿O has estado escuchando a izquierdistas europeos? La República aún no ha decaído tanto. Creo que Moriarty ha estado haciendo indagaciones, con la esperanza de hallar algo que desacreditara o incriminara a Kenneth Tannahill. Macandal no lo ve así. Supongo que lo admira, porque presuntamente él ha actuado en favor de los pobres. Ella está demasiado atareada para estudiar Historia. La revelación de que él me investigaba la ha disuadido de continuar nuestro contacto. Yo podría ser malvado. Ella tiene mucho que perder, no dinero, sino el trabajo de una vida.
—No importa —dijo Peregrino—. Obviamente, en esta crisis ella se ha creído obligada a avisarte.
—Es más que eso —replicó Hanno—. Hablamos con mucha circunspección. Deduzco mucho de lo que os diré de sus palabras indirectas, basándome en lo que antes sabía. Pero ella consultó a sus fuentes de Washington y descubrió que también la vigilan. Después de ese tiroteo, quizá Moriarty logre que el FBI intervenga en el caso. Es la Oficina Federal de Investigaciones, Svoboda, una especie de policía nacional. La conexión con las drogas, si no hay otra cosa. Aunque la Unidad luchaba contra el narcotráfico con mayor eficacia que ninguna agencia del Gobierno…, bien, ¿pudo Tannahill estar involucrado, ser el cerebro que planeó ese ataque? Lamentablemente, el miembro a quien mataron tenía una pistola y la usó. En Nueva York eso es más ilegal que atracar a una abuela. Desde el caso Goetz, los liberales norteamericanos claman por sangre. Macandal podrá probar su inocencia, pero antes lo pasará mal y cualquier cosa podrían salir a luz durante una investigación.
—Por no mencionar que Aliyat está en el hospital.
—Sí. No la han interrogado, dada su condición, pero cuando empiecen a asediarla será como arrojar grasa al fuego. Durante sus días de prostituta la arrestaron varias veces. Ya conocéis la rutina: arrebatos de moralidad pública, hostigar a las muchachas para demostrar celo por la aplicación de la ley, luego dejarlas salir. Le tomaron las huellas digitales varias veces a lo largo de los años. Y el FBI ha acumulado la mayor colección de huellas digitales de todo el mundo.
Peregrino gruñó como si le hubieran pegado en el vientre. Svoboda se mordió el labio.
—Bien, Macandal ya había decidido que debía dejar de vacilar, ponerse en contacto conmigo, tratar de averiguar por sí misma qué clase de sujeto soy —continuó Hanno—. Aliyat iba a venir este fin de semana como su representante… y exploradora. Una prueba de fuego, considerando lo que ocurrió entre nosotros.
«Primero pensaban despachar un mensaje urgente para concertar la cita, y yo debía responder por el mismo medio. Pero el tiroteo lo ha estropeado todo. Ahora ha decidido olvidar las sospechas y deliberar en serio. La comunicación por escrito resultaría lenta e incómoda. Una visita personal delataría demasiado, y no podemos organizar una visita clandestina deprisa. Es probable que hayan intervenido nuestros teléfonos… dadas las nuevas circunstancias, una palabra de Moriarty persuadiría a un juez de la fe política indicada… pero aun así parecía el único modo. En cuanto se retiraron la policía y los reporteros, sé fue de casa y me llamó desde la casa de un miembro. Es posible que ninguno de nuestros fisgones sepa francés. Les llevará tiempo hacer traducir la grabación, y usamos todos los circunloquios posibles. No creo que hayamos dejado pruebas tangibles de que era ella quien hablaba. Aun así, se ha comprometido en mayor o menor grado. Fue un acto de valentía.
—Pero necesario —dijo Svoboda—. Nuestro secreto nunca ha corrido tanto peligro, ¿verdad?
—Ante todo ella quería darnos la oportunidad de escabullimos, volvernos invisibles. —Alzó el puño—. ¡Por Dios, tiene un gran corazón! Ojalá pudiera decir lo mismo de su cabeza. Por el momento, propone terminar con la farsa, olvidar todo.
—¿Tanto confía en el gobierno? —le preguntó . Svoboda.
—Creo que no será peligroso para ella —dijo reflexivamente Peregrino—. No al principio, al menos. Será difícil para nosotros. Especialmente para ti, Hanno.
El fenicio rió.
—Enronquecería enumerando mis delitos. Para empezar, las identidades falsas, más tarjetas de Seguridad Social y balances impositivos anuales, por no mencionar mis licencias, certificados de nacimiento y defunción, pasaportes… Oh, he sido un personaje desesperado.
—Tal vez te traten con indulgencia, e incluso te perdonen —dijo Peregrino—. Así como al resto de nosotros, por nuestros delitos menores. Causaríamos tal sensación… —Hizo una mueca—. En el peor de los casos, unos años en la cárcel no nos molestarían demasiado. —El tono daba un mentís a las palabras. Evocaba cielos inmensos y horizontes sin límite.
—No, podría ser muy peligroso —declaró Hanno—. Podría resultar letal para nosotros y varios testigos. No pude explicar por qué telefónicamente, con la prisa, los posibles fisgones y su mal francés, pero convencí a Macandal de que debemos tener en cuenta las consecuencias antes de revelar quiénes somos… Un juicio apresurado sería totalmente irresponsable.
—Por lo que me has dicho sobre ella —dijo secamente Peregrino—, ése habrá sido un argumento difícil de resistir.
—Ella sabe, por Aliyat, que he vivido mucho tiempo. Me atribuirá más conocimiento del mundo del que ella tiene. Desaparecerá y actuará con cautela hasta que podamos evaluar mejor la situación.
—¿Cómo va a lograrlo?
—Oh, es fácil, si tiene una organización leal —dijo Svoboda—. Puedo imaginar muchas triquiñuelas. Por ejemplo, una mujer parecida a ella va a la casa. Dentro, se cambian la ropa, y sale Macandal. En la oscuridad eso funcionaría. Su gente la oculta hasta que pueda llegar a un refugio que sin duda ella preparó de antemano.
—¿Cómo nos pondremos en contacto después, sin saber nuestro nuevo domicilio ni nuestro alias? —preguntó Peregrino.
—Macandal debe haber contado a su camarada Aliyat cuáles son las posibilidades.
—¿Cómo nos avisará Aliyat? Más aún, ¿para qué perdemos tiempo con esta conversación, cuando ella está prisionera y los polizontes pronto tendrán indicios de su naturaleza? ¿Macandal no te habló de eso, Hanno?
—No —dijo el otro hombre—. No se le había ocurrido. Estaba alarmada, desconcertada, agitada, apesadumbrada, agotada. Me asombra que pudiera hilar los pensamientos. Como deseo que se escabulla, me abstuve de mencionar ese problema. Además, la situación de Aliyat no es desesperada.
—Chto? —exclamó Svoboda—, ¿Qué quieres decir?
—La verdad no se revelará de la noche a la mañana —les recordó Hanno—. Tal vez no se revele nunca. No estoy seguro de que las copias de esos oscuros archivos policiales de hace décadas hayan ido a Washington. En tal caso, si deciden investigar, les llevará tiempo. Y luego, si descubren una identidad…, bien, Thomas Jefferson, uno de los hombres más lucidos que hubo, dijo una vez que estaba más dispuesto a creer que unos profesores yanquis habían mentido y no que caían piedras del cielo. Sería científicamente más comprensible que hubo una confusión en los documentos y no que un ser humano conservó la juventud cincuenta o cien años.
Svoboda frunció el ceño.
—Si Aliyat está en sus manos, pensarán otra cosa. Y tal vez Aliyat decida contar todo lo que le convenga.
—Es muy posible —convino Hanno, recordando—. Oh, mil cosas podrían andar mal, desde nuestro punto de vista. Veamos si podemos efectuar alguna acción correctiva. Con ese propósito y por razones más obvias, nos largaremos esta noche.
—Dices que vigilan el portón —comentó Svoboda—. No sé cómo. No he visto un coche aparcado ni hombres en esa carretera rural.
—No sería necesario. Bastaría con poner una cámara de televisión en miniatura, con baterías, en los arbustos de enfrente. Tal vez recuerdes que la carretera termina en el lago. Para ir a otra parte, tomas la dirección contraria y pasas el Albergue del Sauce. Sin duda, dos o tres personas se hospedan allí desde hace un tiempo y pasan más tiempo en la cabaña de lo que es habitual para un veraneante.
—Puedes ensalzar cuanto quieras la tecnología moderna —gruñó Peregrino—. Yo tengo la creciente sensación de paredes que se cierran.
—¿Cómo los evadiremos? —preguntó Svoboda, venciendo con firmeza el miedo y la desesperación.
Hanno sonrió.
—Todo zorro tiene una guarida con dos agujeros. Empaquetemos lo necesario. Tengo bastante dinero en efectivo a mano, junto con cheques de viaje, tarjetas de crédito y documentos de identidad que no llevan el nombre de Tannahill. Contaré a los criados una historia plausible, que contendrá un elemento para despistar. Esta noche… Un panel de la parte trasera de la cerca se abre sin afectar la alarma, si se sabe qué hacer. Conduce al bosque, y la aldea está a cinco kilómetros. Allí hay un hombre que vive solo, solterón y rezongón, a quien le gusta mi revista, aunque objeta que es demasiado izquierdista. Siempre trato de cultivar alguna relación, cuando me asiento por un período largo, alguien que estará dispuesto a hacerme ciertos favores sin mencionarlos a nadie. Él nos conducirá hasta un tren o autobús. Quizá convenga efectuar transbordos, pero aun así, mañana estaremos en Nueva York.
El hospital debía de tener cien años. Era un edificio de ladrillo oscurecido por la mugre, con ventanas sucias. En el interior la modernización era mínima. Estaba destinado a los pobres, los indigentes, las víctimas del accidente y la violencia. Los edificios vecinos eran igual de sórdidos. El tráfico que rugía en las inmediaciones era principalmente comercial e industrial. El humo de los tubos de escape ensuciaba el aire.
Un taxi frenó ante la acera. Hanno dio al conductor un billete de veinte dólares.
—Espere aquí —ordenó—. Iremos a buscar a una amiga. Estará bastante débil y necesita ir a casa de inmediato.
—Tendré que dar vueltas si tardan demasiado —advirtió el conductor.
—Dé vueltas rápidas, y aparque de nuevo en cuanto vea la oportunidad. Le valdrá una buena propina.
El conductor demostró escepticismo, comprensible dado el aspecto del hospital. Svoboda anotó ostentosamente el número y la placa. Hanno la siguió y cerró la portezuela. Él llevaba un envoltorio, ella una cartera.
—Recuerda que esto sólo funcionará si nos portamos con aire de acreedores —murmuró Hanno.
—Tú recuerda que he sido tiradora del ejército y atravesé el Telón de Acero —respondió ella altivamente.
—Lo lamento. Fue una tontería decirte eso. Estoy distraído. Allí está —ladeó la cabeza señalando a Peregrino. Vestido con andrajos, el sombrero sobre la frente, el indio avanzaba por la acera como si no tuviera nada que hacer.
Hanno y Svoboda entraron en un vestíbulo sombrío. Un guardia uniformado los miró sin curiosidad. Incluso esos pacientes recibían visitas a veces. El día anterior Hanno y Svoboda habían investigado el hospital para cerciorarse de que Rosa Donau no tuviera guardia policial. Se la había llevado allí automáticamente y se consideró inseguro transferirla a un hospital mejor cuando se supo que contaba con dinero para pagarlo. Por lo visto, pues, no se pensaba reforzar la seguridad. Hanno buscó un cuarto de baño. Aunque lo halló desocupado, entró en un retrete. Abrió el envoltorio, desplegó un delantal y se lo puso. Lo había comprado, junto con el resto del material, en una empresa de suministros médicos. No era idéntico al que llevaban los enfermeros, pero pasaría inadvertido si nadie lo estudiaba con atención. Los uniformes desteñidos o manchados eran la regla más que la excepción. Hanno tiró el papel en un bote de basura y se reunió con Svoboda. Cogieron un ascensor.
El día, anterior habían averiguado que Rosa Donan estaba en el séptimo piso. La recepcionista les informó que sólo podía recibir visitas breves, y señaló que mucha gente ansiosa iba a hacer preguntas.
Dos mujeres estaban presentes cuando Hanno y Svoboda entraron en la sala. Llevaban flores que sin duda representaban un gasto enorme para ellas. Hanno les sonrió, se acercó a la cama, se inclinó sobre la paciente. Estaba pálida y demacrada, respiraba con dificultad. No la habría reconocido sin las fotos que habían tomado sus detectives. Más aún, sin la corazonada de que era ella, quizá no la hubiera reconocido por esas fotos. Había pasado mucho tiempo. Esperó que Aliyat no hubiera olvidado el griego romaico. A fin de cuentas, ella había pasado mucho tiempo en el Levante antes de ir a Estados Unidos.
—Aliyat, mi amiga y yo creemos que podemos sacarte de aquí ¿Estás de acuerdo? De lo contrario, perderás la libertad para siempre, ya lo sabes. Yo tengo dinero. Puedo darte toda la libertad del mundo. ¿ Quieres escapar?
Ella guardó silencio un largo instante antes de asentir.
—Bien, ¿crees que podrás caminar un trecho con naturalidad? Cien metros. Te ayudaremos, pero si te caes tendremos que abandonarte y huir.
Un fantasma de color tino la tez de Aliyat. —Sí —susurró en inglés.
—Asegúrate de no tener visitantes mañana por la tarde. Di a estas personas que te sientes peor y necesitas unos días de reposo. Pídeles que difundan el rumor. Reserva tus fuerzas.
Hanno se enderezó bajo la mirada de las mujeres de la Unidad.
—No sabía que estaba tan grave —les dijo—. De lo contrario la habría avisado antes de venir con mi esposa.
—¿Usted la conoce de otra parte? —preguntó una.
—Sí. Hacía tiempo que no la veíamos, pero leímos acerca de ese incidente, y como somos de la misma nacionalidad y teníamos negocios en Nueva York. Bien, lo lamento. Vamos Olga. Te veremos después, Rosa, cuando estés recobrada. Cuídate. —Hanno y Svoboda le dieron unas palmaditas en las manos inertes y se marcharon.
Un recorrido por los pasillos del séptimo piso, una rápida ojeada a la sala para asegurarse de que no había ninguna trampa. Si Aliyat no deseaba irse, con los riesgos y dolores que eso suponía, tal vez se ayudara a sí misma diciendo la verdad y delatando a Hanno. Él había apostado a que Aliyat desconfiara de las autoridades, después de tantos siglos, o al menos que tuviera la astucia de prever que una confesión le cerraría las demás opciones.
Toda la operación era una apuesta. Si fracasaba y no lograba escapar… No debía permitir que la preocupación le quitara lucidez y energía.
—Demonios —dijo—. No hay silla de ruedas. Busquemos en el piso de abajo.
Allí tuvieron suerte. Había sillas de ruedas, camillas y cosas semejantes en los corredores. Hanno cogió una silla y la empujó hacia el ascensor.
Una enfermera lo miró, entreabrió los labios, se encogió de hombros y siguió su camino. El personal trabajaba en exceso por salarios misérrimos y sin duda cambiaba a menudo por esa razón. Svoboda lo siguió a prudente distancia, fingiendo que buscaba un número de habitación.
De nuevo en el séptimo piso, fueron a la sala de Aliyat. Ahora la celeridad era la clave de todo. Svoboda entró la primera. Si una enfermera o médico estaban presentes, tendrían que seguir dando vueltas, esperando una oportunidad. Svoboda regresó a la puerta y lo llamó. Hanno entró con el pulso acelerado.
La mugrienta sala tenía una doble hilera de camas, la mayoría ocupadas. Algunos pacientes miraban televisión, otros dormitaban, algunos eran vegetales, unos pocos miraron turbiamente al recién llegado. Ninguno hizo preguntas. Hanno no esperaba que las hicieran. Un ambiente como ése devoraba la vitalidad. Aliyat también se había dormido. Parpadeó cuando le tocaron el hombro. De pronto Hanno reconoció esa rapidez de hurón que en su encuentro de siglos atrás Aliyat había disimulado hasta que había sido demasiado tarde para él.
Hanno sonrió.
—Bien, señorita Donau, es hora de hacer esos análisis —dijo. Ella sonrió y realizó un visible esfuerzo. Oh, sabía que eso dolería. Él conservaba sus habilidades de marino, tales como cargar pesos con cuidado, y aunque no tenía un cuerpo hercúleo nunca había perdido la robustez. Dobló las rodillas, la aferró, la trasladó de la cama a la silla. Los brazos se le colgaron del cuello. Sintió una traviesa caricia en el pelo. Notó que ella contenía el aliento.
Svoboda se mantuvo aparte mientras Hanno llevaba a Aliyat hasta el ascensor. Cogió el ascensor con ambos. El día anterior habían hallado lo que necesitaban en el segundo piso, reduciendo la distancia que Aliyat debía recorrer a pie. También apostaban a que el baño de hidroterapia estuviera vacío, pero era una apuesta bastante segura a esas horas. Hanno llevó a Aliyat adentro, le explicó en pocas palabras qué harían y salió. No había nadie en las inmediaciones. Hanno tomó el rumbo contrario con expresión consternada. Svoboda remoloneó hasta que pudo entrar sin ser vista, llevando su cartera.
Hanno se refugió de nuevo en un cuarto de baño y pasó allí los diez minutos previamente convenidos, sentado en un inodoro y mirando grafitis. Eran vulgares y toscos. Tendré que elevar el nivel de este tugurio, decidió Hanno. Cualquier cosa para no inquietarse. Sacó una pluma, halló un espacio vacío y escribió: «xn + yn = zn» no tiene soluciones enteras para todas las n mayores que dos. He hallado una maravillosa prueba de este teorema, pero aquí no hay lugar para anotarla.»
Tiempo. Dejó el delantal y regresó a hidroterapia. Svoboda estaba saliendo; gran muchacha. Aliyat se apoyaba en ella. Ya no usaba bata de hospital sino vestido, medias, zapatos, una chaqueta ligera que cubría el bulto de las vendas. Svoboda conservaba la cartera. Hanno se reunió con ellas para ayudar.
—¿Cómo vas? —preguntó en inglés.
Un gorgoteo de aire (¿y sangre?).
—Llegaré —jadeó Aliyat—, pero…, oh diablos… no, no importa.
Apoyó su peso en Hanno. Avanzó despacio, tambaleando. El sudor le perlaba la cara y le humedecía las fosas nasales. Hanno había visto cadáveres menos pálidos.
Pero se movía. Fue como si recobrara las fuerzas, hasta que casi caminó normalmente. Ésa es mi carta de triunfo, pensó Hanno. La vitalidad de los inmortales. Ningún humano normal podría hacer esto con esa herida. Pero ella tampoco podrá, a menos que saque fuerzas de flaqueza.
En el ascensor Aliyat se derrumbó. Hanno y Svoboda la sostuvieron.
—Debes ser fuerte y caminar derecha —dijo la ucraniana—. Es sólo un trecho. Luego descansarás. Luego serás libre.
Aliyat entreabrió los labios.
—Aún… no me… he rendido.
Cuando salieron al vestíbulo, no caminaba a largos pasos, pero nadie habría notado cuánta ayuda necesitaba. Hanno miraba de aquí para allá. ¿Dónde cuernos…? Sí, allá estaba el indio, en el plástico cuarteado y descascarado de una silla, hojeando una revista decrépita.
Peregrino los vio, se levantó, tropezó con un hombre que pasaba.
—Oiga —gritó—, ¿por qué no mira por dónde va? —Y añadió una obscenidad para rematarla.
—Allá está la puerta —le murmuró Hanno a Aliyat—. Vamos, dos, tres, cuatro.
Peregrino provocó un altercado y llamó la atención de todos. Un par de guardias se le acercaron. Hanno esperó que no exagerase. La idea era brindar un par de minutos de distracción y que luego lo expulsaran, no que lo arrestaran. Un problema de Peregrino: es un caballero por instinto, no tiene talento para hacer de borracho agresivo. Pero tiene cerebro y tacto.
Fuera. A pesar del polvo, el sol los encandiló un instante. El taxi estaba frente a la acera. Hermes, dios de los viajeros, los mercaderes y los ladrones, gracias.
Hanno ayudó a Aliyat a entrar. Ella se desplomó en el asiento y trató de recobrar el aliento. Svoboda se sentó al otro lado. Hanno dio una dirección. Él taxi arrancó. Mientras avanzaban en medio de la congestión y los bocinazos, Aliyat se mecía de aquí para allá. Svoboda tanteó bajo la chaqueta, meneó la cabeza y frunció los labios, sacó una toalla de la cartera y se la puso con disimulo. Para bloquear la sangre, comprendió Hanno; tenía una hemorragia.
—Oiga, ¿la dama está bien? —preguntó el conductor—. Por lo que veo, no debieron darle el alta.
—Síndrome de Schartz-Metterklume —explicó Hanno—. Necesita llegar a la cama cuanto antes.
—Sí —resolló Aliyat—. Ven a verme mañana, guapo.
El conductor abrió la boca y miró de reojo, pero aceleró. Cuando llegaron, Hanno cumplió su promesa de una generosa propina. Serviría para silenciar al conductor si los investigadores adivinaban que habían usado un taxi. Aunque esa historia ya no ayudaría mucho a la policía.
—A la vuelta de la esquina —le dijo Svoboda a Aliyat—. Media manzana.
Gotas rojas caían en la acera. Si alguien los vio optó por no inmiscuirse. Hanno había contado con eso.
Había una pequeña camioneta de mudanzas en un garaje. Hanno la había alquilado el día anterior, pactando que la devolvería en Pocatello, Idaho.
La mole del vehículo les permitió meter a Aliyat sin que nadie los viera. En la parte trasera había un colchón y ropa de cama, junto con los suministros médicos que habían podido comprar en su prisa. Hanno y Svoboda desvistieron a Aliyat, la lavaron, le administraron un antibiótico, le cambiaron los vendajes, la pusieron tan cómoda como podían.
—Creo que se recobrará —dijo Svoboda.
—No lo dudes —masculló Aliyat.
—Déjanos —le ordenó Svoboda a Hanno—. Yo la cuidaré.
El fenicio obedeció. Svoboda había sido soldado y entendía de primeros auxilios; había sido veterinaria, y los humanos no son tan distintos de sus parientes. Cerró las puertas traseras y fue a la cabina a esperar. Al menos ahora podría fumar su pipa y temblar sin disimulos.
Peregrino llegó al poco tiempo. Hanno nunca lo había visto tan alegre.
—¡Yupiiii! —exclamó Peregrino.
—Será mejor que yo conduzca primero —dijo Hanno. Puso el motor en marcha. Pagó la tarifa del aparcamiento y enfiló hacia el oeste.
Era natural que los Tu organizaran una merienda para sus huéspedes, la gente que habían conocido en las ciudades, pero a los niños no les gustó que no los invitaran. Esas personas parecían, interesantes, aunque hablaban poco de sí mismas. Primero estaba la convaleciente señorita Adler, a quien los Tu habían recibido en Pocatello y habían llevado allí. El resto se alojaba en un hotel pero pasaba los días en el rancho: los Tazurin, el señor Langford, quien admitía que era indio, y la negra señorita Edmonds, todos distintos entre sí y de los demás.
Quizá deseaban estar solos y trazar planes para ampliar la casa y crear espacio para más niños. Se comportaban con mucha solemnidad. Eran simpáticos pero no actuaban como turistas. La mayoría, los Tu incluidos, paseaban en pares y tríos, y salían durante horas.
En la cima de una colina que dominaba una vista ancha y bella, Tu Shan había armado tiempo atrás una mesa y bancos de pino. Aparcaron los coches en las cercanías y salieron. Durante un rato miraron en silencio. El sol, a medio camino en el cielo del este, se reflejaba en las nubes y los nevados picos del oeste. Entre ellos y las montañas se extendían mil matices de verde, estribaciones, tierras de labranza, árboles a lo largo del río perezoso y brillante. Un par de halcones revoloteaba en lo alto, las alas bordeadas de oro. El susurro de una templada brisa impregnaba el aire de aromas maduros.
—Hablemos antes de descargar la comida —propuso Hanno. Era innecesario decirlo, pues se daba por sobreentendido, pero evitaba los rodeos. Los humanos tendían a postergar las decisiones difíciles, sobre todos los inmortales—. Espero que terminemos a tiempo para relajarnos y pasarlo bien, pero si es preciso discutiremos hasta el atardecer. Ése es el límite, ¿de acuerdo?
Hanno se sentó, con Svoboda a la derecha y Peregrino a la izquierda. Frente a ellos estaban Tu Shan, Asagao, Aliyat y la mujer cuyo nombre, para ellos, seguía siendo Corinne Macandal. Sí, pensó Hanno, aunque intentamos conocernos mejor para formar una hermandad, inadvertidamente respetamos los antiguos lazos.
Ninguno habría aceptado un jefe de sesiones, pero alguien tenía que asumir la iniciativa y él era el mayor.
—Dejadme resumir —dijo—. No diré nada nuevo, pero quizá nos ahorre nuevas repeticiones.
»La pregunta básica es si nos entregamos al gobierno y revelamos al mundo quiénes somos, o si continuamos nuestra farsa bajo nuevas máscaras.
»En la superficie, no hay gran revuelo por nosotros. Alguien se llevó a Rosa Donau del hospital. Corinne Macandal se esfumó. Lo mismo hicieron Kenneth Tannahill y un par de huéspedes, pero eso fue en otra parte, y Tannahill viaja a menudo, pasa más tiempo fuera que en casa. Ningún escándalo en las noticias, ni siquiera la desaparición de Rosa. Es una mujer anónima, pocos se interesan por los pacientes de ese hospital, nadie denunció un secuestro ni otro delito, y ninguna de esas personas está acusada de nada.
»Pensé que era demasiado bueno para ser cierto, pero Corinne dice que es así. Ha consultado a sus conexiones un par de veces desde su escondrijo. Ned Moriarty sigue interesado. El FBI cree que vale la pena indagar. Podría haber drogas, espionaje o travesuras menos espectaculares pero igualmente ilegales. ¿Alguna novedad reciente, Corinne?
Macandal meneó la cabeza.
—No —respondió en voz baja—, ni las tendré. Ya he sometido el honor de esos hombres a una prueba demasiado fuerte. No los llamaré de nuevo.
—Yo tengo mis propios contactos en Seattle —dijo Hanno—, pero cada día que pasa es más arriesgado usarlos. Tannahill está asociado con Tomek Enterprises. El FBI investigará eso, por lo menos. Quizá decida que allí no hay nada, que los amigos de Tomek ignoran por qué se esfumó Tannahill. Sin embargo, no pensará así si descubre que esos amigos ya demostraban cierto conocimiento de la situación. Prefiero no correr el riesgo. Ya hemos corrido bastantes.
Se inclinó hacia delante, los codos en la mesa.
—En breve —concluyó—, si queremos permanecer ocultos, tendremos que hacer un trabajo integral. Abandonar todo cuanto antes y para siempre. Este rancho incluido. Tomek trajo a Shan y Asagao y los instaló aquí. Alguien vendrá a hacer preguntas. Tal vez oiga chismes sobre esas visitas que recibisteis poco después de los acontecimientos sospechosos. Una vez que tenga descripciones, se acabó. Aliyat habló con voz trémula. Ya podía caminar con ciertas limitaciones, y había recobrado el color, pero tardaría unas semanas en recuperarse del todo, en cuerpo y espíritu.
—Entonces no podemos irnos. Tenemos que desistir. O bien ser pobres de nuevo…, no tener hogar…, no.
Hanno sonrió.
—¿Has olvidado lo que dije, o no me crees? —respondió Hanno—. He guardado dinero y otros recursos en varias partes del mundo. Nos alcanzarán para cien años. Tengo lugares donde vivir, excelentes pretextos, todos los detalles arreglados. Sí, periódicamente actualizados. Podemos dispersarnos o vivir juntos, según nuestro gusto, pero estaremos cómodos durante al menos cincuenta años, si esta civilización dura tanto, y bien preparados si no dura. Entretanto podemos echar los cimientos de nuevas carreras.
—¿Estás seguro?
—Sé bastante sobre esto —dijo Peregrino—. Yo estoy seguro. Si tienes miedo, Aliyat, ¿por qué te dejaste sacar de esa cama?
Ella movió los ojos.
—Estaba aturdida, no sabía qué hacer, no podía pensar. Quería comprar tiempo.
—Ésa era también mi idea —dijo Peregrino a los demás—. Mantuve la boca cerrada, como ella, pero hoy debemos ser francos.
A pesar de su camaradería, Hanno se sobresaltó.
—¿Qué? —exclamó—. ¿Acaso opinas que debemos entregarnos? ¿Por qué?
—He oído la opinión de Sam Giannotti —respondió gravemente Peregrino—. Una vez que el mundo sepa que es posible la inmortalidad, podrá dársela a todos dentro de… ¿diez años? ¿Veinte? La biología molecular ya está muy avanzada. ¿Tenemos derecho a callar? ¿A cuántos millones o miles de millones condenaríamos a una muerte innecesaria?
Hanno reparó en el tono y replicó:
—No pareces muy convencido.
Peregrino hizo una mueca de dolor.
—No lo estoy. Tenía que plantear el problema, pero… ¿Podría sobrevivir la Tierra? —Señaló el paisaje que los rodeaba—. ¿Cuánto tardaría esto en estar lleno de cemento, o contaminado como una cloaca? Los humanos son tantos que ya se están asfixiando. Me pregunto si es posible escapar de la decadencia o la extinción. Nosotros podríamos adelantar ese desenlace.
—Practicarían el control de natalidad, cuando no necesitaran niños que los perpetuaran —dijo Macandal.
—¿Cuántos lo harían? —intervino Svoboda—. Y el suero de la inmortalidad no llegaría a todos de inmediato. Preveo graves disturbios, revoluciones, terror.
—¿Tiene que ser tan tremendo? —preguntó Tu Shan—. La gente sabrá qué esperar antes de que ocurra. Puede prepararse. No quiero perder lo que tenemos aquí.
—Ni tampoco abandonar a nuestros niños —añadió Asagao.
—¿Y qué sería de la Unidad? —dijo Macandal. Se volvió hacia Aliyat—. Tú sabes lo que significa para ti. Piensa en los miembros, tus hermanos.
La mujer siria se mordió el labio antes de responder.
—Corinne, de todos modos hemos perdido la Unidad. Si nos diéramos a conocer públicamente, no seríamos las mismas para esa gente. Tampoco tendríamos tiempo para ellos. Y todo el mundo observando… No, la Unidad sólo puede continuar en su forma actual si nosotras desaparecemos. Si es tan fuerte como esperamos, hallará nuevos líderes. En caso contrario, bien, no era tan gran cosa.
—¿Conque quieres ocultarte, ahora que sabes que estarás a salvo?
—No he dicho eso. Creo que no tendremos muchos problemas legales. Hanno aún puede pagar multas, y ganar el doble con conferencias, un libro, derechos para una película, patrocinios comerciales y… todo lo que ofrecerán a las mayores celebridades que conocerá el mundo, salvo por un Segundo Advenimiento.
—Excepto la paz —dijo Asagao con voz turbada—. No, me temo… Shan, esposo mío, me temo que nunca más tendremos la libertad del alma. Debemos pensar en los niños y luego retirarnos en busca del sosiego y la virtud.
—Detesto perder esta tierra —protestó Tu Shan.
—Aliyat tiene razón, igual te la quitarían —advirtió Hanno—. O te retendrían en custodia preventiva. Vosotros dos habéis vivido recluidos. No sabéis cuántos maniáticos asesinos hay allí fuera. Chiflados, fanáticos, envidiosos, alimañas que matarían sólo para llamar la atención. Mientras la inmortalidad no llegue a todos, necesitaremos un escuadrón de guardaespaldas a todas horas durante décadas, hasta que dejemos de ser la excepción. No, dejadme mostraros nuevos horizontes.
Se volvió hacia Aliyat.
—Esa clase de existencia puede parecerte atractiva, querida mía —continuó—. Riquezas, alta sociedad, fama, diversión. Quizá no te molestarían los peligros, la necesidad de guardias… —rió entre dientes—, siempre que fueran jóvenes, guapos y viriles, ¿eh? Pero usa el cerebro, por favor. ¿Cuánta libertad tendrías, cuántas oportunidades?
—Hablabais de hallar sentido y propósito en la Unidad —les dijo Svoboda a Aliyat y Macandal—. ¿No podemos ganarlos juntos, nosotros siete? ¿No podemos trabajar en secreto por lo que es bueno, y nacerlo mejor que en medio de un resplandor de luces y una tormenta de ruidos?
Aliyat apoyó la mano en la mesa. Macandal se la cogió.
—Desde luego, está claro que si alguno de nosotros decide revelar lo que es, los demás no podremos impedirlo —dijo Hanno—. Sólo podemos pedir que nos dé tiempo para ocultarnos. Por mi parte, yo pienso seguir escondido; ni yo ni los que vengan conmigo dejaremos pistas de nuestro paradero. Por lo pronto, no quiero estar visible cuando este país se transforme en la República Popular de América.
—No creo que eso sea inevitable —dijo Macandal—. Tal vez hayamos dejado atrás esa etapa de la historia.
—Tal vez. Mantengo mis opciones abiertas.
—Eso crearía un problema a quien decidiera quitarse la máscara —observó Peregrino—. Tú has guardado pruebas de que eres inmortal, ¿pero cómo podríamos los demás demostrar que no somos locos ni embusteros?
—Creo que podríamos brindar suficientes indicios para que las autoridades estuvieran dispuestas a esperar —reflexionó Macandal.
Hanno asintió.
—Además —admitió—, Sam Giannotti, de quien os he hablado, se sentiría liberado de su voto de silencio, y es un hombre respetado.
—¿No hablaría si todos desapareciéramos? —preguntó Svoboda.
—No, y en tal caso no cuenta con medios para respaldar una historia tan extravagante, y no se atrevería a difundirla. Sentirá pesar, por que es un sujeto decente, pero continuará con sus estudios. Trataré de seguir subsidiando el laboratorio Rufus, principalmente por él.
—¿De veras te propones liquidar tus compañías? —preguntó Macandal—. Perderías… ¿cuánto? ¿Cientos de millones de dólares?
—He ahorrado suficiente, y puedo ganar más —le aseguró Hanno—. La liquidación se debe realizar del modo más convincente y rápido que sea posible. Tomek morirá y será incinerado en el extranjero, de acuerdo con su testamento. Robert Cauldwell…, bien, será mejor que le ocurra algo similar, porque lamentablemente es una pista potencial. Joe Levine recibirá una oferta de empleo de una empresa de otro Estado… Oh, estaré atareado el resto de este año, pero tengo preparativos para diversas emergencias, y espero lograr que todo desaparezca con naturalidad. Inevitablemente habrá cabos sueltos, pero suele haberlos en la vida de todos, y los investigadores los dejarán pendientes una vez que entiendan que no los llevarán a nada. A los policías no les falta trabajo. No tienen un destino feliz.
—Pero podrías hacer tantas cosas con ese dinero —rogó Macandal—. Sí, y con el poder que tienes, que tenemos, la influencia de nuestra fama, a pesar de tantas desventajas… Tantas cosas que piden a gritos que alguien las haga…
—¿Crees que somos egoístas en nuestro afán de permanecer ocultos? —preguntó Svoboda.
—Bien… ¿Eso queréis?
—Sí. Y no sólo por mí ni por nosotros. Temo por el mundo.
Peregrino asintió. Svoboda le sonrió cálidamente, aunque sin alegría.
—No lo entiendes —le dijo a Peregrino—. Piensas en la naturaleza destruida, en el medio ambiente. Pero yo pienso en la humanidad. He visto revoluciones, guerras, colapsos, ruinas, durante mil años. Los rusos hemos aprendido a temer la anarquía ante todo. En todo caso preferimos la tiranía. Hanno, haces mal en considerar que las repúblicas populares, los gobiernos fuertes de cualquier especie, son siempre malignos. La libertad quizá sea mejor, pero el caos es peor. Si revelamos hoy nuestro secreto, desencadenaremos fuerzas imprevisibles. Religión, política, economía… ¿Cómo ordenará su economía un mundo de inmortales? Un millón compitiendo por sueños y temores, por los cuales el hombre guerreará en todo el mundo. ¿Puede soportarlo la civilización? ¿Puede soportarlo el planeta?
—Mahoma salió de ninguna parte —susurró Aliyat.
—Y muchos otros profetas, revolucionarios y conquistadores —dijo Svoboda—. Las intenciones pueden ser nobles. ¿Pero quién previo que la idea de democracia traería en Francia el Reino del Terror, a Napoleón y guerras por una generación? ¿Quién previo que después de Marx y Lenin vendría Stalin? Y Hitler. El volcán del mundo ya humea y tiembla. Si introducimos un elemento nuevo en el que nadie había pensado, yo desearía una tiranía que impidiera la explosión final; pero me pregunto si ese gobierno será posible.
—No será porque nadie lo haya intentado —comentó Hanno con hosca ironía—. Los políticos corruptos y peces gordos de Occidente, las dictaduras totalitarias, los tiranuelos que medran con el atraso, todos correrán a tomar el poder para siempre. Sí, la muerte nos priva de nuestros seres amados y al final de nosotros mismos. Pero la muerte también nos libra de ciertas inmundicias. ¿Nos atreveremos a cambiar eso? Amigos míos, ser inmortales no. nos convierte en dioses, y mucho menos en Dios.
La luna, casi llena, bañaba la tierra con su luz escarchada y la salpicaba de sombras. La noche estaba calmada, pero un hálito otoñal bajaba por las montañas. En alguna parte ululó un búho que salía de caza. Ventanas amarillas resplandecían en casas desperdigadas en la inmensidad. Parecían tan remotas como los astros.
Hanno y Svoboda habían viajado desde la ciudad hasta las montañas para caminar a solas. Ella lo había pedido.
—Mañana por la noche, lo que fue nuestro empezará a terminar —había dicho—. ¿Podemos tener unas horas de paz? Esta comarca se parece a mi terruño, ancho y solitario.
Las pisadas hacían crujir el polvo del camino. Él rompió el largo silencio.
—Has hablado de paz —dijo. Las voces eran pequeñas en la vastedad—. La tendremos de nuevo, querida. Sí, pasaremos momentos agitados, y dolerán, pero después… creo que los siete estaremos satisfechos con el lugar a donde vamos.
—Sin duda es encantador, y estaremos a salvo del mundo el tiempo que sea necesario.
—Pero no para siempre, recuerda. De hecho, eso no funcionaría. Sólo estamos ganando una vida mortal, como hicimos tantas veces. Luego tendremos que empezar de nuevo bajo nuevas máscaras.
—Lo sé. Hasta el día, quizá cercano, en que los científicos descubran la inmortalidad, y nosotros podamos darnos a conocer.
—Quizá —dijo Hanno, con más escepticismo que entusiasmo.
—Pero no estaba pensando en eso —continuó Svoboda—. Ahora debemos pensar en nosotros. Nosotros siete. No será fácil. Somos muy distintos. Y… tres hombres, cuatro mujeres.
—Nosotros arreglaremos lo nuestro.
—¿Por el resto del tiempo? ¿Sin ningún cambio, jamás?
—Bien. —dijo Hanno con renuncia—. Claro que ninguno puede obligar al resto. Cada cual será libre de escoger cuando lo desee. Espero que mantengamos el contacto y estemos dispuestos a brindarnos ayuda. A fin de cuentas, ¿no deseábamos conservar la libertad?
—No, y no creo que sea suficiente —dijo ella con gravedad—. Tiene que haber algo más. No sé qué es, aún no. Pero debemos vivir por algo más que la mera supervivencia, de lo contrario no sobreviviremos. El futuro será demasiado extraño.
—Siempre lo fue —respondió Hanno, con sus tres mil años.
—Lo que viene será más extraño que todo lo anterior. —Ella alzó los ojos. Los astros relucían en el claro de luna, la rojiza Arcturus, la azulada Altair, Polaris la estrella de los navegantes, Vega, donde últimamente los hombres habían descubierto indicios de planetas—. En Ulises, Hamlet, Anna Karenina, aún nos vemos a nosotros mismos. ¿Pero mañana reconocerán a esos personajes, nos reconocerán a nosotros? ¿Podremos entender a nuestros hijos?
Svoboda asió el brazo izquierdo de Hanno. Él apoyó la mano derecha entre las de ella, confortándola en la noche.
Ya habían hablado antes de esto. Una vez, mientras descansaban un día en su largo viaje desde el este, ella lo había invitado a imaginar qué ocurriría…