La silenciosa llovizna se perdía en las brumas que flotaban sobre el suelo, diluyendo el mundo como un sueño. Desde la veranda, Okura miró el jardín donde las piedras y los cipreses enanos lucían borrosos. El agua goteaba de las tejas y formaba una pátina sobre la pared blanqueada. Más allá no se veía nada. Aunque la ancha puerta sur estaba abierta, ella apenas distinguía la avenida exterior, un charco, un cerezo deshojado. La niebla había cubierto el palacio. Era como si Heian-kyo no existiera.
Okura tiritó y regresó a sus aposentos. Las dos o tres criadas con quienes se cruzó estaban cubiertas de ropa acolchada. Sus quimonos superpuestos mantenían el calor, y los colores invernales cuidadosamente escogidos preservaban una melancólica elegancia. El aliento flotaba como un fantasma. Cuando Okura entró en la mansión, el crepúsculo la envolvió. Era como si el frío también la envolviera. Las persianas y postigos podían contener el viento, pero la humedad se filtraba y los braseros servían de poco.
Sin embargo, la aguardaban ciertas comodidades. Masamichi había tenido la gentileza de adjudicarle una plataforma para dormir en el pabellón oeste. Entre los biombos corredizos que separaban la habitación, un par de cofres y una mesa de gó se agazapaban en el suelo. Okura imaginó que deseaban ocultarse debajo del grueso tatami que cubría la plataforma. No había nadie más, así que las cortinas estaban cerradas. Bajo la luz fluctuante de algunas palmatorias, el futon y los cojines Parecían bultos negros.
Okura abrió el armario donde estaba su koto. Era. uno de los legados que aún no habían retirado; se llamaba Canción del Cuclillo. Cuan apropiado para un día como ése, pensó: el pájaro que es el amante inconstante, que puede llevar mensajes entre los vivos y los muertos, que encarna el ineluctable paso del tiempo. Tenía en mente una melodía que le agradaba en la infancia. Luego siempre la había tocado para sus hombres, esos dos amantes a quienes quería de veras. Pero no, recordó que el instrumento ahora estaba afinado para una modalidad invernal. Una criada entró en la habitación, se acercó, saludó con una reverencia y gorjeó:
—Un mensajero del noble señor Yasuhira acaba de llegar, señora.
Sus modales no revelaban sorpresa. La relación entre Chikuzen no Okura, dama de honor de la casa del ex emperador Tsuchimikado, y Nakahari no Yasuhira, hasta hacía poco un consejero menor del emperador Go-Toba, se remontaba a muchos años atrás. Ella lo llamaba Mi-yuki, Nieve Espesa, porque ésa había sido la primera excusa que puso él para pasar la noche con ella.
—Tráelo —dijo Okura, con el pulso trémulo.
La criada se marchó. Regresó cuando el mensajero apareció en la veranda. Como la luz le daba en la espalda, Okura no sólo pudo ver a través de la persiana traslúcida que era un niño, sino que notó que la chaqueta de brocado estaba seca y que los pantalones blancos apenas estaban arrugados. Además de usar una capa de paja, debía de haber viajado a caballo. Esbozó una sonrisa al pensar que Nieve Espesa conservaría las apariencias hasta el final.
Dejó de sonreír. Se acercaba el final para ambos.
Con el apropiado ritual, el mensajero deslizó lo que traía bajo la persiana, dándoselo a la criada y se arrodilló esperando la respuesta. La criada le llevó la carta a Okura y salió. Okura la desenrolló. Yasuhira había usado un papel verde claro, sujeto a un broche de sauce. La caligrafía era menos precisa que en otros tiempos; Yasuhira era miope.
«Consternadamente he sabido que perdiste tu posición en la corte. Esperaba que la consorte del ex emperador te protegiera de la ira que ha caído sobre tu pariente Chikuzen no Masamichi. ¿Qué será de ti, privada de su protección cuando tampoco yo puedo hacer nada? Ésta es una pena que sólo Tu Fu podría expresar. A mi pobre intento añado el deseo de que al menos podamos vernos pronto.
En el año que languidece
mis mangas, que yacían sobre las tuyas,
están húmedas como la tierra,
aunque la lluvia que las cubre es sal
de un mar de pesadumbre por ti.»
Sin duda, los poemas de Yasuhira no serían citados junto a los del gran maestro chino, pensó Okura. No obstante, sintió un repentino deseo de verlo. Se preguntó por qué. El ardor que habían sentido antaño se había enfriado convirtiéndose en amistad; ya no recordaba la última vez que habían compartido el lecho.
Bien, un encuentro podría fortalecerlos con el conocimiento de que ninguno de ambos estaba solo en el infortunio. Okura había oído que el nuevo gobernador militar estaba confiscando miles de propiedades de familias que habían apoyado la causa del emperador; pero eso era sólo un número, tan irreal como la vida interior de un labriego, un peón o un perro. Esa casa quedaría en manos de un seguidor del clan Hojo, pero para ella sólo había significado un alojamiento que se le brindaba por deber hacia antepasados comunes. Lo que le dolía de veras era que la hubieran echado de la corte. La separaba de su mundo.
Aun así, en poco tiempo habría partido de todas maneras. Sin duda, el aislamiento de Yasuhira era peor. Deberían solazarse mutuamente.
Uno debía respetar las formas, aun al responder lo que reconocía como una súplica. Okura se arrodilló en silencio, componiendo, decidiendo, antes de llamar a una criada.
—Quiero una rama de ciruelo —ordenó.
Eso complementaría su respuesta con mayor sutileza que el cerezo. De sus materiales para escribir escogió una hoja color gris perla. Cuando terminó de preparar la tinta, ya veía las palabras con claridad. Eran sólo otro poema.
Los capullos fueron fragantes,
luego se marchitaron y volaron
dejando amargo fruto.
Cayó, y en ramas desnudas
un brote llama a otro a través del viento.
Él comprendería y vendría.
Preparó el envoltorio con la elegancia que merecía y se lo dio a una criada para que lo entregara al mensajero. Éste viajaría deprisa por la ciudad, pero el carruaje tirado por bueyes del amo, el único medio adecuado para un noble, tardaría casi una hora. Okura tenía tiempo para prepararse.
Se examinó la cara en un espejo a la luz de una palmatoria. Nunca había sido bella: demasiado delgada, pómulos demasiado enérgicos, ojos demasiado anchos, boca demasiado grande. Sin embargo, estaba correctamente empolvada, con las cejas bien depiladas, las cejas cosméticas pintadas a suficiente altura, los dientes bien ennegrecidos. Su figura también dejaba que desear, más busto y menos caderas de las que debía tener, pero llevaba la ropa con elegancia; las sedas ondeaban grácilmente cuando ella avanzaba con el andar correcto. El pelo redimía muchos defectos, una catarata negra que se arrastraba por el suelo.
Ordenó que preparasen vino de arroz y tortas. Su karma y el de Yasuhira no podían ser tan malos, pues ella estaba ahora a solas con pocos sirvientes. Masamichi había llevado a su esposa, dos concubinas e hijos a casa de un amigo que les ofrecía refugio momentáneo. Llevaban sus posesiones para guardarlas en alguna parte. Había dicho que Okura podía ir con las suyas, pero se mostró aliviado cuando ella respondió que tenía sus propios planes para el futuro. La bien educada familia no había dicho nada indecoroso sobre los hombres que la visitaban y que a veces pasaban la noche con ella. No obstante, el hecho de que alguien de importancia oyera cosas habría inhibido la conversación en un día en que debía ser franca o inútil.
Privada de la clepsidra, y con ese sol oscurecido, Okura no podía calcular la hora, pero Yasuhira debió de llegar alrededor del mediodía, la Hora del Caballo. Okura ordenó a un criado que instalara el biombo de gala en un sitio conveniente, y al oír los pasos en la veranda esperó arrodillada detrás del biombo. No sólo por los sirvientes, sino por Yasuhira, pensó con amargura. Cuando el mundo de ambos se desmonoronaba, era más importante que nunca observar el decoro. Dedicaron un rato a las formalidades y la charla menuda. Luego ella rompió las convenciones y corrió el biombo. En otros tiempos eso habría implicado que iban a hacer el amor. Ese día un par de referencias poéticas entre las trivialidades habían aclarado que ése no era el propósito de ninguno de ellos. Sólo deseaban hablar con libertad.
Las criadas Kodayu y Ukon quizá se escandalizaron más ante esto que ante la unión de dos cuerpos a plena luz del día. Mantuvieron su ciega deferencia y trajeron los refrigerios. Buenas chicas, pensó Okura cuando se marcharon. ¿Qué sería de ellas? Ligeramente sorprendida, deseó que el nuevo amo conservara al personal y lo tratara con amabilidad. Pero temía lo contrario, dada la clase de criatura que era.
Ella y su visitante se acomodaron en el suelo. Mientras Yasuhira observaba cortésmente el dibujo floral de su tazón de vino, Okura pensó que parecía haber envejecido de la noche a la mañana. Había encanecido años atrás, pero la cara de luna, los ojos entornados, la boca semejante a un pimpollo, la barba pequeña y suave habían conservado la lozanía de la juventud. Muchas damas suspiraban comparándolo con Genji, el Príncipe Brillante de la historia de Murasaki, que ya tenía doscientos años. Hoy la lluvia le había corrido el maquillaje y el carmín, revelando ojeras, un semblante abotargado, arrugas profundas, y Yasuhira tenía los hombros encorvados.
Pero no había perdido la gracia cortesana con que sorbía el vino.
—Ah —musitó—, esto es muy agradable, Asagao. —«Gloria de la Mañana», el nombre con que la llamaba en la intimidad—. Sabor, aroma y tibieza. «Luz esplendorosa…»
Ella se sintió obligada a cerrar la alusión literaria diciendo:
—Pero no, me temo, «fortuna eterna» —y añadió con mayor suavidad—: En cuanto a Gloria de la Mañana, ¿a mi edad no sería mejor Pino?
Él sonrió.
—Conque he conservado cierto tacto para guiar la conversación. ¿Nos libramos de los temas desagradables? Luego podremos hablar de los viejos tiempos y sus alegrías.
—Si tenemos el ánimo de hacerlo. —Si tú tienes el ánimo, quería decir. Yo nunca tuve más opción que ser fuerte.
—Esperaba que el señor Tsuchimikado te retuviera.
—En estas circunstancias, irme de la corte no es lo peor que podía ocurrirme —dijo Okura. Él no ocultó su desconcierto. Okura explicó—: Sin una familia que posea tierras, yo sería apenas una mendiga, sin siquiera un lugar como éste para retirarme. Las otras me despreciarían y pronto me ultrajarían.
—¿De veras?
—Las mujeres son tan crueles como los hombres, Mi-yuki.
Él mordisqueó una torta. Okura comprendió que era un modo de darse tiempo para pensar.
—Debo confesar que el conocimiento de la situación me llevó a abrigar pocas esperanzas por ti —dijo al fin.
—¿Por qué? —Okura conocía muy bien la respuesta, pero sabía que a él le haría bien explicarse.
—Es verdad que el señor Tsuchimikado se mantuvo en paz durante el levantamiento pero, aunque no conspiró contra los jefes Hojo, tampoco los ayudó. Creo que ahora siente la necesidad de buscar favores, sobre todo porque pueden nombrar próximo emperador a uno de su linaje cuando muera o abdique el actual soberano. Librarse de los miembros de todas las familias que estuvieron en la revuelta parece un gesto trivial. Empero, es un gesto, y el señor Tokifusa, a quien han designado gobernador militar de Heiankyo, reparará en él.
—Me pregunto qué pecado de una vida pasada instó al señor Go-Toba a tratar de recobrar el trono que había abandonado —musitó Okura.
—Ah, no fue una locura, sino un noble esfuerzo que debió haber triunfado. Recuerda que su hermano, el entonces emperador Juntoku, estuvo junto a él, así como familias como las nuestras y sus seguidores, soldados de los Taira que deseaban vengar lo que los Minamoto habían hecho a sus padres. Incluso muchos monjes empuñaron las armas.
Okura se estremeció. Sabía que los monjes del monte Hiei a menudo bajaban a la ciudad para sembrar el terror, no sólo mediante amenazas sino con palizas, muertes, saqueos e incendios. Iban para imponer decisiones políticas que ellos deseaban. ¿Pero eran mejores que las pandillas de malhechores que dominaban la mitad oeste de la capital?
—No, sin duda fallamos por nuestros propios pecados anteriores —continuó Yasuhira—. ¡Cuánto hemos caído desde los días dorados! Habríamos vencido para un emperador que gobernara de verdad.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Okura, intuyendo que él necesitaba expresar su amargura.
—Vaya —protestó Yasuhira—, durante generaciones el emperador sólo ha sido un títere en manos de los poderosos, entronizado en la infancia y obligado a retirarse cuando era un adulto. Y entretanto, los clanes han irrigado la tierra con sangre luchando para decidir quién nombraría al shogun. —Recobró el aliento y continuó precipitadamente—: El shogun es el jefe militar de Kamakura, el verdadero amo del Imperio. O lo era. Hoy… hoy los Hojo han ganado las guerras entre clanes, y el shogun de ellos es un niño, otro títere que dice lo que sus señores desean que diga. —Se contuvo y pidió disculpas—. Suplico el perdón de Asagao. Debes de estar escandalizada ante mi franqueza. Y sin necesidad, pues por cierto una mujer no puede entender estas cosas.
Okura, que había mantenido los oídos abiertos y la mente alerta el tiempo suficiente para saber todo lo que él había contado, replicó:
—Desde luego, no son para ella. Pero sí entiendo que sientes pesar por lo que hemos perdido. Pobre Mi-yuki, ¿qué será de ti?
—Yo estaba en mejor posición para solicitar lenidad que Masamichi o la mayoría de los demás —continuó con más calma—. Así obtuve autorización para ocupar mi mansión de Heian-kyo por un corto tiempo. Después tendré que marcharme. Iré a una granja del este que me permitirán conservar, más allá de Ise. Los arrendatarios me mantendrán a mí y al resto de mis dependientes.
—¡Pero en la pobreza! Y tan lejos, entre toscos campesinos. Será como haber cruzado el borde del mundo.
Él asintió.
—A menudo caerán todas mis lágrimas. Aun así… —Ella no pudo seguir la cita, pues había tenido pocas oportunidades de practicar el chino hablado, pero dedujo que se trataba de conservar el sosiego en la adversidad—. He oído que se ve la montaña sagrada Fuji. Y podré llevar conmigo algunos libros y mi flauta.
—Entonces no estás destruido del todo. Ésa es una mota brillante en el aire oscuro.
—¿Y qué será de ti? ¿Qué le ha ocurrido a esta casa?
—Ayer vino el barón, que tomará posesión de ella. Un patán con la cara sin empolvar, curtido como un labriego, hirsuto, tosco como un mono, gruñendo en un dialecto tan bárbaro que apenas pude comprenderlo. En cuanto a los soldados del séquito, no parecen salvajes de Hokkaido. Sí, el conocimiento de lo que dejo atrás tal vez aplaque mi añoranza por Heian-kyo. Nos dio unos días para realizar nuestros preparativos.
Yasuhira titubeó.
—La mía no será existencia adecuada para una dama bien nacida —dijo al fin—. Sin embargo, si no tienes nada más, ven con los míos. Por el resto de nuestros días procuraremos consolarnos mutuamente.
—Te lo agradezco, viejo y querido amigo —murmuró Okura—, pero me aguarda mi propio camino.
Él vació el cuenco de vino.
Ella lo llenó de nuevo.
—¿De veras? Permíteme sentir alegría por ti, no decepción por mí. ¿Quién te acogerá?
—Nadie. Buscaré el templo de Higashiyama, donde a menudo estuve con la ex consorte imperial y el sumo sacerdote me conoce. Iré a tomar mis votos.
No había esperado que él demostrara consternación. Yasuhira casi soltó el cuenco. El vino le salpicó la túnica.
—¿Qué? ¿Hablas de votos plenos? ¿Te transformarás en monja?
—Eso creo.
—¿Te cortarás ese bello pelo, te pondrás vestimentas toscas y negras, vivirás…? ¿Cómo vivirás?
—Ni el bandido más feroz se atreve a hacer daño a una monja; la cabaña más humilde no le niega refugio ni arroz. Me propongo ir en perpetua peregrinación, de altar en altar, para ganar méritos en los años de vida que me resten. —Okura sonrió—. Durante esos años, quizá pueda visitarte en ocasiones. Entonces recordaremos juntos.
Él meneó la cabeza, confundido. Como la mayoría de los cortesanos, nunca había ido lejos, rara vez a más de un día de viaje de Heian-kyo. Y lo había hecho en carruaje, para asistir a ceremonias que para gente como él eran más sociales que religiosas; para contemplar capullos en la campiña primaveral o las hojas de arce en otoño; para admirar el claro de luna en el lago Biwa y componer poemas sobre ello.
—A pie —murmuró—. Caminos que con la lluvia se convierten en lodazales. Montañas, desfiladeros, ríos caudalosos. Hambre, lluvia, nieve, viento, un sol aplastante. Plebeyos ignorantes. Bestias, demonios, fantasmas. No. —Dejó el cuenco, se enderezó, habló con firmeza—. No lo harás. Sería arduo para un hombre joven. Tú eres una mujer de cierta edad, y perecerás miserablemente. No lo toleraré.
En vez de recordarle que él no tenía autoridad sobre ella, pues su preocupación era conmovedora, Okura preguntó dulcemente.
—¿Te parezco frágil?
Él guardó silencio. La escrutó con los ojos como deseando atravesar las vestiduras y mirar el cuerpo que otrora había poseído. Pero no, pensó ella, eso jamás se le ocurriría. Era un hombre decente a quien repugnaba la desnudez. Siempre habían conservado por lo menos una capa de ropa.
—Es cierto —murmuró al fin Yasuhira—, es perturbador, los años apenas te han tocado. Podrías pasar por una mujer de veinte. ¿Pero cuál es tu edad? Nos conocemos desde hace casi treinta años y debías de tener veinte cuando llegaste a la corte, con lo cual sólo eres un poco más joven que yo. Y mis fuerzas se han debilitado.
Dices la verdad, pensó ella. Poco a poco he visto cómo alejabas un libro de tus ojos o cómo pestañeabas ante palabras que no oías; has perdido la mitad de los dientes; cada vez te asedian más fiebres, toses, escalofríos. ¿Te duelen los huesos cuando te levantas por la mañana? Conozco bien los signos, pues a menudo he visto cómo afectaban a seres amados.
Había sentido el impulso días atrás, cuando supo la mala noticia y comenzó a pensar qué significaba y qué debía hacer. Había intentado combatirlo, pero en vano. ¿Qué mal habría en seguirlo? Podía confiar en este hombre, aunque no sabía si aplacaría su dolor o lo agudizaría.
Decidió ser franca. Al menos le daría algo en qué pensar además de su gran pérdida, en la soledad que le esperaba.
—No tengo la edad que crees, querido —dijo en voz baja—. ¿Deseas conocer la verdad? Te advierto que al principio pensarás que estoy loca.
Él la estudió antes de responder con la misma suavidad:
—Lo dudo. Hay en ti algo más de lo que muestras. Siempre lo he sabido de forma vaga, pero con certeza. Quizá nunca me he atrevido a preguntar.
Entonces eres más sabio de lo que yo creía, pensó Okura. Su decisión se afirmó.
—Salgamos —dijo—. Nadie más debe oír lo que te contaré.
Salieron juntos a la veranda sin ponerse abrigo. Rodearon el pabellón y caminaron por una galería cubierta hasta un quiosco que estaba al borde del estanque. En esa placidez se erguía una piedra alta como un hombre en cuya rugosa superficie estaba tallado el emblema del clan que había perdido esta morada. Okura se detuvo.
—He aquí un buen sitio para demostrarte que ningún espíritu maligno usa mi lengua para decir falsedades —dijo Okura.
Recitó solemnemente un pasaje escogido del Sutra del Loto.
—Sí, eso es suficiente —dijo Yasuhira con igual gravedad. Pertenecía a la secta Amidist, que sostenía que el Buda mismo protege a la humanidad.
Se quedaron observando objetos de, casta belleza. La neblina cubría el quiosco y dejaba gotas en el pelo, la ropa y las pestañas. El frío y el silencio eran como presencias remotas.
—Tú supones que tengo cincuenta años —dijo Okura—, pero tengo más del doble.
Él contuvo el aliento, la miró fijamente, desvió los ojos, y preguntó con estudiada calma:
—¿Cómo es posible?
—No lo sé —suspiró Okura—. Sólo sé que nací durante el reinado del emperador Toba, durante el cual el clan Fujiwara gobernaba con tanta energía que mantenía la paz por doquier. Me crié como cualquier niña de buena cuna, salvo que nunca estuve enferma, pero cuando llegué a ser plenamente mujer, todo cambio cesó en mí, y así ha sido desde entonces.
—¿Cuál es tu karma? —susurró Yasuhira.
—Te repito que no lo sé. He estudiado, orado, meditado, practicado austeridades, pero no he alcanzado la iluminación. Al fin decidí que lo más conveniente era continuar esta larga vida como pudiera.
—Eso debe ser… difícil.
—Lo es.
—¿Por qué no te has revelado? —dijo Yasuhira con voz trémula—. Debes de ser una santa, una bodhisattva.
—Sé que no lo soy. Sufro la turbación, la incertidumbre y el tormento del deseo, el miedo, la esperanza, todos los males de la carne. Además, a medida que otros reparaban en mi longevidad, me topé con celos, despecho y espanto. Sin embargo, no he podido renunciar al mundo y retirarme a una vida de sagrada pobreza. No sé qué soy, Mi-yuki, pero no soy santa. Él caviló. La bruma se arremolinaba más allá de la muralla del jardín.
—¿Qué has hecho? —preguntó al fin—. ¿Cómo has pasado los años?
—Cuando tenía catorce años, un hombre de más edad, cuyo nombre ya no importa, fue a buscarme. Como era influyente, mis padres lo alentaron. Yo no le tenía afecto, pero no sabía cómo rehusar. Al fin pasó las tres noches conmigo y luego me hizo esposa secundaria. También me consiguió una posición en la corte de Toba, quien para entonces había abdicado. Le di hijos, y dos de ellos vivieron. Toba murió. Poco después murió mi esposo.
»Para entonces las guerras entre los Taira y los Minamoto habían estallado. Aproveché para abandonar el servicio de la viuda de Toba y, llevando mi herencia, regresé a la familia donde nací. Fue una ayuda que una dama que no está en la corte viva tan apartada. ¡Pero qué existencia tan vacía!
»Al final confié en un amante que tenía, un hombre de cierta riqueza y poder. Me llevó a una finca rural, donde pasé varios años. Entretanto él dio a mi hija en matrimonio en otra parte. Me llevó de regreso a Heian-kyo con el nombre de ella. Las gentes que me recordaban se maravillaban ante la semejanza con la madre. Bajo su patrocinio, volví a servir en una casa real. Poco a poco superé el desprecio que sienten por lo provincianos; pero cuando notaron que yo conservaba la juventud…
«¿Deseas oírlo todo? —dijo en un arrebato de fatiga—. Ésta ha sido mi tercera renovación. Los trucos, los engaños, los hijos que he alumbrado, logrando que de un modo u otro los adoptaran en otra parte, para que no resultara demasiado obvio que ellos envejecían mientras yo no. Eso ha sido lo más doloroso. Me pregunto cuánto más podré resistir.
—Por lo tanto abandonas todo —jadeó él.
—Ya era hora. Vacilé a causa de la lucha, la incertidumbre acerca del destino de mis parientes. Bien, eso ya está decidido. Es casi una liberación.
—Si tomas votos de monja, no podrás regresar aquí como antes.
—No lo deseo. Estoy harta de las mezquinas intrigas y las hueras diversiones. Son menos las estrellas de la medianoche que los bostezos que he ahogado, las horas que he mirado el vacío esperando que algo ocurriera, cualquier cosa. —Le tocó la mano—. Tú me diste una razón para quedarme. Pero ahora tú también debes irte. Además, me pregunto cuánto tiempo más podrán mantener la farsa en Heian-kyo.
—Creo que escoges un camino más difícil del que imaginas.
—No más difícil, creo yo, que la mayoría de los caminos en los tiempos venideros. Es una época cruel. Al menos una monja vagabunda cuenta con el respeto de la gente… y nadie le hace preguntas. Tal vez un día incluso llegue a comprender por qué sufrimos como sufrimos.
—¿Podría yo demostrar tanto valor como el de ella? —le preguntó Yasuhira a la lluvia.
Ella le tocó la mano una vez más.
—Temí que esta historia te angustiara.
Él seguía mirando la bruma plateada.
—Por tu causa, tal vez. No ha cambiado lo que eres para mí. Mientras yo viva, siempre serás mi Gloria de la Mañana. Y ahora me has ayudado a recordar que afortunadamente soy mortal. ¿Rezarás por mí?
—Siempre —prometió ella.
Permanecieron un rato en silencio, luego entraron. Hablaron de cosas gratas y evocaron recuerdos felices, placeres y deleites que habían compartido. Él se achispó un poco. No obstante, cuando se dijeron adiós, lo hicieron con la dignidad propia de un noble y una dama de la corte imperial.