Una aldea se acurrucaba allí donde las montañas iniciaban su largo ascenso hacia el Tibet. En tres lados el valle se erguía abruptamente, cerrando los altos horizontes. Un arroyo del oeste se despeñaba por altos bosques de cipreses y robles enanos, centelleaba formando una cascada, gorgoteaba entre las casas y se perdía en los bambúes y los terrenos escabrosos del este. La gente cultivaba trigo, soja, hortalizas, melones, algunos árboles frutales en el suelo del valle y en pequeñas terrazas. Tenía cerdos, pollos y un estanque con peces. La veintena de casas de arcilla con techo de hierbas y sus habitantes habían estado allí tanto tiempo que el sol, la lluvia, la nieve el viento y el tiempo los habían fundido con el paisaje, y formaban parte de él como el pavo real, el panda o las flores silvestres en primavera.
Hacia el este se abría una vista de irregularidades boscosas, verdes y pardas. A izquierda y derecha picos nevados flotaban en el cielo. Una carretera serpenteante, apenas una huella, terminaba en la aldea. El tráfico era escaso. Varias veces por año, los hombres emprendían un viaje de días hasta el mercado de una pequeña ciudad y regresaban. Allí pagaban los impuestos en especie. El gobernador rara vez les enviaba un agente. Cuando lo hacía, el inspector se quedaba una sola noche, preguntaba a los ancianos cómo andaban las cosas, recibía respuestas rituales y se marchaba deprisa. El lugar tenía una reputación inquietante.
Eso era para los forasteros convencionales. Para otros era sagrado. Dado este aura de extrañeza, y el aislamiento, la guerra y los bandidos no habían tocado la aldea. Seguía sus propias costumbres, soportando sólo las penas y calamidades comunes de la vida. En ocasiones, un peregrino superaba los obstáculos —distancia, penurias, peligro— para visitarla. En el curso de las generaciones, algunos de ellos se habían quedado. La aldea los acogía en su paz. Así eran las cosas. Así habían sido siempre. Sólo el mito y el Maestro conocían los comienzos.
Hubo gran alboroto, pues, cuando un pastorcillo fue corriendo a avisar que se acercaba un viajero.
—Deberías avergonzarte de haber descuidado tu buey —le reprochó el abuelo, pero con dulzura. El niño explicó que primero había amarrado la bestia; y, a fin de cuentas, ningún tigre se había acercado. El abuelo lo perdonó. Entretanto la gente corría y gritaba. Pronto un discípulo hizo sonar el gong del altar. Una voz metálica vibró, reverberó en Tas laderas, se mezcló con el susurro de la cascada y el murmullo del viento.
El otoño llega temprano a las colinas altas. Los bosques estaban moteados de marrón y amarillo, la hierba se estaba secando, las hojas caídas crujían cerca de los charcos dejados por la lluvia de la noche anterior. Arriba se arqueaba un cielo inexpresablemente azul, surcado por pájaros. Los gritos de las aves flotaban en el aire de la ladera. El humo de los hogares era más denso.
Cuando el anunciado viajero recorrió el último tramo del camino, los aldeanos reunidos vieron con asombro que era una mujer. La raída bata de tosco algodón estaba desteñida y gris. Las botas estaban igualmente ajadas, y el uso había gastado el cayado que le colgaba de la mano derecha. Del hombro izquierdo le colgaba una manta enrollada, igualmente andrajosa, que sostenía un cuenco de madera y un par de enseres más.
Pero no era una anciana. El cuerpo era recto y delgado, el andar firme y ágil. La bufanda ondeante dejaba al descubierto un pelo semejante al ala de un cuervo, cortado a la altura de las orejas; y el rostro curtido y enjuto no tenía arrugas. Nunca había aparecido semejante rostro en esa región. Ni siquiera parecía de la misma raza que los habitantes de las tierras bajas del país.
El anciano Tsong se adelantó. A falta de mejor ocurrencia, la saludó de acuerdo con el antiguo rito, a pesar de que todos los recién llegados hasta el momento habían sido varones.
—En nombre del Maestro y del pueblo, os doy la bienvenida a nuestra Aldea del Rocío de la Mañana. Que siga en paz la senda de Tao y que los dioses y espíritus os acompañen. Que la hora de vuestra llegada sea afortunada. Entrad como huésped, partid como amigo.
—Esta humilde persona os lo agradece, honorable señor —respondió ella. El acento era extraño, pero eso no era sorprendente—.Vengo en busca de… iluminación. —Dijo la palabra con temblor. Debía de sentir una gran esperanza.
Tsong se volvió hacia el altar y la casa del Maestro y se inclinó. —Aquí está el hogar del Camino —dijo. Algunos sonrieron con satisfacción. Era su hogar.
—¿Podemos saber tu nombre, para comunicarlo al Maestro? —preguntó Tsong.
—Me llamo Li, honorable señor —le respondió ella tras un titubeo.
Tsong cabeceó. El viento le agitó la barba blanca.
—Si has escogido ése, probablemente has escogido bien. —En la pronunciación de la forastera, la palabra podía aludir a la medida de distancia. Ignorando los susurros, los murmullos y los cuchicheos, se abstuvo de preguntar más—. Ven. Tomarás un refrigerio y te alojarás conmigo.
—Vuestro… líder…
—A su debido tiempo, jovencita, a su debido tiempo. Ven, por favor.
Los rasgos de Li adoptaron una expresión insondable, algo entre la resignación y una determinación sin edad.
—De nuevo, mis humildes gracias —dijo Li, y lo acompañó.
Los aldeanos la dejaron pasar. Algunos le manifestaron sus buenos augurios. Al margen de la natural curiosidad, todos eran tan semejantes en su discreción —aun los niños— como en la ropa acolchada y las manos curtidas. También eran similares los rostros, anchos y de nariz chata, los cuerpos robustos. Cuando desaparecieron Tsong, su familia y Li, los aldeanos charlaron un rato y luego regresaron a las fogatas, molinos, telares, herramientas y animales que los mantenían vivos como habían mantenido a sus antepasados desde tiempo inmemorial.
El hijo mayor de Tsong, con esposa e hijos, vivía con el anciano. Permanecían en el fondo, salvo para servir té y comida. La casa era más amplia que la mayoría, cuatro habitaciones dentro de paredes de tierra apisonada, oscuras pero acogedoramente tibias.
Aunque las casas tenían un mobiliario tosco y pobre, nadie pasaba necesidades, sino que reinaban la satisfacción y la jovialidad. Tsong y Li se sentaron en esteras ante una mesa baja y disfrutaron de un caldo condimentado con granos de pimienta roja, fragantes entre los sabores de otros alimentos colgados bajo el techo.
—Te lavarás y descansarás antes que nos reunamos con los demás ancianos —prometió.
La cuchara de Li tembló.
—Por favor —espetó—, ¿cuándo puedo ver al Maestro? He realizado un largo y fatigoso viaje.
Tsong frunció el ceño.
—Entiendo tu ansiedad. Pero no sabemos nada de ti, amiga Li.
Ella bajó las pestañas.
—Perdóname. Creo que lo que debo decir es sólo para los oídos del Maestro. Y suplico que desee verme pronto. ¡Pronto!
—No debemos precipitarnos. Eso sería irreverente, y quizás infortunado. ¿Qué sabes de él?
—Sólo rumores, lo confieso. La historia…, no, diferentes historias en los diferentes sitios que recorrí. Al principio parecían leyendas. Un hombre santo en el oeste, tan santo que la muerte no se atreve a tocarlo… Sólo cuando llegué más cerca alguien me dijo que aquí es donde habita. Pocos se atrevían a decir tanto. Parecían temerosos de hablar, aunque… nunca he oído decir nada malo de él.
—No hay nada malo que decir —dijo Tsong, aplacado por el fervor de la joven—. Debes de tener una gran alma para haberte aventurado en este peregrinaje. Una mujer joven, sola. Sin duda tus estrellas son fuertes, pues no has sufrido ningún daño. Es un buen presagio.
Con la vista débil, y en la luz del atardecer, no atinó a ver el estremecimiento de ella. —No obstante, nuestro brujo debe leer los huesos —continuó reflexivamente—, y debemos hacer ofrendas a los antepasados y espíritus, sí, celebrar una purificación. Pues tú eres mujer.
—¿Qué puede temer el hombre santo, si el tiempo mismo le obedece? —exclamó ella.
El tono del anciano la serenó.
—Supongo que nada. Y por cierto nos protegerá a nosotros, su amado pueblo, como siempre lo hizo. ¿Qué deseas saber sobre él?
—Todo, todo —susurró Li.
Tsong sonrió. Sus pocos dientes relucieron en la escasa luz que se filtraba por una ventana diminuta. .
—Eso llevaría años —dijo—. Hace siglos que está con nosotros, o más.
—¿Cuándo llegó? —preguntó, de nuevo en tensión.
Tsong bebió un sorbo de té.
—Quién sabe. Tiene libros, sabe leer y escribir, pero el resto de nosotros no sabemos. Contamos los meses, pero no los años. ¿Para qué? Bajo su égida bondadosa, las vidas son semejantes, tan dichosas como pueden permitirlo los astros y los espíritus. El mundo exterior jamás nos molesta. Las guerras, el hambre y las pestes son sólo rumores en la ciudad, que también oye poco. No sé decirte quién reina en Nanking en esos días, ni me importa.
—Los Ming echaron a los extranjeros Yuan hace unos doscientos años, y la sede imperial es Pekín.
—Conque eres culta —rió el viejo—. Sí, nuestros antepasados oyeron hablar de invasores procedentes del norte, y sabemos que ahora se han ido. Sin embargo, los tibetanos están mucho más cerca, y hace generaciones que no atacan esta comarca, y menos esta aldea. Gracias al Maestro.
—¿Es, pues, vuestro rey?
—No, no. —El viejo meneó la cabeza calva—. Gobernarnos estaría por debajo de su dignidad. Da consejos a los ancianos cuando los pedimos, y desde luego obedecemos. Nos instruye, durante la infancia y el resto de nuestra vida, en el Camino; y desde luego lo seguimos gustosamente, tanto como podemos. Cuando alguien se aparta de él, los castigos que ordena son moderados, aunque suficientes, pues una verdadera fechoría significa la expulsión, el exilio, el desarraigo de por vida y por siempre jamás. —Le recorrió un temblor antes de que pudiese continuar—: Recibe a los peregrinos. Entre ellos, y entre nuestros jóvenes, acepta algunos discípulos cada vez. Ellos sirven a sus necesidades mundanas, escuchan su sabiduría, procuran alcanzar una parte de su santidad. Aunque eso no les impide formar luego sus propios hogares; y a menudo el Maestro honra a una familia, cualquier familia de la aldea, con su presencia o su sangre.
—¿Su sangre?
Li se sonrojó cuando Tsong respondió:
—Tienes mucho que aprender, jovencita. El Yang masculino y el Yin femenino deben unirse para alcanzar la salud del cuerpo, el alma y el mundo. Yo mismo soy nieto del Maestro. Dos hijas mías le han dado hijos. Una ya estaba casada, pero su esposo se abstuvo de tocarla hasta que estuvieron seguros de que sería un hijo de Tu Shan quien bendeciría su hogar. La segunda, que es coja, de pronto necesitó sólo un cobertor como dote. Así es el Camino.
—Entiendo. —Él apenas pudo oírla. Li había palidecido.
—Si no puedes aceptarlo —dijo él—, aun así podrás conocerlo y recibir su bendición antes de partir. Él no obliga a nadie.
Ella cogió la cuchara como si el mango fuera un poste al cual pudiera aferrarse para no echar a volar.
—No, sin duda haré su voluntad —musitó—. He recorrido muchos li para encontrarlo, en todos estos años.
Podría haber sido un labriego de la aldea —aunque por cierto, todos tenían un lazo de parentesco con él, cercano o lejano—, con el mismo cuerpo macizo, la chaqueta y, los pantalones gruesos, la misma tierra y los mismos callos en los pies que llevaba descalzos dentro de la casa. Tenía una barba fina, negra y juvenil, y el pelo recogido en un rodete. La casa donde vivía con sus discípulos era tan grande como las demás, pero no más grande, y también era de tierra con suelo de arcilla. La habitación adonde la condujo uno de los jóvenes antes de marcharse con una reverencia no estaba mejor amueblada que las demás. Había un lecho, de suficiente anchura para él y la mujer que lo atendiera; esteras de paja, taburetes, una mesa; un rollo caligráfico, con manchas pardas y excrementos de moscas, en la pared, sobre un altar de piedra; un baúl de madera para ropa, uno de bronce que sin duda contenía libros; algunos cuencos, tazas* paños y otros enseres domésticos. La ventana estaba cerrada, pues soplaba un viento fuerte. La única lámpara apenas alumbraba la penumbra. Al entrar desde fuera, Li notó ante todo el olor. No era desagradable, pero era denso, una mezcla de humo viejo y grasa, estiércol pegado a los zapatos, humanidad, siglos.
Desde su asiento, él alzó la mano para saludarla.
—Bienvenida —dijo en el dialecto montañés—. Que los espíritus te guíen a lo largo del Camino. —Tenía una mirada muy astuta—. ¿Deseas hacer una ofrenda?
Ella se inclinó.
—Soy una pobre vagabunda, Maestro.
—Eso me han dicho. —Sonrió—. No temas. La mayoría de los que vienen aquí piensan que los obsequios les ganarán el favor de los dioses. Bien, si les ayuda a elevar el alma, tienen razón. Pero el alma que busca es en sí misma el único sacrificio válido. Siéntate, Li, y conozcámonos.
Tal como le habían indicado los ancianos, Li se arrodilló en la estera. El Maestro la escudriñó.
—Haces eso de modo diferente a otras mujeres —murmuró—. Y también hablas de otro modo.
—Soy nueva en esta región, Maestro.
—Quiero decir que no hablas como un habitante de las tierras bajas que ha aprendido el dialecto de las tierras altas.
—Creía que había aprendido bien más de una lengua china, mientras estuve en el Reino Medio —dijo Li.
—Yo también he viajado mucho. —El Maestro adoptó el dialecto de Shansi o Honan, aunque no era similar a lo que ella recordaba de las ricas y populosas provincias del noreste y lo usaba con torpeza—. ¿Estarás más cómoda si usamos esta lengua?
—La aprendí primero, Maestro.
—Hace tiempo que yo no… Pero ¿de dónde eres?
Ella alzó la cara. El corazón le latía con fuerza. Con esfuerzo, como frenando un caballo desbocado, mantuvo la voz serena.
—Maestro, nací allende el mar, en el país de Nipón. Él abrió los ojos.
—Has viajado mucho en busca de tu propia salvación.
—Mucho y mucho tiempo, Maestro. —Ella inhaló. Se le había secado la boca—. Nací hace cuatrocientos años.
—¿ Qué ? —El Maestro se incorporó de un brinco.
Ella también se levantó.
—Es verdad, es verdad —dijo con desesperación—. ¿Cómo me atrevería a mentirte? La iluminación que busco, que he buscado, oh, era hallar a alguien como yo, que nunca envejeciera…
Ya no pudo contener las lágrimas. Él la rodeó con los brazos. Ella se acurrucó y notó que él también temblaba.
Al cabo se separaron y se miraron. Fuera restallaba el viento.
Una extraña calma la había invadido. Pestañeó para secar las lágrimas.
—Desde luego solamente cuentas con mi palabra —dijo—. Aprendí muy pronto a pasar inadvertida, para que no me recordaran.
—Te creo —le respondió él con voz ronca—. Tu presencia, siendo extranjera y mujer, también habla en tu favor. Y supongo que tengo miedo de no creerte. :
Ella fió entre dientes.
—Tendrás mucho tiempo para cerciorarte.
—Tiempo —murmuró él—. Cientos, miles de años. Y eres una mujer.
Viejos temores despertaban. Li agitó las manos. Se obligó á permanecer donde estaba.
—Soy monja. Juré lealtad a Amida Butsu…, el Buda.
Él asintió al mismo tiempo que dominaba la tensión de sus músculos.
—¿De qué otro modo podías viajar con libertad?
—No siempre estuve a salvo —exclamó ella—. Fui ultrajada en tierras salvajes de este reino. Y no siempre fui leal. A veces acepté refugio cuando un hombre lo ofrecía, y permanecí con él hasta que murió.
—Seré amable —prometió él.
—Lo sé. Pregunté a algunas mujeres de aquí… Pero ¿qué hay de esos votos? Antes creía que no tenía otra opción, pero ahora…
Él soltó una fuerte risotada.
—¡Ja! Te libero de ellos.
—¿Puedes?
—Soy el Maestro, ¿verdad? La gente no debería rezarme, pero sé que lo hace, más que a sus dioses. Nada malo ha derivado de ello. En cambio, hemos tenido paz, una generación tras otra.
—¿Tú lo previste así?
Él se encogió de hombros.
—No. Yo tengo… unos mil quinientos años. No recuerdo cuándo llegué aquí.
El pasado se adueñó del Maestro, quien miró el vacío y habló en voz baja y apresurada.
—Los años se confunden, se convierten en uno, los muertos son tan reales como los vivos y los vivos tan irreales como los muertos. Durante un tiempo, hace mucho, perdí la razón, anduve como un sonámbulo. Algunos monjes me acogieron y despacio, no sé cómo, logré pensar de nuevo. Ah, veo que algo parecido te ocurrió también. Bien, a menudo aún me cuesta tener claridad en mis recuerdos, y olvido muchas cosas.
» Había descubierto, como tú, que lo más seguro era ser un religioso errabundo. Sólo me proponía quedarme aquí unos años, después de que me recibieron. Pero el tiempo continuó, éste era un refugio acogedor y los enemigos temían venir, una vez que se corrieron rumores sobre mí. ¿Y qué sitio mejor había? He tratado de no causar daño a mi gente. Creo que les hago bien.
Se sacudió, avanzó un paso, le cogió ambas manos. Las de él eran grandes y fuertes, pero menos ásperas que las de otros hombres. Li había oído decir que vivía de los aldeanos, y a lo sumo se distraía ejerciendo su antiguo oficio de herrero.
—Pero ¿quién eres tú, Li? ¿Qué eres?
Ella suspiró con repentina fatiga.
—He tenido muchos nombres, Okura, Asagao, Yukiko… Los nombres no importaban entre nosotros, cambiaban cuando cambiábamos de posición, y usábamos un apodo diferente para cada amigo. Fui una dama de la corte que se transformó en una sombra. Cuando ya no pude fingir que era mortal, y temí proclamar quién era, me convertí en monja y avancé mendigando de altar en altar, de sitio en sitio.
—Para mí fue más fácil —admitió él—, pero también yo descubrí que era más conveniente continuar la marcha, y mantenerme alejado de todos los poderosos que me pidieran quedarme. Hasta que hallé este refugio. ¿Cómo abandonaste… Nipón? ¿Así llamas a esa tierra?
—Esperaba hallar a alguien como yo, un fin para la soledad, la falta de sentido. Pues había tratado de encontrar sentido en el Buda, y nunca recibí la iluminación. Bien, nos llegaron noticias de que habían expulsado a los mongoles, los que habían conquistado China y trataban de invadirnos cuando el Viento Divino hundió sus barcos. Los chinos navegaban a todas partes, incluso a nuestras tierras. Este país es nuestra patria espiritual, la madre de la civilización. —Notó que él se asombraba, y recordó que era de baja cuna y había vivido retirado desde antes que ella naciera—. Sabíamos acerca de muchos sitios sagrados de China. Pensé también que allí, si los había en alguna parte, habría otros… inmortales. Así que saqué pasaje de peregrina, el capitán ganó méritos al llevarme, y desembarqué en estas costas… sin saber cuan vasto es el País.
—¿Nunca has deseado ir a tu hogar?
—¿Qué significa hogar? Además, los chinos han dejado de navegar. Han destruido sus grandes naves. Está prohibido abandonar el Imperio, so pena de muerte. ¿No lo has oído?
—Aquí estamos libres de los grandes señores. Bienvenida, bienvenida —dijo con voz más profunda y enérgica. Le soltó las manos y una vez más le rodeó la cintura, aunque ahora con firmeza, y con la respiración algo entrecortada—. Me has encontrado. ¡Estamos juntos, esposa mía! Esperé, esperé, rogué, ofrendé, obré hechizos, hasta que al fin abandoné toda esperanza. ¡Y ahora has llegado tú, Li!
Intentó besarla. Ella apartó la boca, protestó. Era demasiado apresurado, e indecoroso. Él no le prestó atención. No era un ataque, pero era abrumador. Sucumbió como podría haberlo hecho a una tormenta o a un sueño. Mientras él la poseía, trató de ordenar sus pensamientos. Después, él actuó con somnolencia y ternura durante un rato, para dar paso luego a una desenfrenada alegría.
El invierno llegó con neviscas enceguecedoras que se abatían sobre las casas y se colaban por cada fisura de las puertas y postigos. La calma que siguió era tan fría que el silencio parecía vibrar, con un sinfín de estrellas sobre una dureza blanca que reflejaba su resplandor. La gente sólo salía a la intemperie cuando era necesario para cuidar el ganado y obtener combustible. En casa se acuclillaban sobre pequeñas fogatas o pasaban el tiempo durmiendo bajo pieles de oveja.
Li sintió náuseas. Siempre las sentía por la mañana durante la primera etapa de una preñez. No le sorprendió haber concebido, pues Tu Shan dormía a menudo con ella. Tampoco lo lamentaba. Él era bien intencionado, y poco a poco sin hacerlo de forma evidente, ella le fue enseñando qué le agradaba, hasta que también ella pudo echar a volar de placer y luego descansar con dichosa fatiga en la tibieza y el aroma de Tu Shan. Y este niño que habían concebido juntos quizá también fuera inmortal.
Aun así, ella deseaba poder alegrarse tanto como él. En sus mejores días estaba libre de malos presentimientos. Tan sólo deseaba alguna actividad. Al menos en Heian-kyo había color, música, la ronda de las ceremonias, las insidiosas pero excitantes intrigas. Al menos, en el camino había tierras cambiantes, las personas distintas, incertidumbres, pequeñas victorias sobre los problemas, los peligros y la desesperación. Aquí podía, si lo deseaba, tejer las mismas telas, cocinar los mismos platos, barrer los mismos suelos, vaciar los mismos cubos de basura —aunque los discípulos deseaban hacer las tareas serviles— e intercambiar las mismas palabras con mujeres que sólo pensaban en las hortalizas del año próximo.
Los hombres tenían otros intereses, pero no demasiados. Sin embargo, se sentían incómodos con ella. Sabían que era la escogida del Maestro y le otorgaban respeto, con cierta torpeza. También sabían que era una mujer; y pronto la consideraron algo sagrado pero que formaba parte de lo cotidiano, como Tu Shan; y las mujeres no participaban en las reuniones de los hombres.
Li supuso que no perdía demasiado.
Un día de ese invierno se destacaba en el recuerdo, una isla en medio de un abismo que devoraba el resto. La puerta se abrió dejando entrar deslumbrantes y azuladas ráfagas de nieve. Una oleada de frío sopló por la abertura. La mole de Tu Shan bloqueó la luz. Entró y cerró la puerta. La penumbra se impuso de nuevo.
—¡Hoo! —relinchó, sacudiéndose la nieve de las botas—. Hace frío de sobras para congelar el fuego y el yunque.
Le había oído decir eso un centenar de veces, y otras pocas expresiones favoritas. Li lo miró desde la estera donde estaba arrodillada. Manchas brillantes bailaban ante ella. Se debían al reflejo en el cofre de bronce, que los discípulos mantenían bruñido. Lo había mirado un par de horas mientras estaba sumida en el sueño ligero que era su refugio en esos meses vacíos.
Tuvo una gran idea, tan repentina que contuvo el aliento. De pronto se preguntó por qué no lo había pensado antes, y dio por sentado que esta nueva vida le había impedido pensar en otra cosa hasta que comenzó el tedio.
—Herradura —dijo, llamándolo por el apodo que le había puesto—, nunca he mirado dentro de esa caja.
El abrió la boca, callando lo que iba a decir. Luego respondió despacio.
—Bien, son los libros. Y rollos, sí, rollos. Las escrituras sagradas.
Ella sintió ansiedad.
—¿ Puedo verlos ?
—No son para… ojos comunes.
Ella se levantó.
—Yo también soy inmortal —replicó—. ¿Lo has olvidado? —Oh, no, no. —Agitó las manos—. Pero eres mujer. No sabes leerlas.
La mente de Li retrocedió varios siglos. Las damas de la corte de Heian-kyo dominaban la lengua vernácula, pero rara vez utilizaban el chino. Ésa era la lengua clásica, que sólo los hombres debían comprender. Aun así se las había ingeniado para estudiar la escritura, y a veces en China había tenido la oportunidad, cuando reposaba en un lugar tranquilo, de refrescar ese conocimiento. Más aún, esos textos debían de ser budistas; esa fe se había mezclado aquí con el taoísmo y el animismo primitivo. Reconocería ciertos pasajes.
—Sé —dijo.
Él la miró boquiabierto.
—¿De verdad? —Meneó la cabeza—. Bien, los . dioses te han escogido… Sí, míralas si lo deseas. Pero hazlo con cuidado. Son muy viejas.
Con alegría, ella fue hasta el cofre y lo abrió. Al principio sólo vio sombras. Trajo la lámpara. Una luz tenue alumbró el interior.
En el cofre había podredumbre, moho y hongos.
Gimió. Apenas pudo evitar que el sebo caliente se derramara en esa corrupción. Con la mano libre tanteó, cogió algo, alzó un jirón gris.
Tu Shan se agachó.
—Bueno, bueno —murmuró—. Debe de haber entrado algo. Qué pena.
Ella soltó el jirón, dejó la lámpara, se levantó para mirarle a los ojos.
—¿Cuándo abriste la caja por última vez? —jadeó.
—No sé —apartó la vista—. No tenía razones para hacerlo.
—¿Nunca lees los textos sagrados? ¿Te los sabes de memoria?
—Eran obsequios de los peregrinos. ¿Qué significan para mí? —Recobró la compostura—. No necesito escritos. Soy el Maestro. Es suficiente.
—No sabes leer ni escribir —dijo ella.
—Ellos creen que sé y… ¿A quién perjudico? Dime a quién perjudico. Deja de fastidiarme. Ve. Ve a los otros cuartos. Déjame en paz.
Li sintió piedad. A fin de cuentas era muy vulnerable: un hombre simple, un hombre común a quien el karma o los dioses o los demonios o la ciega suerte habían vuelto inmortal sin razón manifiesta. Había sobrevivido con su astucia campesina. Había aprendido las frases altisonantes que diría un santo. Y no había abusado de su posición en la aldea; era una figura divina que exigía poco y daba mucho: seguridad, protección, integridad. Pero el inmutable ciclo de las estaciones le había ofuscado el entendimiento y le había drenado el coraje.
—Lo lamento —dijo, cogiéndole la mano—. No quise hacerte un reproche. No se lo contaré a nadie, puedes estar completamente seguro. Limpiaré esto y a partir de ahora cuidaré de estas cosas. Por ti…, por nosotros.
—Gracias —respondió él un tanto incómodo—. Aun así, quería decirte que tendrás que quedarte en la habitación del fondo hasta el anochecer.
—Una mujer viene a verte —dijo ella con voz apagada.
—A ellos les gusta —dijo él con voz más estentórea—. Así ha sido desde… desde el comienzo. ¿Qué otra posibilidad tenía yo? No puedo privarlos de pronto de mi bendición, ¿verdad?
—Y ella es joven y bonita.
—Bien, cuando no lo eran, también fui amable con ellas. —Tu Shan aparentó cierta indignación—. ¿Quién eres tú para llamarme infiel? ¿Con cuántos nombres estuviste en tus tiempos? Y eras monja.
—No he dicho nada contra ti. —Li dio media vuelta—. Muy bien, me marcho. —El alivio de él era casi palpable.
Los cuatro discípulos se apiñaban en una habitación de sus aposentos, sombras a la luz de la lámpara, y jugaban con palillos que arrojaban al suelo. Se levantaron de un brinco cuando entró Li, hicieron una torpe reverencia y guardaron un tímido silencio. Sabían muy bien por qué ella estaba allí, pero no sabían qué decir.
Cuan jóvenes eran, pensó Li. Y qué guapo era Wan. Imaginó el contacto de ese cuerpo, ágil, caliente, exultante.
Tal vez después. Había un después sin límites. Les sonrió.
—El Maestro quiere que os enseñe el Sutra del Diamante —les dijo.
Llovía cuando la aldea sepultó al primer hijo del Maestro y la Dama. Habían esperado que hubiera sol, pero el brujo y el diminuto cadáver les decían que no tenía sentido aguardar más tiempo. La primavera había llegado tarde ese año. Las sombras y la humedad se prolongaron hasta el verano. Invadieron los pulmones de la niña, que luchó por respirar durante varios días antes de quedarse quieta. Muy quieta, cuando dejó de llorar, sorber y agitarse.
El brujo bajó el ataúd a una cavidad encharcada. Los discípulos estaban cerca de Tu Shan y Li, y el resto de la gente formaba un círculo. Más allá, Li vio nieblas, laderas borrosas, una majestuosidad disuelta en humedad gris que le tamborileaba en la cara, le goteaba del sombrero y le apelmazaba el pelo. La lana mojada apestaba. La leche le provocaba dolor en los senos.
El brujo se levantó, cogió la campanilla que llevaba bajo el cinturón de cuerda y la agitó mientras bailoteaba gritando alrededor de la tumba. Así ahuyentaba los malos espíritus. Los discípulos y otros hicieron girar las ruedas para orar. Todos se mecían. El tosco cántico —honrados antepasados, grandes almas, honrados antepasados, grandes almas— resonó una y otra vez, un rito pagano que el Tao y el Buda apenas habían afectado.
Tu Shan alzó los brazos y entonó palabras más adecuadas, pero gangosas y mecánicas. Las había dicho con demasiada frecuencia. Li ni siquiera prestó atención. Ella también había presenciado demasiadas muertes. No llevaba la cuenta de la cantidad de niños que había alumbrado y perdido. ¿Siete, ocho, doce? Le dolía más ver cómo envejecían. Adiós, hija mía. Que no sientas miedo ni soledad, dondequiera que estés.
Li sentía ahora la firmeza de una resolución.
La ceremonia terminó. La gente murmuró palabras y reanudó sus tareas. El brujo se quedó. Era su tarea llenar la tumba. A sus espaldas, mientras el brujo continuaba su canturreo, Li oyó el impacto de la tierra contra el ataúd.
Los discípulos fueron a las casas de sus respectivos padres. Li y Tu Shan entraron en una casa vacía. Él dejó la puerta entornada para que entrara luz. Los carbones encendidos en el hogar habían entibiado un poco la habitación. Se quitó la chaqueta y la arrojó en la cama mientras soltaba un suspiro.
—Bien —dijo—. Está hecho. —Y al cabo de un rato—: La pobre niña. Pero ocurre. Tendremos mejor suerte la próxima vez, ¿eh? Y tal vez sea un varón. —No habrá próxima vez, aquí —le respondió muy tensa.
—¿Qué? —Se volvió hacia ella con los brazos a los costados.
—No me quedaré —sentenció, mirándolo a los ojos—. Y tú deberías venir conmigo.
—¿Estás loca? —El miedo cruzó ese semblante habitualmente enérgico—. ¿Te ha poseído un demonio?
Ella negó con la cabeza.
—Simplemente, he comprendido, y cada vez más en los últimos meses. Esta vida no es para nosotros.
—Es apacible. Es feliz.
—Así la ves tú, porque has estado aquí demasiado tiempo. Yo sólo veo estancamiento y sordidez —dijo Li con calma, sin tristeza—. Al principio, sí, después de mis vagabundeos, creí que había hallado un refugio. Tu Shan… —no lo llamaría por su apodo cariñoso hasta que él cediera— he aprendido lo que debiste ver hace siglos. La tierra no tiene refugios para nadie, en ninguna parte.
El asombro de Tu Shan le aplacó la furia.
—Quieres regresar a tus palacios y a tus simiescos cortesanos, ¿eh?
—No. Ésa fue otra trampa. Quiero… la libertad…, ser lo que pueda ser. Lo que podamos ser.
—¡Aquí me necesitan!
Li procuró ocultar su desprecio. Si manifestaba su desdén por esas criaturas casi animales, tal vez lo perdiera. Y era cierto que en su afecto por ellas, su preocupación y compasión, él era mejor que ella. Necesitaba emplear toda su fuerza de voluntad. Si cedía y se quedaba, poco a poco se transformaría en uno de esos aldeanos. Eso podría ayudarla a desprenderse del yo, a liberarse de la Rueda; pero renunciaría a todo posible logro que pudiera alcanzar en la vida. ¿Qué otro modo tenía de escapar de ella, excepto la violencia fortuita?
—Vivían del mismo modo antes de que llegaras —dijo—. Seguirán haciéndolo después. Y contigo o sin ti, no puede ser para siempre. Los Han se desplazan hacia el sur. Los he visto talando bosques y arando la tierra. Algún día tomarán esta comarca.
—¿Adonde podemos ir? —dijo él desconcertado—. ¿Serías de nuevo una mendiga?
—Si es menester, pero sólo por un tiempo. Tu Shan, hay todo un mundo más allá del horizonte.
—No… sabemos nada sobre él.
—Yo sé algo. —A través del hielo de su resolución resplandecía un fuego vigorizante—. Naves extranjeras tocan las costas de China. Los bárbaros avanzan. He oído acerca de grandes tumultos en el sur, al otro lado de las montañas.
—Me habías dicho que estaba prohibido dejar el Imperio…
—¿Qué puede significar eso para nosotros? ¿Qué guardias vigilan los senderos que podemos descubrir? Si no aprovechamos las oportunidades que nos esperan por doquier, no mereceremos nuestras vidas.
—Si nos hacemos famosos, notarán que no envejecemos.
—Podemos arreglárnoslas. El cambio corre sin freno por el mundo. El Imperio no puede permanecer encerrado para siempre en sí mismo, y tampoco esta aldea. Sacaremos partido de ello. Quizá podamos poner dinero a interés por un largo tiempo. Veremos. Mis años han sido más duros que los tuyos. Sé que el caos está lleno de lugares secretos. Sí, podemos caer, podemos perecer, pero hasta entonces habremos estado plenamente vivos.
Él la miró aturdido. Li sabía que necesitaría meses para convencerlo. Bien, contaba con la paciencia de siglos, y valía la pena.
Las nubes ralearon, irrumpió la luz y las gotas de lluvia relucieron como flechas.
Volvió la primavera, y ese año fue templada, de un brillo abrumador, llena de fragancias. Regresaron los trinos de las aves silvestres. Hinchado de nieve derretida, el arroyo brincaba entre las hojas de la ladera, rugía por el valle, se zambullía en el bosque de bambúes, dirigiéndose al gran río y al mar.
Un hombre y una mujer lo seguían por el camino. Iban vestidos para el viaje. Llevaban estacas en la mano. El hombre cargaba en la espalda los objetos necesarios, la mujer un niño que gorjeaba feliz mirando las maravillas que lo rodeaban.
La gente estaba reunida detrás, en el límite de la aldea, llorando.