Los fulgores y estruendos de la tormenta duraron toda la noche. Por la mañana el cielo estaba despejado y todo chispeaba, pero los campos estaban demasiado mojados para trabajar. No importaba. Las cosechas eran buenas, una alfalfa de un verde profundo, y el maíz estaría alto para el Cuatro de Julio. Matthew Edmonds decidió que después de las faenas y el desayuno repararía el arado. Tenía que afilar la reja y había una fisura en el balancín. Si lo reforzaba, podría usarlo otra temporada antes de que la prudencia aconsejara un reemplazo. Además, Jane necesitaba que le arreglara varias cosas en la casa. Cerró la puerta de la cocina y aspiró el aire fresco y húmedo, cargado con los olores del suelo, los animales, las plantas. A la derecha, el sol acababa de ascender desde los árboles que había detrás del establo; la veleta con forma de gallo reflejaba la luz contra un cielo profundo. El patio estaba enfangado, pero los charcos brillaban como espejos. Miró el silo, el porquerizo, el gallinero, los acres ondulantes cargados con la fecundidad de la tierra. ¿Era posible retribuir de veras las bendiciones del Señor?
Algo fluctuó en la lontananza. Edmonds volvió la cabeza a la izquierda. Desde allí se veía la carretera del condado, a cien metros por el mareen oeste de la propiedad. Al otro lado se extendía la finca de Jesse Lyndon, pero la casa estaba al norte, oculta por su propia arboleda. La calzada de los Edmonds también estaba oculta, bordeada por manzanos cuyos frutos empezaban a hincharse entre hojas relucientes. Entre ellos corría una mujer.
Por suerte, Jacob, su hijo de diez años, se había llevado a Jefe, el mestizo de collie, para que lo ayudara a apacentar las vacas. La mujer se asustó de los ladridos de Frankie, que era sólo un fox terrier. Al menos, retrocedía agitando las manos. Pero seguía corriendo. No, tambaleó, agotada, a punto de caer. Sólo llevaba encima un vestido delgado que alguna vez había sido amarillo y le llegaba a las pantorrillas. Andrajoso, mugriento, empapado, se pegaba a la piel que cubría un cuerpo flaco. Esa piel tenía el color del café liviano.
Edmonds bajó la escalinata y echó a correr.
—¡Frankie, basta ya! —bramó—. ¡Cállate! —El perro se apartó y meneó la cola, con la lengua fuera.
El hombre y la mujer se encontraron cerca del granero, se detuvieron y se miraron. Ella aparentaba unos veinte años, a pesar de las penurias que había sufrido. Bien alimentada, sería esbelta y alta en vez de esmirriada. La cara era especial, angosta, con la nariz curva y no muy ancha, los labios apenas más carnosos que en algunos blancos, ojos grandes con bellas pestañas largas. El pelo corto no era ensortijado; se expandiría como una mata si se dejaba crecer. Edmonds pensó con pesadumbre que un propietario de esclavos debía de haber forzado a su madre o su abuela.
Ella resoplaba. Trató de enderezarse, pero un temblor la sacudió.
—Tranquila, tranquila —dijo Edmonds—. Estás con amigos. Ella le clavó los ojos. Era un hombre corpulento y rubio, con ropa inusitadamente oscura y un sombrero de copa chata y alas anchas. Al cabo de un instante farfulló:
—¿Usted, amo Edmonds?
—Sí —asintió con voz reposada—. Y creo que tú eres una fugitiva.
Ella alzó las manos.
—Por favor, amo, por favor, me siguen. Están cerca.
—Entonces, ven. —Le cogió el brazo y la condujo por el patio hasta la puerta de la cocina.
Era una habitación amplia y soleada, inmaculadamente limpia pero llena de olores dulzones. Jane Edmonds estaba dando de comer a Nellie, que aún no tenía un año, mientras que William, de cuatro, se erguía sobre un taburete y enérgicamente bombeaba agua en una cacerola recién sacada de la estufa. El contenido humeaba en una sartén. Todos se quedaron petrificados cuando aparecieron el padre y la muchacha negra.
—Esta joven necesita refugio, y deprisa —le dijo Edmonds a la esposa.
Esa mujer de huesos menudos, cuyo pelo rojo asomaba bajo un pañuelo, soltó la cuchara y se aferró el puño con los dedos.
—Cielos, no tenemos preparado ningún escondrijo. —Y añadió con decisión—. Bien, el altillo servirá. El sótano es mal lugar. Tal vez el viejo baúl, si examinan la casa…
La joven negra se apoyó en el fregadero. Ya no jadeaba ni temblaba, pero tenía los ojos desorbitados.
—Ve con Jane —le dijo Edmonds—. Haz lo que te dice. Cuidaremos de ti.
Ella movió la mano oscura y empuñó el gran cuchillo de trinchar. —¡No me atraparán viva! —gritó.
—Deja eso —dijo Jane, alarmada.
—Niña, niña, no debes ser violenta —añadió Edmonds—. Confía en el Señor.
La muchacha retrocedió asiendo el cuchillo.
—No quiero lastimar a nadie —respondió con voz agitada—, pero si me encuentran me mataré antes de dejarme llevar, y primero mataré a uno de ellos si el Señor me ayuda.
—¿Qué te han hecho para ponerte así?—preguntó Jane con ojos llorosos.
Edmonds ladeó la cabeza.
—Frankie esta ladrando de nuevo. No esperes. Déjale conservar el cuchillo, pero ocúltala. Yo iré a hablarles.
Como tenía las botas embarradas, salió directamente y rodeó la esquina de la casa para enfilar hacia el porche del lado oeste. El camino se ramificaba donde terminaban los manzanos y un brazo conducía al sur. Edmonds silenció al perro y se plantó en el escalón ante el cancel con los brazos cruzados. Cuando los dos hombres lo vieron, trotaron hacia él y contuvieron las riendas.
Los caballos estaban sudados pero bastante frescos. En cada silla de montar había una escopeta enfundada y de cada cinturón colgaba un revólver. Un jinete era corpulento y rubio, el Otro flaco y moreno.
—Buenos días, amigos —saludó Edmonds—. ¿Qué puedo hacer por ustedes?
—Perseguimos a una negra fugitiva —dijo el rubio—. ¿La ha visto usted?
—¿Cómo saberlo? —dijo Edmonds—. Ohio es un estado libre. Toda persona de color que pasara sería tan libre como usted o yo.
El hombre moreno escupió.
—¿Cuántos tiene usted por aquí? Son todos fugitivos, y usted lo sabe bien, cuáquero. —No lo sé, amigo —dijo Edmonds con una sonrisa—. Vaya, podría nombrar a George, el de la tienda, a Caesar, el de la herrería, a Mandy, la ama de llaves de los Abshire.
—Basta de demorarnos —rezongó el rubio—. Escuche, esta mañana temprano la vimos a distancia. Se escurrió entre unos árboles y se nos escapó, pero éste es el único lugar al que ha podido venir, y encontramos huellas de pies descalzos en el camino.
—¡Y en su sendero! —graznó el acompañante.
Edmonds se encogió de hombros.
—Pronto llegará el verano. Los niños se quitan los zapatos cuando los dejamos.
El rubio entornó los ojos.
—De acuerdo, amigo —murmuró—. Si es usted tan inocente, no le importará que registremos su casa, ¿verdad?
—Tal vez ella haya entrado sin que usted la viera —sugirió el otro con una sonrisa forzada—. No le gustaría eso, teniendo usted esposa e hijos. Tan sólo nos cercioraremos.
—Sí, usted no quebrantaría la ley —dijo el primero—. Sin duda, cooperará. Ven, Alien.
Iba a desmontar, pero Edmonds alzó la manaza.
—Espere, amigo —dijo en voz baja—. Lo siento, pero no puedo invitarlos a entrar.
—;Eh? —gruñó el rubio.
Alien rió entre dientes.
—Teme que su esposa se enfade si le manchamos el suelo, Gabe. No se preocupe, compañero, nos limpiaremos bien las botas.
Edmodns meneó la cabeza.
—Lo lamento, amigos, pero no son bienvenidos. Por favor lárguense.
—¡Entonces, usted tiene a esa negra! —estalló Gabe.
—No he dicho eso, amigo. Es sólo que no deseo hablar más con ustedes. Por favor, márchense de mi propiedad.
—Escuche, ayudar a un fugitivo es un delito federal. Le costaría mil dólares o seis meses en la cárcel. La ley establece que debe usted ayudarnos.
—Una ordenanza inocua, tan errónea como los planes del presidente Pierce para Cuba, claramente contrarios a los mandamientos de Dios.
Alien desenfundó la pistola.
—Le daré un mandamiento —gruñó—. Apártese.
Edmonds no se movió.
—La Constitución nos garantiza a mí y a mi familia el derecho de estar a salvo en nuestro hogar —replicó con calma.
—Por Dios… —Alien alzó el arma—. ¿Quiere que le dispare?
—Sería una pena. Lo colgarían a usted, como bien sabe.
—Guarda eso, Alien. —Gabe se irguió en la silla—. De acuerdo, protector de negros. El pueblo no está lejos. Iré allá y conseguiré una orden y un alguacil. Alien, tu vigila y cuida de que nadie se escabulla mientras no estoy. —Se volvió hacia Edmonds—. ¿O prefiere ser razonable? Es su última oportunidad.
—A menos que el Señor me indique lo contrario —dijo Edmonds—, creo que soy el único hombre razonable aquí, y ustedes, amigos míos, están muy equivocados.
—¡Vale! Era hora de que empezáramos a escarmentar a algunos. Vigila, Alien. —Gabe hizo girar el caballo y le espoleó los flancos. Se alejó al galope en una lluvia de lodo. El trepidar de los cascos tapó los ladridos de Frankie.
—Ahora, amigo, tenga la amabilidad de largarse —le dijo Edmonds a Alien. El cazador de esclavos sonrió:
—Oh, creo que simplemente cabalgaré por aquí en esta hermosa mañana. No estropearé nada ni husmearé en ninguna parte.
—No obstante, estará violando propiedad privada.
—No creo que el juez lo llame así, considerando que usted quebranta la ley.
—Amigo, en nuestra familia siempre hemos procurado humildemente observar la ley.
—Sí, sí. —Alien cogió la escopeta y la apoyó en el pomo de la silla. Chasqueó la lengua y el caballo echó a andar.
Edmonds regresó adentro. Jane estaba agachada, limpiando las huellas del suelo. Se levantó y guardó silencio mientras el esposo le contaba lo ocurrido.
—¿Qué haremos? —preguntó.
—Debo pensar —respondió él—. Sin duda el Señor proveerá. —Volvió los ojos hacia William—. Hijo mío, eres feliz porque eres pequeño y no conoces el mal. Sin embargo, tú puedes ayudar. Por favor, guarda silencio, a menos que necesites algo, y habla sólo con tu madre. No digas una palabra a nadie hasta que te lo diga. ¿Puedes hacerlo?
—Sí, padre —exclamó el niño, complacido por la responsabilidad.
Edmonds rió.
—A tu edad, no será tan fácil. Luego te contaré una historia sobre otro niño llamado William. Se hizo famoso por callar. Aún hoy lo llaman William el Silencioso. Pero será mejor que te mantengas apartado. Puedes ir a jugar con tus juguetes.
El niño se marchó. Jane se frotó las manos.
—Matthew, ¿debemos arriesgar a los niños?
Edmonds le cogió ambas manos.
—Es mucho más arriesgado no oponerse a la maldad… Bien, ve a ver a Nellie. Será mejor que acompañe a Jacob en su camino de regreso. Y todos tenemos trabajo que hacer.
Su hijo mayor, bronceado y rubio, venía desde el establo cuando Edmonds salió de nuevo. Caminó sin prisa hacia él. Alien los vio desde lejos y cabalgó hacia ambos. El perro grande, Jefe, oyó problemas y gruñó.
Edmonds lo calmó.
—Jacob —dijo—, ve a lavarte.
—Claro, padre —le respondió el niño, sorprendido.
—Pero no vayas a la escuela. Espera en casa. Creo que tenemos un recado para ti.
El niño abrió los ojos azules, miró al forastero, miró de nuevo al padre: había comprendido.
—¡Sí, señor! —dijo, echando a correr.
Alien se detuvo.
—¿De qué hablaban? —preguntó.
—¿Acaso un hombre ya no puede hablar con su propio hijo en estos Estados Unidos? —replicó Edmonds con cierta rudeza—. Casi deseo que mi religión me permitiera echarlo a puntapiés de mi propiedad. Entretanto, déjenos hacer nuestras tareas, que al menos no perjudican a nadie.
A pesar de sus armas, Alien se intimidó. Edmonds sé irguió imponente como un oso.
—Tengo que ganarme la vida, igual que usted —masculló el cazador de esclavos.
—Hay muchos trabajos honestos. ¿De dónde es usted?
—Kentucky. ¿De qué otra parte? Hace días que Gabe Yancy y yo seguimos a esa negra.
—Entonces la pobre criatura debe de estar medio muerta de hambre y fatiga. El Ohio es un río ancho. No pensará que ella ha cruzado a nado, ¿verdad?
—No sé cómo, pero los negros tienen sus trucos. Alguien la vio ayer en la otra orilla, como si pensara cruzar. Así que esta mañana atravesamos el río en la barcaza y encontramos a alguien que la había visto. Y luego la vimos con nuestros propios ojos, hasta que se perdió en la arboleda. Si tan sólo tuviéramos un par de perros…
—Vaya valentía, cazar a mujeres desarmadas como si fueran animales.
El jinete se inclinó hacia delante.
—Escuche —dijo—, no es sólo la fugitiva de una plantación. Tiene algo raro, algo peligroso. Por eso el señor Montgomery deseaba venderla en el sur. La quiere de vuelta por más dinero del que vale. —Se relamió los labios—. Y no olvide que si ella escapa usted le deberá mil dólares a Montgomery, además de la multa y la cárcel.
—Siempre que prueben que yo tuve algo que ver con la fuga.
—No se saldrá de ésta con mentiras —exclamó airadamente el otro.
—Mentir va contra los principios de la Sociedad de Amigos. Ahora permítame continuar con mi labor.
—Conque usted no le miente a nadie, ¿eh? ¿Está dispuesto a jurar que no esconde a ningún negro?
—Jurar también va contra nuestra religión. No mentimos, eso es todo. Eso no significa que tengamos que entablar conversación.
Edmonds le dio la espalda y echó a andar. Alien no lo siguió, sino que al cabo de un minuto continuó patrullando.
En la penumbra del cobertizo, Edmonds empezó a reparar el arado. No se podía concentrar en la tarea. Al final regresó a la casa. Alien lo seguía con la mirada.
—¿Cómo está nuestra huésped? —le preguntó Edmonds a Jane, dentro de la casa. —Le he llevado comida. Está famélica. Ésta es la primera estación que encuentra.
—¿Huyó sin ninguna ayuda?
—Bien, había oído hablar del Ferrocarril Clandestino, pero sólo sabe que existe. Se alimentó de raíces y juncos, a veces comió algo en una cabaña de esclavos. Cruzó el río a nado anoche, durante la tormenta, manteniéndose a flote con un tronco.
—Si alguna vez alguien se ha ganado la libertad, es ella. ¿Cómo nos ha encontrado?
—Se cruzó con un hombre de color y le preguntó. Por lo que me ha explicado, tiene que haber sido Tommy Bradford.
Edmonds frunció el ceño.
—Será mejor que hable con Tommy. Es buena gente, pero tendremos que ser más cautos en el futuro… Bien, somos nuevos en este tráfico. Nuestra primera pasajera.
—Demasiado pronto —dijo ella, con temor—. Tendríamos que haber esperado a tener preparado el escondrijo.
—Este deber no puede esperar, querida.
—No, pero… ¿Qué haremos? Esos temibles antiabolicionistas del vecindario se alegrarían de vernos en la ruina…
—No hables mal de la gente. Jesse Lyndon está equivocado, pero no es hombre de mal corazón. Al final verá la luz. Entretanto tengo una idea. —Edmonds alzó la voz—. iJacobs!
El niño entró en el cómodo y austero vestíbulo.
—Sí, padre —dijo con excitación.
Edmonds le apoyó una mano en el hombro.
—Escucha bien, hijo. Tengo un encargo. Hoy tenemos una huésped. Por razones que no necesitas saber, se aloja en el altillo. Su ropa no es la adecuada. Es todo lo que tenía, pero le daremos ropa decente. Quiero que lleves esas prendas viejas y sucias a otra parte y te liberes de ellas. ¿Podrás hacerlo?
—Sí, claro, pero…
—Te dije que escucharas bien. Puedes ir descalzo, pues sé que te agrada, y llevar un cesto. Recoge leña para el fuego en el camino de regreso, ¿vale? Guarda el vestido en el cesto. No queremos que nadie se ofenda. No hay prisa. Llega hasta el bosque de los Lyndon. No recojas leña allí, desde luego, pues eso sería un robo. Pasea, disfruta de la bella creación de Dios. Cuando estés solo, ponte un pañuelo negro que te dará tu madre para cubrirte el pelo del sol. Hay bastante barro. Harías bien en arremangarte la camisa y los pantalones y ponerte el vestido encima. Así mantendrás limpia tu ropa, ¿entiendes? No obstante, te enlodarás la cabeza, los brazos y las piernas, hasta ponerte negro. Bien, recuerdo que eso me agradaba cuando niño. —Edmonds rió—. ¡Hasta que regresaba y me veía mi madre! Pero hoy es un día de fiesta para ti, así que ese descuido será tolerable. —Hizo una pausa—. Si llegas a pasar cerca de la casa de los Lyndon, y te ven, no te detengas. No los mires de frente, avanza deprisa. Se escandalizarían al saber que el joven Jacob Edmonds está vestido y enlodado de esa manera. Intérnate en el bosque y entierra el vestido en alguna parte. Luego regresa a nuestra tierra y recoge la leña. Tal vez esto te lleve varias horas. —Le estrujó el hombro y sonrió—. ¿Qué te parece?
—¡Sí, señor! —exclamó atónito—. ¡Maravilloso! ¡Puedo hacerlo!
—Matthew, querido, es sólo un niño —protestó Jane asiendo el brazo de su esposo.
Jacob se ruborizó. Edmonds alzó la palma.
—No correrá peligro si es tan listo como creo. Y tú —le dijo severamente al niño—, recuerda que a Jesús no le agradan los alardes. Mañana te daré una nota para el maestro, diciendo que hoy necesitaba tu ayuda aquí. Eso es todo lo que ambos deberemos decir sobre esto. ¿Entiendes?
Jacob irguió los hombros.
—Sí, señor. Entiendo.
—Bien. Será mejor que yo vuelva al trabajo. Que te diviertas. —Edmonds acarició la mejilla de la esposa antes de salir.
Cuando cruzaba el patio, Alien se le acercó.
—¿Qué estaba haciendo? —rugió.
—Metiéndome en mis propios asuntos —exclamó Edmonds—. Tenemos una granja, ¿se entera? —Entró en el cobertizo y continuó con la faena.
Era cerca del mediodía y empezaba a tener hambre —Jacob sin duda estaría devorando los bocadillos preparados por Jane— cuando ladraron los perros y Alien soltó un grito. Edmonds salió a la tibia luz del sol. Junto a Gabe cabalgaba un hombre de pelo castaño y rostro joven y cejijunto. Los tres se acercaron al granjero.
—Buenos días, amigo Peter —saludó jovialmente Edmonds.
—Hola. —El alguacil Frayne masculló el saludo. Titubeó unos segundos antes de continuar—. Matt, lo lamento, pero este hombre acudió al juez Abshire y tiene una orden para registrar tu casa.
—Debo decir que el juez no se ha comportado como buen vecino.
—Tiene que aplicar la ley, Matt. También yo.
—Todos deben hacerlo —asintió Edmonds—, cuando es posible.
—Bueno, ellos afirman que ocultas aquí a una esclava fugitiva. Es un delito federal, Matt. No me agrada, pero es la ley del país.
—Hay otra Ley, Peter. Jesucristo la anunció en Nazaret: El espíritu del Señor está conmigo, pues me ha ungido para predicar la buena nueva a los pobres, me ha encomendado curar a los dolientes, predicar la liberación de los cautivos y devolver la vista a los ciegos, poner en libertad a los lastimados.
—¡Basta de prédicas, cuáquero! —gritó Gabe. Estaba cansado y sudado, nervioso después de tanto trajín—. Alguacil, cumpla con su deber.
—Busquen cuanto quieran. No encontrarán una esclava en estas tierras —declaró Edmonds.
Frayne lo miró sorprendido.
—¿Lo juras?
—Sabes que no puedo jurar, Peter. —Edmonds guardó silencio, luego añadió—: Pero si registran la casa molestarán a mi esposa y asustarán a mis pequeños. Así que confesaré. Hoy he visto a una mujer negra.
—¿De verdad? —aulló Alien—. ¿Y no nos lo dijo enseguida? Maldito hijo de perra.
—¡Calma, calma, amigo! —rezongó Frayne—. Una palabra más y lo encerraré por ofensas y amenazas. —Se volvió hacia Edmonds— ¿Puedes describir lo que viste?
—Llevaba un raído vestido amarillo, muy manchado, y era obvio que viajaba hacia el norte. Antes de perder un tiempo valioso aquí, ¿por qué no preguntan a la gente de esa zona?
Frayne frunció el ceño.
—Bien, sí —dijo con renuencia—, los Lyndon están a poca distancia y… no les gusta el abolicionismo.
—Quizá también, hayan visto algo —le recordó Edmonds—. Ellos no lo ocultarían.
—Las huellas que seguimos… —empezó Alien.
Edmonds cortó el aire con la mano.
—¡Bah! Hay huellas de pies descalzos por todas partes. Si ustedes no encuentran nada ni oyen nada más allá, pueden volver a registrar la casa. Pero les advierto que tardarán horas, pues una granja grande tiene muchos escondrijos posibles, y entretanto una fugitiva que no estaba aquí se pudo escabullir.
Frayne le clavó los ojos. Gabe se quedó boquiabierto.
—Tiene razón —dijo el alguacil—. Vamos.
—No sé… —murmuró Gabe.
—¿Quiere mi ayuda o no? He descuidado mis asuntos en el pueblo por esto. No perderé otro medio día mirándolos ir de aquí para allá si no es necesario.
—Ve a preguntar —le dijo Gabe a Alien—. Es mi turno de montar guardia.
—Yo iré con usted —dijo Frayne, y se marchó con la orden en el bolsillo.
Jane apareció en la escalera de la cocina.
—¡La comida! —anunció.
—Lamento que no podamos invitarlo a compartir nuestra mesa —le dijo Edmonds a Gabe—. Una cuestión de principios. Sin embargo, le enviaremos comida.
El cazador de esclavos sacudió la cabeza con furia y ahuyentó una mosca.
—Al demonio con usted —masculló, y trotó hacia un punto de observación.
Edmonds se tomó su tiempo para lavarse. Apenas había terminado de decir la oración de gracias cuando los perros ladraron de nuevo. Mirando por la ventana, él y Jane vieron que el alguacil entraba en el patio y se acercaba a Gabe. Hablaron un minuto. Gabe azuzó el caballo y desapareció entre los manzanos. Pronto reapareció en la carretera dirigiéndose al norte.
Edmonds fue hacia la escalera.
—¿Quieres comer con nosotros, amigo Peter? —preguntó.
El alguacil se le acercó.
—Gracias, pero será mejor que regrese. En otra ocasión…, vosotros podéis visitarnos a Molly y a mí, ¿ eh ? ¿ La semana próxima ?
—Te lo agradezco. Estaremos en contacto. ¿Los Lyndon tenían novedades?
—Sí, Jesse dijo que vio a alguien que tenía que ser ella. Creo que no veremos a esos dos tíos por un tiempo. —Frayne titubeó—. Nunca creí que dieras esa información.
—No quería que invadieran mi casa.
—No, pero aun así… —Frayne se frotó la barbilla—. Dijiste que nadie encontraría un esclavo en tus tierras.
—Lo dije.
—Entonces, supongo que no formas parte del Ferrocarril, a pesar de todo. Había ciertos rumores.
—Es mejor no escuchar chismes.
—Sí. Y es mejor no hacer muchas preguntas. —Frayne rió—. Me marcho. Dale mis saludos a tu esposa. —Se puso serio—. Si alguna vez has mentido, si alguna vez mientes, sin duda lo harás por una causa justa, Matt. Sin duda Dios te perdonará.
—Eres amable, pero hasta ahora las mentiras no han sido necesarias. Aunque es cierto que deberé responder por otros muchos pecados. Hasta pronto, amigo, y saluda a Molly de nuestra parte.
El alguacil se tocó el sombrero y se marchó. Guando se hubo alejado, Edmonds declaró:
—No hay esclavos. Está contra las enseñanzas de Cristo que los seres humanos sean propiedad de alguien.
Entró en la casa. Jane y William lo miraron expectantes. Nellie gorgoteó. Edmonds sonrió complacido.
—Se han ido —dijo—. Mordieron el anzuelo. Demos gracias a Dios.
—¿Y Frayne? —preguntó su esposa.
—Se fue a casa. —Bien. Es decir, sería bienvenido, pero ahora podemos invitar a Flora a comer con nosotros.
—Conque así se llama. Bien, por supuesto. Yo mismo debí haber pensado en ello.
Jane salió de la cocina, apoyó la escalera en la pared, trepó, abrió el escotillón y murmuró unas palabras. Poco después regresó seguida por Flora. La muchacha negra caminaba con cautela, mirando hacia todas partes. Llevaba puesto un vestido de Jane. El cuchillo le temblaba en la mano.
—Ahora puedes dejarlo —le dijo Edmonds—. Estamos a salvo.
—¿De verdad? —Lo miró a los ojos. Dejó el cuchillo en el fregadero.
—Nunca debiste cogerlo, ¿sabes? —le dijo Edmonds.
El cuerpo agotado había recobrado parte de su fuerza.
—No iba a volver allí —afirmó Flora con arrogancia—. Primero moriría. Primero mataría.
—Amados míos, no busquéis la venganza, mas deponed la ira, pues está escrito: Mía es la venganza; yo tomaré represalia, dijo el Señor. —Edmonds meneó la cabeza con tristeza—. Temo el castigo que Él infligirá a esta tierra pecaminosa. —Avanzó un paso y cogió las manos oscuras—. Pero no hablemos de eso. Pensándolo bien, deberíamos comer enseguida y dar las gracias después, cuando nos sintamos de mejor ánimo.
—¿Y luego, amo?
—Bien, Jane y yo veremos que tomes un baño caliente. Luego será mejor que duermas. No podemos arriesgarnos a tenerte aquí. Los cazadores pueden regresar mañana. En cuanto oscurezca, tú y yo partiremos hasta la siguiente estación. No temas, Flora. Dentro de un mes o menos llegarás a Canadá.
—Es usted muy bueno, amo —lloriqueó ella. —Aquí tratamos de cumplir con los deseos del Señor, tal como los entendemos. Y de paso, no soy amo de nadie. Por piedad, comamos antes de que la comida se enfríe.
Tímidamente, Flora ocupó la silla de Jacob.
—Yo no necesito mucho, gracias, amo…, señor y señora. La señora ya me dio algo.
—Bien, pero debemos poner mucha carne sobre esos huesos —respondió Jane, llenándole el plato: cerdo asado, puré de patatas, salsa, calabaza, habichuelas, pepinillos, pan de maíz, mantequilla, mermelada y un vaso de leche fresca.
Edmonds trató de mantener animada la charla.
—He aquí a alguien que no ha oído mis bromas y anécdotas una veintena de veces —dijo, y al fin logró hacer reír a su huésped.
Después del pastel y el café, los adultos dejaron a Williams a cargo de Nellie y se retiraron a la sala. Edmonds abrió la Biblia familiar y leyó en voz alta, de pie.
—Y dijo el Señor: He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, y be oído el llanto que le provocan sus opresores; pues conozco sus pesares; y he de bajar para librarlo de la mano de los egipcios, y llevarlo desde esa tierra a una tierra vasta y generosa, una tierra que mana leche y miel…
Flora tiritó. Las lágrimas le humedecieron las mejillas.
—Libertad para mi gente —musitó. Jane la abrazó y lloró también.
Una vez que rezaron juntos, Edmonds miró un rato a la muchacha. Ella también lo miró, menos intimidada. El sol atravesó la ventana haciéndole relucir la oscura tez.
Por primera vez ese día, Edmonds se sintió inseguro de sí mismo. Se aclaró la garganta.
—Flora —dijo—, necesitas descansar antes del anochecer, pero quizá duermas mejor si nos cuentas algo sobre ti. No tienes que hacerlo. Es sólo que…, en fin, aquí estamos, si quieres hablar con amigos.
—No hay mucho que contar, señor, y algunas partes son espantosas.
—Siéntate —le pidió Jane—. No te preocupes por mí. Mi padre es médico y yo soy granjera. No me impresiono con facilidad.
Se sentaron.
—¿Tuviste que andar mucho? —preguntó Edmonds.
—Pues sí, señor. No sé cuántos kilómetros, pero conté los días y las noches. Diecisiete. A menudo pensé que iba a morir. No me importaba mucho, mientras no me atraparan. Dijeron que me venderían río abajo.
Jane le apoyó la mano.
—¿Por qué? ¿Qué hacías? Quiero decir, ¿cuáles eran tus obligaciones?
—Criada, señor. Cuidaba a los hijos del amo Montgomery, tal como lo cuidé a él cuando era pequeño.
—¿Qué? Pero…
—No estaba tan mal. Pero si me vendían, yo volvería a trabajar en el campo, o algo peor. Además, hacía mucho tiempo que pensaba en la libertad. Los negros oímos cosas y nos pasamos el mensaje.
—Aguarda —interrumpió Edmonds—. ¿Has dicho que cuidabas a tu amo cuando él era un niño? Pero no puedes tener tantos años.
Flora respondió como alguien que ya era libre y orgullosa. Quizá demasiado orgullosa.
—Oh, sí, señor. Por eso querían venderme. No fue porque yo hiciera nada malo. Pero año tras año, vi que el amo y la ama me miraban de un modo raro, como todos los demás. Cuando ella murió, supe que él no soportaría más tenerme allí. Era de esperar. Los Edmonds guardaron silencio.
—Ocurrió antes —continuó Flora tras un minuto durante el cual el reloj de péndulo dio la hora con voz estentórea—. Así fue como supe lo que es ser peón de campo. No sólo porque los miraba y sentía pena por ellos. No, yo trabajé allí. Cuando ese viejo amo me vendió al padre del amo Montgomery, no dijo nada sobre mi edad. Así que yo aproveché esa oportunidad. —Calló, tragó saliva, miró la alfombra—. Mejor no contarles cómo me hice notar para que me enseñaran a trabajar en la casa grande.
Edmonds sintió un ardor en las mejillas. Jane le palmeó la mano y murmuró:
—No es preciso que lo cuentes, querida. ¿Qué opción tiene una esclava?
—Ninguna, señora, es la verdad. Yo tenía catorce años la primera vez que me vendieron, estaba lejos de mis padres, y ese hombre y sus dos hijos… —Flora miró la Biblia apoyada en el atril—. Bien, debemos perdonar, ¿verdad? El pobre joven Marse Brett murió en la guerra. Vi a su padre cuando llegó la noticia, y habría sentido pena por él, pero estaba demasiado cansada de trabajar.
Edmonds sintió un escalofrío en la espalda.
—¿Qué guerra?
—La Revolución. Hasta los esclavos oímos hablar de eso.
—Pero entonces… Flora, no es posible-… En tal caso tendrías… cien años.
Ella asintió.
—Sepulté a mis hombres, mis verdaderos hombres, y sepulté a mis hijos, cuando no me los habían vendido…—Su firmeza se quebró de golpe. Tendió las manos hacia Edmonds—. ¡Ha sido demasiado tiempo!
—¿Naciste en África? —preguntó Jane.
Flora procuró calmarse.
—No, señora, en una barraca de esclavos. Pero mi padre fue capturado allá. Nos contaba a los jóvenes cosas sobre la tribu, la selva… Decía que él era medio árabe… —Se puso erguida—. Murió, todos murieron, y nunca libres, nunca libres. Me juré a mí misma que yo sería libre, lo juré por ellos. Así que seguí el camino de la Vasija y… aquí estoy. —Hundió la cara entre las manos y sollozó.
—Debemos ser pacientes —le dijo Jane al esposo—. Está muy alterada.
—Sí, supongo que lo que ha pasado enloquecería a cualquiera —convino Edmonds—. Llévatela, querida. Dale un baño. Acuéstala. Quédate con ella hasta que se duerma.
—Desde luego. —Cada cual se dedicó a sus tareas.
Aunque Jacob regresó eufórico, la cena fue apacible. Sus padres habían resuelto dejar que Flora descansara el mayor tiempo posible. Jane le prepararía un cesto de comida para la próxima etapa del viaje.
—Matthew, me pregunto a qué se refería al hablar del camino de la Vasija. ¿Lo sabes?
—Sí, algo he oído —respondió él—. La Vasija es la Osa Mayor. La constelación que nadie puede confundir. Creo que los esclavos tienen una canción sobre ella.
Y se preguntó qué otras canciones recorrían la comarca en secreto, y qué canciones despertarían en el futuro. ¿Himnos de batalla? No, Dios, por favor, por piedad. Contén la ira que tanto merecemos. Guíanos hacia Tu luz.
Al atardecer, él y Jacob sacaron la calesa y engancharon a Si.
—¿Puedo ir, padre? —preguntó el niño.
—No —dijo Edmonds—. Estaré fuera hasta el amanecer. Mañana debes ir a la escuela después de tus tareas. —Acarició la brillante cabeza—. Sé paciente. Pronto tendrás que realizar trabajos de hombre. —Y al cabo de un instante—: Hoy has empezado bien. Sólo espero que luego el Señor no exija mucho más.
Bien, pero el Cielo esperaba, la recompensa que no tenía límites. Pobre Flora, fuera de sus cabales. ¿Qué se sentiría viviendo de ese modo, en cautiverio, o perseguida, o haciendo lo que tuviera que hacer en Canadá? Edmonds tiritó. Dios mediante, así como había encontrado amistad en el Ferrocarril Clandestino, recobraría la razón.
Fulguró una linterna. Jane trajo a la fugitiva y la ayudó a subir a la calesa. Edmonds trepó al pescante.
—Buenas noches, querida —dijo, y azuzó suavemente al caballo. Las crujientes ruedas los llevaron por la calzada hasta la carretera. El aire aún estaba templado, aunque soplaba una brisa fría. El cielo era rojo en el Oeste y negro como terciopelo en el este. Las estrellas despuntaban. La Osa Mayor destacaba. Pronto Edmonds distinguió la Osa Menor y allí vio la estrella Polar, que indicaba el norte de la libertad.