No era el bosque de antaño, pero había muchos refugios para un cazador, y sí, presas en abundancia. Pero antes Katya debía atravesar un terreno abierto. Se arrastró desde el triturado ladrillo amarillo de la planta química Lazur. El pavimento estaba igualmente áspero después de tres meses de combate, y Katya sentía más frío en las palmas que en la cara azotada por el viento. Las nubes y una ligera nevisca habían entibiado el aire de noviembre.
Avanzaba un metro por vez, se detenía, observaba, avanzaba de nuevo. El cielo encapotado tapaba el sol. A veces caía un remolino blanco y las ráfagas lo dispersaban. A la izquierda de Katya el terreno se inclinaba hacia el Volga. Los trozos de hielo flotaban, chocaban, rodaban y seguían viaje por la corriente acerada. Ninguna embarcación se atrevía a navegar entre ellos. Los rusos recibirían escasa ayuda desde el este mientras el río no se congelara. La margen opuesta parecía desierta; blanqueada por el invierno, se extendía hasta la estepa, hasta el corazón de Asia.
A la derecha, mas allá de las vías, se erguía la colina de Mamaev, cien metros de altura. Las laderas estaban negras. Las bombas y las botas pronto transformaban la nieve en lodo. Katya identificó un par de emplazamientos de artillería. Reinaba el silencio. Los soldados que habían luchado por esa elevación durante semanas recobraban el aliento o dormían, hermanados brevemente por el agotamiento y la pesadumbre, hasta el próximo combate.
La quietud era ominosa. Era anormal no oír disparos en ninguna parte por tanto tiempo. La guerra aguardaba. ¿La estarían apuntando ojos y mirillas?
Tonterías, se dijo, y siguió adelante. No obstante, cuando llegó a las paredes, el aliento le raspaba el pecho dolorido.
Se levantó, pero permaneció agazapada. No eran verdaderas paredes, después de lo que habían sufrido. Los bloques de cemento aún estaban en pie, pero las entradas sin puerta y las ventanas sin vidrio daban al vacío. Una pila de escombros se había derramado en la calle.
Estampidos de rifle. Tableteo de ametralladora. La explosión de una granada, otra, otra. Gritos descarnados. No pudo distinguir las palabras. Los sonidos eran inhumanos. Descolgó el rifle y se ocultó en las ruinas de un edificio mientras morían los primeros ecos.
Pisadas. Eran irregulares, y a menudo hacían crujir astillas. Alguien que avanzaba dando tumbos. Katya se arriesgó a mirar por la jamba de la puerta. Veinte metros al sur, un hombre salió desde unas ruinas hasta la intersección de dos calles. Llevaba casco y uniforme del Ejército Rojo, pero iba desarmado. Le manaba sangre de la mano derecha, goleándole en la pierna. El hombre se detuvo jadeando, miró a ambos lados. Katya quiso llamarlo, pero se contuvo. Al cabo de unos segundos, el hombre continuó su marcha tambaleante y se perdió de vista.
Katya alzó el rifle. Aparecieron dos hombres más, y por el paso que llevaban lo alcanzarían pronto. Los cascos cuadrangulares y el uniforme verde grisáceo los identificaban como alemanes. Cualquiera de ambos podía haber disparado contra el fugitivo. El oficial debía de haber ordenado que lo apresaran para interrogarlo. Parecía una zona segura, desprovista de vida.
Katya pensó: Así sea. No debo arriesgar mi misión. Pero sabía muy bien qué le esperaba a ese hombre. Además, lo que él dijera podía resultar tan valioso como lo que ella observara.
La decisión fue casi instantánea. A veces meditaba algo durante años antes de resolverse. A veces esperaba décadas y dejaba que el tiempo eliminara el problema. Pero no había permanecido tanto tiempo con vida gracias a los titubeos. Ante la necesidad, actuaba con el ímpetu de la juventud.
Abrió fuego. Un alemán giró sobre los talones y se desplomó. Su compañero gritó, se arrojó a tierra y disparó. Tal vez no la había visto, pero supo al instante desde dónde lo atacaban. Un tío listo. No por primera vez, Katya pensó que quizás hubiera entre los invasores uno de su especie, tan agobiado como ella por los siglos y la soledad.
Relegó ese pensamiento a un segundo plano. Se había ocultado de inmediato después de disparar. Vio una ventana. Cerró los ojos tres segundos mientras meditaba la geometría de lo que había visto. El enemigo debía de estar allí. Deprisa, antes de que se aleje. Se acercó a la abertura y apretó el gatillo casi sin apuntar.
La culata le dio un codazo amistoso. El soldado gritó. Soltó el rifle y alzó el torso sobre manos que se tendieron blancas y yertas en el asfalto. Le había dado en la espalda. Sería mejor silenciarlo. Esos gritos atraerían a sus compañeros. Disparó de nuevo y la cara del soldado estalló. Extraordinaria puntería. La mayor parte de los disparos se perdían en combate. El camarada Zaitsev estaría orgulloso de ella. Habría preferido que el alemán se quedara tieso como el primero, en vez de contorsionarse, patear y chorrear sangre. Bien, ya estaba quieto.
No había tiempo para remolonear. Sin duda los demás entenderían que algo iba mal. Por cautos que fueran, encontrarían ese sitio en pocos minutos.
Katya corrió calle arriba entre los escombros, dejando atrás su presa. Horrible, la presa era un ser humano. Pero ese ser humano también era un cazador. Katya giró a la izquierda por la calle transversal. El soldado soviético no había ido lejos. La emboscada de Katya había sido rápida, y él había perdido velocidad. Estaba apoyado en un tranvía volcado. Katya se preguntó si le resultaría un estorbo y tendría que abandonarlo. Apuró el paso.
—¡Alto! —gritó—. Vengo a ayudarte.
La voz sonaba pequeña y hueca entre las ruinas, bajo el cielo plomizo.
Él obedeció, se giró, aferró el metal, y se derrumbó. Ella se acercó y se detuvo. Era un soldado muy joven. No iba afeitado, pero sólo tenía una sombra sobre la tez. Al margen de eso la cara parecía vieja y arrugada, blanca como los copos de nieve que le caían sobre los hombros. Tenía los ojos vidriosos y la mandíbula floja. Conmoción, comprendió Katya. El joven tenía la mano destrozada. Una granada, sin duda.
—¿Puedes seguirme? —preguntó Katya—. Tendremos que andar deprisa.
El joven alzó el índice izquierdo y lo agitó en el aire, como trazando el perfil de Katya.
—Eres un soldado —murmuró—. Como yo. Pero eres mujer.
—¿Y qué pasa con eso? —replicó Katya. Le cogió el brazo y lo sacudió—. Escucha, no puedo quedarme. Me matarían. Ven si puedes. ¿Comprendes? ¿Quieres vivir? ¡Ven!
Él se estremeció. El aliento le raspaba la garganta.
—Puedo… intentarlo…
—Bien. Por aquí.
Katya lo guió y lo empujó adelante. Doblaron a la derecha, a la izquierda, dejando un laberinto entre ellos y el enemigo. Ese distrito estaba destrozado, como la zona céntrica adonde se dirigía Katya: árboles caídos, ruinas, callejas cerradas, mampostería ennegrecida por los incendios, una selva donde podías burlar a los cazadores. Aunque no había sol ni sombra, Katya mantenía su sentido de la orientación. Oyó un zumbido en el aire.
—¡Cúbrete! —ordenó.
Se refugiaron bajo una lámina de metal oxidado que sobresalía como un toldo entre las ruinas. Un olor pestilente brotaba de los ladrillos, las vigas, los vidrios rotos, denso y dulzón a pesar del frío. El impacto directo de una bomba había derribado el inquilinato entero sobre los ocupantes. ¿Niños, sus madres, sus babusbkas? No, habían evacuado a la mayoría de los no combatientes. Quienes se pudrían allí debían de ser soldados. Cualquier edificio se convertía en fuerte cuando los defensores luchaban contra los invasores calle a calle. ¿En qué bando estaban éstos…? Ya no importaba, y menos para ellos.
Su compañero vomitó. Debía de haber reconocido el olor. Eso era buena señal. Estaba saliendo del aturdimiento.
El avión voló a ras de las ruinas. Katya lo vio un instante: delgado, veloz, una cruz gamada en la cola. Luego desapareció. ¿Reconocimiento o qué? Tal vez el piloto no los hubiera visto, o no había querido molestarse por ellos. Aunque nunca sabías. Los fascistas habían acribillado a multitudes de evacuados que esperaban el ferry junto al río. Dos soldados soviéticos eran una presa más codiciable.
El zumbido cesó. Katya no oyó nada más.
—Vamos —dijo.
El joven la acompañó unos metros antes de preguntar con voz débil:
—¿Estás segura, camarada? Creo que nos dirigimos al sur.
—Así es.
—Pero el enemigo domina esa zona. Nuestra gente está en el norte de la ciudad.
—Lo sé. —Le cogió el brazo instándolo a seguir—. Tengo mis órdenes. Regresa si deseas. Dudo que llegues Tejos. Si quieres, puedes venir conmigo. De lo contrario, tendré que abandonarte. Si haces ruido, si me causas problemas, tendré que matarte. Pero creo que es tu única oportunidad.
Él apretó el puño.
—Lo intentaré —susurró—. Gracias, camarada.
Katya se preguntó si Zaitsev le daría las gracias. La misión valía más vidas que la de un simple herido. Bien, los buenos tiradores a menudo debían usar su propio juicio. Y, suponiendo que llevara de vuelta a ese soldado hasta su unidad, los superiores de Katya no tenían por qué enterarse. A menos que él de veras supiera algo importante.
La calle terminaba en la garganta de Krutoy. En el lado opuesto de la hondonada, los edificios estaban igualmente dañados pero eran más altos y macizos. Allí empezaba el centro de la ciudad.
—Tenemos que cruzar —dijo Katya—. No hay puente. Bajamos y subimos a rastras. Tú primero.
Un cabeceo desmañado, pero un cabeceo. Agachándose, el soldado se internó en el espacio abierto y se alejó reptando. Katya estaba dispuesta a permitir que él atrajera las balas. No había buscado esa ventaja, pero no podía permitir que un torpe comprometiera su misión. Sin embargo, el soldado se las arregló. La conmoción no había sido tan fuerte, y lo estaba superando con la vitalidad de la juventud. Rifle en mano, los sentidos alerta, Katya lo siguió. La tierra era áspera, los arbustos deshojados la arañaban. Cuando iniciaron el ascenso, él empezó a flaquear. Clavó las uñas, resbaló, se desplomó jadeando. Ella se colgó el arma y se le acercó a gatas. Él la miró desesperado.
—No puedo —resopló—. Lo lamento. Sigue adelante.
—Casi hemos llegado —le dijo Katya aferrándole la mano izquierda—. Venga, muévete, maldito seas. —Retrocedió, hundió las botas en el suelo, esforzándose como un caballo con una pieza de artillería empantanada. Él apretó los dientes e hizo lo que pudo. Eso bastó. Llegaron arriba y se refugiaron tras una pila de ladrillos. Katya tenía la capa empapada de sudor. El viento la calaba hasta los huesos.
—¿Adonde… vamos? —tosió él.
—Por aquí. —Se levantaron. Ella lo guió, apoyándose en paredes, deteniéndose en cada puerta y esquina para escuchar y mirar. Un par de cazas volaban sobre sus cabezas. El ronroneo de los motores parecía un sonido de insecto en medio de la desolación. Katya oyó un rumor más profundo, artillería. ¿Una escaramuza en la estepa? Mamaev seguía tranquila. Toda la ciudad seguía tranquila, un gran cementerio esperando los truenos del juicio final.
Su meta no estaba lejos, de lo contrario habría sido una locura. No la habrían enviado a tal distancia en el sector alemán si no hubiera demostrado repetidamente que podía desplazarse con el sigilo de un comando…, y esos expertos en destrucción eran menos prescindibles que ella. Si el lugar recomendado resultaba excesivamente peligroso y ella no encontraba deprisa uno mejor, debía desistir y regresar al Lazur.
Desde detrás del árbol de un paseo, vio el cráter de una bomba y dos automóviles destrozados. El edificio al que iba parecía seguro. Pertenecía a una hilera de inquilinatos con aire de barraca. Aunque en mal estado, se elevaba sobre lo que quedaba de sus vecinos, seis pisos. Las ventanas estaban cegadas.
—Allí —le indicó al joven—. A mi señal, corre y entra deprisa. —Sacó los binoculares de la caja que le colgaba del cuello y buscó indicios del enemigo. Sólo ventanas rotas, borrones, cráteres. El aire silbaba y arremolinaba la nieve seca. Bajó la mano y echó a correr. Cuando llegó a la puerta vacía dio media vuelta y se agazapó para disparar contra todo lo que fuera sospechoso. El vendaval de nieve había cesado. El viento hacía rodar un papel.
Oscuras escaleras de cemento conducían arriba. En los rellanos más bajos las puertas desvencijadas yacían sobre un caos de cosas y polvo. Las de arriba estaban cerradas. En el piso superior Katya tanteó un picaporte. Iba a volar la cerradura de un tiro, pero la puerta cedió con un crujido.
Allí la penumbra era menos densa. Las ventanas rotas dejaban entrar claridad además de frío. Había sido un buen apartamento, dos habitaciones con cocina. Por cierto, el cuarto de baño estaba abajo y era compartido por los inquilinos de tres pisos. Las sacudidas habían arrancado el yeso de los listones, cubriendo de escombros y de polvo los muebles y la alfombra deshilachada. La lluvia había formado un lodazal, ahora endurecido, bajo los antepechos. Las ruinosas paredes estaban salpicadas de moho. También había manchas en las cortinas, los cobertores, y un sofá. La onda explosiva había actuado con el capricho de costumbre. De las paredes aún colgaban una gárrula lámina estajanovista y dos fotografías enmarcadas: una joven pareja en su boda, un barbudo tío Vanya que tal vez era el abuelo del novio o de la novia. Otras tres o cuatro fotos habían caído. El musgo abría los libros y revistas desparramados por doquier. Entre ellos yacía una pequeña radio. Un reloj había callado sobre su repisa. Las flores de las macetas eran tallos pardos.
Aparte de los utensilios, Katya no vio pertenencias personales. Tal vez habían sido escasas y la familia se las había llevado en la evacuación. No tenía deseos de investigar, pues podía toparse con la muñeca de una niña o el osito de un niño. Sólo esperaba que todos los habitantes hubieran escapado.
Recorrió las habitaciones. En las dos había dormido gente. La primera daba al norte, la segunda al este. Con la puerta abierta entre ambas, podría abarcar un semicírculo entero, corriendo de una ventana a otra.
Esa visión cubría doce calles en ambas direcciones, porque la mayor parte del vecindario era un yermo. Pero el enemigo no había pensado en ocupar o dinamitar ese mirador. Bien, todos cometían alguna estupidez, especialmente en la guerra. Esta vez la inteligencia soviética había pescado una torpeza nazi.
Regresó a la sala y encontró al soldado tendido en el sofá. Se había quitado el casco y el abrigo. La camisa apestaba a sudor. (Bien, pensó Katya, yo no soy un jardín de rosas. ¿Cuánto hace que no me doy un buen baño? Mucho tiempo atrás, esa noche en el bosque, cuando me oculté en la choza de un campesino…) El muchacho tenía pelo rizado y empezaba a recobrar el color.
—Ojo con el frío, camarada —le advirtió Katya—. Estaremos aquí un rato. —Dejó el rifle y descolgó la cantimplora—. Debes de necesitar el agua más que yo, así que bebe primero, pero no demasiado. Enjuágate la boca antes de tragar. Tiene que durar.
Mientras él bebía, ella se agachó para revisarle la mano herida, meneó la cabeza y chasqueó la lengua.
—Mal aspecto —dijo—. Esos huesos son un desastre. Al menos no tienes lesiones en vasos sanguíneos importantes. Puedo hacer algo. Aguanta. Esto te dolerá.
Él contuvo el aliento mientras ella limpiaba y vendaba las heridas. Luego Katya le dio un trozo de chocolate.
—También compartiremos mis raciones —prometió Katya—. Son magras, pero el hambre es una alegría comparada con nuestros verdaderos problemas, ¿eh?
El bocado lo reanimó. El joven atinó a sonreír.
—¿Cuál es tu nombre en el cielo, ángel? —musitó.
Ella registró ambas ventanas. Nada, excepto cañonazos lejanos.
—¿Yo un ángel? —replicó con una sonrisa huraña—. ¿Qué clase de comunista eres?
—No soy miembro del Partido —dijo él—. Me habría afiliado, eso quería mi padre, pero… Bien, después de la guerra.
Katya acercó una silla y se sentó frente a él. No tenía sentido vigilar constantemente. En ese silencio oiría cualquier movimiento importante. Bastaría con mirar cada tantos minutos.
—¿Quién eres, pues? —preguntó.
—Soldado Pyotr Sergeyevitch Kulikov, Sexuagesimosegundo Ejército.
Ella sintió un cosquilleo en la espalda. Soltó un silbido.
—¡Kulikov! Qué espléndido presagio.
—¿Eh? Oh… Sí. Kulikovo. Donde Dmitri Donskoi derrotó a los mongoles. —Suspiró—. Pero eso fue… casi seiscientos años atrás.
—Es verdad. —Recuerdo cómo nos alegramos cuando la noticia llegó a la aldea—. Y se supone que ya no debemos creer en presagios, ¿verdad? —Se inclinó hacia él, interesada—. Conque conoces la fecha exacta de esa batalla. —Aun ahora, agotado, dolorido, tal vez al filo de la muerte—. Pareces culto.
—Mi familia de Moscú lo es. Algún día espero ser profesor de clásicas. —Trató de enderezarse. La voz cobró una vaga resonancia—. ¿Pero quién eres tú, mi salvadora?
—Ekaterina Borisovna Tazurina. —Mi nombre, mi identidad más reciente.
—Una mujer soldado.
—Existimos, ¿no lo sabías? —Dominó su fastidio—. Fui partisana antes de que la lucha me trajera aquí. Luego me dieron un uniforme, aunque eso no cambiará las cosas si los alemanes me atrapan. Cuando aprobé el curso del teniente Zaitsev, me ascendieron a sargento porque una tiradora necesita cierta libertad de acción.
Pyotr ensanchó los ojos. Zaitsev era famoso de un extremo al otro de la Unión Soviética.
—Ésta debe de ser una misión especial, no sólo de francotiradora.
Katya asintió.
—Las órdenes vienen de la Casa de Pavlov. ¿Sabes a qué me refiero?
—Desde luego. Un edificio de las cercanías, en terreno alemán, que el sargento Pavlov y algunos héroes han defendido desde… fines de septiembre, ¿verdad?
Ella le perdonó que repitiera lo obvio. Estaba herido y desconcertado, y era muy joven.
—Mantienen comunicación con nosotros —explicó—. Ciertas cosas que han visto nos dan razones para suponer que el enemigo planea una embestida contra nuestro sector de la ciudad. No, no me explicaron qué cosas, ni necesito oírlas, pero me enviaron a observar desde este punto para informar sobre lo que vea.
—Y pasabas por allí… Tuve una suerte increíble. —A Pyotr se le llenaron los ojos de lágrimas—. Pero mis pobres amigos…
—¿Qué ocurrió?
—Nuestro escuadrón salió a patrullar. Mi unidad está ahora en un bloque de casas al sur de Mamaev. No esperábamos problemas, porque todo estaba tranquilo. —Pyotr jadeó—. De pronto hubo disparos y gritos y… mis camaradas cayeron a izquierda y derecha. Creo que sólo yo quedé con vida al cabo de unos minutos. Y con esta mano. ¿Qué podía hacer sino correr?
—¿Cuántos alemanes? ¿De dónde venían? ¿Cómo estaban equipados?
—No sé. Todo fue demasiado rápido. —Hundió la cara en la palma izquierda y se estremeció—. Demasiado terrible.
Ella se mordió el labio con furia.
—Si estás con el Sexuagesimosegundo, has tenido meses de experiencia en combate. El enemigo os hizo retroceder desde… Ostrov, ¿verdad? Por la llanura hasta aquí. Y aun así no prestaste atención.
Él recobró la compostura.
—Puedo tratar de recordar.
—Así está mejor. Tómate tu tiempo. A menos que algo nos desaloje primero, nos quedaremos aquí hasta que veamos algo de interés para el cuartel general. Sea lo que fuere.
Miró por las ventanas, regresó, se sentó ante Pyotr, le cogió la mano sana. Ahora que estaba fuera de peligro inmediato lo dominaba el cansancio, pero Katya no podía dejarlo dormir. Era un joven saludable y podía superar la situación. Katya le habló con voz suave y notó que la presencia de una mujer lo reanimaba.
Poco a poco surgió una historia más o menos coherente. Al parecer, los alemanes estaban haciendo un reconocimiento. Era una fuerza pequeña, pero superior a la patrulla rusa. Sabiendo que estaban en territorio hostil, se habían mantenido alerta y vieron la oportunidad de emboscar al grupo de Pyotr. Sí, sin duda querían capturar prisioneros. Sombríamente, Katya esperó que Pyotr fuese, en efecto, el único superviviente.
Una misión de exploración indicaba que estaban preparando un ataque importante. Se preguntó si debía considerar que esta información daba su tarea por cumplida y regresar de inmediato. Desde luego, cuando la patrulla no se presentara, el oficial que la había enviado adivinaría la verdad; pero tal vez tardara un tiempo. No, probablemente la historia valía menos que la posibilidad de obtener mayor información aquí.
¿Enviar a Pyotr? Si no llegaba, el Ejército Rojo no habría perdido mucho. A menos que lo capturasen. ¿Resistiría bajo tortura, o el cuerpo atormentado traicionaría al joven obligándolo a traicionarla a ella? Katya no quería correr ese riesgo. Y no era justo para él.
Ayudarlo a recordar lo que él ansiaba olvidar forjó una extraña intimidad. Al final, mientras compartían pan con agua, él preguntó tímidamente:
—¿Eres de esta zona, Katya Borisovna?
—No. Del sudoeste —respondió ella.
—Eso creía. Tu ruso es excelente, pero el acento… Aunque tampoco es pequeño ruso.
—Tienes buen oído. —Sintió un deseo impulsivo. ¿Por qué no? No era un secreto—. Soy kazak. Él se sorprendió. Le goteó agua de los labios. Se los enjugó con un gesto torpe y trémulo.
—¿Eres cosaca? Pero tú también eres culta, por lo que veo, y…
—Vamos —rió ella—. No somos una raza de jinetes bárbaros.
—Lo sé…
—En realidad, nuestras escuelas son mejores que la mayoría. O lo eran. —El rayo de alegría se desvaneció detrás de nubes invernales—. Antes de la Revolución, casi todos éramos granjeros, pescadores, comerciantes, mercaderes que se internaban en Siberia. Teníamos nuestras instituciones, sí, nuestras costumbres —y añadió en voz baja—: Nuestra libertad.
Por eso fui hacia ellos cuando dejé de enseñar bordado en la escuela del convento de Kiev. Por eso estuve con ellos, casi desde sus comienzos, estos cuatrocientos años. Una mezcla de gente de Europa y Asia, a lo largo de los grandes ríos y en las ilimitadas estepas del sur, armada contra el tártaro y el turco, librando guerras contra esos antiguos enemigos. Pero ante todo éramos minifundistas, éramos un pueblo libre. Sí, también las mujeres, no tan libres como los hombres, pero mucho más que en otras partes. Yo era una persona, poseía mis derechos, y al cabo de un tiempo no me era difícil iniciar una nueva vida en otra tribu.
—Lo sé. Pero… perdóname —exclamó Pyotr—. Hete aquí, una soldado soviética, una patriota. Oí decir que…, bien, que los cosacos se han pasado al bando de los fascistas.
—Algunos —admitió Katya sin rodeos—. No la mayoría. Créeme, no la mayoría. No después de lo que vimos.
Al principio no sabíamos nada. Los comisarios nos dijeron que huyéramos. Nos quedamos donde estábamos. Nos suplicaron. Nos contaron los horrores que sembraban las hordas de Hitler adondequiera que iban. «Vuestra mentira más reciente», replicamos. Luego los tanques alemanes rodaron en nuestro horizonte, y supimos que por una vez los comisarios decían la verdad. No nos ocurrió sólo a nosotros. La guerra me reunió con gente de toda la Ucrania soviética, no cosacos, pequeños rusos comunes, gente tan desesperada que hoy lucha junto con los comunistas.
Aun así, es verdad que miles de hombres se han unido a los alemanes como obreros o soldados. Los ven como liberadores.
—A fin de cuentas —continuó apresuradamente—, es nuestra tradición resistir a los invasores y alzarnos contra los tiranos.
Los lituanos estaban lejos, nos dejaban en paz y se contentaban con llamarse señores. Pero los reyes polacos nos obligaron una y otra vez a la revuelta. Mazeppa acogió a los grandes rusos y fue consagrado príncipe de Ucrania, pero pronto se unió a los suecos con la esperanza de que nos liberasen. Al fin hicimos las paces con los zares, pues su yugo no era intolerablemente pesado; pero luego los bolcheviques tomaron el poder.
Pyotr frunció el ceño.
—He leído acerca de esas rebeliones cosacas.
Katya hizo una mueca. Olvidó tres siglos y estuvo de vuelta en la aldea cuando los hombres —vecinos, amigos, dos hijos de ella— regresaban al galope después de su campaña con Chmielnicki y alardeaban a gritos. Cada sacerdote católico o ttniyat que atrapaban ellos o los siervos era colgado frente al altar junto a un cerdo y un judío.
—Tiempos bárbaros —dijo Katya—. Los alemanes no tienen esa excusa.
—Y los traidores tienen menos aún. ¿Traidores? Vasili el gentil herrero, Stefan el risueño, Fyodor el bello, que era nieto suyo y no lo sabía… ¿Cuántos millones de muertos procuraban vengar? Los olvidados, los exterminados… Pero ella recordaba, aún veía el hambre encogiendo las carnes y enturbiando los ojos. Katya había acunado hijos moribundos; los sicarios de Stalin habían disparado a su hombre Mikhail, a quien ella amaba tanto como una inmortal podía amar a un mortal, matándolo como un perro porque intentaba llevar a la familia parte del grano que ellos embarcaban en trenes abarrotados; Mikhail tuvo suerte, sin embargo, pues no fue en otra clase de tren a Siberia, Katya conocía a algunos, muy pocos, que habían regresado; no tenían dientes, hablaban poco, trabajaban como máquinas; y siempre con el miedo a cuestas. Katya no pudo contenerse.
—¡Tenían sus razones! —exclamó.
Pyotr la miró boquiabierto.
—¿Qué? —Trató de recordar—. Bien, sí, kulaks.
—Granjeros libres a quienes arrebataron las tierras heredadas de sus padres para arrearlos hacia los kolkbozes como esclavos. —De inmediato—: Así es como se sentían, ¿entiendes?
—No me refería a los labriegos honestos —dijo él. Me refería a los kulaks, los terratenientes ricos.
—Nunca conocí a ninguno, y he viajado mucho. Algunos eran prósperos, sí, porque sabían labrar la tierra y se deslomaban.
—Bueno, yo… no quiero ofenderte, Katya, a ti menos que a nadie, pero no puedes haber viajado tanto como crees. Fue antes de tu época, de todos modos. —Pyotr meneó la cabeza—. Sin duda muchos de ellos tenían buenas intenciones. Pero el viejo régimen capitalista los había cegado. Se resistieron, desafiaron la ley. —Hasta que los mataron de hambre.
—Ah sí, el hambre. Un trágico… accidente. —Pyotr aventuró una sonrisa—. Se supone que no debemos mencionar a la Providencia.
—Yo dije… No importa. —Yo he dicho que los mataron de hambre. Las cosechas no se perdieron. El Estado simplemente nos arrebató todo. Al final, así lograron someternos—. Sólo quise decir que muchos ucranianos sienten rencor. —Nunca abandonaron la esperanza. En sus corazones, todavía resisten.
—¡Son estúpidos! —exclamó Pyotr indignado.
Katya suspiró.
—Los que se unieron a los nazis cometieron un gran error.
Por Dios, yo misma pude haberlo hecho. Si Hitler hubiera querido, no, si hubiera podido tratarnos como seres humanos, nos habría tenido a todos. Hoy dominaría Moscú, Leningrado, Novosibirsk; Stalin se refugiaría entre sus gulags en el rincón más remoto de Siberia, o sería un refugiado en Estados Unidos. Pero no, los fascistas incendiaron, violaron, asesinaron, torturaron, destrozaron cabezas de bebés y rieron mientras ametrallaban a niños, mujeres, viejos, gente desarmada, clavaban la bayoneta por diversión, descuartizaban prisioneros o los rociaban con gasolina y les prendían fuego… Oh, me enferma la sola idea de que entren en la sagrada Kiev.
—Tú sabías qué era lo correcto, y lo hiciste —murmuró Pyotr—. Eres más valiente que yo.
Katya se preguntó si el miedo a la NKVD había disuadido al joven de desertar. Había visto los miles de cadáveres que los Gorras Verdes dejaban a lo largo de los caminos, como advertencia.
—¿Por qué te uniste a los partisanos? —preguntó él.
—Los alemanes ocuparon nuestra aldea. Trataron de reclutar hombres nuestros, y mataron a los que se negaban. Mi esposo se negó.
—¡Katya, Katya!
—Por suerte, éramos recién casados y no temamos hijos. —Yo era una recién llegada, con un nombre nuevo. Eso se ha vuelto difícil con los comunistas. Tengo que buscar funcionarios ineptos. Pero son bastante comunes. Pobre Ilya. Estaba tan orgulloso de su novia. Podríamos haber sido felices mientras la naturaleza lo permitiera.
—¿Por suerte? —Pyotr reprimió nuevas lágrimas—. Aun así, fuiste muy valiente.
—Estoy habituada a cuidar de mí misma.
—¿Siendo tan joven? —se maravilló Pyotr.
Ella no pudo contener una sonrisa.
—Soy mayor de lo que parezco. —Se levantó y dijo—: Hora de mirar de nuevo.
—¿Por qué no cogemos una ventana cada uno? —sugirió él—. Podríamos vigilar sin descanso. Me siento mucho mejor. Gracias a ti —concluyó con adoración.
—Bien, podríamos… —Sonó un trueno—. ¡Espera! ¡Artillería! Quédate donde estás.
Corrió a la habitación del norte. Caía el temprano atardecer del invierno, y las ruinas perdían relieve entre las sombras, pero Mamaev aún se perfilaba contra el cielo. Allí ondulaban las llamas. El estrépito continuaba.
—Nuestra pequeña tregua ha terminado —masculló yendo hacia la habitación del este—. Los cañones rugen.
Él estaba en medio de la habitación, los rasgos borrosos en la creciente penumbra, la voz incierta.
—¿El enemigo ha empezado?
—Eso creo, —asintió Katya—. El comienzo de lo que tienen planeado. Ahora nos ganaremos nuestra paga. —¿De veras? —le preguntó Pyotr con voz trémula.
—Si podemos averiguar qué ocurre. Ojalá tuviéramos luna esta noche. —Rió secamente—. Pero los alemanes no escogerán buen tiempo para complacernos. Guarda silencio.
Se movió de una ventana a otra. La oscuridad creció. La delgada capa de nieve de las calles desiertas era escasa ayuda para los ojos y los binoculares nocturnos. Los cañonazos se multiplicaron.
Katya gruñó entre dientes. Se arriesgó a asomarse para ver mejor. El frío la envolvió como un manto.
—¿Qué hay? —trató de susurrar Pyotr.
—¡Te dije que te callaras! —Katya aguzó la vista. Manchas negras en la otra calle, rumbo al norte… Un cazador podía interpretar rastros para un soldado. Eran cien hombres a pie, tropas de infantería, pero arrastraban carros donde descansaban siluetas relucientes que debían de ser morteros.
Siguieron de largo. Ella bajó los binoculares y caminó a tientas hacia Pyotr. Él se había sentado; quizá se había dormido en su fatiga, pero se levantó de un brinco cuando ella lo tocó.
Katya estaba tensa.
—Alemanes dirigiéndose a la garganta de Kratoy —le dijo al oído—. Tienen que ir allí, por la ruta que siguen. Si quisieran ir a pelear cerca de la colina, enfilarían hacia el oeste y quizá no los hubiera visto.
—¿Qué… se proponen?
—No sé, pero me lo imagino. Sin duda es parte de una ofensiva general contra nuestro sector. El cañón, y quizá blindados, atacando de flanco…, eso servirá para desviar la atención de los nuestros. Entretanto ese destacamento se consolida en la hondonada. Es apto para atrincherarse. Nuestro cuartel general estaba en la garganta de Tsaritsa, más al sur, hasta que los alemanes lo tomaron con grandes pérdidas. Si toman el Kratoy y se afianzan allí, las tropas pueden atravesarlo a rastras, o sus ingenieros pueden construir un nuevo puente.
—¿Quieres decir que podríamos perder la ciudad entera?
—Oh, no bastará con eso sólo. —Tenemos nuestras ordenes, impartidas directamente por Stalin. Aquí, en este sitio rebautizado en su honor, aquí resistimos. Morimos si es preciso, pero el enemigo no debe avanzar un centímetros más—. Cada pequeña cosa cuenta, sin embargo. Sin duda nos costaría cientos de vidas. A esto he venido. Ahora debo regresar a dar parte.
—¡Iremos los dos! —dijo él con voz trémula.
Katya sintió un nudo en la garganta. Tragó saliva.
—Juntos no —dijo—. Es demasiado importante. Todo el distrito estará lleno de alemanes. Debo hacer lo posible para llegar viva, y tengo experiencia. Tú debes intentarlo solo. Espera aquí hasta… mañana por la noche…, hasta que haya menos peligro.
Katya lo aferraba, Pyotr se enderezó.
—No. Mis camaradas están luchando. Huí una vez. No lo haré de nuevo.
—¿De qué servirás, con esa herida?
—Puedo llevar municiones. O… Katya, quizá no llegues. Tal vez, por mera suerte, yo lo consiga y pueda informarles. —Pyotr rió, o lloró—. Una ínfima posibilidad, pero quién sabe.
—Oh, Dios. Eres un idiota.
—Cada pequeña cosa cuenta, has dicho.
Sí, cada fragmento arrojado al horno se vuelve parte del acero.
—No debo demorarme, Pyotr. Dame media hora antes de salir, así podré alejarme. Cuenta hasta…
—Conozco viejas canciones y sé cuánto duran. Las cantaré mentalmente. Mientras estoy pensando en ti, Katya.
—Ten. —Katya desenvolvió cosas y las arrojó al sofá—. Comida, agua. Necesitaras fuerzas. No, insisto; yo no estoy herida. Dios te guarde, muchacho, grandísimo… ruso.
—Nos veremos de nuevo, ¿verdad ? ¡Dime que sí!
En cambio, ella lo abrazó y lo besó. Sólo un minuto. Sólo para guardar el recuerdo.
Katya retrocedió. Pyotr se quedo inmóvil. Sus jadeos sonaban en la oscuridad como ráfagas de viento (¿viento de primavera?) en medio de los cañonazos.
—Cuídate —dijo Katya. Cogiendo el rifle, avanzó a tientas hacia la puerta.
Bajó la escalera y salió a la calle.
Los tanques rugían a cierta distancia. ¿Los alemanes montaban un ataque nocturno? Más probablemente, simulaban un ataque. Pero Katya no era estratega, sólo tiradora. Los relampagueos perfilaban edificios esqueléticos contra un cielo enrojecido. Sintió el temblor en la suela de las botas. Ella sólo debía entregar un mensaje.
¿O sobrevivir? ¿Qué tenía que ver ella con las crueles locuras de los mortales? ¿Por qué estaba allí?
—Bien, verás, querido Pyotr, yo también soy rusa.
Un parque blanco, una franja abierta entre paredes ruinosas, titiló ante ella. Quedaba un solo árbol, el resto eran tocones y astillas alrededor de un cráter. Lo sorteó, manteniéndose en la sombra. De la misma manera sortearía la hondonada, y sería muy cauta cuando llegara a las vías que conducían al Lazur. Debía entregar el mensaje.
Dudaba que Pyotr pudiera hacerlo. Bien, al menos detendría un par de balas que de lo contrario abatirían a alguien más efectivo. Pero si el joven lograba salvar el pellejo —¡María misericordiosa, ayúdalo!—, no volverían a verse, ni sabrían nada el uno del otro. Eran dos motas de polvo juntándose un instante cuando la tormenta barre la estepa. ¿Cómo unirlos de nuevo?
Katya no lo buscaría, por cierto. Pronto cambiaría nuevamente de identidad. Cuando los Cuatro Jinetes cabalgaban por el mundo, le facilitaban esa tarea. De cualquier modo, no podría haberse quedado mucho más con los cosacos. Pero primero…
Los cañones martillearon con más fuerza. Dadas las noticias que ella llevaba, la artillería soviética apuntaría hacia la garganta de Kratoy. Expulsaría a los alemanes antes de que pudieran atrincherarse. Allí terminaría todo, mientras la guerra continuaba.
Trabajad, cañones. Descargad la ira de Dazhbog y Perun, de san Yuri el matador de dragones y san Alejandro Nevsky. Aquí estamos. Ese engendro que asola toda Europa no pasará de nuestro territorio. No importa que luchemos en nombre de un monstruo. En realidad no es así. Una vez Stalingrado fue Tsairtsyn. Quizá sea otra cosa en el futuro. Por ahora basta con saber que resistimos en la Ciudad de Acero. Aguantaremos, venceremos, esperaremos el día de nuestra libertad.