Los jóvenes jinetes galopaban por la llanura del norte meciéndose como la hierba en el viento. También se mecían los altos girasoles, con pétalos amarillos como la luz que se derramaba por el mundo. La tierra y el cielo no tenían límites. El verde se confundía con el azul en el límite de la visión, y la distancia continuaba hasta más allá de donde podían volar los sueños. Un halcón surcaba el aire, las alas como llamas gemelas. Se elevó una bandada de aves acuáticas, tantas que oscurecieron una parte del cielo.
Los niños que ahuyentaban los cuervos de los campos fueron los primeros en ver a los jóvenes jinetes. El mayor corrió hacia la aldea, sintiéndose importante; pues Inmortal había ordenado que le anunciaran el retorno. Pero cuando el niño atravesó la empalizada y estuvo entre las casas, se desanimó. ¿Quién era él para hablar con el más poderoso de los chamanes? ¿Se atrevería a interrumpir un hechizo o una visión? Las atareadas mujeres notaron su consternación.
—Pequeña Liebre —dijo una—, ¿qué ocurre en tu corazón?
Pero eran sólo mujeres, y los viejos eran sólo viejos, y sin duda éste era un asunto de terrible poder si Inmortal se interesaba tanto.
El niño tragó saliva y enfiló hacia una casa. El tepe pardo se erguía ante él. La puerta daba a un interior cavernoso donde ardía una fogata roja. Las familias que la compartían estaban en otra parte, realizando sus tareas o, si no tenían ninguna, descansando junto al río. Quedaba una persona, la que Pequeña Liebre esperaba ver, un hombre vestido con ropa de mujer, moliendo maíz. El hombre alzó los ojos y dijo con su voz serena:
—¿Qué buscas, niño?
Pequeña Liebre tragó saliva.
—Regresan los cazadores —dijo—. ¿Irás a avisar al chamán, Tres Gansos?
El ruido de la piedra cesó. El berdache se levantó.
—Iré —replicó.
Los que eran como él tenían cierto poder contra lo invisible, quizá porque los espíritus les compensaban así la falta de virilidad. Además, era hijo de Inmortal. Se sacudió restos de comida de la piel de ante, se soltó las trenzas y partió con paso digno. Pequeña Liebre suspiró de alivio antes de regresar a sus tareas. Sentía un cosquilleo de ansiedad. ¡Qué espectáculo darían los jinetes cuando pasaran!
La casa del chamán estaba cerca de la cabaña de medicinas, en el centro de la aldea. Era más pequeña que las demás porque era sólo para él y su familia. Estaba allí con sus esposas. Brillo Cobrizo, la madre de Tres Gansos, estaba sentada fuera, vigilando a las dos pequeñas hijas de Ala de Codorniz, que jugaban al sol. Encorvada y medio ciega, se alegraba de poder ser útil a su edad. En la puerta, Lluvia del Atardecer, que había nacido el mismo invierno que el berdache, ayudaba a su propia hija, Bruma del Alba, a adornar un vestido con plumas teñidas para la inminente boda de la doncella. Saludó al recién llegado y fue a llamar al esposo. Inmortal salió poco después, sujetándose el taparrabo. La joven Ala de Codorniz miró desde dentro con aire desaliñado y feliz.
—Padre —dijo Tres Gansos con el debido respeto, pero sin el temor reverencial propio de los niños como Pequeña Liebre. A fin de cuentas, ese hombre lo había acunado cuando era bebé, le había enseñado a conocer las estrellas, a poner trampas y todo lo que fuera necesario o agradable. Y cuando fue obvio que el joven nunca llegaría a ser un hombre pleno, no lo amó menos sino que aceptó el hecho con la calma de alguien que había visto cientos de vidas perdiéndose en el viento—. Anuncian que la partida de Lobo Corredor viene de regreso.
Inmortal permaneció callado un instante. Frunció el ceño, y una sola arruga le cruzó la cara. El sudor le hacía relucir la piel sobre los tensos músculos como rocío sobre la roca; el pelo era como la roca misma, obsidiana bruñida.
—¿Están seguros de que son ellos? —preguntó.
—¿Y quién más podría ser? —replicó Tres Gansos.
—Enemigos…
—Los enemigos no vendrían tan abiertamente, a plena luz del día. Padre, has oído hablar de los pariki y sus costumbres.
—Oh, claro que sí —murmuró el chamán, como si lo hubiese olvidado y necesitara que se lo recordaran—. Bien, ahora debo darme prisa, pues quiero hablar a solas con los cazadores.
Entró de nuevo en su casa. El berdache y las mujeres intercambiaron miradas inquietas. Inmortal no había estado de acuerdo con la cacería del búfalo, pero Lobo Corredor había reunido a los suyos y había partido deprisa sin dar tiempo para conversar en serio sobre el asunto. Desde entonces Inmortal había meditado, y a veces había llevado aparte a los ancianos, quienes después guardaron silencio. ¿Qué temían?
Pronto reapareció Inmortal. Se había puesto una camisa con fuertes signos grabados con fuego en el cuero. Rizos de pintura blanca le marcaban el semblante; una gorra hecha con la piel de un visón blanco le ceñía la frente. En la mano izquierda llevaba un calabacín con cascabeles, en la mano derecha una vara coronada por el cráneo de un cuervo. Los demás permanecieron aparte, e incluso los niños guardaron silencio. Este ya no era el esposo y padre bondadoso y callado a quien conocían; éste era aquel en quien habitaba un espíritu, el que nunca envejecía, el cual durante las edades había guiado a su gente haciéndola diferente del resto.
Todos callaban mientras caminaba entre las casas. No todos lo miraban con la antigua reverencia. Algunos jóvenes lo seguían con ojos rencorosos.
Atravesó la puerta abierta de la empalizada y las parcelas de maíz, habichuelas y calabazas. La aldea estaba en un risco que daba sobre un río ancho y poco profundo y los álamos de las orillas. Al norte el terreno se curvaba en una vastedad ondulante. Aquí la pradera de hierba corta se transformaba en una llanura de pastos altos. Las sombras se volvían misteriosas sobre las verdes ondas. Los cazadores ya estaban muy cerca. El trepidar de los cascos sacudía la tierra.
Cuando reconoció al hombre a pie, Lobo Corredor dio la orden de alto y frenó. Su mustang relinchó y corcoveó antes de calmarse. Con las perneras contra las costillas del animal, el jinete montaba la bestia como si formara parte de ella. Sus seguidores eran igualmente diestros. Bajo el sol, tanto los hombres como los caballos fulguraban de vitalidad. Algunos empuñaban lanzas, y algunos llevaban arcos y aljabas. Un cuchillo del mejor pedernal colgaba de cada cintura. Llevaban cintas en la cabeza con dibujos de rayos, pájaros de trueno, avispas. De la de Lobo Corredor surgían plumas de águila y grajo. ¿Pensaba que un día echaría a volar?
—Saludos, gran hombre —dijo a regañadientes—. Nos honras.
—¿Cómo ha ido la cacería? —le preguntó Inmortal.
Lobo Corredor señaló hacia las bestias de carga. Traían pieles, cabezas, ancas, lomos, entrañas, vísceras, una abundancia sujetada con cuerdas de cuero. La grasa y la sangre coagulada atraían moscas ahora que estaban detenidos.
—¡Nunca hubo tanta diversión, tanta matanza! —exclamó con euforia—. Dejamos más que esto para los coyotes. Hoy el pueblo comerá hasta hartarse.
—Los espíritus castigarán el despilfarro —advirtió Inmortal.
Lobo Corredor lo miró con ojos entornados.
—¿Qué? ¿Acaso Coyote no se alegra de que también alimentemos a los suyos? Y los búfalos son tan abundantes como las hojas de hierba.
—Un solo incendio puede ennegrecer la tierra…
—Que reverdece con las primeras lluvias.
Se oyeron resuellos cuando el líder se atrevió a interrumpir así al chamán; pero los de la partida no estaban escandalizados. Dos de ellos sonreían. Inmortal ignoró la interrupción, pero su tono se volvió más severo.
—Cuando pasa el búfalo, nuestros hombres van a buscarlo. Primero ofrecen las danzas y sacrificios apropiados. Luego yo explico nuestra necesidad a los fantasmas de las presas, para apaciguarlos. Así ha sido siempre, y hemos prosperado en paz. Vendrán males si abandonamos el antiguo sendero. Te diré qué compensación puedes ofrecer, y te guiaré en ello.
—¿Y volveremos a esperar a que una manada pase cerca de aquí? ¿Trataremos de apartar unos pocos búfalos y matarlos sin que ningún hombre sea herido ni pisoteado? ¿O, con suerte, provocaremos una estampida para que la manada caiga por un precipicio, y veremos como la mayor parte de la carne se pudre antes de que podamos comerla? Si nuestros padres traían poca carne a casa, era porque no podían traer más, ni los perros podían cargar mucho en esas lamentables parihuelas —dijo Lobo Corredor con desdén, sin titubear. Evidentemente, había previsto este enfrentamiento, y había planeado sus palabras.
—Y si las nuevas costumbres traen mala suerte —exclamó Halcón Rojo—, ¿por qué las tribus que las siguen prosperan tanto? ¿Ellos tomarán todo y nosotros nos quedaremos con la carroña?
Lobo Corredor frunció el ceño ordenando silencio. Inmortal suspiró.
—Sabía que hablarías así —le dijo casi con dulzura—. Por tanto te salí al encuentro donde nadie más puede oír. Para un hombre es difícil admitir que se ha equivocado. Juntos hallaremos el modo de enderezar las cosas sin herir tu orgullo. Acompáñame a la cabaña de medicinas, y buscaremos una visión.
Lobo Corredor se irguió contra el cielo.
—¿Visión? —exclamó—. He tenido la mía, viejo, bajo las altas estrellas después de un día de cabalgar con el viento. Vi riquezas desbordantes, hazañas que los hombres recordarán durante más tiempo del que tú has vivido, gloria, maravillas. Nuestros dioses hollan estas tierras, recién salidos de las manos del Creador y montan caballos cuyos cascos suenan como el trueno y despiden rayos. ¡A ti te corresponde hacer la paz con ellos!
Inmortal alzó la vara y sacudió el cascabel. Los rostros se turbaron. Los caballos resoplaron, corcovearon, patearon el suelo.
—No quería ofenderte, gran hombre —se apresuró a decir Lobo Corredor—. Tú deseas que hablemos sin temor y sin alarde, ¿no? Bien, si he hablado con altanería, lo lamento. —Irguió la cabeza—. No obstante, tuve ese sueño. Lo he contado a mis camaradas, y ellos me creen.
Los objetos mágicos del chamán apuntaron a la tierra. Inmortal permaneció inmóvil un rato, oscuro entre la luz del sol y la hierba.
—Debemos hablar más y hallar el significado de lo que ha ocurrido —dijo en voz baja.
—Claro que sí —dijo Lobo Corredor, con alivio y amabilidad—. Mañana. Ven, gran hombre, déjame prestarte mi caballo favorito, y yo caminaré mientras tú entras cabalgando en la aldea. Ahí nos bendecirás como siempre has bendecido a los cazadores que regresan.
—No. —Inmortal se alejó.
Permanecieron callados, perturbados, hasta que Lobo Corredor se echó a reír. Hacía honor a su nombre, pues la risa parecía el aullido del lobo en las comarcas boscosas del este.
—La alegría de nuestro pueblo será bendición suficiente. ¡Y para nosotros las mujeres, más ardientes que sus fogatas! —dijo.
La mayoría rió de mala gana, pero aun así se sintieron alentados. Con Lobo Corredor al frente, azuzaron a los caballos y se lanzaron al galope. Dejaron atrás el chamán, sin mirarlo.
Cuando llegó a la aldea, Inmortal encontró una algarabía. La gente rodeaba la partida, gritaban, daban vivas y festejaban. Los perros aullaban. No sólo había carne en abundancia, sino grasa, hueso, cuerno, tripas, tendones, todo lo que necesitaban para fabricar las cosas que deseaban. Y esto era apenas el comienzo. Las pieles se transformarían en cubiertas para los tipis, cuando no las trocaran en el este por estacas, y familias enteras podían moverse hacia donde desearan, cazar, desollar, curtir, preservar, antes de pasar a la próxima cacería, y la siguiente…
—No de la noche a la mañana —advirtió Lobo Corredor. Luego habló con voz estentórea, por encima del alboroto—. Aún tenemos pocos caballos. Y primero debemos cuidar de éstos que nos han servido bien. —Con tono triunfal—: Pero pronto tendremos mas. Cada hombre tendrá el suyo.
Alguien aulló, otro lo imitó, y pronto la tribu entera se puso a aullar: gritando su signo, su nombre, su futuro liderazgo.
Inmortal pasó de largo. Pocos repararon en él, y desviaron los ojos avergonzados antes de continuar la celebración con entusiasmo.
Las esposas e hijos más pequeños de Inmortal estaban de pie fuera de la casa. Desde allí no podían ver la multitud, pero oían los gritos. Ala de Codorniz miraba hacia allá con curiosidad. Era poco más que una niña. Inmortal se detuvo frente a ellos. Entreabrieron los labios, pero nadie habló.
—Habéis sido buenos al esperar aquí —dijo Inmortal—. Ahora podéis reuniros con los demás, ayudar a preparar la comida, compartir la fiesta.
—¿Y tú? —preguntó Lluvia del Atardecer.
—No lo he prohibido —dijo él con amargura—. ¿Cómo podría hacerlo?
—Te opusiste a los caballos, te opusiste a la cacería —anunció con voz trémula Brillo Cobrizo—. ¿Qué locura los posee que ya no te escuchan?
—Ya aprenderán —declaró Lluvia del Atardecer.
—Agradezco que pronto hallaré confortación con la muerte —dijo Brillo Cobrizo tendiendo una mano nudosa hacia Inmortal—. Pero tú, querido mío, deberás soportar esa afrenta.
Ala de Codorniz miró a sus hijos y se estremeció.
—Id —dijo el hombre—. Disfrutadlo. Además, será prudente. No debemos crear divisiones en el pueblo. Eso podrá destruirlo. Siempre he procurado mantenerlo unido.
Lluvia del Atardecer lo estudió.
—Pero ¿tú te mantendrás aparte?
—Trataré de pensar qué se debe hacer —respondió, y entró en la cabaña de medicinas. Preocupados, tardaron un poco en irse. La inseguridad de Inmortal, a quien habían desafiado, era un golpe en el corazón de todas sus creencias.
Con la entrada hacia el sol naciente, la cabaña se había vuelto sombría a esta hora del día. La luz de la puerta y el agujero del techo se perdían en las sombras que envolvían el suelo circular y las paredes. Los objetos mágicos eran borrones, destellos, bultos agazapados.
Inmortal puso estiércol de búfalo en la cavidad central. Trabajó con la barrena y la leña hasta que ardieron las llamas. Tras cubrir el fuego, llenó su calumet con tabaco que los mercaderes traían desde lejos, la encendió, aspiró y dejó que el aturdimiento sagrado lo llevara a la meditación.
No veía con claridad. Se alegró cuando una forma oscureció la entrada. Para entonces el sol estaba sobre el lado del horizonte que él no podía ver. La luz teñía de amarillo el humo denso y aromático que flotaba sobre las fogatas. El bullicio de la celebración era fuerte y remoto a la vez, casi irreal.
—¿Padre? —susurró una voz.
—Entra —dijo Inmortal—. Bienvenido.
Tres Gansos se agachó, entró, se sentó al otro lado de la cavidad. La cara era apenas visible, surcada por las arrugas de la acechante vejez, llena de la preocupación que un berdache podía manifestar sin vergüenza.
—Esperaba que me acogieras aquí, padre.
—¿Por qué? —preguntó Inmortal—. ¿Alguien te ha ofendido?
—No, no. Todos están alegres. —Tres Gansos hizo una mueca—. Eso es lo que me duele. Aun los viejos parecen haber renunciado a las dudas.
—Excepto tú.
—Y tal vez algunos más. ¿Cómo saberlo? El corazón de muchas mujeres está con nosotros, pero los hombres las arrastran. Y sin duda Lobo Corredor y los suyos han traído un gran botín.
—Promete mucho más para el futuro.
Tres Gansos gruñó una afirmación.
—¿Por qué no compartes esas esperanzas? —le preguntó Inmortal.
—Tú eres mi padre, y siempre has sido bondadoso conmigo —dijo el berdache—. Temo que habrá poca bondad en el mañana que nos promete Lobo Corredor.
—Por lo que sabemos sobre las tribus que han seguido el camino del caballo, así es.
—He oído decir a los hombres, cuando lograba oír sus conversaciones, que algunas están obligadas a ello.
—Es verdad. Son expulsadas hacia la pradera desde sus antiguos hogares, las tierras boscosas del este, por invasores que vienen desde más al este. Dicen que esos invasores usan armas horrendas que escupen rayos. Las reciben de los extranjeros de piel pálida sobre los parki, han adoptado el caballo por propia voluntad, y vienen desde el oeste, desde aquellas montañas.
»No tenían por qué hacerlo. Nosotros no tenemos por qué hacerlo. He hablado con viajeros, traficantes, todos los que traen noticias del exterior. Al norte, los arikara, los hidatsa y los mandan siguen las antiguas tradiciones. Conservan la fuerza, el bienestar, la satisfacción. Preferiría que nosotros hiciéramos lo mismo.
—He hablado con dos o tres de los jóvenes que trajeron caballos a pesar de tu consejo, padre —dijo Tres Gansos—. Uno de ellos salió con Lobo Corredor, primero para practicar; luego en la cacería de búfalos. Dice que no se propone faltar el respeto ni dar por tierra con nada. Sólo quiere lo que hay de bueno para nosotros en las nuevas costumbres.
—Lo sé. También sé que no se puede escoger. El cambio es un hato de medicinas. Lo rechazas todo, o aceptas todo.
—Padre —dijo Tres Gansos, la voz afinada por el pesar—, no cuestiono tu sabiduría, pero sé que algunos la ponen en duda. Se preguntan si puedes entender el cambio, tú que vives al margen del tiempo.
Inmortal sonrió tristemente en la penumbra.
—Qué extraño, hijo mío. Sólo ahora, cuando te acercas al final de tus días, hablamos con entera confianza. —Aspiró el aire—. Bien, rara vez hablo de mi juventud. Fue hace tanto tiempo que parece un sueño olvidado. Pero en mi infancia mi padre hablaba de la sequía de muchos años, que obligó a nuestro pueblo a emigrar hacia el este desde las tierras altas, para hallar aquí un hogar mejor. Aún aprendíamos a ser un pueblo de las planicies cuando llegué a ser hombre. Entonces no sabía que era lo que soy. No, esperaba envejecer y tenderme a reposar en la tierra como todos los demás. Cuando poco a poco comprendimos que no era así… ¿qué cambio más estremecedor puedes imaginar? Como era claro que los dioses me habían elegido, debí buscar al chamán, pedirle que me instruyera, pasar de ser hombre a ser discípulo, y luego de padre de familia a chamán. Y los años volaban deprisa. Vi nacer niñas a quienes desposé cuando crecieron y a quienes sepulté cuando murieron, junto con los hijos. Vi más tribus que llegaban a las llanuras, y estalló la guerra entre ellas. ¿Sabes que fue sólo en la infancia de tu madre cuando decidimos construir la empalizada?
—Es verdad, cierto temor por mí ha contribuido a ahuyentar a los enemigos, pero… Lobo Corredor ha tenido una visión de nuevos dioses.
»Sí, hijo mío —rió con fatiga—. He conocido el cambio. He sentido que el tiempo corría como un río caudaloso, arrastrando en su torrente esperanzas naufragadas. ¿Ahora entiendes por qué intento prevenir a mi pueblo contra el cambio?
—Deben escucharte —gruñó Tres Gansos—. Haz una medicina que les abra los ojos y les destape los oídos.
—¿Quién puede preparar una medicina contra el tiempo?
—Si alguien puede, padre, ése eres tú. —El berdache se abrazó el cuerpo y tiritó, aunque el aire todavía estaba templado—. Llevamos una vida buena, una vida dichosa. ¡Haz que continúe!
—Lo intentaré —dijo Inmortal—. Déjame a solas con los espíritus. —Extendió los brazos—. Pero antes permíteme abrazarte, hijo mío.
El cuerpo viejo y frío tembló contra la carne firme y tibia, luego Tres Gansos dijo adiós y se marchó. Inmortal permaneció inmóvil mientras los rescoldos se apagaban y la noche brotaba de la tierra. El ruido continuaba, tambores, cánticos, pies brincando alrededor de una gran hoguera. Creció cuando la puerta resplandeció de nuevo. Había despuntado la luna llena. Ese gris se volvió negro cuando la luna subió más, aunque fuera el suelo permaneció blanco. Al fin los festejos se acallaron hasta que el silencio tendió su manto sobre la aldea.
No había acudido ninguna visión. Tal vez acudiera un sueño. Había oído que los hombres de las tribus nómadas a menudo se torturaban con la esperanza de invocar así los espíritus. Él se atendría a las antiguas armonías naturales. Durmió sobre pieles apiladas, echándose una encima.
Las estrellas surcaron el cielo. El rocío titiló en el frío profundo. Los coyotes callaron. Sólo el río murmuraba a lo largo de las orillas, al pie de los álamos, alrededor de los bancos de arena, escapando de la luna en descenso.
Lentamente, las estrellas del este palidecieron mientras esa parte del cielo se aclaraba.
Los cascos que se acercaban apenas rompieron la quietud. Desmontaron jinetes, dejaron sus animales a cargo de compañeros escogidos y se acercaron a pie.
Se proponían robar los caballos atados fuera de la empalizada. Un niño que montaba guardia los vio y corrió hacia la puerta. Gritó una advertencia hasta que un guerrero lo alcanzó. Un lanzazo lo abatió. Pequeña Liebre gorgoteó a través de la sangre que le inundaba la boca. Pataleó hasta caer hecho un guiñapo. Gritos de guerra desgarraron el alba.
—¡Afuera! —rugió Lobo Corredor frente a su casa—. ¡Es un ataque! ¡Salvad los caballos!
Fue el primero en salir a campo abierto, pero los hombres lo seguían en un enjambre, casi desnudos, empuñando las armas que habían cogido. Los forasteros se lanzaron sobre ellos. Se oyeron palabras extranjeras. Silbaron flechas. Los hombres gritaban al caer; con menos dolor que furia. Lobo Corredor empuñaba un tomahawk. Buscó al grueso del enemigo y atacó como un tornado.
Los aldeanos, aunque desconcertados, superaban en número a los atacantes. El líder pariki ladró órdenes, agitando la lanza. Sus guerreros se reunieron alrededor de él. Como un solo hombre, apartaron a los defensores y entraron por la puerta abierta.
La luz del alba se intensificó. Como perros de la pradera, las mujeres, los niños y los viejos se recluyeron en las casas. Los pariki rieron y los persiguieron.
Lobo Corredor perdió tiempo en reunir a sus consternados guerreros. Mientras tanto, los pariki se adueñaban de lo que podían —una mujer o un niño, finas pieles, una túnica de búfalo, una camisa con coloridas plumas— y se juntaron en el camino que conducía a la puerta.
Un guerrero encontró a una bella joven con una mujer madura y una vieja en la casa más pequeña, cerca de una cabaña redonda. Ella gimió y le arañó los ojos. Él le sujetó las muñecas contra la espalda y la arrastró, a pesar de sus forcejeos y de los esfuerzos de las otras para detenerlo. Un hombre salió de la cabaña. Estaba desarmado, salvo por una vara y un cascabel. Cuando los sacudió, el guerrero aulló y lo amenazó con el tomahawk. El hombre tuvo que retroceder. El atacante y su presa se reunieron con el resto de los enemigos.
Los hombres de Lobo Corredor se agruparon en la entrada. A sus espaldas, los pariki que cuidaban los caballos llegaron al galope, con las bestias libres sujetas con cuerdas. Los aldeanos se dispersaron. Los atacantes cogieron las crines, montaron de un brinco, llevando consigo el botín o los cautivos. Los hombres que ya estaban montados ayudaron a los camaradas heridos y recogieron a tres o cuatro muertos.
Lobo Corredor aullaba, alentando a su gente. No les quedaban flechas, pero al menos logró reunir hombres suficientes para que el enemigo no intentara atacar de nuevo. Los pariki cabalgaron hacia el oeste, llevándose sus trofeos. Aturdidos de horror; los aldeanos no los persiguieron.
Despuntó el sol. La sangre relucía.
Inmortal inspeccionó el campo de batalla. La gente estaba atareada. Algunos mutilaron dos cadáveres que el enemigo no había recobrado, para que sus fantasmas erraran para siempre en las tinieblas; esas personas lamentaban no tener prisioneros vivos para matarlos con torturas. Otros atendían a sus propios muertos. Tres Gansos estaba entre los que cuidaban a los heridos. Sus manos calmaban la angustia; su voz serena ayudaba a los hombres a contener los gritos.
Inmortal se reunió con él. Las artes curativas formaban parte de la sabiduría del chamán.
—Padre —dijo el berdache—, creo que te necesitamos más para que prepares medicinas contra nuevos infortunios.
—No sé si me queda poder para ello —replicó Inmortal.
Tres Gansos hundió una lanza en un hombre, hasta que la cabeza salió por atrás y pudo sacarla del todo. La sangre manaba, las moscas zumbaban. Tapó el orificio con hierba.
—Me avergüenza no haber participado en la lucha —murmuró.
—Hace tiempo que no eres joven, y la lucha nunca fue para ti —dijo Inmortal—. Pero yo…, bien, me cogió por sorpresa, y he olvidado lo que alguna vez supe sobre el combate.
Lobo Corredor se acercó, evaluando los daños. Oyó la conversación.
—Ninguno de nosotros sabía nada —rezongó. Nos irá mejor la próxima vez.
Tres Gansos se mordió el labio. Inmortal calló. Después cumplió con sus deberes de chamán. Con su discípulo, que el día anterior no se le había acercado, celebró los ritos para los caídos, obró hechizos para que cerraran las heridas, hizo ofrendas a los espíritus.
Un anciano se armó de coraje para preguntarle por qué no buscaba presagios.
—El futuro se ha vuelto muy extraño —respondió Inmortal, para sorpresa del viejo. Al atardecer fue a consolar a los hijos de Ala de Codorniz por la captura de la madre, antes de regresar a solas a la cabaña de medicinas.
La mañana siguiente enterraron a los muertos. Luego bailaron en su honor. Pero antes los hombres se juntaron en un sitio que había conocido reuniones más felices. Lobo Corredor lo había exigido —no un consejo de ancianos que buscara con calma un acuerdo, sino todos los hombres que pudieran caminar— y nadie se atrevió a contradecirlo.
Se reunieron ante una loma cerca del linde del risco. Desde allí se veía, al este, el ancho y pardo río con sus álamos, los únicos árboles a la vista; al este de la empalizada, los campos apiñados, con viejos y gastados túmulos funerarios; en otras partes, rutilantes hierbas verdes y blancas que ondeaban bajo el viento ululante. Las nubes pasaban proyectando sombras contra la cruda luz del sol. Negras cabezas de tormenta acechaban en el oeste. Desde aquí, las obras del hombre parecían meros hormigueros, desprovistos de vida. Sólo los caballos se movían a la distancia. Tironeaban de las cuerdas, ansiosos de liberarse.
Lobo Corredor subió a la loma y alzó un brazo.
—Oídme, hermanos míos —dijo. Arropado en una túnica de búfalo, parecía más alto de lo que era. Se había abierto tajos en las mejillas en señal de duelo y se había pintado franjas negras en la cara en señal de venganza. El viento le agitaba el penacho de plumas—. Sabemos cuánto hemos sufrido —dijo a los ojos y almas que lo escrutaban—. Ahora debemos pensar por qué ocurrió y cómo impediremos que ocurra de nuevo.
»Las respuestas son simples. Tenemos pocos caballos. Tenemos pocos hombres que sepan cazar con ellos, y no tenemos guerreros avezados. Somos pobres y estamos solos, apiñados dentro de nuestras míseras paredes, viviendo de nuestras magras cosechas. Entretanto, otras tribus cabalgan para coger la riqueza de las llanuras. Nutridas con carne, se fortalecen. Pueden alimentar muchas bocas, y así engendrar muchos hijos varones, que luego se convierten en jinetes cazadores. Tienen el tiempo y las agallas para aprender a guerrear. Sus tribus están muy desperdigadas, pero los unen orgullosas fraternidades, ligadas por juramentos. ¿Debe asombrarnos que seamos su presa?
Lanzó una dura mirada a Inmortal, quien estaba en la fila delantera, al pie de la loma. El chamán se la devolvió con ojos firmes pero inexpresivos.
—Durante varios años se contuvieron —dijo Lobo Corredor—. Sabían que entre nosotros había un lleno del poder de los espíritus. No obstante, un puñado de jóvenes, al fin, decidió intentar una incursión. Creo que algunos de ellos tuvieron visiones. Las visiones acuden fácilmente al que cabalga día tras día por espacios desiertos y acampa noche tras noche bajo los cielos constelados de estrellas. Tal vez se exhortaron unos a otros. Supongo que sólo querían nuestros caballos. La lucha fue muy sangrienta porque nosotros ignorábamos cómo librarla. Esto también debemos aprenderlo.
»Pero lo que han descubierto los pariki, y lo que pronto sabrán todos los que recorren las praderas, es que hemos perdido nuestra defensa. ¿Qué nueva medicina tenemos?
Se cruzó de brazos.
—Te pregunto, gran Inmortal, ¿qué nueva medicina puedes preparar? —dijo.
Lentamente, se hizo a un lado.
Los hombres susurraron bajo la humedad helada que descendía de las nubes. Clavaron los ojos en el chamán, quien permaneció quieto un instante. Luego subió a la loma y se encaró a Lobo Corredor.
No se había puesto ornamentos, sólo la ropa de piel de ante. Al lado del otro hombre, parecía enclenque, un ser sin vitalidad. Pero habló con firmeza.
—Primero déjame preguntarte, a ti que no respetas a los ancianos, déjame preguntarte qué deseas que haga tu pueblo.
—¡Ya lo he dicho! —declaró Lobo Corredor—. Debemos conseguir más caballos. Podemos criarlos, comprarlos, capturarlos y, sí, también robarlos. Debemos ganar nuestra parte de las riquezas de las praderas. Debemos dominar las artes de la guerra. Debemos buscar aliados, formar fraternidades, ocupar nuestro sitio legítimo entre los pueblos que hablan las lenguas lakotan. Y debemos comenzar de inmediato, antes de que sea tarde.
—Así es tu comienzo —murmuró Inmortal—. El final es que abandonarás tu hogar y las tumbas de tus antepasados. No tendrás más morada que vuestros tipis, y seréis vagabundos en la tierra, como el búfalo, el coyote y el viento.
—Quizá —replicó Lobo Corredor con la misma firmeza—. ¿Qué tiene de malo?
Corrió un murmullo entre la mayoría de los presentes; pero varios jóvenes cabecearon como caballos.
—Sé respetuoso —chilló un viejo, nieto del chamán—. Él es todavía el Inmortal.
Lo es —admitió Lobo Corredor—. He dicho lo que había en mi corazón. Si es erróneo, dilo. Entonces dinos qué hacer.
Sólo él oyó la respuesta. El resto la adivinó, y algunos lucharon con el terror mientras otros meditaban y otros temblaban como en una cacería.
—No puedo.
Inmortal se alejó de Lobo Corredor y echó a andar hacia los reunidos. Elevó la voz, y cada palabra cayo como una piedra.
—Ya no tengo nada que hacer aquí. No tengo más medicina. Antes que vosotros hubierais nacido, me llegaron rumores sobre estas nuevas criaturas, los caballos, y los extraños hombres que habían cruzado grandes aguas dominando el rayo. Con el tiempo los caballos llegaron a nuestra comarca, y lo que yo temía comenzó a ocurrir. Hoy está hecho. Nadie sabe qué resultará de ello. Todo lo que yo sabía se me ha disuelto entre los dedos.
»Debáis cambiar o no (y quizá debáis hacerlo, pues no sois suficientes para defender un campamento), cambiaréis, pueblo mío. Muchos de vosotros lo desean, y arrastrarán a los demás. Yo ya no puedo. El tiempo me ha alcanzado. —Alzó la mano—. Con mi bendición, pues, dejadme ir.
—¿Ir? —exclamó Lobo Corredor—. ¡Claro que no! Siempre has sido nuestro.
Inmortal apenas sonrió.
—Si algo he aprendido durante tantas generaciones —dijo—, es que no hay «siempre».
—¿Pero adónde irías? ¿cómo?
—Mi discípulo puede llevar a cabo lo necesario, hasta que consiga medicina más fuerte de las tribus guerreras. Mis hijos crecidos se encargarán del bienestar de mis dos esposas viejas y mis hijos pequeños. En cuanto a mi, creo que viajaré a solas en busca de renovación, o bien de la muerte y el final de mis afanes. —Rodeado por el silencio, concluyó—: Os serví bien mientras pude. Ahora dejadme partir.
Caminó cuesta abajo, alejándose sin mirar atrás.