Armand Jean du Plessis de Richelieu, cardenal de la Iglesia, primer ministro de Su Muy Cristiana Majestad Luis XIII, quien lo había nombrado duque, estudió a su visitante. El hombre estaba por completo fuera de lugar en esa cámara de elegancia azul y oro. Aunque decentemente vestido, para ser un plebeyo, tenía el aspecto del marino que decía ser. De talla mediana, gozaba de la esbeltez de la juventud, y la oscura cara de halcón no tenía arrugas; pero algo en él —quizá la firmeza de la mirada— delataba un conocimiento del mundo que sólo se obtenía tras muchos años en distintos lugares.
Las fragancias estivales de los campos y bosques de Poitou entraban por las ventanas abiertas. El río Mable canturreaba junto a su castillo ancestral últimamente reconstruido como palacio moderno. La luz del sol se reflejaba en el agua y bailaba en astillas entre los querubines y los héroes antiguos que adornaban el techo. A cierta distancia del imponente sillón del cardenal, un gatito jugueteaba con su sombra sobre el parqué.
Los delgados dedos de Richelieu acariciaron el pergamino. El contraste con ese color pardo manchado por los siglos infundía a la túnica del cardenal el brillo de la sangre. Para este encuentro se había puesto todos sus atributos canónicos, como si deseara protegerse de los demonios. Pero habló con su acostumbrada calma glacial.
—Si esto no es falso, hoy quizá vea la más extraña audiencia que he otorgado jamás.
Jacques Lacy se inclinó con mayor gracia de la que cabía esperar.
—Doy las gracias a Su Eminencia, y le aseguro que es verdad. —El acento no era regional, ni de ningún lugar de Francia. ¿El canturreo de Irlanda, o de una tierra más lejana? Al menos indicaba que, aunque no tuviera educación formal, había leído muchos libros. ¿De dónde sacaba el tiempo un capitán que navegaba entre el Nuevo y el Viejo Mundo?
—Dáselas al obispo que me convenció —le espetó Richelieu.
—Después que el cura de St. Félix hubiera convencido a otro, Eminencia.
—Eres realmente atrevido, capitán Lacy. Sé prudente. Este asunto ya es bastante peligroso de por sí.
—Humildemente ruego el perdón de Su Eminencia. —El tono no era insolente, pero tampoco indicaba arrepentimiento.
—Bien, continuemos con esto. —Aun lejos de París, las horas eran preciosas; y tal vez el futuro no le reservara muchas. No obstante, Richelieu reflexionó un minuto, acariciándose la barba que realzaba sus rasgos puntiagudos, antes de ordenar—: Cuéntame qué le dijiste al sacerdote para persuadirlo.
La sorpresa hizo titubear a Lacy.
—Su Eminencia lo sabe.
—Compararé las versiones. —Richelieu suspiró—. Y puedes guardarte los tratamientos honoríficos. Estamos a solas.
—Agradezco a Su… Bien. —El marino inhaló—. Lo busqué en la iglesia de St. Nazaire cuando supe que… monsieur agraciaría con su presencia estos parajes, que no están a gran distancia de allí. Le hablé del cofre. Mejor dicho, se lo recordé, pues él sabía algo, aunque lo había olvidado. Desde luego, eso le llamó la atención, pues nadie más lo recordaba. Simplemente, había acumulado polvo en la cripta durante cuatrocientos años.
El gatito dio un brinco a los pies de Lacy. Una sonrisa cruzó los labios del cardenal. Luego clavó en el hombre los ojos enormes y febrilmente luminosos.
—¿Le contaste cómo había llegado allí? —continuó.
—Por supuesto, monsieur. Era una prueba de mi buena fe, pues la historia no formaba parte de las tradiciones.
—Cuéntalo de nuevo.
—Ah… En esa época un mercader bretón llamado Pier, de Ploumanac'h, se instaló en St. Nazaire. Era apenas un villorrio. Claro que en la actualidad no es gran cosa, como bien sabe monsieur. Lo cierto es que por esa razón una casa costaba poco, y el lugar era apropiado para el pequeño navío costero que adquirió. Entonces resultaba más fácil para los hombres cambiar de hogar y de oficio. Pier gozó de cierta prosperidad, se casó y tuvo hijos. Cuando enviudó, declaró que se alistaría en la cruzada que estaba a punto de lanzar el rey San Luis, que resultó ser la última. Para entonces ya era viejo, pero se conservaba bien. Muchos decían que aún parecía joven. Nunca más volvieron a verlo, y la gente supuso que había muerto.
«Antes de partir, ofreció una importante donación a la iglesia parroquial. Eso era común cuando alguien emprendía un largo viaje, mucho más si iba a la guerra. Sin embargo, otorgó este presente con una condición. La iglesia debería guardarle una caja. Mostró al sacerdote que sólo contenía un pergamino enrollado, un documento de cierta importancia y confidencial; luego lo selló. Un día él o un heredero regresarían para reclamarlo, y el pergamino mismo daría validez a esa petición. Bien, estos requerimientos no eran inauditos, y el sacerdote lo consignó en los anales. Pasaron muchas generaciones. Cuando aparecí, pensé que tendría que indicar al actual sacerdote cómo encontrar el documento, pero él es un anticuario y había mirado los libros.
Richelieu alzó el pergamino y lo leyó, quizá por séptima vez, echando repetidas ojeadas a Lacy.
—Sí —murmuró—, esto estipula que el heredero legítimo será igual que Pier de Ploumanac'h, sea cual fuere su nombre, y lo escribe con todo detalle. Una descripción muy bien redactada. —El cardenal se consideraba un letrado, y había escrito y producido varios dramas—. Más aún, hay una serie de versos con sílabas sin sentido, que el aspirante podrá recitar sin mirar el texto.
—¿Desea monsieur que lo haga?
—No es menester… todavía. Los has recitado ante el sacerdote, y luego ante el obispo. Basta como prueba que él haya escrito al obispo de esta diócesis, persuadiéndole de que me convenciera para verte. Pues el documento concluye declarando que el… heredero… traerá noticias de suma importancia. ¿Por qué te negaste a describir a ambos prelados de qué se trataba?
—Son sólo para el hombre más grande de esta tierra.
—Ése es Su Majestad,
El visitante se encogió de hombros.
—¿Qué probabilidades tendría yo de que el rey me recibiera? En cambio, me arrestarían bajo sospecha de cualquier cosa, y me sonsacarían la información bajo tortura. Su Eminencia tiene fama de ser más… flexible. Inquisitivo. Patrocina a hombres cultos y literatos, ha fundado una academia nacional, ha reconstruido la Sorbona, otorgándole una generosa suma, y en cuanto a los logros políticos… —Guardó silencio e hizo un ademán significativo. Obviamente, pensaba en los hugonotes sometidos, pero apaciguados; en la reducción del poder de los nobles, cuyos castillos feudales estaban en su mayoría demolidos; en los rivales cortesanos del cardenal burlados y derrotados, algunos exiliados o ejecutados; en la larga guerra contra los imperialistas, en la cual Francia (junto con la Suecia protestante, el aliado obtenido por Richelieu) estaba venciendo al fin. ¿Quién era el verdadero gobernante de esas tierras?
Richelieu enarcó las cejas.
—Estás muy bien informado para ser un humilde capitán.
—Necesito estarlo, monsieur —replicó Lacy en voz baja.
Richelieu asintió.
—Puedes sentarte.
Lacy hizo una reverencia y buscó una silla más pequeña, que puso a respetuosa distancia, y se sentó. Se reclinó, aparentemente relajado, pero quien lo conociera sabía que estaba alerta. No porque hubiera algún peligro, aunque había guardias apostados frente a la puerta.
—¿Cuáles son esas noticias? —le preguntó Richelieu.
Lacy frunció el ceño.
—No espero que Su Eminencia me crea con sólo oírlas. Apuesto mi vida a la suposición de que tendrá paciencia y despachará hombres de fiar para traer pruebas más sólidas.
El gatito jugó entre sus tobillos.
—Charlot te tiene simpatía —señaló el cardenal, con cierta calidez en la voz. Lacy sonrió.
—Dicen que a monsieur le gustan los gatos.
—Cuando son jóvenes. Continúa. Veamos qué sabes sobre ellos. Me indicará algo sobre ti.
Lacy se inclinó y acarició al cachorro entre las orejas. Él gato estiró las pequeñas garras y se refregó contra sus medias. Lacy se lo puso en el regazo, le tocó la garganta y le acarició el suave pelaje.
—Yo también he tenido gatos —dijo—. En el mar y en tierra. Eran sagrados en el antiguo Egipto. Arrastraban el carruaje de la diosa nórdica del amor. A menudo dicen que son familiares de las brujas, pero eso es un disparate. Los gatos son como son, y no intentan ser otra cosa, como los perros. Supongo que por eso los humanos los consideran misteriosos, y algunos les temen o los odian.
—Mientras que otros parecen simpatizar con ellos más que con sus congéneres, Dios los perdone. —El cardenal se persignó—. Eres un hombre notable, capitán Lacy.
—A mi manera, monsieur, que es muy diferente de la vuestra.
Richelieu lo miró con ojos más intensos.
—Pedí un informe sobre ti, desde luego, cuando supe lo que deseabas —dijo despacio—. Pero háblame de tu vida pasada con tus propias palabras.
—¿Para que monsieur pueda juzgar esas palabras… y a mí? —El marino miró al vacío mientras seguía acariciando al gato con la mano derecha—. Bien, pues, la contaré de manera extraña. Pronto comprenderá la razón para ello, que consiste en que no deseo mentir.
»Seamus Lacy es oriundo del norte de Irlanda. No sabe cuándo nació, pues el registro bautismal está allí, si no lo han destruido; pero calcula que tiene unos cincuenta años. En el año 1611 el rey de Inglaterra desplazó a los irlandeses de las mejores partes del Ulster e instaló a escoceses protestantes. Lacy está entre los que abandonaron el país. Se llevó algún dinero, pues procedía de una familia de marinos más o menos acomodada. En Nantes buscó refugio entre mercaderes irlandeses establecidos desde tiempo atrás, lo cual le ayudó a regularizar su situación. Adoptó la forma francesa de su nombre de pila, se hizo súbdito francés y se casó con una francesa. Siendo marino, realizó largos viajes, llegando hasta el África, las Indias Occidentales y Nueva Francia. A la larga llegó a ser capitán de un buque. Tiene cuatro hijos vivos, cuyas edades van de trece a cinco, pero su esposa murió hace dos años y no se ha vuelto a casar.
—Y cuando supo que yo estaría en Poitou varias semanas, fue hasta St. Nazaire y abrió el cofre que su… antepasado había dejado en la iglesia —dijo Richelieu en voz baja.
Lacy lo miró a los ojos.
—Así es, Eminencia.
—Parece que siempre has sabido de su existencia.
—Obviamente, sí.
—¿Aunque seas irlandés? Y ningún miembro de tu familia reclamó ese objeto durante cuatro siglos. Tú mismo viviste casi treinta años en la cercana Nantes antes de reclamarlo. ¿Por qué?
—Tenía que estar seguro de la situación. Fue una decisión difícil.
—El informe consigna que tienes un socio, un manco pelirrojo a quien llaman MacMahon. Últimamente ha desaparecido. ¿Por qué?
—Con todo respeto, Su Eminencia, lo envié afuera porque no sabía cuál sería el desenlace de esto, y no era correcto arriesgar también su vida. —Lacy sonrió. El gatito se le restregó contra la muñeca—. Además, es un sujeto zafio. Podría ofender a alguien. —Hizo una pausa—. Tuve el cuidado de no saber exactamente adonde fue. Él averiguará si yo he regresado a casa sano y salvo.
—Demuestras una desconfianza que… no es muy cordial.
—Por el contrario. Deposito en monsieur una fe que no he depositado por mucho tiempo en nadie salvo en mi camarada. Apuesto todo a la creencia de que monsieur no se apresurará a pensar que soy un demente, un agente enemigo o un hechicero.
Richelieu aferró los brazos del sillón. A pesar de la túnica, se notó que tenía el cuerpo en tensión. Pero los ojos permanecieron firmes.
—¿Qué eres, pues? —preguntó con voz acerada.
—Soy Jacques Lacy de Irlanda, Eminencia —replicó el visitante con tono similar—. La única falsedad es que sea oriundo de allí pues no lo soy. Pasé más de un siglo en Irlanda. Fuera de las zonas dominadas por los ingleses, la gente goza de una libertad que facilita el cambio de vida. Pero temo que están condenadas a la conquista, y la invasión del Ulster me dio una incuestionable razón para partir.
»Regresé adonde una vez había sido Pier de Ploumanac'h quien no era bretón de nacimiento. Antes y después de él he usado otros nombres, vivido en otros lugares y desempeñado otros oficios. Ha sido mi modo de sobrevivir a través de los milenios.
Richelieu soltó un bufido.
—No me sorprende del todo. Desde que me habló el obispo, he estado pensando… ¿Eres el Judío Errante?
Lacy negó con la cabeza; el gatito percibió la tensión y se agazapó.
—Sé de rufianes que se han hecho pasar por él. No, monsieur. Yo estaba vivo cuando Nuestro Señor estuvo en la tierra, pero no lo vi, ni me enteré de su existencia hasta mucho más tarde. En ocasiones me hice pasar por judío, porque era más seguro o más simple, pero era una farsa. También he sido musulmán. —Sonrió con amargura—. Para desempeñar esos papeles, me hice circuncidar. La piel volvió a crecer. En mi especie, una herida cura sin cicatrices, a menos que sea tan grande como la pérdida de una mano.
—Debo recapacitar. —Richelieu cerró los ojos. Luego movió los labios. Recitó el Padre Nuestro y el Ave María, mientras los dedos acariciaban la Cruz.
Cuando hubo terminado y regresó al mundo, miró el pergamino y habló con tono práctico.
—Vi de inmediato que estos versos no son disparatados. Guardan cierta semejanza con el hebreo, transcrito a caracteres latinos, pero son diferentes. ¿Qué es?
—Antiguo fenicio, Eminencia. Nací en Tiro cuando Hiram era el rey. En Jerusalén gobernaba David, o Salomón.
De nuevo Richelieu cerró los ojos.
—Hace dos milenios y medio —susurró. Abrió los ojos—. Recita esos versos. Quiero oír esa lengua.
Lacy obedeció. Las palabras rápidas y guturales vibraron entre sonidos de viento y de agua en el silencio de la cámara. El gatito saltó al suelo y se agachó en un rincón.
El silencio se prolongó medio minuto.
—¿Qué significa? —preguntó Richelieu.
—Es el fragmento de una canción como las que los hombres cantaban entonces en las tabernas o cuando acampaban en la costa durante una travesía. Negro como el cielo de la noche es el pelo de mi amada, brillantes como las estrellas son sus ojos, redondos y blancos como la luna son sus senos, y ella se mueve como el mar de Ashtoreth, ¡Quisiera poseerla toda, con la vista y las manos y yo mismo! Lamento que sea tan profana, monsieur. Es lo que pude recordar, e incluso tuve que reconstruirla.
Richelieu esbozó una sonrisa.
—Sí, supongo que uno olvida muchas cosas en miles de años. Y en tiempos de… Pier los clérigos eran menos refinados que hoy. —Y añadió con astucia—: Pero ¿esperabas que algo como esto sirviera para identificarte, porque es la clase de cosa que se conserva en la memoria de un hombre?
—No estoy mintiendo, Eminencia. En nada.
—En ese caso, has sido un mentiroso a través de los siglos.
Lacy abrió las palmas.
—¿Qué otra cosa podía hacer? Imagine, monsieur, que aun en esta esclarecida época y en este país yo proclamara abiertamente lo que soy. En el mejor de los casos me tomarían por un farsante, y tendría suerte de escapar con una paliza. Bien podría ser condenado a las galeras, o a la horca. En el peor de los casos me acusarían de ser un hechicero asociado con Satanás, y me quemarían. Sufriría males sin siquiera decir una palabra si me quedara en el mismo sitio, conservando la vida mientras sepultan a mis hijos y nietos, sin demostrar signos de vejez. Oh, he conocido a gente (muchos viven ahora en el Nuevo Mundo) para quienes sería un santo o un dios; pero eran salvajes, y prefiero la civilización. Además, la civilización tarde o temprano arrasa con los salvajes. No, prefiero buscar un nuevo hogar como forastero, instalarme allí unas décadas y al fin seguir mi camino de tal modo que la gente crea que he muerto.
—¿Cómo sufriste este destino? —preguntó Richelieu, persignándose de nuevo.
—Sólo Dios lo sabe, Eminencia. No soy un santo, pero creo que nunca fui un pecador imperdonable. Y, sí, estoy bautizado.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace mil doscientos años.
—¿Quién te convirtió?
—Había sido cristiano catecúmeno durante mucho tiempo, pero las costumbres cambiaron y… ¿Puedo pedir autorización para postergar el relato de cómo ocurrió?
—¿Por qué?
—Porque debo convencer a Su Eminencia de que digo la verdad, y en este caso la verdad parece un invento… —Ante la mirada de Richelieu, Lacy se interrumpió, agitó las manos, rió y dijo—: Muy bien, si monsieur insiste. Estaba en Gran Bretaña cuando se marcharon los romanos, en la corte de un señor guerrero. Lo apodaban Riothamus, «gran rey», pero principalmente tenía algunas tropas con catafracta. Con ellas contuvo a los invasores ingleses. Se llamaba Artorius.
Richelieu permaneció inmóvil.
—Oh, no fui uno de sus caballeros, sólo un mercader que estaba de paso —declaró Lacy—. Tampoco conocí a ningún Lanzarote, Gawain ni Galahad, ni vi Camelot. Roma no había dejado muchos vestigios. Yo supongo que éste fue el germen de la leyenda de Arturo. Pero monsieur comprenderá por qué yo era reacio a mencionarlo. Sentí la tentación de inventar una mentira prosaica.
Richelieu asintió con la cabeza.
—Entiendo. Si aún estás mintiendo, eres uno de los embusteros más hábiles que he conocido en una vasta experiencia. —Se abstuvo de preguntar si el fenicio había abrazado a Cristo por necesidad práctica, tal como había adorado a muchos otros dioses.
—No insultaré a monsieur —dijo incisivamente Lacy— negando que he reflexionado mucho antes de solicitar esta entrevista.
Richelieu cogió el pergamino y lo arrojó al suelo. Cayó con un chasquido que llamó la atención del gato. Fue el único gesto corporal que se permitió el cardenal. Se inclinó hacia delante, uniendo los dedos. La luz del sol refulgió en un gran anillo de oro y esmeralda.
—¿Qué quieres de mí? —rezongó.
—Protección, monsieur —replicó Lacy—, para mí y para mis semejantes. —El color fluctuaba en las mejillas hundidas, sobre la pulcra barba sin un solo pelo plateado.
—¿Quiénes son?
—MacMahon es uno, como Su Eminencia habrá adivinado. Nos conocimos cuando Francia aún era la Galia. He encontrado u oído hablar de tres más que me llamaban la atención, pero una infortunada muerte los arrebató antes de que yo pudiera cerciorarme. Y hubo alguien que era sin duda como yo, pero esa persona… desapareció. Los miembros de nuestra especie han de ser muy raros, y tímidos para revelarse.
—Irritantemente raros, como diría el culto doctor Descartes —dijo Richelieu en un arranque de humor corrosivo.
—Algunos, con el correr de los siglos, quizá trataron de hacer lo que yo trato de hacer ahora, y pagaron por ello. Es improbable que haya documentación sobre ellos, si alguna vez la hubo.
El gato avanzó cautelosamente hacia el pergamino. Richelieu se reclinó en el sillón. Lacy había permanecido casi inmóvil, con las manos entrelazadas sobre las calzas de color apagado.
—¿Qué otras pruebas puedes ofrecer? —preguntó el cardenal.
Lacy desvió los ojos.
—Pensé sobre ello muchos siglos antes de tomar las primeras medidas —declaró con voz metódica—. Uno adquiere el hábito de ser previsor y saber esperar. Quizá demasiado. Quizá se pierden oportunidades y es demasiado tarde. Pero uno ha aprendido, a veces a un alto precio, monsieur, que este mundo es peligroso y nada en él permanece. Los reyes y las naciones, los papas y los dioses, dicho con todo respeto, pronto caen en el polvo o se disuelven en llamas. Tengo mis provisiones, acumuladas a través de los siglos, tesoros enterrados aquí y allá, trucos para cambiar de identidad, una variedad de habilidades y… mis relicarios. No todos se encuentran en iglesias, ni todos son cofres con pergaminos. Pero en Europa, en el norte de África y en la lejana Asia se hallan las señales que oculté cada vez que pude. Mi idea era que, si surgía una esperanza, yo iría al más cercano de esos escondrijos y recobraría los objetos. Eso me permitiría iniciar mi jugada.
»Si Su Eminencia gusta, puedo describir algunos que sus agentes podrán encontrar. No puedo decir exactamente de qué naturaleza son, y donde se encuentran. En varios casos, al menos, habrán estado allí largo tiempo. En cada caso, pueden verificar que el capitán Jacques Lacy no pudo haber preparado eso durante el medio siglo que lo conocieron los hombres.
Richelieu se acarició la barba.
—Y entretanto aguardarás bajo custodia, rehén de ese material —murmuró—. Sí. Sin duda existe, pues no demuestras síntomas de locura. Por lo tanto no puedes ser un impostor ni un criminal. A menos que seas un hechicero o un demonio.
Una pátina de sudor brilló en la frente de Lacy, quien respondió con firmeza.
—No me lastiman el agua bendita ni el exorcismo. Monsieur puede someterme a la prueba. Descubrirá que sano rápidamente cuando la herida no mata ni mutila totalmente. Vine aquí porque todo lo que averigüé me hizo pensar que monsieur es demasiado sabio (y no digo «misericordioso», monsieur, digo «sabio, esclarecido, inteligente») para recurrir a eso.
—Otros me exhortarán a hacerlo.
—Su Eminencia tiene poder para negarse. Es otra razón por la que vine aquí. He esperado durante siglos a semejante hombre punto clave de la historia.
El gato llegó hasta el pergamino, tendió la pata, lo acarició. El documento se había vuelto a enrollar, y se movió con un susurro. Complacido, el gato brincó de aquí para allá.
Richelieu lo miró con severidad.
—¿Nunca has tenido un protector?
—Una vez, monsieur —suspiró Lacy—. Trescientos años después de mi nacimiento, en Egipto.
—Cuéntame.
—Como muchos fenicios, pues había recobrado esa nacionalidad, navegué al servicio del faraón Psam-metk. Habréis leído algo sobre él, con el nombre de Psamético. Era fuerte y sabio, como monsieur, un hombre que salvó al país del desastre y lo volvió seguro una vez más. Oh, yo no había planeado nada, salvo partir de la manera habitual cuando llegara el momento. Pero ocurrió que este rey era longevo, y reinó más de cincuenta años. Y yo…, bien, estaba en buena situación; y cuando murió mi primera esposa egipcia, me casé con otra y fuimos extraordinariamente felices. Me quedé pues, y el rey al fin vio más allá de las afectaciones con que yo fingía el paso de la edad. Me persuadió de confiar en él, y me tomó bajo su protección. Para él, yo era sagrado, escogido por los dioses para un propósito desconocido pero sin duda elevado. Realizó averiguaciones en todo su reino y otros lugares distantes. Nada resultó de ellas. Como he dicho, los miembros de mi especie han de ser muy raros.
—¿Qué ocurrió al fin?
—Psammetk murió. Lo sucedió su hijo Neco, quien no me amaba. Tampoco me odiaba, supongo, pero la mayoría de los sacerdotes y cortesanos sí, pues me veían como una amenaza para sus posiciones. Era obvio que yo no duraría en el palacio real. En cualquier momento me matarían. Pero el nuevo rey me negó permiso para irme. Creo que temía lo que yo pudiera hacer.
»Bien, se hablaba de despachar una tripulación fenicia para circunnavegar África. Yo me valí de la escasa influencia que me quedaba para que se concretara el proyecto y me incluyeran en él. Un hombre inmortal podía resultar valioso en países remotos. —Lacy se encogió de hombros—. A la primera oportunidad, salté del barco y llegué hasta Europa. Nunca supe si la expedición tuvo éxito. Herodoto afirma que sí, pero a menudo era chapucero con su información.
—Y supongo que toda documentación sobre ti en Egipto habrá desaparecido, si tus enemigos no la expurgaron —dijo Richelieu—. Aunque tampoco sabemos leer los jeroglíficos.
—Deseo que monsieur pueda entender —suplicó Lacy— que rara vez estuve en presencia de los poderosos. Psammetk, Artorius, dos o tres más, pero en general de poco peso; y ahora Su Eminencia. He visto más, pero sólo cuando estaba en una multitud. Siempre me ha convenido mantenerme oculto. Además soy sólo un viejo navegante, sin nada especial que ofrecer. Excepto mis recuerdos —añadió con avidez—. Piense monsieur en lo que significarían para los estudiosos. Y si, bajo la protección de monsieur, atraigo a otros inmortales…, piensa, mi señor, en lo que significaría para Francia.
De nuevo reinó el silencio, excepto por el viento, el río, el tictac de un reloj y el gatito que jugaba con el pergamino. Richelieu reflexionó. Lacy esperó. —¿Qué quieres exactamente de mí? —preguntó al fin el cardenal.
—¡Os lo he dicho, monsieur! Vuestra protección. Un puesto a vuestro servicio. La proclama de lo que soy, y la promesa de que todos mis congéneres tendrán la misma seguridad.
—Todos los malandrines de Europa vendrán aquí.
—Yo sabré qué preguntas hacer, si vuestros hombres cultos no lo saben.
—Sí, supongo que sí.
—Tras algunos escarmientos, dejarán de fastidiar. —Lacy titubeó—. Tampoco sé cómo serán los inmortales. He admitido que mi MacMahon es un sujeto tosco. La otra persona de quien estoy seguro es, o ha sido, una prostituta, si aún vive. Uno sobrevive como puede.
—Pero algunos pueden ser decentes, o arrepentirse. Algunos quizá sean realmente santos…, ermitaños, tal vez. —La voz soñadora de Richelieu pronto se agudizó—. ¿No buscaste ningún otro protector después del rey egipcio, hace más de dos mil años?
—Ya lo he dicho, Eminencia. Uno se vuelve cauto.
—¿Por qué bajas la guardia ahora?
—En parte por vos —respondió Lacy—. Su Eminencia oye muchas adulaciones. No es preciso que dé detalles sobre la llana verdad. Ya la he dicho.
«Pero sólo vos no habría bastado. También espero que los tiempos sean apropiados.
El pergamino se aplastó contra una pata del majestuoso sillón y resistió nuevos ataques. El gatito maulló. Richelieu bajó la vista y tendió la mano.
—¿Desea mi señor…? —Lacy se levantó para recoger al animal y entregárselo. Richelieu cogió la forma peluda en ambas manos y se la apoyó en el regazo donde antes había puesto el pergamino. Lacy hizo una reverencia y se sentó.
—Continúa —dijo el cardenal mientras acariciaba al animalito.
—He observado el decurso de las cosas como puede hacerlo un hombre que está en medio de ellas —dijo Lacy—. He leído libros y he escuchado a los filósofos, y a gente común con ingenio natural. He reflexionado. La inmortalidad es solitaria, monsieur. Deja mucho tiempo para pensar.
»Creo que en los dos o tres últimos siglos un cambio ha sobrevenido en el mundo. No sólo el ascenso o la caída de otro imperio; un cambio tan grande como cuando se pasa de ser niño a hombre, o aun de gusano a mariposa. Los mortales también lo sienten. Hablan de un Renacimiento que comenzó unos mil cuatrocientos años después de Nuestro Señor. Pero yo lo veo con mayor claridad. ¿A qué distancia podían llegar los estafetas del faraón Psam-metk? ¿A cuántos podían hallar que comprendieran las preguntas que yo enviaba sin recular por obra del miedo y la ignorancia? Y era un rey tan poderoso como el que más. Los griegos, los romanos, los bizantinos, los persas, todo el resto, no estaban mucho mejor en lo que hace al conocimiento o los horizontes. Tampoco volví a tener acceso a un gobernante en quien confiara; tampoco había pensado en prepararme para semejante encuentro. Eso vino después.
»Hoy los hombres han circunnavegado el globo; y saben que es un globo. Los descubrimientos de hombres como Copérnico y Galileo… —Notó que Richelieu fruncía el ceño—. Bien, sea como fuere, los hombres aprenden maravillas. Europa viaja hacia un hemisferio totalmente nuevo. En casa, por primera vez desde que cayó Roma, empezamos a tener buenos caminos; se puede viajar deprisa, y en general con seguridad o lo largo de centenares de leguas…, miles, una vez que haya terminado esta guerra. Ante todo, quizá, tenemos la imprenta, y cada año más personas leen, se puede llegar a ellas. ¡Al fin . podemos reunir a los inmortales!
Richelieu acarició al gato, que se estaba adormilando, mientras bajaba las cejas.
—Eso llevará un tiempo considerable —dijo.
—Oh, sí, para los mortales… Perdón, Eminencia.
—No importa —tosió Richelieu—. Sólo Charlot nos oye, así que podemos hablar sin rodeos. ¿De veras crees que la humanidad, digamos aquí en Francia, ha alcanzado la seguridad que te parecía una mera ilusión durante la historia anterior?
Lacy tartamudeó desconcertado.
—N-no, excepto que… Creo que Francia será fuerte y estable durante generaciones. En gran medida gracias a Su Eminencia.
Richelieu tosió de nuevo, llevándose la mano izquierda a la boca mientras sostenía el gato con la derecha.
—No gozo de buena salud, capitán —dijo con voz ronca—. Nunca he gozado de ella. Dios puede llamarme en cualquier momento.
El semblante de Lacy cobró una expresión distante.
—Lo sé —susurró—. Ojalá se conserve entre nosotros muchos años. Pero…
—Tampoco el rey goza de buena salud —interrumpió Richelieu—. Al fin él y la reina han recibido la bendición de un hijo, un varón; pero el príncipe aún no tiene dos años. Cuando él nació yo perdí al padre José, mi consejero de confianza y mi asistente más capaz.
—También lo sé. Pero tenéis a ese hombre de origen italiano, Mazarino, quien es muy parecido a vos.
—Y a quien estoy preparando para que sea mi sucesor. —En la cara de Richelieu se dibujó una sonrisa—. Sí, nos has estudiado con atención.
—Tuve que hacerlo. He aprendido cómo, durante mi estancia en la Tierra. Y también sois previsor. —Lacy habló con prisa—. Os suplico que lo penséis. Necesitaréis tiempo para reflexionar, y para verificar mi historia. Me asombra que la hayáis escuchado con tanta calma. Pero un inmortal, y con el tiempo un grupo de inmortales, al servicio del rey, del rey de hoy, y luego de su hijo, quien reinaría larga y vigorosamente… ¿Imagináis qué significará eso para su gloria, y para la gloria y el poder de Francia?
—No —replicó Richelieu—. Y tú tampoco. Y yo también he aprendido a ser cauto.
—Pero, Eminencia, puedo daros pruebas…
—Silencio —ordenó Richelieu.
Apoyó el codo izquierdo en el brazo del sillón, la barbilla en el puño, y escrutó el vacío, como si viera más allá de las paredes, la provincia, el reino. Con la mano derecha acariciaba dulcemente al gato, éste se durmió y Richelieu apartó los dedos. El viento y el río susurraban. Al fin —el reloj, donde Faetón corría desesperadamente en la desbocada carroza solar de Apolo, había andado casi un cuarto de hora— se movió y miró al otro hombre. Lacy se había vuelto impasible como un oriental. Su rostro cobró vida. Respiraba entrecortadamente.
—No es menester que me moleste en ver tus objetos —suspiró Richelieu—. Doy por sentado que dices la verdad. Eso no cambia las cosas.
—¿Cómo… cómo ha dicho Su Eminencia? —susurró Lacy.
—Dime —continuó Richelieu, casi con amabilidad—, después de lo que has visto y sufrido, ¿de veras crees que hemos alcanzado una situación estable? —N-no —confesó Lacy—. No, creo que todo está cambiando, y esto continuará y nadie puede saber cuál será el final. Pero, a causa de ello, nuestras vidas y las de generaciones venideras serán diferentes de todas las anteriores. Las viejas apuestas quedan canceladas. —Hizo una pausa—. Me he cansado de no tener hogar. No imagináis cuánto. Aprovecharé cualquier oportunidad de escapar.
Richelieu ignoró el lenguaje informal. Tal vez no lo notó. Asintió y dijo como si le hablara a una de sus mascotas.
—Pobre alma. Cuánto valor tienes para aventurarte a esto. O bien, como dices, cuánta fatiga. Pero tú sólo tienes tu vida que perder. Yo tengo millones.
Lacy ladeó la cabeza.
—¿Cómo decís?
—Soy responsable de este reino —dijo Richelieu—. El Santo Padre está viejo y turbado y nunca tuvo dones de estadista. Así que en cierta medida también soy responsable de la fe católica, lo cual equivale a decir la Cristiandad. Muchos piensan que me he entregado al Diablo, y confieso que desprecio la mayoría de los escrúpulos. Pero a fin, de cuentas, soy responsable.
»Tú ves aquí una era de convulsiones, pero también de esperanzas. Quizá tengas razón, pero en tal caso la miras con ojos de inmortal. Yo sólo puedo ver las convulsiones: una guerra devasta las tierras alemanas; un imperio (nuestro enemigo, sí, pero aun así el Sacro Imperio Romano fundado por Carlomagno) que se desangra; el surgimiento de una secta protestante tras otra; cada cual con su propia doctrina, su propio fanatismo; los ingleses recobran el poder; los holandeses lo alcanzan, voraces e implacables, agitación en Rusia, India, China. Dios sabe qué ocurre en las Américas, cañones y mosquetes abaten las antiguas fortalezas, las antiguas fuerzas… ¿pero qué las reemplazará? Para ti, los descubrimientos de los filósofos naturales, los libros y folletos que surgen de las imprentas, son maravillas que traerán una nueva era. Estoy de acuerdo; pero, en mi posición, debo preguntarme cómo será esa era. Debo tratar de estar a su altura, mantenerla bajo control, sabiendo que moriré sin éxito y que quienes me sucedan fracasarán. ¿Cómo te atreves pues a suponer —pregunto incisivamente— que permitiría, alentaría y anunciaría el conocimiento de que existen personas a quienes no afecta la vejez? ¿Debería yo, como diría el doctor Descartes, introducir otro factor ignoto e inmanejable en una ecuación ya insoluble? «Inmanejable.» Es la palabra atinada. La única certidumbre que tengo es que esta chispa encendería mil nuevas locuras religiosas y volvería imposible la paz en Europa por otra generación o más.
»No, capitán cómo-te-llames —finalizó con el tono glacial que el mundo había aprendido a temer—. No quiero saber nada de ti ni de tus inmortales. Francia no quiere saber nada.
Lacy guardó silencio. Ya había sufrido sus reveses.
—¿Puedo intentar persuadir a Su Eminencia de lo contrario, dentro de días o dentro de años? —preguntó.
—No puedes. Tengo demasiado en qué pensar, y muy poco tiempo para ello.
Richelieu se tranquilizó.
—No te preocupes —dijo con una media sonrisa—. Partirás libremente. La cautela me induce a hacerte arrestar y agarrotar al instante. O bien eres un charlatán y lo mereces, o bien eres un peligro mortal y lo requieres. Sin embargo, te considero un hombre sensato que volverá al anonimato. Y te agradezco ese atisbo fascinante de… algo que más vale no tocar. Si pudiera actuar a mi gusto, te quedarías un rato y hablaríamos largamente. Pero eso sería arriesgado para mí y desconsiderado hacia ti. Guardemos pues esta tarde no entre nuestros recuerdos sino entre nuestras fantasías.
Lacy permaneció callado, luego recobró el aliento y respondió:
—Su Eminencia es generoso. ¿Cómo sabe que no traicionaré su confianza para buscar en otra parte?
—¿En qué otra parte? —rió Richelieu—. Has dicho que soy único. La reina de Suecia siente predilección por los personajes extravagantes, es verdad. Pero aún es joven, y por lo que sé de ella, cuando tome el poder te aconsejo sinceramente que te mantengas alejado. Tú ya conoces los riesgos en cualquier otro país que importe. —Arqueó los dedos y continuó con tono didáctico—: De todas maneras, tu plan dejaba que desear desde un principio, y te aconsejo que lo abandones para siempre. Has visto demasiada historia, ¿pero en qué medida has formado parte de ella? Sospecho que yo, en mis breves décadas, he aprendido lecciones que tu nariz, ni siquiera rozó.
»Ve a casa. Te sugiero que reúnas lo necesario para tus hijos y desaparezcas con tu amigo. Inicia una nueva vida, tal vez en el Nuevo Mundo. Evita la tentación, y evítamela a mí. Ni siquiera me la recuerdes. Pues sueñas el sueño de un necio.
—¿Por qué? —graznó Lacy.
—¿No lo has adivinado? Vaya, me defraudas. La esperanza ha triunfado sobre la experiencia. Haz memoria. Recuerda que los reyes guardan animales salvajes en jaulas… y fenómenos en la corte. Oh, si te aceptara, yo sería honesto en mis propósitos, y quizá lo fuera Mazarino después. Pero ¿qué ocurrirá con el joven Luis XIV cuando llegue a la madurez? ¿Qué ocurrirá con cualquier rey, cualquier gobierno? Las excepciones son pocas y fugaces. Aun si los inmortales fuerais una raza de filósofos que también comprendieran cómo gobernar, ¿crees que quienes gobiernan compartirían el poder con vosotros? Y has admitido que sólo sois extraordinarios por vuestra longevidad. Sólo podríais ser animales en un zoológico palaciego, constantemente vigilados por la policía secreta y eliminados en cuanto hablarais más de la cuenta. No, conserva la libertad, a cualquier precio. Me suplicaste que pensara en tu propuesta. Yo te digo que te marches y pienses en mi consejo.
El reloj marcaba el paso del tiempo, se oía el viento y el murmullo del río.
—¿Es la última palabra de Su Eminencia? —preguntó Lacy con voz gutural.
—En efecto —dijo Richelieu.
Lacy se levantó.
—Será mejor que me vaya.
—Ojalá pudiera concederte más tiempo —dijo—, y concedérmelo a mí mismo.
Lacy se le acercó. Richelieu extendió la mano derecha. Se inclinó para besarla y enderezándose dijo:
—Su Eminencia es uno de los hombres más grandes que he conocido.
—En tal caso, Dios se apiade de la humanidad —replicó Richelieu.
—Jamás olvidaré a monsieur.
—Lo tendré en cuenta durante el tiempo que se me conceda. Adiós, vagabundo.
Lacy fue hasta la puerta y llamó. Un guardia abrió, Richelieu le indicó que dejara pasar al hombre y cerrara. Luego se sentó a reflexionar. Los rayos del sol se alargaron. El gato despertó, bajó por la túnica y continuó con su vida.