14

Silver se aferró a los brazos del asiento del copiloto de la lanzadera, en una mezcla de excitación y de miedo. Tenía los brazos inferiores sobre el borde delantero del asiento, donde encontraba un punto de apoyo. La desaceleración y la gravedad la sacudían. Soltó una mano para verificar el cinturón de seguridad justo en un momento en que la lanzadera alteró su rumbo hacia abajo y pudieron ver el suelo. Las montañas desérticas coloradas, rocosas y amenazantes, se encorvaban debajo de ellos, cada vez a más velocidad a medida que se acercaban.

Ti estaba sentado junto a ella en el asiento del comandante. Casi no despegaba las manos y los pies de los controles. Su mirada pasaba de una lectura a la otra y luego al horizonte real, totalmente absorto. La atmósfera crujía sobre la superficie de la nave, que se sacudía violentamente al atravesar fuertes ráfagas de viento. Silver comenzó a entender por qué Leo, a pesar de su angustia manifiesta ante el riesgo que representaría para todos ellos perder a Ti, no había puesto a Zara o a otro piloto de las naves remolcadoras en su lugar. Incluso exceptuando el hecho de manejar los pedales, aterrizar en un planeta era una disciplina muy diferente a pilotar una nave en caída libre, especialmente en un vehículo del tamaño de un módulo de Hábitat.

—Allí está el lecho seco del lago —Ti señaló con la cabeza sin sacar los ojos de su tablero—. Justo en el horizonte.

—¿Será mucho más difícil que aterrizar en una pista de la Estación de Lanzaderas? —preguntó Silver, preocupada.

—No hay problema —Ti sonrió—. Si hay alguna diferencia, es más fácil. Es un gran charco. De todas maneras, es uno de nuestros sitios de aterrizaje de emergencia. Sólo hay que evitar las hondonadas en el extremo norte y estamos libres en casa.

—Oh —dijo Silver, aliviada—. No sabía que habías aterrizado aquí antes.

—Bueno, en realidad, no lo hice —murmuró Ti—, porque todavía no ha habido ninguna emergencia… —se incorporó y se concentró aún más en los controles. Silver decidió que por el momento tal vez era mejor no distraerlo con su conversación.

Se asomó por encima del borde de su respaldo para mirar al doctor Minchenko, que ocupaba el asiento del ingeniero detrás de ellos, para ver cómo se lo estaba tomando. La sonrisa que le devolvió el doctor fue sarcástica, como si se estuviera burlando de su ansiedad, pero Silver percibió que también él estaba verificando el cinturón de seguridad de su asiento.

El suelo se acercaba a toda velocidad. Silver lamentaba que, después .de todo, no hubieran esperado que fuera de noche para hacer el aterrizaje. Por lo menos, no habría podido ver cómo se acercaba la muerte. Por supuesto, podía cerrar los ojos. Los cerró, pero los volvió a abrir casi de inmediato. ¿Por qué perderse la última experiencia de su vida? Lamentaba que Leo nunca le hubiera hecho una proposición amorosa. Seguramente, también él estaba bajo los efectos de la tensión acumulada.

Más y más rápido…

La nave chocó, rebotó, resonó, se meció y rugió sobre la superficie plana, pero agrietada. Silver lamentaba no haberle hecho una proposición a Leo. Obviamente, uno podía morir esperando que otra gente comience la vida por uno. El cinturón de su asiento le comprimió el pecho cuando la desaceleración la absorbió hacia adelante. La vibración ruidosa le hizo rechinar los dientes.

—No es tan uniforme como una pista —gritó Ti, que por fin le sonrió y le ofrecía una mirada luminosa—. Pero lo suficientemente buena para ser trabajo de la compañía…

Muy bien. Al parecer, nadie temblaba de miedo. Tal vez así era cómo debía ser un aterrizaje. Rodaron hasta detenerse en medio de la nada. Unas montañas rojas dentadas enmarcaban un horizonte vacío. Todo era silencio.

—Bien —dijo Ti—, aquí estamos… —Se soltó el cinturón con un movimiento rápido y se dirigió al doctor Minchenko, que hacía esfuerzos por salir del asiento del ingeniero—. ¿Ahora qué? ¿Dónde está?

—Si fuera tan amable —dijo el doctor Minchenko—, ¿no nos mostraría un panorama exterior?

Una vista del horizonte pasó varias veces por el í monitor, mientras los minutos sonaban en el cerebro de Silver. La gravedad, descubrió Silver,, no era tan horrible como la había descrito Claire. Era algo muy Aparecido al tiempo que se pasa bajo aceleración en el camino hacia un agujero de gusano, sólo que muy estable y sin vibración, o como estar en la Estación de Transferencia, sólo que más fuerte. Sería mejor si el diseño del asiento se hubiera ajustado a su cuerpo. —¿Qué pasa si el Control de Tráfico de Rodeo nos ha visto aterrizar? —dijo Silver—. ¿Qué pasa si Galac-Tech llega aquí antes?

—Es mucho peor si Control de Tráfico no nos ha visto —dijo Ti—. En cuanto a quién llega aquí antes… ¿Bueno, doctor Minchenko?

—Hum —dijo con seriedad. Luego se le iluminó el rostro, se inclinó hacia adelante y congeló la toma. Puso un dedo sobre una pequeña mancha en la pantalla, tal vez a unos quince kilómetros de distancia. —¿Una nube de polvo? — dijo Ti, que intentaba controlar sus esperanzas.

La mancha se hizo más nítida. —Un Land Rover —dijo el doctor Minchenko, que sonreía de satisfacción—. Buena chica.

La mancha se transformó en un remolino de polvo color anaranjado, que se levantaba detrás de un Land Rover. Cinco minutos más tarde, el vehículo se detuvo junto a la escotilla delantera de la nave. La figura debajo de la cubierta corrediza se detuvo para ajustar una máscara de oxígeno. Luego la cubierta se elevó y bajó la rampa lateral.

El doctor Minchenko se ajustó su propia máscara sobre la nariz y, seguido de Ti, bajó a toda carrera las escaleras de la nave para asistir a la mujer, débil y de cabello plateado, que estaba luchando con un montón de paquetes de formas extrañas. La mujer los entregó todos a los hombres con una felicidad evidente, excepto una caja negra pesada, con la forma de una cuchara, que apretó contra su pecho, casi de la misma manera que Claire aferraba a Andy. El doctor Minchenko condujo a su esposa con ansiedad hacia arriba —le costaba mucho subir las escaleras—, donde finalmente pudiera sacarse la máscara y hablar claramente.

—¿Estás bien, Warren? —preguntó la señora Minchenko.

—Perfectamente —la tranquilizó su esposo.

—No pude traer casi nada. Casi ni sabía qué elegir.

—Piensa en todo el dinero que ahorraremos en costes de embarque.

Silver estaba fascinada por la manera en que la gravedad daba forma al vestido de la señora Minchenko. Era un tejido de abrigo y oscuro, con un cinturón plateado en la cintura, y caía con gracia hasta los talones. La falda se movía mientras la señora Minchenko caminaba, haciendo eco a su movimiento.

—Es una locura total. Somos demasiado viejos para ser refugiados. He tenido que dejar el clavicémbalo.

El doctor Minchenko le dio unas palmaditas en el .hombro.

—No importa, en caída libre no sonaría. Los plectros funcionan gracias a la gravedad. —Su voz se resquebrajó por la urgencia—. ¡Pero ellos están tratando de matar a mis cuadrúmanos, Ivy!

—Sí, sí, entiendo… —La señora Minchenko sonrió a Silver, pero su sonrisa era tensa y hasta ausente—. Tú debes de ser Silver, ¿no es así?

—Sí, señora Minchenko —dijo Silver, casi sin aliento, con su voz más cortés. La mujer era, sin duda, la planetícola de más edad que Silver había visto, a excepción del doctor Minchenko y del mismo señor Cay. —Ahora debemos ir a recoger a Tony —dijo el doctor—. Volveremos tan pronto como podamos. Silver te ayudará. Es muy buena. ¡Proteged la nave!

Los dos hombres salieron y en pocos minutos, el Land Rover desaparecía a toda velocidad en el paisaje inhóspito.

Silver y la señora Minchenko se quedaron solas, mirándose entre sí.

—Bueno —dijo la mujer.

—Lamento que haya tenido que dejar todas sus cosas —se disculpó Silver, con timidez.

—Bueno, no puedo decir que lamento irme de este lugar —exclamó, mientras con los ojos señalaba el compartimento de carga de la nave, aunque en realidad se estaba refiriendo a Rodeo.

Se dirigieron al compartimento del piloto y se sentaron. El monitor no hacía más que registrar el horizonte monótono. La señora Minchenko seguía aferrada a su cuchara gigante. Silver se dio media vuelta en su asiento e intentó imaginar cómo sería estar casada con alguien dos veces mayor que uno. ¿La señora Minchenko habría sido joven alguna vez? Seguramente, el doctor Minchenko siempre había sido viejo.

—¿Cómo es que se casó con el doctor Minchenko? —curioseó Silver.

—A veces me lo pregunto —murmuró fríamente la señora Minchenko, casi para sí.

—¿Usted era enfermera o técnica de laboratorio?

Levantó la mirada, con una leve sonrisa en los labios.

—No, mi querida, nunca fui una biocientífica. Gracias a Dios. —Su mano no cesaba de acariciar la caja negra—. Soy música. O algo parecido.

Silver se mostró interesada.

—¿Sintetizadores? ¿Sabe programar? Tenemos algunos sintetizadores en nuestra biblioteca, es decir, en la biblioteca de la compañía.

La señora Minchenko esbozó una tenue sonrisa.

—No hay nada sintético en lo que hago. Soy una historiadora e intérprete. Mantengo vivas las viejas tradiciones. Piensa que soy un museo viviente, que de alguna manera necesita el polvo y que tiene telarañas en el codo. — Desabrochó la caja y la abrió para que Silver la inspeccionara. Una madera rojiza barnizada reflejaba las luces coloreadas del compartimiento del piloto. La señora Minchenko levantó el instrumento y lo colocó debajo de su mantón —. Es un violín.

—He visto fotos de violines — dijo Silver —. ¿Es real?

La señora Minchenko sonrió y pasó el arco por las cuerdas en una rápida sucesión de notas. La música subía y bajaba como… como los pequeños cuadrúmanos en el gimnasio. Fue lo único que se le ocurrió a Silver. El volumen era impresionante.

—¿Dónde se ajustan esos cables que tiene arriba, a los altavoces? — preguntó Silver, que se irguió sobre sus manos inferiores y extendió el cuello.

—No hay altavoces. El sonido proviene de la madera.

—¡Pero ha invadido todo el compartimento!

La sonrisa de la señora Minchenko se volvió casi feroz.

—Este instrumento podría llenar todo un teatro.

—¿Usted… toca conciertos?

—Antes, cuando era joven… Tal vez cuando tenía tu edad. Iba a una escuela que enseñaba estas cosas. La única escuela de música de mi planeta. Un mundo colonial, no había mucho tiempo para las artes. Había una competición… El ganador viajaría a la Tierra y allí haría carrera con sus grabaciones. Y así fue. Pero la compañía grabadora que estaba debajo de todo ese asunto solamente estaba interesada en el mejor. Yo quedé segunda. Hay lugar para tan pocos… — su voz se desvaneció en un suspiro —. Lo único que conseguí fue un logro personal que me complacía, pero que nadie quería oír y menos cuando lo único que tenían que hacer era poner un disco y escuchar, no solamente lo mejor de mi mundo, sino lo mejor de la galaxia. Afortunadamente, conocí a Warren en esa época. Mi patrón y mi público al mismo tiempo. Probablemente fue que yo tampoco tenía en mente hacer una carrera de esto. En esa época nos trasladábamos mucho. Él estaba terminando su formación y comenzaba a trabajar con Galac-Tech. Enseñé aquí y allá, para anticuarios interesados…

—Inclinó la cabeza y miró a Silver —. ¿Te han enseñado música, entre todas esas cosas que os han estado enseñando en ese satélite?

—Aprendimos algunas canciones cuando éramos pequeños — dijo Silver, con timidez —. Y después vinieron los pitos. Pero no duraron mucho tiempo.

—¿Los pitos?

—Sí, tubos pequeños de plástico en los que se soplaba. Eran de verdad. Una de nuestras nodrizas los trajo cuando yo tenía unos… ocho años. Pero después invadieron todo el lugar y la gente comenzaba a protestar por los pitidos. Así que tuvieron que llevárselos.

Entiendo. Warren nunca me mencionó los pitos.

—La señora Minchenko arqueó las cejas —. Ah, tipo de canciones?

—Oh… —Silver tomó aire y cantó—: Roy G. Biv, Roy G. Biv, es el cuadrúmano de color que nos da el espectro. Rojo-naranja-amarillo, verde y azul, añil, violeta, todos para ti… —se detuvo, ruborizada. Su voz sonaba tan débil, comparada con el sorprendente sonido del violín.

—Entiendo —dijo la señora Minchenko, en un tono de voz entrecortado. Los ojos le brillaban, así que a Silver ni se le ocurrió que pudiera estar ofendida—. Oh, Warren —suspiró—, todas las cosas que me vas a tener que explicar…

—¿Podría… ? —comenzó a decir Silver, pero se detuvo. Seguramente no le permitirían tocar esa antigüedad. ¿Qué pasaría si olvidaba sostenerlo un minuto y la gravedad se lo sacaba de las manos?

—¿Intentarlo? —la señora Minchenko terminó su idea—. ¿Por qué no? Aparentemente tenemos que matar el tiempo.

—Tengo miedo…

—Tonterías. Antes solía protegerlo. Nadie lo tocó durante años, encerrado en lugares protegidos del clima… muerto. Últimamente comencé a preguntarme ; para qué lo estaba cuidando tanto. Vamos, mira. Levanta el mentón, así. Pon el violín así —la señora Minchenko dobló los dedos de Silver en el cuello del violín—. ¡Qué dedos tan largos tienes, querida! Y…? Cuántos! Me pregunto si…

—¿Qué? —preguntó Silver, cuando la señora Minchenko se alejó.

—¿Cómo? Oh, estaba imaginándome a un cuadrúmano en caída libre con una guitarra de doce cuerdas. Si no estuvieras acurrucada en una silla como lo estás en este momento, podrías levantar esa emano inferior…

Tal vez era el efecto de la luz del sol de Rodeo que se escondía en el horizonte y enviaba sus rayos rojos a través de las ventanas de la cabina, pero la señora Minchenko parecía brillar.

—Ahora arquea los dedos, así…

Fuego.

El primer problema había sido encontrar suficiente titanio puro en el Hábitat para agregar al espejo vórtice rajado y así recuperar las pérdidas inevitables durante la refabricación. Leo se habría sentido tranquilo con un margen de masa adicional del cuarenta por ciento.

Tendría que haber habido recipientes de titanio para los líquidos corrosivos. Un solo tanque —digamos de cien litros— le habría servido. Durante la primera media hora desesperada de búsqueda, Leo estaba convencido de que su plan finalizaría en el Paso Numero Uno. Luego, de entre todos los sitios posibles, lo encontró en Nutrición. Un refrigerador lleno de latas de titanio, que llegaría a medio kilo por pieza. Leo y otros cuadrúmanos colocaron su variado contenido en cualquier recipiente disponible.

—La limpieza —dijo Leo, con un tono acusador, por encima del hombro a la muchacha cuadrúmana a cargo ahora de Nutrición—, se considera un ejercicio para el estudiante.

El segundo problema había sido encontrar un lugar donde trabajar. Pramod había sugerido uno de los módulos abandonados del Hábitat, un cilindro de cuatro metros de diámetro. Les llevó otras dos horas de trabajo hacer agujeros en el lateral para poder acceder y cubrir un extremo con toda la masa metálica conductiva que encontraron. Luego cubrieron la masa con más placas externas del módulo del Hábitat. Intentaron que el resultado tuviera una textura lo más parecida a un cristal, colocando la masa en una concavidad hueca con un arco cuidadosamente calculado que abarcaba el diámetro del módulo.

Ahora la masa de chatarra de titanio pendía, ingrávida, en el centro del módulo. Las piezas rotas del espejo vórtice y las latas de alimentos debidamente aplastadas estaban unidas por una bobina de cable de titanio puro que un cuadrúmano había extraído de Almacenes. El metal, de un gris intenso, brillaba bajo la luz de sus lámparas de trabajo, Leo echó una última mirada a la cámara. Cuatro cuadrúmanos en trajes de trabajo manejaban cada uno una unidad láser asegurada a la pared y frenaban la masa de titanio. Los instrumentos de medición de Leo flotaban junto a él, atados a su cinturón, listos para su uso. Había llegado el momento. Leo tocó el control de su casco y oscureció la placa de recubrimiento.

—Comenzad a disparar —dijo Leo por el intercomunicador de su traje.

Cuatro rayos de luz láser dispararon al unísono, en dirección a la chatarra. Durante los primeros minutos, pareció no suceder nada. Luego comenzó a brillar, un rojo oscuro, rojo brillante, amarillo, blanco… Entonces una de las ex latas de aumentos comenzó a ablandarse y a introducirse en la mezcla. Los cuadrúmanos continuaban suministrando energía. La masa comenzaba a desplazarse lentamente, según una de las lecturas de Leo, aunque el efecto todavía no era visible a simple vista.

—Unidad Cuatro, aumenta la energía aproximadamente en un diez por ciento —ordenó. Uno de los cuadrúmanos movió una palma inferior, en señal de acatamiento, y tocó su caja de control. El movimiento se detuvo. Bien, el plan estaba funcionando. Había tenido el horrible presentimiento de que la masa fundida de metal se estrellaría contra la pared. O aún peor, que se estrellaría fatalmente contra alguien. Pero los mismos rayos que la habían fundido parecían poder controlar su movimiento, por lo menos en ausencia de otras fuerzas más potentes.

Ahora la fundición era obvia. El metal se había convertido en un liquido blanco brillante que flotaba en el vacío, intentando adquirir la forma de una esfera perfecta. Chico, ¡conseguiremos que quede sin imperfecciones!, pensó Leo con satisfacción.

Verificó los controles. Ahora se estaban acercando a un momento crítico: ¿cuándo parar? Tenían que suministrar suficiente energía para lograr una fundición absolutamente uniforme, sin que quedaran grumos en el centro de la pasta. Pero no demasiada. Si bien no era visible al ojo humano, Leo sabía que en este momento había vapores que salían de la burbuja. Era parte de la pérdida que había estimado.

Pero lo más importante de todo era ver cuál sería el próximo paso. Tendría que recuperar cada kilocaloría que aplicaban a esa masa de titanio. En los planetas, la forma que intentaba lograr se habría obtenido en un molde de cobre, con mucha, mucha agua que redujera el calor hasta el punto deseado, en este caso rápidamente. Se llamaba enfriamiento por rociamiento de un único cristal. Bueno, al menos había imaginado cómo lograr la parte del enfriamiento…

—Dejad de disparar —ordenó Leo.

Y allí estaba suspendida la esfera de metal fundido, de color azul y blanco, con la violenta energía calorífica contenida en su interior, perfecta. Leo verificó una y otra vez la posición centrada y ordenó al láser número dos que le diera un lanzamiento de medio segundo, no para fundir, sino para obtener el punto exacto.

—Muy bien —dijo Leo por el intercomunicador—. Ahora saquemos todo lo que no quedará en este módulo y verifiquemos todo lo que quedará. Lo último que nos falta es que a alguien se le caiga la llave en la olla.

Hizo que los cuadrúmanos sacaran los equipos por los agujeros que se habían hecho en los lados del módulo. Dos de sus operadores de láser salieron, dos se quedaron con Leo. Revisó una vez más la posición y luego todos permanecieron junto a las paredes.

Conectó los canales del intercomunicador de su traje.

—¿Listo, Zara? —dijo.

—Listo, Leo —la piloto cuadrúmana respondió desde su remolcador, ahora adosado a la popa del módulo.

—Ahora recuerda, lentamente y con cuidado. Pero con firmeza. Piensa que tu nave remolcadora es un bisturí y que estás a punto de operar a uno de tus amigos o algo así.

—Bien, Leo. —Había un deje de sonrisa en su voz. No te jactes demasiado, muchacha, rogó Leo internamente.

—Adelante cuando estés lista. y —Adelante. Aguardad allí arriba.

En un primer momento no hubo ningún cambio perceptible. Luego las fajas que sostenían a Leo comenzaron a tirar de él suavemente. Era el módulo del Hábitat lo que se desplazaba, no la bola fundida de titanio, recordó. El metal no se movía. Era la pared del fondo la que avanzaba hacia la masa de metal.

Estaba funcionando. ¡Por Dios, estaba funcionando! La burbuja de metal tocó la pared del fondo, se esparció y se colocó en su molde hueco.

—Aumenta la aceleración un punto más —ordenó Leo por el intercomunicador.

El remolcador aumentó la aceleración y el círculo de titanio fundido se desparramó. Sus bordes alcanzaron el diámetro deseado, unos tres metros de ancho. El brillo intenso ya casi había desaparecido. Se estaba formando una superficie de titanio de un espesor controlado, listo —después del enfriamiento— para un moldeado explosivo en el último proceso.

—Mantenía así. ¡Eso es!

¿Enfriamiento por partes? Bueno, no exactamente, Leo era consciente de que probablemente no lograrían una congelación interna perfecta. Pero sería buena, lo suficientemente buena… siempre que fuera lo suficientemente buena como para que no lo tuvieran que derretir y volver a repetir el proceso. Eso era lo máximo que Leo se atrevía a pedir. Tendrían el tiempo justo para hacer una de estas succiones. No dos. ¿Y cuándo llegaría la amenazadora respuesta de Rodeo? Pronto, con seguridad.

Se preguntó de qué iba a servir la nueva tecnología de gravedad en los problemas de fabricación en el espacio. Por cierto, el término «revolucionar» parecía demasiado vacío. ¡Qué lástima que no la tengamos ahora!, pensó Leo. Y aún así —sonrió, debajo de su casco— lo estaban haciendo muy bien.

Miró el medidor de temperatura que había en la pared del fondo. La pieza se estaba enfriando casi con la rapidez que había esperado. Todavía tenían un par de horas hasta que hubiera perdido el calor suficiente como para sacarla de la pared y manejarla sin peligro de deformación.

—Muy bien, Bobbi. Os dejo a ti y a Zara a cargo —dijo Leo—. Todo parece estar bien. Cuando la temperatura baje unos quinientos grados centígrados, retrasadlo. Intentaremos estar listos para el enfriamiento final y la segunda etapa del proceso.

Con cuidado, sin querer agregar una vibración adicional a las paredes, Leo soltó sus cinturones de sujeción y se acercó al agujero de salida. Desde esa distancia, tenía una visión general de la D-620, ya cargada hasta la mitad. Y detrás, Rodeo. Era mejor que se fuera ahora.

Activó los pulsadores y se alejó rápidamente de la unidad que formaban el remolcador y el módulo, aún acelerando lentamente. Todavía tenía el aspecto de los restos de un naufragio, pero albergaba esperanza en su corazón.

Leo se dirigió hacia el Hábitat y a la Fase II de su esquema de Naves de Salto Reparadas a la Espera.

Era el atardecer en el lecho seco del lago. Silver miró ansiosamente el monitor de la cabina de control de la nave que enfocaba el horizonte, brillando y oscureciéndose cada vez que la bola roja del sol pasaba por delante.

—No hay manera posible de que vuelvan antes de una hora —señaló la señora Minchenko, que la observaba—, en el mejor de los casos.

—No es a ellos a quienes estoy buscando —respondió Silver.

—Hum.—La señora Minchenko tamborileó en la consola con sus largos dedos esculpidos por la edad y luego se reclinó en el asiento del copiloto. Miraba en forma pensativa el techo de la cabina—. No, supongo que no. Sin embargo… si el control de tráfico de Galac-Tech os vio aterrizar y envió una nave para investigar, ya tendrían que estar aquí. Tal vez no vieron el aterrizaje, después de todo.

—Tal vez no estén demasiado organizados —sugirió Silver—, y vengan de un momento a otro.

La señora Minchenko suspiró.

—También es posible. —Observó a Silver, que apretaba los labios—. ¿Y qué se supone que harás en ese caso?

—Tengo un arma. —Silver tocó el soldador láser que estaba apoyado en la consola, delante del asiento del piloto en el que ella se encontraba—. Pero preferiría no tener que disparar a nadie más. No, si puedo evitarlo.

—¿A nadie más? —Había un tono de respeto en la voz de la señora Minchenko.

Andar por ahí disparando a la gente era algo tan estúpido… ¿Por qué todos tenían que estar tan impresionados?, se preguntaba Silver, irritada. Uno pensaría que había hecho algo verdaderamente importante, como descubrir un nuevo tratamiento de alguna enfermedad. Apretó los labios.

Luego abrió la boca y se inclinó hacia delante para mirar bien por el monitor.

—Oh, oh. Ahí se acerca un coche terrestre.

—Seguramente no serán nuestros muchachos —dijo la señora Minchenko, con cierta intranquilidad—. ¿Hay algo que va mal?

—No es su Land Rover. —Silver pensaba en la resolución a tomar. La tenue luz del sol penetraba a través del polvo y lo convertía en una pantalla de humo rojiza—. Creo… que es un coche de Seguridad de Galac-Tech.

—Oh, querida. —La señora Minchenko se sentó erguida—. ¿Y ahora qué?

—No abrimos las escotillas, de ninguna manera. No importa lo que pase.

En unos minutos, el coche estaba a unos cincuenta metros de la lanzadera. Una antena se elevó en el techo. Silver conectó el intercomunicador (era tan irritante no poder usar los brazos inferiores) y pidió un menú de los canales de comunicación en el ordenador. La lanzadera parecía tener acceso a un número desmesurado de canales. El audio de Seguridad era 9999. Lo sintonizó.

—¡Por Dios! Los que están ahí adentro, respondan.

—Sí. ¿Qué quieren? —dijo Silver.

Hubo una pausa ruidosa.

—¿Por qué no respondían?

—No sabía que me estaban llamando a mí —respondió Silver, lógicamente.

—Sí, bien… Esta lanzadera de carga es propiedad de Galac-Tech.

—Yo también. ¿Y qué?

—¿Cómo? Mire, señorita, soy el sargento Fors de Seguridad de Galac-Tech. Tiene que desembarcar y entregarnos la lanzadera.

Una voz en el fondo, no lo suficientemente baja, preguntó:

—Oye, Bern. ¿Crees que nos van a bonificar con el 10 por ciento por haber recuperado esta lanzadera como propiedad robada?

—Sigue soñando —gruñó otra voz—. Nadie nos va a dar un cuarto de millón.

La señora Minchenko levantó una mano y se inclinó hacia adelante, para entrometerse en la conversación.

—Jovencito, soy Ivy Minchenko. Mi esposo, el señor Minchenko, se apropió de esta embarcación para responder a una emergencia médica. No solamente está en su derecho, sino que es su obligación legal. Y según el reglamento de Galac-Tech deben ayudarle, no ponerle trabas.

—Me pidieron que recuperara esta lanzadera. Ésas son mis órdenes. Nadie me dijo nada sobre una emergencia médica.

—Bueno. ¡Yo se lo estoy diciendo!

La voz que retumbaba en el fondo volvió a hablar.

—… No son más que dos mujeres. ¡Vamos!

—¿Van a abrir la escotilla, señoras? —preguntó el sargento.

Silver no respondió. La señora Minchenko levantó una ceja en señal de pregunta y Silver meneó la cabeza en silencio. La señora Minchenko suspiró y asintió.

El sargento repitió su demanda. Silver sentía que le faltaba muy poco para que su discurso degenerara en alguna obscenidad. Después de un minuto o dos, dejó de hablar.

Después de varios minutos más las puertas del coche se abrieron y tres hombres, con máscaras de oxígeno, bajaron y se acercaron a mirar las escotillas de la nave sobre sus cabezas. Regresaron al coche, subieron y dieron la vuelta. ¿Se iban? Silver tenía esa esperanza. Pero, no. El coche se acercó y se detuvo nuevamente debajo de la escotilla delantera de la nave. Dos de los hombres buscaron unas herramientas en el baúl y luego se subieron al techo del coche.

—Tienen una especie de herramientas cortantes —dijo Silver, alarmada—. Deben de querer intentar hacer un corte para entrar.

Un ruido intenso comenzó a retumbar en toda la lanzadera.

La señora Minchenko señaló el soldador láser.

—¿Es el momento de usarlo? —preguntó, temerosa.

Silver sacudió la cabeza.

—No. Otra vez no, no puedo permitir que estropeen la lanzadera… Tiene que estar en buenas condiciones para volar en el espacio o no podremos volver a casa.

Había observado a Ti… Respiró profundamente y tomó los controles de la nave. Le parecía casi imposible llegar a los pedales. Tendría que arreglárselas sin ellos. El motor derecho, activado. El motor izquierdo, activado. Un rugido atravesó la lanzadera de punta a punta. Los frenos… allí, obviamente. Llevó la palanca lentamente hacia la posición «liberar». No pasó nada.

Luego la nave comenzó a moverse hacia adelante. Asustada por el movimiento abrupto, Silver tocó la palanca de freno y la nave se detuvo de inmediato. Buscó desesperada los monitores externos. ¿Dónde…?

El alerón de estribor de la nave había pasado sobre el coche y no lo había tocado por medio metro. Silver se dio cuenta, con un estremecimiento de culpa, de que tendría que haber verificado la altura antes de comenzar a moverse. Podría haber arrancado el ala derecha, con todas las consecuencias desagradables que eso podría ocasionar.

Los guardias de Seguridad no estaban a la vista, en ninguna parte. No, allí estaban, sobre el lecho seco del lago. Uno de ellos se incorporó y comenzó a encaminarse hacia el coche. ¿Y ahora qué? Si ella se detenía, o si hacía unos metros y se detenía a una cierta distancia, volverían a intentarlo. No pasarían muchos intentos hasta que se las ingeniaran y le dispararan a las ruedas de la lanzadera o la inmovilizaran de cualquier otra forma. Sería una situación extremadamente peligrosa.

Silver se mordió el labio inferior. Entonces, inclinada hacia delante, en un asiento que no había sido diseñado para cuadrúmanos, liberó los frenos y aceleró el motor. La lanzadera se estremeció unos metros hacia delante, patinando y derrapando. Detrás de la lanzadera, el monitor mostraba el coche casi oculto tras el polvo anaranjado que levantaban los gases de escape. Su imagen vibraba por el calor que eliminaban los motores.

Clavó los frenos al máximo y aceleró el motor una vez más. El rugido se convirtió en un quejido. No se atrevía a llevarlo hasta el punto que había usado Ti durante el aterrizaje. ¿Quién sabía lo que pasaría entonces?

El techo plástico del coche se rajó y comenzó a hundirse. Si Leo había tenido razón cuando hizo la descripción del combustible de hidrocarburo que utilizaban aquí abajo para los vehículos, en no más de un segundo tenía que lograr que…

Una llamarada amarilla absorbió el vehículo, momentáneamente más intensa que el sol que se estaba poniendo. Pedazos de coche volaron en todas direcciones, arqueándose y rebotando por el efecto del campo de gravedad. Una mirada a los monitores permitió a Silver ver que todos los hombres de Seguridad corrían ahora en cualquier dirección, lejos del vehículo en llamas.

Silver desaceleró el motor, soltó los frenos y dejó que la lanzadera se desplazara a través del barro endurecido. Afortunadamente, el lecho del viejo lago era bastante uniforme, de manera que no tenía que preocuparse demasiado por los puntos más delicados del pilotaje de la nave, como, por ejemplo, las maniobras con el timón.

Uno de los hombres de Seguridad corrió tras ellas durante un minuto o dos, sacudiendo los brazos al aire, pero enseguida quedó atrás. Silver dejó que la nave siguiera desplazándose unos kilómetros más y entonces apagó los motores.

—Bueno —suspiró—, nos libramos de ellos.

—Seguro —dijo la señora Minchenko, que ajustaba la ampliación del monitor para poder echar un último vistazo hacia atrás. Una columna de humo negro y un resplandor anaranjado desaparecían en la penumbra distante, donde habían estado estacionadas un momento antes.

—Espero que tuvieran sus máscaras de oxígeno bien cargadas —agregó Silver.

—Oh, querida —dijo la señora Minchenko—. Tal vez tendríamos que volver y… hacer algo. Seguramente se les ocurrirá quedarse junto al coche y esperar ayuda. No creo que quieran intentar atravesar el desierto. Las películas de seguridad de la compañía siempre hacen hincapié en eso. «Quédense con su vehículo y esperen a que llegue Búsqueda y Rescate.

—¿No se supone que ellos pertenecen a Búsqueda y Rescate? —Silver estudiaba las pequeñas imágenes en el monitor—. No les queda mucho vehículo. Pero parece que los tres se han quedado allí. Bien… —sacudió la cabeza—. Es demasiado peligroso para nosotras intentar recogerlos. Pero cuando lleguen Ti y el doctor Minchenko con Tony, tal vez los guardias de Seguridad puedan usar su Land Rover para regresar. Si es que antes no llega nadie más.

—Oh —dijo la señora Minchenko—, es verdad. Buena idea. Me siento mucho mejor. —Observó con detenimiento el monitor—. Pobres.

Hielo.

Desde la cabina de control herméticamente cerrada que daba al compartimento de carga del Hábitat, Leo observaba a los cuatro cuadrúmanos con trajes de trabajo que liberaban el espejo vórtice intacto extraído de la segunda varilla Necklin de la D-620 por la escotilla hacia el exterior. El espejo era un objeto delicado para maniobrar, por ser, en efecto, un enorme embudo hueco de titanio, de tres metros de diámetro y un centímetro de espesor en su parte más ancha, curvado con precisión matemática y espesándose hasta alcanzar unos dos centímetros en la hendidura central. Una curva perfecta, pero decididamente no estándar, algo con lo que tenía que enfrentarse el plan de refabricación de Leo.

Montaron el espejo intacto en su lugar anidado en una masa de bobinas de refrigeración. Los cuadrúmanos con trajes espaciales salieron. Desde la cabina de control, Leo cerró la escotilla al exterior y se propuso regresar al compartimento de carga. Como resultado de su ansiedad, salió literalmente despedido de la cabina de control, con un zumbido del aire fruto del diferencial de presión remanente y tuvo que mover la mandíbula para destaparse los oídos.

Bobbi, en un momento de inspiración, encontró las únicas bobinas refrigeradoras lo suficientemente grandes como para adaptarse a la tarea, de nuevo en Nutrición. La muchacha cuadrúmana a cargo de ese departamento protestó cuando vio que Leo y su grupo de trabajo se acercaban una vez más. Habían desarmado sin piedad el compartimento refrigerador más grande y se habían llevado todo a su lugar de trabajo, en el módulo disponible más grande ya instalado como parte de la D-620. Aún quedaba menos de un cuarto de toda la reestructuración del Hábitat, según las estimaciones de Leo, a pesar de haber incluido una docena de sus mejores trabajadores en el proyecto.

En pocos minutos, tres de los cuadrúmanos se unieron a él en la bahía de carga. Leo les observó detenidamente. Llevaban puestas camisetas, shorts y unos uniformes de manga larga que habían dejado los terrestres. Llevaban las perneras bien sujetas a sus brazos inferiores y aseguradas con bandas elásticas. Habían recogido todos los guantes que habían encontrado. Bien, Leo había temido problemas de congelación, con todos esos dedos expuestos. Su aliento parecía humo en el aire congelado.

—Muy bien, Pramod, listos para deslizado. Traed las mangueras de agua.

Pramod desenrolló varios metros de manguera y se las entregó a los cuadrúmanos. Otro cuadrúmano hizo una verificación final de las conexiones al grifo de agua más cercano. Leo encendió las bobinas de refrigeración y cogió una manguera.

—Muy bien, muchachos. Miradme y os enseñaré un truco. Debéis hacer salir el agua lentamente sobre las superficies frías, evitando salpicar en el aire. Al mismo tiempo, debéis hacer que salga constantemente de manera que las mangueras no se congelen. Si sentís que se os entumecen los dedos, haced una breve pausa en la cámara contigua. No queremos que haya ningún herido en esta operación.

Leo se dirigió hacia la parte trasera del espejo vórtice y se situó entre las bobinas de refrigeración, sin llegar a tocarlas. El espejo había estado a la sombra en el exterior durante las últimas horas y ahora estaba bien frío. Leo tocó la válvula y dejó salir una burbuja plateada de agua, que golpeó contra la superficie del espejo y se desparramó en pequeñas gotitas de escarcha. Intentó arrojar unas gotas sobre las bobinas. Se congelaban con mayor rapidez.

—Muy bien, así está bien. Comenzad a hacer el molde de hielo alrededor del espejo. Hacedlo tan sólido como podáis, sin espacios de aire. No olvidéis colocar el tubo pequeño para permitir que más tarde salga el aire de la cámara matriz.

—¿Qué espesor debe tener? —preguntó Pramod, mientras miraba la manguera y observaba con fascinación cómo se iba formando el hielo.

—Por lo menos un metro. Como mínimo, la masa de hielo debe ser igual a la masa de metal. Como solamente tenemos una oportunidad, haremos lo posible para que sea, por lo menos, dos veces más espesa que la masa de metal. Desgraciadamente no podremos recuperar el agua. Quiero verificar las reservas de agua, porque, si contamos con el agua necesaria, dos metros de espesor sería mucho mejor.

—¿Cómo se te ocurrió esto? —preguntó Pramod, en un tono de admiración.

Leo rió entre dientes, cuando se dio cuenta de que Pramod tenía la impresión de que estaba elaborando todo este proceso de ingeniería sobre la marcha, según lo exigieran los acontecimientos.

—Yo no lo he inventado. Lo estudié. Es un antiguo método que utilizaban en los diseños de comprobación preliminares, antes de que se perfeccionara la teoría fractal y se mejoraran las simulaciones por ordenador en los niveles de hoy en día —Oh. —Pramod parecía bastante desilusionado.

Leo sonrió.

—Si alguna vez tienes que optar entre lo que aprendiste y la inspiración, muchacho, elige lo que aprendiste. Funciona la mayoría de las veces.

Eso «espero». Con un espíritu crítico, Leo se retiró hacia atrás y observó cómo trabajaban los chicos. Pramod tenía dos mangueras, una en cada par de manos, y las alternaba rápidamente entre ellas. Un chorro de agua tras otro caía sobre las bobinas y sobre el espejo. Ya se podía ver cómo el hielo comenzaba a espesarse. Hasta el momento, no se había desperdiciado una gota. Leo suspiró con alivio. Aparentemente, podía delegar con seguridad su parte de la tarea. Hizo una seña a Pramod y dejó el dique para continuar con esa parte del trabajo que no se atrevía a delegar.

Leo se perdió dos veces, mientras intentaba encontrar el camino por el Hábitat hacia Almacén de Tóxicos. Y eso que él mismo había diseñado la remodelación. No le sorprendía haber pasado junto a tantos cuadrúmanos con expresión de asombro por el camino. Todo el mundo parecía estar completamente ocupado.

Almacén de Tóxicos era un módulo frío que no tenía ninguna conexión de ningún tipo con el resto del Hábitat, salvo una compuerta de tres cámaras de acero espeso, que estaba siempre cerrada. Entró y se encontró con uno de los cuadrúmanos de su grupo, de soldadura y ensamble, todavía asignado a la remodelación del Hábitat, que salía en ese mismo momento.

—¿Qué tal, Agba? —preguntó Leo.

—Muy bien. —Agba parecía cansado… Tenía el rostro y la piel bronceados marcados con líneas rojas, pruebas de un uso prolongado y de su traje de trabajo— Esas malditas abrazaderas nos han retrasado bastante, pero estamos a punto de terminar con ellas. ¿Cómo va todo?

—Muy bien, hasta el momento. He venido a preparar el explosivo. Parece mentira, pero ya llegamos a esa etapa. ¿Recuerdas dónde diablos guardamos el explosivo? —Las paredes del módulo estaban abarrotadas de provisiones.

—Estaban por ahí —señaló Agba.

—Bien… —A Leo se le contrajo el estómago repentinamente—. ¿Qué quieres decir con que estaba? Seguramente había querido decir que lo habían cambiado de lugar, Leo se dijo a sí mismo para tranquilizarse.

—Bueno, lo hemos estado utilizando bastante para hacer volar las abrazaderas.

—¿Para hacer volar las abrazaderas? Pensé que las cortabais.

—Sí, pero un día Tabbi pensó en cómo colocar una pequeña carga que las partiera en dos, sobre la línea de fundición. En la mitad de los casos, se pueden reutilizar. El resto no quedan más estropeadas que si las cortáramos. —Agba parecía estar bastante orgulloso de sí mismo.

—¡No habréis utilizado todo el explosivo para eso, me imagino!

—Bueno, gastamos bastante. En el exterior, por supuesto —agregó Agba confundido en respuesta a la expresión horrorizada de Leo. Le mostró un frasco cerrado herméticamente de medio litro para que Leo lo viera—. Éste es el último. Supongo que apenas va a alcanzar para finalizar el trabajo.

—¡Maldición! —Leo agarró la botella entre las manos y la apretó contra el estomago, como un hombre que quiere desactivar una granada—. ¡Lo necesito! ¡Tengo que llevármelo! Necesito diez veces más, dijo su mente en silencio.

—Oh —dijo Agba—. Lo siento. —Su mirada traslucía una clara inocencia—. ¿Tenemos que volver a cortar las abrazaderas?

—Sí —contestó Leo—. Anda —agregó. Sí, antes de que él mismo explotara.

Agba salió por la esclusa, con una sonrisa incierta. La puerta se cerró y Leo quedó solo por un momento para despejarse en paz.

Piensa, hombre, piensa, se dijo a sí mismo. No te desesperes. Había algo, algún factor esquivo, algún factor en el fondo de su mente, que insistía en decirle que éste no era el fin. Pero, en ese momento, no podía recordar… Desgraciadamente, un repaso mental minucioso de sus estimaciones, llevando un registro con los dedos (oh, ¡quién pudiera ser un cuadrúmano!) no hacía más que confirmar su miedo inicial.

La transformación explosiva de la masa de titanio en la forma compleja del espejo vórtice requería, además de una serie de separadores, anillos y abrazaderas, tres elementos principales: una matriz de hielo, la masa de metal y el explosivo para unirlos. Lo que se llamaba soldadura por disparo. ¿Y cuál es el miembro más importante de este taburete de tres patas? El que faltaba, por supuesto. Y él había pensado que el explosivo sería la parte más fácil…

Desesperanzado, comenzó a recorrer sistemáticamente el módulo de Almacén de Tóxicos, revisando su contenido. Tal vez alguien hubiera puesto otra botella de explosivo en alguna parte. En esta ocasión era una lástima que los cuadrúmanos fueran tan concienzudos en su control de inventario. Cada frasco contenía solamente lo que decía su etiqueta, ni más ni menos. Inclusive Agba había actualizado la etiqueta unos momentos antes. «.Contenido: Explosivo Tipo B-2, frascos de medio litro. Cantidad: Cero».

Justo en ese instante, Leo tropezó, literalmente, con un barril de gasolina. No, eran unos seis barriles de ese maldito combustible, que de alguna manera habían ido a parar aquí y que ahora estaban asegurados con firmeza contra la pared. Vaya a saber Dios dónde había ido a parar el resto de las cien toneladas. Leo pensó una y otra vez dónde podrían haber tenido un uso concebible. Con todo gusto intercambiaría las cien toneladas por cuatro aspirinas. Cien toneladas de gasolina, de las cuales…

Leo pestañeó y emitió un ¡Ah! de júbilo.

… De las cuales, un litro aproximadamente, mezclado con tetranitrometano, haría un explosivo aún más poderoso.

Tendría que fijarse para estar seguro. Tendría que fijarse en las proporciones exactas de todas maneras, pero estaba seguro de que las recordaba correctamente. Aprendizaje e inspiración, era la mejor combinación de todas. El tetranitrometano se utilizaba como fuente de oxígeno de emergencia en varios sistemas de habitáis y naves remolcadoras. Proporcionaba más oxígeno por centímetro cúbico que el oxígeno líquido, sin los problemas de temperatura y de presión del almacenamiento, en una versión altamente refinada de las primitivas velas de tetranitrometano que, cuando se las encendía, liberaban oxígeno. Ahora…

¡Oh, Dios! Ojalá nadie hubiera utilizado el tetranitro-metano para hinchar los globos de los cuadrúmanos pequeños o para cualquier otra cosa… Habían estado perdiendo aire durante la remodelación del Hábitat…

Leo se detuvo sólo para volver a poner el frasco en su lugar y para colocar un cartel en los barriles que decía, en letras grandes y coloradas: ESTA GASOLINA PERTENECE A LEO GRAF. SI ALGUIEN MÁS LA TOCA, ÉL LES PARTIRÁ TODOS LOS BRAZOS. Luego salió a toda velocidad del módulo de Almacén de Tóxicos y se alejó en busca de la terminal de ordenador más cercana que lo conectara a una biblioteca.

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