Cuando Alvin Júnior vio caer la viga no se asustó. Tampoco se asustó cuando se estrelló contra el suelo en dos partes.
Pero cuando los mayores comenzaron a comportarse como si fuera el día del Juicio Final, que si abrazo por aquí, que si murmullo por allá, entonces sí se asustó. Los mayores tenían la costumbre de hacer las cosas sin razón alguna.
Igual que Papá, que estaba en el suelo frente al fuego, estudiando los fragmentos partidos de la cumbrera, el trozo de madera que saltó bajo el peso de la viga y la hizo desplomarse. Cuando Mamá era mamá, ni Papá ni nadie podía entrar en su casa astillas y restos de madera sucia. Pero hoy Mamá estaba tan loca como Papá, y cuando él apareció cargado de madera hasta la coronilla, sólo se inclinó, enrolló la alfombra y desapareció de la vista de Papá.
Bueno, nadie sería tan tonto como para quedarse delante de Papá, cuando éste traía semejante cara. David y Calma tenían suerte. Podían marcharse a su propia casa, en sus propias tierras, donde sus propias esposas los aguardaban con la comida en el fuego y donde podían decidir si querían volverse locos o no. Pero el resto no tenía tanta fortuna. Si Papá y Mamá estaban enloquecidos, a los demás no les quedaba otro remedio que enloquecer también. Ni una sola de las niñas reñía con las demás, y todas se afanaban por cocinar y limpiar sin decir esta boca es mía. Previsión y Moderación salieron por la tarde a partir leña y ordeñar las vacas sin siquiera pellizcarse el uno al otro en los brazos, por no hablar de enredarse en una lucha. Ello era sumamente desalentador para Alvin Júnior, puesto que a él le correspondía luchar con el perdedor, lo cual representaba la oportunidad de medirse en las mejores luchas a las que podía aspirar. Tenían dieciocho años, y eran todo un desafío, no como los niños con que habitualmente debía forcejear.
Y ahí estaba Mesura, sentado cerca del fogón, tallando un cucharón para el perol de Mamá sin levantar la vista. Ahí estaba, como los demás, esperando que Papá retornara a sus cabales y le pegara un berrido a alguien.
La única persona normal de la casa era Calvin, el pequeño de tres años. El problema era que, en Calvin, normal significaba andar pisándole los talones a Alvin Júnior como un gatito a la caza del ratón. Jamás se acercaba lo suficiente para jugar con Alvin Júnior, para tocarlo, hablar con él o cualquier cosa útil. Estaba allí, siempre al borde de todo.
Cuando Alvin levantaba la vista, Calvin apartaba la mirada, o alcanzaba a verle la camisa mientras desaparecía detrás de una puerta, o, a veces, en la penumbra de la noche, escuchaba una débil respiración más cerca de lo debido, y era Calvin, que no estaba en su cama sino de pie al lado del lecho de Alvin, mirando. Nadie parecía advertirlo. Ya había pasado un año desde la última vez que Alvin intentó disuadirlo. Si Alvin Júnior decía: Mamá, Cally me está molestando, Mamá se limitaba a responder: Al Júnior, no ha dicho una palabra, ni te ha tocado, y si no te gusta que se esté quieto como Dios manda, pues lo siento por ti, porque a mí me viene de perilla. Ojalá el resto de mis hijos supiera comportarse así. Alvin supuso que en realidad no era que Calvin fuese normal ese día, sino que el resto de la familia había alcanzado su nivel habitual de locura.
Y Papá, que no dejaba de mirar y remirar la madera partida. De vez en cuando unía los pedazos para formar la pieza entera. Una vez habló, en voz baja de verdad:
—Mesura, ¿estás seguro de que reuniste todos los pedazos?
—Toditos, Pa —repuso Mesura—. Con una escoba no habría podido juntar más. No habría juntado más si me hubiera puesto de rodillas a lamer el suelo como un perro.
Mamá estaba escuchando, naturalmente. Una vez Papá dijo que cuando Mamá prestaba atención a algo, podía oír el pedo de una ardilla en el bosque a un kilómetro de distancia en mitad de una tormenta, mientras las niñas lavaban los platos y los niños partían leña.
Alvin Júnior se preguntaba a veces si entonces Mamá no sabría más brujería de lo que dejaba entrever, ya que una vez él se había sentado en el bosque a unos metros de una ardilla durante más de una hora y jamás llegó a escuchar siquiera un eructo.
De todas formas, allí estaba en casa esa noche, conque desde luego escuchó lo que Papá preguntaba y lo que respondió Mesura, y como estaba tan loca como Papá, soltó la lengua como si Mesura hubiera jurado en nombre del Señor.
—Cuida tu boca, jovencito, porque el Señor dijo a Moisés en la montaña: honra a tu padre y a tu madre y tus días serán muchos sobre las tierras que el Señor tu Señor te ha dado, y cuando hablas como un impertinente a tu padre estás restando días y semanas y aun años a tu propia vida, y tu alma no se encuentra en situación de dar buena acogida a una visita prematura al recinto del Juicio Supremo para enfrentarte al Salvador y escucharle decidir tu suerte eterna.
A Mesura no le preocupaba un comino su suerte eterna, pero sí la ira de Mamá. No intentó alegar que no estaba haciéndose el gracioso ni siendo impertinente. Sólo un tonto haría semejante cosa cuando Mamá echaba humo. Comenzó a poner cara de humilde y a suplicarle disculpas, por no hablar del perdón de Papá ni de la graciosa misericordia del Señor. Para cuando Mamá decidió terminar su filípica, el pobre Mesura ya se había disculpado media docena de veces, por lo que ella gruñó un poco y siguió con su costura.
Entonces Mesura miró a Alvin Júnior y le guiñó un ojo.
—Te he visto —le espetó Mamá—, y si no te vas al infierno, Mesura, elevaré una petición a San Pedro para que te envíe allí.
—Yo mismo firmaría esa petición —respondió Mesura, que aparecía más dócil, que cachorro en penitencia.
—Sí. Eso tendrías que hacer —siguió Mamá— y firmarla con sangre, también, porque cuando acabe contigo tendrás tantas heridas que diez escribanos podrían mojar el plumín en rojo durante un año entero.
Alvin Júnior no pudo contenerse. Las tenebrosas amenazas le hicieron gracia. Y aunque sabía que podría costarle la vida, abrió la boca para reír. Sabía que si reía Mamá le partiría la cabeza, o le soltaría un sopapo en la oreja, o tal vez estamparía su piececito duro sobre el suyo descalzo, cosa que una vez hizo a David cuando éste le dijo que debería haber aprendido la palabra no antes de tener trece bocas que alimentar.
Esto era cuestión de vida o muerte. Mucho más pavoroso que lo de la viga, que después de todo ni lo había tocado, cosa que no podría decir de Mamá. De modo que atrapó la risa antes de que pudiera salir y la convirtió en lo primero que le vino a la mente.
—Mamá —dijo—, Mesura no puede firmar ninguna petición con sangre porque ya estaría muerto, y los muertos no sangran.
Mamá lo miró a los ojos y habló lenta y cuidadosamente.
—Sí lo hacen cuando yo se lo ordeno.
Bueno, ahí ya no pudo más.
Alvin Júnior lanzó una risotada. Lo cual hizo que la mitad de las niñas se echaran a reír. Lo cual hizo que Mesura riera. Y finalmente, también Mamá rió. Todos rieron y rieron hasta casi llorar, y entonces Mamá comenzó a mandar a todo el mundo arriba a dormir, y también a Alvin Júnior.
Tanto jolgorio había despertado en Alvin un humor travieso, y todavía no había aprendido que a veces era mejor no pasarse de listo. Resultó que Matilda, quien bordeaba los dieciséis años y se creía ya una dama, venía subiendo la escalera delante de él. Todos aborrecían tener que caminar detrás de Matilda, pues solía andar con pasitos afectados de damisela. Mesura siempre decía que prefería caminar detrás de la luna, porque iría más rápido que ella. Y ahora el trasero de Matilda estaba precisamente delante del rostro de Al Júnior, balanceándose rítmicamente. Pensó en lo que Mesura había dicho sobre la luna y se le ocurrió que el trasero de Matilda era redondo como la luna, y entonces se le ocurrió preguntarse cómo sería tocar la luna… si sería dura como el lomo de un escarabajo o resbaladiza como una babosa. Y cuando un niño de seis años que ya está un poco animado piensa en algo así, no pasa medio segundo antes de que hunda su dedo unos centímetros en la delicada piel de su hermana. Matilda sí que sabía gritar. Al podía haber recibido una bofetada en ese mismo momento, de no haber estado Previsión y Moderación detrás de él. Vieron toda la escena y se rieron de Matilda con tal crudeza que la niña comenzó a llorar y salió disparada por las escaleras, saltando los peldaños de dos en dos, lo cual decididamente no era propio de una damisela. Previsión y Moderación alzaron a Alvin y le hicieron subir las escaleras entre ambos, tan alto que casi se mareó, mientras cantaban esa vieja canción sobre San Jorge matando al dragón. Sólo que en vez de San Jorge decían San Alvin, y allí donde la canción solía decir algo acerca de ensartar al dragón mil veces y que la espada no se le derretía en el fuego, cambiaron la palabra espada por dedo, y hasta Mesura echó a reír.
—¡Esa canción es una cochinada, una grosería! —gritó Mary, la niña de diez años, quien hacía guardia de pie ante la puerta del dormitorio de las niñas.
—Mejor dejad de cantar esa canción—advirtió Mesura— antes de que os oiga Mamá.
Alvin Júnior nunca lograba entender por qué razón a Mamá no le agradaba esa canción. Pero lo cierto era que los chicos nunca la cantaban cuando ella podía escucharlos. Los mellizos dejaron de cantar y treparon por la escalera que conducía al altillo. En ese momento se abrió de golpe la puerta del dormitorio de las niñas mayores y Matilda asomó la cabeza, los ojos rojos del llanto, para gritar:
—¡Lo lamentaréis!
—¡Ohhh, lo lamento, lo lamento tanto! —exclamó Moderación con voz chillona.
Sólo entonces recordó Alvin que cuando las niñas se disponían a tomar venganza, el principal damnificado solía ser él. Calvin aún seguía siendo el pequeñín, de modo que aún gozaba de cierta inmunidad, y los mellizos eran mayores y más fuertes, y además siempre iban juntos. Así, cuando las niñas se enfurecían, el primero sobre el cual caía su ira fatal era Alvin. Matilda tenía dieciséis años; Beatriz, quince; Elizabeth, catorce; Ana, doce; María, diez, y todas ellas preferían meterse con Alvin antes que cualquier otra recreación permitida por la Biblia. En una ocasión, Alvin fue torturado más allá de lo que cualquiera podría soportar, y sólo los fuertes brazos de Mesura pudieron evitar que muriera cruelmente atravesado por una horca para heno. Ese día, Mesura convino en que los tormentos del infierno consistían casi seguro en vivir en la misma casa con cinco mujeres que lo duplicaran a uno en tamaño. Desde entonces, Alvin jamás dejaba de preguntarse qué pecado habría cometido antes de nacer para merecer semejante destino aciago ya desde el mismo parto.
Alvin entró en la pequeña habitación que compartía con Calvin y no se movió, esperando que Matilda irrumpiera para matarlo. Pero no vino y no vino, y Alvin comprendió entonces que probablemente estaría esperando a que apagaran las velas para que nadie supiera cuál de sus hermanas había sido la que acabó con él. El cielo sabía que en los dos últimos meses les había dado amplias razones para que quisieran verlo muerto. Trataba de adivinar si lo asfixiarían con la almohada de plumón de Matilda —sería la primera vez que le permitiera tocarla— o si moriría con las preciadas tijeras de costura de Beatriz clavadas en el corazón, cuando de pronto comprendió que si no iba al retrete en veinticinco segundos se lo haría en los pantalones.
El retrete estaba ocupado, por supuesto, y Alvin se quedó ante la puerta saltando y aullando durante tres minutos, pero nadie salió. Se le ocurrió que probablemente era una de las niñas, en cuyo caso ése era el plan más diabólico que jamás lograrían tramar: dejarlo fuera del baño a altas horas de la noche, cuando tenía demasiado miedo para salir al bosque a aliviarse. Era una venganza atroz. Si se ensuciaba los pantalones pasaría tal vergüenza que probablemente tendría que cambiarse el nombre y escapar, y eso era mucho peor que un dedo en el trasero. Era algo tan injusto que enloqueció, como un búfalo seco de vientre.
Por último, su furia fue tal que lanzó una amenaza decisiva:
—Si no sales de ahí haré lo que tenga que hacer delante mismo de la puerta y tendrás que pisarlo para poder salir.
Aguardó, pero quienquiera que estuviese en el interior no dijo: si lo haces, tendrás que limpiarme los zapatos con la lengua, y dado que ésa solía ser la respuesta de rigor, Al comprendió por vez primera que la persona que ocupaba el excusado podía no ser una de sus hermanas, después de todo. Sin duda, tampoco era uno de los chicos. Lo cual dejaba sólo dos posibilidades, a cual peor. Al se enfadó tanto consigo mismo que descargó un puñetazo sobre su propia cabeza. Pero eso no le reparó ningún alivio. Papá probablemente le daría una zurra, pero Mamá sería aún más dura. Podía encasquetarle uno de sus sermones terribles, lo cual ya era malo de por sí, pero si estaba realmente disgustada lo miraría con esos ojos que sabía poner y le diría con voz muy suave:
—Alvin Júnior, tenía la esperanza de que al menos uno de mis hijos varones fuese un caballero de nacimiento, pero ahora veo que mi vida ha sido en vano. —Y eso bastaba para que se sintiera todo lo mal que podía llegar a sentirse alguien que aún conservaba la vida.
De modo que casi sintió alivio cuando la puerta se abrió y apareció Papá, todavía abotonándose los pantalones y no con cara de felicidad, precisamente.
—¿Puedo trasponer esta puerta sin peligro? —preguntó fríamente.
—Sss—repuso Alvin Júnior.
—¿Qué?
—Sí, señor.
—¿Estás seguro? Por aquí andan bestias salvajes que creen que está bien dejar sus desperdicios en el suelo, delante de la puerta de los retretes. Y te digo que si existe un animal semejante, le tenderé una trampa y lo atraparé por la cola una de estas noches. Y cuando lo encuentre por la mañana, le coseré el agujero por donde sale su inmundicia y lo soltaré para que se hinche hasta reventar y muera en el bosque.
—Lo siento, Papá.
Papá sacudió la cabeza y comenzó a andar hacia la casa.
—No sé qué ocurre con tu vientre, niño. Hace un minuto no necesitabas ir, y al minuto siguiente estás que te mueres…
—Bueno, si construyeras otro retrete no tendría ningún problema —masculló. Pero Papá no lo oyó, porque Alvin lo dijo cuando ya había cerrado la puerta del retrete y Papá estaba dentro de la casa. Y, además, tampoco lo había dicho en voz alta.
Alvin se entretuvo mucho rato lavándose las manos en la bomba de agua, pues temía lo que pudiera estar aguardándole en la casa. Pero entonces, afuera, en la oscuridad, comenzó a temer por otra razón. Todos decían que los hombres blancos no eran capaces de distinguir a un piel roja cuando caminaba por el bosque, y sus hermanos mayores se divertían de lo lindo diciendo a Alvin que cuando estuviera afuera, solo, especialmente de noche, habría pieles rojas en el bosque, observándolo, jugueteando con sus hachas de pedernal y ardiendo en deseos de arrancarle el cuero cabelludo. Bajo la luz del día, Alvin no les creía, pero de noche, con las manos frías por el agua, sentía que un escalofrío lo atravesaba y hasta creyó ver el punto desde el cual lo espiaba. Justo sobre su hombro, cerca del chiquero, y se movía tan suavemente que ni aun los cerdos gruñían. Ni aun los perros ladraban. Y encontrarían el cuerpo de Al, todo ensangrentado y sin cabello, y entonces sería demasiado tarde. Por muy malas que fuesen sus hermanas —y eso que eran malas— Al consideró que eran preferibles antes que morir de un hachazo en la cabeza a manos de un piel roja. Salió disparado hacia la casa y ni siquiera se volvió para ver si el indio realmente estaba allí.
Apenas hubo cerrado la puerta, olvidó sus temores sobre pieles rojas invisibles y silenciosos. En la casa todo estaba en calma, lo cual para empezar ya daba que pensar. Las niñas jamás guardaban silencio antes de que Papá les gritara tres veces cada noche. De modo que Alvin subió muy, pero que muy despacio, miró antes de pisar cada escalón y volvió la cabeza tantas veces que casi se le torció el cuello. Cuando finalmente estuvo en su habitación, con la puerta cerrada, temblaba tanto que casi deseó que hicieran de una vez lo que hubiesen tramado y acabar con el asunto.
Pero no lo hacían, no señor. Recorrió toda la habitación bajo la luz de la vela, revisó debajo de su cama, escudriñó cada rincón, pero nada. Calvin dormía con el pulgar en la boca, lo cual indicaba que si habían revuelto su habitación, de eso ya hacía largo rato. Comenzó a preguntarse si por azar las niñas habrían decidido por una vez dejarlo en paz o reservar sus sucios ardides para los mellizos. Para él sería una nueva vida si las niñas decidieran ser amables con él. Sería como si un ángel descendiera y lo rescatara de los infiernos.
Se quitó las ropas lo más rápido que pudo, las dobló y las dejó sobre el banco, al lado de su cama, para que por la mañana no estuvieran llenas de cucarachas. Había hecho una especie de pacto con las cucarachas: podían meterse donde quisieran mientras fuera en el suelo, pero no treparían al lecho de Calvin, ni al de Alvin, ni a su banco. Como retribución, Alvin jamás las pisoteaba. Y como resultado,.a habitación de Alvin venía a ser el reducto de todas las cucarachas de la casa, pero ya que respetaban el pacto, él y Calvin eran los únicos que jamás despertaban gritando por culpa de cucarachas que hubieran trepado a sus camas.
Tomó su camisón de la percha y se lo puso por la cabeza.
Algo le picó debajo del brazo. El dolor le hizo gritar.
Algo le picó sobre el hombro. Sea lo que fuere, estaba dentro de su camisón, y mientras se lo quitaba a manotazos siguió aguijoneándole por todas partes. Finalmente cesó, y el niño quedó de pie, completamente desnudo, frotándose y palmeándose para quitarse del cuerpo los insectos o lo que fuere.
Luego extendió la mano y tomó el camisón con cuidado. No vio que nada se escabullera de su interior. Lo sacudió una y otra vez, pero ni un solo bicho cayó de él. En cambio, si cayó otra cosa. Titiló un segundo bajo la luz de la vela y al dar contra el suelo hizo un ruidito metálico.
Sólo entonces escuchó Alvin Júnior las risas contenidas del otro lado de la pared. Ay, se la hicieron, claro que se la hicieron. Se sentó sobre el borde de la cama, retirando alfileres de su camisón y clavándolos en la esquina inferior del colchón. Jamás pensó que pudieran estar tan enojadas como para arriesgarse a perder uno solo de los valiosos alfileres de Mamá con tal de vengarse de él. Pero ya lo sabía para otra vez. Las niñas jamás tenían en cuenta el deber de jugar limpio, como sí hacían los varones. Cuando un chico te arrojaba al suelo durante una pelea, o bien saltaba sobre ti o bien esperaba a que te pusieras nuevamente en pie, y en ambos casos ambos quedaban mano a mano. Pero Al había aprendido con sangre que las niñas te patean cuando estás en el suelo y se abalanzan sobre ti cada vez que se les presenta la ocasión. Cuando pelean, las anima el afán de concluir la contienda tan pronto les sea posible. Así no tenía gracia.
Como esa noche. No era un castigo justo. Él sólo le había enterrado un dedo en el trasero, y en cambio ellas lo llenaban de alfileres de pies a cabeza. En un par de lugares hasta lo habían dejado sangrando los alfileres de marras. Y Alvin se imaginaba que Matilda ni siquiera debía tener un morado, aunque bien deseó que lo tuviera.
Alvin no era ruin, no señor. Pero estaba sentado allí, a los pies de su cama, quitando alfileres de su camisón, y no pudo menos que reparar en las cucarachas que iban y venían por entre las hendijas del suelo. No pudo sino imaginarse qué podría pasar si a todas esas cucarachas se les ocurría ir de visita a determinada habitación llena de risitas.
De modo que se puso en cuclillas, dejó la vela en el suelo y comenzó a murmurar a las cucarachas, del mismo modo que lo había hecho ese día en que sellaron su pacto de paz. Comenzó a hablarles de suaves sábanas primorosas, y de piel suave y tersa sobre la cual trepar, y sobre todo de la funda de satén de Matilda, la que iba sobre la almohada de plumón. Pero no parecieron dar mucha importancia nada de eso. Hambre. Lo único que tienen es hambre, pensó Alvin. Sólo saben de comida. De comida y de miedo. Conque les habló de comida, de la comida más deliciosa que hubiesen probado jamás. Las cucarachas se congregaron para escuchar, pero ninguna trepó sobre él, lo cual se avenía a los términos del pacto. Toda la comida que deseéis, sobre esa suave piel rosada. Y será algo seguro. No hay nada que temer, nada de qué preocuparos, sólo tenéis que ir hasta allí y encontraréis la comida sobre esa suave piel tersa y rosada.
Y sí. Unas cucarachas comenzaron a deslizarse por debajo de la puerta de Alvin, y luego más y más, y finalmente salieron todas en tropel, como un ejército de caballería. Sus cuerpos lustrosos brillaban bajo la luz de la vela, guiados por su eterna hambre insaciable y sin temor porque Alvin les había dicho que no había de qué asustarse.
A los diez segundos escuchó el primer alboroto en la habitación vecina. Y al cabo de un minuto había tal batahola en toda la casa que cualquiera habría dicho que había un incendio. Las niñas gritaban, los chicos aullaban y, luego, las viejas botas impresionantes de Papá devoraban los escalones y pisoteaban cucarachas. Al estaba feliz como cerdo en el fango.
Finalmente, en el dormitorio contiguo las cosas se fueron aquietando. No tardarían en venir a fijarse en él y en Calvin, así que sopló la vela, se hundió bajo las sábanas y susurró a las cucarachas que se escondieran. Y, en efecto, ya se escuchaban los pasos de Mamá por el corredor de afuera. En el último momento, Alvin recordó que no llevaba puesto su camisón. Sacó una mano fuera para buscarlo a tientas y lo introdujo dentro de las sábanas en el preciso momento en que se abría la puerta. Se concentró en respirar como corresponde a alguien que duerme.
Los escuchó apartar las mantas de Calvin para ver si había cucarachas y temió que hicieran lo mismo en su cama. Sería una vergüenza que lo vieran durmiendo sin nada encima. Pero las niñas sabían que no podía estar dormido tan pronto después de haber sido pinchado por tantos alfileres y naturalmente temían que Alvin le contara todo a Papá y Mamá, y fue así que se apresuraron a apartarlos fuera del dormitorio antes de que tuvieran tiempo más que para acercar una vela al rostro de Alvin. Éste mantuvo el rostro absolutamente inmóvil, sin mover un párpado. La vela se apagó y las puertas se cerraron suavemente.
Pero siguió aguardando y, dicho y hecho, la puerta volvió a abrirse. Escuchó los pies desnudos sobre el suelo. Y luego sintió contra el rostro el aliento de Ana y la oyó susurrar en su oído:
—No sabemos cómo lo hiciste, Alvin Júnior, pero sabemos que fuiste tú quien mandó las cucarachas a nuestra habitación.
Alvin simuló no escuchar. Hasta se atrevió a roncar un poco.
—No me engañas, Alvin Júnior. Más te valdrá no dormir esta noche, porque si te duermes, nunca despertarás. ¿Me has oído?
Fuera, Papá decía:
—¿Dónde se ha metido Ana?
Está aquí, Papá, intentando amenazarme, pensó Alvin. Pero por supuesto, no lo dijo en voz alta. De todas formas, sólo trataba de asustarlo.
—Haremos que parezca un accidente —reveló Ana—. Tú siempre tienes accidentes, de modo que nadie pensará en un asesinato.
Pero Alvin comenzaba a creer en sus palabras.
—Nos llevaremos tu cadáver y lo arrojaremos por el pozo del retrete, y todos creerán que fuiste a hacer tus necesidades y caíste dentro.
Eso daría resultado, calculó Alvin. Ana era perfectamente capaz de tramar algo tan diabólicamente ingenioso: nadie como ella para pellizcar en secreto a los demás y estar a diez pasos de distancia cuando las víctimas gritaban. Por eso siempre llevaba las uñas tan afiladas y largas. Incluso en ese momento, Alvin podía sentir una de esas uñas filosas arañándole la mejilla.
La puerta se abrió de par en par.
—Ana —murmuró Mamá—. Sal de esta habitación en este mismo instante.
La uña dejó de arañar.
—Estaba asegurándome de que el pequeño Alvin estuviera bien. —Sus pies desnudos se alejaron del dormitorio.
Pronto las puertas se cerraron y escuchó que Papá y Mamá descendían por las escaleras.
Supo que lo más lógico sería que estuviera muerto de miedo por las amenazas de Ana, pero no era así. Había ganado la batalla. Imaginó las cucarachas trepando por encima de las niñas y se echó a reír. Epa, no debía hacer eso. Tenía que contenerse y respirar lo más tranquilo posible. Todo su cuerpo se sacudió tratando de sofocar la risa.
Había alguien en la habitación.
No oía nada, y al abrir los ojos tampoco vio a nadie. Pero sabía que alguien estaba allí. No había entrado por la puerta, de modo que tenía que haberse introducido por la ventana. Qué tontería, se dijo Alvin. Aquí no hay un alma. Pero permaneció inmóvil, sin el menor asomo de risa, pues podía sentir que sí había alguien en su habitación. No, es una pesadilla. Sólo eso. Todavía estoy asustado por lo de los pieles rojas que me persiguen, o por las amenazas de Ana, o a saber por qué. Si cierro los ojos, desaparecerá.
La negrura de su interior tornó rosados sus párpados. En la habitación había luz. Luz brillante, como la del día. No había vela ni antorcha en el mundo que pudiera brillar así. Al abrió los ojos y todos sus temores se trocaron en pavor, pues veía ante silo que había temido que fuese realidad.
A los pies de su cama había un hombre de pie. Un hombre que brillaba como si estuviese hecho de luz o de sol. La luz que iluminaba la habitación provenía de su piel, de su pecho, donde su camisa estaba abierta a jirones, de su rostro y de sus manos. Y en una de esas manos, un cuchillo, un afilado cuchillo de acero. Moriré, pensó Al Júnior. Como Ana me prometió, sólo que no había forma de que sus hermanas pudiesen conjurar una aparición tan espantosa como ésa. Este brillante Hombre Refulgente había venido por sus propios medios, de eso no cabía duda, y planeaba matar a Alvin Júnior por sus propios pecados y no porque nadie se lo hubiese encomendado.
Entonces fue como si la luz del hombre atravesara la piel de Alvin y se internara dentro de él, y el temor desapareció. El Hombre Refulgente bien podía tener un cuchillo o haber entrado en la habitación sin siquiera abrir la puerta, pero no pensaba hacer daño a Alvin. Por lo que Alvin se serenó un tanto y decidió incorporarse en su cama hasta casi quedar sentado, con la espalda reclinada contra la pared, para mirar al Hombre Refulgente y ver qué haría con él.
El Hombre Refulgente tomó su brillante hoja de acero y la acercó a la otra palma de su mano. Cortó. Alvin vio que la ardiente sangre escarlata brotaba de la herida del Hombre Refulgente y corría por su brazo hasta llegar al codo, de donde comenzó a gotear hacia el suelo. Pero antes de que cayeran cuatro gotas, en su mente surgió una visión. Vio la habitación de sus hermanas, reconoció el lugar, pero esta vez había algo diferente. Las camas estaban elevadas y sus hermanas eran gigantescas, y lo único que distinguía con claridad eran pies y piernas. Luego entendió que estaba viendo la habitación con los ojos de una criatura diminuta. De una cucaracha. En su visión se arrastraba, devorado por el hambre, sin el menor temor, pues sabía que si trepaba por esos pies y esas piernas habría comida, toda la que pudiese desear. Así, subió, trepó, se arrastró, buscó. Pero no encontró nada que comer, ni una migaja. En cambio, unas manos inmensas se abalanzaron sobre él y lo barrieron de un golpe, y entonces apareció sobre su cuerpo una sombra enorme que le hizo sentir la agonía aplastante, dura, súbita de la muerte.
No una, sino muchas veces, docenas de veces, la esperanza de la comida, la confianza en que nadie le haría daño; y luego el desencanto —nada que comer, nada de nada—, y tras la desilusión, el terror, el dolor y la muerte. Cada vida diminuta albergando esperanzas, traicionada, aplastada, derribada.
Y entonces, en su visión, él vivía y escapaba de las botas pesadas y mortíferas por debajo de las camas, por entre las rendijas de los muros. Huía de la sala de la muerte, pero ya no rumbo a la habitación segura de antaño, pues ya no era segura. De allí provenían las mentiras. Era el sitio del traidor, del mentiroso, del asesino que las había enviado a ese lugar a morir. Desde luego, en su visión no había palabras. No podía haberlas. Qué claridad podía esperarse en el cerebro de una cucaracha… Pero Al tenía palabras y pensamientos, y sabía más que cualquier cucaracha lo que ellas habían aprendido. Él les había prometido algo sobre el mundo, se lo había asegurado, pero era mentira. La muerte era algo temible, sí, mejor huir de esa habitación, pero en la otra sala había algo peor que la muerte. Allí el mundo había perdido toda compostura: era un sitio donde cualquier cosa podía suceder, donde no podía confiarse en nada, donde nada era seguro. Un sitio atroz. El peor de los sitios.
La visión concluyó. Alvin estaba allí sentado, con las manos sobre los ojos, sollozando desesperadamente. Sufrieron, gemía en silencio, sufrieron y fue por mi culpa, yo las traicioné. Y el Hombre Refulgente ha venido a mostrármelo. Hice que las cucarachas confiaran en mí, y luego las engañé y las envié a la muerte. Soy un asesino.
¡No!, ¿cómo un asesino? ¿Quién había oído decir que pudiera asesinarse a una cucaracha? Nadie podía referirse a una criatura así hablando de asesinato.
Pero qué importaba lo que el resto de la gente pudiese pensar. Al lo sabía. El Hombre Refulgente había venido a demostrarle que un asesinato era un asesinato.
El Hombre Refulgente había desaparecido. La luz ya no estaba en la habitación, y cuando Al abrió los ojos, en el cuarto sólo estaba Cally, profundamente dormido. Era demasiado tarde ya para pedir perdón. En la congoja más absoluta, Al cerró los ojos y siguió llorando un rato más.
¿Cuánto tiempo habría pasado? ¿Unos segundos? ¿O acaso habría dormido sin notar el transcurso del tiempo? Pero de todas formas, la luz estaba allí otra vez. Volvió a sentirla dentro de él, no a través de sus ojos, sino horadándole el corazón. La luz le hablaba en susurros, le consolaba. Alvin volvió a abrir los ojos, miró el rostro del Hombre Refulgente y esperó a que dijera algo. Pero como no hablaba, Alvin pensó que era su turno de hacerlo, y pronunció las palabras en un balbuceo tan débil que apenas podía compararse con la intensidad de sus sentimientos.
—Lo siento, jamás volveré a hacerlo. Yo… Las palabras se atoraban en su garganta, lo sabía, y su aflicción era tal que no conseguía escucharse hablar. Pero la luz se hizo más poderosa durante un instante, y sintió que en su mente surgía una pregunta. Una pregunta sin palabras, por así decirlo, pero sabía que el Hombre Refulgente deseaba que dijera de qué se arrepentía. Y lo pensó, pero no sintió que hubiese hecho algo enteramente incorrecto. No debía serla muerte en sí… Si uno no mataba un cerdo de tanto en tanto, seguro que acabaría muerto de hambre. Y cuando una comadreja mataba algún roedor no podía decirse que hubiera asesinado, ¿verdad?
Luego la luz volvió a invadirlo y percibió otra visión. Esta vez no fueron cucarachas. Vio la imagen de un piel roja de rodillas ante una cierva, llamándola para que se acercara a morir, Y la cierva se acercaba, temblorosa y con ojos desorbitados, como hacen los ciervos cuando tienen miedo. Sabía que iba a morir. El piel roja lanzó una flecha que se hundió trémula en la grupa de la cierva. Sus piernas flaquearon. Cayó. Y Alvin supo que en esa visión no había pecado alguno, ya que morir y matar eran parte de la vida. El piel roja estaba haciendo algo correcto, y también la cierva. Ambos actuaban según su ley natural.
Pero, si el mal que había cometido no era la muerte de las cucarachas, ¿cuál era entonces? ¿Era su poder? ¿Su don de hacer que las cosas sucedieran tal como quería, de que se rompieran en el sitio preciso, de comprender cómo debían ser las cosas y ayudarlas a que sucedieran de ese modo? Había descubierto que le resultaba muy útil para hacer y reparar todo lo que es tarea de un niño en una casa de campo donde la vida es dura. Podía unir las dos mitades de un asa partida con tal fuerza que quedaban unidas para siempre sin cola ni tachuelas. O dos pedazos rotos de cuero sin dar una puntada. Cuando él hacía un nudo en una cuerda, jamás se soltaba. Era el mismo don que había empleado con las cucarachas. Les hacía comprender cómo debían ser las cosas, y luego hacían lo que él quería. ¿Acaso este don que tenía constituía un pecado?
El Hombre Refulgente escuchó su pregunta antes de que hallara palabras con qué expresarla. Y nuevamente sintió la oleada de luz y tuvo otra visión. Esta vez se vio oprimiendo sus manos contra la piedra, y la piedra se derretía bajo su contacto, como mantequilla, hasta adquirir la forma exacta que él deseaba, suave e íntegra. Y luego caía de la ladera de la montaña y echaba a rodar. Era una esfera perfecta, una bola perfecta que crecía y crecía hasta ser un mundo, de la forma que sus manos le habían dado, con árboles y hierba sobre su faz y animales que corrían y saltaban, volaban y nadaban y reptaban y se asomaban dentro y fuera de la bola de piedra que él había creado. No, no era un poder atroz sino glorioso, si sabía usarlo.
Bueno, pero si lo que hice de malo no fue el don ni la matanza, ¿en dónde erré entonces?
Esta vez el Hombre Refulgente no le mostró nada. Esta vez Alvin no vio ningún estallido de luz ni imagen alguna. En cambio, surgió la respuesta, no del Hombre Refulgente, sino de su propio ser. En un momento se sentía tan torpe que ni siquiera podía comprender su propia perversidad, y al instante siguiente lo vio todo, más claro imposible.
No fue que las cucarachas murieran, ni que el hubiera hecho que eso sucediera. Pero sí que las hubiese hecho morir por su propio placer. Les dijo que era por su bien, pero no era así. Sólo lo hizo e beneficio propio. Más que lastimar a las cucarachas había lastimado a sus hermanas, y todo para poder tenderse en la cama muerto de risa por haber podido vengarse…
El Hombre Refulgente escuchó los pensamientos que surcaban el corazón de Alvin, sí señor, y Al Júnior vio que de su ojo centelleante saltaba una llamarada que le acertó en el pecho. Lo había adivinado. Era eso.
Entonces Alvin hizo la promesa más solemne de toda su vida, en ese mismo momento. Tenía un don, y lo usaría, pero debería acatar ciertas reglas que estaba dispuesto a seguir aun cuando en ello le fuera la vida.
—Jamás volveré a usarlo para mí mismo —juró Alvin Júnior. Y cuando habló, sus palabras fueron como un fuego en su corazón, de tanto que ardieron.
El Hombre Refulgente desapareció una vez más.
Alvin quedó tendido bajo las sábanas, exhausto de tanto llorar, muerto de alivio. Había hecho algo malo, sin duda. Pero mientras fuera fiel al juramento que acababa de pronunciar, mientras sólo empleara su don para ayudar a los demás y jamás lo usara para ayudarse a sí mismo, sería un buen niño y no tendría de qué avergonzarse. Se sintió ligero como cuando uno sale de una fiebre, y así debía ser, pues había sido curado de la perversidad que un hechizo había sembrado dentro de él. Recordó cómo se había reído al matar por su propio placer y sintió vergüenza, pero fue una vergüenza atenuada, atemperada, pues sabía que nunca más volvería a hacer nada semejante.
Y allí tendido, Alvin volvió a sentir que la luz se apoderaba de la habitación. Pero esta vez no provenía de una sola fuente. Ni tampoco del Hombre Refulgente. Esta vez, al abrir los ojos comprendió que la luz partía de su propio cuerpo. Sus propias manos brillaban, su rostro debía estar brillando, como antes lo había hecho el Hombre Refulgente. Apartó las sábanas y vio que todo su cuerpo destellaba de luz, con tal resplandor que apenas podía tolerar el reflejo en los ojos, aunque en verdad casi no podía tolerar la visión de ninguna otra cosa. ¿Soy yo?, se preguntó.
No. No soy yo. Estoy brillando de este modo porque yo también debo hacer algo. Así como el Hombre Refulgente hizo algo por mí, también yo tengo algo que hacer. ¿Pero para quién debo actuar?
Y allí apareció el Hombre Refulgente, nuevamente a los pies de su cama, pero esta vez ya no brillaba. Al Júnior se dio cuenta de que el hombre le resultaba conocido. Era Lolla-Wossiky, ese indio tuerto y borracho que se había hecho bautizar días atrás y que aún vestía las ropas de hombre blanco que le habían dado cuando se convirtió al Cristianismo. Ahora que la luz brillaba dentro de sí, Alvin lo veía de otro modo. Supo que no era el alcohol lo que envenenaba a ese pobre piel roja, y que no era la pérdida de su ojo lo que lo baldaba. Era algo mucho más oscuro, que crecía dentro de su cabeza como un túmulo enmohecido.
El piel roja dio tres pasos y se puso de rodillas al lado del lecho, con el rostro muy cerca de los ojos de Alvin. ¿Qué quieres de mí? ¿Qué debo hacer?
Por primera vez, el hombre abrió los ojos y habló.
—Haz que todas las cosas sean íntegras y enteras —dijo.
Un segundo después, Al Júnior reparó en que el hombre había hablado en su idioma indio… en shaw-nee, según recordaba por lo que habían dicho los mayores cuando lo bautizaron. Pero Al lo comprendió al derecho y al revés como si lo hubiese dicho en el mismo inglés del Lord Protector. Haz que todas las cosas sean íntegras y enteras.
Pues bien, ése era el don de Al, ¿o no? Reparar cosas, dejar las cosas del modo en que cabía esperar que estuvieran. Pero, vaya problema, apenas comprendía cómo lo hacía y, sin duda alguna, no tenía idea de cómo arreglar algo vivo.
Aunque tal vez no fuese necesario comprender. Quizá sólo tuviera que actuar. Levantó la mano, la extendió con todo cuidado y la posó sobre la mejilla de Lolla-Wossiky, debajo del ojo inútil. No, no estaba bien. Levantó su dedo hasta que tocó el párpado hundido donde debía haber estado el otro ojo de piel roja. Sí, pensó. Integro y entero.
El aire estalló y saltaron chispas de luz. Al contuvo la respiración y apartó su mano.
La luz había desaparecido de la habitación. Sólo alumbraba el reflejo de la luna que entraba por la ventana. No quedaba el menor rastro del resplandor. Era como si despertara de un sueño, del sueño más poderoso que hubiese tenido en toda su vida.
Alvin tardó un minuto en enfocar los ojos hasta poder ver. Qué va, no era ningún sueño. Allí estaba el piel roja, el que antes fuera el Hombre Refulgente. Uno no está soñando cuando a los pies de la cama hay un piel roja de rodillas, llorando por el ojo sano, y con el otro ojo, el que uno tocó…
El párpado seguía caído, hundido. El ojo no se había curado.
—No dio resultado —murmuró Alvin—. Lo siento.
Era algo vergonzoso que el Hombre Refulgente lo hubiera salvado de la perversidad más abominable y él no hubiera podido retribuirle con nada. Pero el piel roja no dijo una sola palabra de reproche. En cambio, extendió sus manazas portentosas y acercó al pequeño tomándolo por los hombros, lo besó en la frente, con fuerza y vigor, como un padre besa a su hijo, como se besa a los hermanos o los amigos de verdad el día antes de morir. Y ese beso y lo que entrañaba… amor, perdón, esperanza… Que nunca me olvide de esto, se dijo Alvin.
Lolla-Wossiky se puso de pie de un salto. Era ligero como un niño. Ya no se tambaleaba como cualquier borracho. Había cambiado, había cambiado, y entonces Alvin pensó que acaso le hubiese curado algo, hubiese arreglado algo más profundo que sus ojos. Tal vez lo hubiese curado de la fiebre del alcohol.
Pero en ese caso, Alvin supo que no había sido él, sino esa luz que brilló fugazmente en su interior. Ese fuego que lo había calentado sin llama.
El indio se acercó a la ventana, salió a la cornisa, se colgó un instante de sus manos y luego desapareció. Alvin ni siquiera oyó que sus pies se posaran sobre la tierra, tan silencioso fue. Como los gatos del granero.
¿Cuánto tiempo habría pasado? ¿Horas y horas? Quizá pronto amaneciera. O tal vez sólo hubieran transcurrido unos segundos desde que Ana susurró en su oído y la familia se marchó a descansar…
Pero qué importaba. Alvin ya no podía dormir. No después de todo lo que había sucedido. ¿Por qué se había acercado a él ese piel roja? ¿Qué significaría esa luz que inundó primero al indio y luego a él? No podía quedarse allí, en la cama, con semejantes preguntas. Se levantó, se cubrió con el camisón lo más rápido que pudo y se escurrió por la puerta entreabierta.
Ahora que estaba en el pasillo escuchó que alguien conversaba abajo. Mamá y Papá seguían despiertos. Al principio quiso bajar corriendo y contarles todo lo que le había pasado. Pero entonces advirtió el tono de sus voces. Irritación, miedo, preocupación. No era el mejor momento para aparecer con un relato increíble. Aunque Alvin supiera que no se trataba de un sueño, que era real, ellos lo tomarían como un sueño. Y ahora que lo pensaba bien, no podía decirles nada. ¿Qué? ¿Que había enviado las cucarachas al dormitorio de sus hermanas? ¿Les contaría lo de los alfileres, lo del dedo en el trasero, lo de las amenazas? Habría tenido que decírselo también, aunque a estas alturas Alvin sentía como si todo aquello hubiese sucedido hacía meses… años… Ahora nada de eso importaba, comparado con el juramento que había pronunciado y con lo que el futuro le depararía de allí en adelante. Pero sí les importaría a Papá y a Mamá.
Caminó de puntillas por el pasillo y bajó las escaleras sin hacer el menor ruido, hasta poder escuchar, hasta poder quedar oculto en un rincón donde no pudieran verlo.
Pero al cabo de unos minutos tampoco le importó quedar fuera de la vista. Siguió bajando, hasta poder mirar el interior de la sala. Papá estaba sentado sobre el suelo, rodeado de madera. Al se sorprendió de que Papá todavía estuviera con eso, después del lío de las cucarachas, después de tanto tiempo. Estaba inclinado, con el rostro enterrado entre las manos. Mamá estaba de rodillas ante él, y entre ambos, los fragmentos más grandes de madera.
—Alvin está con vida —dijo Mamá—. Todo lo demás no importa nada.
Papá levantó la cabeza y la miró.
—Fue agua lo que se filtró dentro del árbol, para congelarse y luego derretirse mucho antes siquiera de que lo taláramos. Y mira que casualidad, fuimos a cortarlo justo de tal forma que no advertimos la falla en la superficie. Pero adentro estaba partido por tres lugares, como si sólo esperara el peso de la viga. Fue obra del agua…
—Del agua… —repitió Mamá con un dejo de desdén en la voz.
—Ya van catorce veces que el agua trata de matarlo.
—Los niños siempre andan metiéndose en líos…
—La vez que resbalaste sobre el suelo mojado cuando lo tenías en brazos… La vez que David volcó el caldero de agua hirviendo. La tercera, cuando se perdió y lo encontramos junto a la orilla del río. El invierno aquel que se rompió el hielo sobre el río Tippy-Canoe…
—¿Crees que es el primer niño que se cae al agua?
—Ese agua envenenada que lo hizo vomitar sangre. El búfalo aquel, todo embarrado, que lo embistió en el valle…
—Todo embarrado… Todo el mundo sabe que los búfalos siempre andan revolcándose como los cerdos. Qué tendrá eso que ver con el agua…
Papá plantó la mano de un golpe sobre el suelo. El estampido resonó por la casa como un disparo. Sorprendió a Mamá, que por supuesto dirigió la mirada hacia la escalera, donde los niños estarían durmiendo. Alvin Júnior se escabulló fuera de la vista y aguardó a que lo enviaran de regreso a la cama. Pero no debía haberlo visto, porque no gritó y nadie vino ras él.
Volvió a acercarse, y todavía seguían hablando de lo mismo, aunque esta vez en voz más baja.
Papá hablaba quedamente, pero los ojos le ardían como brasas.
—Si crees que esto no tiene nada que ver con el, la lunática eres tú.
Mamá estaba petrificada. Alvin Júnior conocía muy bien esa mirada de hielo. Era lo peor que le podía suceder a Mamá. En esos momentos no había cachetes ni sermones. Sólo frialdad y silencio, y cualquier niño que recibiera de ella semejante trato comenzaba a ansiar la muerte y los tormentos del infierno, pues al menos serían un poco más cálidos.
Con Papá no permaneció en silencio, pero su voz fue terriblemente fría.
—El mismo Salvador bebió agua de la fuente del samaritano.
—De todas formas, no recuerdo que Jesús se haya caído dentro de esa fuente —fue el comentario de Papá.
Alvin Júnior recordó haberse metido en el cubo del aljibe, haber caído en la oscuridad, hasta que la cuerda se atoró en el malacate y el cubo se detuvo exactamente sobre el agua, donde sin duda habría muerto ahogado. Le habían dicho que aún no tenía dos años cuando eso sucedió, pero a veces seguía soñando con las piedras alineadas dentro del aljibe, cada vez más oscuras a medida que descendía. En sus sueños, el aljibe tenía kilómetros de profundidad y nunca terminaba de caer, hasta que por fin despertaba.
—Entonces piensa en esto, Alvin Miller, ya que crees conocer las escrituras.
Papá comenzó a protestar que no creía nada de eso.
—El diablo mismo dijo al Señor en el desierto que los ángeles cargarían a Jesús por los aires con tal de que no se lastimara el pie contra una roca.
—No veo que eso tenga que ver con el agua…
—Y, sí, evidentemente si me casé contigo por tus luces, caí como una tonta…
El rostro de Papá enrojeció.
—No me trates como a un simplón, Fe. Sé lo que sé y…
—Tiene un ángel guardián, Alvin Miller. Hay alguien que lo custodia…
—Tú y tus escrituras. Tú y tus ángeles.
—Dime entonces cómo es que tuvo catorce accidentes y ninguno pudo más que arañarle un brazo. ¿Cuántos niños llegan a los seis años sin un solo rasguño?
Entonces el rostro de Papá adquirió una expresión extraña, algo contraída, como si le resultara difícil hasta hablar.
—Sé lo que te digo: hay algo que quiere acabar con él. Lo sé.
—No sabes nada.
Papá habló con mayor lentitud aún, dejando salir las palabras como si cada una le produjese un hondo pesar.
—Lo se.
Le costó tanto hablar que Mamá siguió con sus palabras por encima de las de él.
—Si hay algún demonio conspirando para matarlo, y no es que yo lo diga, habrá un plan celestial más poderoso aún para salvarlo.
Entonces, de pronto, a Papá dejó de importarle hablar. Dejó de decir todas esas cosas difíciles y Alvin Júnior se sintió decepcionado, como cuando alguien dice fui yo antes de que lo acusen. Pero en el mismo momento en que lo pensó supo que su Papá no se rendiría tan fácilmente, a menos que una fuerza terrible le impidiera seguir hablando. Papá era un hombre fuerte. No tenía una pizca de cobarde. Y al ver a Papá tan hundido, el pequeño se asustó. Alvin sabía que Mamá y Papá hablaban de él, sabía que Papá estaba diciendo que alguien quería la muerte de Alvin Júnior y que, en el preciso momento en que Papá se disponía a dar pruebas de ello, esa misma fuerza que le daba la certeza le había impedido hablar y lo había detenido.
Alvin Júnior supo, sin que se dijera una palabra, que eso que detenía la lengua a Papá era el polo opuesto de la luz esplendorosa que lo había traspasado esa noche al igual que al Hombre Refulgente. Había algo que deseaba que Alvin fuera fuerte y bueno. Y había otra cosa que quería verlo muerto. Sea cual fuere esa cosa buena, producía visiones, podía mostrarle su pecado terrible y enseñarle cómo mantenerse apartado del mal para siempre. Pero la cosa mala tenía el poder de cerrar la boca a Papá, de derrotar al hombre más fuerte y bueno que Alvin hubiese conocido jamás. Y eso lo atemorizó.
Papá siguió argumentando, pero su séptimo hijo varón sabía que no estaba empleando las evidencias contundentes.
—No se trata de demonios ni ángeles —adujo Papá—. Son los elementos del universo. ¿No ves que es una ofensa contra la naturaleza? En él hay un poder tal que ni tú ni yo podemos calcularlo. Tal poder que no hay parte de la naturaleza capaz de tolerarlo. Tanto poder que él mismo se protege, aun cuando no se dé cuenta de ello.
—Si hay tanto poder en ser el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón, Alvin Miller, ¿dónde está tu poder entonces? Tú también eres séptimo hijo varón. Supuestamente tendrías que tener lo tuyo, pero yo no veo que descubras manantiales, ni que… —Tú no sabes lo que yo sé hacer. —Sé lo que no sabes hacer. Sé lo que no crees… —Creo en todas las cosas verdaderas. —Lo que yo sé es que todos los demás hombres están allí construyendo la hermosa iglesia comunal. Todos menos tú.
—Ese predicador es un zángano. —¿No has pensado que acaso Dios esté valiéndose de tu preciado séptimo hijo para hacer que despiertes y que surja en ti el arrepentimiento?
—¿Conque ése es el Dios en el que crees? ¿Un dios que intenta asesinar pequeñuelos para que sus papas vayan al sermón?
—El Señor ha salvado a tu hijo, como señal de su naturaleza amorosa y misericordiosa.
—El mismo amor y la misma misericordia que dejaron morir a mi Vigor…
—Pero un día de éstos su paciencia se acabará…
—Y entonces matará a otro de mis hijos.
La mujer le estampó una bofetada en pleno rostro. Alvin Júnior lo vio con sus propios ojos. Y no fue el manotazo descuidado que sacudía a sus hijos cuando molestaban o se iban de la lengua. Fue un sopapo que casi le saca la cabeza y que lo hizo despatarrarse por el suelo.
—Pues esto es lo que te digo, Alvin Miller. —Su voz era tan fría que ardía—. Si esa iglesia se termina y en ella no hay un solo fruto de tu labor, dejarás de ser mi esposo y yo dejaré de ser tu esposa.
Si hubo más palabras, Alvin Júnior no las escuchó. Salió disparado y tembloroso rumbo a su cama, aterrorizado de que alguien pudiera pensar semejante cosa, y mucho más aún, que pudiera decirla en voz alta. Esa noche había pasado demasiados sustos, miedo al dolor, miedo a morir cuando Ana lo amenazó de muerte al oído, y sobre todo miedo cuando el Hombre Refulgente se acercó hasta él y le mostró su pecado. Pero esto era otra cosa. Esto era el fin de todo el universo, el fin de lo único seguro: su Mamá hablaba de dejar de estar con Papá. Quedó tendido sobre la cama, mientras toda clase de pensamientos bailoteaban en su mente con tal velocidad que no pudo asir ninguno de ellos y, finalmente, en medio de semejante confusión, no hubo otra cosa que hacer sino dormir.
Por la mañana pensó que tal vez hubiese sido un sueño. Que debía ser un sueño. Pero en el suelo de su habitación, a los pies de la cama, había nuevas manchas de sangre frescas, allí donde había chorreado la herida del Hombre Refulgente, de modo que no podía tratarse de un sueño. Y tampoco lo era la discusión de sus padres. Papá lo detuvo después del desayuno y le dijo:
—Hoy te quedas aquí conmigo, Al. La expresión del rostro de Mamá le dijo, más claro imposible, que todo lo de la noche anterior seguía en pie.
—Quiero ir a ayudar a la iglesia —dijo Alvin Júnior—. Y no tengo miedo de ninguna viga.
—Hoy te quedarás aquí conmigo. Me ayudarás a construir algo. —Papá engulló saliva y dejó de mirar a Mamá—. Esa iglesia necesitará un altar, y supongo que podremos armar uno bien bonito que vaya dentro apenas terminen el tejado y las paredes. —Papá dirigió a Mamá una sonrisa que le dio escalofríos al pequeño Alvin—. ¿Crees que a ese predicador le agradará?
Eso tomó a Mamá de sorpresa, no cabía duda. Pero ella no era de las que daban por concluida una pelea sólo porque el otro asestaba un buen golpe. Alvin Júnior lo sabía muy bien.
—¿Qué puede hacer el niño? —preguntó—. No es carpintero.
—Tiene buen ojo —aseguró Papá—. Si sabe remendar y repujar cuero podrá hacer algunas cruces sobre el altar. Le darán un bello aspecto.
—Mesura es mejor tallador—intervino Mamá.
—Entonces haré que el niño grabe las cruces a fuego. —Papá posó su mano sobre la cabeza del pequeño Alvin—. Aunque se quede sentado aquí todo el día a leer la Biblia, el niño no irá a esa iglesia hasta que esté puesto el último banco.
La voz de Papá fue tan dura que podía haber esculpido las palabras sobre la roca. Mamá miró a Alvin Júnior y luego a Alvin Sénior. Finalmente, les dio la espalda y comenzó a llenar la cesta con la comida para los que irían a la iglesia.
Alvin Júnior salió. Afuera, Mesura enganchaba los caballos, y Previsión y Moderación cargaban en la carreta unos listones para el tejado de la iglesia.
—¿Piensas poner los pies en la iglesia otra vez? —preguntó Moderación.
—Podríamos arrojarte troncos a la cabeza para que los partas en dos —dijo Previsión. —No voy —repuso Alvin Júnior. Previsión y Moderación cambiaron una mirada que lo decía todo.
—Vaya, qué lástima —dijo Mesura—. Pero cuando Mamá y Papá se tratan con frialdad es como si cayera una tormenta de nieve sobre todo el valle de Wobbish. —Hizo un guiño a Alvin al igual que la noche anterior, cuando se había metido en tantos problemas.
Ese guiño dio ánimos a Alvin para hacer una pregunta que normalmente jamás habría expresado en voz alta. Se acercó a Mesura para que sus palabras no fueran escuchadas por los demás. Mesura comprendió la intención del niño y se agachó al lado de la rueda de la carreta para poder oírlo.
—Mesura… si Mamá cree en Dios y Papá no, ¿cómo sé cuál tiene razón?
—Creo que Papá cree en Dios —dijo Mesura.
—Pero ¿y si no? Eso es lo que me pregunto. ¿Qué debo hacer cuando Mamá dice una cosa y Papá dice otra?
Mesura comenzó a dar una respuesta para salir del paso, pero se detuvo. Alvin vio en su rostro que había resuelto hablar en serio. Algo verdadero, en lugar de algo fácil.
—Al, debo decírtelo: ojalá lo supiera. A veces me imagino que nadie sabe nada.
—Papá dice que uno sabe lo que ve con los ojos. Mamá dice que uno sabe lo que siente con el corazón.
—¿Y tú? ¿Qué dices? —¿Cómo saberlo? Sólo tengo seis años… —Yo tengo veintidós, Alvin. Soy un hombre y sigo sin saberlo. Me figuro que ni Ma ni Pa lo saben tampoco.
—Bueno, pero si no lo saben, ¿por qué se enfadan tanto entonces?
—Ah… eso es lo que significa estar casado. Uno pelea continuamente, pero nunca por lo que uno cree estar peleando.
—¿Y entonces por qué pelean en realidad? Esta vez, Alvin vio exactamente lo opuesto. Mesura pensó en decirle la verdad, pero cambió de idea. Se levantó cuan largo era y acarició el cabello de Alvin. Para el niño, eso era una señal segura de que algún mayor le diría una mentira, como siempre hacen con los pequeños, como si los niños no merecieran escuchar la verdad.
—Pues bien, calculo que pelean para escucharse hablar.
La mayoría de las veces Alvin escuchaba las mentiras de los mayores y no decía nada al respecto. Pero esta vez se trataba de Mesura, y no le agradaba que Mesura en particular le mintiera.
—¿Cuántos años tendré que tener para que me digas la verdad?
Los ojos de Mesura se encendieron de ira durante un instante. A nadie le agrada que le llamen mentiroso. Pero luego sonrió, con mirada penetrante y comprensiva.
—Te la diré cuando tengas edad suficiente para adivinarla por ti mismo —repuso—, pero cuando seas joven todavía, de forma que pueda servirte de algo.
—¿Y eso cuándo será? —exigió Alvin—. Quiero que me digas la verdad ahora, siempre.
Mesura se acuclilló nuevamente.
—No siempre puedo hacerlo, Al, porque a veces podría dolerte. A veces tendría que explicarte cosas que no sé cómo explicar. A veces hay cosas que se saben a fuerza de vivir el tiempo suficiente…
Alvin se enfureció y no se molestó en ocultarlo.
—No te enfades tanto conmigo, hermanito. No puedo decirte ciertas cosas porque yo mismo no las sé, y eso no es mentir. Pero puedes estar seguro de esto. Si puedo decirte algo, lo haré, y si no puedo, te lo diré, y no fingiré delante de ti.
Eso era lo más justo que un mayor le hubiese dicho jamás, e hizo brillar la mirada de Alvin.
—¿Me das tu palabra, Mesura?
—Te doy mi palabra. O cumplo, o muero. Puedes estar seguro de eso.
—No lo olvidaré, tenlo en cuenta. —Alvin recordó el juramento que había hecho al Hombre Refulgente la noche anterior—. Yo también sé cumplir mis promesas.
Mesura se echó a reír y acercó a Alvin para estrecharlo contra sus hombros.
—Eres malo como Mamá —le dijo—. Nunca te das por vencido.
—No puedo ser de otra manera —repuso Alvin—. Si comienzo a creerte, ¿cómo sabré cuándo no hacerlo?
—Nunca dejes de creerme —respondió Mesura.
Entonces Calma apareció montado en su vieja yegua, Mamá salió con la cesta de la comida, y partieron todos los que debían partir. Papá llevó a Alvin al granero y, en menos de lo que canta un gallo, Alvin ya estaba ayudando a perforar tablones, y sus maderas quedaban tan bien unidas como las de Papá. A decir verdad, quedaban mejor que las de su padre, puesto que Al podía emplear en ello su don, ¿o no? Ese altar era de todos, así que podía calzar las tablas con tal firmeza que jamás se separaran, ni en las junturas ni en ninguna parte. Alvin incluso pensó en hacer que las uniones de Papá quedaran firmes como las de él, pero cuando lo intentó, descubrió que Papá también tenía algo de ese don. La madera no se unía para formar una pieza continua, como sabía hacer Alvin, pero quedaba muy firme, sí señor, conque no había necesidad de reparar nada.
Papá no dijo mucho. No hacía falta. Ambos sabían que Al Júnior tenía el don de hacer que las cosas encajaran bien, al igual que su Papá. Hacia la hora del crepúsculo, el altar estaba construido y lustrado. Lo dejaron secar y se marcharon caminando hacia la casa, la mano de Papá firme sobre el hombro de Alvin. Andaban juntos como si ambos fueran parte del mismo cuerpo, tan suave y sereno era su andar, como si la mano de Papá hubiera crecido en el mismo cuello de Alvin. El niño sentía los latidos en los dedos de su padre y sabía que ambos pulsos latían al compás.
Cuando entraron, Mamá estaba preparando el fuego. Se volvió a contemplarlos.
—¿Cómo ha ido? —quiso saber.
—Es la caja más bien hecha que he visto en mi vida—repuso el pequeño.
—Hoy en la iglesia no hubo un solo accidente —comentó ella.
—Aquí también todo anduvo de perilla —dijo Papá.
Alvin Júnior no pudo explicarse por qué las palabras de Mamá parecieron decir no me iré a ninguna parte, y las de Papá, quédate conmigo para siempre. Pero supo que no se equivocaba al sentir así, pues en ese mismo momento Mesura levantó la vista desde donde estaba, tumbado ante el fuego, y lanzó un guiño que sólo Alvin pudo ver.