Alvin Júnior despertó de la pesadilla empapado de sudor. Era tan real que jadeaba como si hubiese intentado escapar. Pero no se trataba de ninguna fuga, lo sabía bien.
Se recostó con los ojos cerrados y durante largo rato temió volver a abrirlos. Sabía que cuando lo hiciera, la pesadilla seguiría allí. Largo tiempo atrás, cuando aún era pequeño, solía gritar cada vez que tenía pesadillas. Pero cuando trataba de explicarlas a Papá y Mamá, siempre le respondían lo mismo:
—Pero hijo, si eso no es nada. ¿Cómo puedes asustarte tanto por nada? —Eso le enseñó a contenerse para no llorar cuando lo acosaban los sueños pavorosos.
Abrió los ojos y la pesadilla se replegó a los rincones de la habitación, donde no estaba obligado a tener que verla de frente. Bien. Quédate ahí y déjame en paz, dijo para sus adentros.
Entonces comprendió que ya era de día y que Mamá había sacado los pantalones de paño negro, la chaqueta y una camisa limpia. Era la ropa para la salida dominical. Casi prefería retornar a la pesadilla antes que despertar para hacer frente a la realidad.
Alvin Júnior odiaba los domingos por la mañana. Odiaba tener que emperifollarse: no podía tirarse al suelo, ni ponerse de rodillas sobre la hierba, ni siquiera inclinarse sin hacer algún desaguisado, tras lo cual venía la filípica de Mamá acerca de que no sabía respetar el día del Señor.
Odiaba tener que andar de puntillas por toda la casa durante la mañana, y todo porque era Sabbath, y en Sabbath no había que hacer ruido ni jugar. Y lo que más aborrecía de todo era tener que sentarse en un banco duro allí delante de todos y que el reverendo Thrower lo mirara a los ojos mientras predicaba sobre las llamas del infierno que aguardaban a los impíos que despreciaban la religión verdadera y depositaban su fe en el vulnerable entendimiento humano. Lo mismo cada domingo…
Pero en realidad no era que Alvin despreciara la religión. Sólo despreciaba al reverendo Thrower. Ahora que la cosecha había terminado, tenía que soportar todas esas horas de clase… Alvin Júnior leía bien y casi siempre obtenía buenas notas en las sumas. Pero eso no bastaba a Thrower. También tenía que enseñarle religión. Los demás niños —los suecos, los holandeses que venían del curso alto del río, los escoceses y los ingleses que venían desde aguas abajo— sólo recibían una zurra cuando se ponían insolentes o cuando hacían mal las cuentas. Pero Thrower descargaba su vara contra Alvin Júnior a la menor ocasión, tal como parecía, y no porque no aprendiera su lección, sino siempre por religión.
Desde luego, había algo que no ayudaba mucho, y era que, en los momentos más inoportunos, la Biblia resultaba algo de lo más cómico para Alvin. Eso es lo que le había dicho Mesura aquella vez que Alvin se escapó de la escuela y se escondió en casa de David hasta que Mesura dio con él a la hora de cenar.
—No te ganarías tantos azotes si no te echaras a reír cuando lee la Biblia.
Pero era divertido. Cuando Jonatan arrojó todas esas flechas al cielo y erró. Cuando Jeroboam no disparó por su ventana las flechas suficientes. Cuando el Faraón inventaba triquiñuelas para impedir que los israelitas partieran. Cuando Sansón fue tan imbécil que le contó su secreto a Dalila, y eso que ella ya lo había traicionado dos veces.
—¿Cómo se puede contener la risa?
—Piensa en las ampollas que te aparecerán en el trasero —dijo Mesura—. Eso debería bastar para borrarte la sonrisa del rostro.
—Pero sólo me acuerdo de eso cuando acabo de reírme…
—En ese caso, probablemente no puedas sentarte en una silla hasta los quince años, porque Mamá nunca dejará que faltes a clase y el reverendo Thrower nunca aflojará las riendas contigo, y no podrás esconderte eternamente en casa de David.
—¿Por qué no?
—Porque esconderse del enemigo es lo mismo que dejarlo vencer.
Mesura no iba a protegerlo. Tuvo que regresar y hacer frente a la paliza de Papá, además, por haberlos asustado a todos con una desaparición tan prolongada. Pero, aun así, Mesura lo había ayudado. Para él era un alivio saber que había alguien más dispuesto a reconocer que Thrower era su enemigo. Todos los demás lo tenían harto con lo maravilloso, educado y cristiano que era Thrower, y con lo amable que era al dejar que los niños abrevaran en su manantial de sabiduría. Tanto lo hartaban que a Alvin le daba ganas de vomitar.
Si bien Alvin ya había aprendido a controlar sus estallidos de risa durante las clases y recibía menos azotes, nada le obligaba a tantos esfuerzos como los domingos, porque tenía que estarse allí sentado, sobre aquel duro banco, escuchando a Thrower, la mitad de las veces a punto de partirse de risa y la otra mitad conteniendo las ganas de ponerse en pie y gritar: «Es la cosa más estúpida que he oído decir a una persona mayor.» Hasta tenía la impresión que Papá no lo zurraría mucho por decirle eso a Thrower, puesto que Papá no tenía al reverendo lo que se dice en un pedestal. Pero Mamá… jamás le perdonaría por blasfemar en la casa del Señor.
Decidió que los domingos por la mañana habían sido creados para que los pecadores tuvieran una muestra del primer día de la eternidad en el infierno.
Probablemente Mamá ni siquiera permitiría que Truecacuentos contara la más mínima historia que no estuviese en la Biblia. Y considerando que Truecacuentos jamás contaba historias de la Biblia, Alvin Júnior aventuró que nada bueno sucedería ese día.
La voz de Mamá tronó por las escaleras.
—Alvin Júnior, estoy tan harta y cansada de que tardes tres horas en vestirte los domingos por la mañana que estoy a punto de llevarte desnudo a la iglesia.
—¡No estoy desnudo! —replicó Alvin a gritos. Pero, dado que todavía llevaba puesto el camisón, probablemente eso fuese peor que estar desnudo. Se quitó la ropa de dormir, la colgó de una percha y comenzó a vestirse a toda prisa.
Tenía gracia. Cualquier otro día sólo debía extender la mano sin pensar y allí aparecía la prenda que necesitaba. Camisa, pantalones, calcetines, zapatos. Siempre a mano, cada vez que los necesitaba. Pero los domingos por la mañana parecía que la ropa se escabullía de entre sus dedos. Buscaba la camisa y aparecían los pantalones. Buscaba un calcetín y venía un zapato, una y otra vez. Era como si las ropas no quisieran estar sobre su cuerpo, igual que él no deseaba que estuvieran.
De modo que cuando Mamá abrió la puerta de golpe, no era totalmente culpa de Alvin si todavía no se había puesto los pantalones.
—¡Te has perdido el desayuno! ¡Todavía estás a medio vestir! Si crees que por tu culpa toda la familia habrá de presentarse tarde a la iglesia, más vale…
—…que vayas pensando otra cosa—dijo Alvin.
No era culpa suya si ella siempre decía lo mismo. Pero se enfureció con él, como si todavía tuviera que hacerse el sorprendido al escucharla decir la misma cantinela por vigésima vez desde el verano. Ay, ya estaba por darle una buena zurra o llamar a Papá para que él lo hiciera, lo cual era peor. Pero entonces Truecacuentos apareció para salvarlo.
—Mi buena Fe —intervino Truecacuentos—. Si usted quisiera seguir adelante con los demás, me sentiría muy feliz de ocuparme de que él fuera a la iglesia.
Apenas habló Truecacuentos, Mamá se dio la vuelta e intentó ocultar lo furiosa que estaba. Y Alvin no perdió la oportunidad de hacer un conjuro para calmarla. Con la mano derecha, para que no lo viese, pues si llegaba a verlo haciendo un conjuro sobre ella le partiría el brazo, y en esa amenaza Alvin creía de verdad. Los conjuros para calmar no actúan tan bien sin tocar a la persona, pero esta vez funcionó por todo el afán que ella ponía en parecer serena delante de Truecacuentos.
—No quiero causarle ninguna molestia —se excusó Mamá.
—No es molestia, mi buena Fe —aseguró Truecacuentos—. Es poco comparado con todas las gentilezas que usted tiene para conmigo.
—¡Poco! —El tono áspero ya casi había desaparecido de su voz—. Mi esposo dice que usté hace el trabajo de dos hombres. Y cuando cuenta sus cuentos a los pequeños, esta casa está más tranquila que… que nunca, si me pongo a pensarlo. —Se volvió hacia Alvin, pero esta vez con ira más fingida que auténtica—. ¿Harás lo que te diga Truecacuentos e irás a la iglesia rápido como el rayo?…
—Sí, Mamá —repuso Alvin Júnior—. Todo lo rápido que pueda.
—Muy bien entonces. Gracias, Truecacuentos. Si puede hacer que este niño le obedezca, es más de lo que nadie ha podido conseguir desde que aprendió a hablar.
—Es un verdadero bribón —afirmó Mary, desde el pasillo.
—Y tú cierra la boca, Mary —ordenó Mamá—, o te meteré el labio en la nariz y lo atascaré allí para mantenerlo bien cerrado.
Alvin suspiró aliviado. Cuando Mamá formulaba amenazas imposibles era que ya no estaba tan enojada. Mary alzó la nariz, ofendida, y desapareció del corredor, pero Alvin ni siquiera pensó en ella. Sonrió a Truecacuentos y el hombre le devolvió la sonrisa.
—Veo que te cuesta vestirse para ir a la iglesia, ¿eh, hijo?
—Preferiría untarme de manteca y caminar entre una horda de osos hambrientos —repuso Alvin Júnior.
—Son más los que sobreviven a las iglesias que a los encuentros con osos…
—No lo creo.
No tardó en vestirse. Pero pudo persuadir a Truecacuentos de que tomaran por el atajo, lo cual significaba caminar por entre el bosque, sobre la colina que asomaba detrás de la casa, en lugar de ir por el camino. Como afuera hacía frío, no había llovido en varios días y no estaba por nevar, no habría barro y probablemente Mamá nunca se enterase. Y nada que Mamá no supiera podía hacerle daño.
—He notado —comentaba Truecacuentos mientras ascendían la ladera cubierta de hojarasca— que tu padre no va a la iglesia con tu madre, Cally y tus hermanas.
—No va a esa iglesia. Dice que el reverendo Thrower lo que tiene de reverendo lo tiene de imbécil. Claro que no lo dice cuando Mamá puede oírle.
—Me lo figuro —respondió Truecacuentos.
Se detuvieron en lo alto de la colina y miraron el valle abierto hacia la iglesia. La propia colina sobre la que se erigía la iglesia impedía que se viera el pueblo de Vigor. La escarcha comenzaba a derretirse sobre la parda hierba del otoño; la iglesia parecía ser lo mas blanco en un mundo de blancura y el sol refulgía sobre ella como si fuese otro astro.
Alvin veía las carretas que llegaban al lugar y los caballos que eran atados a los postes. Si se apresuraban, acaso estarían en sus asientos antes de que el reverendo Thrower comenzara el salmo.
Pero Truecacuentos no descendió por la colina. Se sentó sobre un tocón y comenzó a recitar un poema. Alvin lo escuchó inmóvil, pues por lo general los poemas de Truecacuentos solían ser especialmente bellos.
Fueron mis pasos al Jardín de Amor y vi allí lo que jamás antes viera: en la hierba de mis juegos más tiernos, una capilla vestida de nieblas.
Y en la capilla, las puertas cerradas; sobre ellas escrita una condena. Me volví entonces al Jardín de Amor, al jardín de las dulces flores frescas.
Y vi que estaba sembrado de tumbas y lápidas donde hubo flores frescas, mientras clérigos en procesión sombría cercenaban mis gozos y quimeras.
Vaya, Truecacuentos tenía un don, a ver si no, pues cuando recitaba, el mundo mismo cambiaba ante los ojos de Alvin. Los valles y árboles parecían el grito más estruendoso de la primavera, vivida en su verde dorado y en sus diez mil capullos, y la nívea capilla en la niebla ya no brillaba, no. En su lugar, huesos viejos y polvorientos, blancos como la tiza.
—Cercenando mis gozos y quimeras… —repitió Alvin—. Veo que no haces buenas migas con la religión.
—En cada aliento respiro religión —dijo Truecacuentos—. Anhelo visiones, busco las huellas de la mano de Dios. Pero, en este mundo, antes veo huellas de otra mano. Es un hilo de baba brillante que me quema al tocarlo. Dios nos tiene medio olvidados en estos días, Al, pero al parecer Satán no teme hundirse en la ciénaga con la humanidad.
—Thrower dice que su iglesia es la casa de Dios…
Y Truecacuentos permaneció sentado, sin articular palabra durante largo rato.
Finalmente, Alvin se lo preguntó sin rodeos:
—Dime, ¿alguna vez has visto señas del diablo en esa iglesia?
En los días que Truecacuentos llevaba con ellos, Alvin había notado que el hombre nunca mentía exactamente. Pero cuando no quería dar la respuesta verdadera, recitaba un poema. Esa vez lo hizo.
Oh, Rosa, enferma estás. La invisible larva que vuela en la noche, en la vil ráfaga,
ha hallado tu lecho de dicha escarlata y su amor perverso con tu vida acaba.
Las respuestas enrevesadas impacientaban a Alvin.
—Para escuchar algo que no comprendo me basta con leer a Isaías…
—Ah, niño, que me compares con el más grande de los profetas suena a música celestial en mis oídos.
—No veo de qué sirve ser tan gran profeta si nadie entiende lo que dices…
—O tal vez lo que quiso es que todos fuéramos profetas.
—No me gustan los profetas —aseguró Alvin—. En mi opinión, acaban todos tan muertos como el que más. —Era algo que había oído decir a su padre.
—Todos acaban muriendo—dijo Truecacuentos—. Pero algunos sobreviven en sus palabras.
—Las palabras nunca son lo que deben ser —repuso el niño—. Pero cuando hago una cosa, es la cosa que he hecho. Como cuando hago una cesta: es una cesta. Cuando se rompe, es una cesta rota. Pero cuando digo palabras, pueden mezclarse y confundirse. Thrower puede tomar mis propias palabras y darles la vuelta y hacer que digan lo contrario.
—Piénsalo de otro modo, Alvin. Cuando haces una cesta, no puede ser más que una cesta. Pero cuando dices palabras, pueden ser repetidas una y otra vez y llenar los corazones de los hombres a miles de kilómetros del sitio donde las pronunciaste. Las palabras tal vez magnifiquen, pero las cosas jamás son más que lo que son.
Alvin trató de imaginarlo y, mientras Truecacuentos lo decía, la imagen cobró vida en su mente. Palabras, invisibles como el aire, que salían de la boca de Truecacuentos y se transmitían de persona a persona. Creciendo y creciendo, pero siempre invisibles.
Entonces, de pronto, la visión cambió. Vio que las palabras salían de la boca del predicador como un temblor en el aire, se dispersaban, se introducían en todas las cosas… y entonces, inesperadamente la imagen se convirtió en su pesadilla, en ese sueño atroz que lo acosaba, dormido o despierto, y que le atravesaba el corazón hasta hacerle desear la muerte. El mundo se colmaba de una nada invisible y temblorosa que se introducía en todas partes y descomponía todo lo que existía. Alvin la veía rodar hacia él como una inmensa bola cada vez más grande. Había aprendido de las otras veces que, aunque apretara los puños, la nada se escurriría entre ellos y, aunque cerrara la boca y los ojos, se comprimiría contra su rostro y se filtraría por su nariz y por sus oídos…
Truecacuentos lo sacudió. Con fuerza. Alvin abrió los ojos. El aire trémulo se retiró hacia los confines de su vista. Allí era donde Alvin lo veía casi siempre, al acecho, apenas fuera de su ángulo de visión, alerta como una comadreja, dispuesto a invadir terreno apenas volviera la cabeza.
—¿Qué te ha sucedido, niño? —preguntó Truecacuentos. El temor asomaba en su rostro.
—Nada —respondió Alvin.
—No digas «nada» —repuso Truecacuentos—. De pronto he visto que el miedo se apoderaba de ti, como si estuvieras ante una terrible visión.
—No era una visión —dijo Alvin—. Una vez tuve una visión, y por eso lo sé.
—¿Eh? ¿Y cómo fue esa visión?
—Un Hombre Refulgente —confesó Alvin—. Jamás se lo he contado a nadie, y no pienso empezar ahora.
Truecacuentos no insistió.
—¿Y ahora, qué has visto? Si no era una visión… pues bien, ¿qué era?
—Nada. —Era una respuesta verdadera, pero también sabía que no era ninguna respuesta. Pero no quería decirlo. Cuando lo contaba a otros, siempre recibía burlas por armar tanto escándalo por nada.
Pero Truecacuentos no pensaba dejarle eludir su pregunta.
—He aguardado largo tiempo la hora de tener una visión verdadera. Y tú, Al Júnior, has visto una a plena luz del día, con los ojos bien abiertos. Has visto algo tan terrible que te ha dejado sin aliento, y ahora me dirás qué fue.
—Ya te lo he dicho. ¡Nada! —Y luego, en voz más baja—: Es nada, pero puedo verlo. El aire se pone turbulento por donde pasa…
—Es nada, pero no es invisible…
—Se filtra en todas las cosas. Se introduce en las rendijas más pequeñas y lo deshace todo. Se agita sin parar hasta que no queda más que polvo, y luego hace temblar el polvo, y yo trato de impedirlo, pero cada vez se vuelve más grande y echa a rodar por encima de todas las cosas, hasta que parece llenar el cielo y la tierra por entero. —Alvin no podía controlarse. Estaba temblando de frío, aun cuando estaba abrigado como un oso.
—¿Cuántas veces has visto esto antes?
—Desde que tengo memoria. Se me aparece cada tanto. La mayoría de las veces pienso en otra cosa y se retira.
—¿Adonde?
—Se retira. Se aleja de mi vista. —Alvin se puso de rodillas y finalmente se sentó, exhausto. Se sentó sobre el césped húmedo con sus pantalones de los domingos, pero ni siquiera reparó en ello—. Cuando hablaste de extenderse más y más vino a mi mente otra vez.
—Cuando un sueño vuelve sin cesar es que intenta decirte la verdad —dijo Truecacuentos.
El anciano estaba tan excitado con el asunto que Alvin se preguntó si realmente habría comprendido lo pavoroso que era.
—Esto no es una de tus historias, Truecacuentos.
—Lo será —repuso—en cuanto logre comprenderla.
Truecacuentos se sentó a su lado y pensó en silencio durante una eternidad. Alvin estaba a su lado, retorciendo la hierba entre sus dedos. Pero no tardó en impacientarse.
—Quizá no puedas comprender nada. Tal vez sea una locura propia de mí. Tal vez me hayan hechizado…
—Vale —comenzó Truecacuentos, sin siquiera pensar en lo que Alvin acababa de decir—. He pensado en un significado. Déjame que te lo cuente, a ver si creemos en él.
A Alvin no le gustaba que lo ignoraran.
—O quizá seas tú el hechizado. ¿Alguna vez lo has pensado, Truecacuentos?
Truecacuentos apartó las dudas de Alvin de un manotazo.
—Todo el universo es un sueño de la mente de Dios, y mientras duerme, cree en él y las cosas siguen siendo reales. Lo que tú ves es que Dios comienza a despertar, y su vigilia se filtra por entre el sueño, deshace el universo, hasta que finalmente se sienta, se frota los ojos, y dice: «Caracoles, qué sueño. Ojalá pudiera recordar qué era», y en ese momento todos desaparecemos. —Miró a Alvin con ansiedad—. ¿Qué te parece?
—Si tú crees eso, Truecacuentos, eres tonto de remate, como dice Soldado de Dios.
—Aja, conque eso dice… —De pronto, Truecacuentos tomó la muñeca de Alvin de un zarpazo. Alvin se sorprendió tanto que dejó caer lo que tenía en la mano—. ¡No! Recógelo. Mira lo que estabas haciendo…
—Sólo jugueteaba, por todos los cielos.
Truecacuentos extendió su mano y recogió lo que Alvin había dejado caer. Era una cestilla diminuta, de menos de una pulgada de ancho, hecha de briznas de hierbas.
—Acabas de hacer esto.
—Supongo que sí —concedió Alvin.
—¿Por qué lo has hecho?
—Lo hice, eso es todo.
—¿Ni siquiera pensabas en lo que hacías?
—Bueno, a decir verdad, como canastilla no vale gran cosa. Solía hacérselas a Cally. De niño las llamaba cestas para bichos. Se deshacen con facilidad.
—Tuviste una visión de la nada y luego hiciste algo.
Alvin miró la cestilla.
—Supongo que sí.
—¿Siempre naces esto?
—Alvin pensó en las otras veces que había visto temblar el aire.
—Siempre estoy haciendo cosas —dijo—. No tiene significado. —Pero no te sientes bien nuevamente hasta que haces algo. Cuando se te presenta la visión de la nada, no logras serenarte hasta haber creado algo.
—Bueno, tal vez trabajando me tranquilice…
—Pero no se trata de trabajar, ¿verdad, niño? No creo que te serene cortar leña. Ni recoger huevos, ni bombear agua, ni cortar heno. Nada de eso te devuelve la paz.
Ahora Alvin comenzaba a ver la idea que había desarrollado Truecacuentos. Era cierto, por lo que podía recordar. Solía despertar de sus pesadillas por la noche y no podía dejar de dar vueltas hasta haber tejido algo, o armado una muñeca para las sobrinitas con vainas de maíz o construido algún almiar. Lo mismo cuando la visión lo perseguía de día: no podía hacer bien ningún quehacer hasta crear algo que no existiera antes, aunque no fuera más que una pila de piedras o parte de un muro de adoquines.
—Es cierto, ¿verdad? ¿Lo haces todas las veces?
—Casi siempre.
—Déjame que te diga el nombre de esa nada. Es el Deshacedor.
—Jamás oí hablar de él.
—Ni yo, hasta ahora. Eso es porque le gusta mantenerse oculto. Es el enemigo de todo lo que existe. Lo único que busca es deshacerlo todo en pedazos, y deshacer esos pedazos en pedazos, hasta que no queda nada.
—Si uno rompe algo en partes y rompe las partes en partes, no es la nada lo que obtiene… —razonó Alvin—. Lo que consigue es un montón de pedacitos.
—Calla y escucha la historia —dijo Truecacuentos.
Alvin estaba acostumbrado a oírle decir eso. A Alvin se lo decía con más frecuencia que a ningún otro, sobrinitos incluidos.
—No estoy hablando del bien y el mal —dijo Truecacuentos—. Hasta el mismo diablo no puede permitirse eso de andar deshaciéndolo todo, pues en ese caso él también dejaría de existir, como todo lo demás. Las criaturas más perversas no desean la destrucción de todo, sino sólo explotarlo en provecho propio.
Alvin nunca antes había oído la palabra «explotarlo», pero le pareció horrible.
—Por ello, en la gran guerra entre el Deshacedor y todo lo demás, Dios y el diablo deberían estar en el mismo bando. Pero el diablo no lo sabe, y por ello demasiado a menudo acaba sirviendo al Deshacedor.
—¿Quieres decir que el diablo va a acabar por derrotarse a sí mismo?
—Mi historia no se refiere al diablo —repuso Truecacuentos. Cuando se le ocurría contar una historia, era más tenaz que la lluvia—. En la gran guerra contra el Deshacedor de tu visión, todos los hombres y mujeres del mundo deberían ser aliados. Pero el gran enemigo se mantiene invisible, de modo que nadie advierte estar sirviéndole involuntariamente. Nadie comprende que la guerra es el aliado del Deshacedor, puesto que destruye todo lo que toca. Nadie comprende que el fuego, el crimen, la muerte, la concupiscencia y la codicia destruyen los frágiles lazos que convierten a los seres humanos en naciones, ciudades, familias, amigos y almas.
— Oye, debes de ser un profeta — dijo Alvin —, porque no entiendo nada de lo que dices.
— Profeta… — murmuró Truecacuentos —, pero fueron tus ojos los que lo vieron. Ahora conozco la agonía de Aarón: hablar con verdad, mas nunca ver la visión con los propios ojos.
— Estás exagerando con mis pesadillas. Truecacuentos permaneció en silencio, sentado en el suelo, con los codos sobre las rodillas y el mentón aplastado contra las palmas de las manos. Alvin trató de imaginar a qué se refería el hombre. Sin duda alguna, lo que él veía en sus sueños no era una cosa, eso seguro, por tanto, hablar del Deshacedor como si fuera una persona debía de ser una licencia poética. Pero tal vez fuese verdad y el Deshacedor no fuera una mera imaginación de su mente, sino algo real, y Al fuese el único capaz de verlo. Tal vez el mundo entero estuviera en un terrible peligro y la misión de Alvin fuera combatirlo, mantener a raya a ese ser, forzarlo a replegarse. Cuando el sueño lo acosaba, así era por cierto: Alvin no podía tolerarlo, quería alejarlo. Pero nunca lograba adivinar cómo.
— Supongamos que te creo — concedió Al. Supongamos que existiera ese Deshacedor.
Yo no puedo hacer nada de nada. Una sonrisa asomó lentamente al rostro de Truecacuentos. Se inclinó un poco de lado para liberar su mano, y con ella fue hasta el suelo sin premura y recogió la cestilla de hierba que yacía sobre el suelo.
—¿Esto te parece nada de nada?
—No es más que un puñado de hierba.
—Era un puñado de hierba —dijo Truecacuentos—. Y si tú lo destruyeras volvería a serlo. Pero ahora, en este mismo instante, es algo más que eso.
—Es una cestilla para bichos.
—Es algo hecho por ti.
—Bueno, sí. Es verdad que la hierba no crece con esta forma…
—Y cuando lo hiciste, derrotaste al Deshacedor.
—No por mucho.
—No —negó Truecacuentos—. Por haber hecho una canastilla para bichos. Por haber hecho tan poco lo derrotaste.
Y entonces la mente de Alvin vio con claridad lo que Truecacuentos trataba de decirle. Alvin conocía toda clase de opuestos en el mundo: el bien y el mal, la luz y la oscuridad, los libres y los esclavos, el amor y el odio… Pero por debajo de todos esos opuestos estaban el hacer y el deshacer. Tan profundamente que casi nadie advertía que era el oponente más formidable de todos. Pero él lo sabía, y eso hacía del Deshacedor su enemigo. Por eso el Deshacedor venía tras él en sueños. Después de todo, Alvin tenía sus dones. Tenía el don de poner las cosas en orden, de dar a las cosas la forma que debían tener.
—Creo que mi visión verdadera tenía que ver con eso mismo —comentó Alvin.
—No tienes que hablarme del Hombre Refulgente —lo detuvo Truecacuentos—. Nunca es mi intención fisgonear.
—¿Qué quieres decir? ¿Que fisgoneas por accidente?
Ésa era la clase de observaciones que en casa le valían un buen sopapo, pero Truecacuentos se contentó con echarse a reír.
—Hice algo malo sin saberlo siquiera —dijo Alvin—. Apareció el Hombre Refulgente y se detuvo a los pies de mi cama, y primero me mostró una visión de lo que había hecho, y así supe que había sido algo malo. Te digo que hasta lloré al saber que yo era tan pero tan malo. Pero luego me mostró para qué servía mi don, y ahora veo que es lo mismo de lo que tú hablas. Vi una piedra, la extraje de una montaña y era redonda como una bola, y al mirar de cerca vi que era el mundo entero, con bosques y animales, océanos y peces. Todo eso estaba allí. Y para eso sirve mi don: para intentar poner en orden las cosas.
Los ojos de Truecacuentos centelleaban.
—El Hombre Refulgente te mostró una visión… como la que yo daría la vida por poder ver.
—Todo porque había usado mi don para dañar a los demás por propio placer —explicó Alvin—. Entonces hice una promesa, mi juramento más solemne: que jamás usaría mi don en beneficio propio. Sólo para los demás.
—Una buena promesa —afirmó Truecacuentos—. Ojalá que todos los hombres y mujeres del mundo hicieran un juramento así y lo mantuvieran.
—De todas formas, por eso sé que el… Deshacedor no es una visión. El Hombre Refulgente tampoco era una visión. Sí lo fue lo que él me mostró, pero él, allí de pie… era bien real.
—¿Y el Deshacedor?
—También es real. No sólo lo veo en mi mente. Está allí.
Truecacuentos asintió, sin apartar la mirada del rostro de Alvin.
—Tengo cosas que hacer. Más rápido de lo que él las deshace.
—Nadie puede hacer cosas tan rápido —aseguró Truecacuentos—. Si todos los hombres del mundo convirtieran el planeta en millones de millones de millones de millones de ladrillos y construyeran un muro durante todos los días de su vida, el muro se desmoronaría más rápido de lo que tardarían en construirlo. Partes del muro incluso caerían antes de que llegaran a levantarlas.
—Oye, eso es una estupidez —manifestó Alvin—. Una pared no puede derrumbarse antes de que uno la construya.
—Si tardan el tiempo necesario, los ladrillos se convertirán en polvo cuando los alcen, y sus propias manos se pudrirán y se les caerán a pedazos hasta llegar a los huesos, hasta que carne, ladrillo y hueso se mezclen en un mismo polvo indiscernible. Y entonces el Deshacedor estornudará, y el polvo se dispersará infinitamente de tal forma que nunca más volverá a unirse. El universo será frío, inmóvil, silencioso, oscuro, y por fin el Deshacedor hallará la paz.
Alvin trató de encontrar sentido a las palabras de Truecacuentos. Era como cuando Thrower hablaba de religión en la escuela, de modo que Alvin pensó que estaba haciendo algo peligroso. Pero no podía contenerse, no podía dejar de hacer preguntas, aun cuando eso enloqueciera a la gente que lo rodeaba.
—Si las cosas se deshacen más de prisa que lo que tardan en hacerse, ¿cómo es que todavía queda algo? ¿Cómo es que el Deshacedor no ha ganado? ¿Qué estamos haciendo aquí?
Pero Truecacuentos no era el reverendo Thrower. Las preguntas de Alvin no lo irritaban. Sólo frunció las cejas y sacudió la cabeza.
—No lo sé. Tienes razón. No podemos estar aquí. Nuestra existencia es imposible…
—Bueno, por si aún no te has dado cuenta, estamos aquí —dijo Alvin—. Es un cuento bastante estúpido, yo diría: nos basta con mirarnos para saber que no es cierto…
—Reconozco que tiene sus problemas…
—Pensaba que sólo contabas historias en las que creías.
—Creía en ella cuando la conté.
Truecacuentos se veía tan acongojado que Alvin le puso la mano sobre el hombro, aunque su abrigo era tan grueso y la mano del niño tan pequeña que no supo si Truecacuentos había sentido su contacto.
—Yo también creí en ella. Al menos en parte. Y por un instante.
—Entonces hay verdad en ella. Tal vez no mucha, pero algo es algo. —Truecacuentos se mostró más aliviado.
Pero Alvin no se conformaba con tan poco. —El hecho de que creas en algo no hace que sea así…
Los ojos de Truecacuentos se abrieron desmesuradamente. Ahora sí que la he hecho buena, pensó Alvin. Lo he enfurecido, como enfurezco a Thrower. Como hago con todos los demás. Por eso no se sorprendió cuando Truecacuentos extendió ambos brazos hacia él, tomó su rostro entre las manos y habló con tal fuerza que parecía estar introduciendo las palabras en la misma frente de Alvin.
—Todo lo que puede ser creído es imagen de la verdad.
Y las palabras lo atravesaron y las comprendió, aunque no podría haber dicho con palabras lo que llegó a comprender. Todo lo que puede ser creído es imagen de la verdad. Si me parece cierto, debe haber algo cierto en él, aunque no todo sea verdad. Y si lo analizo, tal vez pueda descubrir qué partes son ciertas y qué partes son falsas, y…
Y Alvin comprendió algo más. Que todas sus disputas con Thrower se reducían a eso: que si algo no tenía sentido para Alvin, no podía creer en ello, por mucho que el otro citara la Biblia con el afán de convencerlo. Ahora Truecacuentos le decía que tenía razón al negarse a creer en algo que carecía de sentido.
—Truecacuentos… ¿eso significa que aquello en lo que no creo no puede ser cierto?
Truecacuentos enarcó las cejas y salió con otro proverbio.
—La verdad jamás puede decirse de tal forma que pueda entenderse y no creerse.
Alvin ya estaba hasta la coronilla de proverbios.
—¡Haz el favor de hablar claro!
—El proverbio es la verdad lisa y llana, niño. Me niego a retorcerlo para que quepa en una mente confundida.
—Bueno, pero si mi mente está confundida es por tu culpa. Tanto charlar, que si ladrillos que se deshacen antes de que la pared se construya…
—¿Acaso no creíste en eso?
—Bueno, puede que sí. Supongo que si me pongo a trenzar toda la hierba de este prado para hacer cestillas, antes de que llegue al otro lado del valle la hierba se habrá marchitado hasta quedar reducida a la nada. Supongo que si me pongo a construir graneros con todos los troncos que hay desde aquí hasta el río Ruidoso, los árboles habrán muerto y caído antes de que llegue al último de ellos. Y no se construye una casa con troncos podridos.
—Iba a decir: «Los hombres no pueden construir cosas duraderas con elementos perecederos.» Ésa es la ley. Pero lo que tú has dicho es el proverbio de la ley: «No se construye una casa con troncos podridos.»
—¿He dicho un proverbio?
—Y cuando regresemos a la casa, lo anotaré en mi libro.
—¿En la parte sellada? —preguntó Alvin. Y entonces recordó que sólo había visto ese libro un día que había fisgoneado por una rendija del suelo, cuando Truecacuentos escribía a la luz de una vela en la habitación de abajo.
Truecacuentos lo miró con severidad. —Espero que nunca intentes hacer un conjuro para abrir ese sello…
Alvin se sintió ofendido. Podía curiosear por una rendija, pero jamás hurgar.
—Sólo saber que no quieres que lea esa parte es mejor que cualquier sello, y si no sabes eso no eres mi amigo. No hurgaría en tus secretos.
—¿Mis secretos? —rió Truecacuentos—. Sello esa parte porque es donde van mis propios escritos y sencillamente no quiero que nadie más escriba en ese lugar del libro.
—¿En la parte de delante escribe otra gente?
—Así es.
—Dime: ¿qué escriben? ¿Puedo escribir yo allí?
—Escriben una frase sobre lo más importante que hayan hecho o visto con sus propios ojos. Esa sola frase es todo lo que necesito para recordar su historia. Y cuando visito otra ciudad, otra casa, puedo abrir el libro, leer la frase y contar el cuento.
Alvin pensó en una posibilidad prodigiosa. Truecacuentos había vivido con Ben Franklin, ¿o no?
—¿Ben Franklin escribió en tu libro?
—De todas las frases, él escribió la primera.
—¿Escribió lo más importante que hizo en su vida?
—En efecto.
—¿Y bien? ¿Qué fue?
Truecacuentos se puso de pie.
—Regresa a casa conmigo, hijo, y te lo mostraré. Y en el camino te contaré la historia para que entiendas lo que escribió.
Alvin se levantó como impulsado por un resorte. Tomó al anciano de la gruesa manga y prácticamente lo arrastró por el sendero que conducía a la casa.
—¡Pues vamos, entonces!
Alvin no sabía si Truecacuentos había decidido no ir a la iglesia, o si había olvidado que eso era lo que en teoría debían hacer. Sea cual fuere la razón, Alvin se mostró encantado con el resultado. Un domingo sin iglesia era un domingo que merecía la pena vivir. Agréguese a eso los relatos de Truecacuentos y la escritura de puño y letra de Ben el Hacedor y, bueno… casi era un día perfecto.
—No hay prisa, niño. No he de morir antes del mediodía, ni tú tampoco, y narrar un cuento lleva su tiempo.
—¿Fue algo que hizo? ¿Lo más importante que hizo?
—En realidad, sí.
—¡Lo sabía! ¿Los lentes bifocales? ¿La estufa?
—La gente solía decirle: Ben, tú sí que eres un Hacedor. Pero él siempre lo negaba. Como negaba ser un brujo. No tengo el don de los poderes ocultos, decía. Sólo tomo fragmentos de cosas y los ordeno de un modo mejor. Antes de que yo hiciera la estufa ya había otras. Había lentes antes que los míos. En realidad, jamás hice nada en mi vida, del modo en que lo haría un verdadero Hacedor. Yo puedo darte un par de lentes bifocales, pero un Hacedor te daría un par de ojos nuevos.
—¿Decía que nunca había hecho nada?
—Un día le pregunté eso mismo. El mismo día que empecé mi libro. Le dije, Ben, ¿qué es lo más importante que has hecho en tu vida? Y comenzó a contarme lo que acabo de decirte: que nunca había lecho nada realmente. Y entonces le contesté, Ben, no puedes creer eso, ni yo tampoco lo creo. Y entonces dijo, Bill, me has cogido. Sí he hecho una cosa, y es lo más importante que he hecho y he visto en toda mi vida.
Truecacuentos se sumió en el silencio. Sólo se oía el murmullo de las hojas bajo sus pies al descendieron la ladera.
—¿Y bien? ¿Qué era?
—¿No prefieres esperar a que lleguemos y leerlo con tus propios ojos?
Alvin se enfureció al punto. Se enfureció más le lo que quería.
—Si hay algo que odio es que la gente sepa algo y no lo diga.
—No tienes que encabritarte así, pequeño. Te lo diré. Escribió: «La única cosa que realmente he hecho en toda mi vida es americanos.»
—Eso no tiene sentido. Los americanos nacen, nadie los hace.
—Verás, Alvin, no es exactamente así. Los que nacen son los niños, en Inglaterra igual que en América. No es el hecho de nacer lo que hace que sean americanos.
Alvin lo pensó unos instantes.
—Es el hecho de nacer en América…
—Sí. Es cierto. Pero cincuenta años atrás, a un niño nacido en Filadelfia nadie lo llamaba americano. Era un niño de Pensilvania. Y los niños nacidos en Nueva Ámsterdam eran holandesitos, y los nacidos en Boston eran yanquis, y los nacidos en Charleston eran jacobinos o caballeros, o algún nombre semejante.
—Siguen siéndolo —puntualizó Alvin.
—Sí, niño, siguen siéndolo. Pero también son algo más. Todos esos nombres, como lo entendió el viejo Ben, nos dividían en virginianos y oranginos, en blancos, negros y pieles rojas, en cuáqueros y papistas, puritanos y presbiterianos, en suecos, holandeses, franceses e ingleses. El viejo Ben vio que un virginiano nunca podría confiar en un hombre de Netticut, y que un hombre blanco jamás confiaría en un piel roja, porque eran diferentes. Y entonces se dijo, si hay tantos nombres que nos separan, ¿por qué no un nombre que nos una? Y pensó en los muchos nombres que ya existían. Colonos, por ejemplo. Pero no quería que nos llamásemos colonos, porque eso nos haría volver siempre los ojos a Europa, y además los pieles rojas no son colonos, ¿o sí? Ni tampoco los negros, que vinieron como esclavos. ¿Ves el problema?
—Quería un nombre que todos pudiéramos compartir por igual—dijo Alvin.
—Así es. Había algo que todos teníamos en común. Vivíamos en el mismo continente. Norteamérica. Entonces pensó que nos podríamos llamar norteamericanos. Pero era demasiado largo. Y pensó en… —Americanos.
—He aquí un nombre que pertenece al pescador que vive sobre la costa escarpada de West An-glia tanto como al barón que ejerce la esclavitud al sur de Dryden. Pertenece tanto al jefe Mohawk de Irrakwa como al comerciante de Nueva Amsterdam llegado de Holanda. El viejo Ben sabía que cuando pudiéramos comenzar a pensar en nosotros como americanos, nos convertiríamos en una nación. No un mero resto de algún viejo y exhausto país europeo, sino una nueva nación en una nueva tierra. Y comenzó a utilizar la palabra en todo lo que escribía. El Almanaque del Pobre Richard estaba lleno de americanos por aquí y americanos por allá. Y el viejo Ben escribía cartas a todo el mundo diciendo, por ejemplo: «El conflicto sobre la legitimidad de las tierras es un problema que los americanos debemos resolver juntos. Los europeos no pueden comprender qué necesitamos los americanos para sobrevivir. ¿Por qué tendríamos que morir los americanos por guerras europeas? ¿Por qué deberíamos ser juzgados en nuestros tribunales según la jurisprudencia europea?» En cinco años no quedó una sola persona, desde Nueva Inglaterra a Jacobia, que no pensara en sí mismo, al menos en parte, como americano. —Es sólo un nombre. —Pero así es como nos llamamos. Y eso incluye a todo aquel que en este continente esté dispuesto a aceptarlo. El viejo Ben trabajó mucho para cerciorarse de que ese nombre incluyera a toda la gente posible. Sin ejercer ningún cargo público, salvo el de empleado de correos, por sí solo forjó una nación a partir de un nombre. Con el rey gobernando a los caballeros al sur y el Lord Protector gobernando Nueva Inglaterra al norte, no veía para el futuro más que guerra y caos y, en medio de todo, Pensilvania. Quería impedir esa guerra, y para ahuyentarla se valió del nombre de americanos. Hizo que uno de Nueva Inglaterra temiera ofender a otro de Pensilvania, y que los caballeros inclinaran la cabeza para conquistar el apoyo de esta región. El fue quien se movilizó para que el Congreso Americano estableciera políticas de intercambio y leyes uniformes sobre las tierras. Y finalmente —prosiguió Truecacuentos—, antes de invitarme a venir desde Inglaterra, escribió el Pacto Americano e hizo que lo firmaran las siete colonias originales. No fue fácil, sabes. Incluso el número de estados fue el resultado de grandes luchas. Los holandeses veían que casi todos los inmigrantes de América eran ingleses, escoceses e irlandeses, y no querían ser aplastados. De modo que el viejo Ben les permitió que dividieran Nueva Holanda en tres colonias para tener más votos en el Congreso. Y cuando Suskwahenny se dividió de las tierras reclamadas por Nueva Suecia y Pensilvania, se puso fin a otro litigio.
—Eso hace un total de seis estados… —calculó Alvin.
—El viejo Ben se negó a permitir que nadie firmara el Pacto hasta que Irrakwa fuera incluida como séptimo estado, con límites precisos y con un gobierno autónomo en manos de los propios pieles rojas. Había muchos que querían una nación de hombres blancos, pero el viejo Ben no quería ni oír hablar de ello. La única forma de tener paz, dijo, era que todos los americanos se unieran de igual a igual. Por eso su Pacto no permite la esclavitud ni la servidumbre. Por eso su Pacto no permite que ninguna religión predomine sobre otra. Por eso su Pacto no permite que el gobierno clausure un periódico o silencie un discurso. Blancos, negros y pieles rojas; papistas, puritanos y presbiterianos; ricos, pobres, mendigos y ladrones… todos vivimos bajo las mismas leyes. Una nación creada a partir de una sola palabra. —Americanos.
—¿Ahora ves por qué la llamó su obra más importante?
—¿Pero cómo es que el Pacto no fue más importante?
—El Pacto sólo fue un conjunto de palabras. Pero el nombre americanos fue la idea que dio lugar a las palabras.
—Pero todavía no incluye a los yanquis ni a los caballeros. Ni ha detenido la guerra, porque la gente de los Apalaches sigue luchando contra el rey.
—Pero sí incluye a toda esa gente, Alvin. ¿Recuerdas la historia de George Washington en She-nandoah? En esa época era Lord Potomac y dirigía el más grande ejército del rey Roberto contra esa pobre banda de pelagatos que había dejado Ben Arnold. Era evidente que, a la mañana siguiente, los caballeros de Lord Potomac destruirían el fuertecito y sentenciarían la rebelión libertadora de Tom Jefferson. Pero Lord Potomac había luchado al lado de esos hombres de montaña en las guerras contra los franceses. Y Tom Jefferson había sido su amigo en aquellos días lejanos. Su corazón no podía soportar pensar siquiera en la batalla que les depararía la jornada siguiente. ¿Quién era ese rey Roberto para que se derramara tanta sangre en su nombre? Lo único que querían esos rebeldes era ser dueños de su tierra y verse libres de los barones que les enviaba el Rey, y de los tributos extenuantes que les imponía y que los hacía tan esclavos como a cualquier negro de las Colonias de la Corona. Esa noche no pegó ojo.
—Estuvo rezando.
—Bueno, eso es lo que cuenta Thrower —dijo Truecacuentos secamente—. Pero quién sabe. Y cuando a la mañana siguiente se dirigió a sus tropas, no dijo una sola palabra acerca de haber orado. Pero sí habló de la palabra que forjó Ben Franklin. Escribió una carta al Rey, renunciando a su cargo de oficial y rechazando sus títulos y tierras. Y no la firmó Lord Potomac, sino George Washington. Y luego se presentó ante los soldados del Rey, de uniforme azul, y les dijo lo que había hecho y les explicó que eran libres de elegir. Obedecían a sus oficiales y se lanzaban a la carga, o bien marchaban en defensa de la gran Declaración de Libertad de Tom Jefferson. Les dijo: «Sois libres de elegir, pero en lo que a mí respecta…»
Alvin conocía las palabras de memoria, como cada hombre, mujer y niño del continente.
Ahora las palabras significaban mucho más para él las gritó a voz en cuello:«… mi espada americana jamás derramará una gota de sangre americana».
—Y entonces —prosiguió Truecacuentos—, y entonces, una vez que el grueso de su ejército se hubo marchado para unirse a los rebeldes de los Apalaches, llevando consigo armas y pólvora, carretas y guarniciones, ordenó al oficial de más alto rango leal al rey que lo arrestara. «He roto mi juramento al rey —proclamó—. Fue por el bien de una causa superior, pero aun así he roto mi juramento, y pagaré el precio de mi traición.» Y lo pagó, sí señor, con una espada en el cuello. ¿Pero cuántos fuera de la corte del rey creyeron realmente que aquello fue una traición? —Ni uno —dijo Alvin.
—¿Y ha podido el rey librar una sola batalla contra los rebeldes de los Apalaches desde ese día?
—Ni una.
—Ni uno solo de esos soldados de Shenandoah era ciudadano de los Estados Unidos. Ni uno solo de ellos vivía según las leyes del Pacto Americano. Y sin embargo, cuando George Washington habló de espadas americanas y sangre americana, todos comprendieron que esa palabra se refería a ellos. Y ahora dime, Alvin Júnior, ¿se equivocó el viejo Ben al decir que lo más grande que había hecho en toda su vida era una palabra?
Alvin habría respondido, pero justo en ese momento llegaron al porche de la casa, y antes de que llegaran a la puerta, ésta se abrió de par en par y ante sus ojos apareció Mamá. La expresión de su rostro indicó a Alvin que se hallaba en problemas, y sabía por qué.
—¡Pensaba ir a la iglesia, Mamá…!
—Mucha gente muerta piensa ir al cielo —respondió ella—, pero nunca llegan tampoco.
—Ha sido culpa mía, señora Fe —intervino Truecacuentos.
—No, seguro que no, Truecacuentos —afirmó Mamá.
—Nos pusimos a conversar, mi buena Fe, y temo que distraje al niño…
—El niño nació distraído —manifestó Mamá, sin apartar los ojos de Alvin—. Va por el mismo camino de su padre. Si uno no lo embrida, lo pone en la montura y lo arrastra a la iglesia, jamás logra que ponga un pie en ella, y una vez dentro hay que clavarle los pies al suelo para que no esté en la puerta antes de un minuto. Un niño de diez años que odia al Señor, basta para que su madre desee que nunca hubiese nacido.
Las palabras resonaron profundamente en el corazón del pequeño.
—Es terrible desear algo así… —comentó Truecacuentos. Su voz era muy serena.
Finalmente, Mamá levantó la vista y miró el rostro del anciano.
—No lo deseo realmente —dijo por fin.
—Lo siento, Mamá—se disculpó Alvin Júnior.
—Entrad —ordenó Mamá—. Me fui de la iglesia para salir a buscarte, y ya no hay tiempo para regresar antes de que concluya el sermón.
—Estuvimos hablando de muchísimas cosas, Mamá —explicó Alvin—. De mis sueños, de Ben Franklin y de…
—La única historia que deseo escuchar de ti —dijo Mamá— es la letra de los salmos. Ya que no has ido a la iglesia, te sentarás conmigo en la cocina y cantarás salmos mientras preparo la comida.
Y fue así como Alvin no pudo ver la frase del viejo Ben en el libro de Truecacuentos durante varias horas.
Mamá lo tuvo cantando hasta la hora de comer, y después de la comida, Papá, los chicos mayores y Truecacuentos se sentaron a planear la expedición del día siguiente para traer una rueda de molino desde la montaña de granito.
—Lo hago por usté —señaló Papá a Truecacuentos—, conque más vale que también venga.
—Jamás le pedí que trajera una piedra de molino…
—Desde que ha llegado aquí no ha pasado día sin que hiciera algún comentario sobre qué lástima que un molino tan bello sólo se use como cobertizo para el heno, cuando la gente del lugar necesita harina. —Si mal no recuerdo, sólo lo he dicho una vez. —Bueno, será —admitió Papá—. Pero cada vez que lo veo pienso en la rueda del molino.
—Ah, pero eso es porque sigue deseando que la rueda hubiese estado allí cuando me arrojó al suelo. —¡No puede desear eso —intervino Cally—, porque entonces usted estaría muerto!
Truecacuentos se limitó a sonreír, y Papá le devolvió la sonrisa. Y siguieron hablando de esto y de lo otro.
Entonces las cuñadas trajeron a los sobrinos y nietos para la cena del domingo y pidieron a Truecacuentos que les cantara la canción de la risa tantas veces que Alvin se dijo que gritaría si volvía a escuchar una vez más otro estribillo de «Ja, ja, jíii». Sólo después de la cena, una vez que los sobrinos y nietos se hubieron marchado, Truecacuentos apareció con su libro.
—Me preguntaba si alguna vez abriría ese libro —dijo Papá.
—Sólo aguardaba el momento oportuno. —Truecacuentos procedió a explicar cómo era que la gente escribía allí sus hechos más importantes.
—No pretenderá que yo escriba ahí —dijo Papá.
—¡Oh, eso es algo que no permitiría! No aún. Todavía no me ha contado su hecho más importante. —La voz de Truecacuentos se hizo más tenue—. Tal vez todavía no haya hecho su acción más importante…
Entonces Papá se enfadó un poco, o tal vez era un poco de miedo. Sea lo que fuere, se puso de pie y se acercó.
—Muéstreme qué hay en ese libro que los demás creen tan condenadamente importante.
—Mm—dijo Truecacuentos—. ¿Sabe leer?
—Pues sepa usté que recibí una educación yanqui en Massachussets antes de casarme y asentarme como molinero en West Hampshire, mucho antes de llegar aquí. Tal vez no pueda compararse con una educación londinense como la de usté, Truecacuentos, pero no sabrá escribir la palabra que yo no pueda leer, a menos que sea en latín…
Truecacuentos no respondió. Simplemente abrió el libro. Papá leyó la primera oración. «La única cosa que hice realmente en toda mi vida fue americanos.» Papá miró a Truecacuentos.
—¿Quién escribió eso?
—El viejo Ben Franklin.
—Según contaron, el único americano que lizo fue ilegítimo.
—Tal vez Al Júnior se lo explique más tarde —dijo Truecacuentos.
Y mientras conversaban, Alvin se abrió paso entre ellos para poder contemplar la escritura del viejo Ben. No era diferente de la del resto de los hombres. Alvin se sintió algo decepcionado, aunque no supo decir qué había esperado. ¿Acaso letras de oro? Desde luego que no. No había razón por la cual las palabras de un gran hombre debieran, sobre la página, ser distintas de las de un tonto.
Pero no podía librarse de la decepción sufrida al ver que las palabras eran tan simples. Extendió la mano y volvió la página, y volvió muchas páginas, tocándolas con el dedo. Todas eran iguales. Grises sobre papel amarillento.
Del libro saltó un destello de luz que lo cegó por un instante.
—No juegues así con las hojas —le reconvino Papá—. Las romperás.
Alvin dio la vuelta para contemplar a Truecacuentos.
— ¿Qué es esa página con luz? —preguntó—. ¿Qué dice allí?
—¿Con luz?
Entonces Alvin supo que sólo él la había visto.
—Encuentra la página y muéstramela —pidió Truecacuentos.
—La romperá —advirtió Papá.
—Sabrá tener cuidado.
Pero la voz de Papá parecía enfadada.
—Te digo que te apartes de ese libro, Alvin Júnior.
Alvin comenzó a obedecer, pero en ese momento sintió sobre su hombro la mano del Truecacuentos, escuchó su voz serena y sintió que los dedos del anciano se movían para hacer un conjuro de resguardo.
—El niño vio algo en el libro —dijo Truecacuentos—y quiero que vuelva a encontrarlo para mí.
Y, para sorpresa de Alvin, Papá cedió.
—Si no le importa que su libro quede hecho jirones en manos de ese mocoso atolondrado… —murmuró, y luego guardó silencio.
Alvin volvió al libro y fue pasando las páginas una a una. Finalmente se detuvo en una, y de ella brotaba una luz que al principio lo cegó y luego fue atenuándose paulatinamente hasta rodear una única frase, escrita con letras de fuego.
—¿No ve cómo arden? —preguntó Alvin.
—No —dijo Truecacuentos—, pero huelo el humo. Toca las palabras que ves arder…
Alvin tendió la mano y cautelosamente tocó el comienzo de la oración.
La llama, para su asombro, no lo quemó, si bien le resultó cálida. El calor le llegó hasta el hueso. Y mientras el último frío del otoño se alejaba de su cuerpo, se estremeció. Y sonrió, tal era el brillo que sentía en su interior. Pero apenas posó su dedo sobre ella, la llama se extinguió, se enfrió, se acabó.
—¿Qué dice? —preguntó Mamá. Se había acercado hasta plantarse al otro lado de la mesa. No leía demasiado bien, y las palabras quedaban patas arriba para ella.
Truecacuentos leyó.
—Nace un Hacedor.
—No ha habido otro Hacedor —dijo Mamá— desde aquel que convirtió el agua en vino.
—Tal vez no —replicó Truecacuentos—, pero es lo que ella escribió…
—¿Quién lo escribió? —exigió Mamá.
—Una niña. Hace unos cinco años.
—¿Y cuál es la historia que acompaña la frase? —quiso saber Alvin.
Truecacuentos sacudió la cabeza.
—Pero usted dijo que nunca permitía escribir a la gente a menos que supiera su historia.
—Lo escribió mientras yo no miraba —dijo Truecacuentos—. Me di cuenta en mi siguiente parada.
—Entonces, ¿cómo sabe que fue ella? —preguntó Alvin.
—Fue ella —repuso Truecacuentos—. Era la única persona en ese lugar que pudo haber abierto el conjuro que por esos días yo mantenía sobre el libro.
—Es decir, que no sabe lo que significa. ¿Puede decirme al menos por qué ardían las letras para mí?
Truecacuentos sacudió la cabeza.
—Era la hija de una posadera, si mal no recuerdo. Hablaba muy poco, y cuando lo hacía, cada una de sus palabras era estrictamente veraz. Jamás mentía, ni siquiera para ser gentil. La consideraban una fierecilla, pero ya lo dice el proverbio: «El malo esquiva a quien siempre habla con sinceridad.» O algo así.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Mamá. Alvin la miró sorprendido. Mamá no había visto arder las letras. ¿Por qué estaba tan ansiosa por saber quién las había escrito?
—Lo siento —dijo Truecacuentos—. No recuerdo su nombre en este momento. Y si lo recordara tampoco lo diría. Ni su nombre ni el sitio donde vive. No quiero que nadie vaya en su búsqueda ni la moleste pidiéndole respuestas que acaso no quiera dar. Pero diré esto. Era una tea, y veía con ojos veraces. De modo que si escribió que había nacido un Hacedor, yo lo creo, y por eso dejé que sus palabras quedaran en mi libro.
—Algún día me gustaría conocer su historia —dijo Alvin—. Quiero saber por qué las letras brillaban tanto.
Levantó la vista. Mamá y Truecacuentos se miraban fijamente.
Y entonces, en los confines de su propia visión, allí donde casi no podía ver, percibió al Deshacedor, tembloroso, invisible, aguardando la ocasión de desmigajar el mundo.
Sin darse cuenta, Alvin sacó de los pantalones los faldones de su camisa y anudó ambos extremos. El Deshacedor vaciló, y luego se retiró para desaparecer de su vista.