El herrero escuchó a Truecacuentos hasta que terminó de leer la carta.
—¿Recuerda usted a la familia?
—Sí —dijo Pacífico Smith—. El cementerio casi se diría que comenzó con su hijo mayor. Con mis propias manos retiré de las aguas su cadáver.
—Pues bien… ¿lo tomará como aprendiz?
Un joven, acaso de unos dieciséis años, entró en la forja llevando un cubo de nieve. Miró al visitante, bajó la cabeza y caminó hacia el barril que había cerca de la solera.
—Ya ve que ya tengo un aprendiz —dijo el herrero.
—Parece ya mayorcito… —comentó Truecacuentos.
—Va bien —concedió el herrero—. ¿No es cierto, Bosey? ¿Ya estás listo para instalarte por tu cuenta?
Bosey intentó una sonrisa, se irguió y asintió.
—Sí, señor—respondió.
—No soy un maestro nada fácil… —le previno el hombre.
—Alvin es un joven de buen corazón. Trabajará duramente para usted.
—¿Pero me obedecerá? Me gusta que me obedezcan.
Truecacuentos volvió a mirar a Bosey. Se afanaba por llenar a paladas el barril de nieve.
—He dicho que es un joven de buen corazón. Le obedecerá si es justo con él…
El herrero enfrentó su mirada.
—Siempre soy honesto. No golpeo a los mozos que me envían. ¿Alguna vez te he puesto la mano encima, Bosey?
—Jamás, señor…
—Ya ve, Truecacuentos, un aprendiz puede obedecer por miedo o por hambre. Pero si soy un buen maestro me obedecerá porque sabe que así ha de aprender.
Truecacuentos le sonrió.
—No hay paga —dijo—. El niño la cobrará por mí. E irá a la escuela…
—Según tengo entendido, un herrero no necesita saber leer y escribir.
—No pasará mucho tiempo antes de que el Hio sea parte de los Estados Unidos —profetizó Truecacuentos—. A mi entender, el niño debe votar, y leer los periódicos. El hombre que no sabe leer sólo sabe lo que los demás le dicen.
Pacífico Smith miró a Truecacuentos con una sonrisa algo velada en el rostro.
—¿Ah, sí? Pues está usted diciéndomelo. ¿No lo sé únicamente porque otros, principalmente usted, me lo están diciendo?
Truecacuentos se echó a reír y asintió. El herrero había dado en el clavo con su aguda observación.
—Me gano la vida contando cuentos —reconoció Truecacuentos—, de modo que sé que puede aprenderse mucho con el sonido de una voz. El niño sabe leer más de lo que se espera a su edad, conque no le hará daño perderse un tiempo de escuela. Pero su madre se ha empeñado en que sepa leer y hacer cuentas como un estudioso. Prométame que no se interpondrá entre el niño y sus estudios, si él lo desea, y lo dejamos así.
—Tiene mi palabra —repuso Pacífico Smith—. Y no hace falta que lo ponga por escrito. Un hombre no necesita saber leer y escribir para cumplir su palabra. Pero el que debe asentar sus promesas por escrito merece ser vigilado día y noche. Lo sé por experiencia. En estos días ya contamos con picapleitos aquí en Hatrack…
—Es la maldición del hombre civilizado —admitió Truecacuentos—. Cuando un hombre no puede conseguir que los demás crean ya en sus mentiras, contrata a un profesional para que mienta en su lugar.
Y rieron juntos de la ocurrencia, sentados sobre dos robustos tocones que había al otro lado de la puerta.
El fuego doraba sus rescoldos en la chimenea de ladrillos que tenían detrás y, en el exterior, el sol brillaba sobre la nieve a medio derretir. Frente a la forja, un cardenal pasó volando por encima del suelo pisoteado y salpicado de hierba y excrementos. Durante un segundo cegó los ojos de Truecacuentos, tal fue su fulgor contra los tonos blancos, grises y castaños del invierno próximo a su fin.
En ese momento de azoramiento ante el vuelo del cardenal, Truecacuentos supo con toda certeza, aunque no pudo decir por qué, que pasaría bastante tiempo antes de que el Deshacedor dejara que el pequeño Alvin llegase a este lugar. Y cuando lo hiciera, sería como un cardenal fuera de temporada, que sorprendería a las gentes del lugar creyendo ser natural como un ave en vuelo y sin saber el prodigio que representaba cada minuto que el pájaro aguantaba en el aire…
Truecacuentos meneó la cabeza y en ese momento la visión desapareció.
—Hecho entonces —dijo—. Les escribiré para que envíen al niño.
—Lo estaré esperando hasta principios de abril. ¡No más tarde!
—A menos que espere que el niño sepa controlar el tiempo, tendrá que ser flexible con las fechas.
El herrero gruñó y lo despidió con un gesto. Con todo, había sido una reunión satisfactoria. Truecacuentos se marchó de buen talante. Había cumplido su tarea. Sería fácil enviar una carta en alguna carreta que se encaminara al oeste. Cada semana pasaban varias caravanas por el pueblo de Hatrack.
Había transcurrido largo tiempo desde que había pasado por ese sitio, pero seguía recordando el camino desde la forja hasta la hostería. Era un camino muy transitado y nada largo. Ahora la hostería se veía mucho más grande que antaño, y algo más allá, sobre el camino, también había otras tiendas. Un zapatero remendón, un talabartero y una tienda de ropa. La clase de servicios que podían ser de utilidad a los viajeros.
Apenas puso un pie en el patio, la puerta se abrió y asomó Peg, la vieja hostelera, con los brazos abiertos para recibirlo.
—¡Ay, Truecacuentos, cuánto hace que no nos veíamos…! ¡Pase usted!
—¡Me alegro de volver a verla, Peg…!
Horace el hostelero lo saludó desde el mostrador de la sala común, donde atendía a varios visitantes sedientos.
—Si hay algo que no necesito aquí es otro abstemio…
—En ese caso, tengo buenas noticias, Horace —repuso Truecacuentos jocosamente—. He abandonado el vicio del té.
—¿Y qué bebe, entonces? ¿Agua?
—Agua, y la sangre de viejos grasientos —dijo Truecacuentos.
Horace hizo un gesto a su mujer.
—Mantén a ese hombre lejos de mí, vieja Peg, ¿me oyes?
La vieja Peg lo ayudó a librarse de tanto abrigo.
—Mírese —indicó echándole un vistazo—. La carne que lleva a cuestas no alcanza para hacer un simple guisado…
—Por las noches, los osos y panteras pasan de largo junto a mí. Buscan presas más jugosas —bromeó Truecacuentos.
—Pase y cuénteme historias mientras preparo algo de comer para la compañía…
Hubo charla y plática, especialmente cuando Abuelito se acercó a ayudar.
Ya estaba algo chocho, pero todavía seguía teniendo mano para la cocina, lo cual era una bendición para todos los que comían allí; la vieja Peg tenía buenas intenciones y trabajaba con tesón, pero algunos tenían el don y otros no. De todas formas, Truecacuentos no había venido a comer, ni a conversar, y al cabo de un rato comprendió que debía ir al grano.
—¿Dónde está vuestra hija?
Para su asombro, la vieja Peg se endureció, y su voz se tornó fría y áspera.
—Ya no es tan pequeña. Ahora tiene ideas propias, y es la primera en decirlo.
Y a usted eso no le agrada mucho, pensó Truecacuentos. Pero lo que tenía que hacer con la hija era más importante que cualquier rencilla familiar.
—¿Sigue siendo…?
—¿Tea? Sí, cumple con su tarea, pero eso no da ninguna alegría a los que vienen por ella. Fría y esquiva, eso es lo que es. Se ha ganado la fama de tener una lengua temible. —Por un instante, el rostro de la vieja Peg se suavizó—. Era una niña tan tierna…
—Jamás he visto que un corazón tierno se endureciera —aventuró Truecacuentos—. Al menos sin que hubiera una buena razón.
—Bueno, no sé cuál fue su razón, pero su alma se ha endurecido como un cubo de agua en una noche de invierno.
Truecacuentos contuvo la lengua para no largar un sermón. No dijo que si uno astilla el hielo se vuelve a congelar de inmediato, pero que si se acerca al calor se funde sin remedio. Para qué meterse en las disputas familiares. Truecacuentos conocía lo suficiente la forma de vida de las gentes para tomar esa reyerta como un acontecimiento natural, como los vientos fríos y los días cortos del otoño, como el trueno tras el relámpago. La mayoría de los padres no servía de mucho a los hijos crecidos.
—Tengo un asunto que tratar con ella —anunció Truecacuentos—. Me arriesgaré a que me saque los ojos.
La encontró en la oficina del doctor Whitley Physicker, trabajando en sus cuentas.
—No sabía que llevabas libros de contabilidad —le dijo.
—No sabía que se llevara muy bien con los médicos —repuso ella—. ¿O ha venido sólo para ver el milagro de una mujer que hace cuentas y multiplicaciones?
Ah, sí, era de lo más rápida con la lengua. Truecacuentos entendió que semejante genio podía incomodar a más de un pueblerino de esos para los cuales una jovencita debía bajar la vista y hablar suavemente, y sólo levantar la mirada de tanto en tanto, bajo los párpados caídos. Pero en Peggy no había nada de esa candorosa feminidad. Miraba a Truecacuentos a la cara, más de frente imposible.
—No he venido a que me curen —dijo Truecacuentos—, ni a que me predigas el futuro. Ni a que me hagan la cuenta.
Y allí lo tuvo. Apenas le respondió sinceramente en lugar de desairarla, le lanzó una sonrisa capaz de conjurar las verrugas de un sapo.
—No recuerdo que tuviera usted mucho que sumar o restar, de todas formas —dijo—. Nada más nada es igual a nada, según creo.
—Te equivocas, Peggy —dijo Truecacuentos—. Poseo el mundo entero, pero la gente no ha sido muy puntual pagando las facturas, últimamente.
La joven volvió a sonreír e hizo a un lado los libros del médico.
—Le llevo las cuentas una vez por mes, y él me trae cosas que leer de Dekane. —Le habló de lo que le gustaba leer, y Truecacuentos comenzó a darse cuenta de que su corazón anhelaba fronteras que se extendían mucho más allá del río Hatrack. También vio otras cosas: que ella, por ser una tea, conocía demasiado bien a los pobladores del lugar, y que en sitios lejanos encontraría personas con almas puras como joyas que jamás defraudarían a una niña capaz de ver de lleno en sus corazones.
Es joven, después de todo, pensó. Dadle tiempo y aprenderá a amar la rectitud cuando la encuentre y a olvidarse del resto.
El médico no tardó en aparecer. Conversaron un rato y sólo por la tarde Truecacuentos pudo quedarse nuevamente a solas con Peggy y preguntarle lo que lo había llevado hasta ella.
—¿Hasta dónde puedes ver, Peggy?
Casi pudo notar que el cansancio se abatía sobre su rostro como una pesada cortina de terciopelo.
—Supongo que no me estará preguntando si necesito gafas…
—Pienso en una niña que una vez escribió en mi libro: «Nace un Hacedor.» Me pregunto si sigue observando a ese Hacedor de vez en cuando, para ver cómo anda su fortuna.
Apartó la mirada de él y miró el alto ventanal que la cortina ocultaba en parte, concediendo un poco de intimidad. El sol estaba por ponerse, y el cielo se veía gris, pero su rostro desbordaba de luz. Truecacuentos lo vio de inmediato. A veces no había que ser una tea para saber bien qué tenía una persona en el corazón.
—Me pregunto si esa tea vio que una viga caía sobre él en una ocasión… —aventuró Truecacuentos.
—Me lo pregunto…
—O una rueda de molino…
—Podría ser.
—Y me pregunto si en cierta forma ella no habrá intervenido para partir esa viga en dos, y para rajar esa piedra de molino de tal forma que un viejo Truecacuentos pudo ver a través de la grieta la luz de una antorcha.
En sus ojos brillaron las lágrimas, pero no como si fuese a llorar. Estaba mirando al sol de frente y eso le humedecía los párpados.
—Un resto de membrana de su nacimiento, hecha polvo, y cualquiera puede utilizar el propio poder del niño para conseguir un par de torpes intervenciones… —dijo con suavidad.
—Pero ahora él conoce algo de su propio don, y ha deshecho lo que tú hiciste por él.
La joven asintió.
—Debe de ser una tarea solitaria la de estar vigilándolo desde tan lejos… —comentó con suavidad Truecacuentos.
Ella meneó la cabeza.
—No para mí. Siempre hay gente a mi alrededor. —Lo miró y sonrió lóbregamente—. Es casi un alivio poder pasar algo de tiempo con el único niño que no desea nada de mí porque ni siquiera sabe que existo.
—Yo lo sé, y sin embargo tampoco quiero nada de ti —dijo Truecacuentos.
Ella sonrió.
—Eres un viejo embustero…
—Muy bien. Sí quiero algo de ti, pero no es algo para mí. He conocido a ese niño y, aunque no puedo ver en su corazón del mismo modo que tú, creo conocerlo. Creo saber lo que podría ser, lo qué podría hacer, y deseo que sepas que si alguna vez necesitas mi ayuda para lo que fuere, sólo tienes que ponerme sobre aviso, decirme qué debo hacer, y yo lo haré, mientras esté en mi poder.
Ella no respondió, ni lo miró.
—Hasta hoy no has necesitado ayuda —prosiguió Truecacuentos—, pero ahora tiene ideas propias, y no siempre podrás hacer por él lo que le conviene. Los peligros no sólo provendrán de cosas que caigan sobre él o que hieran su cuerpo. Estará expuesto a iguales peligros al tomar decisiones por sí mismo. Sólo te digo que si ves esos peligros y necesitas mi ayuda, yo estaré aquí para lo que sea.
—Es un consuelo —dijo Peggy por fin. Hablaba con sinceridad, Truecacuentos lo sabía, pero también sabía que se reservaba algo.
—Y también quiero que sepas que vendrá aquí para principios de abril. Trabajará con el herrero como aprendiz.
—Sé que ha de venir —confirmó la joven—. Pero no será para principios de abril.
—¿Eh?
—Ni siquiera será este año…
El temor por la suerte del niño atravesó el corazón de Truecacuentos.
—Creo que después de todo sí he venido a oírte hablar del futuro. ¿Qué le depara el destino? ¿Qué ha de sucederle?
—Pueden pasar toda clase de cosas —dijo ella—. Sería una necia si dijera cuál. Todo el rato veo que se abren miles de caminos ante él. Pero son pocos los que lo conducen hasta aquí en abril, y muchos los que lo retienen, muerto, con el hacha de un piel roja hundida en la cabeza…
Truecacuentos se inclinó por encima del escritorio del médico y posó su mano sobre la de ella.
—¿Vivirá?
—Mientras me quede aliento en el cuerpo —respondió.
—Y mientras lo haya en el mío —dijo él.
Permanecieron en silencio unos instantes, con las manos unidas, mirándose de frente, hasta que ella estalló en risa y apartó los ojos.
—Por lo general, cuando la gente se ríe suelo entender el chiste —dijo Truecacuentos.
—Pensaba en que somos una pobre alianza, los dos, con todos los enemigos que el niño tendrá que hacer frente.
—Cierto —admitió Truecacuentos—, pero nuestra causa es buena, y por ello toda la naturaleza se pondrá de nuestro lado, ¿no crees?
—Y también Dios —aseguró ella con firmeza.
—Eso no podría decirlo —atajó Truecacuentos—. Los predicadores y sacerdotes parecen tenerlo tan cercado con doctrinas que el pobre Padre Nuestro apenas si encuentra modo de actuar. Ahora que han conseguido interpretar la Biblia en forma segura, lo último que desean es que Él pronuncie otra palabra o que muestre sobre este mundo su mano poderosa.
—Vi su mano poderosa hace algunos años, durante el alumbramiento del séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón —repuso ella—. Llámalo naturaleza, si eso deseas, ya que tienes toda clase de conocimientos propios de filósofos y magos. Yo sólo sé que la vida del niño y la mía están ligadas como si ambos hubiésemos nacido de un mismo vientre.
Truecacuentos no meditó su siguiente pregunta, que partió de sus labios antes de que pudiera pensar en ella.
—¿Eso te alegra?
La joven lo miró con una tristeza espantosa en los ojos.
—No muy a menudo —confesó.
Fue tal el cansancio que dejó entrever que Truecacuentos no pudo contenerse. Se puso de pie, caminó hasta su silla, y se plantó detrás de ella para abrazarla como un padre a su hija, y la estrechó un largo rato. No supo decir si ella se echó a llorar o si logró contener las lágrimas. No dijeron una palabra. Finalmente, la joven se libró de su abrazo y volvió a enfrascarse en los libros. Y él se marchó sin profanar el silencio.
Truecacuentos deambuló hasta la hostería para comer algo. Había cuentos que contar y labores que realizar para ganarse el hospedaje. Pero todas las historias empalidecían al lado de la única que no podía contar, de la única historia cuyo final ignoraba.
Sobre el prado que rodeaba el molino había media docena de carretas, vigiladas por los granjeros que habían recorrido todo el trayecto para conseguir harina de buena calidad. Sus esposas ya no tenían que sudar sobre el mortero ni afanarse para conseguir un pan duro y ordinario. El molino rodaba a toda marcha, y todos los campesinos del lugar, en kilómetros a la redonda, traían su grano al pueblo de Iglesia de Vigor.
El agua hacía girar la inmensa rueda a su paso. Dentro del molino, la fuerza de la rueda de madera era transportada por los engranajes que ponían en movimiento la trituradora sobre la cara de la rueda de piedra del molino, surcada por tallas de un cuarto.
El molinero vertía el trigo sobre la piedra. Sobre él rodaba la trituradora, aplastándolo hasta convertirlo en harina. El molinero la aplanaba para una segunda molienda y luego lo cepillaba dentro de una cesta, que sostenía su hijo de diez años. Y el niño vertía la harina en el cernidor y la sacudía dentro de un costal de tela. Lo que quedaba en el cernidor era vaciado en un barril de ensilaje. Y luego regresaba al lado de su padre para cargar la próxima cesta de trigo.
Trabajaban juntos, con idéntico pensamiento. Cada uno sentía: «Esto es lo que deseo hacer toda mi vida. Levantarme por las mañanas, venir al molino y trabajar la jornada entera teniéndole a él a mi lado.» No importaba que fuera un deseo imposible. No importaba que tal vez nunca volvieran a verse, una vez que el niño marchara como aprendiz al sitio que lo viera nacer. Eso sólo hacía más dulce ese instante que no tardaría en ser un recuerdo. Que no tardaría en ser un sueño.