La pequeña Peggy estaba de pie ante la ventana, mirando la tormenta. Podía ver todas esas chispas, especialmente una, tan intensa que era como el mismo sol. Pero alrededor de todas ellas se extendía una negrura. No, no era una negrura. Era una nada, como si fuera una parte del universo que Dios hubiera dejado inconclusa, que se agitaba en torno de esas luces como para separarlas, arrastrarlas, devorarlas.
La pequeña Peggy sabía qué era esa nada. Cuando sus ojos veían los fuegos ardientes y amarillos, también percibían otros tres colores. El naranja oscuro y rico de la tierra. El sutil gris del aire. Y el vacío negro y hondo del agua. Era el agua lo que quería destruirlos.
Jamás había visto el río tan negro, tan poderoso, tan terrible. Y en la noche, qué diminutos eran esos fuegos…
—¿Qué ves, niña? —preguntó Abuelito.
—El río se los va a llevar —dijo la pequeña Peggy.
— Ojalá que no.
La pequeña Peggy se echó a llorar.
— ¡Vamos niña! — la calmó Abuelito —. No siempre es algo bueno ver tantas cosas, tan lejanas, ¿verdad?
La niña sacudió la cabeza.
— Pero tal vez no todo sea tan malo como piensas…
En ese momento, vio que uno de los fuegos se separaba del resto y se revolcaba en la oscuridad.
— ¡Oh! — exclamó, tendiendo la mano como si pudiera coger la luz y devolverla a su sitio. Pero claro que no podía. Su visión era nítida y distante, pero sus brazos no llegaban muy lejos.
— ¿Se han perdido? — quiso saber Abuelito.
— Uno — murmuró Peggy.
— ¿No han llegado aún Pacífico y el resto?
— Ahora sí. La cuerda resistió. Están a salvo. Abuelito no le preguntó cómo lo sabía, ni qué veía. Sólo la palmeó en el hombro.
— Porque tú les avisaste. Recuerda eso, Margaret. Uno se perdió, pero si no los hubieras visto y no hubieras ido por ayuda, podrían haber muerto todos.
La niña sacudió la cabeza.
— Tendría que haberlos visto antes, Abuelito. Pero me quedé dormida.
— ¿Y te culpas por eso?
— Tendría que haber dejado que Mary la Mala me picoteara, y entonces Papá no se habría enfadado conmigo y no habría ido a la casa del manantial y no me habría dormido, y entonces los habría visto a tiempo…
— Ay, Maggie, todos sabemos fabricarnos rosarios de culpas como ése. No tiene sentido.
Pero ella sabía que sí lo tenía. No puede culparse a un ciego por no haberte avisado que había una serpiente ante tus pies, pero sí tiene culpa alguien que lo ve y no te dice una palabra. Sabía cuál era su deber desde la primera vez que tomó conciencia de que los demás no veían lo mismo que ella. Dios le había dado unos ojos distintos, conque más le valía ver y avisar o el diablo se llevaría su alma. El diablo o el profundo mar negro.
— No tiene sentido — murmuró Abuelito. Pero entonces, como si le hubieran clavado una cornamenta en el trasero, dio un respingo y exclamó —: ¡Pero claro! ¡La casa del manantial! — Se acercó —. Escúchame, pequeña Peggy. No fue culpa tuya, ésa es la verdad. La misma agua que corre por el Hatrack es la que fluye por el arroyo de la casa del manantial. Es la misma agua que los quería muertos, y sabía que tú podías advertirlo e ir en busca de ayuda. Por eso te acunó y te arrulló hasta hacerte dormir.
Y a ella le pareció que aquello tenía sentido. Vaya si lo tenía.
— Pero, ¿cómo puede ser, Abuelito?
— Bueno, es propio de la naturaleza. Todo el universo se compone de cuatro elementos, pequeña Peggy, y cada uno quiere salirse con la suya — Peggy pensó en los cuatro colores que veía cuando ardían los fuegos interiores y supo cuáles eran antes de que Abuelito tuviera que nombrarlos —. El fuego hace que las cosas sean calientes y brillantes, y las consume. El aire hace que las cosas sean frescas y se introduce en todas partes. La tierra hace que las cosas sean sólidas y resistentes, para que duren. Pero el agua… el agua demuele las cosas, cae del cielo y arrastra consigo todo lo que puede, lo arrastra hasta el mar. Si el agua se saliera con la suya, todo el mundo sería suave, como un inmenso océano donde nada escaparía del alcance del agua. Todo muerto y suave. Por eso te dormiste. El agua quiere destruir a esos desconocidos, quienesquiera que sean. Arrastrarlos y matarlos. Es un milagro que llegaras a despertar…
—Me despertó el martillo del herrero —dijo la pequeña Peggy.
—Entonces es eso, ¿no lo ves? El herrero trabajaba con hierro, la más dura de las tierras, y con el furioso soplido de sus fuelles, y con un fuego tan caliente que quema la hierba que crece fuera de la chimenea. El agua no pudo tocarlo para que se quedara quieto.
La pequeña Peggy apenas podía creerlo, pero debía ser así. El herrero la había rescatado de su sueño de agua. El herrero la había ayudado. Pero vaya, era para echarse a reír, eso de saber que por una vez el herrero había sido su amigo.
Se escucharon gritos en el portal y puertas que se abrían y cerraban.
—Han llegado gentes —dijo Abuelito. La pequeña Peggy vio las chispas de fuego abajo y encontró la que sentía más miedo y dolor.
—Es la madre —dijo Peggy—. Está a punto de tener un hijo.
—Bueno, pero mirad lo que es la suerte. Perder uno y ya tener otro por nacer, para poner vida donde hubo muerte. —Abuelito se incorporó con dificultad y bajó para ofrecer su ayuda.
Pero la pequeña Peggy no se movió de allí y siguió mirando lo que veía en la distancia. Ese fuego perdido no estaba perdido del todo. Estaba bien segura de ello. Lo veía ardiendo a lo lejos, por mucho que la oscuridad del río tratara de sepultarlo. No había muerto. Sólo lo había arrastrado, y tal vez alguien pudiese ayudarlo. Salió corriendo, pasó junto a Abuelito como una exhalación y se abalanzó escaleras abajo.
Mamá la cogió de un brazo mientras corría hacia la sala principal.
—El niño va a nacer —dijo Mamá—, y te necesitaremos.
—¡Pero Mamá, el que se fue por el río… está vivo!
—Peggy, no tenemos tiempo para…
Dos niños con idéntico rostro se metieron en la conversación.
—¡El que se fue por el río…! —exclamó uno.
—¡Sigue con vida! —gritó el otro.
—¿Cómo lo sabes?
—No puede ser…
Hablaban uno por encima del otro, atropellándose de tal modo que Mamá tuvo que imponer silencio para poder escuchar lo que decían.
—Era Vigor, nuestro hermano mayor. Lo arrastró el río…
—Pues está con vida —dijo la pequeña Peggy—, pero el agua sigue aferrándolo.
Los mellizos miraron a Mamá como buscando confirmación.
—¿Sabe lo que se dice, buena posadera?
Mamá asintió, y los jóvenes partieron rumbo a la puerta, exclamando:
—¡Aún vive! ¡Aún vive!
—¿Estás segura? —preguntó Mamá con rudeza—. Sería una crueldad poner esperanzas en sus corazones de ese modo si no es cierto.
Los ojos centelleantes de Mamá asustaron a Peggy, que no sabía qué responder.
Pero entonces ya había llegado Abuelito.
—Oye, Peg —intervino—. ¿Cómo sabría que a uno se lo llevó el río si no lo hubiera visto de verdad?
—Tienes razón —reconoció Mamá—. Pero esta mujer ha estado reteniendo el niño demasiado tiempo, y me preocupa lo que pueda sucederle al pequeño. Ven, Peggy, y dime qué ves.
Condujo a la pequeña Peggy al dormitorio que había detrás de la cocina, donde dormían Papá y Mamá cuando había visitas. La mujer yacía sobre el lecho, oprimiendo la mano de una niña alta y de ojos profundos y graves. La pequeña Peggy no conocía sus rostros, pero reconoció sus fuegos, especialmente el temor y el dolor de la madre.
—Alguien gritaba… —susurró la mujer.
—Silencio ahora —conminó Mamá.
—… que seguía con vida…
La niña de ojos solemnes alzó la vista y enarcó las cejas, mirando a Mamá.
—¿Es cierto, buena posadera?
—Mi hija es una tea. Por eso la traje a esta habitación. Para que vea al niño.
—¿Ha visto a mi hijo Vigor? ¿Está vivo?
—Pensé que no se lo dirías, Eleanor —dijo Mamá.
La grave niña meneó la cabeza.
—Lo vio desde el carromato. ¿Está con vida?
—Díselo, Margaret—ordenó Mamá.
La pequeña Peggy se volvió y buscó ese fuego interior. Cuando se trataba de ver esas cosas no había pared que pudiera interponerse. Su llama seguía allí, aunque sabía que muy lejos. Esta vez, sin embargo, se inclinó de aquel modo tan peculiar suyo y aguzó la mirada.
—Está en el agua. Enredado en unas raíces.
—¡Vigor! —exclamó la madre desde la cama.
—El río quiere quedarse con él. Muere, muere, le dice.
Mamá tomó a la mujer del brazo.
—Los mellizos han partido para poner a los demás sobre aviso. Saldrá un grupo en su búsqueda.
—¡En la oscuridad…! —susurró la mujer con sorna.
La pequeña Peggy volvió a hablar.
—Está diciendo algo, una oración, creo. Dice… séptimo hijo.
—Séptimo hijo… —murmuró Eleanor.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Mamá.
—Si este niño es varón —explicó Eleanor— y si nace mientras Vigor aún está con vida, será el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón, mientras todos los demás viven.
Mamá contuvo la respiración.
—Con razón el río… —dijo. No tuvo que completar su frase. En cambio, tomó la mano de la pequeña Peggy y la condujo hasta la parturienta—. Mira a este niño, y dime qué ves.
La pequeña Peggy ya había hecho lo mismo otras veces, desde luego. Era el principal uso que hacían de las teas: que miraran al niño por nacer justo antes del alumbramiento. En parte para ver cómo estaba colocado en la matriz, pero también porque a veces la tea sabía decir quién era el niño, qué sería, y podía anunciar eventos del porvenir.
Aun antes de que tocara el vientre de la mujer, pudo ver el fuego interior del niño. Era el que ya había visto. Ardía con tal brillo y calor que era como el sol y la luna, comparado con el de su madre.
—Es un varón—anunció.
—Pues dejadme parir a este hijo —repuso la madre—. Dejadme parirlo mientras Vigor aún tenga aliento…
—¿Cómo está colocado el pequeño? —quiso saber Mamá.
—Bien —repuso la pequeña Peggy.
—¿Primero la cabeza? ¿Boca abajo?
La niña asintió.
—¿Y entonces por qué no sale? —exigió Mamá.
—Ella le estuvo diciendo que no naciera —dijo la pequeña Peggy, mirando a la madre.
—En la carreta… —comenzó la madre—. Ya estaba naciendo, y tuve que hacer un sortilegio.
—¡Pues habérmelo dicho antes! —dijo Mamá con aspereza—. Me pide que la ayude y ni siquiera me avisa que ha hecho un sortilegio. ¡Tú, niña!
Había un grupo de pequeñas de pie, cerca de la pared, con los ojos bien abiertos. No sabían a cuál de ellas se dirigía.
—Cualquiera… necesito esa llave de hierro que cuelga de la anilla, en la pared.
La más alta la tomó torpemente del gancho y se la extendió, con anilla y todo.
Mamá hizo oscilar el inmenso aro y la llave sobre el vientre de la madre, mientras invocaba suavemente:
He aquí el círculo, bien abierto, he aquí la llave que lo abre, sea hierro la tierra, sea justa la llama, deja las aguas y lánzate al aire.
La madre gritó de pronto, rota de dolor. Mamá soltó la llave, apartó las sábanas, levantó las rodillas de la mujer y con toda su rudeza ordenó a Peggy que viera.
La pequeña Peggy posó su mano sobre el vientre de la mujer. La mente del niño estaba vacía, salvo por cierta sensación de presión y frío que se agolpaba mientras emergía al aire. Pero la misma vacuidad de su mente le permitía ver cosas que ya nunca más sería capaz de volver a ver. Ante él se extendían los miles de millones de millones de caminos de su vida, aguardando sus primeras elecciones, ya que los primeros cambios en el mundo circundante eliminarían millones de futuros a cada segundo. Todos tenían ante sí el porvenir, como sombra vacilante que sólo por momentos lograba vislumbrar, y nunca con claridad, a través de los pensamientos del instante actual. Pero en ese caso, y durante unos inapreciables momentos, la pequeña Peggy los vio con toda nitidez.
Y lo que vio fue la muerte al final de cada camino. Ahogado, ahogado… Todos los caminos de su futuro conducían al niño a una muerte por agua.
—¿Por qué lo odias tanto? —gritó la pequeña Peggy.
—¿Qué? —exigió Eleanor. —Silencio —impuso Mamá—. Dejadla que lo vea.
Dentro del niño, que aún no había nacido, el oscuro cúmulo de agua que rodeaba su fuego interior parecía tan terriblemente poderoso que la pequeña Peggy temió que el niño fuera devorado.
—¡Déjalo respirar! —aulló la pequeña Peggy.
Mamá tendió sus manos y, aunque causó un dolor atroz a la madre, aferró al niño por el cuello con sus fuertes dedos y tiró hacia afuera.
En ese momento, mientras el agua oscura se retiraba dentro de la mente del niño y justo antes de que respirara por vez primera, la pequeña Peggy vio que desaparecían diez millones de muertes por agua. Ahora, por fin, se abrían algunos caminos, que conducían a un futuro rutilante. Y todos los senderos que no terminaban en una muerte temprana tenían algo en común. En todos esos caminos, Peggy se vio a sí misma haciendo algo preciso. Y eso fue lo que hizo entonces. Retiró sus manos del vientre ya destensado y pasó por debajo del brazo de su madre. Acababa de asomar la cabeza del niño, y aún estaba cubierta por una membrana sanguinolenta, por un resto del saco de suave piel en el cual había flotado, dentro de la matriz de su madre. Tenía la boca abierta y la membrana se introducía en ella, pero no se rompía y le impedía respirar.
La pequeña Peggy hizo lo que se había visto hacer en el futuro del niño. Extendió la mano, tomó la membrana desde el mentón del pequeño y la apartó del rostro. Salió entera, en una tira húmeda, y en el mismo momento en que salió, la boca del niño quedó libre, tomó una gran bocanada de aire y lanzó al mundo ese maullido que para las madres es la música de la vida.
La pequeña Peggy dobló la membrana. Su mente seguía abrumada por las visiones que había percibido en los senderos de la existencia de ese pequeño. No sabía aún qué significaban esas imágenes, pero en su mente formaban cuadros tan nítidos que supo que jamás podría olvidarlos. Le inspiraban temor: ¡cuánto dependería de ella y de cómo utilizara esa membrana que seguía palpitando en sus manos…!
—Varón —anunció Mamá. —¿Es séptimo hijo? —preguntó la madre en un suspiro.
Mamá estaba atando el cordón. No podía mirar a la pequeña Peggy. —Mira—susurró. La niña buscó el fuego en el río distante.
—Sí—dijo, pues la llama seguía flameando.
Pero mientras miraba, vaciló y desapareció.
—Ahora se ha ido —manifestó la pequeña» Peggy.
La mujer lloró amargamente sobre el lecho. Su cuerpo se agitaba en convulsiones, transido por eldolor del parto.
—No se debe llorar cuando nace un hijo —sentenció Mamá.
—Calla —murmuró Eleanor a su madre—., Alégrate, o habrá siempre una sombra en la vida del niño.
—Vigor… —decía la mujer.
—Es mejor el silencio que las lágrimas —aseguró Mamá. Alzó al niño, que lloraba, y Eleanor, lo tomó con manos experimentadas. Se veía que ya había acunado antes a muchos otros. Mamá fue hasta la mesa que había en un rincón y tomó una, mantilla de lana ennegrecida, del color de la noche. a arrastró lentamente sobre el rostro de la mujer, empapado por el llanto, mientras decía:
—Duerme, madre, duerme…
Cuando retiró la mantilla, ya no había más llantos y la mujer dormía, exhaustas sus fuerzas.
—Sacad al niño de la habitación —ordenó Mamá.
—¿No debería dar la primera mamada? —preguntó Eleanor.
—Jamás dará el pecho a esta criatura —dijo Mamá—, a menos que querráis que se alimente de odio.
—Pero no puede odiarlo —adujo Eleanor—. La culpa no fue de él…
—Pero me figuro que la leche no lo sabe —repuso Mamá—. ¿Qué dices, Peggy? ¿De qué teta debe mamar el niño?
—De la de su madre —dijo la pequeña Peggy.
Mamá la miró con ojos penetrantes.
—¿Estás segura?
La niña asintió.
—Pues bien, entonces. Cuando despierte le traeremos el niño. De todas formas, la primera noche no hace falta que tome nada.
Eleanor llevó al niño a la sala grande, donde el fuego ardía para secar a los hombres, y ellos dejaron de intercambiar relatos de lluvias e inundaciones peores que ésa para contemplar al niño con admiración.
Pero dentro de la habitación, mamá tomó a la pequeña Peggy del mentón y la miró fijamente a los ojos.
—Margaret, me dirás la verdad. Es algo muy grave que un niño amamantado por su madre se alimente de odio.
—No lo odiará, Mamá —repuso la pequeña Peggy.
—¿Qué has visto?
La niña habría respondido, pero no conocía palabras con que decir casi todo lo que veía. Miró al suelo. La respiración jadeante de Mamá la avisaba que se avecinaba uno de sus interrogatorios. Pero Mamá aguardó, y luego su mano acarició suavemente la mejilla de la pequeña.
—Ay, mi pequeña, qué día has tenido… El niño podía haber muerto si no me hubieras dicho que tirase de él. Hasta tendiste tu mano para abrirle la boca. Eso hiciste, ¿a que sí? La pequeña Peggy asintió. —Es suficiente para una niña. Es suficiente para un solo día. —Mamá se volvió hacia las demás niñas, que descansaban apoyadas contra la pared con los vestidos húmedos—. Y vosotras también habéis tenido un día agotador. Salid de aquí. Dejad descansar a vuestra madre e id a secaros junto al fuego. Os haré una buena cena, qué digo…
Pero Abuelito ya estaba en la cocina afanándose con la comida y no quiso saber nada de que Mamá moviera ni un dedo. Pronto estuvo fuera con el pequeño, mientras hacía a un lado a los hombres para poder acunarlo y le ofrecía un dedo para chupar.
Al cabo de un rato, la pequeña Peggy calculó que no la echarían de menos, de modo que trepó por los peldaños que conducían a la escalerilla del ático y subió hasta la diminuta y oscura estancia. Las arañas no la impresionaban mucho, y los gatos por lo general ahuyentaban a los ratones: no tenía miedo. Fue a horcajadas hasta su sitio secreto y tomó la caja de madera tallada que Abuelito le había regalado y que según dijo su propio padre había traído de Ulster al llegar a las colonias. Contenía las preciosas posesiones de la infancia: guijarros, cuerdas, botones… pero ahora sabía que no significaban nada comparadas con la tarea que tendría por delante para el resto de su vida. Vació la caja de todo cuanto poseía y sopló en su interior para limpiar el polvo. Luego depositó allí la membrana plegada y cerró la tapa.
Sabía que en el futuro tendría que abrir esa caja docenas de docenas de veces. Que la llamaría, la despertaría de su sueño, la apartaría de sus amigos y la privaría de sus ilusiones. Y todo porque un niño que dormía abajo no tenía otro futuro que una oscura muerte entre las aguas a menos que ella utilizara esa membrana para mantenerlo a salvo, como ya lo había hecho en una ocasión dentro del vientre de su madre.
Durante un momento la enfureció ver que su vida cambiaba de ese modo. Era peor que cuando vino el herrero. Peor que Papá y la varita de almendro con que la zurraba. Peor que Mamá cuando la cólera asomaba a sus ojos. Todo sería distinto para siempre, y no era justo. Sólo por un niño a quien nadie había invitado, a quien nadie pidió que fuera hasta allí. ¿Qué le importaba a ella ese pequeño?
Extendió la mano y abrió la caja, pensando en tomar la membrana y arrojarla a algún rincón oscuro del ático. Pero aun en la oscuridad pudo ver un lugar donde las sombras eran más densas todavía: alrededor de su propio fuego interior, el vacío del negro río se había dispuesto a hacer de ella una asesina.
No conmigo, dijo al agua. No eres parte de mí. Sí que lo soy, musitó el agua. Estoy en todo tu cuerpo, y sin mí te secarías hasta morir.
Será. Pero, de todas formas, no eres mi amo, replicó.
Cerró la tapa de la caja y descendió por las escaleras, deslizándose sobre el trasero. Papá siempre decía que acabaría clavándose alguna astilla en las posaderas. Esta vez tuvo razón. Le dolía mucho, así que tuvo que ir hasta la cocina caminando de medio lado en busca de Abuelito. Y el bueno de Abuelito interrumpió sus guisos para quitarle las astillas una a una.
—Ya no tengo ojos para esto, Maggie—se quejó.
—Tienes vista de lince. Papá me lo dijo.
Abuelito contuvo la risa.
—Conque ahora dice eso…
—¿Qué hay de cena?
—Ah, Maggie… Esta cena sí te gustará…
La pequeña Peggy frunció la nariz.
—Huele a pollo.
—Así es.
—No me gusta la sopa de pollo.
—No es sólo sopa, Maggie. Es asado, menos el cogote y las alas.
—También odio el pollo asado.
—¿Alguna vez te ha mentido tu Abuelito?
—No.
—Entonces más vale que me creas cuando te digo que esta cena de pollo te hará feliz. ¿No se te ocurre de qué forma te haría feliz una cena a base de cierto pollo en particular?
La pequeña Peggy lo pensó un rato, y luego su rostro se iluminó.
—¿Mary la Mala?
Abuelito guiñó un ojo.
—Siempre dije que esa gallina había nacido para hacer de estofado.
La niña lo abrazó con tal furor que hizo toser a Abuelito por la asfixia. Y luego ambos se echaron a reír y venga a reír.
Esa noche, mucho después de que Peggy estuviera en su cama, trajeron a la casa el cuerpo de Vigor, y Papá y Pacífico le construyeron un cajón. Alvin Miller no parecía estar vivo, ni siquiera cuando Eleanor le mostró a la criatura. Hasta que dijo:
—Esa niña, la tea. Dice que este pequeño es el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón.
Alvin miró a su alrededor buscando alguien que le confirmara la verdad.
—Oh, puede fiarse de ella —aseguró Mamá.
Las lágrimas inundaron los ojos de Alvin.
—El chico resistió —dijo—. Allí, en las aguas, resistió lo suficiente…
—Sabía lo importante que eso era para ti —atinó a decir Eleanor.
Entonces Alvin tomó al niño, lo aferró con todas sus fuerzas, lo miró a los ojos y dijo:
—¿Nadie te ha puesto nombre aún, verdad?
—Claro que no —repuso Eleanor—. Mamá dio nombre a todos los demás varones, pero tú siempre dijiste que el séptimo hijo tendría…
—Mi propio nombre. Alvin. Séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón, con el mismo nombre que su padre. Alvin Júnior. —Miró a su alrededor, y luego volvió su rostro al río, que corría lejano por el bosque nocturno—. ¿Lo has escuchado, río Hatrack? Su nombre es Alvin, y no pudiste matarlo…
No tardaron en traer el cajón y tender en su interior el cuerpo de Vigor, rodeado de velas para evocar el fuego de la vida que lo había abandonado. Alvin sostuvo al niño sobre el ataúd.
—Mira a tu hermano —susurró al pequeño.
—El niño no puede ver nada aún, Papá —dijo David.
—Te equivocas, David —aseguró Alvin—. No sabe lo que ve, pero sus ojos ya saben mirar. Y cuando tenga edad suficiente para escuchar el relato de su nacimiento, le diré que con sus propios ojos vio a su hermano Vigor, el que dio su vida por el bien del pequeño.
Pasaron dos semanas antes de que Fe estuviera en condiciones de viajar. Pero Alvin se encargó de que él y sus hijos trabajaran duramente para retribuir el hospedaje. Desbrozaron una buena franja de tierras, partieron leña para el invierno, cargaron bultos de carbón para Pacífico Smith y ensancharon el camino. También derribaron cuatro grandes árboles y construyeron un sólido puente a través del río Hatrack. Un puente cubierto para que aun en días de tormenta la gente pudiera cruzar ese río sin que una gota de agua cayera sobre ella.
La tumba de Vigor era la tercera que se cavaba en el lugar al lado de las sepulturas de las dos hermanitas de Peggy muertas. La familia ofreció sus respetos y oró la mañana en que se marcharon de allí. Luego, todos subieron a su carreta y partieron en dirección al oeste.
—Pero dejamos parte de nosotros aquí, para siempre —advirtió Fe, y Alvin asintió.
La pequeña Peggy los vio partir y luego corrió hacia el ático, abrió la caja y sostuvo la membrana de Alvin entre sus manos. No corría peligro. Por ahora, al menos. Por ahora estaría a salvo. Guardó la membrana y cerró la puerta. Más vale que llegues a ser alguien, niño Alvin, o habrás causado un sinfín de problemas para nada.