En otra época, recordaba Truecacuentos, podía trepar a un árbol por estos lares y pasear la vista sobre kilómetros y kilómetros de bosque ininterrumpido. En una época, los robles vivían cien años o más y sus troncos, cada vez más gruesos, formaban montañas de madera. En esa época, las hojas crecían tan frondosas sobre la tierra que había sitios desnudos a fuerza de no recibir la luz del sol.
Ahora, ese mundo de eterno crepúsculo se desvanecía. Todavía quedaban tramos de bosque primitivo donde los pieles rojas merodeaban silenciosos como ciervos y donde Truecacuentos se sentía como en la catedral del Dios más y mejor venerado. Pero esos sitios eran ya tan infrecuentes que, en su último año de viaje errante, Truecacuentos no había andado un solo día en que pudiese trepar a un árbol y ver la techumbre imperturbada del bosque. Entre el Hio y el Wobbish, todo el territorio estaba siendo poblado, en forma dispersa pero pareja, e incluso en ese momento, encaramado sobre un sauce en la cresta de un morón, Truecacuentos veía más de treinta chimeneas que arrojaban columnas de humo al aire frío del otoño. Y, en todas direcciones,; se habían despejado grandes retazos del bosque, donde la tierra se veía arada, sembrada, atendida, cosechada… Allí donde otrora los inmensos árboles ocultaban la tierra del ojo del cielo, hoy el suelo lleno de rastrojos se exponía desnudo, a la espera de que el invierno cubriera su desvergüenza.
Truecacuentos recordó su visión de Noé borracho. La había grabado para una edición del Génesis para escuelas dominicales de rito escocés. Noé, desnudo, con la boca abierta y un jarro medio vacío pendiente de sus dedos cerrados; no lejos, Cam, riendo con desdén; y Jafet y Sem, caminando; hacia su padre para echar sobre él un manto con que cubrirlo de modo que no viesen lo que su padre había expuesto en su embriaguez.
Con excitación eléctrica, Truecacuentos comprendió que en esa visión profética estaba el germen de ese preciso instante: él, Truecacuentos, encaramado sobre un árbol, observaba con estupor la tierra desnuda, aguardando el púdico manto del invierno. Era una profecía hecha realidad. Algo que cabía desear mas no esperar durante la existencia de uno.
Pero tal vez la historia de Noé borracho no fuese la imagen de ese momento en absoluto. ¿Por qué no a la inversa? ¿Y si la tierra pelada fuese una imagen de Noé borracho?
Al llegar al suelo, Truecacuentos estaba de mal humor. Pensaba y pensaba, trata de abrir su mente para ver visiones, para ser un buen profeta. Pero cada vez que creía tener algo firme y seguro se le escurría y cambiaba. Un pensamiento se convertía en muchos, y toda la trama se deshacía, tan incierta como antes.
Al pie del árbol abrió su petate. Tomó el libro de cuentos que había iniciado para el viejo Ben allá por el 85. Con cuidado desató la parte sellada, cerró los ojos y pasó las páginas.
Abrió los ojos y vio que sus dedos descansaban sobre los Proverbios del Infierno. Desde luego, así tenía que ser en un momento semejante. Sus dedos tocaban dos proverbios, ambos escritos de su puño y letra. Uno no significaba nada, pero el otro parecía apropiado: «El tonto no ve el mismo árbol que el sabio.»
Pero cuanto más trataba de desentrañar el significado de ese proverbio en ese momento, menos relación hallaba, salvo que hacía mención de los árboles. Conque prefirió dedicarse al primer proverbio: «El necio que persiste en su necedad acaba por ser sabio.»
Ah. Después de todo, eso iba para él. Era la voz de la profecía registrada cuando vivía en Filadelfia, antes aun de que iniciara su travesía, una noche en que el Libro de los Proverbios cobró vida para él y vio como en letras de fuego las palabras que deberían haber sido incluidas. Esa noche había permanecido en vela hasta que la luz del amanecer acabó con las llamaradas de la página. Cuando el viejo Ben subió las escaleras estruendosamente en busca de su desayuno, se detuvo a olisquear el aire.
—Humo —dijo—. ¿No habrás estado tratando de incendiar la casa, verdad, Bill?
—No, señor —respondió Truecacuentos—. Pero ví en una visión lo que Dios quiso que dijera el Libro de los Proverbios, y lo anoté todo.
—Las visiones te obsesionan —aseguró el viejo Ben—. La única visión verdadera no es la que proviene de Dios, sino de lo más recóndito de la mente humana. Escríbelo como proverbio, si eso deseas. Es demasiado agnóstico para que yo lo emplee en el Almanaque del Pobre Richard. —Mire —dijo Truecacuentos. El viejo Ben miró, y vio morir las últimas llamas. —Que me aspen, es el truco más ingenioso que he visto hacer con letras. Y dijiste que no eras brujo…
—No lo soy. Ha sido un obsequio divino. —¿Divino o diabólico? Cuando te rodee la luz, Bill, ¿cómo sabrás si es la gloria de Dios o las llamas del infierno?
—No lo sé —repuso Truecacuentos, cada vez más confundido. Era joven, entonces. No llegaba a los treinta años, y era fácil que se sintiera confundido en presencia del gran hombre.
—O tal vez tú mismo te hiciste el obsequio, ya que deseas la verdad con tal ardor… —El viejo Ben inclinó la cabeza para examinar las páginas de los Proverbios a través de la porción inferior de sus lentes bifocales—. Las letras han sido quemadas. Qué curioso, ¿verdad?, que me llamen mago a mí, que no lo soy, y que tú que lo eres te niegues a admitirlo.
—Soy un profeta… aspiro a serlo. —Si alguna de tus profecías se torna realidad, Bill Blake, te creeré, pero no antes de que eso ocurra.
En los años siguientes, Truecacuentos había ansiado el cumplimiento de una sola profecía siquiera. Pero cada vez que creía estar ante ese cumplimiento escuchaba la voz del viejo Ben en su mente, ofreciendo otra explicación válida, burlándose de él por creer que pudiera haber alguna otra relación entre la profecía y la realidad.
—No es verdadera—solía decir el viejo Ben—. Útil, sí. Eso ya es algo. Tu mente ha establecido una relación útil. Pero verdadera ya es otro cantar. Verdadera sería si tu relación existiera independientemente de que tú te percatases de ella, si existiera ya fuese que la descubrieses o no. Y debo decir que en toda mi vida no he hallado tal relación. A veces sospecho que no puede haberla. Que todos los lazos, conexiones, vínculos y semejanzas son criaturas de nuestro pensamiento y carecen de sustancia.
—Entonces, ¿por qué la tierra no se disuelve bajo nuestros pies? —preguntaba Truecacuentos. —Porque hemos conseguido convencerla de que no deje pasar nuestros cuerpos. Tal vez fue sir Isaac Newton. Era un tipo tan persuasivo… Los seres humanos acaso duden de él, pero la tierra le cree, y por eso resiste. —El viejo Ben se echaba a reír. Para él todo era motivo de broma. Ni siquiera podía llegar a tomar en serio su propio escepticismo.
Ahora, sentado al pie del árbol, con los ojos cerrados, Truecacuentos volvió a establecer relaciones: el relato de Noé con el viejo Ben. El viejo Ben era Cam, quien veía la verdad desnuda, vergonzosa y sin dobleces, y se reía de ella, mientras los hijos leales de la Iglesia y la Universidad regresaban a cubrirla para que la tonta verdad no pudiese ser vista. Así, el mundo seguía pensando que la verdad era firme y orgullosa, sin haberla visto realmente siquiera un instante fugaz.
Esta relación es verdadera, pensó Truecacuentos. Ése es el significado de la historia. El cumplimiento de la profecía. La verdad es ridícula cuando se la ve, y si alguien quiere venerarla jamás debe permitirse verla.
En ese momento de revelación, Truecacuentos se puso en pie de un salto. Debía encontrar a alguien de inmediato. Alguien a quien contar su gran descubrimiento mientras todavía creyese en él. Como decía su propio proverbio: «La cisterna contiene, la fuente desborda.» Si no contaba su cuento, éste se volvería hediondo y putrefacto, se consumiría en su interior, mientras que al explicarlo haría que permaneciera fresco y virtuoso.
¿Hacia dónde? El camino del bosque, a tres pasos de él, conducía hacia una gran iglesia blanca con un campanario alto como un roble. La había visto desde la copa del árbol, a un kilómetro de distancia. Era el edificio más elevado que Truecacuentos veía desde la última vez que había estado en Filadelfia. Un recinto de semejantes dimensiones donde la gente pudiera reunirse significaba que los pobladores de esta región creían tener lugar de sobra para los recién llegados. Buena señal para un narrador de cuentos itinerante, ya que él vivía de la confianza ajena, de la fe de quien lo acogiera y lo alimentara cuando no tenía nada con qué pagar salvo su libro, sus recuerdos, dos brazos fuertes y un par de piernas firmes que lo habían aguantado durante diez mil kilómetros y aún servirían al menos para cinco mil más.
El camino se veía surcado por huellas de carretas, lo cual era indicio de que se usaba a menudo, y en los sitios bajos estaba reforzado con rieles que formaban un buen camino de rollizos para que las carretas no se hundieran en el suelo empapado por las lluvias. De modo que esto pensaba convertirse en un pueblo… La inmensa iglesia tal vez no hablara de un espíritu abierto, sino más bien de ambición. Ése era el peligro de juzgar las cosas, pensó Truecacuentos. Cada efecto tiene cientos de causas posibles, y cada causa, cientos de efectos posibles. Se le ocurrió anotar ese pensamiento, pero se decidió por lo contrario. No había más huellas en él que las de su propia alma. No había trazas del cielo ni del infierno. Y esto le permitió saber que no había sido un regalo. Era un pensamiento forzado por sí mismo. De modo que no podía tratarse de una profecía, ni tampoco ser cierto.
El camino terminaba en un ejido cercano a un río. Truecacuentos lo supo por el olor a agua presurosa. Tenía buen olfato. Alrededor del ejido había varias construcciones dispersas, la más grande de las cuales era un edificio encalado de dos pisos, con tinglado y un pequeño letrero que decía «Weaver's».
Ahora bien, cuando una casa tenía un cartel sobre su fachada, Truecacuentos lo sabía, por lo general era que su dueño deseaba que las gentes reconocieran el lugar aun cuando nadie les hubiera señalado el camino, lo cual es lo mismo que decir que la casa estaba abierta a los extraños. Truecacuentos se acercó sin vacilar y golpeó la puerta.
—¡Un minuto! —se escuchó un grito desde adentro.
Truecacuentos aguardó en el patio delantero. En un extremo había varias cestas colgantes, de las cuales pendían las largas hojas de diversas hierbas. Truecacuentos reconoció muchas de ellas: se empleaban en variadas artes, tales como la curación, el recuerdo, el hallazgo de cosas perdidas o para sellar recipientes. Y vio que las cestas estaban dispuestas de tal modo que, vistas desde un punto cercano a la base de la puerta, formaban un conjuro perfecto. En realidad, el efecto era tan pronunciado que Truecacuentos se puso en cuclillas y finalmente se tendió sobre el patio para apreciarlo debidamente. Los colores pintarrajeados en las cestas, exactamente en los puntos apropiados, revelaban que no se trataba de una disposición accidental. Era un exquisito conjuro para la protección, orientado hacia la salida principal.
Truecacuentos trató de pensar por qué razón alguien pondría un conjuro tan poderoso y a la vez buscaría ocultarlo. Pues Truecacuentos era probablemente la única persona capaz de sentir la oleada de poder que emitía algo tan pasivo como un conjuro y así detectarlo.
Todavía estaba echado en el suelo, pensando en este enigma, cuando la puerta se abrió y asomó un hombre.
—Veo que está muy cansado, desconocido…
Truecacuentos se puso de pie de un salto.
—Admiraba la disposición de sus hierbas. Es un verdadero jardín aéreo, señor.
—Es de mi esposa —dijo el hombre—. Siempre anda ocupada con sus plantas. Tienen que estar de ese modo…
¿Se encontraba ante un mentiroso? No, decidió Truecacuentos. No trataba de ocultar el hecho de que las cestas formaban un conjuro y que las hojas colgantes se entrelazaban de determinada manera. Sencillamente lo ignoraba. Alguien… probablemente su esposa, si éste era su jardín, había erigido una protección para ese hogar, y el esposo ni siquiera lo sospechaba.
—Me parece muy bonito —comentó Truecacuentos.
—Me preguntaba cómo podía ser que alguien hubiese llegado hasta aquí sin que escuchara la carreta ni los caballos. Pero por lo que veo, ha venido a pie.
—Así es, señor —repuso Truecacuentos.
—Y en su petate no parece haber gran cosa para vender…
—No vendo cosas, señor.
—¿Qué entonces? ¿Qué puede venderse que no sea una cosa?
—Trabajo, por ejemplo —respondió Truecacuentos—. Trabajo a cambio de comida y albergue.
—Ya es usted mayorcito para andar vagabundeando.
—Nací en el cincuenta y siete, conque todavía me quedan diecisiete años hasta que se me acabe la cuerda. Además, tengo un par de dones…
De inmediato el hombre pareció alejarse. No físicamente, sino con la mirada. Dijo:
—Mi esposa y yo nos las arreglamos bien con nuestro propio trabajo aquí, dado que nuestros hijos son pequeños aún. No necesitamos ayuda.
Ahora, detrás de él había una mujer, una joven todavía fresca y de cutis terso, aunque a la vez grave. Tenía un pequeño en sus brazos. Le habló al marido:
—Soldado de Dios, tenemos suficiente para dar de comer a uno más esta noche…
Al oír eso, el rostro del hombre se obstinó.
—Mi esposa es más generosa que yo, desconocido. Se lo diré sin rodeos. Usted habló de tener ciertos dones y, según mi experiencia, eso significa que cree ejercer poderes ocultos. Y no pienso albergar tales blasfemias en una casa cristiana.
Truecacuentos lo miró con dureza, y luego sus ojos se atemperaron al reposar sobre la mujer. Conque así eran las cosas en esa casa: la esposa haciendo todos los conjuros y hechizos que pudiera ocultar a su esposo y él rechazando de plano la menor señal de encantamientos. Truecacuentos se preguntó qué llegaría a suceder con la mujer si el marido se enteraba de la verdad. El hombre —¿Soldado de Dios? —no parecía ser de los capaces de asesinar, pero nunca podía saberse cuánta violencia podía bullir por las venas de un hombre cuando su ira se desbordaba.
—Comprendo su cautela, señor.
—Sé que usted mismo lleva protecciones —dijo Soldado—. ¿Un hombre solo, a pie todo el camino a través de la espesura? El hecho de que aún conserve el cabello sobre el cráneo da cuenta de que ha sabido ahuyentar a los pieles rojas…
Truecacuentos sonrió y se quitó el sombrero, para mostrar su calva coronilla.
—¿Es una verdadera protección cegarlos con el reflejo glorioso del sol? —preguntó—. No cobrarán botín por esta calva.
—A decir verdad —comentó Soldado—, los pieles rojas de esta región son más pacíficos que los demás. Ese profeta tuerto ha construido una ciudad para ellos al otro lado del Wobbish, donde les enseña a no beber alcohol.
—Ése es buen consejo para cualquier hombre —dijo Truecacuentos. Y pensó: «Un piel roja que se hace llamar profeta…»—. Antes de marcharme de este sitio debo conocer a ese hombre y cambiar unas palabras con él.
—Pero él no hablará con usted —respondió Soldado—. No hasta que cambie el color de su piel. No ha hablado con un hombre blanco desde que tuvo su primera visión, años atrás.
—¿Me matará si lo intento?
—No creo. Enseña a su gente a no matar hombres blancos.
—Ése también es un buen consejo —estimó Truecacuentos.
—Será bueno para los blancos, pero no creo que dé el mejor resultado con los pieles rojas. Hay tipos como ese que se hace llamar gobernador Harrison, en Ciudad Cartago, que sólo busca perjudicar a los indios, sean pacíficos o no… —La hostilidad no había desaparecido del rostro de Soldado, pero de todas formas siguió hablando, y con sinceridad, Truecacuentos tenía gran confianza en los hombres que abren su corazón a todos, hasta a los desconocidos, incluso a los enemigos—. De todas formas —prosiguió Soldado—, no todos los pieles rojas creen en el mensaje de paz del Profeta. Hay otros que siguen a Ta-Kumsaw y que están causando problemas en el Hio, y muchos pobladores no ven otra salida que trasladarse al norte, a la región superior del Wobbish. De modo que no le faltarán casas dispuestas a acoger a un mendigo. También puede dar las gracias a los pieles rojas por eso.
—No soy ningún mendigo, señor —se defendió Truecacuentos—. Como le dije, deseo trabajar.
—Con dones y poderes ocultos, sin duda…
La hostilidad del hombre era claramente el extremo opuesto del aire gentil y acogedor de la esposa.
—¿Cuál es su don, señor? —preguntó ella—. A juzgar por su modo de hablar, usted es un hombre instruido. ¿No será maestro, verdad?
—Mi don está en mi nombre —dijo Truecacuentos—. Estoy dotado para contar cuentos…
—¿Para inventar cuentos? Aquí a esas personas las llamamos embusteras. —Cuanto más trataba la mujer de mostrarse amigable con Truecacuentos, más frialdad dejaba traslucir el marido.
—Mi don es recordar historias. Pero sólo cuento las que creo verdaderas, señor. Y no es fácil convencerme. Si usted me cuenta su historia, yo le cuento la mía y ambos nos enriquecemos con el intercambio, puesto que ninguno pierde lo que tenía al comienzo.
—No tengo historias que contar—atajó Soldado de Dios, aunque ya había contado una sobre el Profeta y otra sobre Ta-Kumsaw.
—Qué mala noticia. Si es así, no he dado con la casa indicada. —Truecacuentos veía que no era la casa apropiada para él, sin duda. Aunque Soldado cediera y lo dejara quedarse, estaría rodeado de sospechas y Truecacuentos no sabía vivir en un lugar donde la gente se empeñaba en ponerle mala cara—. Tengan ustedes buenos días.
Pero Soldado de Dios no pensaba dejarlo marchar tan fácilmente. Tomó las palabras de Truecacuentos como un desafío.
—¿Por qué mala noticia? Llevo una vida común y tranquila.
—La vida de un hombre nunca es común para él mismo —dijo Truecacuentos—. Y si dice que lo es, en ese caso es una historia de las que nunca he de repetir.
—¿Me está llamando mentiroso? —exigió saber Soldado.
—Le pregunto si conoce algún lugar donde mi don sea bien acogido.
Soldado de Dios no lo vio, pero Truecacuentos sí: la mujer hizo un conjuro tranquilizador con los dedos de la mano derecha y con la izquierda tomó a su marido de la muñeca. Lo hizo con suavidad, y sin duda el esposo debía estar acostumbrado a ello, pues se relajó notoriamente mientras ella daba un paso adelante para responder.
—Amigo, si toma la senda que va por detrás de esa colina, la sigue hasta el final y cruza dos arroyos, ambos atravesados por puentes, llegará a la casa de Alvin Miller, y sé que allí lo aceptarán.
—Hum —dijo Soldado de Dios.
—Gracias —repuso Truecacuentos—. Pero, ¿cómo puede estar tan segura?
—Le dejarán quedarse cuanto tiempo desee y jamás le rechazarán mientras usted se muestre dispuesto a colaborar.
—Dispuesto siempre estoy, señora —adujo Truecacuentos.
—¿Siempre está dispuesto? —dijo Soldado—. Nadie está siempre dispuesto. Pensé que siempre decía la verdad.
—Siempre digo lo que creo. Si es verdad o no, no puedo saberlo más que cualquier otro hombre.
—Entonces, ¿por qué me llama «señor» si no soy caballero, y por qué le dice «señora» a ella, que es tan plebeya como yo?
—¿Por qué? Pues porque no creo en los señores que nombra el rey. Él nombra caballero a alguien porque le debe un favor, ya se trate de un verdadero señor o no. Y todas sus mujeres son llamadas «damas» por lo que hacen bajo las sábanas reales. Así se utilizan las palabras entre caballeros: la mitad de las veces son mentira. Pero su esposa, señor, se comportó como una verdadera dama, donosa y hospitalaria. Y usted, señor, como un verdadero caballero, al proteger su casa de los peligros que más teme.
Soldado de Dios se echó a reír en alta voz.
—Su charla es tan almibarada que apuesto a que debe llenarse el buche de sal cada media hora para quitarse de la boca el sabor dulce…
—Es mi don —dijo Truecacuentos—. Pero puedo hablar de otros modos, no precisamente dulces, cuando corresponde. Buenas tardes a usted, y a su esposa, y a sus hijos, y a su casa cristiana.
Truecacuentos caminó hacia el prado del ejido. Las vacas no repararon en él, porque de veras llevaba una protección, si bien no de la clase que Soldado podría haber reconocido. Truecacuentos se sentó un rato al sol para calentarse los sesos y ver si le venía algún pensamiento. Pero no dio resultado. Casi nunca tenía un pensamiento que valiese la pena después de mediodía. Como decía el proverbio: «Piensa por la mañana, actúa al mediodía, come por la tarde, duerme por la noche.» Ya era demasiado tarde para pensar. Y demasiado temprano para comer.
Se encaminó hacia el sendero que conducía a la iglesia, que quedaba detrás del prado comunal, sobre una colina de considerables dimensiones. Si fuera un verdadero profeta, se dijo, ya sabría las cosas. Sabría si me he de quedar aquí un día, una semana o un mes. Sabría si Soldado será mi amigo, como espero, o mi enemigo, como temo. Sabría si su esposa se liberará algún día para poder usar sus poderes abiertamente. Sabría si he de encontrarme con ese Profeta piel roja frente a frente.
Pero eran tonterías. Esa visión podía tenerla una tea. Había visto hacerlo antes, no pocas veces, y le llenaba de espanto, pues sabía que nunca era bueno para un hombre saber demasiado sobre lo que el futuro le deparaba. No, el don que él quería era el de la profecía. Ver, no las nimiedades de los hombres y mujeres ocultos en sus madrigueras del mundo, sino el gran flujo de acontecimientos dirigidos por Dios. O por Satán. Truecacuentos no se refería a uno u otro en particular, pues ambos tenían idea clara de lo que planeaban hacer en el mundo, y por ello cualquiera de los dos podía saber un par de cosas sobre el futuro. Desde luego, sería más agradable escuchar la palabra de Dios. Las señas del demonio que había conocido en su vida, hasta ese momento, habían sido todas dolo-rosas, cada una a su propio modo.
La puerta de la iglesia estaba abierta. Era un día templado, para ser otoño, y Truecacuentos entró acompañado por el zumbido de las moscas. Por dentro, la iglesia era tan bonita como por fuera. Sin duda debía de ser de rito escocés, pero así estaba mejor: un sitio luminoso y aireado, con paredes blancas y ventanas de vidrios coloreados. Hasta los bancos y el pulpito eran de madera clara. Lo único oscuro de todo el recinto era el altar. Naturalmente, su atención se dirigió hacia él. Y como tenía un don para ese tipo de cosas, vio huellas de un contacto líquido sobre su superficie.
Caminó lentamente hacia el altar. Hacia él, pues tenía que saberlo con certeza. Lentamente, pues en una iglesia cristiana no debía haber esa clase de cosas. Pero al acercarse no le quedaron dudas. Era la misma huella que había visto en el rostro de ese hombre de Dekane que torturó a sus hijos hasta que murieron y echó la culpa a los pieles rojas. La misma huella que había visto en la espada que decapitó a George Washington. Era como una delgada película de agua inmunda, invisible a menos que uno mirara desde cierto ángulo y bajo determinada luz. Pero para Truecacuentos siempre era visible: tenía ojo para eso.
Extendió su mano y posó el índice cuidadosamente sobre la huella más clara. Tuvo que valerse de todas sus fuerzas para dejar el dedo apoyado un instante, de tanto que ardía. El brazo le quedó temblando de dolor hasta el hombro.
—Sed bienvenido en la casa de Dios —dijo una voz.
Truecacuentos, chupándose el dedo quemado, se volvió para mirar de frente al hombre que había hablado. Llevaba el hábito que usaban los predicadores de rito escocés, que en América se llaman presbiterianos.
—¿No os habréis clavado una astilla, verdad? —preguntó el predicador.
Habría sido más fácil decir sí, me he clavado una astilla. Pero Truecacuentos sólo contaba las historias en las que creía.
—Predicador —dijo Truecacuentos—. El diablo ha puesto la mano encima de este altar.
De inmediato, la lúgubre sonrisa del predicador se desvaneció.
—¿Cómo reconocéis la huella del demonio?
—Es un don de Dios —aseguró el Truecacuentos—. Ver.
El predicador lo miró de cerca, sin saber si creerle o no.
—En ese caso también sabréis dónde han posado su mano los ángeles…
—Si han intervenido espíritus celestiales, creo que podría ver sus huellas. Ya he visto señales así con anterioridad.
El predicador se detuvo, como si quisiera hacer una pregunta importante pero temiese la respuesta. Luego se estremeció, el deseo de saber se alejó totalmente de él y habló con mucho desprecio.
—Tonterías. Podréis engañar a la gente simple, pero yo fui educado en Inglaterra y no me embaucaréis con discursos sobre poderes ocultos.
—Ah —exclamó Truecacuentos—. Sois un hombre instruido…
—Y a juzgar por vuestras palabras, también lo sois vos —indicó el predicador—. Diría que del sur de Inglaterra.
—De la Academia de Artes del Lord Protector —repuso Truecacuentos—. Me instruyeron como grabador. Puesto que vos pertenecéis al rito escocés, me temo que habréis visto mi obra en vuestro libro de la escuela dominicana.
—Jamás reparo en esas cosas —señaló el predicador—. Los grabados son un desperdicio de papel que bien podría emplearse en palabras verdaderas.
A menos que ilustren cosas realmente vistas por el artista, como representaciones anatómicas. Pero lo que el artista concibe en su imaginación no resulta a mis ojos mejor que lo que imagino por mí mismo.
Truecacuentos siguió el concepto hasta su raíz.
—¿Y si el artista fuese también un profeta?
El predicador entornó los ojos.
—Han concluido los días de los profetas. A igual que ese salvaje piel roja apóstata, borracho y tuerto, todos los que hoy sostienen ser profetas no son más que charlatanes. Y no dudo que si Dios concediera el don de la profecía a un solo artista siquiera, pronto tendríamos toda una profusión de bocetistas e ilustradores deseando ser tenidos por profetas, especialmente si eso puede hacer que se les pague mejor.
Truecacuentos respondió suavemente, pero sin dejar pasar la acusación velada del predicador.
—Un hombre que predica la palabra de Dios y percibe un sueldo no debiera criticar a otros que buscan ganarse la vida revelando la verdad.
—Yo fui ordenado —se defendió el predicador—. Nadie ordena a los artistas. Ellos se ordenan solos.
Tal como Truecacuentos había esperado. El predicador se había refugiado en la autoridad tan pronto como empezó a temer que sus ideas pudiesen no sostenerse por sí mismas. Cuando la autoridad se erigía como arbitro, era imposible todo debate racional. Truecacuentos retornó al tema inmediato.
—El diablo ha puesto sus manos encima de este altar —aseveró Truecacuentos—. Al tocar ahí, me ha dejado el dedo ardiendo.
—A mí jamás me ha quemado los dedos… —aseguró el predicador.
—Me lo figuro —repuso Truecacuentos—. Vos habéis sido ordenado…
Truecacuentos no hizo esfuerzos por ocultar la sorna en su voz, lo cual encrespó al predicador. A Truecacuentos no le molestaba que la gente se enfadará con él. Al menos significaba que lo estaban escuchando, y que aunque fuera a medias, creían en él.
—Decidme entonces —lo desafió el predicador—, ya que tenéis una vista tan aguda… Decidme si alguna vez ha posado su mano sobre este altar un mensajero de Dios.
Sin duda, para el predicador se trataba de una especie de examen. Truecacuentos no tenía ni idea de cuál sería la respuesta que el hombre consideraría acertada. Pero no importaba. De todas formas, Truecacuentos habría respondido sinceramente.
—No —dijo.
Fue la respuesta equivocada. El predicador: sonrió con vanidad.
—¿Ah, sí? ¿Podéis asegurar que no?
Truecacuentos pensó por un instante que tal vez el predicador creyese que sus propias manos clericales habían dejado las marcas de la voluntad de Dios. Pero él no permitiría que lo siguiera creyendo.
—La mayoría de los predicadores no dejan huellas de luz sobre las cosas que tocan. Sólo unos pocos adquieren la santidad suficiente.
Pero no era en sí mismo en quien pensaba el predicador.
—Ya habéis dicho lo que teníais que decir —lo interrumpió el predicador—. Ahora sé que sois un embustero. Fuera de mi iglesia.
—No soy ningún embustero —replicó Truecacuentos—. Puede ser que me equivoque, pero jamás miento.
—Y yo jamás creo en un hombre que dice que nunca miente.
—Un hombre siempre supone en los demás la misma virtud que él mismo cree tener —sentenció Truecacuentos.
El rostro del predicador se encendió de ira. —Fuera de aquí, de lo contrario os echaré por la fuerza.
—Me iré con gusto —repuso Truecacuentos. Se encaminó hacia la puerta con paso enérgico—. Espero no regresar nunca a una iglesia cuyo predicador no se sorprende al saber que Satán ha puesto las manos sobre su altar.
—No me sorprende porque no lo creo. —Me creéis —afirmó Truecacuentos—. También creéis que un ángel ha tocado este altar. Ésa es la historia que vos creéis cierta. Pero os aseguro que ningún ángel podría tocarlo sin dejar una huella que yo pudiera ver. Y allí yo veo una sola señal.
—¡Mentiroso! Vos mismo sois un enviado del demonio que intenta ejercer su necromancia aquí, en la casa de Dios. Fuera. ¡Atrás! ¡Os conjuro para que os marchéis!
—Creía que los clérigos como vos no practicaban conjuros.
—¡Largo de aquí! —El predicador lo dijo a voz en grito y con las venas del cuello a punto de estallar. Truecacuentos se caló el sombrero nuevamente y partió. Oyó que la puerta se cerraba de un golpe a sus espaldas. Caminó por un prado irregular cubierto de hierba amarillenta hasta dar con la senda que conducía a la casa de la cual le había hablado la mujer. La casa donde habían dicho que sería bien recibido.
Truecacuentos no estaba tan seguro. Nunca hacía más de tres visitas en un mismo lugar. Si al tercer intento no era acogido en ninguna casa, lo mejor era irse a otra parte. Esta vez, su primera posta había sido infrecuentemente aciaga, y la segunda, peor aún.
Pero su inquietud no provenía de la posibilidad de que le fuese mal. Aunque en este último sitio le besaran los pies, Truecacuentos era reacio a permanecer allí. Estaba en un pueblo tan cristiano que su principal poblador no estaba dispuesto a permitir la presencia de poderes ocultos en su casa. Y sin embargo, el mismo altar de la iglesia tenía las huellas del demonio. Lo peor era el engaño. Los poderes ocultos se usaban en las propias narices de Soldado de Dios, y quien lo hacía era la persona que más amaba y en la que más confiaba. Mientras que en la iglesia, el predicador estaba convencido de que el altar había sido consagrado por Dios y no por el diablo. ¿Que podía esperar Truecacuentos de esta región montañosa sino más locura, más engaños? La gente aviesa se mezcla con los de su clase. Truecacuentos lo sabía bien por propia experiencia.
La mujer tenía razón: los arroyos estaban franqueados por puentes. Pero ni siquiera esto era un buen augurio. Levantar puentes sobre los ríos era una necesidad; hacerlo en un arroyo ancho, una gentileza para con los viajeros. Pero, ¿para qué habrían levantado puentes tan elaborados sobre vados tan poco profundos que hasta un anciano como Truecacuentos podía saltar sin mojarse un pie? Eran puentes sólidos, que terminaban bien en tierra firme, y ambos tenían techos de factura cuidadosa. La gente paga dinero por alojarse en hosterías menos firmes y secas que estos puentes, pensó Truecacuentos.
Sin duda, esto significaba que la gente que vivía al otro lado de la senda era al menos tan extraña como los que hasta ahora había conocido. Sería mejor que diera la vuelta. La prudencia le exigía regresar.
Pero la prudencia no era precisamente el punto fuerte de Truecacuentos. Eso le había dicho el viejo Ben, años atrás.
—Un buen día entrarás en la misma boca del infierno, Bill, sólo para descubrir si el diablo tiene caries en los dientes.
Los puentes debían tener alguna razón, y Truecacuentos pensó que la historia podía valer la pena, una vez recogida en su libro.
Después de todo, era menos de un kilómetro. Cuando parecía que el sendero estaba a punto de perderse en la espesura impenetrable, giró abruptamente hacia el norte y desembocó en el rincón más bonito que Truecacuentos recordaba haber visitado. Ni siquiera había visto un sitio así en los plácidos poblados de Nueva Orange y Pensilvania. La casa era grande y hermosa, con troncos torneados para demostrar que su intención era que perdurase. Y había graneros, corrales, gallineros y cobertizos, lo cual hacía del paraje casi una aldea en sí mismo. A media milla se elevaba una columna de humo, lo que le indicaba que sus suposiciones eran acertadas. Había otra vivienda cerca, sobre el mismo sendero, muy probablemente la de algún familiar. Hijos casados, casi seguro, que cultivaban la tierra con el resto de la familia para provecho de todos. Eso era buena cosa, estimó Truecacuentos. Si los hermanos sabían crecer en armonía y tenerse afecto —suficiente para arar los campos del otro, era buena cosa.
Truecacuentos se encaminó resueltamente hacia la casa. Era mejor anunciarse de una buena vez en lugar de andarse merodeando y exponerse a que lo tomaran a uno por ladrón. Pero en esa ocasión, en cuanto pensó en dirigirse a la casa se sintió extraviado de inmediato, incapaz de recordar su propósito. Era un embrujo tan poderoso que sólo advirtió su influencia cuando ya estaba a mitad de la colina, avanzando en dirección a un edificio de piedra que se alzaba junto al vado. Se detuvo bruscamente, despavorido. Nadie tenía poder suficiente para hacerle dar media vuelta sin que pudiera advertir lo que sucedía. Era un sitio tan extraño como los otros dos y no quería tener nada que ver con él.
Pero cuando trató de regresar por el mismo camino que había seguido volvió a sucederle la misma cosa. Se encontró yendo por la colina hacia la construcción de piedra.
Nuevamente hizo un alto, y esta vez murmuró:
—Quienquiera que seas, sea cual fuere tu deseo, iré por mi propia voluntad o no iré.
Y de inmediato una brisa lo empujó por detrás hacia el edificio. Pero sabía que si quería podría volver atrás. Contra la brisa, sí, pero podía hacerlo. Aquello lo serenó considerablemente. El embrujo que estaba actuando sobre él no pretendía esclavizarlo. Y eso, como bien sabía, era una de las señales de un buen hechizo. No las cadenas ocultas de un torturador.
El camino giraba un tanto hacia la izquierda, a lo largo del arroyo. Ya podía darse cuenta de que la construcción era un molino, puesto que tenía un saetín y cerca del flujo del agua se veía el marco de una inmensa rueda. Pero en el saetín no caía agua ese día, y supo por qué al acercarse más y mirar a través de la gigantesca puerta, más propia de un granero. No era que lo hubieran clausurado durante el invierno. Nunca lo habían usado como molino. Los engranajes estaban en su sitio, pero faltaba la inmensa piedra redonda de molino. Toda la estructura de palancas y cantos rodados aguardaba intacta.
Y debía aguardar desde hacía largo tiempo. La construcción al menos databa de unos cinco años atrás, a juzgar por las enredaderas y el musgo que cubrían las paredes. Habría llevado no poca labor construir semejante molino, y sin embargo lo usaban como depósito de heno.
Al otro lado de la gran puerta, una carreta se mecía a un lado y a otro mientras dos niños forcejeaban sobre el cargamento de heno. Era una riña amistosa. Obviamente, se trataba de dos hermanos, uno de unos doce años, y el otro acaso de nueve, y la única razón por la cual el menor no era lanzado fuera de la carreta era porque el mayor no podía contener la risa. Desde luego, no reparó en Truecacuentos.
Tampoco advirtieron al hombre que estaba de pie en el borde del altillo, horquilla en mano, mirándolos. Al principio Truecacuentos pensó que era una mirada de orgullo, propia de un padre. Pero luego se fijó en la forma en que tomaba la horquilla. Era como una jabalina, lista para ser lanzada. Durante un fugaz instante, Truecacuentos vio lo que sucedería: la horquilla arrojada, hundiéndose en la carne de uno de los niños, para matarlo sin duda, si no de inmediato, al cabo de poco tiempo, de gangrena o bien desangrado. Lo que Truecacuentos vio fue un asesinato.
—¡No!—gritó.
Corrió desde la puerta hacia la carreta, mirando al hombre que estaba en lo alto.
El hombre hundió la horquilla en el heno, a su lado, y lanzó el forraje por los aires a la carreta. Los niños casi quedaron sepultados bajo el heno.
—Os traje aquí para que trabajarais, cachorros, no para que os enzarzarais de ese modo. —El hombre sonreía y bromeaba. Hizo un guiño a Truecacuentos. Como si un segundo atrás la muerte no hubiera asomado a sus ojos.
—¿Cómo anda, joven amigo? —preguntó el hombre.
—No tan joven —repuso Truecacuentos. Se quitó el sombrero para dejar ver su cabeza rala.
Los niños asomaron por entre la paja.
—¿Por qué nos gritaba, señor? —preguntó el menor.
—Tuve miedo de que alguien saliera lastimado —respondió.
—Ah, pero si siempre estamos peleando así —dijo el mayor—. Venga esa mano, amigo. Me llamo Alvin, como Papá. —La sonrisa del pequeño era contagiosa. Había sido un día de mucho susto y muchas sombras y Truecacuentos no halló otra opción que devolver la sonrisa y tomar la mano que se le ofrecía. Alvin Júnior daba la mano como un adulto. Era un joven muy fuerte. Truecacuentos lo comentó.
—Ah, le ha dado la mano de mantequilla. Cuando se pone a apretar fuerte le gusta estrujar la mano del otro como si fuera una fresa.
El menor también le dio la mano.
—Tengo siete años, y Al Júnior tiene diez.
Eran más pequeños que lo que parecía. Ambos tenían ese olor rancio y ácido que expelen los niños cuando juegan como potrillos. Pero a Truecacuentos eso no le molestaba. Quien lo intrigaba era el padre. ¿Había sido un capricho de su imaginación, o ese hombre había querido matar a sus hijos? ¿Qué hombre podía atacar con mano asesina a dos pequeños tan adorables?
El hombre había dejado la horquilla en el altillo y, tras descender por las escaleras, avanzaba hacia Truecacuentos como si quisiera abrazarlo.
—Bienvenido, desconocido —le saludó—. Soy Alvin Miller, y éstos son mis hijos menores, Alvin Júnior y Calvin.
—Cally —corrigió el menor.
—No le gusta como riman nuestros nombres —explicó Alvin Júnior—. Alvin y Calvin. Ya lo ve, le pusieron un nombre parecido al mío para que llegara a ser un ejemplar de hombre tan acabado como yo. Pero lástima que no dio resultado.
Calvin respondió con una mueca de burla.
—Según tengo entendido, él fue el primer intento, y cuando llegué yo, por fin sabían cómo se hacía…
—Casi siempre les llamamos Al y Cally —explicó el padre.
—Casi siempre nos llamáis «cállate» y «largo de aquí» —rectificó Cally.
Al Júnior le dio un empellón en el hombro y lo lanzó de cabeza al suelo. Tras lo cual el padre plantó una de sus botas sobre su trasero y lo hizo atravesar la puerta. Todo en broma. Nadie se había lastimado. ¿Cómo pude pensar que estaba a punto de cometerse un asesinato?
—¿Trae un mensaje? ¿Una carta? —preguntó Alvin Miller. Ahora que los niños jugaban afuera y se gritaban sobre la hierba, los hombres podían cambiar unas palabras.
—No. Lo siento —dijo Truecacuentos—. Soy sólo un viajero. Una damisela del pueblo me dijo que aquí podría encontrar sitio donde pasar la noche. A cambio de cualquier trabajo en que desee emplear mis brazos, por duro que sea.
Alvin Miller sonrió.
—Veamos cuánto trabajo son capaces de hacer esos brazos. —Extendió un brazo, pero no para estrecharle la mano a modo de saludo. Aferró a Truecacuentos por el antebrazo y apoyó su pie derecho contra el pie derecho de Truecacuentos—. ¿Cree que pueda arrojarme al suelo? —preguntó Alvin Miller.
—Antes de comenzar —dijo Truecacuentos—, dígame si me darán mejor cena en caso de que lo arroje, o qué pasará si no lo hago.
Alvin Miller echó la cabeza hacia atrás y aulló como un piel roja.
—¿Cuál es su nombre, extraño?
—Truecacuentos.
—Bueno, señor Truecacuentos, espero que le agrade el sabor del polvo, pues eso es lo que comerá antes que ninguna otra cosa en esta casa.
Truecacuentos sintió que la presión sobre su antebrazo se hacía más intensa. Tenía buenos brazos, pero no como los de este hombre. Sin embargo, en el forcejeo no todo era cuestión de fuerza. También intervenía la astucia, y eso a Truecacuentos no le faltaba. Se dejó vencer lentamente por el peso de Alvin Miller mucho antes de que éste se valiera de todas sus fuerzas. Entonces, de pronto, empujó con toda su energía en la misma dirección en que lo hacía su contrincante. Por lo general, eso bastaba para derribar al hombre más fuerte, haciendo uso de las propias fuerzas del adversario. Pero Alvin Miller estaba prevenido, empujó hacia el lado opuesto y arrojó a Truecacuentos tan lejos que éste fue a dar de bruces sobre los cantos rodados que formaban la base del molino inconcluso.
No había habido la menor malicia en ello, sino el puro placer de la contienda. Apenas Truecacuentos puso pie en tierra, ya estaba Miller a su lado ayudándolo, preguntándole si se había roto algo.
—Me alegro de que todavía no haya puesto la piedra de molino en su sitio —dijo Truecacuentos—, pues de otro modo tendría que meterme los sesos de nuevo en la cabeza.
—¿Qué? Está en el territorio del Wobbish, hombre. ¡Aquí no se necesitan sesos!
—Pues bien. Me ha vencido. ¿Eso significa que no me he ganado la cama y la comida?
—¿Ganado? Claro que no se lo ha ganado. —Pero su sonrisa desmentía la severidad de sus palabras—. No, no, si quiere puede trabajar, que a un hombre le agrada sentir que paga por lo que recibe. Pero, la verdad… le permitiría quedarse aun cuando tuviera las dos piernas rotas y no pudiera ayudar un comino. Tenemos una cama para usted, al otro lado de la cocina, y apuesto diez contra uno a que los niños ya han avisado a Fe para que ponga otro plato a la mesa esta noche.
—Es usted muy amable, señor.
—Qué va —repuso Alvin Miller—. ¿Seguro que no se ha roto nada? Vaya, si cayó justo sobre las piedras…
—En ese caso debería revisar las piedras para cerciorarse de que no se haya roto ninguna, señor.
Alvin volvió a reír, le palmeó la espalda y lo condujo rumbo a la casa.
Y qué casa… En el mismo infierno no podría haber más gritos y aullidos. Miller trató de presentarle a su familia. Las cuatro niñas mayores eran sus hijas, que se afanaban en un sinfín de labores distintas mientras discutían separadamente con cada una de sus hermanas a viva voz, de altercado en altercado a medida que el trabajo las llevaba de una sala a otra. El pequeñuelo que lloraba era un nieto, como también lo eran los cinco mocosos que jugaban a la cacería debajo de la mesa del comedor. La madre, Fe, parecía no prestar atención a lo que la rodeaba mientras trabajaba en la cocina. Ocasionalmente lanzaba algún moquete al niño que pasaba más cerca de ella, pero, si no, proseguía su tarea sin que nada la interrumpiera… o su constante retahíla de órdenes, amenazas, retos y quejas.
—¿Cómo consigue no volverse loca en medio de semejante desquicio? —le preguntó Truecacuentos.
—¿No volverme loca? —respondió ella con acritud—. ¿Cree que si todavía estuviera cuerda podría hacer frente a todo esto?
Miller lo condujo a su habitación. Así la llamó. «Su habitación, mientras guste quedarse.» Tenía una gran cama y una almohada de plumas, y frazadas también. Y la mitad de una de las paredes daba a la chimenea, de modo que era un sitio cálido. En toda su travesía, nadie había ofrecido a Truecacuentos una cama como ésa.
—Prométame que su nombre no es Procusto en realidad… —dijo.
Miller no comprendió la alusión, pero no fue problema, pues vio la expresión del rostro de Truecacuentos. Sin duda, no era la primera vez que veía esa expresión.
—No damos a nuestros huéspedes la peor habitación, Truecacuentos, sino la mejor. Y no se hable más del asunto.
—Entonces mañana deberá permitirme que trabaje para usted…
—Ah, si es bueno con las manos, hay mucho que hacer. Y si no le da vergüenza hacer labores de mujeres, mi esposa podría aprovechar su ayuda. Veremos mañana. —Alvin Miller se marchó de la habitación y cerró la puerta tras de sí.
El ruido de la casa apenas quedaba amortiguado por la puerta cerrada, pero no era música que molestase a Truecacuentos. Era media tarde, pero no pudo evitarlo: se libró de sus bultos, se quitó las botas y se tendió sobre el colchón. Oyó el ruido de la paja, pero sobre la paja había un colchón de plumas que hacía de la cama algo suave y mullido. Y la paja era fresca, y de las soleras pendían hierbas secas que olían a tomillo y romero. ¿Alguna vez dormí en una cama tan cómoda en Filadelfia? ¿O antes aun, en Inglaterra? No desde que dejé el vientre de mi madre, pensó.
En esa casa no había nada vergonzoso en el uso de poderes: en la puerta, a ojos vista, habían pintado un conjuro. Él supo reconocer el dibujo: era un conjuro pacificador, concebido para alejar toda violencia del alma que durmiera en esa casa. No era un conjuro de advertencia, ni de defensa. Ni estaba hecho para proteger la casa del huésped, ni al huésped de la casa. Era para dar comodidad, así de simple. Y estaba perfecta y exquisitamente dibujado con las proporciones debidas. No era fácil trazar con exactitud un conjuro hecho de treses. Truecacuentos no podía recordar haber visto otro tan perfecto.
Por ello no le sorprendió que, al tenderse en la cama, sus músculos comenzaran a desanudarse, como si ese lecho y esa habitación pudieran diluir el cansancio de veinticinco años de peregrinaje. Pensó que sería bueno que su tumba fuese tan cómoda como esa cama.
Cuando Alvin Júnior lo sacudió para despertarlo, la casa olía a salvia y a pimienta, y a carne humeante.
—Tiene el tiempo justo para ir al excusado, lavarse y venir a comer —dijo el niño.
—Debo de haberme quedado dormido —aventuró Truecacuentos.
—Para eso hice el conjuro —respondió el pequeño—. Funciona bien, ¿verdad? —Y luego salió de la habitación.
Casi de inmediato, Truecacuentos oyó a una de las niñas lanzar una retahíla de espeluznantes amenazas al niño. La riña prosiguió a todo volumen mientras Truecacuentos se dirigía al excusado, y cuando regresó todavía seguían peleando. Pero esta vez Truecacuentos creyó advertir que se trataba de una hermana distinta.
—Juro que esta noche, Al Júnior, te coseré un zorrillo a la planta de los pies. —La distancia le impidió escuchar la réplica del niño, que provocó otro exabrupto. No era la primera vez que Truecacuentos oía gritos. A veces de amor, otras de odio. Cuando eran de odio, se marchaba tan pronto como se lo permitían sus piernas. Pero en esta casa podía quedarse.
Con las manos y el rostro limpio, Fe le permitió que llevara a la mesa las hogazas de pan, «siempre y cuando no permita que el pan toque esa camisa inmunda que lleva puesta». Y luego Truecacuentos ocupó su lugar en la hilera, plato en mano, y toda la familia se dirigió a la cocina en tropel y emergió con buena parte de un cerdo repartido entre todos sus miembros.
Fue Fe y no Miller quien ordenó a una de las niñas que rezara, y Truecacuentos notó que Miller ni siquiera cerraba los ojos, aunque todos los niños inclinaron la cabeza y unieron sus manos. Era como si tolerara la oración pero no la alentara. Sin tener que preguntar, Truecacuentos supo que Alvin Miller y el predicador de aquella bonita iglesia blanca no debían de llevarse muy bien. Truecacuentos se figuró que Alvin Miller podría apreciar uno de los proverbios de su libro: «Así como la oruga escoge las hojas más distantes para poner sus huevos, el sacerdote arroja su maldición sobre las satisfacciones más justas.»
Para sorpresa de Truecacuentos, a la hora de comer la casa fue un paraíso. Cada niño informó en su momento de lo que había hecho ese día y todos escucharon, a veces aderezando el relato con alabanzas o consejos. Finalmente, cuando el guisado desapareció y Truecacuentos limpiaba los últimos restos de su plato con una rebanada de pan, Miller se volvió a él, como si fuera uno más de la familia.
—¿Y su día, Truecacuentos? ¿Estuvo bien empleado?
—Anduve unas millas antes de mediodía y trepé a un árbol —dijo Truecacuentos—. Vi un campanario, que me condujo a un pueblo. Allí un hombre cristiano temió mis poderes ocultos, si bien no vio ninguno de ellos, y lo mismo hizo un predicador, si bien dijo no creer que los tuviera. Pero yo andaba buscando una cama y algo que comer, y la oportunidad de trabajar para retribuir por ellos, y una mujer me dijo que los que vivían al final de cierta senda de carretas me acogerían.
—Ésa debió ser nuestra hija Eleanor —comentó Fe.
—Sí —asintió Truecacuentos—. Ahora veo que tiene los ojos de su madre, que siempre están serenos por mucho que suceda a su alrededor.
—No, amigo —contradijo Fe—. Es que estos ojos han visto tales épocas que desde entonces no ha sido fácil alarmarme.
—Espero que antes de marcharme me permita escuchar el relato de esas épocas —pidió Truecacuentos.
Fe apartó la mirada mientras depositaba sobré el pan de su nieto otra lonja de queso.
Truecacuentos prosiguió con la narración de su día, sin embargo, sin intención de que la mujer se diera cuenta de que él podía haberse incomodado por no obtener respuesta.
—Esa senda de carretas era de lo más extraña —explicó—. Había puentes cubiertos sobre vados que hasta un niño podría cruzar, y un hombre, saltar de orilla a orilla. Espero poder oír la historia de esos puentes antes de marcharme.
Una vez más, nadie enfrentó su mirada.
—Y cuando salí de la espesura, encontré un molino sin rueda, y dos niños luchando en una carreta, y un molinero que me dio el peor empujón de mi vida, y una familia que me acogió y me ofreció la mejor habitación de la casa a pesar de que yo era un desconocido y de que no sabían si yo era bueno o malo.
—Por supuesto, usted es bueno… —concedió Al Júnior.
—¿No le molesta que pregunte? He encontrado mucha gente hospitalaria en mi vida y he estado en muchos hogares felices, pero en ninguno tanto como éste, y en ninguno donde se alegraran tanto de tenerme.
Todos permanecieron inmóviles. Finalmente, Fe levantó la cabeza y le sonrió.
—Me satisface que nos encuentre felices —aseguró—. Pero todos recordamos también otras épocas, y tal vez nuestra actual felicidad sea más dulce por el recuerdo del dolor.
—¿Pero por qué han aceptado a un hombre como yo?
Miller fue quien respondió.
—Porque una vez también fuimos desconocidos, y una buena gente nos recibió.
—En una época viví en Filadelfia, y quisiera preguntar si sois de la Sociedad de Amigos.
Fe sacudió la cabeza.
—Yo soy presbiteriana. Al igual que muchos de mis hijos.
Truecacuentos miró a Miller.
—Yo no soy nada—respondió.
—Ser cristiano no es no ser nada —acotó Truecacuentos.
—Pero tampoco soy cristiano.
—Ah, deísta entonces, como Tom Jefferson. —Los niños murmuraron al escuchar el nombre del procer.
—Truecacuentos, soy un padre que ama a sus hijos, un esposo que ama a su mujer, un granjero que paga sus deudas y un molinero sin rueda de molino. —Luego el hombre se levantó de la mesa y se alejó. Escucharon que se cerraba una puerta. Se había ido afuera.
Truecacuentos se dirigió a la mujer.
—Ay, señora, me temo que lamentará mi llegada a esta casa…
—Usted hace demasiadas preguntas…
—Le he dicho mi nombre, y mi nombre es mi ocupación. Cada vez que percibo una historia, una historia de verdad, una historia que interesa, siento avidez de ella. Y si la escucho y la creo, la recuerdo para siempre y la vuelvo a contar dondequiera que esté.
—¿Así se gana la vida? —preguntó una de las niñas.
—Me gano la vida ayudando a reparar vagones y a cavar zanjas y a hilar y a cualquier otra cosa que haya que hacer. Pero la misión de mi vida es contar cuentos, y los voy trocando uno por uno. Tal vez en este momento penséis que no deseáis contarme ninguna de vuestras historias, y conmigo no hay problema, pues jamás tomé una historia que no me contaran voluntariamente. No soy ningún ladrón. Pero ya veis, he conseguido un relato: lo que hoy me sucedió. La gente más amable y la casa más cómoda entre el Mizzipy y el Alph.
—¿Dónde queda el Alph? ¿Es un río? —preguntó Cally.
—¿Qué? ¿Queréis una historia? —preguntó Truecacuentos.
Sí, clamaron los niños.
—Pero no sobre el río Alph —advirtió Al Júnior—. Ese sitio no existe.
Truecacuentos lo miró con genuina sorpresa.
—¿Cómo lo sabes? ¿Has leído la colección de Lord Byron sobre la poesía de Coleridge?
Al Júnior miró a los demás, desorientado.
—No tenemos muchos libros por aquí—señaló Fe—. El predicador les da lecciones sobre la Biblia para que puedan aprender a leer.
—¿En ese caso, cómo supiste que el río Alph no existe?
Al Júnior frunció el rostro, como si dijera: «No me pregunte cosas cuya respuesta ni yo mismo sé.»
—Quiero una historia sobre Jefferson. Usted dijo su nombre como si lo conociera.
—Oh, lo conocí. Y a Tom Paine, y a Patrick Henry, antes de que lo colgaran, y vi la espada que decapitó a George Washington. Hasta vi al rey Roberto II, antes de que los franceses hundieran su nave en un mal viaje y lo enviaran al fondo del mar.
—Donde siempre debió haber estado —murmuró Fe.
—Si no más hondo todavía —agregó una de las niñas mayores.
—A eso diré amén. En los Apalaches dicen que tenía tanta sangre en las manos que hasta sus huesos estaban teñidos, y que ningún pez quiso hincar un diente en ellos.
Los niños se echaron a reír.
—Más aún que Tom Jefferson —añadió Al Júnior—, quisiera un cuento sobre el más grande mago americano. Seguro que usted conoció a Ben Franklin.
Nuevamente, el pequeño lo sorprendió. ¿Cómo podía saber que, de todas sus historias, las que más le agradaba contar eran las de Ben Franklin?
—¿Si lo conocí? Hum… un poco —contestó Truecacuentos, sabiendo que en su forma de decirlo prometía todas las historias que ellos pudieran desear—. Viví con él sólo unos seis años, y todas las noches pasaba ocho horas sin estar a su lado, conque no creo que pueda deciros gran cosa…
Al Júnior se inclinó sobre la mesa, con los ojos brillantes y sin pestañear.
—¿De veras fue un hacedor?
—Ay, ay, cada historia a su tiempo —requirió Truecacuentos—. Mientras vuestro padre y vuestra madre quieran tenerme por aquí, y mientras crean que puedo ser útil, me quedaré, y os contaré historias día y noche.
—Comenzando por Ben Franklin —insistió Alvin—. ¿Es cierto que sabía arrancar rayos del cielo?