Capítulo 6 LA VIGA MAESTRA

Las hachas caían, los hombres entonaban himnos durante la labor y la nueva iglesia del reverendo Philadelphia Thrower se erigía imponente sobre la comunidad de la aldea de Vigor. Todo transcurría mucho más deprisa de lo que el reverendo Thrower podía haber sospechado. La primera pared de la construcción apenas había sido levantada uno o dos días atrás, cuando apareció ese piel roja ebrio y tuerto y fue bautizado, como si la sola visión de la iglesia le hubiese permitido ascender hacia la civilización y el Cristianismo. Si un piel roja ignorante como Lolla-Wossiky podía acercarse a Jesús, ¿qué otros milagros no podrían realizarse en estas tierras salvajes cuando el recinto sagrado estuviese concluido y su ministerio fuera firmemente encauzado?

Pero el reverendo Thrower no estaba enteramente feliz. Había enemigos de la civilización más poderosos que la barbarie de los pieles rojas, y los signos no eran tan esperanzadores como cuando Lolla-Wossiky vistió ropas de hombre blanco por vez primera.

En particular, lo que oscurecía ese día tan diáfano era el hecho de que Alvin Miller no estuviera entre los trabajadores. Y su esposa ya había agotado toda excusa posible en su nombre. El viaje para dar con una piedra de molino apropiada ya había terminado; había tomado un día de descanso, y ahora le correspondía estar allí.

—¿Acaso está enfermo? —preguntó Thrower. La boca de Fe se endureció. —Cuando le dije que no vendría, reverendo Thrower, no quise decir que no pudiera venir…

Esa respuesta confirmó las sospechas crecientes de Thrower.

—¿Le he ofendido en algo? Fe suspiró y apartó la vista para posarla sobre los postes y vigas de la iglesia.

—No es algo que usté mismo haya hecho, señor, como decirle… no tiene que ver con el trato que un hombre dispensa a otro, vea… —De pronto se mostró alarmada—. ¿Qué es eso?

Al lado del edificio, casi todos los hombres sujetaban cuerdas en la mitad posterior de la viga maestra para poder calzarla en su sitio.

Era un trabajo engorroso, que resultaba más difícil aún porque los niños se revolcaban en el suelo de tierra y pasaban por entre las piernas de los hombres. Los revoltosos eran objeto de su atención esta vez.

—¡Al! —exclamó Fe—. ¡Alvin Júnior, ya te me estás levantando de ahí! —Dio dos zancadas hacia la nube de polvo que daba cuenta de las luchas heroicas de los niños de seis años.

El reverendo Thrower no pensaba permitirle que terminara la conversación tan fácilmente.

—Señora Fe —comenzó con aspereza—. Alvin Miller es el primer hombre que se asentó en estas tierras, y la gente lo tiene en alta estima. Si está en contra de mí por alguna razón, perjudicará sumamente mi ministerio. Al menos puede decirme qué es lo que hice para que se sienta ofendido…

Fe lo miró a los ojos, como para ver si sería capaz de escuchar la verdad.

—Fue su estúpido sermón, señor… —dijo.

—¿Estúpido?

—Bueno, señor. La verdá es que usté tendría que saber que no es así, digo, viniendo de Inglaterra…

—De Escocia, señora Fe.

—Y digo, ¿no?, como lo educaron en colegios donde no saben mucho de…

—¡En la Universidad de Edimburgo! Si cree que no saben mucho de…

—De sortilegios, conjuros, hechizos y cosas por el estilo…

—Sé que quien sostiene usar tales poderes invisibles y oscuros en tierras que obedecen al Lord Protector, señora Fe, comete un delito fatal, si bien en su misericordia el Lord se limita a desterrar a aquellos que…

—Pero si ahí lo tiene, justamente —repuso ella triunfal—. No creo que en esa universidá le enseñen mucho sobre estas cosas, ¿o sí? Y sin embargo, aquí vivimos de ese modo, y llamarlo superstición…

—Yo lo llamé histeria… —Eso no cambia el hecho de que dé resultado. —Entiendo que algunas personas crean que da resultado —dijo Thrower con paciencia—. Pero todo en el mundo es o bien ciencia o bien milagro. Los milagros fueron producidos por Dios en las épocas remotas. Pero esas épocas ya han concluido. Hoy, si queremos cambiar el mundo, debemos buscar las herramientas, no en la magia, sino en la ciencia.

Thrower observó su rostro y vio que no estaba causando mucha impresión.

—Ciencia…—repuso—.¿Como por ejemplo tocar los bultos que uno tiene en la cabeza?

No creyó que la mujer hubiera luchado mucho por contener su sorna.

—La frenología es una ciencia en pañales —dijo fríamente— y posee muchas deficiencias, pero pienso descubrir…

La mujer se echó a reír como una colegiala. No parecía haber dado a luz catorce hijos.

—Lo siento, reverendo Thrower, pero acabo de recordar que Mesura lo llamó «sesomancia», y se figuró que usté no tendría muy buena fortuna por estos lados…

Cierto es, pensó el reverendo Thrower, pero no se proponía admitirlo.

—Señora Fe, hablé como lo hice para que la gente comprendiera que hay formas superiores de pensamiento en el mundo actual y que ya no tenemos necesidad de apoyarnos en las ilusiones de…

Pero de nada sirvió. La paciencia de la mujer se había agotado.

—Mire, reverendo Thrower, tendrá que disculparme, pero si ese chico no deja de enredar con los otros, acabará recogiendo el primer sopapo que pase volando. —Y se marchó para caer como la ira del Señor sobre Alvin y Calvin, sus pequeños de seis y tres años. Nadie como ella para echar filípicas. Podía escucharla desde donde estaba, y eso que el viento soplaba en contra.

Qué ignorancia, dijo Thrower para sus adentros. No sólo se me necesita aquí como hombre de Dios entre salvajes, sino también como hombre de ciencia entre necios supersticiosos. Alguien pronuncia una maldición y luego, seis meses después, alguna desgracia le ocurre al maldecido. Siempre es así. Al menos dos veces al año algo malo ha de suceder a cualquiera. Y eso les da la absoluta certeza de que su maldición tuvo efecto maléfico. Post hoc ergo propter hoc.

En Gran Bretaña, los estudiantes aprenden a dejar de lado tales errores elementales de la lógica mientras aún estudian el trivium. He aquí un modo de vivir. El Lord Protector estaba en lo cierto al castigar a los practicantes de magia en Gran Bretaña, si bien Thrower prefería que lo hiciera sobre los cargos de estupidez y no de herejía. Tratar la magia de herejía le confería excesiva dignidad, como si fuera algo que temer y no que despreciar.

Tres años atrás, después de haber obtenido su título de doctor en Divinidad, Thrower vislumbró por vez primera el daño que el Lord Protector estaba cometiendo. Lo recordaba como un hito en su vida. ¿Acaso no fue también la primera vez que el Visitante se había presentado ante él? Fue en su pequeña sala de la rectoría de la iglesia de St. James, en Belfast, donde oficiaba de pastor asistente, su primer cargo desde que había sido ordenado. Estaba observando un mapa de la Tierra cuando su mirada se posó sobre América, en el sitio donde Pensilvania se veía con nitidez, desde las colonias holandesas y suecas hacia el oeste, hasta que las líneas se desvanecían en la oscura región más allá del Mizzipy. Fue como si el mapa cobrara vida, y entonces vio el flujo de gente que arribaba al Nuevo Mundo. Los buenos puritanos, los hombres fieles a la iglesia y los sólidos empresarios marchaban a Nueva Inglaterra; los papistas, los realistas y los bribones iban a la región esclava y rebelde de Virginia, Carolina y Jacobia, a las llamadas Colonias de la Corona. Era la clase de gente que, cuando hallaba su sitio, se quedaba allí para siempre.

Pero a Pensilvania iba otra clase de personas. Los alemanes, holandeses, suecos y hugonotes huían de sus países y se dirigían a la colonia de Pensilvania para hacer de ella una escupidera, una ciénaga desbordante de la peor estofa humana del continente. Y lo peor es que no se quedarían allí. Estos oscuros campesinos recalarían en Pensilvania, descubrirían que las tierras pobladas —para Thrower no eran «civilizadas»— de Pensilvania estaban demasiado atiborradas para ellos y de inmediato partirían hacia el oeste, con dirección a la región de los pieles rojas para establecer sus granjas entre los bosques. ¿Qué importaba que el Lord protector les hubiese prohibido específicamente afincarse allí? ¿Qué les importaba la ley a estos paganos? Lo que querían era tierras, como si la mera posesión de una franja de polvo hiciera de un campesino un caballero.

Y entonces, la visión que Thrower tuvo de América ya no fue desoladora sino negra. Vio que en el nuevo siglo la guerra llegaría a América. En su visión, el rey de Francia enviaría a Canadá a ese molesto coronel corso, Bonaparte, y su gente agitaría a los pieles rojas desde el fuerte francés de Detroit. Los indios se abatirían sobre los colonos para destruirlos. Podían ser la peor escoria, pero fundamentalmente eran escoria inglesa, y la visión de la matanza piel roja puso a Thrower la piel de gallina.

Pero aun cuando ganasen los ingleses, el resultado sería el mismo. Al oeste de los Apalaches, América nunca sería tierra cristiana. Ora se quedarían con ella los condenados franceses y españoles papistas, ora los no menos malditos pieles rojas salvajes, o bien pulularían por doquier los ingleses más depravados, que se reían de Cristo y del Lord Protector por igual. Otro continente se perdería por entero al conocimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Era una visión tan espeluznante que Thrower lanzó un grito, creyendo que nadie lo escucharía en los confines de su diminuta sala.

Pero alguien sí lo escuchó.

—El hombre de Dios tiene por delante toda una vida de trabajo —dijo alguien a sus espaldas.

Thrower giró de inmediato, azorado. Pero era una voz suave y cálida, un rostro anciano y afable, y el temor de Thrower no duró más de un momento, pese a que la puerta y la ventana estaban firmemente cerradas y ningún hombre común podía haberse introducido en su recinto.

Thrower se dirigió a él reverentemente, creyendo que el hombre era sin duda parte de la manifestación que acababa de revelársele:

—Señor, quienquiera que seáis, he visto el futuro de Norteamérica, y me pareció ser la victoria de Satán.

—Satán vence —repuso el hombre— allí donde los hombres del Señor pierden las esperanzas y le abren paso.

Y luego, sin más, el hombre desapareció. En ese momento, Thrower comprendió cuál sería la labor de su vida. Llegar hasta las tierras indómitas de América, construir una iglesia de campo, y luchar contra el demonio en sus propias tierras. Le había llevado tres años conseguir el dinero y la anuencia de sus superiores de la Iglesia de Escocia, pero ahora estaba allí, ante las vigas y postes de su templo a medio erigir, ante la madera blanca y desnuda, un claro reproche al oscuro bosque de barbarie del cual había sido arrancada.

Desde luego, era de esperar que el diablo reparara en semejante empresa magnífica. Y era obvio que el principal discípulo del demonio en la aldea de Vigor era Alvin Miller. Aun cuando todos sus hijos se encontraban allí, ayudando a construir la iglesia, Thrower sabía que eso era obra de Fe. La mujer hasta había concedido que tal vez su corazón perteneciera a la Iglesia de Escocia, a pesar de haber nacido en Massachussets; su participación significaba que Thrower podía esperar formar una congregación, siempre y cuando Alvin Miller no lo estropeara todo.

Y vaya si podría estropear las cosas… Una cosa era que Alvin se hubiera ofendido por algo que Thrower dijera o hiciera inadvertidamente. Pero abrir el debate sobre la creencia en brujerías, desde el comienzo mismo, ah, no había modo de eludir el conflicto. El campo de batalla estaba trazado: Thrower ocupaba el lado del Cristianismo y la ciencia, y del otro, todos los poderes de la oscuridad y la superstición. Del otro lado estaba la naturaleza carnal y bestial del hombre, y Alvin Miller era su abanderado. Apenas he iniciado mi contienda en nombre del Señor, pensó Thrower. Si no puedo derrotar a este primer oponente, ninguna otra victoria me será posible.

—¡Pastor Thrower! —gritó el hijo mayor de Alvin, David—. ¡Estamos listos para izar la viga maestra!

Thrower avanzó con paso ligero y luego, recordando su dignidad, serenó su andar. Nada en los evangelios sugería que el Señor hubiese corrido alguna vez. Sólo caminó, como era propio de su elevada estatura. Desde luego, Pablo había hecho comentarios acerca de correr una larga distancia, pero eso era sólo una alegoría. Un ministro debía ser la sombra de Jesucristo, caminar como Él y representarlo ante el pueblo. Era lo más cerca que esta gente podía llegar a estar de la majestuosidad de Dios. El reverendo Thrower tenía el deber de refrenar la vitalidad de su juventud y caminar con el paso reverente de un anciano, aunque sólo tuviera veinticuatro años.

—¿Piensa bendecir la viga, verdad? —preguntó uno de los granjeros. Era Ole, un sueco proveniente de las orillas de Delaware y, por lo tanto, luterano de corazón. Pero estaba dispuesto a colaborar para construir una iglesia presbiteriana en el valle del Wobbish, considerando que fuera de ella el templo más cercano era la catedral papista de Detroit.

—Así es —repuso Thrower. Posó su mano sobre la viga pesada y cortada a golpes de hacha.

—Reverendo Thrower. —A sus espaldas oyó la voz de un niño. Sólo una voz infantil podía ser tan aguda y estridente—. ¿No sería una especie de hechizo bendecir un pedazo de madera?

Thrower se volvió y alcanzó a ver a Fe Miller imponiendo silencio al niño. Alvin Júnior sólo tenía seis años, pero obviamente acabaría causando tantos problemas como su padre. Tal vez más aún… Alvin, el padre, al menos había tenido la delicadeza de mantenerse al margen de la construcción de la iglesia.

—Usté siga adelante —dijo Fe—. No se moleste por él. Todavía no le he enseñado cuándo abrir la boca y cuándo callar…

Pero aunque la mano de la mujer oprimía fuertemente los labios del pequeño, la mirada tenaz del niño seguía posada sobre él. Y cuando Thrower volvió a su tarea, vio que todos los hombres lo miraban con expectación. La pregunta del niño era un desafío al que debía responder, pues de lo contrario pasaría por hipócrita o por tonto delante de los mismos hombres a quienes había venido a convertir.

—Si creen que mi bendición realmente hace algo por modificar la naturaleza de la viga maestra —convino—, entiendo que les resulte afín con una brujería. Pero lo cierto es que la viga en sí es sólo la ocasión. Lo que realmente estoy bendiciendo es la congregación de cristianos que se reunirá bajo este techo. Y en eso no hay nada de mágico. Lo que estamos pidiendo es el poder y el amor de Dios, no una cura para las verrugas ni un hechizo contra el mal de ojo.

—¡Qué lástima! —murmuró un hombre—. A mí me vendría bien una cura pa' las verrugas…

Todos se echaron a reír, pero el peligro había pasado. Cuando la viga maestra se elevara, su ascensión sería un acto cristiano y no pagano.

Bendijo la viga maestra y tomó la precaución de cambiar la oración habitual por otra que específicamente no confiriera ninguna propiedad determinada a la viga misma. Luego los hombres ajustaron la cuerda y Thrower entonó «Gloria al Señor sobre el inmenso mar», con toda su espléndida voz de barítono, para que su labor hallara ritmo e inspiración.

Y sin embargo, todo el rato tenía una nítida conciencia del pequeño Alvin Júnior. No era sólo por el incómodo desafío que el niño le había lanzado poco antes. El pequeño era espontáneo y puro como todas las criaturas. Thrower no pensaba que cavilara intenciones siniestras. Lo que llamaba la atención del niño era algo totalmente distinto. No era ninguna propiedad del pequeño en sí, sino algo acerca de las personas que lo estuvieran mirando todo el tiempo. Eso sería una ocupación permanente, ya que no paraba de corretear un minuto. Pero siempre tenían conciencia de él, como el cocinero del colegio tenía siempre conciencia del perro de la cocina: jamás le hablaba, pero iba y venía a su alrededor sin detenerse en su trabajo.

No eran sólo sus familiares los que tanto lo cuidaban. Todos se comportaban del mismo modo: alemanes, escandinavos, ingleses, recién llegados y antiguos colonos. Como si la crianza del niño fuera un proyecto comunitario, al igual que la construcción de la iglesia o de un puente sobre el río.

—Despacio, despacio, despacio —gritaba Previsión, encaramado cerca de la cumbrera derecha para guiar hasta su sitio la pesada viga. Debía ser así, para que las alfardas se recostaran suavemente contra ella y formaran un sólido techo.

—No, no, os habéis pasado —gritó Mesura.

Estaba de pie sobre un andamio, en la viga transversal sobre la cual descansaba el corto poste que sostendría las dos vigas maestras allí donde los extremos de ambas encajaban uno en el otro. Precisamente esto era lo más importante para poder construir el techo, y también lo más engorroso.

Debían colocar los extremos de dos pesadas vigas sobre la punta de un madero que apenas tenía medio metro de ancho. Por eso estaba allí Mesura, quien hacía justicia a su nombre por su buen ojo y cuidado.

—¡Va bien! —gritaba el joven—. ¡Más!

—¡Otra vez para mi lado! —exclamó Previsión.

—¡Quietos! —gritó Mesura.

—¡Listo! —se oyó la voz de Previsión.

Por fin también Mesura dio el alto, y los hombres que trabajaban desde el suelo aflojaron la tensión de las cuerdas. Y cuando las sogas cayeron laxas, todos lanzaron vivas, pues la viga maestra se extendía hasta la parte central de la iglesia. No sería una catedral, pero en esas tierras de ignorancia era una labor prodigiosa: la estructura más grande que alguien hubiera osado imaginar en miles de kilómetros a la redonda. El mero hecho de construirla era una declaración de que los colonos estaban decididos a quedarse, y que ni franceses, ni españoles, ni caballeros, ni yanquis, ni siquiera los salvajes pieles rojas con sus flechas de fuego podrían conseguir que se marcharan de ese lugar.

Naturalmente, el reverendo Thrower entró junto con todos los demás para ver por primera vez el cielo quebrado por una viga de no menos de doce metros de largo. Y eso apenas era la mitad de lo que finalmente llegaría a ser.

Mi iglesia, pensó Thrower, y ya es más bella que casi todo lo que vi en Filadelfia.

Sobre la endeble estructura de tablas, Mesura embutía un tarugo de madera en la muesca que había al extremo de la viga maestra hasta introducirla en el orificio correspondiente de la cumbrera. Previsión hacía lo mismo por el otro lado. Los tarugos sostendrían la viga en su sitio hasta que colocaran las alfardas. Y cuando hubieran terminado, la viga maestra sería tan fuerte que hasta podrían quitar la viga transversal, de no ser porque la necesitaban para colgar el candelabro que iluminaría la iglesia de noche. De noche, para que los vidrios de colores refulgieran en la oscuridad. Tal era la grandeza del sitio que el reverendo Thrower concebía. Que sus mentes simples se postraran de admiración cuando vieran el lugar y que se maravillaran ante la majestuosidad del Señor.

Y en eso pensaba, cuando de pronto Mesura dejó escapar un alarido de terror, y todos vieron horrorizados que la cumbrera se había partido bajo el golpeteo del martillo del muchacho. La pesada e inmensa viga maestra brincó dos metros por los aires y se escapó de las manos de Previsión, quien la sostenía del otro lado, para quebrar el andamiaje como si fuese hojarasca. La viga maestra pareció quedarse suspendida en el aire por un momento, tan horizontal como uno pueda imaginar, y luego se desplomó como si el mismo Señor hubiese plantado sus pies sobre ella.

Y el reverendo Thrower no tenía que mirar para saber que directamente debajo de esa viga habría alguien cuando se estrellara contra la tierra. Lo supo porque tuvo conciencia del pequeño, supo que corría precisamente en la dirección equivocada, supo que su propio grito de «¡Alvin!» hizo que el niño se detuviera exactamente en el sitio indebido.

Y cuando miró, fue tal como supo que sería: allí estaba de pie el pequeño Al, mirando el tronco rebanado que lo enterraría en el suelo de la iglesia. Ninguna otra cosa sufriría daños, pues la viga caería horizontal, perfectamente plana, y su impacto se transmitiría a todo el suelo. El niño era demasiado pequeño incluso para atenuar la caída del madero. Sería aplastado, machacado, y su sangre salpicaría la madera blanca del suelo de la iglesia. Jamás conseguiré limpiar esa mancha, pensó Thrower irracionalmente, pero uno no puede controlar sus pensamientos en presencia de la muerte.

Thrower vio el impacto como si se tratara de un relámpago cegador. Escuchó el estruendo de la madera sobre la madera. Escuchó los gritos. Luego sus ojos se aclararon y vio la viga maestra tendida. Un extremo, exactamente donde debía estar. El otro, también. Pero en el medio, la viga se había partido en dos, y entre ambas partes estaba el pequeño Alvin de pie, con el rostro pálido de terror. Ileso. El niño estaba ileso. Thrower no sabía alemán ni sueco, pero supo muy bien qué significaban los murmullos que oía a su alrededor. Pues que blasfemen, pensó Thrower. Yo debo comprender qué ha sucedido aquí. Fue hasta el niño y posó sus manos sobre la cabecita, buscando hallar algún daño. Pero ni un solo cabello estaba fuera de lugar. La cabeza del pequeño estaba caliente, muy caliente, como si hubiera estado ante un fuego. Luego Thrower se arrodilló y examinó la viga. El corte era de una suavidad tal que parecía que la madera había crecido de ese modo, justo con la anchura suficiente para esquivar la cabeza del niño por completo.

Y entonces llegó la madre de Al y alzó al niño entre llantos y sollozos de alivio. El pequeño Alvin también lloraba. Pero Thrower pensaba en otras cosas. Era un hombre de ciencia, después de todo, y lo que acababa de ver no era posible. Hizo que los hombres midieran a zancadas la longitud de la viga, una y otra vez. Yacía sobre el suelo, exactamente con el largo original. El extremo derecho distaba del izquierdo tal como debía ser. Y el fragmento del tamaño de la cabeza del niño sencillamente había desaparecido. Se había desvanecido en un momentáneo destello de fuego que dejó la cabeza de Alvin y ambas puntas de la viga ardiendo como brasas, pero sin marcas ni quemaduras de ninguna clase.

Y luego Mesura comenzó a aullar desde la viga transversal, de la cual pendía sujeto por los brazos. Había logrado asirse de ella al caer el andamio. Moderación y Calma treparon para ayudarlo a bajar sin que se lastimara. El reverendo Thrower no podía pensar en eso. Lo único que cabía en su mente era que un niño de seis años podía plantarse debajo de una viga que caía para que ésta se partiera en dos y le hiciera un lugar en el medio. Tal como el mar Rojo se abrió en dos para Moisés, a izquierda y derecha.

—El séptimo hijo… —murmuró Previsión. El joven se sentó sobre la viga caída, a la izquierda de la fractura.

—¿Qué? —preguntó el reverendo Thrower.

—Nada—repuso el joven.

—Has dicho «el séptimo hijo», pero el séptimo es Calvin…

Previsión meneó la cabeza.

—Teníamos otro hermano. Murió unos minutos después de que Al naciera. —Y volvió a menear la cabeza—. Es el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón.

—Pero eso le convierte en un engendro del diablo —dijo Thrower estupefacto.

Previsión le miró con desprecio.

—Tal vez en Inglaterra penséis así, pero en estos lugares creemos que una persona así puede ser un sanador, tal vez, o un dotado, —pero sea lo que fuere lo hará con rectitud y bondad. —-Luego un pensamiento asomó a los ojos de Previsión y le. hizo sonreír—. Engendro del diablo —repitió, paladeando maliciosamente sus palabras—. A mí eso me suena a histeria.

Furioso, Thrower se alejó de la iglesia a grandes zancadas.

Encontró a la señora Fe sentada sobre un banco, con Alvin en su regazo, meciéndolo mientras el pequeño seguía gimiendo. Lo regañaba suavemente.

—Te dije que no corrieras sin mirar. Siempre andas metido entre las piernas de los demás. No sabes quedarte quieto. Una tiene que andar como una loca buscándote de aquí para allá… —Entonces vio a Thrower de pie ante ella y guardó silencio—. No se aflija —dijo—. No lo volveré a traer por aquí. —Me alegro, por su seguridad —repuso Thrower—. Si pensara que mi iglesia debe construirse a costa de la vida de un niño preferiría predicar bajo el cielo abierto el resto de mis días.

La mujer lo escudriñó y supo que hablaba con sinceridad.

—Bueno, no es culpa de usté —dijo—. Siempre ha sido un niño torpe. Parece salir vivo de situaciones que matarían a cualquier niño normal.

—Quisiera… comprender lo que ha ocurrido aquí.

—La cumbrera cedió, desde luego —dijo ella—. A veces suele pasar.

—Me refiero a… cómo fue que no lo tocó. La viga se partió… antes de tocarle la cabeza. Quisiera examinarlo, si me lo permite, para ver si…

—No tiene ni una marca —replicó.

—Lo sé. Quisiera tocarlo para ver si…

Miró hacia el cielo y murmuró:

—Ya sé. La sesomancia. —Pero al mismo tiempo apartó sus manos para que el hombre pudiera palpar el contorno de la cabeza.

Lentamente y con cuidado, Thrower trató de comprender el mapa del cráneo del niño, de leer los bordes y cantos, los relieves y las depresiones. No necesitaba consultar ningún libro. De todas formas, los libros no decían más que sandeces. No había tardado en descubrirlo. Sólo decían generalidades imbéciles, como por ejemplo: «los pieles rojas siempre tendrán una protuberancia sobre la oreja, lo cual indica salvajismo y canibalismo», cuando, desde luego, los pieles rojas tenían idénticas variaciones en sus cráneos que los blancos. No, Thrower no tenía confianza en esos libros, pero había aprendido un par de cosas sobre personas que poseían determinadas facultades y que tenían en común ciertas protuberancias. Había desarrollado cierto don para comprender los mapas de los cráneos humanos. Mientras sus manos se paseaban por la cabeza del niño, comprendía lo que estaba hallando.

Nada digno de mención, eso fue lo que encontró. Ningún rasgo que se destacara sobre los demás. Normal. Tanto como cualquiera podía serlo. Tan absolutamente normal que podía ser un ejemplo de normalidad de esos que vienen en los manuales, en caso de que hubiera algún manual que mereciera ser leído.

Retiró sus dedos, y el niño —que con su contacto había dejado de llorar— se retorció sobre el regazo de su madre para mirarlo.

—Reverendo Thrower —le indicó—, sus manos son tan frías que casi me hielo. —Luego se escabulló de la falda de su madre y salió corriendo, llamando a uno de los niños alemanes, con quien antes había estado luchando tan ferozmente.

Fe se echó a reír con pesar.

—Ya ve qué rápido olvidan…

—Usted también —le señaló el reverendo Thrower.

La mujer sacudió la cabeza.

—Yo no —negó—. Yo no olvido nada.

—Ya está sonriendo…

—Yo sigo adelante, reverendo Thrower. Sigo adelante. No es lo mismo que olvidar.

Asintió.

—¿Y bien? ¿Qué ha encontrado?

—¿Qué he encontrado?

—Cuando le tocaba los chichones. La sesomancia. ¿Ha visto algo?

—Normal. Completamente normal. En su cabeza no hay una sola cosa que se salga de lo normal.

La mujer gruñó.

—¿Nada fuera de lo normal?

—Así es.

—Bueno, si quiere saber lo que pienso, aquí eso sí es algo fuera de lo normal. No tener nada de anormal… vaya rareza. —Tomó el banco y lo arrastró, llamando a Al y a Cally mientras andaba.

Al cabo de un rato, el reverendo Thrower comprendió que tenía razón. Nadie era tan perfectamente normal. Todos tenían algún rasgo más acusado que los demás. No era normal que Al fuera tan bien equilibrado. Que tuviera todas las características posibles que un cráneo pudiera exhibir y en las proporciones exactamente normales. Lejos de ser normal, el niño era extraordinario, si bien Thrower no tenía idea de lo que ello pudiera significar en la vida del niño. ¿Sería de los que saben un poco de todo y mucho de nada? ¿O de los que sobresalen en todo?

Superstición o no, Thrower se encontró pensando. Séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón… un cráneo sorprendente… y el milagro de la viga —no tenía otra palabra para aquello—. Ese día habría muerto cualquier otro niño común. Las leyes naturales lo determinaban. Pero algo o alguien protegía a ese niño, y las leyes naturales habían sido desoídas.

Cuando la conversación declinó, los hombres siguieron trabajando en el techo. La viga original era inservible, desde luego, y tuvieron que trasladar afuera ambos fragmentos. Después de lo ocurrido, no pensaban emplear los maderos para ninguna otra cosa. En cambio, pusieron manos a la obra y, a media tarde, lograron terminar otra viga nueva, reconstruyeron los andamies y para la noche ya estaba en su sitio el maderamen fundamental del techo. Nadie habló del incidente de la viga maestra, al menos en presencia de Thrower. Y cuando quiso encontrar la cumbrera resquebrajada, no logró hallarla en ninguna parte.

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